Roma
Septiembre de 1076
MATILDA PASEABA de un lado a otro del dormitorio de la Isola Tiberina, la torre fortificada que era su refugio en Roma. Se acercó a la ventana para ver el sol, que se estaba alzando sobre el Tíber, el cual corría como una arteria a través de la ciudad y los territorios circundantes. Gregorio estaba dormido en la cama detrás de ella, o al menos eso creía Matilda, hasta que la sobresaltó con una observación.
—Estás muy nerviosa, querida mía.
La condesa dormía poco y mal, cosa que Gregorio estaba descubriendo durante las escasas y preciosas noches que pasaba con ella. Su naturaleza esencial no le permitía descansar, y esto sucedía desde que era pequeña. Tenía mucho que hacer, demasiadas cosas en qué pensar, y lo que con frecuencia se le antojaba una infinita responsabilidad para su pueblo y su país.
Matilda se volvió y sonrió, en su rostro se reflejó una expresión de una ternura y tristeza sorprendentes.
—Dios me ha concedido muchas bendiciones en esta vida. La paz no es una de ellas.
Gregorio asintió.
—¿Qué te tiene tan preocupada esta mañana?
—Godofredo. El sobrino y tocayo del jorobado, el de Bouillon. Me he enterado de que, desde la muerte de su tío, ha decidido proclamarse heredero de mis tierras ¿Es que estos hombres no se cansarán nunca de intentar robarme?
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Porque hace meses que no te veo, y no quise echar a perder nuestra primera noche juntos con discusiones sobre estrategia, cuando teníamos cosas mucho más importantes que hacer.
Gregorio se irguió sobre un codo y la examinó desde la cama. Habían pasado una magnífica noche juntos, y no se sentía inclinado a darla por concluida todavía. No debía volver a Letrán hasta que anocheciera.
—No te preocupes ni un segundo más por eso, amor mío. Enrique está atrapado, y lo sabe. Sus duques y obispos están exigiendo que haga las paces conmigo. Godofredo no se atreverá a presentar tal reclamación sin el apoyo del rey y los obispos, cosa que no sucederá. Enviaré hoy mismo un mensaje al obispo de Verdún para que tome el control de tus asuntos y proteja tu herencia de Lorena. Dalo por hecho.
Enrique estaba en una posición política muy debilitada tras la reunión celebrada en Tribur, donde la nobleza alemana había decidido apoyar de nuevo la sentencia de deposición dictada contra él y elegir un sucesor al trono. Los hombres reunidos habían sido incapaces de llegar a un acuerdo sobre el nuevo rey, y Enrique reinó un día más. Sin embargo, el contingente de Tribur había insistido en que el rey hiciera las paces con el Papa de inmediato y le jurara obediencia absoluta. Los duques y obispos de Enrique proclamaron que debía abandonar el trono si no lo hacía antes del 22 de febrero, el aniversario de su sentencia de excomunión.
Gregorio tenía razón. De momento, su condesa no debía temer nada.
El sol de Roma brillaba a través de la ventana y realzaba el pelo suelto de Matilda. Gregorio pensó, como le sucedía a menudo, que era una visión deslumbrante. Alzó el cubrecama y la invitó a volver al lecho.
—Ven, paloma mía. Me encargaré de proporcionarte el sosiego que tanto anhelas.
Ella se reunió con él y dejó que la envolviera en el calor de su amor durante el resto de la mañana, hasta bien entrada la tarde.
Cuando llegó el momento de partir hacia Roma, Matilda estaba menos tensa que de costumbre. Gregorio había llegado a un acuerdo con ella que la había conmovido hasta lo más hondo, una perspectiva de futuro hermosa y anhelada: había accedido a pasar la Navidad con ella. En su amada Lucca.
Lucca
Nochebuena de 1076
LA ANTIGUA CAPILLA subterránea que había servido de centro de la Orden durante mil años brillaba con la luz de varias docenas de velas de cera. Ramas de pino y flores de invierno adornaban las paredes, colgadas de los candelabros y atadas con cintas. Anselmo, el querido obispo de Lucca, asistía a la ceremonia. Enlazó la mano de Isobel cuando ocuparon su lugar a un lado del altar. Gregorio y Matilda permanecieron en el espacio central encarados, unidos con sus manos extendidas, mientras el Maestro se alzaba detrás del altar, con el Libro Rosso abierto por una página del Libro del Amor. La leyó, aunque no era necesario, pues se sabía las palabras de memoria desde hacía muchísimos años.
El Papa había pasado la semana estudiando con el Maestro. A veces, habían estado solos. En otras ocasiones, Matilda se había sumado para preparar el acontecimiento de hoy. Gregorio había devorado las enseñanzas del Libro Rosso, ávido de saber todo acerca del extraordinario libro rojo y su historia. Había estudiado para aprender y comprender el mensaje concreto que le habían entregado en preparación para este día. Repitió el poema de Maximino con convicción y pasión, al tiempo que miraba a su amada a los ojos.
Te he amado antes,
te amo hoy,
y volveré a amarte.
El tiempo vuelve.
Rodaron lágrimas por las mejillas de la condesa cuando repitió estas mismas palabras a Gregorio con voz estrangulada. El poema era especial y sagrado para ella. Lo había recitado desde el momento en que supo hablar: con Isobel, con sus amigos de la Orden, e incluso con Bonifacio. Pues se refería a todo tipo de amor: paternal, familiar, fraternal y romántico. Pero cuando el poema se decía al amado, adquiría un significado excepcional por su impacto, en este caso abrumador.
Una vez finalizados los votos, el Maestro avanzó con una cuerda de seda trenzada llamada cordelière, rematada en cada extremo por elegantes borlas. Rodeó con ella las muñecas de los amantes y la ató con suavidad para simbolizar la unión de la pareja tal como Dios había ordenado en el alba de los tiempos. Cuando el Maestro pasó las manos sobre la pareja para bendecirla, Isobel empezó a cantar con su dulce y melódica voz la canción francesa sobre el amor que Matilda reverenciaba.
Te he amado durante mucho tiempo,
nunca te olvidaré…
Cuando Isobel cantó la estrofa final, el Maestro desató la cordelière. Después invitó a los dos a intercambiar los regalos nupciales tradicionales, pequeños espejos dorados, mientras recitaba una de las enseñanzas sagradas.
—En tu reflejo, encontrarás lo que buscas. Cuando los dos os convirtáis en Uno, encontraréis a Dios reflejado en los ojos de vuestro amado, y a vuestro amado reflejado en vuestros propios ojos.
El Maestro concluyó la ceremonia con las hermosas palabras del Libro del Amor, incluidas también en el Evangelio de Mateo:
—De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.
Se volvió hacia Gregorio.
—El novio puede besar ahora a la novia con el nashakh, el beso sagrado que funde los espíritus en la unión.
Gregorio salvó la distancia que le separaba de su amada, tomó a Matilda en sus brazos y la apretó contra sí. Había lágrimas en sus ojos. En el espacio sagrado y oculto de esta antigua cámara, donde se habían protegido y venerado las verdaderas palabras del Señor desde su llegada a las costas italianas, el Papa acababa de unirse en santo y secreto matrimonio con la mujer a la que amaba.
La mujer más poderosa de Europa, y tal vez del mundo, era ahora la esposa del pontífice, un secreto que sólo sabrían los presentes en la cámara: Anselmo, Isobel, el Maestro, la pareja, y el hijo que Matilda llevaba en el vientre, concebido en la confianza y la conciencia cuando sus padres habían yacido en Roma tres meses antes.
Matilda recordaría aquella época como la más feliz de su vida. Durante aquellas dos semanas en Lucca, Gregorio y ella habían vivido como marido y mujer en la intimidad de los terrenos de la Orden. Era la primera vez que estaban juntos sin la sombra constante del fingimiento y el decoro. Aquí estaban protegidos por completo del mundo exterior y podían celebrar la dicha del nacimiento de Jesús en compañía de sus hermanos y hermanas en el Camino. Aquí podían fingir, siquiera durante unas breves semanas, que eran una pareja normal de recién casados que vivían en un mundo de libertad.
Gregorio continuaba estudiando, fascinado y embelesado por las enseñanzas del amor que, según la Orden, emanaban directamente del Señor. Como hombre espiritual, era capaz de asimilarlas en su totalidad. Como erudito, pensaba que constituían un desafío, aunque las consideraba lógicas y aceptables. Era difícil calificarlas de heréticas cuando se las comparaba con los Evangelios canónicos. En verdad, la «herejía» de estas enseñanzas originales no tenía nada que ver con las Escrituras y todo con las tradiciones artificiales de los últimos mil años, incluidas las reforzadas hacía poco por obra de sus propias acciones. Como Papa, afrontaba ahora la realidad de que gran parte de lo que defendía la Iglesia era contrario a las primitivas enseñanzas del cristianismo. Estaba atemorizado por lo que aquello podía significar para su legado. Sobre todo, no sabía muy bien si las enseñanzas del amor resultarían válidas en una estructura capaz de gobernar el mundo desde un punto de vista tanto económico como político. No estaba seguro de que tal cosa fuera posible. Y no obstante, los días pasados con Matilda habían renovado su espíritu, le habían impulsado a creer en el amor. ¿Sería capaz de desmantelar la estructura actual de la Iglesia, borrar de un plumazo los años de política y tradiciones, y crear un nuevo modelo regido por el amor? Tal idea se le antojaba imposible, aunque hermosa.
Matilda, en cambio, no abrigaba el menor temor, y trabajaba con él a diario. «Solvitur ambulando», le decía, y le enseñaba la poderosa tradición de alinearse con la voluntad de Dios al encontrarse con lo divino en el centro del laberinto. Le leía la leyenda del Minotauro, según el Libro Rosso, y discutían a fondo las aplicaciones alegóricas de esa historia a la de ellos.
Después de una de estas sesiones de trabajo en que Gregorio se mostró particularmente inspirado, pidió a Matilda que le llevara a ver el Volto Santo. Anselmo cerró al público la catedral de San Martín para que nadie les molestara.
El Papa se arrodilló ante la elegante imagen esculpida por la mano de Nicodemo y juró proteger a la Iglesia de forma que guardara armonía con las verdaderas enseñanzas del Camino. Sabía que sería un desafío, pero estaba decidido a hacerlo, por su amor y por su Señor. Entendía que había sido colocado en tal posición de poder inigualable con aquel propósito, y encontraría una forma de lograrlo. Serían tiempos difíciles y surgirían enemigos a cada paso, pero su amada le renovó le promesa de que estaría a su lado en cada trecho del camino, con el fin de inspirarle, de combatir a su lado y de amarle en todo momento. Semper. Siempre.
Matilda había tomado su primer voto en este lugar, a la edad de seis años. Lo había cumplido de manera espectacular, al igual que cumplía todas sus promesas.
Al amanecer del día de San Esteban, Matilda y Gregorio fueron escoltados por Anselmo, Isobel y el Maestro hasta el pórtico de la catedral de San Martín. Allí, los recién casados se llevaron una sorpresa al ver el regalo de los miembros de la Orden. En la columna occidental de la fachada habían pintado un perfecto laberinto de once círculos de color púrpura intenso. En letras verticales, habían escrito el siguiente edicto junto al símbolo sagrado:
AQUÍ ESTÁ EL LABERINTO CONSTRUIDO POR DÉDALO
EL CRETENSE Y DEL QUE NADIE PUEDE SALIR UNA VEZ DENTRO.
SÓLO TESEO FUE CAPAZ DE HACERLO GRACIAS AL HILO DE ARIADNA.
En el centro redondo del laberinto estaban las palabras finales de la fábula:
Y TODO POR AMOR.
Anselmo explicó que había creado el diseño y el lema, con la ayuda del Maestro y de Isobel, con el fin de conmemorar los votos de Gregorio a Matilda y a la Orden durante esta fiesta tan señalada, en presencia de Dios y de los demás. Era un monumento para recordar a Gregorio que debía alinearse con las promesas que había hecho en el cielo: a él mismo, a los demás y a Dios. Utilizaban la alegoría de Teseo y Ariadna, ocultando la verdad en un lugar reservado para los que tenían ojos para ver y oídos para oír. Pues aquí el Papa era Teseo, el héroe que escaparía del laberinto oscuro de la corrupción de la Iglesia y la política, creado para atrapar a los inocentes en una intrincada red de dogmas y mentiras. Con la ayuda del hilo salvador de la verdad, proporcionado por Matilda/Ariadna, este Teseo renacido encontraría la luz y salvaría a este pueblo, demostrando una vez más que el tiempo vuelve.
Justo un siglo después, en el año 1200, un escultor de Lucca transformaría la pintura descolorida de la fachada de San Martín en un monumento permanente a la boda secreta del Papa y la condesa, donde permanecería por los siglos de los siglos.
Y todo por amor.
La idílica luna de miel de Matilda y Gregorio fue interrumpida cuando un mensajero llegó a Lucca. Enrique IV estaba cruzando los Alpes en dirección a Toscana. Estaba dispuesto a pedir perdón al Santo Padre, y a jurar lealtad y obediencia al trono de San Pedro.
Se tomó la decisión de que la fortaleza de Matilda en Canossa, debido a su posición inexpugnable y protegida, sería el lugar ideal para que Gregorio recibiera a Enrique. Atravesaron Florencia, donde una formidable escolta toscana se reunió con ellos a instancias de Conn. Los toscanos estaban decididos a proteger tanto al Papa como a su condesa, y no querían correr ningún riesgo de que cayeran en una emboscada.
Si bien era improbable, dada la debilitada posición de Enrique, que intentara traicionarles, siempre era mejor tomar precauciones con el voluble primo de Matilda.
Canossa
Enero de 1077
SI ENRIQUE IV llegó a los territorios de Matilda esperando que le trataran como a un rey, para ser conducido de inmediato ante la presencia del pontífice, se llevó una amarga decepción. Gregorio VII estaba empecinado en prolongar el juego de poderes y subrayar su posición de autoridad absoluta. Se negó en redondo a recibir en audiencia a Enrique y no dejó traslucir la menor indicación de cuándo, si se producía esa eventualidad, cambiaría de opinión. El rey había llegado con una comitiva de miembros de la realeza y obispos que confiaban en reconquistar el favor del Papa, a cambio de suplicar perdón por sus transgresiones contra él en el Sínodo de Worms. Gregorio conocía a todos los hombres que se habían levantado contra él (y contra su Matilda), y se la tenía jurada. No pensaba comportarse con generosidad.
Enrique llegó con un formidable aliado, quien se negó a ser ninguneado. Hugo, abad de Cluny, era el líder del séquito alemán, y había sido nombrado padrino de Enrique cuando el rey era un bebé. Tal demostración de fortaleza dejó indiferente a Gregorio. Al fin y al cabo, él era el Papa, y pese al hecho de que Hugo detentaba la autoridad del influyente monasterio de Cluny, no era más que un abad. Fue Matilda quien se ofreció para desbloquear la situación, y quien se prestó voluntaria para presidir la reunión inicial con su primo y el abad Hugo. Se entablaron negociaciones para que ese primer encuentro se celebrara en su fortaleza de Bianello, en las afueras de Canossa.
La condesa de Toscana era una mujer brillante, audaz y avezada. También había acumulado suficiente experiencia con su primo para saber que no debían confiar en él. No obstante, cuando se presentó ante ella como «su más afectuoso y generoso primo», y suplicó que intercediera por él ante Gregorio, se ablandó. Pese a toda su experiencia y genio militar, Matilda era una estudiante del Camino del Amor y creía en el poder de sus enseñanzas, incluido el perdón. Fue esta fe la que provocó su primera discusión grave con Gregorio.
—No puedo creer que te dejes engañar por esas falsas súplicas.
El Papa estaba mirando por la ventana de su dormitorio de Canossa las montañas recortadas con picos y cubiertas de nieve. Procuraba controlar su ira, pero no entendía cómo podían engañar con tanta facilidad a una mujer de su inteligencia.
Matilda, que paseaba de un lado a otro de la estancia, también estaba muy nerviosa.
—No soy idiota, Gregorio. Nadie sabe mejor que yo quién y qué es Enrique.
—En ese caso, es posible que tu estado esté afectando a tu inteligencia —replicó Gregorio—. Quizá sea ése el motivo de que las mujeres no gobiernen.
La condesa se quedó petrificada. A los tres meses de embarazo, su estado era todavía un secreto oculto por las voluminosas faldas de moda, pero Gregorio sí era consciente de que estaba encinta, una constante fuente de preocupaciones para él. Como Papa, como líder y como hombre recaían sobre sus hombros enormes responsabilidades. El impacto le estaba pasando factura. Cuando vio que Matilda palidecía, se arrepintió al punto de su estallido. Se acercó a ella y tomó sus manos.
—Lo siento, Tilda. Eso ha sido injusto. Y falso.
Ella no le apartó, pero tampoco aceptó su abrazo. Se estaban acumulando lágrimas en sus ojos, pero las reprimió. Dijo lo que debía con una calma que no sentía.
—Tal vez si las mujeres gobernaran, habría menos guerras, menos muertes, menos destrucción. ¿No lo dedujiste de nuestras enseñanzas mientras estuviste en Lucca? ¿Qué es la pérdida del principio femenino en el liderazgo, y en la espiritualidad, lo que ha causado tanta devastación a nuestro alrededor? El equilibrio quedó destruido con la Caída del Hombre, cuando las mujeres fueron desheredadas y despojadas de poder. Cuando toda la pureza y el poder de la sabiduría femenina fueron enviados al exilio, de modo que la humanidad quedó esclavizada por el ansia de poder, sin nada que la paliara. Hasta hombres como tú, por más grande de corazón y espíritu que seas, son incapaces en muchas ocasiones de imponerse a su naturaleza. Y la naturaleza masculina desea el poder y declarar la guerra cuando se siente amenazada o atacada. La naturaleza de las mujeres es diferente. Tendemos a colaborar y a mediar, a desear la paz sobre la muerte. Y en efecto, aquí ante ti, con nuestro hijo que crece en mi vientre, quiero que nazca en un mundo, sea cual sea su sexo, en que reinen la paz y la prosperidad. Y si eso me convierte en débil, así sea. La voluntad de Dios ha decretado que me encuentre en este estado en este tiempo y lugar. Y me impele a desear ver el fin de sufrimientos absurdos.
Gregorio estaba demasiado nervioso para escuchar con atención lo que se le antojaba una reprimenda.
—Estoy intentando protegerte a ti y a nuestro hijo, y tal vez a toda Italia, de Enrique. Y después de lo que te ha hecho durante toda tu vida, no puedo creer que le perdones con tal facilidad.
Matilda había perdido por completo la calma.
—Me niego a ser hipócrita, Gregorio. Jesús nos enseña el perdón, y ése es el sendero del Camino tal como me lo han enseñado, y tal como yo lo sigo. Por lo tanto, si un hombre manifiesta arrepentimiento y suplica perdón, ¿quién soy yo para juzgar si es sincero o no? Eso sólo Dios puede hacerlo.
—Yo soy el Papa —replicó Gregorio—. Es mi obligación actuar como intermediario de Dios en la tierra. Como tal, he decidido que las disculpas de Enrique son falsas e inaceptables. Dile que vuelva a Alemania y que su pueblo haga con él lo que le parezca. Tengo entendido que Rodolfo de Suabia está dispuesto a aceptar el trono si yo le niego el perdón. Y así será.
Matilda estaba desgarrada. La parte fogosa de su naturaleza deseaba salir como una tromba de la habitación y abandonarle a su arrogancia. Pero le amaba por encima de todo, y sabía que parte de su misión como compañera era ayudarle a superar aquellos retos espirituales. ¿Acaso no acababa de dejar claro que las regentes femeninas eran las más capacitadas para la diplomacia y la mediación en tiempos de guerra? Respiró hondo y le habló con serena energía.
—¿Qué quieres que haga, amor mío? He de dar una respuesta al abad Hugo, y no pienso decirle que envíe a Enrique de vuelta a Alemania. ¿Qué quieres que haga el rey para demostrar su arrepentimiento?
Gregorio meditó un momento. Lo primero que le vino a la cabeza fue contestarle que Enrique no podía hacer nada, y que su decisión era definitiva. Pero se ablandó un poco cuando la miró. Tenía ojeras oscuras, que contrastaban con su piel de alabastro. Su aspecto era de una fragilidad terrible. Esto también le estaba pasando factura.
—Dile al abad Hugo que quiero ver a Enrique manifestar en público su arrepentimiento, para que sea presenciado por todos los ciudadanos de Canossa. Quiero verle arrodillarse en la nieve con el cilicio ante las puertas, abandonando todo fingimiento de realeza, y suplicando ser admitido a mi presencia como el más humilde peregrino. Dile que se presente de esta guisa mañana a las puertas de Canossa, y me pensaré si acepto su petición.
Matilda aceptó esta concesión. No era ideal, ni mucho menos, pero al menos no se había negado de plano. Dejó a Gregorio en sus aposentos y fue en busca de un mensajero que comunicara las condiciones dictadas por el Papa. Aquella noche no volvió con él, sino que prefirió dormir con Isobel.
El día siguiente amaneció gris y frío. Sobre un fondo de cielos amenazadores y vientos frígidos, Enrique IV se acercó a las formidables puertas de Canossa junto con su comitiva de penitentes. Al frente iba el abad Hugo de Cluny, quien llamó, solicitando que el rey y sus seguidores recibieran permiso para entrar.
Hugo, que portaba un báculo y entonaba oraciones de penitencia, guiaba la procesión subiendo el largo y tortuoso sendero montañoso que conducía a la fortaleza de Matilda. Tras él marchaba el humillado rey, vestido con el cilicium, el hábito de penitente hecho de tela áspera y pelo de cabra. Su propósito era irritar la piel, desgarrarla y causar terribles picores, a modo de mortificación de la carne. Para demostrar todavía más el alcance de su arrepentimiento, Enrique caminaba descalzo sobre el rocoso y helado sendero. Un grupo de obispos y nobles, todos los cuales habían atacado a Gregorio en el Sínodo de Worms y exigido su renuncia, seguían al rey en similar guisa de penitentes.
Los habitantes de Canossa y de las zonas circundantes que habían acudido para presenciar el espectáculo flanqueaban el camino a la fortaleza. Algunos abucheaban al tirano que se autoproclamaba su soberano y le lanzaban verduras podridas. Otros miraban en silencio, tal vez conscientes de que un hecho histórico estaba teniendo lugar en aquel momento, o quizá sólo admirados del drama representado entre un Papa y un rey.
Tras llegar a las puertas, el monarca avanzó para llamar y solicitar permiso para entrar. Su discurso ensayado resonó en el aire helado.
—Solicito audiencia con el Santo Padre. He venido como penitente, para proclamar el arrepentimiento de mis pecados contra él y la Iglesia que representa. Acudo con humildad. Vengo como hombre y como rey en busca de su bendición y perdón.
Un legado papal contestó desde la torre que daba a la fachada de la fortaleza.
—El Santo Padre ha rechazado vuestra petición. No cree que hayáis demostrado todavía que vuestro arrepentimiento es sincero.
Siguió un silencio estupefacto. ¿Era posible que, aun después de semejante humillación, el Papa no recibiera al rey? Enrique se volvió hacia su abad en busca de apoyo. El obispo de Cluny contestó:
—El rey se ha humillado ante Dios y su bienaventurado mensajero aquí en la tierra. ¿No veis cómo sangra para demostrar su arrepentimiento? ¿Acaso el Santo Padre no encuentra en su corazón el deseo de escuchar su súplica de perdón y el juramento de obediencia?
Enrique tenía cortes en los pies debido al sendero rocoso, e hilillos de sangre corrían por el sarpullido que cubría sus brazos debido al terrible cilicio. Su aspecto consternaba. No cabía duda de que había sufrido durante la travesía, pero el legado se limitó a repetir el anuncio de antes y desapareció en el interior, dejando al rey y al abad más poderosos de Europa ante las puertas cerradas, mientras la nieve empezaba a caer de nuevo.
Matilda estaba enferma de frustración. No podía creer que Gregorio fuera tan obstinado. Enrique, pese a su comportamiento odioso, había llevado a cabo una demostración pública de penitencia muy dramática. Se había humillado como ningún rey lo había hecho en el curso de la historia, y no obstante su amado se negaba a recibirle. El Papa no escuchaba a nadie, ni siquiera a su amada. Ella había dejado de dirigirle la palabra, pues sólo provocaba discusiones.
Aunque la condesa había pedido consejo a Isobel sobre este conflicto, de mujer a mujer, decidió que necesitaba una perspectiva masculina y fue en busca de Conn. Le encontró en los establos, y él no pareció complacido de verla.
—¿Qué te trae por aquí? Hace un frío horrible.
—Te necesito.
—Entra, pues, hermanita. Ya sé de qué quieres hablar, y te contaré una historia que puede interesarte.
Entraron en busca del calor del castillo en una antecámara cercana a la cocina. La estancia estaba al lado de los fogones de la cocina y contaba con chimenea propia. El padre de Matilda la había construido con el fin de celebrar reuniones en invierno, y así combatir el frío de las montañas. La condesa se calentó las manos en el fuego y se sentó en un banco acolchado, con la espalda contra la pared. Exhaló un profundo suspiro cuando se apoyó contra la dura piedra.
—Oh, Conn, ¿qué voy a hacer con él? Se está comportando como un tirano.
El gigante celta se encogió de hombros.
—¿Tú crees?
Matilda se quedó sorprendida. Había esperado que Conn le diera la razón.
—Pues claro que sí. Después de la demostración de arrepentimiento de Enrique, se empeña en no recibirle. Es indignante.
—No. Es una demostración de fuerza. Respétale y déjale en paz.
—No hablas en serio.
—Hablo en serio.
—Pero…
—No hay pero que valga. Gregorio sabe muy bien qué clase de persona es Enrique. Y lo será siempre. Matilda, ese hombre es un monstruo coronado. No le subestimes. Ahora te lo suplico: no sé por qué te has compadecido de tu malvado primo, pero no olvides lo que sabes de su pasado y de sus actos. Es un hombre muy peligroso, y un rey todavía más peligroso. Corres más peligro con él que con nadie. ¿No te das cuenta? Créeme, por más enfadada que estés con Gregorio, con lo que hace te está protegiendo más a ti que a él.
La condesa reflexionó un momento sobre estas palabras. Aunque le daba la razón, también quería creer que existía auténtica sinceridad en la exhibición de arrepentimiento de Enrique.
—¿No crees que un hombre malvado pueda cambiar sus hábitos?
—No creo que este hombre malvado en particular pueda cambiar sus hábitos. Lo cual me conduce a la historia que quería contarte.
Matilda asintió y se dispuso a escuchar al gran guerrero celta hilvanar su historia gracias a su magia heredada.
—Cuando estudiaba en la escuela de Chartres…
—¿Chartres?
La condesa se sobresaltó cuando oyó el nombre de la ciudad santa, de la cual Conn siempre se negaba a hablar. El gigante la miró ceñudo.
—Después. No me interrumpas. La escuela de Chartres atraía a hombres eruditos de toda Europa, y en una ocasión tuve la suerte de pasar cierto tiempo en presencia de un hombre de Oriente. Un maestro sufí. Me contó la historia que te voy a contar. Es la historia del escorpión y el sapo.
»El sapo era un animal dulce y amable que nadaba felizmente en su estanque y tenía muchos amigos, pues caía bien a todo el mundo. Un día se estaba bañando, cuando oyó una voz que le llamaba desde el borde del estanque. “Eh, sapito —dijo la voz—. Ven aquí.”
»Y el sapo nadó hasta la orilla, y allí vio que era el escorpión el que le llamaba. Recuerda que el sapo era por naturaleza un ser confiado y bondadoso, pero no estúpido. Sabía que el escorpión era peligroso y famoso por su aguijón venenoso, y que podía atacar en cualquier momento, casi siempre sin motivo. “¿Qué puedo hacer por ti, hermano escorpión?”
»“He de cruzar el estanque —le dijo éste—. Pero andando tardaría muchos días. Si me cargaras a la espalda y me cruzaras a nado, sería cuestión de poco rato. Me han dicho que eres amable y generoso, y si me hicieras este gran favor, me sería de gran ayuda y me sentiría muy agradecido.”
»El sapo se enfrentaba a un dilema. Por naturaleza deseaba ayudar, pero tenía miedo de la mala fama del escorpión. Decidió ser sincero. “Hermano escorpión, me gustaría ayudarte, pero eres famoso por tu naturaleza voluble y tu picadura mortal. Si te acomodo sobre mi espalda y nado en el estanque, ¿qué pasará si decides picarme? Moriré, y no deseo morir.”
»El escorpión rio. “¡Ridículo! Hermano sapo, piensa en lo que acabas de decir. Si te picara mientras nadas, te hundirías y ambos nos ahogaríamos. No albergo el menor deseo de destruirte, ni mucho menos de destruirme a mí mismo, de modo que ¿cómo iba a hacer semejante cosa? Sólo necesito cruzar el estanque, y necesito tu ayuda para ello. Por favor, hermano.”
»Y así, el confiado sapo permitió que el escorpión trepara sobre su espalda y empezó a nadar. Cuando estaban a mitad del estanque, el sapo notó un agudo y horrible dolor. “¡Ay! ¿Qué ha sido eso?”, gritó. A lo cual contestó el escorpión: “Oh, te he picado. Lo siento”. El sapo no daba crédito a sus oídos, y mientras el veneno invadía su cuerpo y empezaba a hundirse, preguntó al escorpión: “Pero ¿por qué, hermano? ¿Por qué me has picado, si vamos a perecer los dos?”
»El escorpión suspiró, se hundió con el sapo y explicó con suma sencillez, mientras ambos se preparaban para morir: “No pude evitarlo. Está en mi naturaleza”.
Conn dejó la moraleja flotar en el aire durante unos momentos antes de continuar.
—Como ves, Matilda, lo que es igual de importante como colofón de esta fábula es otra idea: cuando el escorpión dijo al sapo que no quería hacerle daño, lo dijo con sinceridad porque así lo sentía… en aquel momento. No quería picarle y no quería exponer su propia vida. Pero su naturaleza le dominó, como siempre había sido, y no pudo contenerse.
La condesa suspiró al comprender la verdad de sus palabras.
—Enrique es un escorpión.
—Sí. Aunque él crea que se ha arrepentido, no pienses ni por un momento que ha domeñado a su naturaleza. Además, Matilda…
—¿Sí?
—La lección final es que el sapo es tan culpable de su muerte como el escorpión. Conocía la naturaleza de éste, y su instinto le decía que no confiara en él. Pero no le hizo caso.
—¿Qué me estás diciendo, exactamente?
—No seas sapo, hermanita. No seas sapo.
El contingente alemán acampó en la base de la colina, ante la fortaleza. Se repitió el espectáculo de la penitencia de Enrique, acompañado de su noble cortejo, durante tres días. Al alba del cuarto día, el legado papal anunció que el arrepentimiento de Enrique había sido aceptado y sería conducido a presencia del Santo Padre.
Lo que Enrique, y la historia, jamás sabría fue lo fundamental que fue Matilda en la aceptación del arrepentimiento del rey por el papa Gregorio VII. La condesa de Canossa, si bien no deseaba cometer la trágica equivocación del sapo en la fábula de Conn, tenía miedo de que su primo muriera congelado ante las puertas de su fortaleza. No podía permitir que tal cosa ocurriera. Era inhumano y violaba todo cuanto defendía. Además, no serviría a los propósitos de Gregorio de fortalecer la Iglesia, y mucho menos una Iglesia dedicada al amor y la compasión. Temía que los actos de su amado fueran considerados propios de un tirano, severos e imperdonables. Hasta su pueblo de Canossa, tan leal como siempre, empezaba a agitarse inquieto. Contemplaban el espectáculo diario de un rey al que el frío y el ayuno estaban minando. El avergonzado monarca suplicaba ser admitido ante la presencia del Papa, con el fin de continuar sus ruegos y abundar en su humillación. La determinación de Gregorio bordeaba la crueldad. Y eso no podía ser.
Antes de retirarse a la cama la tercera noche, Matilda dio un ultimátum a Gregorio, el cual representaba la elección más difícil de su vida. Si bien le amaba de una forma irracional, su supremo deber consistía en cumplir su obligación y la promesa hecha a Dios, la promesa de vivir según las enseñanzas de un hombre al que llamaban Príncipe de la Paz. A la luz de esto, la condesa ya no podía soportar ni permitir que el espectáculo de la humillación continuara. O Gregorio recibía a Enrique, o ella abandonaba Canossa. No quería participar en ningún acto que considerara contrario a la voluntad de Dios o a las enseñanzas de su Hijo.
El Papa se quedó estupefacto ante la postura radical de su amada, pero al principio no quiso plegarse a su ultimátum. No fue hasta que la oyó dar órdenes para preparar su partida que comprendió su determinación. Gregorio llegó a la conclusión de que necesitaba relajar su postura con el fin de salvar todo cuanto más amaba.
La misma pasión e intensidad extraordinarias que unieron a Matilda y Gregorio sirvió también para retarles en esta encrucijada crítica de su relación. Dos mentes y espíritus de tal energía no pueden esperar vivir en el mismo lugar en completa armonía en todo momento. Era una lección que ambos necesitaban aprender. Fue una de las muchas que vieron la luz en Canossa durante el invierno de 1077.
El rey Enrique IV fue admitido a presencia del papa Gregorio II, con Matilda de pie a su lado, al atardecer del 28 de enero. Era una figura patética, con la carne agrietada y desgarrada. Verle postrarse, próximo a las lágrimas, ante el Papa significó ver a un hombre destrozado y rendido por completo. La condesa sintió pena. Enrique era en verdad una víctima de su propia naturaleza. Sus vicios eran la causa de que estuviera en aquel lugar, medio muerto y completamente desmoralizado, con la cara apoyada contra el frío suelo de piedra, suplicando perdón a un hombre al que odiaba.
Gregorio accedió a perdonarle, como hombre aunque no como rey. Se levantó la sentencia de excomunión, y Enrique pudo tomar la comunión en la pequeña capilla de la fortaleza. Después fue recibido en Canossa, donde le dieron de comer y lo alojaron en cómodos aposentos para que se recuperara de su odisea.
Enrique se quedó lo suficiente para observar a su prima y el estilo conque gobernaba sus dominios. Conversaba con ella durante horas a diario. Aunque Matilda no confiaba en él, era generosa con su tiempo, pues anhelaba la paz y la reconciliación. Su primo, quien parecía desear convertirse por fin en un gran rey, le pedía consejo para gobernar Europa con justicia. El pueblo del norte de Italia adoraba a Matilda, y Enrique explicó que imitaría sus acciones en el futuro, en un esfuerzo por ganarse a sus súbditos. Tal vez, insinuó, podrían olvidar sus diferencias y trabajar juntos en armonía como grandes gobernantes.
Y tal vez el escorpión dejaría que el sapo le condujera al otro lado del estanque.
La temporada que Enrique pasó en Canossa significó un paso decisivo para su envenenada psique imperial, pero no como Matilda esperaba. La humillación que había padecido a manos de Gregorio le quemaba por dentro. Era una conflagración que destruyó cualquier semblanza de humanidad que pudiera haber existido en su retorcida mente. Lo peor de todo fue que llegó a la conclusión de que la puta de su prima estaba detrás de todo. No cabía duda de que controlaba al Papa. Era evidente que bruja semejante era capaz de manipular a cualquier hombre, utilizando sus diabólicos encantos femeninos. Sólo podía haber sido Matilda la responsable de que Enrique se quedara abandonado en la nieve durante tres días con sus noches. Pagaría por lo que le había hecho, al igual que el falso Papa. Pero a ella se lo haría pagar en persona.
Nada dolería más a su prima que la destrucción de su preciosa Toscana, para luego demostrar al pueblo toscano lo que la lealtad a un demonio tan anormal le iba a costar. Empezaría, quizá, con Lucca. O con Mantua, donde había vivido de pequeña. Eran los lugares que más amaba, lugares que sufrirían.
Cuando Enrique IV regresó a sus tierras a través de los Alpes, examinó con suma atención las regiones que atravesaba y empezó a planear su venganza, la destrucción de la amada Toscana de Matilda. Se detuvo en Lombardía para reunirse con los nobles cismáticos que se oponían a Gregorio. Al cabo de unos días de haber recibido el perdón, Enrique se había declarado de nuevo enemigo del Papa, y némesis de la condesa toscana.
Al fin y al cabo, era propio de su naturaleza.
Salve, María:
Es un nombre de gran santidad. Procede de muchas fuentes y tradiciones, y en todas es sagrado, pues cada una contiene la semilla del conocimiento y la verdad. Se conoce de muchas formas en todo el mundo, ya sea Mary, María, Miriam, Maura o Miriamne.
De Egipto procede Meryam, el nombre de la hermana de Moisés y Aarón. Procede de la raíz de la palabra mer, «amor», que se convierte en el nombre Mery, o sea, querida. O amada. Se lo ponían a las hijas destinadas a ser especiales, elegidas por los dioses para un destino divino por lo que se refería a la cuna, la familia o las profecías referidas a ellas.
Se ha dicho que la forma Miryam combina varias palabras para crear el significado «mirra del mar», y algunas variaciones poseen el significado de «señora del mar».
Pero existe otro gran secreto de este nombre femenino perfecto. Se forma de las tradiciones hebrea y egipcia que contiene: la palabra egipcia mer, «amor», y la hebrea «Yam», una abreviación sagrada de Yahvé. De esta forma, el nombre, cuando se combinan las tradiciones, significa «la que es amada de Yahvé».
Durante la vida de Nuestro Señor y después, el nombre se ponía con frecuencia después de la mayoría de edad, como un título conseguido por una muchacha que había demostrado su valía y naturaleza especiales.
Convertirse en una María es algo santo.
LA HISTORIA DEL NOMBRE SAGRADO,
TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO