9

Palacio de Verdún, ciudad de Stenay

Región de Lorena

Octubre de 1069

NO CABÍA DUDA de que carecía de atractivos y era deforme, pero no tan monstruoso como había supuesto.

Hasta que abrió la boca.

Matilda miraba al hombre con el que iba a casarse desde el otro extremo de la mesa del enorme y adornado comedor de Verdún. Se había ataviado con sumo cuidado, esforzándose por parecer femenina y toda una duquesa. Su vestido era de una exquisita seda color espuma de mar veteada de hilo de oro, con adornos del mismo metal precioso que le había regalado su padrastro. Llevaba suelto su glorioso pelo, que le caía hasta la cintura con exquisitas cadenas doradas trenzadas en los mechones de las sienes.

Les habían dejado a solas para que cenaran e iniciaran el proceso de conocerse. El joven Godofredo se parecía lo bastante a su padre para que, si la condesa bizqueaba un poco, casi pudiera tolerar su visión. Si bien el padre era alto y delgado, el joven era grande y gordo. No obeso, pero sin duda su deformidad le impedía entregarse al ejercicio. También era una desgracia que la inteligencia e ingenio que distinguían el rostro del mayor no existieran en el del hijo. Las facciones de este hombre estaban fijas en un fruncimiento de ceño perpetuo. Matilda aún no estaba segura de si era una característica de su legendaria deformidad, o si los años de amargura habían afectado a su cara.

La joroba de la que se derivaba su mote era un defecto congénito. Su padrastro le había explicado que el niño había nacido con una infortunada invalidez que le había dejado encorvado de forma bastante severa. Las inseguridades resultantes que le había creado de pequeño se habían exacerbado por culpa de las crueldades infligidas como resultado de su apariencia. Le habían transformado en un ser humano pendenciero y difícil. Además, debido a que tenía poco control sobre su cuerpo, se había obsesionado con todo lo que podía controlar, incluidas sus posesiones de Lorena, que ahora saboreaba del mismo modo que sus futuras posesiones de Toscana, y su prometida. De todos modos, su padrastro le había asegurado a Matilda que el joven Godofredo no era un hombre cruel, aunque tampoco el más agradable, y que ella era lo bastante inteligente como para llegar a manejarle de tal forma que, a la larga, él aprendería a tratarla con benévolo respeto.

En aquel momento, el hombre no se sentía nada benévolo. Se lanzó de inmediato a una letanía de todas las cosas que no pensaba tolerarle.

—Me han dicho que sois testaruda y os comportáis a menudo de una forma impropia para una mujer. Si bien ese comportamiento tal vez sea aceptable en las tierras salvajes de Toscana, es de lo más inapropiado en un lugar tan civilizado como Lorena. En mis tierras no, y en mi mujer tampoco. No abandonaréis esta casa a menos que vayáis vestida de manera decorosa, con una toca que cubra vuestro cabello en todo momento. No quiero que los hombres os miren con lascivia debido a vuestra apariencia disipada. Por estos pagos se cree que las mujeres con un pelo tan rojo están poseídas por la moral más disoluta y su sitio son los burdeles. Se cree que son consortes del demonio. Por consiguiente, ningún hombre decente de Lorena toma como esposa a una pelirroja, y me alarma que vuestro cabello sea tan… chillón. Si bien me advirtieron acerca de vuestra presencia, no os describieron en términos tan vívidos. Deberíais saber que muchas mujeres han perdido la vida aquí sólo por tener el aspecto que presentáis en este momento. La toca es por vuestro propio bien, así como para protegerme de cualquier proclividad que demostréis hacia dicho comportamiento disoluto. Si me desobedecéis en esto, ordenaré que os afeiten la cabeza y la ocultéis bajo un velo.

»Además, debéis entender que yo seré el nuevo duque de Toscana en cuanto nos casemos, y me encargaré de la administración de aquellas tierras. Que mi padre os lo haya permitido hacer es una desgracia, una prueba de su deterioro y debilidad. Está claro que ése es el motivo de que no os enviara a mí cuando teníais dieciséis años, tal como había prometido. De haber sospechado esta debilidad, habría ido a Toscana hace años a enderezar la situación.

La afirmación del jorobado de que administraría Toscana (su Toscana) se le había atragantado a Matilda, que era incapaz de tocar la comida de su plato. Tenía ganas de arrojarle el cuchillo, pero consiguió mantener las manos quietas sobre el regazo. La condesa guardó silencio por temor a abrir la boca, pues ignoraba qué podría salir de ella. Sin embargo, su prometido no había terminado de recitar su lista de exigencias.

—Me han dicho que os habéis traído un confesor, un tal fra Patricio, de Lucca. Quiero hablar con él para estar seguro de que es digno de mi casa, pues tengo entendido que estáis relacionada con herejías indecorosas procedentes de Toscana. En mi casa os comportaréis como una verdadera católica en todo momento, ¿lo habéis entendido?

Lo que ella no acababa de entender era qué se le antojaba más ofensivo: que le diera órdenes, que estuviera tremendamente mal informado o que le hablara como si fuera la tonta del pueblo. Matilda echaba chispas, pero no iba a permitir que él se diera cuenta. Era más lista que él. Infinitamente más lista. Consideraría todo este encuentro como un juego de estrategia. Esto era la guerra, y estaría plagada de batallas que debía ganar con el fin de conservar su libertad y sus propiedades. Sólo que en este caso el campo de batalla sería el comedor y el dormitorio.

Fijó sus ojos de color aguamarina en el jorobado y explicó con grave inocencia:

—Pero, señor, mi confesor no es de Lucca. Procede de las piadosas tierras de Calabria, al sur, y no está relacionado con ninguna herejía de Toscana. Sabréis al punto por su acento y su piel morena que es calabrés. De hecho, fue elegido para convertirme en una buena y ferviente esposa católica para vos.

Godofredo la miró un momento antes de rezongar lo que parecía ser su aprobación, y atacó su pollo con glotonería. Sus modales en la mesa eran repugnantes, pero al menos, cuando tenía la boca llena, no hablaba.

El resto de la comida transcurrió en relativo silencio, aparte de los sonidos del jorobado al devorar los alimentos. Las últimas palabras que le dirigió antes de excusarse fueron todavía más encantadoras que sus frases preliminares.

—Quiero tener muchos hijos, y confío en dejaros encinta de inmediato. Sólo espero que a los veintitrés años no seáis demasiado vieja para darme lo que quiero. Si me hubierais sido entregada a los dieciséis años, ahora tendríamos la casa llena de niños. Si resulta que sois demasiado vieja, tomaré una esposa más joven. Y me quedaré con vuestras posesiones. Con independencia de lo que se considere tradicional en las tierras bárbaras de Toscana, es el derecho que corresponde a un caballero de Lorena.

La condesa se mordió la lengua hasta que sangró. Si esto era un caballero de Lorena, sería un placer autodenominarse bárbara.

Matilda había rezado durante la travesía de los Alpes, trabajando con Patricio para afrontar su destino en el Camino del Amor, que encuentra bondad en todos los hijos de Dios. Había jurado vivir a tenor de esos principios y albergaba la intención de cumplir ese juramento lo mejor que pudiera, sin olvidar en ningún momento que no era una santa y no pensaba llegar a serlo. Dios bendijera la paciencia de Patricio, que ella sin duda había puesto a prueba durante el largo viaje desde Toscana. Cuando llegaron a Verdún, ya estaba preparada para abordar al jorobado con talante afectuoso. Había confiado con sinceridad en que tal vez encontrarían alguna manera de trabar un vínculo de amistad. Y si el joven Godofredo hubiera sido un buen hombre, un buen conversador y un contrincante de ajedrez decente, tal vez habría aprendido incluso a quererle. Por desgracia, no era éste el caso. Aunque todavía no se había enfrentado a él en un tablero, estaba convencida de que no poseía ninguna de las dos primeras cualidades.

En esencia, lo que estaba haciendo el jorobado no era mejor que lo que Enrique intentaría si ella no estuviera casada, o sea, reclamar sus propiedades y considerarla suya, al tiempo que la despojaba de todos sus derechos y la encarcelaba en el frígido norte. ¿Existía alguna diferencia real? Ella creía que no. Al menos, no tendría que acostarse con Enrique. Ni comer con él. ¿Acaso era mejor su situación actual?

Convocó a su madre y su padrastro para plantearles estas preguntas. Aunque la salud de Godofredo se estaba deteriorando a marchas forzadas, todavía era el duque de Lorena, un hombre que había pactado papados y gobernado reinos. Y quería mucho a su hijastra, y estaba preocupado por su seguridad y felicidad.

Matilda expuso su caso con lógica suficiente para que ni su madre ni Godofredo pudieran aportar de inmediato sólidos motivos de que se viera obligada a padecer aquel matrimonio. La situación estaba dando paso a una crisis, la cual no dejaba de hacer mella en su alicaído padrastro. Godofredo pidió a Matilda que le concediera unos días para encontrar una solución y hablar en serio con su hijo.

La condesa planteó un interrogante más.

—¿Por qué los criados me miran como si tuviera dos cabezas? ¿Es el color de mi pelo lo que tanto los aterroriza?

Godofredo explicó a Matilda que, en teoría, sólo las mujeres del linaje poseían sus características físicas, y por tanto todas las mujeres pelirrojas eran herejes. En anteriores generaciones, la acusación de herejía daba paso a la de brujería, un delito castigado con la muerte.

—Cuando era pequeño, cierto número de mujeres, culpables tan sólo de tener el pelo rojo, fueron torturadas, mutiladas y quemadas en la plaza de la ciudad, después de sufrir la humillación de «desfilar», un espectáculo que, gracias a Dios, ha sido desterrado desde entonces de la civilizada Lorena.

Matilda no estaba segura de querer saber más, pero no obstante insistió en sus preguntas.

—¿Desfilar?

Godofredo abundó en el tema.

—Una pelirroja era encadenada de muñecas, pies y cuello, y obligada a caminar desnuda, mientras los aldeanos le arrojaban piedras y verduras podridas. Todo el mundo podía ver entonces que dicho color estaba presente en las partes más privadas y pudendas. Esto era considerado prueba de brujería, pues se había decretado que la única causa de una característica física tan antinatural era… tener trato carnal con el mismísimo demonio.

Tal ignorancia estremeció a Matilda. Lo que era una disposición genética indicativa de que una mujer descendía del linaje de Jesús y Magdalena se había convertido en una peligrosa maldición. Se había degradado desde la marca sagrada de una sanadora y profetisa a la marca condenatoria de una bruja.

—Por desgracia, los campesinos son muy supersticiosos, y por lo tanto los criados sienten una gran curiosidad por ti, además de un miedo cerval. Tal vez tendría que haberte advertido, pero he estado ausente de mi hogar mucho tiempo, y confiaba en ver más progresos.

Godofredo suspiró, pero después tomó el control de la situación y cambió de tema con celeridad.

—Hablaré con mi hijo y solucionaré este problema.

A continuación, animó a Matilda a explorar las verdes tierras de Lorena antes de que llegara el invierno e hiciera demasiado frío para montar a caballo, consciente de que salir a cabalgar mejoraría su humor. Y si bien no era Toscana, quizá descubriría que había mucha belleza en esta parte del mundo.

La condesa fue en busca de Patricio. Le dijo que estuviera preparado por la mañana, pues iban a ir a ir en busca del Valle de Oro. Al fin y al cabo, para eso había venido, ¿no?

Matilda era feliz a la grupa de su caballo. Atravesaba al galope un exuberante bosque, su pelo aleteaba detrás sin la restricción de la espantosa toca que se había quitado sin más ceremonias en cuanto Verdún se perdió de vista. Pese a todo, tenía que reconocer la belleza del lugar. Hacía frío, sin duda, y no era la Toscana, pero poseía su propia magia natural. Patricio cabalgaba a su lado, la retaba y perdía. Era imposible vencer a Matilda cuando montaba a caballo. Era intrépida hasta el punto de la imprudencia, pero también muy avezada. Lo único que se podía decir en favor del jorobado era que tenía buen gusto para los caballos. Sus monturas eran hermosas y fogosas, con un aguante tremendo. Habían cabalgado durante mucho rato, decididos a explorar la mayor parte del bosque en busca del Valle de Oro, el lugar que Matilda había visto en su visión. Hasta el momento, el paisaje verde predominaba, pero no habían encontrado ningún curso de agua.

Por la tarde, Matilda empezó a experimentar temblores. Era una sensación extraña, casi indescriptible, de modo que aminoró el paso de su montura y disfrutó de la experiencia. Era como si hubiera llegado a una encrucijada temporal. Experimentaba una sensación irreal del pasado, el presente y el futuro, todo mezclado. La aturdía un poco, pero también era embriagador.

Cuando la sensación se desvaneció, azuzó a su caballo de nuevo. Patricio la siguió, y cuando doblaron un recodo del bosque, apareció a la vista un pequeño estanque.

Era tal como lo había visto en la visión. Un estanque en el que desembocaba un riachuelo, donde los caballos beberían. Desmontaron y Patricio se ofreció a conducir los caballos al río, tras ponerse de acuerdo en que Matilda tenía que caminar sola hasta el claro que se abría más adelante. Hasta aquel momento, todo era igual que en la visión. Pasó nadando un único cisne blanco, que miró hacia atrás como diciendo: «Sígueme». Y entonces la condesa lo oyó: el sonido de la voz de la niña en la distancia. Oyó su risa cuando se acercó más al claro.

Los rayos del sol de la tarde brillaban entre los árboles y se reflejaban en la superficie del agua. Matilda avanzó, pues ya sabía que se trataba de un pozo. Se inclinó para mirar el agua y se quedó convencida de que no tenía fondo, de que era sagrado y llegaba hasta las entrañas de la tierra. Aquel lugar poseía cierta magia. El bosque era antiguo, primordial, pletórico de poder. Sería un emplazamiento estupendo para construir su monumento al amor y la sabiduría.

Hundió las manos en el agua fría y oscura, y no notó que su querido anillo de oro, el sello de María Magdalena, se le salía. Se desprendió de su dedo con tal rapidez que sólo pudo mirar aterrorizada cuando su tesoro se hundió en las profundidades del estanque.

Matilda chilló.

Se arrodilló ante el borde de piedra del pozo y escudriñó las aguas, con el fin de distinguir el anillo, pero era inútil. Se puso en pie poco a poco, resignada, y vislumbró un repentino brillo en el agua. Un enorme pez, una especie de trucha con escamas doradas, saltó del agua y volvió a zambullirse. Se quedó mirando con la esperanza de ver aparecer de nuevo a aquel sorprendente pez. Otro chapoteó hendió el agua, y la trucha volvió a saltar en el aire, y esta vez dio la impresión de que se movía a cámara lenta. De su boca sobresalía el preciado anillo.

La condesa lanzó una exclamación ahogada cuando el pez soltó el anillo y lo lanzó hacia ella. Extendió la mano y el anillo se depositó en su palma. Cerró la mano con fuerza a su alrededor y la apretó contra su corazón, agradecida al pez mágico, que a continuación desapareció en las profundidades del pozo. El agua volvió a quedar inmóvil. La magia se había desvanecido.

Matilda devolvió el anillo a su mano derecha y escudriñó el pozo por última vez, para ver si se producían más milagros en aquel lugar extraordinario. Las aguas seguían tranquilas, y después una ínfima ola alteró la superficie. Una oleada de luz dorada empezó a invadir el pozo y la zona circundante. Dio la impresión de que la luz del sol fluía como oro líquido vertido del cielo, y teñía de oro todo cuanto veía. Ríos de oro no tardaron en atravesar el valle, y los árboles se cubrieron del preciado metal. Todo brillaba a su alrededor con la luz cálida del oro.

A lo lejos oyó la voz infantil, la que sabía perteneciente a su pequeña profetisa, Sarah-Tamar.

—Bienvenida al Valle de Oro.

Matilda oyó una exclamación ahogada a su espalda. Se volvió y vio a Patricio, embelesado por la misma visión de un valle dorado mágico. Duró lo que duran las visiones. ¿Segundos? ¿Minutos? Era imposible saberlo. Pero la luz dorada se desvaneció por fin, y los dos se quedaron solos en el gran bosque verde una vez más.

Consolaba compartir tal visión con un amigo de confianza. Ahora, Patricio también estaba incluido en la profecía. Se fundieron en un abrazo fraternal, el intercambio inocente y cariñoso que tiene lugar entre dos personas que se quieren de la forma más sencilla. En verdad, habrían podido ser hermanos de sangre. Ambos juraron construir la mayor abadía de Europa en este lugar: un templo, una biblioteca y una escuela, los tres dedicados al Camino del Amor. En ella instalarían el tesoro más preciado de la humanidad.

Y lo llamarían Orval. Porque en verdad se había convertido en un Valle de Oro.

Matilda regresó a Verdún por la noche, jubilosa. Hasta recordó volverse a poner la odiada toca en la cabeza para cubrir su pelo, más escandaloso que de costumbre debido al largo rato de montar a caballo. La esperaba un aviso urgente de su madre y su padrastro. Debía acudir a sus aposentos nada más llegar. Su corazón dio un vuelco. Rezó para que la salud de Godofredo no hubiera declinado durante su ausencia. Después de deshacerse del olor a caballo y ponerse un atuendo más adecuado, corrió por el largo pasillo hasta los aposentos de su padrastro.

—Entra, querida, entra.

Exhaló de inmediato un suspiro de alivio. Aunque Godofredo estaba pálido y demacrado, lo encontró sentado a su escritorio. Hacía semanas que no tenía un aspecto tan bueno. Tal vez los dos últimos días de negociaciones con su hijo le habían devuelto parte de su espíritu de político.

Beatriz habló a continuación.

—Tu padrastro ha estado trabajando de firme para llegar a un acuerdo que beneficie a todos los implicados. Salvará Toscana para ti y salvará la cara de su hijo Godofredo. También te protegerá de las consecuencias más descabelladas e ilegales con las que Godofredo te ha amenazado.

El padre de su futuro marido continuó.

—Mi hijo ha accedido a firmar un documento por el que se le reconocen derechos sobre Toscana sólo mientras esté casado contigo. Si decide repudiarte por el motivo que sea, perderá todos esos derechos. Además, tienes derecho a abandonarle y regresar a Toscana si te maltrata físicamente o de cualquier otra manera, y por razones legales concretas que quedarán plasmadas en detalle en el documento. También conservas el derecho de visitar una vez al año Toscana, con el fin de administrar tus tierras.

Matilda se quedó estupefacta. Jamás había oído hablar de un acuerdo semejante, pero Godofredo conocía bien la ley y sin duda habría investigado a fondo la letra pequeña. Era una opción mejor que ir a la guerra contra Enrique y el jorobado para conservar su herencia.

—¿Te parece aceptable, hija?

Matilda asintió poco a poco, mientras meditaba sobre su posición estratégica. Era bastante fuerte. Decidió tentar su suerte un poco más.

—Hoy he tenido una visión en el bosque. Deseo construir una gran abadía dedicada a la gloria de Nuestra Señora, la madre de Dios, cuyo abad será Patricio. Pido que el joven Godofredo aporte los recursos económicos para la construcción de ese monumento como regalo de boda.

Como ni Godofredo ni Beatriz se engañaron ni por un instante acerca de a quién estaría dedicada en verdad la abadía, ni cuál sería su propósito final, desecharon entrar en discusiones. Si construir una abadía en el bosque para la Orden contribuía a que Matilda se resignara a su destino de casarse con un jorobado y quedarse en Lorena, alabado fuera el Señor. Tal vez convertirse en la mecenas de una gran abadía serviría también para mejorar su reputación en la región. Ya corrían rumores venenosos sobre ella, pero una duquesa tan devota del Señor y su Santa Madre, que dedicaba su tiempo a construirles un monumento, no podía ser una bruja.

Su padrastro sonrió, con una pizca de su antigua vitalidad.

—Estoy seguro de que mi hijo estará más que dispuesto a aportar los fondos necesarios para un proyecto tan digno de encomio, e igualmente regocijado de que su esposa sea una mujer tan piadosa y una ferviente católica.

Matilda maldijo para sus adentros, agradeció a sus padres su generosidad y salió de sus aposentos. No era la mejor perspectiva, pero aprendería a vivir con ella. Y sobre todo se encontraba en condiciones de iniciar de inmediato la construcción de una comunidad a la que llamaría abadía de Nuestra Señora de Orval. Cumpliría con sus obligaciones de Esperada, tal como había cumplido su promesa a la Santa Faz. Nada era más importante que eso.

—Hágase tu voluntad —susurró mientras recorría los fríos corredores de Verdún, con los ojos alzados al cielo. Iba en busca de Patricio, para comunicarle la buena nueva de que iba a ser nombrado abad de Orval.

Patricio supervisó el diseño inicial y la construcción de la abadía, con la ayuda de los consejeros benedictinos del padrastro de la condesa, a la que consultaban sobre todos los asuntos importantes. Se enviaron mensajeros a la Orden en Lucca para avisar a Isobel y el Maestro de que habían encontrado el Valle de Oro, y de que los monjes de Calabria que empezarían la tarea de transcribir el Libro Rosso y las demás narraciones debían estar preparados para ir al norte en el verano de 1070.

Matilda guardaba un cofre de marfil tallado en sus aposentos. Era un regalo que su madre le había dado el día que cumplió seis años. Era su posesión más preciada, y llevaba incrustado el emblema de la rama de Lucca de la familia, el emblema de Sigfrido, en piedras semipreciosas. Dentro del cofre guardaba otro de sus objetos personales más queridos. Era el rollo de pergamino atado con una cinta de raso rojo que contenía el dibujo de la rosa de seis pétalos, ejecutado por el Maestro. Matilda extrajo el rollo del cofre y lo llevó a la sala de reuniones, donde Patricio estaba conversando con los arquitectos.

—Deseo crear una ventana con este dibujo —anunció, al tiempo que desenrollaba el pergamino para mostrar el símbolo—. Quiero que la luz del día brille a través de los pétalos de rosa e ilumine el suelo, en el que habrá un laberinto. Patricio tiene el diseño.

El dibujo del laberinto de Salomón, además de las instrucciones para construir sus once senderos circulares en dirección al centro, se conservaba en el Libro Rosso. Significaría un gran desafío para los albañiles, pues quería un laberinto tanto dentro de los muros como en el jardín. Pero Matilda aún no había terminado de encomendarles tareas difíciles.

—He soñado con el aspecto de la nave. Será el edificio más glorioso de Lorena, digno del tesoro que contendrá. Aunque no soy una artista muy experta, la he visto en mi visión y trataré de dibujarla.

La condesa tomó la pluma del arquitecto principal y empezó a dibujar, mientras Patricio sonreía debido a su falsa modestia. Matilda era brillante en dibujo arquitectónico, y había terminado sus lecciones sobre el Templo de Salomón más deprisa y con mayor atención al detalle que él.

—Quiero estos arcos grandes puntiagudos —explicó al arquitecto—, tan altos como sea posible, sostenidos por columnas hechas de mármol dorado. Habrá una nave larga, con muchas columnas y muchos arcos. Será un monumento a la gloria de Dios y a lo que puede crearse en nombre del amor. Ha de ser majestuoso, por consiguiente.

El arquitecto asintió con algo más que admiración. La pericia de esta mujer en el dibujo era asombrosa, y extensos sus conocimientos de los principios arquitectónicos. Lo que estaba proponiendo era un desafío enorme, pero no cabía duda de que lo había estudiado a fondo. Cuando Matilda hubo terminado, el arquitecto estaba convencido de que comprendía su visión, su carísima visión: construir la abadía más grande del norte de Europa.

Había prolongado lo inevitable lo máximo posible. Su padrastro estaba en las últimas, y sería necesario que Matilda contrajera matrimonio con el abominable jorobado dentro de tres días. Encontró a Patricio en la capilla.

—Ayúdame, Patricio. Sé que debo hacerlo, pero me aterroriza que me toque. ¿Qué haré?

El joven había recibido la misma educación que la condesa, y era muy consciente de la santidad de la cámara nupcial. También era consciente de que Matilda no encontraría la sagrada unión de sus escrituras en este matrimonio con un hombre odioso al que despreciaba. Pero su experiencia práctica era nula. Si bien ella bromeaba con él a menudo, diciendo que le estaba buscando una abadesa adecuada entre las beldades germanas rubias de su casa, Patricio aún no había encontrado la oportunidad. Se sentía algo desorientado.

—¿Qué consejo te dio Isobel? —preguntó.

Matilda respiró hondo e intentó recordar su última conversación con Issy.

—Me dijo que no le besara.

Patricio asintió. Era un consejo muy comprensible. El Libro del Amor y el Cantar de los Cantares hablaban del beso como algo sagrado. Era mediante el beso que las almas se fundían, que dos espíritus se unían en el aliento compartido. Esto, tanto como la intimidad definitiva de la cópula, o quizá más, se consideraba parte esencial de la divina unión.

«Como marido tiene derecho a engendrar hijos, Tilda —había dicho Isobel—. Tendrás que entregarle tu cuerpo, desde las caderas hacia abajo siempre que lo desee. Pero no has de someter tu alma. Desde el corazón hacia arriba, todo te pertenece. Consiéntele sus deberes legales como marido, pero reserva los tuyos. No permitas que te bese si le consideras abyecto. Es un tesoro que no debes entregar a nadie más que a tu bien amado».

A continuación, Issy dio motivos a Matilda para sonrojarse, cuando le enseñó una serie de distracciones escandalosas que ayudarían a su marido a olvidarse de los besos. Enseguida. Había escuchado con suma atención, algo anonadada, y tomado notas mentales. Ahora, cuando el ominoso acontecimiento se aproximaba, se alegró de haber prestado tanta atención.

Matilda era una gran estudiante. Cuando se pronunciaron los votos tres días más tarde, en la capilla de Verdún, temblaba tanto de frío como de miedo por la noche nupcial. Pero había decidido acercarse al lecho matrimonial con una estrategia, como si fuera otra batalla que debiera librar para proteger lo que le correspondía por derecho. En este caso, estaba protegiendo su alma.

Cuando el jorobado se acercó a ella en la cámara nupcial, Matilda le escandalizó al interpretar el papel de mujer libertina con la máxima convicción. Le recibió con toda la gloria de su absoluta desnudez, una visión de pelo suelto cobrizo y púrpura, en contraste con la piel de alabastro inmaculada. Que el legendario y perverso pelo rojo no se terminara en la cabeza, sino que cubriera su zona más íntima era atrayente y escandaloso al mismo tiempo, y sin duda demasiado insoportable para cualquier cristiano. Godofredo estaba convencido ahora de que aquel ser antinatural era todo cuanto se decía de ella. Aquí estaba la serpiente Lilith, la tentadora diabólica, la consorte del demonio. Pero en aquel momento estaba decidido a poner en peligro su alma inmortal, incluso si tal era el caso. El diablo había vencido.

Godofredo estaba hipnotizado por su esposa, y al mismo tiempo horrorizado. Por su parte, Matilda aprovechó la ventaja que le ofrecía su estupor. Utilizó los trucos de ramera que Isobel le había enseñado, y se encargó de que su marido no sintiera deseos de besarla. Todo terminó muy deprisa, cosa poco sorprendente. Godofredo el Jorobado se dio la vuelta casi de inmediato y empezó a roncar, dejando el cuerpo de su esposa mancillado, pero su alma intacta.

Al día siguiente, cuando una comitiva de sus hombres le preguntó cómo había ido la noche nupcial, el jorobado rezongó:

—Todo es cierto, lo que dicen de las pelirrojas.

Las carcajadas lascivas que siguieron al comentario fueron una clara indicación de que todo el mundo en Lorena sabía muy bien lo que el pelo rojo provocaba tras las puertas cerradas del dormitorio.

Godofredo, duque de Lorena, cayó en un coma profundo al día siguiente. Murió tres días después, la víspera de Navidad de 1069. Matilda le lloró con el honor y la sinceridad que habría sentido por su padre natural, más de lo que podía decirse de su esposo, que había estado al acecho como un buitre, a la espera de que su padre muriera para heredar la totalidad de sus propiedades, combinadas con las de su esposa.

Lo único positivo de la codicia del jorobado fue que ahora estaba demasiado ocupado para acordarse de ella. Matilda hacía lo que le venía en gana, o sea, pasar todo el tiempo con Patricio en la supervisión de Orval. Los trabajos de construcción no se iniciarían plenamente hasta la primavera, pero los preparativos eran numerosos. El Arca de la Nueva Alianza que contenía el Libro Rosso se guardaba en una capilla privada a la que sólo tenían acceso Matilda y Patricio, tal como había dejado claro en sus exigencias prematrimoniales, hasta que concluyera la construcción de Orval y el libro pudiera ser trasladado para los trabajos de copiado. Por supuesto, había mentido al jorobado acerca del contenido del arca, pero su marido no era lo bastante observador como para darse cuenta. Patricio pasaba casi todo el tiempo en la capilla privada, intentando recrear el esbozo del Laberinto de Salomón que contenía el Libro del Amor. Necesitarían un plano para entregarlo al jefe de los albañiles.

Matilda también pasaba con su madre varias horas del día. Había enviudado por segunda vez, y en ambas ocasiones había perdido a hombres a los que amaba de verdad. Beatriz llevaba su dolor con la misma elegancia y dignidad con las que había vivido el resto de su vida, pero su hija vio que se había cobrado su tributo. Una gruesa franja plateada destacaba en su prístino cabello negro, y su legendaria belleza estaba empezando a desvanecerse con la edad y las tensiones.

—Cuando deje de nevar, volveré a Mantua —anunció de forma inesperada Beatriz una noche, mientras cenaban.

Matilda se quedó estupefacta. Como su madre era de Lorena, siempre había creído que era feliz en su tierra natal.

—Toscana se convirtió en mi hogar durante los años que pasamos allí —explicó—. Me siento mucho más en casa en aquellas tierras que en Lorena. Pero además no confío en tu marido tanto como confiaba en el mío. Estará ocupado aquí, con los asuntos de Lorena, y yo volveré a nuestras tierras para ocuparme de su administración. Es por tu protección tanto como por la mía.

—Ojalá pudiera ir contigo —suspiró Matilda.

Beatriz palmeó el brazo de su hija.

—Algún día, querida mía, algún día. Eres joven, y volverás a ver Toscana.

De pronto, Matilda hizo algo que pocas veces se permitía. Lloró. Apoyó la cabeza en sus manos y lloró: por su tierra natal perdida, por sus padres muertos, por los amigos que estaban demasiado lejos, por su repugnante matrimonio, por sus responsabilidades espirituales, y ahora porque su madre se marchaba. Beatriz, por su parte, dejó que su hija llorara hasta el agotamiento, al tiempo que acariciaba su pelo en una rara demostración de afecto maternal.

Reza de la manera que te he enseñado, utilizando la rosa como modelo del Espíritu Santo.

Y avanzando siempre de izquierda a derecha, abraza el primer pétalo de la santa rosa, es decir, el pétalo de la FE, y reza:

Padre nuestro bondadoso que reinas en el cielo,

santificados sean tus nombres.

Medita sobre tu fe en el Señor tu Dios y la gracia del Espíritu Santo, al tiempo que agradeces la presencia de ambos en tu vida y en la tierra.

Abraza el segundo pétalo, es decir el pétalo de la RENDICIÓN, y reza:

Venga a nosotros tu reino y hágase tu voluntad.

Escucha la voz de tu Padre, para conocer su voluntad y cumplirla sin miedo ni falta. Quédate en este pétalo el tiempo que necesites para sumergirte y encontrar la bienaventurada liberación de la entrega a su voluntad, antes que a la tuya.

Abraza el tercer pétalo, o sea, el pétalo del SERVICIO, y reza:

Así en la tierra como en el cielo.

Aquí reafirmarás tu promesa, a Dios y a ti mismo, si eres anthropos por completo y lo has recordado. Si aún no has alcanzado el estado de realización, confirmarás tu compromiso de crear el cielo en la tierra actuando de acuerdo con el Camino del Amor, amando al Señor tu Dios por encima de todas las cosas, y amando a tus hermanos y hermanas en la tierra como a ti mismo, pues son parte de ti. Rezarás por su iluminación, y mediante la gnosis recordarás la naturaleza de tu promesa eterna.

Abraza el cuarto pétalo, el pétalo de la ABUNDANCIA, y reza:

El pan nuestro de cada día, el maná, dánoslo hoy.

Da gracias al Señor por todo lo que te ha concedido, y que sepas que, cuando vivas en armonía con su voluntad y honres tu promesa de servirle, conocerás la munificencia de la abundancia y jamás vivirás un día de necesidad. No hay nada que necesites o desees que no te sea dado cuando vives en el flujo de la gracia de Dios, y cuando te has alineado con la voluntad de Dios.

Abraza el quinto pétalo, o sea, el pétalo del PERDÓN, y reza:

Perdona nuestras ofensas y errores,

como nos perdonamos a nosotros mismos y a los demás.

Aquí has de hacer la lista de aquellos que te han perjudicado, que han testificado en tu contra o te han causado dolor. Y debes perdonarles, al tiempo que rezas para que algún día sean anthropos por completo, tomen conciencia de su relación con Dios y recuerden su promesa. Has de pedir que cualquiera a quien hayas ofendido te perdone del mismo modo, y sobre todo has de perdonarte a ti mismo por todos los actos y pensamientos que te han avergonzado por tu debilidad humana. Pues si bien el perdón es el bálsamo de nuestra compasiva madre, perdonarse a uno mismo es lo más necesario de todo.

Abraza el sexto pétalo, o sea, el pétalo de la FUERZA, y reza:

Dirígeme por el camino del bien y

líbrame de las tentaciones del mal.

Pues la tentación es lo que nos impide convertirnos en seres realizados. Impide que cumplamos nuestra promesa a Dios, a nosotros mismos y a los demás, y se encuentra mediante las tentaciones de la avaricia, el orgullo, la pereza, la lujuria, la ira, la glotonería y, sobre todo, la envidia. Medita sobre estos pecados y reza por tu liberación de cualquier tentación que quiera desviarte del camino del anthropos.

Reza de esta manera que yo te he dado, y enseña a tus hermanos y hermanas en espíritu a hacer lo mismo. Gracias a vivir esta oración, hombres y mujeres crearán el cielo en la tierra. Gracias a esta oración, vivirán tal como expresa el amor.

El amor lo Conquista Todo.

Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

LA ORACIÓN DE LOS SEIS PÉTALOS DE ROSA, DEL LIBRO

DEL AMOR, TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO

Palacio de Verdún

Primavera de 1071

MATILDA ESTABA EMBARAZADA.

Estaba segura. Habían transcurrido dos ciclos lunares completos desde la última vez que había sangrado, y los retortijones que sufría en el estómago cada mañana le impedían comer hasta el pan más sencillo.

Se le planteaba un dilema. Si admitía su embarazo de inmediato, podría insistir en que el jorobado no la tocara por temor a perjudicar al feto. Sería una bienvenida liberación de sus gruñidos y embestidas, que detestaba como si fueran veneno. Tal vez podría insistir incluso en retirarse a sus aposentos privados durante el resto del embarazo. Por desgracia, a su marido le había excitado sobremanera su despliegue de lascivia durante la noche de bodas, cosa que ella no había previsto. Su deseo de ella se había convertido en una obsesión instantánea, una impía adicción a su exótica esposa y su cuerpo antinatural. Ahora acudía en su busca con excesiva regularidad, desesperado y exigente.

Las sesiones de alcoba asqueaban a Matilda, pero hasta el momento había conseguido evitar que su marido la besara. Que mostrara escaso interés por ello, tan obsesionado estaba por los demás placeres de su feminidad, era lo único que conseguía conservar intacta su cordura después de que el sol se ponía.

Por otra parte, si le decía que estaba encinta, insistiría en que dejara de montar a caballo. Esto significaría que no podría continuar supervisando la construcción de Orval, que era el único y verdadero placer de su vida. Que le privaran de él sería insoportable. Ella misma había colocado la primera piedra en el equinoccio de invierno de 1070, hacia casi un año, y había participado en todas las decisiones acerca del edificio. Además, desde la Orden había llegado la noticia de que los monjes calabreses de Patricio que copiarían el Libro Rosso ya se habían puesto en marcha hacia el norte. Aunque al principio podría alojarlos en el palacio, cuando empezaran a trabajar de firme en las traducciones tendría que alejarlos de Verdún, para evitarles los interrogatorios diarios de Godofredo. No quería perder la libertad de ir al edificio antes de lo necesario.

Matilda se vio obligada a tomar una decisión pocas noches después de haber descubierto su estado. El jorobado solía llegar tarde, pues sus posesiones se extendían hasta más allá de Stenay. En circunstancias normales, cuando se trasladaba hasta la periferia de sus territorios, no regresaba a Verdún hasta el día siguiente, para alivio de la condesa. Aquella noche en particular ya se había acostado, agotada a causa de sus obligaciones diarias, la construcción de la abadía más grande de Europa y la nueva vida que crecía en sus entrañas. Como era tarde, estaba segura de que su marido pernoctaría en otro lugar.

Estaba equivocada.

Matilda le oyó antes de verle. Y le olió antes de que entrara en la cámara.

—¿Dónde está mi mujer?

Entró en la habitación dando tumbos, hediendo a cerveza y algo peor, que Matilda no consiguió identificar hasta que se acercó más. Vómitos. Estaba sucio y asqueroso, como si se hubiera revolcado en una de las cervecerías más abyectas durante muchas horas. El jorobado consolaba periódicamente su desdicha de tal manera. Pese a todos sus defectos físicos, era un hombre sano, y antes de su matrimonio había buscado solaz con regularidad en burdeles y cervecerías. Desde que había contraído matrimonio con la bruja pelirroja, descubrió que necesitaba escapar más que nunca a la segura familiaridad de las muchachas alemanas de pelo pajizo, con la esperanza de romper el hechizo que su perversa esposa le había arrojado. Acrecentaba su tormento el hecho de que a ella le inspiraba odio y repugnancia, y él lo sabía.

Antes, cuando Godofredo había buscado alivio en excesiva cerveza y prolongados ratos en los burdeles, perdía el conocimiento mucho antes de poder tocar a su esposa. Esta noche, Matilda no tendría esa suerte. En su mente enfebrecida, las insulsas matronas de la cervecería no habían podido resistir la comparación con su mujer. Incluso con dos de las muchachas más pechugonas a la vez en la trastienda, no había sido capaz de borrar la visión del tizón que le aguardaba en la cama. Cuando regresó a palacio, era un hombre poseído tanto por la lujuria como por sus demonios interiores.

—Ven con tu hombre y marido, puta lasciva —dijo arrastrando las palabras mientras se acercaba a ella, al tiempo que se bajaba los pantalones.

Matilda estaba medio dormida cuando el jorobado entró en su habitación, y ahora estaba intentando despejarse para afrontar aquella llegada inesperada. Sus reflejos, por lo general veloces, estaban embotados por el sueño y su estado. La velocidad inesperada con que Godofredo se encaramó sobre ella apenas le concedió tiempo para volver la cabeza, cuando él intentó apoyar su boca apestosa sobre la suavidad de sus sensuales labios. Sólo pudo abatirse sobre su mejilla con un gruñido, y sus dientes dejaron huella en la cara de la condesa. Ella intentó distraerle con sus manos expertas, pero esta noche la estrategia, por lo general eficaz, no iba a funcionar.

Godofredo la abofeteó con el dorso de la mano.

—Vuelve la cabeza hacia mí, mujer.

No esperó a que ella obedeciera. La sujetó del pelo con ambas manos y la obligó a acercar los labios a los de él. Matilda se esforzó por mantener los dientes apretados, pero el jorobado se impuso por la fuerza e introdujo su lengua resbaladiza en su boca. Desesperada por quitárselo de encima, ella utilizó una técnica de combate que Conn le había enseñado: apoyó la rodilla contra su pecho y se zafó de su presa con un rápido y doloroso movimiento.

El jorobado cayó al suelo con un golpe sordo y un gruñido. Se quedó un momento inmóvil, mientras recuperaba el aliento. Después empezó a levantarse poco a poco con expresión amenazadora. Sus manos se convirtieron en puños cuando se acercó a ella.

—Ejerceré mis derechos de marido contigo, cuándo y cómo a mí me dé la gana. Tu precioso documento legal no te exime de eso.

—Detente, Godofredo —barbotó Matilda, antes de que él diera otro paso—. Estoy encinta.

El jorobado parpadeó, como si no la hubiera oído bien, cosa normal teniendo en cuenta su embriaguez.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que estoy encinta de ti. Y la comadrona ha dicho que, teniendo en cuenta la delgadez de mis huesos, corro gran peligro de perder el niño.

Mentía, por supuesto, pero él era demasiado ignorante para saber de esas cosas, incluso cuando estaba sobrio.

Godofredo avanzó otro paso hacia ella, saltó con sorprendente agilidad, sujetó un mechón de su pelo y la arrastró hacia él.

—¿Por qué debería creer a una bruja como tú?

Su lascivia y embriaguez constituían una combinación peligrosa e irracional. Además, el jorobado era un hombretón. Tenía que obligarle a comprender. Y deprisa.

—Porque has estado esperando todos estos años a tener un heredero, y si me tocas, puede que nunca más consigas uno.

Godofredo aflojó su presa, pero no la soltó. Matilda estaba exasperada. Lanzó la siguiente frase con su antigua actitud belicosa.

—En esta casa hay suficientes criadas, que se sentirán muy contentas de aliviarte a cambio de una baratija. ¿Has de poner en peligro a tu hijo, el futuro duque de Lorena, por culpa de tu lascivia de borracho?

Tuvo éxito. Por ebrio que estuviera, de cerveza y de ella, la condesa consiguió hacer mella en la parte de su cerebro que albergaba su ambición más profunda. El jorobado masculló algo acerca de comentar el tema con ella al día siguiente, y salió dando tumbos de la habitación sin mirar atrás.

Matilda sintió pena, y más que algo de culpa, por la pobre criada que esta noche se vería obligada a aplacar el inflamado estado de su amo. Más tarde descubriría cuál había padecido la afrenta y le doblaría el sueldo. Era lo menos que podía hacer.

Pero en secreto sentía un alivio infinito al saber que podría excusarse del placer masculino del duque durante los siguientes siete meses, como mínimo.

Matilda vivía prisionera en el palacio. Tal como ella temía, Godofredo le había entregado una lista de lo que podía y no podía hacer. Montar a caballo estaba en lo más alto de la lista de actividades prohibidas. Siempre se hallaba bajo la vigilancia de algún empleado del jorobado: sacerdotes, médicos, comadronas, que no paraban de interrogarla y atormentarla. Hasta la cocinera inspeccionaba cada bocado de comida que se llevaba a la boca, además de apostar criados en el comedor para asegurarse de que comía lo que le habían preparado.

Por suerte, su marido la había evitado como a la peste desde la noche de su humillación en el dormitorio. Matilda estaba segura de que no confiaba en ella, y de que estaba convencido de que intentaría atentar contra su hijo, y ése era el motivo del continuado espionaje al que la sometían sus criados. Era horrible saber que toda aquella gente la creía capaz de algo tan espantoso. Pero también era horrible sentir aquella vida en sus entrañas y saber que no había sido concebida de manera inmaculada, tal como enseñaba la Orden. Aquel pobre feto no había sido creado en un entorno santo. El Libro del Amor enseñaba que todos los niños nacidos de la unión de los verdaderos amantes son concebidos de manera inmaculada a los ojos de Dios, pero cuando un niño es concebido al margen del amor, escasa bendición recibe al nacer. Esto no iba dirigido contra los pobres recién nacidos, que no podían elegir, sino que constituía una advertencia a los adultos para que no tuvieran hijos al margen del reino del amor.

Dios querido, ¿por qué me has apartado de Isobel y del Maestro en un momento como éste? Matilda necesitaba una guía espiritual, más que nunca. La ansiaba, y se sentía desdichada. Su único refugio era la capilla privada, el único lugar al que podía escapar y cerrar la puerta a todos los espías del jorobado. Entró, no sin antes tocar la estatua de Santa Modesta, que ahora descansaba sobre un altar dorado.

Como sorpresa de cumpleaños, Patricio había pintado una rosa de seis pétalos en el centro del suelo. Aunque no tendría laberinto en Lorena hasta que Orval estuviera terminado, podría procurarse un lugar sagrado para trabajar mediante su oración más santa. Tal vez esto le proporcionaría la energía espiritual que necesitaba para superar sus actuales tribulaciones.

A Matilda le gustaba mucho este lugar, y entró en la rosa para iniciar su oración. Empezó en el primer pétalo y expresó su gratitud a todas las personas amadas de su vida, antes de avanzar hacia el siguiente pétalo.

Hágase tu voluntad, susurraba una y otra vez. Dios querido, ¿por qué quieres que padezca esto? ¿Por qué me has apartado de todos mis seres queridos y del único lugar al que puedo llamar mi casa? ¿Cómo puedo comprender mejor tu voluntad?

A veces, oía Su voz con claridad, pero sobre todo en el laberinto. En otras ocasiones, sólo oía el sonido del silencio en sus oídos. Hoy le oyó con una fuerza que no había esperado.

«Cuando el Valle de Oro esté terminado, podrás volver a tu casa, donde encontrarás un gran amor como recompensa por haber obedecido a tu destino y cumplido tu promesa».

Aquella respuesta contenía enigmas, por ejemplo, cómo podría volver a casa, pero lo que oyó la consoló. La voluntad de Dios era que construyera Orval, y eso era lo que estaba haciendo. La construcción marchaba a buen ritmo. Un invierno suave había permitido que los obreros trabajaran pasada la estación normal. Y los calabreses ya habían llegado y estaban enfrascados en la copia del Libro Rosso. Todo iba según lo planificado.

Terminó su oración de los seis pétalos, pero se demoró mucho tiempo en el quinto, el pétalo del perdón. Rezó para encontrar fuerzas y perdonar a Godofredo por la desdicha que le infligía, al compadecerse de su deformidad y el dolor que le causaba. Matilda pidió a Dios que la perdonara por despreciar a su esposo, y tal vez por no demostrarle más cariño. Cuando hubo terminado, sintió una paz que, hasta el momento, la había rehuido. Y Dios la premió por su piedad, porque Patricio llegó inesperadamente de Orval aquella misma tarde.

Llegó para informarla de los rápidos progresos de su hermosa abadía, y para enseñarle esbozos de los edificios erigidos que testimoniaban su belleza y majestad. Nada deseaba más Matilda que ver la ventana de los seis pétalos ya construida. Su contorno era visible desde el laberinto del jardín, cuya construcción acababa de empezar. Patricio estaba entusiasmado por la grandeza de conjunto del edificio, e intentaba transmitir su pasión, procurando al mismo tiempo que no se sintiera desesperada por no poder ir a montar con él. Leyó aquel anhelo en su rostro.

—Oh, Patricio, ojalá pudiera estar contigo.

—El tiempo vuela. Volverás antes de que te des cuenta. Y cuando ya puedas desplazarte, casi habremos terminado los primeros edificios y habremos construido un laberinto perfecto para ti en el jardín.

—Lo deseo más de lo que puedas imaginar.

Fue a principios de otoño, una mañana, cuando Patricio regresó a Verdún para ver a Matilda y comunicarle la noticia de que el laberinto estaba terminado. Su entusiasmo era tal que la noche anterior había sido el primero en entrar y salir de los once círculos. Quería compartir con ella su éxito. Juntos habían creado una magnífica biblioteca, así como un centro de formación donde impartir las enseñanzas del Camino de Amor, algo que era preciso celebrar.

La Matilda que le recibió no estaba de humor para celebraciones. Se encontraba ya en el séptimo mes de confinamiento, y se notaba que estaba embarazada. Cuando se encaminaron hacia los establos, lanzó una mirada anhelante a los caballos.

—Daría cualquier cosa por dar un paseo por el laberinto. Dentro del laberinto se halla el único lugar donde encuentro la verdadera paz.

Se detuvo de repente y paseó la vista a su alrededor. No les habían seguido, al parecer. Patricio la conocía lo bastante bien como para saber en qué estaba pensando. Por eso el Maestro había dicho que compartían el mismo cerebro.

—No, Matilda. Ni se te ocurra. Es demasiado peligroso.

—Godofredo estará ausente tres días. Si nos vamos ahora, podremos volver antes de que haya oscurecido demasiado. Lo suficiente para ver cómo van las obras y pasear por mi laberinto una vez.

—¿Te has vuelto loca? No estás en condiciones de montar a caballo. Ni siquiera puedes montar con lo que llevas puesto.

—Escúchame: ¿alguna vez has visto a alguien que se sienta más a gusto sobre un caballo que yo? Es lo mismo que sentarse en una silla. Escogeré uno de los animales más viejos y apacibles. Tardaremos una hora más de ida y de vuelta. Además, en las caballerizas hay prendas de montar. Prendas masculinas, que me servirán para disfrazar mejor mi persona y mi estado.

—No me pidas que haga esto, Tilda. Te lo ruego.

—¿A quién más se lo puedo pedir, hermano?

Sus ojos verde mar se llenaron de lágrimas.

—Por favor, hace seis meses que no recibo ninguna alegría. Ver lo que hemos creado en Orval, celebrarlo como tú has dicho, me devolverá la vida de nuevo. Me ayudará a sobrellevar el resto de mi confinamiento.

—Que Dios me perdone si algo te pasa a ti o a ese niño —gimió Patricio, al tiempo que meneaba la cabeza—. Démonos prisa, antes de que alguien nos vea.

En cuanto llegaron al bosque, la condesa olvidó que estaba encinta. Azuzó al caballo y empezó a cabalgar a su velocidad habitual.

—¡Más despacio, Matilda!

Patricio estaba sudando, pese al frío de principios de otoño. Un mal presentimiento le había invadido desde el momento en que la vio en los establos. Aunque sabía que jamás haría daño a su hijo de manera intencionada, su comportamiento era de lo más imprudente.

La condesa tiró de las riendas y aminoró la velocidad.

—Lo siento. Es que me sienta tan bien volver a respirar aire puro…

Aspiró el aire perfumado de los grandes pinos que les rodeaban en las Ardenas. Ya estaban cerca, y se sentía cada vez más impaciente. Cuando pasaron junto al estanque donde se deslizaba el solitario cisne blanco, Matilda lanzó una exclamación ahogada.

Delante de ella vio los arcos puntiagudos de la nave, columnas de mármol dorado que centelleaban bajo la luz del sol. La vista era impresionante.

—Oh, Patricio, mira lo que hemos hecho.

Desmontó con la ayuda de su amigo y caminó hacia el magnífico edificio. Era todo cuanto había soñado, un grandioso monumento al Camino del Amor.

—Ven, has de ver esto.

Patricio estaba entusiasmado, ahora que habían llegado sanos y salvos, y Matilda no parecía afectada por el paseo. De hecho, parecía más viva que nunca. La ayudó a cruzar el umbral y entrar en la gran cámara que albergaba la ventana de la rosa de seis pétalos.

Al contemplarla, la condesa lloró. Cuando consiguió hablar, lo hizo en un suspiro.

—Es perfecta. Tal como la vi en mi sueño.

La guió hasta el scriptorium, donde los tres monjes de Calabria, dos maestros y un aprendiz, estaban trabajando en las traducciones del Libro Rosso. Matilda no les había visto desde los primeros días de su llegada a Lorena, y se sintió feliz de reunirse con ellos. Si bien los hermanos se sorprendieron al verla, la saludaron con cordialidad y la invitaron a descansar mientras preparaban una colación a base de pan, cerveza aguada y queso, todo lo cual se hacía en los terrenos de la abadía. Orval ya estaba camino de convertirse en una comunidad floreciente y autosuficiente. Los progresos no habrían podido hacer más feliz a Matilda.

Después de comer y ponerse al día sobre el estado de las traducciones, mucho más adelantadas de lo que había supuesto, Matilda estaba ansiosa por ver la pièce de résistance.

—Llévame a nuestro laberinto —pidió a Patricio, quien obedeció con docilidad.

Era magnífico. Patricio había trabajado con maestros albañiles durante más de un año, que habían fabricado cientos de baldosas iguales, fijadas con cuidado en la tierra una a una hasta crear los once círculos. En el centro había una rosa perfecta, perfilada con roca de un color más claro para que contrastara. Era una obra maestra de cantería.

—Mira esto.

Patricio la condujo hasta la entrada, encarada hacia el oeste, se alejó unos diez pasos y se arrodilló para enseñarle la anilla de hierro empotrada en el suelo.

—Para Nuestra Señora del Laberinto.

Matilda le sonrió y se arrancó varios cabellos para atarlos en la anilla con el nudo nupcial. Besó a Patricio en la mejilla y le dio las gracias, antes de adentrarse en su laberinto, donde Dios la esperaba en el centro.

El tiempo que pasó Matilda en el laberinto fue hermoso, aunque intrigante. Tuvo una visión de la Toscana con Conn, el obispo Anselmo e Isobel, y con alguien más, otro hombre, fuerte y atractivo, al que no reconoció. Se le antojó curioso que en la visión ella no parecía mayor que hoy. Si la Toscana estaba en su futuro, era un futuro más que lejano. Godofredo jamás permitiría que viajara después del nacimiento del niño. Otra visión de Lucca, y era Navidad. Se encontraba delante de la catedral de San Martín. Su catedral de la Santa Faz. Y era feliz en ambas visiones, de una manera casi insoportable. ¿Podía existir tal felicidad? ¿Qué momento de su futuro estaba vislumbrando? Tal vez sólo estaba viendo el sueño de su alma, en lugar de un destello de la realidad que la aguardaba. Resultaba desconcertante que en las visiones no apareciera su hijo, y no obstante sentía los movimientos del feto en su útero. Tal vez Dios no quería que viera al niño antes de nacer.

Patricio, que la esperaba fuera del laberinto, se estaba preocupando. Llevaba dentro mucho tiempo, y si no salía pronto no habría forma de regresar a Verdún antes del anochecer. Cerró los ojos y rezó para que saliera al instante. Pero esperó mucho rato antes de que emergiera, arrebatada a causa de las visiones.

—No hay tiempo, Tilda. Hemos de ir a buscar los caballos. Ya me lo contarás por el camino.

Ella asintió, miró el cielo y se dio cuenta nerviosa de que era mucho más tarde de lo que había imaginado. Patricio la ayudó a montar en su caballo y la siguió de inmediato en dirección a Verdún.

Estaban en pleno otoño, y los días se estaban acortando. Matilda tenía que tomar una decisión: galopar más deprisa y aprovechar lo que quedaba de luz diurna, o andar a paso mesurado y correr el riesgo de que anocheciera. Eligió la primera opción y espoleó a su caballo.

—Que Dios nos ayude —murmuró Patricio, mientras intentaba mantener su ritmo.

Matilda jamás sabría si estaba escrito en su destino o si fue obra de su libre albedrío. Pero la escasa luz y la velocidad forzada se convirtieron en una combinación mortífera para el viejo caballo. La montura perdió pie y tropezó a medio galope. Una condesa en mayor posesión de su equilibrio habría rodado por el suelo sin más daños que unas cuantas contusiones, pero en las etapas finales de su embarazo, y con la torpeza propia de un cuerpo deformado, salió arrojada del caballo y cayó de costado.

Patricio lanzó un aullido de miedo y angustia. Saltó de su montura y corrió hacia Matilda, tranquilizado al ver que todavía respiraba, aunque estaba inconsciente. Miró si había sangre, pero no detectó señales de heridas externas que pudieran poner en peligro su vida. Bajó de su caballo la pesada manta de lana, tapó con ella a su mejor amiga y rezó la oración más fervorosa de su vida. Saltó a pelo sobre su montura y cabalgó hacia el palacio de Verdún en busca de ayuda, cabalgó como si el mismísimo demonio le estuviera persiguiendo.

El dolor que laceraba su abdomen era como diez espadas al rojo vivo hundidas en su cuerpo. Estaba recobrando la conciencia, pero si esto era lo que sentía, prefería el delirio. Otro dolor indescriptible, y después un chorro de líquido tibio cubrió sus muslos. Tenía los ojos abiertos y vio que estaba en su dormitorio, con dos espías de Godofredo a cada lado de la cama. Comadronas. La más joven no era tan mala. Se llamaba Greta, y era el único miembro de la servidumbre de Godofredo que había hecho algún esfuerzo por mostrarse cordial con la nueva duquesa. Secó la cara de Matilda con un paño frío y le dijo en alemán que no pasaba nada, que estaba en casa.

La mujer mayor era una virago. Daba órdenes con brusquedad a los demás presentes en la habitación, mientras exploraba el útero de Matilda.

—Empujad —ordenó en tono cortante—. Este niño ha de salir, si es que existe alguna esperanza de salvarlo…

La duquesa de Lorena sólo pudo imaginar el resto de la frase, mascullada de manera inaudible por la encolerizada comadrona alemana. Sin duda era una maldición contra ella por poner en peligro al hijo del duque.

Ella empujó. No tenía otra alternativa. La presión sobre su abdomen era insufrible, y con un extraño chasquido y otro dolor lacerante, sintió que el niño avanzaba por el canal del parto hacia las manos de la comadrona.

Era demasiado pronto, y todos lo sabían. El desenlace no podía ser feliz. Matilda se encontraba en estado de choque y agotada de miedo y dolor, pero estaba lo bastante consciente para sentirse preocupada. Esperó en silencio, mientras la comadrona mayor secaba la sangre del bebé.

—Una niña.

El anuncio carecía de emoción. Y después, de repente, se oyó un levísimo sonido. La duquesa contuvo el aliento. ¿Era posible? ¿Vivía el bebé? Intentó incorporarse, pero la comadrona joven se lo impidió con delicadeza.

La mayor, pese a su brusquedad con Matilda, se mostró sorprendentemente tierna y cariñosa con la recién nacida, a la que masajeaba con dulzura y susurraba todo el rato.

—Ve a buscar al cura —dijo a la más joven.

Depositó al bebé sobre una manta de lana virgen limpia y lo dejó al lado de su madre en la cama.

—Vive —dijo la mujer, desaparecida de nuevo toda emoción de sus palabras y comportamiento—, pero no durará mucho. Es demasiado pequeña y respira con demasiada dificultad. Morirá antes de que acabe la noche. Antes de que su padre la vea viva. —Dijo esto en tono acusador—. Debéis darle un nombre para que el sacerdote pueda bautizarla y salvar su alma. Un nombre cristiano.

El énfasis en «cristiano» no llamaba a engaño. La comadrona no permitiría que esta bruja perjudicara todavía más a la hija del duque.

Matilda necesitó todas sus fuerzas, pero se incorporó y levantó el pequeño bulto en brazos. El bebé era muy pequeño, tanto que no parecía real. Era perfecta, incluso en miniatura. No había rastro de la deformidad congénita de su padre. De hecho, un rasgo que reconoció Matilda fue el hoyuelo que ostentaba la barbilla de su madre. Y aunque apenas se veía pelo en su cabeza, no cabía duda de que era de un rojo intenso.

Durante un momento eterno, sus miradas se encontraron, y a la duquesa no le cupo ninguna duda de que el bebé la estaba viendo. Fue un instante breve de inteligencia y reconocimiento, un vislumbre del alma de esta niña que había de permanecer en la tierra un brevísimo espacio de tiempo. En aquel doloroso momento, madre e hija estuvieron conectadas, y Matilda pensó que se le iba a partir el corazón. Ella había sido la causante de esta tragedia, infligida a su inocente hija. Que Dios la perdonara.

El sacerdote llegó enseguida. Se trataba del adusto confesor de Godofredo, que reprobaba a la duquesa en todo momento. Esparció agua bendita sobre la niña a toda prisa, como si estuviera seguro de que iba a morir de un momento a otro.

—¿Le habéis dado un nombre cristiano?

Matilda pasó un dedo sobre la barbilla de la niña. Asintió.

—Sí. La llamaré Beatriz Magdalena.

El sacerdote compuso una expresión desaprobadora, pero no dijo nada. Bautizó al bebé y a continuación le dio la extremaunción, un extraño sacramento de vida y muerte al mismo tiempo. Después salió de la habitación sin mirar a Matilda.

La duquesa acercó la niña a su pecho y la meció durante su breve vida. No sabía canciones de cuna, de modo que la pequeña exhaló su último suspiro escuchando llorar a su madre, entre verso y verso de la única canción que siempre la había consolado. La que estaba escrita en francés y hablaba de amor.

Matilda se estaba ahogando. Tenía algo sobre la cara que no la dejaba respirar. Se revolvió para liberarse de la opresión, pero sin éxito. Su atacante era más fuerte que ella, sobre todo en su actual estado de debilidad. Cuando estaba a punto de perder el conocimiento, oyó la voz alarmada de un hombre. Se produjo un forcejeo en la cámara y oyó gritos en alemán. Entonces apartaron la almohada de su cara.

La duquesa jadeó en busca de aire y trató de ver qué sucedía en la habitación, aturdida y con la visión borrosa. El jorobado se cernía sobre ella con una almohada en las manos, el presunto instrumento de su ejecución. Pero no era su atacante. Contra todo pronóstico, Godofredo era su rescatador. El intento de asesinato lo había perpetrado la comadrona mayor, quien miraba con odio a Matilda.

—Demonio —le espetó—. Bruja asesina. Mataste a esa niña igual que si la hubieras degollado.

—¡Basta!

Godofredo ya se ocuparía de la comadrona más tarde. No podía consentir un asesinato en su propio dormitorio, aunque se considerara justificado y la inmensa mayoría de sirvientes le dieran la razón. Cuando la mujer salió de la habitación hecha una furia, el duque se acercó a la cama de su esposa. Matilda intentó hablar, pero las palabras no salieron de su boca.

Él la miró con ojos llenos de odio.

—No me des las gracias por salvarte, mujer. No ha sido por tu carne detestable que lo he hecho. No deseo poner en peligro mi alma inmortal por permitir un asesinato en mi casa.

»Pero has de saber que si el bebé hubiera sido varón…, habría dejado que la comadrona te matara.

Tenía que marcharse de allí de inmediato. Matilda estaba segura de que, mientras se quedara en Verdún, su vida correría peligro. Todos los sirvientes eran leales al jorobado, y todos creían que era una bruja asesina que había matado a su hija a propósito. Había descubierto que Greta, la comadrona joven, era algo similar a una aliada, pues la muchacha fue a ver cómo se encontraba y le llevó un poco de pan mojado en vino aguado. La duquesa obligó a la chica a hablar, sobornándola.

Greta informó a su señora de que corrían rumores por la casa de que era mejor que la niña hubiera muerto, pues tenía el mismo pelo rojo blasfemo que su madre. Sin duda habría sido también una bruja y una maldición para el buen duque. El peligro para la duquesa era inminente. Se había dicho más de una vez que, si Matilda moría en el curso de los siguientes días, no costaría nada aducir que había sido a causa de las complicaciones del parto. Nadie del castillo rebatiría esa argumentación, y Godofredo heredaría todas sus propiedades, además de gozar de libertad para tomar una esposa más joven y empezar una nueva vida.

Matilda ofreció a Greta una parte de su joyero si le preparaba un caballo. Por azares del destino, el hermano de la joven era mozo de cuadra, y un collar de rubíes digno de una reina le pareció suficiente pago para preparar un caballo.

La duquesa abandonó el palacio en plena noche por la salida de servicio trasera, sin más ropa que lo puesto, y esperó en el establo a que el chico llegara. Una vez preparado el caballo, rezó para que la luna brillara lo bastante para iluminar su camino, tomando todas las precauciones necesarias para no repetir la infausta caída.

—He de quedarme aquí, Matilda. Todo cuanto hemos construido corre peligro. El jorobado no me hará daño. No se atreverá. Soy un monje, y esto es una casa de Dios. Recuerda que no tiene ni idea de lo que estás creando aquí, ni él, ni nadie. Para el resto de Lorena, sólo estamos construyendo el monasterio más bello del norte de Europa. Godofredo reclamará todo el mérito para él.

Matilda asintió, rezando para que fuera cierto. Quería que Patricio se quedara en Orval para terminar la tarea, la construcción de su gran visión, que estaba cobrando vida de una forma magnífica. Hacía mucho tiempo que había transferido todos los fondos a los cofres de la abadía, que Patricio controlaba, para que Godofredo no pudiera impedir el flujo de dinero. Pero le preocupaba que su marido intentara perjudicar a su amigo de alguna otra forma, en desquite por lo que creía su complicidad en la traición de Matilda.

—Mi mayor preocupación es qué ocurrirá ahora. Has de salir de Lorena cuanto antes, pero no puedes atravesar los Alpes a caballo sola.

—No, pero mi madre tiene parientes aquí, en las afueras de Stenay. Una prima. Iré a verla y le contaré lo sucedido. Desde allí enviaré un mensajero a Toscana para pedir que manden una guardia que me escolte hasta casa.

—¿Confías en esa pariente de tu madre?

—No la conozco, pero es duquesa y ha desafiado a Enrique en más de una ocasión. Tenemos mucho en común, por lo tanto. Pero la cuestión es que no me queda otra elección, ¿verdad?

—No. Date prisa, hermana, y ponte en contacto conmigo lo antes posible. A partir de este momento utilizaremos el código del Cuadrado Sator para nuestras comunicaciones.

El Maestro les había enseñado un código secreto para enviar mensajes cuando eran pequeños. El código existía desde los primeros días de la cristiandad en Roma, cuando una muerte violenta segura aguardaba a cualquiera que fuera descubierto practicando esa religión. Mediante ese código los primeros conversos podían comunicarse en secreto. Para los pequeños Matilda y Patricio había sido un juego estupendo, consistente en enviarse notas mutuamente con la extraña secuencia de letras y números codificados en el cuadrado mágico. Ahora lo utilizarían de nuevo en el serio asunto de preservar el verdadero cristianismo y lograr que Matilda saliera del país sana y salva.

—Dios cuida de los suyos.

El Maestro se lo había dicho en numerosas ocasiones, y ella había sabido toda la vida que era cierto. Cuando Matilda necesitaba más la ayuda divina, siempre le llegaba. Esta vez la voluntad divina se manifestó en la persona de la prima de su madre, Giselda, quien llevaba el nombre de la reina que había criado a Beatriz cuando se quedó huérfana. Daba la impresión de que la energía y la gracia seguían a este nombre en el seno de la familia. Una mujer excéntrica y culta, Giselda estaba asqueada e indignada por la reputación licenciosa y la naturaleza codiciosa de Enrique IV, que había invadido sus territorios hereditarios demasiadas veces. La mujer era descendiente directa de Carlomagno, y merecía un trato mejor del que estaba recibiendo a manos de este decadente advenedizo, fuera rey o no.

La llegada de Matilda a su puerta fue una bendición del cielo, y al poco las dos mujeres habían trabado un vínculo conspiratorio. Matilda juró el apoyo de Toscana siempre que fuera necesario proteger los territorios de Giselda, y ésta, a su vez, proporcionó un alojamiento lujoso, médicos competentes y agradable compañía. También envió a su mensajero más diligente a Toscana.

La comitiva toscana tardó semanas en llegar a Lorena, lo cual proporcionó tiempo a Matilda para recuperarse. Intentó, mediante la oración y la práctica espiritual, superar el dolor de su pérdida, la culpa mortificadora y el trauma del desenlace odioso y espeluznante de Verdún. El oído comprensivo de Giselda, así como la paz de la soledad, alimentaron su alma con una nueva energía, mientras médicos expertos ayudaban a su cuerpo a recomponerse, antes de que intentara atravesar los Alpes ahora que se acercaba el invierno.

Cuando avistaron a los toscanos, el sol se reflejó en el pelo rojizo del gigantesco jinete que había llegado para devolverla a su casa sana y salva. Matilda estaba preparada para el viaje.

Al día siguiente llegó una carta de Patricio, entregada por un mensajero del monasterio benedictino, mientras la condesa de Canossa y su escolta se preparaban para la partida. Escrito en clave, era un grito de desesperación que exigió una concienzuda descodificación. Matilda lo descifró, decidida a recordar cómo las letras se convertían en números, y éstos a su vez en letras, hasta conformar un mensaje coherente:

Mi querida hermana:

El jorobado ha invadido Orval y confiscado el Libro Rosso. Si bien las copias terminadas se hallan a salvo en el scriptorium, se ha llevado el original junto con el Arca de la Nueva Alianza. No sabe lo que son exactamente, pero entiende que son valiosos e importantes para ti, y se los quedará para forzar tu regreso. Yo estoy bien, al igual que los hermanos, pero me siento desesperado por la pérdida de nuestra más sagrada escritura. Creo que se encuentran en el palacio de Verdún. Te suplico que me aconsejes sobre qué pasos debo dar. No dudes que cumpliré tu voluntad al respecto, pues sé que estás en armonía con los deseos de Dios para nuestro pueblo. Rezo por ti sin cesar y deseo tan sólo tu seguridad y felicidad.

Un abrazo,

Hermano Patricio

Matilda echaba chispas. También estaba estupefacta. No se le había ocurrido que Godofredo querría que regresara después de lo ocurrido. Ni siquiera había sospechado este intento de chantajearla. Pidió pergamino y tinta a Giselda y empezó a redactar dos cartas, una para Patricio y otra para el jorobado. La ventaja de poseer una educación e intelecto ejemplares era que nunca tenía que esperar a un escriba. Escribía casi toda su correspondencia, lo cual le proporcionaba un gran placer, sobre todo cuando podía expresarse como hoy.

La primera carta aportó la catarsis. Inyectó su indignación en las palabras.

Al duque Godofredo de Lorena, de la condesa Matilda de Canossa:

En nombre del pueblo de Toscana y la noble familia de Canossa, exijo la inmediata devolución de nuestros objetos de culto más sagrados, que han sido confiscados ilegalmente por la Casa de Lorena. Más en concreto, el Libro Rosso, mi preciado libro rojo, ha de ser devuelto de inmediato a los santos hermanos de Orval, para que lo guarden en el santuario que fue construido para alojarlo.

Si el Libro Rosso no es devuelto de inmediato, la Casa de Toscana declarará una guerra santa y justa contra la Casa de Lorena. Yo misma me pondré al mando de todos los guerreros del norte de Italia para marchar sobre Stenay y reclamar nuestros sagrados objetos, por la fuerza si fuera necesario.

Firmó la carta con los trazos audaces de su firma más valiente: «Matilda, por la Gracia de Dios Que Es», engastada en una cruz y seguida de los glifos de Piscis y Aries, que se habían convertido en sus emblemas signatarios como hija cristiana de la profecía del equinoccio. Ya no estaba fingiendo una farsa para el jorobado, ni para nadie. Se alzaría en toda la gloria de su identidad y recuperaría lo que le correspondía por derecho y se encontraba bajo su protección. Desde aquel día, la condesa utilizaría la afirmación radical de su firma para indicar que tenía derecho a todo cuanto poseía por la gracia de Dios, como hija predilecta. No necesitaba más reconocimientos, ni de su marido ni del rey, para reclamar y conservar lo que se le había dado.

La segunda carta fue para Patricio, con el fin de informarle de que Conn iba a entregar en persona la carta a Godofredo y negociar las condiciones en nombre de ella. El fracaso estaba descartado en esta misión, y ni siquiera se le había pasado por la mente. Aseguró a Patricio que el arca y su más preciado contenido, el Libro Rosso, serían devueltos a su custodia de inmediato. Después ordenaría que se los entregaran para su travesía de los Alpes y así devolverlos al lugar donde debían estar: Lucca.

Godofredo de Lorena se sintió intimidado por el gigantesco celta que le amenazó con una guerra con la firma de Matilda, pero debe reconocerse que lo disimuló bien. Exigió el regreso de su esposa a cambio de los objetos confiscados en Orval.

Conn se le rio en la cara, y recordó al jorobado que su sirvienta, a la que había elegido personalmente, había intentado asesinar a una indefensa Matilda en su propia cama, después de haber sufrido la mayor tragedia posible, la pérdida de un hijo. Utilizó a propósito la palabra «asesinar» en lugar de «matar», pues las connotaciones políticas debilitaban la posición legal de Godofredo. El duque estaba atrapado en una treta de su propia invención, y lo sabía.

Conn recitó las restantes condiciones. Las exigencias de Matilda no eran irracionales, pues de momento deseaba alcanzar dos objetivos sobre todos los demás: la devolución a la Orden de sus más preciadas posesiones, y su salida sin problemas de Lorena. En cuanto estuviera de vuelta sana y salva en Toscana, con sus consejeros y su madre, se ocuparía de sus circunstancias matrimoniales. Confiaba en que Godofredo accedería de inmediato y con discreción a sus exigencias, pues no le proponía el divorcio, todavía no, en cualquier caso, teniendo en cuenta que el documento prenupcial le concedía motivos legales por crueldad. Él conservaría sus títulos de Toscana, siempre que no se entrometiera en la administración de sus tierras de algún modo que ella considerara ofensivo. Esto incluía apoyar a Enrique en la invasión de alguno de sus territorios. Hasta había dicho a Conn que insinuara al jorobado que, con tiempo para curar las heridas, tal vez consideraría la posibilidad de regresar a su lecho matrimonial si él mostraba buena fe en este momento crucial devolviéndole sus propiedades.

Se congelaría el infierno y los Alpes se derrumbarían antes de permitir que Godofredo volviera a tocarla, pero esperaba que fuera demasiado estúpido para saberlo. Su obsesión todavía era la moneda de trueque más valiosa en la guerra contra su esposo, y funcionaba. El duque accedió a devolverle sus posesiones, incluidos algunos objetos personales que se había dejado. El más valioso era el cofre de marfil que le había regalado Bonifacio y la estatua de santa Modesta. A cambio, concedería a Matilda seis meses para visitar sus tierras y a su madre, antes de exigir el retorno de su esposa. Conn aceptó las condiciones, a sabiendas de que su señora encontraría innumerables excusas para no volver con su esposo. Conservó la airada carta de Matilda. Era mejor no dejar nada acusador, como una amenaza de guerra, en manos del enemigo, para que no lo utilizaran contra ella más adelante. Además, estaba el problema de la firma herética. Devolvería la misiva a Matilda.

Tal vez, pensó distraído, esa carta podría utilizarse en el futuro.

Conn devolvió el arca y su sagrado contenido a Patricio para que los inspeccionara, y descansó una noche en Orval. Junto con los escribas calabreses, Patricio verificó que las copias estuvieran completas, incluidos los dibujos y diagramas, y que el original se encontrara ileso e intacto. Después de que cada hombre besara la cubierta dorada y enjoyada con reverencia, el Libro Rosso fue devuelto al arca y colocado bajo la custodia de Conn de las Cien Batallas, quien juró protegerlo con un fervor inesperado y extraordinario.

El gigante celta alabó a Patricio por el magnífico trabajo, mientras paseaba por los terrenos de Orval. En verdad había construido una abadía de oro, un lugar digno de albergar la escritura más sagrada, la verdadera palabra del Señor y las profecías de Su santa hija. Los arcos de la nave, tal como Matilda los había bosquejado, eran de una altura y majestuosidad como nunca había visto, y se elevaban hacia el cielo. La cantería era brillante y meticulosa desde un punto de vista artístico. Todo el edificio era una obra maestra construida gracias al poder del amor. Conn, impresionado por el enorme laberinto que atravesaba el jardín, pidió permiso para recorrerlo solo.

Tras pasar el día en compañía del guerrero, Patricio se quedó asombrado, y algo más que estupefacto, por los profundos conocimientos que Conn tenía sobre el Libro Rosso. Que él supiera, el celta nunca había sido miembro de la Orden, por lo que para él era un misterio cómo sabía tanto de sus tradiciones. Desde luego, estaba seguro de que Matilda no le había revelado nada, pues sabía que jamás violaría el juramento de guardar el secreto hablando con un no iniciado. Se preguntó también si la condesa sabría que Conn era capaz de citar párrafos completos del Libro del Amor, y que sabía exactamente cómo recorrer el laberinto, sin necesidad de que él le ayudara.

Era un misterio que valía la pena investigar, pero el hombre no había desvelado la menor pista de su historia. Patricio pensó en enviar una carta codificada con el Cuadrado de Sator a Matilda acerca del tema, pero no podía correr el riesgo de que el celta conociera también el código. Lo mejor sería no ofenderle. No cabía duda de que era un aliado que se consideraba un santo defensor de su preciada Esperada. Este hombre moriría por su señora sin vacilar ni un instante. El abad decidió que debía ser un enviado de Dios, y que no debía preocuparle lo que sabía ni cómo lo sabía. El tesoro de la Orden del Santo Sepulcro estaría a salvo viajando bajo la vigilancia de la espada de Conn, y la de Matilda. El Libro Rosso y el Arca de la Nueva Alianza volverían sanos y salvos a Italia, donde debían estar. De momento.

Exactamente seis meses después, Godofredo empezó a enviar mensajeros con cartas a Mantua, exigiendo que su esposa regresara a Verdún no más tarde de junio de 1072. Matilda ignoró sus exigencias. Sus cartas llegaron con más frecuencia y con un tono más moderado, pero tampoco hizo caso. A lo largo de ocho meses, Godofredo de Lorena estuvo suplicando a su esposa que, al menos, le recibiera para hablar del futuro de su matrimonio. Cuando ella se negó incluso a contestar a sus cartas, el jorobado viajó a Toscana para hacer valer sus derechos de duque y celebrar audiencia en Mantua. Una vez más, rogó a Matilda que se reuniera con él, se sentara a su lado como duquesa y gobernara con él Italia. Ella se limitó a trasladar su residencia a la fortaleza de Canossa con tal de evitarle.

Beatriz se quedó para aplicar bálsamo a las heridas del atormentado Godofredo, al cual imploró paciencia y perdón por la negativa de su hija a verle. El duque, aplacado era un hombre benévolo, y Beatriz estaba decidida a neutralizar todos los posibles peligros para la herencia de Matilda. Explicó entre susurros que su hija no era la misma desde que había perdido al bebé, y que su marido debía tener paciencia con ella. Esta táctica funcionó durante un tiempo, pero al final el ofendido y despreciado jorobado regresó a Lorena muy agitado. Poco después juró fidelidad a Enrique IV, quien se sintió muy complacido de apoyar la reclamación de Godofredo de ser el gobernante reconocido de Toscana… a cambio de la fidelidad y poderío militar de la provincia de Lorena. Enrique afirmó que Matilda había quebrantado la ley sálica, que no concedía a las mujeres ningún derecho de herencia, y la despojó de todo. Con el apoyo del rey, Godofredo dio un paso más para enfurecer a su esposa: nombró a su sobrino, Godofredo de Bouillon, único heredero de sus propiedades de Lorena. Y de Toscana.

Matilda también hizo caso omiso de todas estas maniobras. Sólo respondía ante Dios, y por la gracia de Dios conservaría sus tierras. Pensaba todavía menos en Enrique que en el jorobado, y estaba decidida a que ninguno de los dos le volviera a robar nada. En su opinión, la posesión determinaba la ley, y ella poseía Toscana: la tierra y la gente. Continuó recorriendo su reino en compañía de su madre, dictó sentencias y asistió a consejos, no sólo en sus principales territorios, sino también en las aldeas más pequeñas. Era la líder del pueblo, y todo el mundo la adoraba. Su reputación de justa y compasiva se extendió por toda Italia, mientras la gran Matilda continuaba llevando a la práctica programas que aportaban alivio a los necesitados, y reconstruía las ciudades y pueblos que habían sido reducidos a escombros durante los conflictos cismáticos. Financió proyectos arquitectónicos destinados a reconstruir y embellecer monasterios e iglesias, por la gloria de Dios y el beneficio espiritual de su grey. Desde los monasterios y conventos se administraban programas caritativos, donde cada día se proporcionaba alimento a los pobres.

Llamaban a su cuartel general de Canossa la «Nueva Roma», y floreció como centro de comercio y enseñanza. Fortificó y restauró el monasterio de San Benedetto de Po, en las afueras de Mantua, construido por su abuelo en memoria de su bienaventurada abuela. Había desarrollado un verdadero amor por la arquitectura inspiradora, que se había iniciado con la reconstrucción de San Martín de Lucca y había llegado a su cumbre en Orval. Echaba muchísimo de menos Orval, y también a Patricio, y todo cuanto habían creado allí. Era lo único que lamentaba de haber dejado atrás la pesadilla del norte. Como resultado, se propuso convertir San Benedetto en el Orval de Italia, y mandó llamar a miembros de la Orden para proseguir sus estudios del Libro Rosso. El Maestro se había instalado en el cuartel general de Lucca y no se sentía inclinado a viajar, de manera que Matilda no le veía con tanta frecuencia como quería. Sin embargo, Anselmo la visitaba a menudo. Durante esos días, el obispo de Lucca estudiaba con ella, y pasaba las noches con su amada Isobel.

Toscana florecía bajo su reinado, al igual que en los días de su padre. Un joven general, astuto y carismático, procedente de una noble familia toscana vinculada a la Orden, Arduino della Paluda, estaba al mando de sus guarniciones y llevó a la práctica una serie de estrategias que erradicaron la piratería y pusieron demasiado alto el precio del robo para que nadie cometiera semejantes delitos en las tierras de Matilda. Se ocupó de que los mercaderes extranjeros pagaran impuestos a cambio de la paz restaurada y la seguridad de las rutas comerciales. Se construyeron puentes para facilitar los desplazamientos, algunos diseñados y dibujados por la propia Matilda, y el comercio cobró más vida que en época de Bonifacio.

La paz y la prosperidad regresaron a Toscana bajo el gobierno de la condesa, quien se sentaba a la mesa con los más pobres de sus vasallos y compartía el pan con cualquiera que la invitara. Era su pueblo, lo amaba, y él le correspondía. Pues ésas eran las enseñanzas de su Señor más hermoso, de ambas escrituras canónicas, Mateo, 22, y el Libro del Amor: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Y Matilda sabía que todos sus vasallos eran sus prójimos, y predicaba este mandamiento mediante el ejemplo. Ningún líder feudal se había comportado como ella.

Al madurar, la condesa había desarrollado su propia estrategia, digna de su tradición espiritual. No sólo eligió consejeros leales, enérgicos e inteligentes, sino que procuró rodearse de un círculo íntimo de personas a las que amaba. Se rodeó de aquellas almas que constituían su «familia espiritual», tal como estaba definida en el Libro del Amor. Hacía mucho tiempo que se habían prometido mutuamente, a ellos mismos y a Dios, estar en este lugar en este momento. El tiempo vuelve. Su amigo Arduino capitaneaba los ejércitos que protegían al pueblo toscano, mientras Conn, más cercano a ella que un hermano de sangre, conservaba el control de su guardia personal. El obispo Anselmo de Lucca mantenía viva el alma de Toscana y apoyaba todas las reformas de su tío, el papa Alejandro II, al tiempo que protegía en secreto la Orden y sus objetivos. Isobel, su confidente de más confianza, seguía siendo la administradora de la casa, y Beatriz era su mentora social y política en asuntos de importancia pública.

La mayor preocupación de esta numerosa familia feudal era mantener a raya a Enrique y a Godofredo. Se habían convertido en un gobierno toscano de facto, que controlaba en esencia los territorios que se extendían desde los Alpes hasta casi llegar a Roma. Entonces, en abril de 1073, su amado líder y aliado, el papa Alejandro II, murió de repente.