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Ciudad del Vaticano

En la actualidad

EL PADRE PETER HEALY ATRAVESABA la plaza de San Pedro, asombrado por la belleza de la obra maestra de diseño arquitectónico de Gianlorenzo Bernini. Pensaba que jamás sería inmune a la magnificencia de este lugar. Aunque sus ojos se habían abierto hacía poco a la política despiadada de la Iglesia a la que había dedicado su vida, seguía comprometido en cuerpo y alma a la vocación que le había impulsado a tomar los votos. Para él, San Pedro era todavía un lugar santo, la sede del primer apóstol y sus sucesores.

El sol de la primavera calentaba su pelo oscuro, que empezaba a teñirse de gris en las sienes. Era curioso que no hubiera encanecido hasta que se trasladó al Vaticano. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó las credenciales que serían necesarias para sortear a la Guardia Suiza y acceder al despacho del cardenal DeCaro. Hoy iba vestido con sotana y sorteó las medidas de seguridad con celeridad y sin incidentes.

Había una reunión del comité del Evangelio de Arques a finales de la semana. Peter había ido al Vaticano para comentar con su mentor el enfoque que deberían adoptar en lo que prometía ser una experiencia terrible.

Detestaba el comité. Era la cruz de su existencia, pero también su razón de ser. De tal forma, su actual vida en el Vaticano parecía el séptimo círculo del infierno. El comité se había creado no sólo para autentificar el Evangelio de Arques de María Magdalena, descubierto por Maureen en el sur de Francia, sino también para situar los temas controvertidos que aportaba dentro de una perspectiva católica que pudiera ser asimilada con facilidad por los fieles. De momento, se trataba de una tarea imposible.

El comité de doce miembros se había convertido en un entorno difícil y combativo, en el que abundaban sacerdotes viejos y conservadores. Peter y el cardenal DeCaro eran los únicos que defendían la verdad a toda costa. Algunos miembros parecían indecisos y se enzarzaban en batallas intestinas sobre los problemas, pero los demás estaban claramente a favor de ocultar el material al público para siempre. Habían cuestionado cierto número de puntos importantes de la traducción de Peter, que iba a defender en la reunión de esta semana. En preparación para esta batalla concreta, había empezado a tomar notas sobre los principales puntos controvertidos descubiertos en el Evangelio de María Magdalena.

Peter tendría que valerse de argumentos enérgicos y convincentes para demostrar que todos estos puntos no eran contradictorios con las actuales tradiciones del catolicismo. Por desgracia, daba igual que esto fuera cierto o no. Durante los dos últimos años, había descubierto que la verdad era muy subjetiva en todas partes, pero en ningún lugar esto era más cierto que en Roma. Y la verdad importaba mucho menos que proteger el status quo. Peter pensaba con frecuencia, mientras paseaba por el Vaticano, que deberían colgar pancartas de los pórticos que rezaran: «Antes la tradición que la verdad». Estaba convencido de que algunos de los sacerdotes más ancianos del comité llevaban este lema tatuado en el corazón.

Iba a ser una batalla desigual, pero debería librarla con todo el vigor y la entrega que pudiera reunir. Él había provocado este terrible dilema, y ahora tendría que vivirlo. Al menos, no estaba solo.

—Entra, hijo mío.

El cardenal Tomas Borgia DeCaro le dio la bienvenida en su despacho, tan elegante e italiano como él mismo. Tal como insinuaba su apellido, el cardenal DeCaro estaba emparentado con una de las familias más acaudaladas y aristocráticas de Roma. Se movía con la gracia de los privilegiados. Era precisamente esa poderosa herencia italiana la que le permitía ocupar una posición tan destacada en Roma, pese al hecho de que su teología era considerada radical por la actual jerarquía conservadora.

—Gracias, Tomas.

DeCaro era el protector y amigo más íntimo de Peter, en un mundo donde los amigos eran tan escasos como importantes. Si bien le tuteaba en privado, nunca le habría llamado Tomas de no saber que estaban solos. Peter se sobresaltó al darse cuenta de que había alguien más en la habitación, cuando el cardenal Marcelo Barberini dobló la esquina desde la antecámara.

—Padre Healy, es un placer verle.

El cardenal Barberini extendió la mano, que Peter estrechó con cordialidad. Barberini era un líder del comité, uno de los que guardaban silencio casi siempre, un oyente que daba la impresión de forcejear con algunos de los temas más candentes. También era un miembro de alto rango del círculo íntimo del Papa. Peter se puso nervioso de repente.

—Sentaos, amigos míos, sentaos. —DeCaro cerró las puertas de los dos lados de la habitación para procurarles privacidad, y después se reunió con ellos en las mullidas butacas de piel que conformaban el espacio de reuniones—. Peter, lo que vamos a hablar aquí es absolutamente confidencial, de momento. He pedido a Marcelo que viniera a hablar contigo sobre las recientes actividades relacionadas con el caso Arques.

DeCaro había trabajado en el caso del Evangelio de Arques desde el principio, e incluso había ido al castillo después del descubrimiento para conocer a Maureen y aportarle consejo y apoyo. Estaba convencido de la autenticidad del Evangelio de Magdalena. Más que nadie, Tomas DeCaro tenía motivos para comprender la importancia de estos documentos. Con la autoridad de su rango, tenía acceso a materiales del Vaticano que casi nadie en el mundo podía imaginar.

—Como sabes más que de sobra —continuó DeCaro—, hay miembros del comité a quienes disgusta la idea de que ese evangelio sea auténtico, pese a las pruebas en su favor. Si bien tus explicaciones han sido excelentes y rigurosas, en muchos sentidos sólo han servido para recordar a los miembros más conservadores de nuestro comité lo controvertida y peligrosa en potencia que puede llegar a ser esta versión de los acontecimientos.

Peter asintió, pero no hizo comentarios. Mejor era esperar a saber qué se proponía DeCaro antes de hablar delante de Barberini, quien seguía siendo una incógnita.

Barberini, un hombrecillo gordinflón de cara agradable y rubicunda, se inclinó hacia delante en su asiento.

—Padre Healy, estoy muy disgustado por el giro que están tomando los acontecimientos. El comité está más concentrado en decidir cuál es la mejor forma de proteger este material del mundo exterior que en autentificarlo.

Peter habló con cautela.

—Cuando dice «proteger», ¿se refiere a…?

DeCaro intervino.

—Puedes hablar con libertad, hijo. Marcelo es… uno de los nuestros.

Peter agradeció la confirmación y prosiguió el hilo de sus pensamientos.

—¿Quiere decir que quieren enterrarlo?

Barberini asintió.

—Temo que eso sea cierto. Me preocupa muchísimo que este importante documento no vea jamás la luz del día. Peor todavía, creo que algunas personas desean destruirlo por completo y afirmar que jamás existió.

Peter se pasó las manos por la cara, exasperado. Su mayor temor se estaba convirtiendo en realidad.

—No desespere todavía, padre. Esto no ha terminado —dijo Barberini.

DeCaro continuó.

—Pero los tres hemos de decidir, ahora y aquí, quién es nuestro amo. ¿Servimos a un consejo de seres humanos falibles, que permiten que sus preocupaciones terrenales dominen sus decisiones, o servimos a Nuestro Señor Jesucristo? Y si servimos a Nuestro Señor Jesucristo, y a su verdad, ¿no tenemos acaso la obligación de luchar por la verdad, pese a quien pese, sea como sea?

El cardenal Barberini sorprendió a Peter con su parrafada más que apasionada.

—Estos hombres a los que llamamos hermanos me hacen llorar por ellos. Portan las prendas de su poder y representan la autoridad espiritual. Pero en algún momento, pese a que son buenos hombres, se extraviaron. Afirman que son santos, pero no encarnan el amor, ni la comprensión. A veces, cuando estamos en el comité, pienso: «¿Qué diría Nuestro Señor a estos hombres si ahora estuviera en la sala con nosotros?». Y no encuentro respuesta. Sólo pesar.

Los tres meditaron en silencio un momento. Cada uno había experimentado la misma sensación de tristeza a lo largo del último año. Peter rompió el silencio para formular una pregunta que asediaba su mente desde la reunión con la Confraternidad de la Santa Aparición.

—¿Qué lugar ocupa Girolamo de Pazzi en todo esto?

—Bien, como sabes, no forma parte del comité, no quiso serlo. Es un anciano, Peter, con una vocación muy concreta: celebrar las apariciones de Nuestra Señora. No puede perder el tiempo con las reuniones del comité, aunque creo que está interesado en Maureen a causa de sus visiones. Es su pasión, la parcela que más domina.

—Ésta puede ser la prueba definitiva a que se verá sometida nuestra fe —dijo en voz baja Barberini—. Tendremos que ser muy cautelosos y astutos en lo tocante a los pasos que demos para proteger el Evangelio de Arques. Tal vez nos exija adoptar… tácticas guerrilleras.

Peter se quedó estupefacto al oír tal invitación a la insurgencia en labios de aquel hombrecillo de dulce rostro, al que siempre había considerado callado y sencillo. No dijo nada, pero miró a DeCaro.

—Puede que nos veamos obligados a sacar los documentos del Vaticano —comentó el cardenal—. Y si lo hacemos, no seremos bienvenidos aquí.

—Para Tomas y para mí —manifestó Barberini con un suspiro—, ésta es la única vida que hemos conocido.

—Y, no obstante —añadió DeCaro—, siempre hemos sabido que este día llegaría. Nos hemos estado preparando para esto desde que éramos jóvenes. No sabíamos qué curso tomarían las cosas. Pero todos elegimos nuestro destino, hace mucho tiempo, cuando prometimos servir a Dios. Ahora ha llegado el momento de que todos lo recordemos.

En Alejandría, José acomodó a la sagrada familia en casa de un gran hombre, un romano llamado Maximino. Hacía muchos años que José le conocía, pues también comerciaba en estaño, y confiaba en él. Maximino era un exiliado de Roma, un refugiado a su manera. Conocía demasiado bien los peligros de la persecución romana, y sentía gran compasión por aquellos que la habían padecido.

Magdalena y sus hijos llegaron a su casa agotados por el viaje y casi abrumados por el dolor. Él les dio la bienvenida con simpatía y les aseguró que la gran señora sólo conocería la comodidad durante sus días de confinamiento.

Maximino había aprendido mucho de las misteriosas escuelas de Egipto, y era un hombre ávido de aprender, de sabiduría y de verdad. Durante este tiempo se forjó una profunda amistad y comprensión entre él y Nuestra Señora, pues el Camino del Amor nazareno poseía muchas tradiciones procedentes de esta rica tierra. Tenían mucho que hablar y aprender mutuamente, y el lazo que se forjó entre Magdalena y Maximino fue único y duradero.

Él había padecido grandes tragedias y sufrimientos en su vida, pues su esposa e hija habían perecido de sepsis puerperal cuando se vieron obligados a huir de Roma y vivir en el exilio. Por ello procuró que la mejor comadrona de Alejandría se ocupara de Magdalena cuando llegó la hora del parto. Sarai, la sacerdotisa egipcia, asistió en el parto del niño, que sería conocido como Yeshua-David por la gracia de Dios.

Tanto José de Arimatea como el romano Maximino cuidaron de este niño, así como de los demás hijos santos. Durante la época que permanecieron en Alejandría, María Magdalena empezó a instruir a Maximino en el Libro del Amor, y el romano se convirtió en el converso más devoto a las enseñanzas del Camino.

Cuando llegó el momento de que la familia abandonara Alejandría con destino a la Galia, Maximino insistió en acompañarles. Así lo hizo, y jamás los abandonó. Durante el resto de la larga vida de Magdalena, fue su protector y acompañante, un hombre de devoción extraordinaria, ejemplo de amor paterno para sus hijos. Se dice que el amor de Maximino no conocía límites, pero era puramente espiritual por necesidad.

Maximino escribió poemas en alabanza a la extraordinaria gracia del Libro del Amor, y celebró su amor por Magdalena de forma casta y honorable. Los grandes poetas de Francia llamados trobadours son los herederos de su tradición, y cantan sus canciones de amor cortés a las mujeres santas que no pueden tocar, porque están prometidas en hieros-gamos a otro. Pero el amor por una mujer tan perfecta perdura hasta la muerte y más allá. Fue así como María Magdalena se convirtió en la mayor musa artística, y Maximino en el primer poeta troubadour.

Pues en francés la palabra troubadour significa «encontrar el oro perdido». Es mediante la comprensión de los misterios legados por las enseñanzas del Libro del Amor que encontraremos este bienaventurado tesoro.

Su mejor poema perduró entre la gente, conservado en francés por estos troubadours, pues contenía una de las verdades más preciadas de nuestras enseñanzas, la verdad sobre el retorno del amor, que es un don de Dios:

Je t’aimé dans le passé,

je t’aime aujourd’hui,

t’aimerais encore dans l’avenir.

Le temps revient

Te he amado en el pasado,

te amo hoy,

y te volveré a amar.

El tiempo vuelve.

Maximino se convirtió en un gran líder del Camino y dio la extremaunción a Magdalena cuando llegó la hora de su muerte terrenal. Pidió ser enterrado a sus pies cuando llegara el momento, y así lo hicieron. Descansaron juntos durante muchos años en la región que recibe ahora el nombre de este gran hombre santo, San Maximino.

Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

LA HISTORIA DE MAXIMINO EL ROMANO Y CÓMO

SE CONVIRTIÓ EN EL BIENAVENTURADO SAN MAXIMINO,

TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO

Roma

Abril de 1073

DE LAS SIETE LEGENDARIAS COLINAS de Roma, la Esquilina era la más alta. Al pie de la ladera oeste había sórdidos barrios densamente poblados. Al este estaban las villas de ciudadanos importantes, consejeros de los césares. Había casas en medio que pertenecían a nobles y políticos romanos de medio pelo. Fue en estas casas particulares donde floreció en secreto el cristianismo durante el siglo I, cuando ciudadanos prominentes fueron convertidos por el mismísimo san Pedro. En tiempos de Matilda, estos primitivos centros de cristianismo secreto fueron reconocidos como las iglesias más antiguas de Roma.

La iglesia de San Pietro in Vincola, San Pedro de las Cadenas, era una de estas casas. Se hallaba en lo alto de una colina empinada, un monumento sagrado para los cristianos en el centro de la Ciudad Eterna. Recibió su nombre por otra reliquia de gran importancia para los primitivos cristianos, la cual fue inmortalizada en los Evangelios, en los Hechos de los Apóstoles. En los Hechos, capítulo doce, Lucas narró que Herodes encarceló a Pedro en el Mamartine, tras la ejecución del apóstol Santiago el Menor. Pedro fue encadenado y sujeto a la pared de una húmeda mazmorra hasta que ocurrió un milagro, tal como especifica el versículo siete:

De pronto se presentó el Ángel del Señor y la celda se llenó de luz.

Le dio el ángel a Pedro en el costado, le despertó y le dijo:

«Levántate aprisa». Y cayeron las cadenas de sus manos.

El ángel que soltó las cadenas sacó a Pedro de la cárcel y le concedió la libertad para rematar el milagro. Las cadenas que habían mantenido cautivo a Pedro fueron enviadas a Constantinopla para guardarlas como sagradas reliquias y prueba del milagro, donde permanecieron hasta el siglo V. Fue entonces cuando la emperatriz Eudoxia envió la mitad a su hija, en Roma, y la otra mitad al papa León I. El pontífice escogió este lugar de una antigua residencia cristiana, donde se sabía que Pedro había llevado a cabo muchos bautismos en secreto, como cimientos de la gran iglesia que construyó para dar cobijo a las cadenas.

Parecía un lugar ideal para que sucedieran milagros.

Fue aquí donde se celebró el funeral masivo por el llorado papa Alejandro II, y donde sucedió el extraordinario incidente, aquel mismo día: la elección espontánea de un nuevo líder de la Iglesia a cargo de una turba impulsiva de eclesiásticos y clérigos, un hombre que ni siquiera había sido ordenado sacerdote el día que fue elegido para ocupar el cargo más elevado y santo de toda la cristiandad.

Empezó en silencio y con discreción, cuando los obispos que habían ido a llorar a su pontífice empezaron a murmurar entre ellos. Exigieron fortaleza bajo la tiara papal, un reformador enérgico que pudiera continuar la rebelión contra la tiranía del rey alemán. Entre otros ultrajes, Enrique continuaba practicando la simonía, y había comprado diversos obispados para sus partidarios más próximos, pese a las tajantes leyes dictadas contra esta corrupción. Convertir de nuevo la Iglesia en una entidad espiritual, sin vínculos con ningún monarca temporal, iba a requerir un líder de gran sabiduría, experiencia y energía. Era preciso alguien audaz e intrépido hasta el punto de lo estrambótico. Todos los obispos llegaron a la conclusión de que sólo un hombre entre ellos contaba con tal singular potencial para cumplir su destino: Ildebrando Pierleoni. A punto de cumplir cincuenta años, Brando era muchísimo más joven que muchos de los papas anteriores, lo cual le confería más ventaja, además de su personalidad viril y masculina. Hasta su apariencia física le identificaba como un líder fuerte y capaz.

Uno de los obispos romanos fue el primero en levantarse y pronunciar un discurso breve pero apasionado, en relación con la necesidad de apoyar a Brando como nuevo pontífice. La marea se propagó a toda prisa, y al cabo de pocos minutos todos los obispos estaban coreando su nombre e insistían en que aceptara la elección al papado en aquel mismo momento y sin más dilación. Un cántico de «Dios ha proclamado al nuevo Papa» empezó a elevarse, primero desde el interior de la iglesia, para luego propagarse por las calles de Roma. Brando, cuya popularidad era inmensa en la ciudad, fue confirmado de manera abrumadora, tanto por los obispos como por el populacho, como único heredero aceptable de las llaves de San Pedro.

Nadie pareció recordar que Ildebrando Pierleoni nunca había tomado los votos, ni que había sido elegido Papa mediante un proceso ilegal y anticuado, en violación del mismo decreto de elección que él había redactado y llevado a la práctica bajo el papa Nicolás II.

Todos los papas desde Pedro habían tomado un nombre nuevo con motivo de su ascensión al trono papal. Ildebrando Pierleoni supo de inmediato cuál sería ese nombre. En honor a su tío, el depuesto papa Gregorio VI, quien había sido su protector y gran maestro, adoptó el mismo nombre, el nombre que significaba «el que cuida de su rebaño». Los políticos veteranos comprendieron el significado: una enérgica declaración y una elección provocadora, la cual enviaba un mensaje a Enrique IV y alertaba a todos los demás de que la batalla entre la Corona alemana y el poder de Roma distaba mucho de haber concluido.

Durante los últimos días de junio de 1073, se celebraron las ceremonias para ordenar sacerdote al recién elegido Brando, y para investirle en el trono de San Pedro bajo el nombre de Gregorio VII.

Matilda y Beatriz llegaron a Roma con toda su comitiva para presenciar la investidura del nuevo Papa, y para mostrar su apoyo al hombre que había sido leal a su pueblo de Lucca y a Godofredo el Mayor en vida. Mientras Isobel adornaba el pelo de Matilda en preparación para la ceremonia, Beatriz informó a su hija sobre el comportamiento y protocolo que exigiría el día.

—No cabe duda de que hoy estaremos en un puesto muy visible, por eso debes tener mucho cuidado con tu apariencia. Con nosotras, transmitimos el apoyo de casi la mitad de los territorios italianos. Como resultado, espero que nos sienten en un lugar de honor.

Matilda alisó la exquisita y costosa seda de sus faldas y rio. Isobel sonrió cuando vio el brillo travieso de los ojos de la condesa.

—Los romanos siempre han mirado por encima del hombro a los toscanos. Siempre se han considerado superiores —dijo la joven—. Y lo que es peor, no han consentido que las mujeres ocuparan puestos de responsabilidad, de modo que será un gran placer para mí enseñarles el aspecto de una condesa toscana. Espero que nos coloquen en primera fila, para que podamos pasar por delante de los aristócratas romanos y escandalizarlos a todos.

Matilda de Toscana contaba ahora veintisiete años de edad, y era muy rica y poderosa. Disfrutaba con la idea de provocar un escándalo en la conservadora Roma, añadiendo un toque de color toscano a la ceremonia, al tiempo que recordaba a la aburrida nobleza romana que era una de las dirigentes más ricas y poderosas de Europa. Cualquier cosa que elevara a Toscana a los ojos de los romanos (y del Papa) sería beneficioso para ella y para su pueblo.

Pero bajo su estilo suntuoso había un gran fundamento. Matilda controlaba a decenas de miles de soldados, que podían ser movilizados en cualquier momento bajo su experto mando estratégico. El apoyo militar de la condesa, combinado con el control del paso de los Apeninos, sería un factor determinante en la guerra contra Alemania.

Beatriz, a quien no divertían tanto como a Isobel las extravagancias de Matilda, retomó el tema de su influencia política.

—Para el nuevo Papa, tu poderío militar es lo que va a resultarle más interesante. De modo que, si bien alardear de tu riqueza es importante, has de recordar lo que está en juego y no dejarte arrastrar por la frivolidad.

—Si, madre, por supuesto.

Beatriz todavía trataba a su hija como si fuera una niña, pese a que gobernaba la mitad de Italia y conducía sus tropas al combate. Matilda había aprendido hacía mucho tiempo a asentir con obediencia en presencia de su madre, para después hacer lo que le daba la gana.

Pero en este caso, pensó que Beatriz tal vez tenía razón. Este Papa, al fin y al cabo, era un noble romano. Cabía la posibilidad de que fuera tan conservador y aburrido como sus compatriotas.

El papa Gregorio estaba recibiendo un informe similar en sus aposentos, antes de la ceremonia oficial de investidura. Sus consejeros repasaban la lista de los invitados influyentes y aportaban detalles sobre cada uno de ellos.

—A continuación, Matilda, condesa de Toscana. Sin duda habréis oído hablar de ella, su Ilustrísima. Es… controvertida.

Gregorio sentía mucha curiosidad acerca de esta mujer que era una leyenda en los territorios del norte. Su aureola era mítica; su riqueza, su poder, su apariencia y su comportamiento eran decididamente escandalosos en cualquier señor feudal, pero inimaginables en una mujer.

—No puedo preocuparme por sus costumbres escandalosas. Lo que sí me preocupa es su poderío militar. Y sus territorios, fundamentales desde un punto de vista estratégico. Aseguraos de que ocupe un puesto de honor. Necesitamos que se sienta bien dispuesta hacia nosotros.

La había visto en una ocasión, años atrás, cuando era poco más que una niña. Ahora era una mujer casada, aunque según todas las informaciones recibidas una esposa rebelde, que no reconocía la influencia de su marido, el duque de Lorena. Éste era uno de los temas que deseaba discutir con ella.

—Godofredo de Lorena es el perro faldero de Enrique, y por tanto peligroso —murmuró Gregorio en voz alta—. He de conocer la postura de la condesa en relación con su marido, y he de saberlo hoy. Su apoyo podría significarlo todo en caso de guerra.

Gregorio se había opuesto al rey alemán desde la coronación de Enrique a los catorce años de edad. Las tensiones entre el trono sagrado y el trono temporal, la Iglesia contra la Corona alemana, estaban alcanzando proporciones épicas. El nuevo Papa estaba decidido a aumentar la separación entre el papado y la influencia monárquica, mientras Enrique se encontraba decidido a unificar ambos proclamándose emperador del Sacro Imperio Romano. No habrían medias tintas, ni posibilidad de compromiso, para ninguno de los dos.

—En este caso, podría beneficiarnos que la condesa Matilda no se comportara como una buena esposa cristiana. Si sus actos nos permiten salvar a la Iglesia de las garras de Enrique, estoy seguro de que Dios la perdonará de las transgresiones de que sea culpable. Ese glorioso fin justificará sin duda cualquier medio de lograrlo.

Cuando Gregorio VII subió al altar para tomar asiento, se volvió a mirar a los obispos, nobles y partidarios que asistían a la ceremonia. Irradiaba energía y confianza en el día más importante de su carrera política. Aquí estaba la culminación de todos sus esfuerzos, la recompensa de años de exilio y penalidades en defensa del papado. Opinaba que no existía nada en el mundo comparable a la sensación de subir estos peldaños, camino de convertirse en el líder espiritual más importante del mundo.

Y entonces bajó la vista.

En la primera fila, en un lugar de honor, estaba la visión más fascinante que había visto jamás. Matilda de Toscana estaba sentada con su madre, una visión de seda azul celeste. Ristras de perlas estaban hilvanadas en su extraordinario pelo, cubierto a medias por un velo de gasa. Su peinado estaba sujeto por una corona de oro y joyas de flores de lis, un recordatorio a todos los presentes de que Matilda y su madre eran descendientes directas del santo emperador Carlos. Sobre su esbelta garganta resbalaba una fortuna en joyas. Era impresionante hasta el punto de que distrajo su atención. Tan desconcertado estaba que, mientras aceptaba la llave de San Pedro como símbolo de su nuevo cargo, Gregorio VII tuvo que desviar la vista de la muchedumbre con el fin de mantener la concentración.

El nuevo Papa no era el único espíritu desconcertado que se hallaba presente aquel día. La condesa de Canossa, duquesa de Toscana y Lorena, estuvo sentada muy quieta y callada durante toda la ceremonia. No podía apartar los ojos del hombre poderoso y carismático que estaba heredando la tiara papal. Si bien era una presencia llamativa y un hombre de una apostura asombrosa, Matilda se encontraba estupefacta por la certeza de que le había visto antes. Le había visto en una visión, en el centro del laberinto, justo antes de partir de Orval aquel terrible día.

Beatriz de Lorena era una mujer sabia y avezada. También tenía ojos. No había pasado por alto el intercambio tórrido, aunque silencioso, entre su hija y el nuevo Papa durante la ceremonia de investidura. Una relación que debía cultivarse, de eso no cabía duda. La alianza de la Iglesia católica con el poderío y riqueza de Toscana podía llegar a constituir una fuerza imparable. Aquella tarde, cuando llegara el momento de asistir a la audiencia papal con su hija, alegaría agotamiento e insistiría en que Matilda fuera sola. Era una mujer casada y condesa. No necesitaría una carabina en presencia del Santo Padre.

Acompañaron a Matilda al salón de audiencias, donde sólo esperó un momento antes de que la puerta se abriera para dejar entrar a Gregorio. Rezó para que no oyera el retumbar de su corazón en el pecho, porque a sus oídos parecían tambores de guerra. Él extendió la mano hacia ella y la condesa besó el anillo papal, al tiempo que hacía una profunda reverencia. Controló su voz cuando le miró con expresión acerada con sus ojos color verde mar.

—He venido a proclamar la lealtad de Toscana a la causa de San Pedro. Podéis contar con mi apoyo y el de mi pueblo en todo aquello que sirva para proteger y conservar las enseñanzas de Nuestro Señor, como punto focal de nuestras comunidades, y para apoyar vuestra elección como apóstol elegido de Dios al frente de la Iglesia.

Gregorio le dio las gracias por su lealtad, impresionado por sus enérgicas palabras, e indicó que tomara asiento. Tras intercambiar algunos cumplidos, como interesarse por la salud de su madre y dar recuerdos al obispo Anselmo, el Papa asombró a Matilda con una pregunta escandalosa.

—Tengo entendido que habéis sido adoctrinada en las antiguas herejías a las que todavía se rinde culto en Lucca. ¿Qué debo deducir de eso?

Matilda se quedó inmóvil, acorralada. Creía que aquel hombre era un aliado debido a su apoyo a Alejandro, pero tal vez había errado en sus cálculos. Intentó pensar a toda prisa, con la intención de encontrar una respuesta inocua y ganar tiempo. No fue necesario. El Papa continuó casi de inmediato.

—No es mi intención incomodaros con la pregunta. Antes bien, quiero que sepáis desde el inicio de nuestra relación que sé quién sois y de dónde venís. Soy el Papa, elegido por el clero y el pueblo, porque soy versado en los temas a los que se enfrenta mi Iglesia. No puede sorprenderos que esté enterado de los susurros de herejía que llegan desde Toscana.

La condesa asintió en silencio, pero continuó sin decir nada. Gregorio le dedicó una amplia sonrisa, con el fin de atajar sus evidentes preocupaciones.

—No debéis temer nada de mí, Matilda de Canossa. No nací en el sacerdocio y no albergo los prejuicios propios de la estrechez de miras de algunos de mis predecesores. Me gusta considerarme un estudioso, un hombre que aprenderá a ser un cristiano, no abundando en las enseñanzas populares, sino estudiando todos los documentos y tradiciones que estén a mi alcance. Y mi abuelo era judío, lo cual amplía mi perspectiva religiosa y mi deseo de aprender todavía más. Algunos me aplaudirán por ello, otros me despreciarán. Me han dicho que las tradiciones de Toscana, aunque escandalosas para muchos, encierran profundos secretos y se remontan a los primeros cristianos. Incluso a aquellos contemporáneos de Nuestro Señor Jesucristo, incluida mi propia familia. ¿Qué clase de líder espiritual sería yo si no examinara esas tradiciones y enseñanzas en profundidad? He pasado bastante tiempo en Lucca, con los dos Anselmos, el mayor y el joven, y he comprendido que la forma en que se expresa el cristianismo allí tiene muchas capas. Para los que tengan ojos para ver y oídos para oír, ¿no? Por tanto, Matilda, tenemos mucho de que hablar. Si os sentís inclinada a ello.

La condesa se esforzó por encontrar la voz.

—¿Me estáis pidiendo que os instruya en las enseñanzas de la Orden? —preguntó vacilante.

—Si así os sentís inclinada.

Ella asintió, asombrada por la peculiar situación en la que se encontraba. ¿Era posible que el mismísimo Papa le estuviera pidiendo que le instruyera en las enseñanzas de la herejía?

El camarlengo entró en la sala para avisarles de que la siguiente cita estaba esperando y su audiencia debía concluir. Cuando el sacerdote salió, Gregorio extendió la mano a Matilda, pero esta vez tomó la de ella y se la llevó a los labios. Cuando lo hizo se fijó en su anillo, y lo utilizó como excusa para retener su mano más de lo necesario.

—¿Qué simboliza esto?

La condesa le sonrió con timidez, y notó que recuperaba el control por primera vez en aquel largo y difícil día.

—Todavía no os lo puedo decir, pero será parte de vuestra… instrucción.

—Ah, entiendo. Bien, pues, esperaré con ansia a empezar cuanto antes. ¿Mañana?

—Mañana.

Matilda abandonó la sala con una reverencia final y un femenino frufú de seda elegante. Él la siguió con la mirada, sorprendido en grado extremo por su reacción ante ella. El hombre que el mundo conocía ahora como el papa Gregorio VII, el pontífice que instituiría las leyes del celibato clerical como reforma fundamental, acababa de perder el corazón (y tal vez en parte la cabeza) por la extraordinaria y atractiva condesa de Toscana.

No era propio de Matilda hablar con entusiasmo de alguien.

Isobel de Lucca estaba fascinada y algo alarmada por el torrente de palabras que salía de la boca de su pupila, tras su segundo encuentro con Gregorio VII. El nuevo Papa, de forma impulsiva e inesperada, había convocado a la condesa a una reunión del consejo después del banquete de investidura, con el fin de discutir estrategias sobre el grave asunto heredado del papa Alejandro II. El anterior pontífice, poco antes de morir, había excomulgado a cinco obispos de Enrique y censurado al rey por venderles los cargos. El propio Enrique corría el riesgo de ser excomulgado si no obedecía el decreto papal, reconocía la censura y destituía a sus obispos de inmediato. Era un acto de guerra abierta que Gregorio pretendía confirmar. Necesitaba la seguridad de que Matilda le apoyaría desde las tierras de Toscana en caso necesario.

Su encuentro había sido un intenso y estimulante juego de ingenio y humor, cargado de segundas intenciones por las dos partes. Era un tributo a la agudeza de ambos intelectos, capaces de una conversación política productiva sobre el telón de fondo de su sobrenatural atracción mutua. Ambos habían aprovechado y concedido la oportunidad de evaluar los procesos mentales y enfoques estratégicos del otro, y habían descubierto que eran compatibles en todas las parcelas, casi de manera inexplicable. Había sido una reunión triunfal y jubilosa de dos grandes espíritus. Cuando estaban en la misma habitación, se producía una indudable fusión de inmensas fuerzas de la naturaleza, estrellas que colisionaban y creaban un estallido de luz extremo.

Gregorio había terminado la reunión recordando a Matilda que había prometido iniciar su educación en el Camino, tal como había sido enseñado ininterrumpidamente en el seno de la Orden desde el siglo I, a la mañana siguiente. Éste era el motivo de la consternación y el vértigo que experimentaba la condesa, tan poco habituales en ella.

—Oh, Isobel, es sabio como Salomón, e igual de magnífico. En su presencia me sentí como Makeda, la reina de Saba. Fue tal como tú me habías enseñado, aunque nunca pensé que lo sentiría en mi corazón. ¿Qué debo hacer? Lo que está pidiendo es escandaloso, pero también maravilloso. ¿Puedo enseñarle esas cosas? ¿Me atreveré a enseñarle esas cosas?

—¿Qué te dice tu corazón, hija? ¿Y tu espíritu?

—Me dicen que debo confiar en este hombre, y más.

—¿Y más?

—No puedo explicarlo, Issy. Pero cuando le vi por primera vez, le reconocí. Ya le había visto antes, en mi visión, pero fue más que eso. Conocí un momento de dicha extrema. Y cuando me miró… Fue como si me hubieran atravesado el corazón con un cuchillo. Por un segundo, ante toda la corte y el concilio de Letrán, experimenté la sensación de que sólo estábamos él y yo en la sala. ¿Cómo es eso posible? Pero en aquel momento, le reconocí. Y supe…

Hizo una pausa, perdida en el momento y sin aliento a causa del enamoramiento abrumador que lo acompañaba. Aquel sentimiento era como una locura. Nunca había experimentado nada semejante. Era terrible, maravilloso y paralizante. Isobel tuvo que animarla a continuar.

—Sigue, Tilda.

—Supe que… le había amado antes. En aquel solo momento comprendí las enseñanzas de nuestra profetisa, así como el poema de Maximino, de otra forma: «Te he amado antes, te amo hoy, y volveré a amarte». Era algo muy extraño, y sin embargo eterno. Y creo que él siente lo mismo. Lo vi en su forma de mirarme. Lo sabe, al igual que yo lo sé. Que es obra del destino. Y creo que no tiene miedo. Pero yo sí.

Matilda se levantó de su asiento y se puso a pasear por la habitación mientras hablaba. En los mejores momentos era incapaz de estar sentada, y mucho menos cuando estaba agitada como ahora. Se tiró de las faldas mientras continuaba.

—Porque es aterrador, ¿no? Este sentimiento. No se puede controlar. He estado en la batalla y afrontado a los hombres más feroces, con las espadas más afiladas y las peores intenciones, pero jamás experimenté el miedo que me corroe ahora. No puedo respirar, Isobel. Ayúdame.

La dama exhaló un profundo suspiro y tomó la mano de Matilda entre las suyas.

—Oh, cariño mío. No puedo ayudarte, salvo decirte que lo que sientes, por duro, poderoso y sobrecogedor que sea, es un regalo de Dios para nosotros. Siempre supe que, cuando te sucedería, poseería un profundo significado, sería tal vez incluso una relación capaz de cambiar el mundo, al estilo de Verónica y Pretorio, o tan sublime como la de Salomón y la reina de Saba. Pero no imaginé…

—¿Qué?

—Que el hombre al que estabas destinada a amar, el «gran amor» pronosticado por la profecía, sería el Papa en persona.

Isobel hizo una pausa y pensó en cuál podía ser el mejor consejo para su querida hija en aquel momento crítico de su vida.

—Tilda, has de ser terriblemente cautelosa. Los dos tenéis demasiado que perder si se produce una indiscreción. Pero creo que tú tienes todavía más que perder si no perseveras en esta relación para ver adónde conduce, pues da la impresión de que Dios la ha ordenado. No hace falta ser profeta para saber que vivirás grandes desafíos y momentos duros como resultado de este amor, un amor que por su propia naturaleza ha de ser secreto en todo momento. Nadie puede saberlo, y no se te puede escapar jamás que habéis compartido alguna intimidad. Nunca.

—Pero no lo hemos hecho.

—Todavía no, Tilda. Pero hay cosas que son inevitables, y da la impresión de que ésta es una de ellas. Recuerda que la intimidad entre ambos será juzgada como equivocada, incluso como criminal, si os descubren. Tienes poderosos enemigos que aprovecharían tal delito para destruiros a los dos. Hagas lo que hagas, haz lo que debas, pero mantén la discreción a toda costa. Él es el Papa y tú una mujer casada. Son hechos innegables e inmutables.

—Puedo divorciarme de Godofredo.

—¿De veras? Legalmente, quizá, pero la Iglesia se opone al divorcio, y no puedes esperar que el Papa apoye esa decisión, y menos este Papa, pues fue elegido por su decisión de defender reformas estrictas. Tal acto no haría más que llamar la atención sobre vuestra relación. Ambos habéis caído en vuestra propia trampa, cariño mío. Pero no me cabe duda de que encontraréis alguna manera de superar los obstáculos, si en verdad es el gran amor de la profecía. El amor siempre encuentra la forma, Matilda. Se salta las leyes de los hombres porque es una ley de Dios. El rito de la unión sagrada, el hieros-gamos entre los verdaderos amantes del alma, es la ley más importante, que trasciende a todas las demás. Y eso es todo cuanto necesitas saber, ¿verdad? Sólo hay una cosa a la que has de aferrarte en los días venideros, y es la enseñanza más sencilla de nuestro Camino: «El amor lo conquista todo».