Roma
Marzo de 1075
MATILDA HABÍA REGRESADO A ROMA, más feliz que nunca por reunirse con su amado. Habían concluido con éxito el segundo sínodo del papado de Gregorio, donde fueron presentados al mundo sus Dictatus Papae. Los dictados fueron el resultado de sus días y noches juntos, un proyecto apasionado de dos almas decididas a reformar la Iglesia y a proteger tanto su estructura como su espíritu de sus enemigos más peligrosos.
El documento no se parecía a nada que hubiera emanado hasta el momento del trono de San Pedro. Era radical, atrevido y elaborado con brillantez. En esencia, el papa Gregorio VII osaba liberar a la Iglesia y a sus fieles de la fidelidad a cualquier monarca o líder laico del mundo cristiano. Se proclamaba a la Iglesia único árbitro de justicia sobre la tierra, y dentro de esa justicia todas las personas habían sido creadas iguales por Dios. Los dictados especificaban que esta ley de igualdad, aplicada a todo el mundo tal como afirmaba Jesucristo, incluía a mujeres y esclavos, incluso al rey. Ninguna persona era mejor ni peor que otra. Ninguna persona poseía más o menos valor a los ojos de Dios. Era el primer documento de su clase que expresaba la igualdad humana más allá de las fronteras de género y económicas. Era absolutamente revolucionario.
La influencia de Matilda en los dictados era evidente, para aquellos que tuvieran ojos para ver.
En este nuevo mundo de igualdad bajo la ley de Dios, el feudalismo, la estructura económica y social de todo el continente europeo, había muerto. El Papa era ahora la única autoridad justiciera en el mundo. Y para fortalecer la autoridad de la Iglesia bajo su defensor elegido por Dios, los dictados declaraban que el pontífice era infalible. Roma era el centro del mundo civilizado y el Papa su único gobernante. En nombre de Dios, administraría toda la justicia, así como la dispensación de poder y riqueza que emanaba de la Iglesia.
Era escandaloso. Los Dictatus Papae constituían una revolución jamás presenciada en la historia. Separaba a Roma, como única representante de la voluntad de Dios, de toda influencia seglar, e intentaba socavar el poder de la mayoría de monarcas temporales de Europa, cuyo máximo representante era Enrique. Colocaba a Roma y al papado en el centro del universo y los declaraba omnipotentes.
Pero Gregorio, quien daba la impresión de crecerse en la controversia, aún no había terminado. Corrían rumores sobre su relación con la exquisita condesa de Canossa, y las grandes familias de Roma la detestaban, pues la consideraban una intrusa de peligrosa influencia. Los partidarios de Gregorio y Matilda condenaban los rumores como chantaje político y celos, y por el momento el pueblo romano aceptaba esta versión de los hechos, pues aún se sentía inclinado a apoyar al carismático Gregorio. Sin embargo, el Papa estaba decidido a disipar estas murmuraciones antes de que se transformaran en algo más peligroso para él y su amada. Utilizando la astuta perspectiva política de que el ataque es la mejor defensa, Gregorio promulgó diversos dictados concernientes a la sexualidad de los sacerdotes, como complemento de las leyes originales que Nicolás II había impuesto. Exigía que cualquier sacerdote que violara las leyes del celibato fuera relevado de sus tareas de inmediato, y ordenaba a sus obispos que predicaran la necesidad del celibato, así como de un cuerpo y alma sin mácula para todos los miembros del clero. Además, endureció las leyes que prohibían a los sacerdotes quedarse a solas con una mujer.
La cuestión del comportamiento inmaculado de los sacerdotes se subrayaba con tal fuerza que resultaba imposible pensar que el Papa podía ser otra cosa que célibe. Ningún hombre sería tan audaz de hacer hincapié en una ley tan estricta, para después violarla. Todos los susurros de conducta inapropiada con Matilda cesaron bajo tales dictados. Tal cosa no era posible.
Pero lo que el pueblo europeo olvidó debido a tales leyes era que Gregorio VII no era sólo un hombre. Ni sólo un sacerdote. Era el Sumo Pontífice. Y como tal, no estaba sujeto a ninguna ley, salvo a las de Dios. Era, según sus propios dictados (y los de la mujer a la que amaba y que compartía su lecho), infalible.
—¡Los juramentos de Enrique no valen nada! Es un rey sin honor, lo cual significa que no es rey.
Matilda estaba paseando por los pasillos de la Isola Tiberina, la casa y torre de vigilancia fortificada situada a orillas del Tíber que se había convertido en su cuartel general cuando visitaba a Gregorio durante períodos prolongados en Roma. Su diatriba era en respuesta a la noticia de que Enrique había traicionado su lealtad al papa Gregorio. Él y sus tropas alemanas, con no poca ayuda de Lorena, habían derrotado a los sajones el 9 de junio de 1075 en la batalla de Hohenberg, tras varios años de guerra. La victoria decisiva y el posterior apoyo que el rey estaba recibiendo en los territorios del norte exacerbaron su orgullo y ambición, y Enrique tomó acciones decisivas contra Gregorio. Había echado chispas durante tres meses después de los dictados papales, como sus obispos de Alemania y Lombardía. Para ellos, este Papa era un advenedizo y un hombre peligroso. ¿Cómo osaba declararse superior al propio rey?
Enrique se había visto obligado a esperar el momento oportuno, pero los vientos del poder soplaban en la dirección de Alemania. Para dejarlo más claro, restituyó a su puesto a los obispos excomulgados, quienes le pagaron un enorme tributo por ello. El obispo Teobaldo, el más opuesto a las reformas de Gregorio, estaba instalado ahora en el arzobispado de Milán, y había logrado que Lombardía se opusiera frontalmente al papado. Éstos eran delitos flagrantes de Enrique, tanto de simonía como de investidura seglar, violaciones intencionadas de todo cuanto Gregorio defendía. La guerra se había declarado de manera oficial.
Conn observaba a la condesa. Tendrían que regresar a Toscana de inmediato debido a esta nueva amenaza. Era preciso que ella se diera cuenta. Abandonar Roma y a Gregorio nunca le resultaba fácil, pero era necesario.
—Matilda, Enrique no es nuestro problema. Godofredo ha enviado otra carta, exigiendo sus derechos como duque de Toscana, no sólo sus tierras, sino también sus derechos conyugales como marido tuyo. Enrique se ha ofrecido a apoyarle con fuerzas militares en caso necesario, para apoderarse de ti y de Toscana. Tus acciones recientes en Montecatini han sido el colmo para el jorobado. Además de todo lo habitual.
Durante el mes anterior, la condesa había hecho donación de su amada propiedad de Montecatini al obispo Anselmo de Lucca, como regalo para la Orden. Eran sus tierras, heredadas de Bonifacio, y por lo que a ella concernía, podía hacer con ellas lo que le viniera en gana. Sin embargo, a los ojos de las leyes aplicadas por el rey germano, Godofredo gozaba del derecho de administrar en solitario la región de Toscana. El Papa, por supuesto, había apoyado el derecho de su amante a regalar sus tierras si le apetecía, y rechazado las protestas de Godofredo.
El duque de Lorena no era del todo estúpido, pese a sus odiosos defectos. Conocía muy bien los rumores que rodeaban la muy íntima relación de su esposa con Gregorio, cosa que le atormentaba sobremanera. De hecho, durante la campaña contra los sajones, hasta el rey deslizó comentarios lascivos sobre la tentadora pelirroja que había corrompido, nada más y nada menos, que al Papa en persona. El reciente agravio de Montecatini provocó que la cordura de Godofredo, siempre en la cuerda floja en lo tocante a su cónyuge, saltara por los aires.
—No le tengo miedo, Conn. Le enseñaré la carta esta noche a Gregorio y le pediré consejo acerca de cómo manejarle.
El gigante celta estaba exasperado.
—No hay tiempo. Hemos de partir hoy. Ahora. Si el jorobado llega a Toscana y tú no estás allí para defenderla, nadie sabe qué podría ocurrir.
—Está Arduino, y también mi madre.
—No son toscanos. Tú sí. Tu pueblo necesita verte entre ellos ahora que esos rumores comienzan a propagarse.
—¿Qué rumores? ¿Los de siempre? Ya nadie los cree. Gregorio les puso fin.
El hombretón se levantó y respiró hondo.
—Matilda, Godofredo y ese rey mal nacido quieren destruirte. Has de saberlo y entenderlo. Han iniciado una campaña contra ti y tu reputación. Me gustaría ahorrarte esto, porque te conozco bien, y sé que, pese a tu aparente fortaleza, esas cosas te llegan a lo más hondo.
La condesa dejó de pasear y se preparó para el resto.
—Continúa.
—Corre el rumor por Lorena de que asesinaste a tu hija. Y se dicen más cosas, en realidad, pues ya sabes lo que ocurre cuando los rumores se propagan. Todas son murmuraciones ridículas, por supuesto… Chácharas supersticiosas de los ignorantes. Pero también son peligrosas. Se dice asimismo que la sacrificaste ante un altar al demonio con el fin de adquirir tanto poder y riqueza. No se acaba ahí, pero baste decir que se habla de una relación indecente entre tú y el demonio, gráficamente detallada. Y corre otro rumor de que asfixiaste a tu hija al nacer delante de tu marido para asustarle y conseguir su sumisión, también con la ayuda del diablo. Creo que es el que utiliza Godofredo para ganarse las simpatías del populacho. El pueblo de Lorena pide tu sangre de bruja.
Ella se sentó poco a poco, asqueada por lo que acababa de oír. Conn estaba en lo cierto. Esos rumores odiosos la afectaban en lo más íntimo. Sabía lo que eran, pero aun así la herían. ¿Por qué Dios le había concedido tal responsabilidad, incluso tal pericia como soldado, pero tan poca resistencia al dolor emocional? Sufriría en silencio por estas cosas toda su vida, durante aquellas noches oscuras en que el sueño casi siempre la esquivaba.
Conn hablaba con toda su pasión celta, pues sabía levantarle el ánimo cuando se sentía derrotada, desviando el centro de atención de sus circunstancias personales y logrando que abrazara una causa justa de mayores alcances.
—Es una guerra de propaganda, Matilda. Y mancillar el nombre de una mujer con el fin de rebajarla ha sido el azote de la humanidad durante demasiado tiempo. Es una guerra sucia. Las mujeres poderosas siempre han supuesto una amenaza para los hombres de voluntad débil. Has de enfrentarte a esto como hizo Boudica. Has de adoptar su grito de guerra.
Matilda le miró, desposeída de momento de su habitual energía y naturaleza intrépida, pero esforzándose por hacer lo que debía. Se levantó para reunirse con él y le extendió la mano.
—¿La verdad contra el mundo?
Conn tomó su mano y la abrazó.
—Ésta es mi chica. La verdad contra el mundo. Vamos, hermanita, hemos de marcharnos a la Toscana para cazar jorobados y víboras alemanas.
El 8 de diciembre de 1075, el papa Gregorio VII disparó una salva contra el rey Enrique IV. En honor a la festividad de la Inmaculada Concepción, denunció las mentiras y crímenes de Enrique y exigió que enmendara su comportamiento mediante la disculpa y el arrepentimiento, de lo contrario sería excomulgado de inmediato. Ningún Papa había excomulgado jamás a un monarca, y era una amenaza sin precedentes en la política europea.
Enrique respondió como mejor sabía: con la violencia. Se granjeó la ayuda de la familia Cenci de Roma, antiguos rivales de los Pierleoni, quienes se dejaron convencer fácilmente por el oro alemán. Contrataron mercenarios para infiltrarse en la misa del gallo de Nochebuena en Santa María la Mayor de Roma. Cuando se acercaron para recibir la comunión de manos del pontífice, los mercenarios rompieron filas y la emprendieron a garrotazos contra el Papa. Sacaron a rastras a un ensangrentado e inconsciente Gregorio de la catedral y le encerraron en un torreón perteneciente a los Cenci.
Nadie sabría jamás por qué no asesinaron de inmediato a Gregorio. Se cree que, en sus prisas por perpetrar tan diabólico secuestro, las órdenes exactas (qué hacer después de retener al Papa como rehén) no se habían explicado bien. Y nadie quería mancharse las manos con la sangre del Santo Padre sin órdenes expresas del rey. Como resultado, le retuvieron toda la noche a la espera de que se tomara una decisión.
El pueblo estaba indignado. El derramamiento de sangre de un Papa en el altar, un pontífice que todavía contaba con las simpatías del pueblo romano, provocó graves disturbios la mañana de Navidad. Las turbas, al mando de la familia Pierleoni, asaltaron el palacio de los Cenci, y Gregorio fue liberado mientras expulsaban a los Cenci de la ciudad.
El papa Gregorio VII regresó a su hogar del palacio de Letrán. Después de que le curaran las heridas de la cabeza, pidió papel y tinta, y escribió al punto a su amada para que no se preocupara sin necesidad.
Matilda cabalgaba velozmente acompañada por Conn en dirección a Pisa. Su madre había enfermado de gravedad mientras se ocupaba de asuntos administrativos en esa ciudad, y la condesa estaba desesperada por llegar a su lado. Rezó para que su progenitora estuviera viva y consciente cuando llegara. No podía soportar la idea de perder a Beatriz, pero perderla sin haber tenido la oportunidad de verla y hablar con ella de nuevo sería más que insufrible.
Se tranquilizó al encontrar viva a su madre, aunque inconsciente. Le dijeron que, según los altibajos de la fiebre, recuperaba y perdía el conocimiento. En aquel momento, estaba profundamente dormida, lo cual concedió a la condesa tiempo para reflexionar sobre otros asuntos que pesaban como un lastre sobre su corazón.
Recibió el mensaje de Gregorio cuando partía hacia Pisa, en el que la tranquilizaba sobre su estado de salud, pero describía con cierto detalle su violento secuestro. Matilda deseaba con desesperación estar con él. Necesitaba verle y tocarle, comprobar que todo iba bien. Pero no era posible con su madre en tal estado. Le escribió una carta, de la forma cautelosa habitual, expresando su amor hacia él con palabras que no la condenarían si la leían los delegados papales, peor todavía, si la interceptaban sus enemigos.
Mi muy amado Santo Padre:
Me he sentido consternada al saber del dolor que os han infligido, pero doy gracias a Dios por haber salvado la vida de su verdadero Apóstol electo.
Sabed que haría cualquier cosa por atender a vuestras necesidades en Roma, como vuestra hija y sierva amada, pero debo quedarme al lado de mi postrada madre. Os ruego que intercedáis ante Dios por ella en vuestras plegarias.
Aunque la distancia me separa de vos, sabed lo siguiente: ni tribulaciones ni angustias, hambre, peligros o persecuciones, ni espadas ni muerte ni vida, ni principados ni virtudes, ni nada relacionado con el presente me separarán jamás de mi amor por San Pedro.
Eternamente vuestra.
Gregorio sabría leer entre líneas, pues había escrito la carta con su código personal. Se refería a ella como a su amada, y a él como el de ella, pero con las cautas palabras que despojaban a las frases de todo peligro. De modo que, al citar un verso del Cantar de los Cantares, «Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado», la frase no se le antojaría inapropiada a un intruso, que sólo vería a una amante hija de la Iglesia enviar su devoción al Santo Padre. Su ferviente declaración final de no separarse jamás de su amor a «San Pedro» bajo ninguna circunstancia se refería a una enseñanza clave del Libro del Amor: nada separa jamás a los verdaderos amantes, porque sus almas están unidas en la eternidad.
Tras recibir la apasionada carta de Matilda, un taciturno y atormentado Gregorio le envió otra. Tal vez la reciente herida en la cabeza había provocado que fuera descuidado, o quizá se había cansado de fingimientos, pero cuando escribió a su amada se permitió olvidar que él era el Papa y que ella estaba casada con el duque de Lorena. Escribió una carta hermosa y apasionada, en la que expresaba el deseo de que ambos pudieran abandonar sus actuales responsabilidades y huir juntos a un lugar donde nadie les conociera. Terminó la carta con los versos del Cantar que les atormentarían durante el año siguiente, palabras que, al caer en manos malévolas, los condenarían a ambos:
Esperaré contrito hasta verte en carne, perfecta mía, paloma mía, hasta que te abras a mí de nuevo, sabedora de que todo es fugaz. Hasta que podamos estar juntos en la eternidad, donde estarás por siempre a mi lado ante los ojos de muestro Señor, te espero.
El papa Gregorio VII escogía con cuidado a sus mensajeros, sobre todo al que llevaba su correspondencia a Toscana. Lo que no podía saber era que su mensajero de mayor confianza caería en una trampa tendida por el duque de Lorena, y su inocente garganta sería rebanada por el precio de una simple hoja de papel.
La apasionada carta del Papa a su amor eterno jamás llegaría a las manos de Matilda. Sin embargo, sí llegaría a las de su esposo.
Conn estaba seguro, y Matilda le dio la razón, de que Godofredo había desempeñado un papel decisivo en el intento de asesinato del Papa, si no era el cerebro del plan.
—Pues claro que ha sido Godofredo. Fue un fracaso, ¿no? —La condesa escupió su rabia y frustración—. Pero gracias a Dios que fue un fracaso, Conn. ¿Qué habría hecho yo? ¿Perder a Gregorio y a mi madre al mismo tiempo? No habría sobrevivido a semejante desdicha.
—Pero no ha sucedido así, Matilda. Gregorio está bien. Dios se preocupa de los suyos.
Ella asintió, demasiado abrumada por las actuales circunstancias para darse cuenta de que Conn acababa de citar las enseñanzas de la Orden. Porque pese al rescate de Gregorio y las pistas evidentes que apuntaban al rey y al duque, Enrique no se había echado atrás. No se sentía lo bastante avergonzado para pedir perdón por el intento de asesinato. En cambio, anunció que la corte real alemana tenía la intención de juzgar al Papa y demostrar a los gobernantes de Europa que Gregorio debía ser depuesto por criminal. Se fijó la fecha del juicio, el 24 de enero de 1076, y nobles de toda Europa fueron invitados a acudir a la ciudad germana de Worms, donde se vengarían del pontífice advenedizo que se autoproclamaba único gobernante del mundo.
El Sínodo de Worms
Alemania
24 de enero de 1076
LOS OBISPOS de Alemania habían hablado.
Gregorio VII fue acusado de múltiples crímenes contra el pueblo de Europa y su legítimo rey, y se habían solicitado y firmado a toda prisa peticiones que aportaran apoyo legal a su culpabilidad. Utilizaron la propia ley de Gregorio como prueba fundamental contra él. Había robado el trono de San Pedro en una elección ilegal. No había sido elegido por el Colegio Cardenalicio y había violado su propio decreto de elecciones. Fue condenado por su arrogancia, en un intento de despojar a los obispos de sus derechos e influencia, y con el fin de consagrarse como único detentador de todo el poder sagrado.
En una acalorada presentación de pruebas ante el rey, un jorobado y congestionado Godofredo, duque de Lorena, entró como una tromba en la sala, al tiempo que agitaba un documento en su puño cerrado.
—Deseo añadir otro cargo contra este demonio que engañó a toda Europa y se autoproclamó Papa.
Enrique IV estaba sentado en su trono y se sentía muy complacido consigo mismo. Le gustaban este tipo de espectáculos caóticos y dramáticos, y sabía que el documento de Godofredo iba a ser la prueba más dulce y suculenta que habían conseguido hasta el momento.
—Adelante, mi buen duque. Me han dicho que tenéis una queja personal contra el usurpador papal.
—Sí, excelencia.
—Os ruego que expliquéis vuestra acusación ante este consejo.
—Deseo acusar a ese hombre de adulterio. —La voz indignada del jorobado se elevó en la sala y resonó en las paredes de piedra. Llegó a un crescendo con su última y categórica aseveración—. Con mi esposa.
El caos se apoderó al punto de la sala del consejo. Si bien los rumores de la relación de Gregorio con Matilda eran conocidos por todos los presentes, nadie había sospechado que el propio marido de la mujer iba a presentar una acusación de adulterio.
—¿Qué pruebas obran en vuestro poder de esta terrible injusticia cometida contra vos, Godofredo?
El duque extendió el documento con un gesto brusco.
—Esta carta, escrita de puño y letra del falso Papa, y enviada a mi esposa el día de San Esteban. Está escrita con el lenguaje más depravado y confirma su perversa y lasciva alianza.
Enrique se humedeció los labios, impaciente, antes de dar la orden.
—Leedla.
Godofredo se removió inquieto. Una cosa era admitir que le ponían los cuernos delante de sus iguales, y otra muy distinta completar la humillación leyendo en voz alta a la corte la correspondencia del amante de su esposa.
—Preferiría presentarla como prueba para que los miembros del consejo la lean cuando sea procedente.
El rey extendió la mano y arrebató la carta al jorobado.
—En tal caso, la leeré yo.
Enrique se refociló en la lectura de la correspondencia privada de Gregorio y Matilda. Se detuvo justo antes de una frase, que saboreó un momento para luego leerla con el tono más rijoso.
—«Esperaré contrito hasta verte en carne, perfecta mía, paloma mía, hasta que te abras a mí de nuevo».
Se hizo el silencio en la cámara, hasta que el rey lo rompió.
—Bien, mi señor Godofredo. Siento que hayáis tenido que afrontar la infortunada verdad de que vuestra esposa es una ramera, pero os agradecemos que nos hayáis entregado esta prueba por el bien de toda Europa. Todos los aquí presentes estamos de acuerdo en que esta carta, combinada con las numerosas informaciones que muchos de nosotros hemos aportado sobre la impía relación sexual entre el falso Papa y la esposa meretriz de este hombre, proporciona abundantes pruebas de comportamiento criminal. Si nadie se opone, voy a emitir un decreto oficial acusando de adulterio al papa Gregorio VII y a Matilda, condesa de Canossa.
El decreto oficial entregado a Gregorio rezaba:
Vos habéis impregnado la Iglesia del hedor de la acusación más grave, la de convivencia con una mujer, esposa de otro hombre.
Enrique no paraba ahí. Tenía varias cuentas que saldar, y concluyó su argumentación misógina con la condenación de la estima de Gregorio hacia las mujeres en general.
Sabemos, y nos avergonzamos por vos y la Iglesia, que todos vuestros decretos han sido inspirados por mujeres, de manera que ahora toda la Iglesia está administrada por féminas.
El hecho de que Gregorio hubiera celebrado reuniones no sólo con Matilda sino también con su sabia y experta madre había sido motivo de ira para cierto número de sacerdotes convencidos de que el apóstol Pablo nunca había estado más inspirado por la divinidad que cuando escribió su primera epístola a Timoteo, la que reza: «No permito que la mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio». La madre de Enrique, ahora su peor enemiga, también se había convertido en consejera y aliada de Gregorio. Enrique se refería a estas mujeres como «la blasfema trinidad de Gregorio», y fue en última instancia la presentación de esta prueba, que el Papa estuviera influido siempre por los consejos de mujeres, lo que animó a los demás obispos a firmar el decreto de deposición. Que las mujeres dieran consejos en asuntos de Estado se consideraba mucho más escandaloso e imperdonable que el adulterio.
Enrique firmó todas las acusaciones, así como la declaración de que Gregorio había sido depuesto y debía dimitir, con una rúbrica infame:
Yo, Enrique, rey no por usurpación, sino por la benévola ordenación de Dios, a Ildebrando Pierleoni, que ya no es Papa, sino un falso monje. Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, y con todos mis obispos, os digo, dimitid, dimitid, y maldito seáis por toda la eternidad.
Ildebrando Pierleoni no se había convertido en el Papa más poderoso de la historia hasta aquel momento a base de sucumbir a la voluntad de hombres como aquéllos. Sabía lo que se estaba cociendo en Worms, pero prefirió hacer caso omiso hasta que los obispos alemanes presentaron oficialmente las acusaciones. Se decantaron por hacerlo en el tercer sínodo del papado, en febrero de 1076, al que asistieron doscientos obispos y nobles escogidos de toda Francia e Italia. Ninguno de los obispos alemanes tuvo el valor o la audacia de asistir y presentar tales acusaciones en persona. La responsabilidad recayó sobre los hombros de un sacerdote mal preparado, al que probablemente le había tocado la pajita más corta.
—¡El rey y los obispos os ordenan abandonar ese trono, del cual no sois digno! —informó con voz ronca.
Gregorio, tan ducho en el teatro del papado, expresó su compasión por el pobre hombre, quien sin duda estaba muy mal informado y había recibido el malhadado encargo de lanzar aquella ridícula declaración contra el Papa. Tras las acusaciones, Gregorio contraatacó con una elocuente disertación y una elegante lectura de las Escrituras. Dejó bien claro a todos los presentes que era el gran líder que siempre le habían considerado. Al final de su excelente representación, el mensajero quedó reducido a una masa temblorosa de miedo, debido a la indignación que había despertado en los obispos presentes, quienes apoyaban al pontífice al cien por cien. Se decidió por unanimidad que la única opción era excomulgar a Enrique IV, rey de Alemania.
El Papa esperó al 22 de febrero de 1076, con el fin de aprovechar todo el peso de la fecha (la festividad de San Pedro), para proclamar su resolución:
Depongo al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, quien se ha rebelado contra la Iglesia con audacia indecible, del gobierno de los reinos de Alemania e Italia, y libero a todos los cristianos de la lealtad que puedan haberle jurado, y prohíbo además que le sirvan como rey.
Por primera vez en la historia, una sentencia oficial de anatema había sido pronunciada contra un monarca reinante y legalmente entronizado. Sacudió como un terremoto todo el mundo cristiano. Ahora sólo cabía esperar a ver quién detentaba el mayor poder: el rey que había depuesto al Papa, o el vicario de Cristo que había excomulgado al monarca. Y la decisión del resultado dependería de un factor interesante y fundamental: el país y los territorios que separaban a estos dos empecinados enemigos, y que decantarían la victoria militar estratégica, aunque pertenecían técnicamente al duque Godofredo de Lorena, estaban controlados en su totalidad por Matilda de Toscana.
Pisa
Febrero de 1076
AL IGUAL QUE CON las demás atrocidades que Godofredo el Jorobado le había infligido, Matilda hizo caso omiso de las acusaciones de adulterio emanadas del Sínodo de Worms. Sabia que Gregorio, en su infinita sabiduría, había montado un espectáculo tan elaborado y dramático como la excomunión de Enrique por diversos motivos, siendo el principal distraer la atención de las acusaciones de adulterio lanzadas contra ella. De momento, le estaba comprando tiempo, que ella necesitaba para su madre agonizante. La condesa también estaba concentrada en mantener intactos sus ejércitos, por si Enrique intentaba cruzar los Alpes y entrar en Italia para llegar hasta Roma. Jamás permitiría que eso sucediera, pero el ejército alemán se sentía crecido y sería difícil derrotarlo si atacaba con todo su poderío. Había enviado mensajeros a Arduino, su comandante en jefe, quien estaba en Canossa, pero confiaba en que controlaría la situación como siempre.
Pese a su bravuconería y confianza en sí misma, Matilda se sentía preocupada y estuvo hablando de estrategia con Conn hasta bien avanzada la noche. Se rumoreaba que Godofredo volvía a Lorena para reunir a sus tropas y marchar sobre Toscana, con la intención de reclamar sus derechos y vengarse. Como Matilda afrontaba ahora una acusación de adulterio oficial y demostrada, lanzada por el propio rey, su marido tenía derecho a encerrarla en un convento cuando le diera la gana. Eliminaría su influencia al tiempo que concedería libre acceso a las tropas de Enrique a los pasos de los Apeninos, cuando se dirigiera hacia Roma con el fin de conquistarla e instalar a uno de sus hombres en el trono de San Pedro.
La condesa salió a pasear, con la esperanza de despejar su cabeza con el frío aire de invierno, después de pasar las primeras horas de la madrugada en compañía de su madre. Había dado a Beatriz unos sorbos de caldo y secado su frente con un paño suave, durante uno de aquellos escasos momentos en que hacía gala de cierta energía. Pero los esfuerzos, pese a su levedad, agotaron a Beatriz, y se había vuelto a dormir.
Matilda se detuvo cuando vio a Conn atando un fardo a su caballo, rodeado de un pequeño grupo de hombres. No eran unos hombres cualesquiera. Se les llamaba los Incorregibles, y eran los más duros de la guardia. Matilda se sentía incómoda en su compañía. Había decretado firmes códigos de conducta para sus tropas, y los defendía a rajatabla. No toleraba el pillaje o la matanza en ninguna batalla, y las reglas de la guerra debían ser observadas en todo momento. Había censurado, e incluso amenazado con la expulsión, a los hombres que rodeaban a Conn en aquel momento debido a su comportamiento violento en exceso, pero el gigante celta se lo había impedido antes de que pudiera enemistarse con ellos. Pese a todos sus defectos, le eran leales, al igual que sus padres habían sido leales a Bonifacio. Y a veces, le explicaba Conn a Matilda con paciencia, era necesario contar con hombres tan duros en un ejército. Todo comandante necesitaba algunos incorregibles. Conn prometió que se haría responsable de su conducta, y le aseguró que jamás se dedicarían al pillaje ni a la matanza de inocentes bajo ninguna circunstancia. Matilda había accedido a regañadientes. Pero también sabía que debía conceder rienda suelta a su amigo para cumplir su deber y reforzar la confianza absoluta depositada en su buen juicio.
Cuando ya no pudo aguantar más, se acercó a él.
—¿Adónde vais?
La respuesta de Conn fue brusca, mientras sujetaba un hacha de doble filo a su caballo favorito. Estaba claro que no iban a portar ningún mensaje.
—He de ocuparme de unos asuntos.
—¿Qué clase de asuntos?
—Mis asuntos.
No cedió. Ella tampoco. Por fin, el guerrero rompió las tablas.
—¿Cómo se encuentra tu buena madre esta mañana?
Ella le dedicó una reverencia irónica.
—Igual, pero muchas gracias por vuestra amabilidad al interesaros por el bienestar de mi madre, buen señor. No cambies de tema —le espetó—. Necesito saberlo, Conn.
—No. Y no me lo vuelvas a preguntar, por favor. Si no me lo preguntas, no te lo digo. Si no te lo digo, no lo sabes. ¿Comprendido?
—Comprendo la calaña de los hombres que te llevas.
—Me llevo a hombres leales que no tienen nada que perder y no saben qué es el miedo.
Matilda estaba exasperada, de modo que decidió apelar a la naturaleza protectora de su amigo.
—Me estás asustando.
No le engañó.
—Nada te asusta.
—Tú sí, en este momento.
Conn se volvió hacia ella y apoyó las manos sobre sus hombros.
—Tilda, soy la única persona de la tierra a la que no has de temer. Mi única misión, encomendada por Dios, es protegerte de todas las amenazas y de todo mal. ¿Confías en mí para eso?
Ella asintió con solemnidad.
—Por supuesto.
—En tal caso, reza para que regrese sano y salvo, hermanita. Y mantente alejada de los problemas hasta que vuelva contigo.
La besó en la cabeza y removió su pelo, como siempre había hecho desde que era adolescente.
Matilda le vio partir, seguido por la chusma de los Incorregibles. Todos ellos llevaban múltiples armas colgando de sus monturas. Aquellos hombres eran capaces de todo.
Amberes, Bélgica
26 de febrero de 1076
LOS HOMBRES DE CONN atravesaron los Alpes, galopando hacia el norte para llegar a Flandes a tiempo de interceptar a los soldados de Lorena. Godofredo y sus tropas estaban regresando al palacio de Verdún tras la victoriosa acusación de adulterio en Worms. Los Incorregibles les pisaban los talones, y se habían adentrado en el bosque para que el séquito de Godofredo no les viera. Cuando el grupo de Lorena acampó para pasar la noche, los guerreros de Conn les imitaron, cerca pero bien ocultos por la densidad de los árboles.
Habían planeado atacar con las primeras luces del alba de forma que pareciera que el duque había sido víctima de unos asaltantes de caminos. Tender una emboscada a soldados enemigos dormidos y desorientados no era una forma honorable de combatir, tuvo que admitir Conn, pero Toscana se jugaba mucho, y la seguridad de Matilda corría peligro, de modo que había descartado jugar limpio. Por eso no podía permitir que la condesa lo supiera. Nunca le habría permitido llevar a la práctica semejante plan. No era partidaria del asesinato. Pese a toda su energía, era más mística que guerrera. Sabía que la batalla la dejaba postrada durante los días posteriores y le provocaba pesadillas, aunque esto sólo lo sabía la gente de su círculo más íntimo. Luchaba en el campo de batalla porque era su deber, no porque le gustara.
Los soldados de Lorena les superaban en número, y además se encontraban en desventaja por su desconocimiento del territorio. La partida de Godofredo conocía bien la región, y los toscanos eran extranjeros. Además, era febrero y hacía un frío de mil demonios, que a los soldados italianos de sangre caliente les costaba soportar. El frío era para ellos pariente próximo del dolor, y no peleaban tan bien con los dedos congelados, mientras los alemanes estaban acostumbrados a este impío hielo. Conn necesitaba un plan que nivelara las fuerzas y redujera los riesgos. Esto era lo que había pensado, y rezaba para que saliera bien.
No había sido difícil convencer a los Incorregibles de que le acompañaran en esta misión, sobre todo después de contarles con cierto detalle (casi todo inventado para aumentar el efecto dramático) las horrendas y depravadas prácticas sexuales que el jorobado había infligido a su divina y perfecta condesa en contra de su voluntad. Los Incorregibles se habían quedado horrorizados de que Godofredo hubiera osado siquiera tocar a Matilda de aquella manera, y se mostraron de acuerdo al punto en ir a vengarse del monstruo.
Umberto, el mayor de la banda, que había empezado de mercenario cuando era un adolescente huérfano en la campaña de Bonifacio contra la piratería, vigilaba el campamento del duque por la noche. El carácter de Umberto no era de lo más agradable, pero a su manera sentía cierto afecto por la hija de Bonifacio y, como todos sus compañeros, tenía su peculiar código de honor. Odiaba al jorobado, como casi todos los hombres de Matilda, por la amenaza que representaba para la muchacha y porque el duque consideraba a los habitantes de Toscana como poco más que objetos, cuya existencia dependía de los caprichos del rey alemán. En aquel momento, le odiaba todavía más por vivir en aquel infierno glacial olvidado de Dios, que había helado los dedos de sus pies dentro de las botas.
Fue en aquel estado de agitación que Umberto distinguió movimientos en el campamento de Lorena. Asió su espada, larga y afilada de doble hoja, y se movió con el sigilo de un animal del bosque para echar una ojeada.
No dio crédito a sus ojos. El mismísimo Godofredo estaba avanzando hacia él. ¿Le habría visto el jorobado? No. El hombre iba desarmado. ¿Qué estaba…? Ah, claro. ¿Qué otro motivo podía tener un hombre para correr el riesgo de congelarse en pleno bosque, bajo una oscuridad impenetrable? La llamada de la naturaleza. Godofredo tenía que aliviarse
Umberto hizo una pausa. Había aprendido muchas cosas del gran Bonifacio, y una era ésta: si estás en desventaja numérica, aprovecha cualquier ventaja que se cruce en tu camino. Coloca la supervivencia por encima de todo, y el fin justificará los medios casi siempre. También había aprendido algo más de Bonifacio: cualquiera que amenazara a aquella niña debía ser eliminado.
Espoleado por las historias de Conn acerca de la depravación del jorobado, Umberto decidió en aquel mismo momento que ese hombre no merecía un final noble. Susurró: «Por Bonifacio y Matilda» mientras cargaba contra el jorobado desde detrás y le hundía su espada de doble filo en las nalgas. La hoja desgarró los intestinos deGodofredo de Lorena, y no le concedió tiempo ni oportunidad de gritar. Umberto retiró su espada ensangrentada y volvió corriendo con Conn para indicar a sus hombres que levantaran el campo y huyeran. Más tarde explicaría lo que había hecho. No había sido bonito, pero había eliminado a su objetivo sin poner en peligro a ninguno de sus hombres en el combate.
El jorobado agonizó durante varios días, presa de espantosos dolores, antes de morir. Su horrible ejecución, no anticipada ni prevista, tuvo un interesante y beneficioso efecto colateral para la condesa. Envió un mensaje a toda Europa: cualquiera que amenazara a Matilda de Toscana sería eliminado utilizando todos los medios necesarios. Ni siquiera la protección del rey bastaría para salvar a los enemigos de la cólera de sus defensores. Los hombres de Italia respetaron aquella demostración de fuerza, y su apoyo a Matilda aumentó todavía más, visible en términos de poderío militar y los tributos enviados.
Para Enrique IV, esto era un presagio muy malo.
Alemania
Pascua de 1076
LA SENTENCIA DE EXCOMUNIÓN llegó a la puerta de Enrique IV a principios de la Semana Santa del año del Señor de 1076. No fue una sorpresa, y los alemanes ya habían pensado en la respuesta oficial al falso Papa. Ahora que se había declarado la guerra, ya no había marcha atrás. Sería necesario mantener el ataque continuado contra Gregorio basado en los hallazgos criminales del Sínodo de Worms por muchos motivos, siendo el principal mantener a los señores feudales alemanes alineados con la estrategia de Enrique. Muchos de ellos desconfiaban de su rey, así como de su naturaleza codiciosa y narcisista, por no hablar de los rumores que le seguían a todas partes en lo tocante a sus oscuras inclinaciones personales. Además, era por naturaleza un pueblo supersticioso, y deponer a un Papa al que Dios ya había salvado de una turba encolerizada era motivo de grave preocupación para muchos de ellos.
El «consejero espiritual» más cercano de Enrique, el obispo Guillermo, eligió lanzar la primera oleada defensiva desde su sede en la catedral de Utrecht, el domingo de Pascua. Tras el servicio religioso en el que se conmemoraba la resurrección de Cristo, Guillermo predicó una vitriólica condena del falsario que se autoproclamaba Papa. Subrayó que Dios había elegido a Enrique rey, y esto era lo que el pueblo necesitaba para aferrarse a su fe. Si Enrique era el soberano ungido de Dios, el Papa que se llamaba gobernante del mundo era un impostor al que había que expulsar.
Fue un sermón controvertido e inoportuno en un día tan sagrado como el Domingo de Pascua. Para muchos ciudadanos alemanes, tanto vitriolo en el día más santo era impensable. Escandalizados por el comportamiento de su obispo, los nobles de Utrecht acordaron reunirse en secreto al día siguiente para hablar de la situación. La reunión nunca se llevó a cabo. A la mañana siguiente, los ciudadanos de Utrecht despertaron y descubrieron que la catedral había ardido hasta los cimientos durante la noche más santa del año. Jamás se supo el origen del incendio. El acontecimiento fue considerado un portento, enviado por Dios al pueblo de Alemania para indicar que estaban siguiendo el camino equivocado al condenar al pontífice electo.
El obispo Guillermo siguió en sus trece. Continuó su invectiva contra el Papa, con el apoyo del rey. Culpó de la destrucción de la catedral a simpatizantes papistas que estaban intentando crear el tipo de miedo que empezaba a propagarse por Alemania. Tres semanas después del catastrófico incendio, el obispo pronunció otro apasionado discurso con el fin de lograr el apoyo de los demás eclesiásticos de Europa. Jamás llegó a conocer el impacto de su discurso. El obispo Guillermo, que gozaba de una salud perfecta cuando se acostó aquella noche, murió mientras dormía.
El rey Enrique IV se vio inmerso al punto en una grave crisis. La repentina muerte de su principal apoyo espiritual, al cabo de un mes de la destrucción de la catedral, fue demasiado para la mayoría de sus ciudadanos. Creían lo que el obispo Guillermo había dicho (que Dios había hablado), pero había hablado contra su rey y a favor de su Papa.
Y este pontífice, Gregorio VII, era siempre el político astuto que aprovechaba todas las oportunidades. Sin perder ni un solo momento, lanzó una campaña contra la reputación del monarca. Matilda acudió entusiasmada en su ayuda. Rindió homenaje a su heroína, la reina Boudica, imitando la astuta estrategia propagandística de la soberana guerrera que la había ayudado a derrotar el poderío de Roma mil años antes. Hicieron circular panfletos sobre el carácter sórdido de Enrique por toda Italia y Alemania.
Los escritos del Papa referidos a Enrique eran vagos, e insinuaban tan sólo «siniestros hechos» y «perversión indecible», sin aportar pruebas concretas. Como los rumores sobre la depravación de Enrique se habían extendido por toda Alemania y el norte de Italia, la estrategia de Gregorio y Matilda alimentaba especulaciones descontroladas.
La ambigüedad era de una eficacia implacable.
Los inquietos señores y vasallos alemanes ya estaban tan asustados por los recientes acontecimientos, y nerviosos por la ingeniosa propaganda del Papa y la condesa de Canossa, que exigieron al rey que pidiera perdón al Sumo Pontífice. Al monarca excomulgado le habían concedido un año, a contar desde la fecha del anatema, para arrepentirse de sus maldades y jurar renovada fidelidad al Santo Padre. Enrique intentó sumar partidarios, pero la macabra y espeluznante muerte de Godofredo el Jorobado colgaba como una sombra sobre los señores feudales alemanes. Nadie más iba a correr el riesgo de padecer destino tan infausto, y mucho menos por un rey que tal vez era una monstruosidad enfrentada a Dios.
Pisa
Abril de 1076
—NUNCA FUI LA MADRE que Isobel fue para ti.
Beatriz murmuró las palabras que se escaparon por sus labios agrietados. Estaba muriendo, lenta y dolorosamente, desde hacía meses. Pero estaba claro, tanto para la madre como para la hija, que el fin se aproximaba. Ambas tenían cosas que decir antes de lo inevitable.
—No digas eso, madre —la reprendió Matilda, al tiempo que secaba su frente con un paño mojado en agua fría—. Has sido mi mejor amiga y consejera. No podría haber hecho nada sin ti.
Estaba llorando. Había procurado reprimirse, pero ya no podía más.
—Sólo quiero que sepas… —A Beatriz le costaba hablar—. Te quiero mucho. Y… lamento las veces…, las veces que… tu desdichado matrimonio…
Matilda asintió. Sabía el precio que su madre había pagado por aquella decisión, no ignoraba que había vivido muchos años lamentando aquel horrible período de tiempo. Beatriz no estaba enterada de la reciente ejecución del jorobado. Había decidido que lo mejor era no decirle nada, para que no se preocupara por la culpa que pudieran arrojarles en cara.
Beatriz padeció períodos de delirio durante el resto del día. A veces parloteaba, en otras se mostraba lúcida. Avanzada la tarde, se sobresaltó y agarró la mano de su hija.
—Le veo, Matilda.
—¿A quién, madre?
—A tu padre. Le quise mucho, y todavía le quiero. —Hizo una pausa, perdida en su visión. Una lenta sonrisa cruzó su cara—. Está orgulloso de ti. De nuestra hija. Te ve desde el lugar que ocupa al lado de Dios. Y… ahora me voy con él. —Beatriz utilizó las últimas energías de su cuerpo para apretar la mano de Matilda—. Te quiere, hija. Y yo también. El amor…
La voz de Beatriz enmudeció con aquella sencilla palabra que definía lo más importante de su vida, sus sentimientos hacia su amado y hacia su hija, y lo que habían forjado como familia. Su sonrisa se ensanchó antes de cerrar los ojos por última vez. Beatriz de Lorena se había ido de este mundo, camino del siguiente, donde su verdadero amor la esperaba para darle la bienvenida en los brazos de Dios, donde estarían juntos por toda la eternidad.