Ciudad del Vaticano
En la actualidad
MAUREEN AFERRÓ CON FUERZA el brazo de Peter cuando entraron por una de las enormes puertas de la basílica de San Pedro. Hubo un momento de su vida en que no habría sido capaz de obligarse a entrar en semejante lugar, tan profundo era su resentimiento contra los fanáticos aspectos dogmáticos del catolicismo. Pero el descubrimiento del Evangelio de María había cambiado eso, la había cambiado a ella. Si bien Maureen todavía guardaba graves reservas sobre la política de la Iglesia, tanto en el pasado como el presente, intentaba vivir de acuerdo con la doctrina del perdón predicada por la mujer que era un símbolo de imparcialidad y compasión.
Y, no obstante, la basílica de San Pedro, como sede del obispo de Roma, era por definición y propósito monumental y amedrentadora. Maureen respiró hondo y entró, y dejó que su primo la desviara hacia la derecha del templo nada más entrar.
Había ido al Vaticano a ver al padre Girolamo de Pazzi, después de que éste solicitara una entrevista con ella. Peter había decidido estar presente en los preliminares para ayudar a su prima a salvar las impresionantes medidas de seguridad de la nación más pequeña e insular del mundo: Ciudad del Vaticano. Antes del encuentro, habían decidido ir en busca de la condesa toscana.
—Primero, has de ver al genio.
Peter la guió hasta el primer nicho de la derecha, donde flashes y turistas eran señal segura de una obra de arte expuesta al público. Cuando se acercaron, Maureen lanzó una exclamación ahogada al ver la absoluta belleza que tenía delante. La obra escultórica suprema de Miguel Ángel, la Pietà, parecía brillar desde dentro. La serena majestuosidad del rostro de la Virgen María, mientras sostenía el cuerpo de su hijo, era sublime e imponente al mismo tiempo. Maureen esperó a que la multitud se dispersara antes de acercarse más para examinar la escultura, que estaba protegida por un panel de cristal a prueba de balas desde la década de 1970, cuando un perturbado había intentado destruirla con un martillo.
—Parece muy joven, ¿no? —comentó Maureen a Peter—. Es extraño que María parezca más joven que el hombre apoyado sobre su regazo, que en teoría es su hijo. ¿Crees posible que sea otra María? ¿Nuestra María?
Peter sonrió y sacudió la cabeza.
—No. Aquí no hay conspiraciones, Maureen. El propio Miguel Ángel lo explicó en vida: era tal la pureza de la Virgen que siempre parecería joven.
Maureen aceptó la explicación con un cabeceo, aunque no la había convencido demasiado. Fuera cual fuera la María plasmada, su belleza era asombrosa.
—¿Qué me dices del pergamino que recibió Bérenger, el del árbol genealógico que termina con Miguel Ángel? La tarjeta que lo acompañaba rezaba: «El arte salvará el mundo». La misma persona que me envió el pergamino envió la tarjeta a Bérenger. Los dos envíos están relacionados.
—Y el que te mandó el pergamino también te robó a punta de pistola.
—No lo sabemos con seguridad.
—Entonces, ¿quién fue? Vamos. —Peter instó a su prima a que avanzara unos pocos pasos por el pasillo—. Voy a presentarte a la enigmática condesa de Canossa.
Maureen se paró en seco, estupefacta ante el enorme monumento de mármol que tenía delante.
—¿Aquí? ¿En un lugar tan destacado? Y perdona que me haya dado cuenta, pero ¿tan cerca de Miguel Ángel? ¿Es posible que sea casual?
La tumba de Matilda estaba en el segundo nicho de la nave, justo debajo de la obra maestra de Miguel Ángel. La majestuosa escultura de Bernini que adornaba el lugar de descanso de la condesa era una imagen impresionante de una mujer extraordinaria. Estaba plasmada como una diosa guerrera al estilo clásico, con toga y todo, y un bastón en la mano derecha para simbolizar sus logros como soldado y estratega. Aferraba la tiara papal con la izquierda, la misma mano que asía con firmeza la llave de San Pedro.
—Es muy extraño que hayan plasmado así a una mujer en el Vaticano, sujetando la mismísima llave de la Iglesia —pensó en voz alta Maureen antes de volverse hacia Peter—. ¿Qué deduces de ello?
En respuesta, su primo tradujo la inscripción que había sobre la tumba de Matilda.
—«El Santo Pontífice Urbano VIII mandó trasladar los huesos desde el monasterio de San Benedetto, en Mantua, de la condesa Matilda, una mujer de noble alma y campeona de la Sede Apostólica, conocida por su piedad, celebrada por su generosidad. Con eterna gratitud y merecida alabanza en el año 1635.»
—Fascinante, pero eso no explica por qué sujeta el símbolo del papado en sus manos.
—No, desde luego que no.
Su primo le dedicó una sonrisa astuta.
—Pero tú sabes algo que no piensas decirme, ¿verdad?
—Chisss. —Peter paseó la vista a su alrededor. En aquel lugar, era cierto que las paredes tenían oídos—. Sí, anoche terminé un fragmento largo de la traducción. Esta tarde hablaremos de ello.
—Me tienes en ascuas.
—Lo sé, pero no hay más remedio. Ahora déjame enseñarte otras esculturas de Bernini. Son magníficas, y la amante del arte que hay en ti las apreciará en todo su valor.
Guió a Maureen hasta el punto focal de la basílica, el extravagante baldaquino de Bernini, la enorme pieza de bronce situada bajo la cúpula que era un intento de fusionar arte, arquitectura, escultura y espiritualidad. Creó un enorme palio forjado en bronce, sustentado por columnas entorchadas muy trabajadas que, según él, las había diseñado el mismísimo Salomón para su Templo. El baldaquino fue creado para señalar la tumba de san Pedro en el centro de la basílica, encargado por el ahora enigmático papa Urbano VIII.
En los nichos que rodeaban el baldaquino había figuras impresionantes de figuras del siglo I. Maureen reconoció al instante a santa Verónica con su velo, pero relegada a un segundo plano por la enorme figura que parecía ser un centurión romano con su lanza.
—¿Quién es?
—Longinos Gayo. El centurión que atravesó el costado de Jesús en la crucifixión.
Maureen se estremeció. El personaje de Longinos estaba muy bien descrito en el relato del Viernes Santo del Evangelio de María Magdalena. Era un hombre encallecido y cruel, de triste fama por haber exacerbado los sufrimientos de Jesucristo en la cruz. ¿No era extraño que Bernini hubiera creado una imagen tan hermosa y majestuosa de él en el corazón del Vaticano?
Peter contestó a la pregunta de su prima.
—Se cree que Bernini cinceló estatuas que corresponden a las santas reliquias alojadas aquí. Por lo visto, Urbano VIII era un cazador de reliquias. Por ejemplo, el velo de Verónica iba a guardarse debajo de su escultura. La Lanza del Destino, como se llamaba el arma de Longinos, iba a conservarse con él. Sin embargo, el Vaticano dice que sólo posee un fragmento de la lanza. Un museo de Austria afirma que tiene otro fragmento, y el resto desapareció hace siglos. Al igual que el Arca de la Alianza, se decía que tiene poderes mágicos, y es una de las reliquias más codiciadas de la historia.
—¿La Lanza del Destino? —inquirió Maureen.
Peter asintió, consultó su reloj y dio por finalizada la visita a la basílica. Era la hora de la cita de la escritora en las oficinas de la confraternidad.
Maureen no estaba segura de lo que esperaba, pero no era esto. El padre Girolamo era de una agudeza y vitalidad increíbles para su avanzada edad, pero eso no era lo sorprendente. La sorpresa consistía en que era encantador, cariñoso y, al parecer, estaba muy interesado en que se sintiera a gusto. Ordenó que llevaran té a su despacho, y ella lo bebió, agradecida de que fuera el fuerte brebaje irlandés que más le gustaba, e intrigada por saber por qué un sacerdote toscano tenía té que se bebía en el condado de Cork en su despensa.
Peter les había dejado solos para que pudieran hablar en privado. Había preparado a su prima para la entrevista, informándola sobre la especialidad del sacerdote, pero también sobre sus advertencias. El padre Girolamo de Pazzi estaba en lo cierto. Alguien estaba utilizando a Maureen, y necesitaban averiguar quién podía ser.
—¿Cree que quien nos envió los pergaminos a mis amigos y a mí, y los pistoleros que nos robaron, son las mismas personas? —preguntó ésta.
El sacerdote asintió.
—Sí. Si no le importa, haga el favor de describir lo que se llevaron.
Maureen le explicó que una niña les había dado el libro rojo, que después se había llevado el pistolero. No dio más explicaciones. Maureen y Peter no habían hablado con nadie del Vaticano de la autobiografía de Matilda. Habían aprendido la lección de las consecuencias de entregar documentos originales, y éste lo mantenían en secreto.
El anciano sacerdote continuó su interrogatorio.
—¿No vio el contenido del libro?
—No. Estaba cerrado, y uno de los pistoleros se apoderó de él antes de poder echarle un vistazo.
—¿Qué cree que era?
—La verdad es que no lo sé. Lo siento. Todo sucedió muy deprisa.
El padre Girolamo cambió de tema.
—¿Desea hablar conmigo de sus sueños y visiones? Se lo pregunto por la pasión que siento por el tema. Pero si me permite darle un consejo, lo haré con mucho gusto. Es importante para usted saber que puede confiar en mí. Sobre todo, quiero protegerla de quien está intentando utilizarla para sus propios fines.
Maureen pensó que debía decirle algo, teniendo en cuenta que había sido tan vaga, a propósito, en relación con el libro rojo.
—Por supuesto. ¿Qué le gustaría saber?
—Tiene visiones de María. Tanto despierta como dormida.
—Sí. Pero no es su María.
—¿No ha visto nunca a la Madre del Señor? ¿Nunca se le ha aparecido?
—No.
Maureen no le estaba dando largas a propósito, pero se sentía incómoda con los hombres de la Iglesia en el mejor de los casos, y no tenía ganas de revelar demasiadas cosas. Es difícil deshacerse de los viejos hábitos, y el hombre aún no le había dado suficientes motivos para confiar en él. Girolamo continuó sondeándola con delicadeza.
—Su primo me ha dicho que usted tiene visiones en las que el Señor le habla.
En un intento de ser diplomática, Maureen aportó una descripción abreviada de sus recientes sueños repetitivos, en los que aparecían Jesús y el Libro del Amor.
—Y en este libro que, al parecer, está escribiendo —la interrumpió el sacerdote, animado por algo que ella había dicho—, ¿estaban las páginas rodeadas de una luz azul?
Maureen estuvo a punto de escupir el té.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Porque no es la primera vez que lo oigo.
—¿Quién se lo dijo?
El hombre negó con la cabeza.
—Fue una confidencia, querida mía, de modo que no puedo revelar la fuente. Del mismo modo que no contaré a nadie lo que usted revele aquí. ¿Sabe por qué las páginas están iluminadas por un resplandor azul?
Como Maureen no dijo nada, continuó con sus explicaciones.
—Porque todos los evangelios están escritos para aquellos que tienen ojos para ver y oídos para oír. Hasta el canon, tal como lo conocemos hoy, posee capas internas que no todo el mundo sabe leer o interpretar correctamente. Si Nuestro Señor escribió un evangelio de su puño y letra, es posible que lo haya escrito de tal forma que no todas las enseñanzas estén al alcance de cualquiera que intente leerlo.
—Pero ¿por qué Jesús escribió un libro que no todo el mundo puede leer?
—Porque no lo escribió en una época en que hubiera imprentas y distribución masiva, con la idea de que miles de millones de personas podrían algún día leer sus palabras. Ésa no habría sido su intención. Lo escribió en una época en que era una herramienta de enseñanza en manos de apóstoles capacitados, gente que sabía interpretar lo que Él quería que supiéramos de una forma muy concreta.
Maureen asintió.
—Tal vez era una precaución, por si el libro no terminaba en las manos adecuadas y le acusaban a él o a sus discípulos de blasfemos.
—Es muy posible. No lo sabemos con certeza. Pero ¿se ha dado cuenta? He sido capaz de arrojar cierta luz sobre sus sueños, aunque se mostraba reticente a venir. No encontrará a nadie en el mundo con más experiencia que yo en la interpretación de las visiones. Espero que acuda a mí con toda libertad si desea seguir hablando de esto. Y, por favor, infórmenos de inmediato si recibe más contactos de cualquier fuente externa, se lo ruego.
Maureen le dio las gracias por el té y la conversación, y aceptó la invitación de asistir a la siguiente conferencia de la confraternidad sobre la aparición de Nuestra Señora en Knock. Sabía que sería muy importante para Peter el que intentara no pensar mal de todos los eclesiásticos. ¿No había demostrado ser Tomas DeCaro una joya durante su investigación de María Magdalena? Y el padre Girolamo se había mostrado de lo más encantador. Tal vez existía alguna esperanza real de que estos hombres de la Iglesia permitieran que la verdad entrara en sus corazones. Era un deseo secreto que alentaba, mientras cruzaba el Tíber en dirección a su hotel.
Percibió el aroma de los lirios incluso antes de abrir la puerta. La habitación estaba repleta de flores. Sonrió, segura esta vez de saber quién era el responsable del detalle. Si bien Bérenger Sinclair había sido insistente en sus llamadas telefónicas desde el incidente de Orval, Maureen no había encontrado oportunidad de hablar con él. Habían intercambiado unos cuantos mensajes, pero aún no se habían puesto en contacto. Sabía que estaba preocupado por ella, y anhelaba el consuelo y la tranquilidad que sentía en su presencia. No le gustaba la idea de tener que pactar una tregua entre Bérenger y Peter, pero estaba claro que ya no podía pasar por alto su distanciamiento.
Bérenger no era un hombre que tolerara la indiferencia o el rechazo. La tarjeta que acompañaba las flores rezaba:
Estoy en la suite de arriba, cuarta planta. ¿Cena a las ocho?
Maureen rio. Bien, al menos la avisaba con cierta antelación. Tenía tres horas para ducharse y vestirse.
Se acercó a la ventana de la suite y la abrió para absorber la magia de la piazza. La fuente gorgoteaba alrededor del obelisco de granito, mientras los turistas se sentaban en los escalones de mármol, tomaban fotos y comían panini. Uno de los turistas llamó la atención de Maureen y provocó que contuviera la respiración. Sentado en la escalera al lado de la fuente, con la vista clavada en su habitación, había un hombre al que había visto antes, un hombre con una sudadera de capucha oscura y gafas de sol grandes.
Roma
En la actualidad
INÚTIL.
La improductiva reunión había finalizado y el líder de los hombres encapuchados se quedó solo para trazar estrategias en silencio. Se quitó la capucha de la cabeza y la arrojó asqueado. Los reclutas más jóvenes eran fervorosos, pero carecían de sentido común. Les gustaba portar armas y jugar a espías, pero no sabían pensar. Y se estaba haciendo demasiado viejo para cargar con aquel peso sin ayuda competente. Hasta el breve viaje a Bélgica le había dejado sin fuerzas.
Aquel idiota había permitido que le vieran hoy en la piazza. Ahora tendría que ordenar a otro que siguiera a la Paschal. Era agotador.
No le sorprendía que hasta el momento no hubieran conseguido localizar a Destino. Era muy escurridizo, como siempre. Como siempre.
Destino, con muchos escondrijos a lo largo y ancho del continente, podía estar en cualquier parte. Probablemente en Italia o Francia, pero sabían que se había refugiado en Suiza, Bélgica y Holanda. Y tenía numerosos alias, se le había conocido por muchos nombres a lo largo de muchos años, y era imposible localizarle cuando no quería que le encontraran.
Y estaba claro que, de momento, Destino no quería que le encontraran.
Tres promesas se hicieron en el alba de los tiempos, todas y cada una sagradas.
La Primera Promesa es a Dios, tu Padre y Madre que está en los Cielos. Representa tu misión más divina, lo que has logrado realizar a imagen y semejanza de tus Creadores. Es el motivo de la encarnación, la intención más pura de tu alma.
La Segunda Promesa es a la Familia Espiritual en cuyo seno fuiste creado y a la que pertenecerás durante toda la eternidad. Representa tu relación con cada una de las almas de tu familia, y también que has accedido a ayudarlas en su misión y ellas en la tuya.
La Tercera Promesa es a ti. Representa tu deseo de aprender, crecer y amar en el contexto de la encarnación.
Cumple estas promesas, porque son sagradas sobre todas las cosas. Recuérdalas y atesóralas, y conocerás el mayor goce permitido a la humanidad. No hagas nada contrario a tus sagradas promesas, pues eso es la definición de pecado.
Quienes tengan oídos para oír, que oigan.
DEL LIBRO DEL AMOR,
TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO
Florencia,
Primavera de 1062
MATILDA NO CABÍA EN SÍ de dicha, aunque se sentía agotada. El peaje emocional del sueño profético de la noche anterior y su emocionante día con la Orden la estaban afectando. De todos modos, el día de su decimosexto cumpleaños todavía no había terminado, pues Beatriz y Godofredo habían preparado un suculento banquete en su honor. Paseó la vista alrededor del comedor y rezó una rápida oración de gracias a su Señor. Era una bendición estar rodeada de tanta gente que la quería, una vez más. El Libro del Amor hacía hincapié en la gratitud como una práctica diaria, y esta noche se sentía de lo más agradecida.
Tras el postre de tarta de castañas, su padrastro se levantó de su asiento para anunciar algo.
—Mi queridísima Matilda, en honor a tu mayoría de edad te hemos encargado un regalo especial.
Conn avanzó cargado con una caja grande de madera. Iba ataviado y peinado para la ocasión, y Matilda se dio cuenta de que nunca le había visto de tal guisa. Con su espeso pelo rojizo liso y limpio, y vestido con las galas de un caballero, era un hombre de una belleza impresionante. Más tarde se fijaría en que muchas mujeres de la sala estaban prestando grandísima atención al viril celta. Sin duda podría elegir a la soltera que le apeteciera para compartir su lecho aquella noche, y tal vez algunas casadas, si era discreto, teniendo en cuenta que le miraban como lobas hambrientas. Pero en aquel momento sólo estaba concentrado en Matilda.
—Para ti, hermanita.
Levantó la tapa con un elegante ademán. La festejada introdujo la mano en la caja y lanzó una exclamación ahogada. Un mar de cobre y bronce, que centelleaba a la luz de las gruesas velas de cera, ondulaba dentro de la caja. Lo levantó y se quedó asombrada de lo que pesaban las cadenas sinuosas. Conn la ayudó, pues Matilda sujetaba una armadura completa, fabricada a mano con eslabones individuales de cota de malla. Pero no era la tosca malla de un soldado normal. La malla había sido bañada en cobre y pulida hasta alcanzar un brillo notable, de manera que constituía el complemento perfecto para el pelo de la muchacha. El pesado cuello de bronce estaba hecho para proteger su delicada garganta, pero rivalizaba en belleza con el de Cleopatra, pues estaba incrustado de aguamarinas, como el color de los ojos de su dueña.
Matilda se quedó abrumada por la belleza y consideración del regalo. Descubriría más tarde que, si bien Godofredo y Beatriz habían encargado la armadura y pagado el precio del costoso regalo, Conn había supervisado la fabricación, cada detalle del diseño y modelado. Y también procuró que sirviera para protegerla al máximo, pero hizo asimismo hincapié en que debía ser un atavío que inspirara al pueblo de Toscana a la hora de acudir en su apoyo cuando cabalgara al frente de las tropas. El narrador celta había exigido, nada más y nada menos, una armadura digna de una legendaria reina guerrera, que seguiría los pasos de Boudica.
Lo que Matilda también descubriría, muchos años después, era que durante la fabricación de la prenda Conn había rezado ante ella cada día. Había vertido agua bendita sobre la armadura, un agua bendita especial que procedía del antiguo pozo de Chartres. Invocaba a Dios y a los ángeles para lograr la divina protección de su hermana pequeña en espíritu, la condesa guerrera mágica a la que había jurado proteger. Era una promesa que había hecho mucho tiempo atrás, una promesa a Dios, y tenía la intención de cumplirla a toda costa.
La prosperidad del papado crecía y decrecía, y las grandes casas de Europa libraban una prolongada y sangrienta batalla por el alma de Roma, la ciudad que vería ir y venir casi veinte papas en vida de Matilda. Fue en este clima que un joven archidiácono de una influyente familia romana, Ildebrando Pierleoni, llegó a Florencia para reunirse con el duque de Lorena y sus consejeros.
Conocido como Brando por sus amigos íntimos, este político romano de la familia más rica de la región era más sabio y versado en política que cualquier persona de su edad. Era un hombre apuesto y dinámico, de facciones cinceladas y ojos inteligentes de un gris claro peculiar, muy poco común en un romano. Pero no eran sólo sus ojos los que le diferenciaban. Brando Pierleoni poseía un raro carisma que irradiaba de su persona cuando entró en el salón de reuniones del palacio florentino del duque.
Godofredo de Lorena le recibió con cordialidad.
—Vuestra compañía nos honra, y os ofrecemos nuestras condolencias por la pérdida de vuestro amigo y nuestro muy amado Santo Padre.
Brando aceptó el recibimiento con idéntica cordialidad. Había una sincera tristeza en su expresión cuando habló del papa Nicolás, recientemente fallecido.
—Era un gran hombre, y le echaré de menos el resto de mi vida. Fue uno de mis mejores profesores.
—Y habéis gozado de excelentes mentores. —Godofredo quería que Brando supiera que estaba muy bien informado sobre la ilustre historia del joven en política papal—. Vuestro tío también fue un gran hombre.
Brando Pierleoni era sobrino del difunto papa Gregorio VI, un pontífice que había sido enviado al exilio por Enrique III, el mismo perverso emperador que había encarcelado a Beatriz y Matilda y confiscado sus tierras. El diplomático Brando había acompañado a Alemania a su acosado tío, actuado de enlace con su familia durante el difícil período de exilio y alcanzado reputación de consejero inteligente y valioso en temas de política romana.
Aprovechó al máximo sus días en Alemania, que se tomó como una misión para reunir información sobre los motivos del rey y proseguir su educación en las notables instituciones de Colonia. Sobre todo, desarrolló un sentido exacerbado de la justicia, y llegó a la conclusión de que las intromisiones de un monarca laico (sobre todo uno tan codicioso y cruel) en los asuntos de la Iglesia eran sencillamente inaceptables. En secreto, en aquellos días oscuros y largas noches del invierno alemán, juró dedicarse a reformar las leyes eclesiásticas, para que fuera inmune a la influencia laica y ningún rey pudiera controlar la elección del Papa. Brando despreciaba la hipocresía que veía a su alrededor, y juró trabajar en el logro de un entorno en que se reconociera a todos los eclesiásticos los mismos niveles de integridad. Exigió que todos los sacerdotes y obispos defendieran algo más que la seguridad de su posición y la riqueza que habían amasado para ellos y sus familias. Sería lo bastante audaz para realinear la estructura de poder en Europa si necesario fuera, con el fin de asegurar que los asuntos espirituales fueran administrados únicamente por el papado a perpetuidad. Sólo entonces sería Roma lo bastante fuerte y digna del apóstol Pedro para defender lo que debía. Éste era el juramento que había hecho, y lo repetía cada día con absoluto fervor.
Cuando Nicolás II ascendió al trono de San Pedro, su primera acción fue declarar archidiácono al inteligente Brando Pierleoni, a cargo de las operaciones fiscales, pese al hecho de que Brando no era sacerdote. Siguió siendo un político laico, si bien se sabía que poseía una profunda espiritualidad y extraordinaria compasión. De todos modos, nadie había llegado jamás tan alto en la jerarquía de la Iglesia sin tomar los votos. Era sólo un principio de lo que llegaría a conocerse como la infame osadía de Pierleoni.
Al cabo de escasos meses, Brando había redactado un audaz decreto de elecciones que asombró a Europa. Este decreto declaraba que las familias romanas y el rey de Alemania ya no podrían influir en las elecciones papales. Un selecto grupo de cardenales, llamado Colegio Cardenalicio, decidiría el papado a partir de aquel momento. Pierleoni no dejaba nada al azar. Estaba instando un proceso mediante el cual ni la familia real alemana ni la aristocracia romana podrían nombrar a un Papa títere para lograr sus propósitos.
Fue este decreto de elecciones lo que condujo a Brando a Florencia para reunirse con el duque de Lorena y su facción. Con la muerte de su mentor, el papa Nicolás, sería elegido un nuevo Papa utilizando por primera vez la invención de Pierleoni, el Colegio Cardenalicio.
—Brando, hablaré sin rodeos con vos. Nos gustaría proponer al obispo de Lucca, Anselmo di Baggio, como sucesor del Santo Padre. Como ya sabéis, es un enérgico reformador como vos. También se opone a la intrusión de Alemania en los asuntos de Roma, una causa que sé que apoyáis.
Brando asintió. Godofredo se maravilló de la seguridad del joven mientras meditaba sobre la propuesta. Si bien el archidiácono era muy educado, no cabía duda de que mantenía el control de la situación. También su inteligencia era maravillosa. Godofredo le vio calcular, analizar y pensar durante todo el encuentro. Cuando contestó, lo hizo con una aguda comprensión de las actuales circunstancias y la historia que conducía a ellas.
—Anselmo es un buen hombre y una prudente elección por muchos motivos, pero también es una carga. En una ocasión lideró una rebelión abierta contra Enrique III, de modo que será considerado un acto de agresión contra Alemania instalarle en el trono papal.
—Sí —contestó Godofredo—, pero los alemanes considerarán cualquier elección del llamado Colegio Cardenalicio que habéis creado un acto de agresión. Es mejor tener un Papa que se enfrente con firmeza a todas las amenazas, tanto al papado como a nuestros señores italianos.
Los dos hombres hablaron de los méritos del obispo de Lucca hasta bien entrada la tarde, y finalmente llegaron a un acuerdo que forjó un nuevo y poderoso vínculo entre la casa de Toscana y Brando Pierleoni, un vínculo que haría historia.
Al cabo de dos semanas, Anselmo di Baggio, ex obispo de Lucca, se convirtió en el papa Alejandro II como resultado de la primera elección legal bajo el nuevo decreto. La institución que elegiría al Papa durante mil años más, el Colegio Cardenalicio, había sido inaugurada.
Los obispos alemanes y la aristocracia del norte se enfurecieron por la elección de un hombre de abiertos sentimientos antigermánicos. Exigieron a la reina regente, Agnes de Aquitania, que se opusiera a este Papa en nombre del joven rey Enrique IV. Agnes no estaba preparada para el deporte sangriento de la política papal, y se encontró desbordada por las muchas tareas que se le encomendaban. Cuando guardó silencio y no tomó ninguna acción, el obispo de Colonia, un hombre ambicioso llamado Anno, instigó una conspiración diabólica. Anno raptó a su propio soberano y mantuvo como prisionero al joven Enrique en su velero, fuera del alcance de todo el mundo. El obispo exigió a Agnes que renunciara a su regencia, regresara a Francia y dejara al muchacho en manos de los obispos, que le educarían como verdadero rey del pueblo alemán.
A los once años de edad, Enrique IV había fortalecido su personalidad arrogante, imperiosa e irritable. Regañó a sus secuestradores por haberle alejado del cobijo de su madre, causándole traumas indecibles. A cambio, sus raptores, los funcionarios de la Iglesia de mayor categoría en Alemania, le consintieron todo en un esfuerzo por mitigar su culpa. Le mimaron con más eficacia y corrupción de lo que jamás habría consentido su torpe madre, hasta convertirlo en el ser más lascivo. Crearon un monstruo. Cuando alcanzó la edad legal para gobernar, los quince años, Enrique IV era proclive a la extravagancia y a excesos sexuales que abarcaban prostitutas, orgías y perversiones legendarias. Según muchas fuentes, los obispos que procuraban los medios a Enrique de refocilarse en sus pecados participaban con igual entusiasmo.
La madre de Enrique, que había regresado a Aquitania, se convirtió en su amarga enemiga. Al enterarse de la depravación de su hijo, la piadosa noble le desheredó y se alineó con su pueblo contra la Corona alemana. La deserción final de su madre provocó que el perturbado Enrique enloqueciera sin posibilidad de redención. La falta absoluta de influencia femenina, después de los once años, distorsionó todavía más su psique, y el joven monarca se transformó en un feroz y sádico misógino. Si no hubiera sido rey, se habría descubierto antes que era un peligroso psicópata. Corrían horribles rumores acerca de los cuerpos de muchachas que habían desaparecido después de que Enrique se entregara a sus periódicos ataques de lujuria. Sin duda, los corruptos sacerdotes que le rodeaban alimentaban su perspectiva de que las mujeres sólo existían para satisfacer sus más bajos instintos, y para nada más. Por supuesto, la traición y debilidad de su madre había demostrado que las mujeres no servían para nada desde un punto de vista político, y era imposible confiar en ellas. De hecho, merecían el destino que él les deparaba.
Los mismos obispos del norte que controlaban el poder y la fortuna de Enrique tomaron la decisión militar de enviar un ejército de mercenarios a Roma, con el fin de imponer por la fuerza a su hombre en el trono papal. Cuando se decidió que una tropa partiría de Toscana hacia Roma para defender al papa Alejandro, Matilda, de dieciocho años, insistió en unirse al cortejo. Para ella, no había postura más importante que adoptar. Alejandro era su Papa, un orgulloso y enérgico ciudadano de Lucca y defensor secreto de la Orden. Lucharía por él hasta la muerte si era preciso.
Matilda entró en Roma al lado de Conn, al mando de un impresionante grupo de guerreros toscanos y exhibiendo su brillante armadura, que centelleaba bajo la luz del sol. El pueblo de Roma estaba escandalizado y emocionado al mismo tiempo por esta joven condesa guerrera que acudía en defensa de su pontífice.
Conn procuró mantener alejada a Matilda del fragor de la batalla, pero al final del día tuvo que admitir que había peleado con valor y prudencia. No obstante, el resultado desafortunado para los toscanos fue una sangrienta batalla con enormes pérdidas en ambos bandos, sin que nadie pudiera proclamar victoria. Brando Pierleoni acompañó a su nuevo Papa, Alejandro II, hasta la seguridad de Lucca, bajo la protección de la guardia toscana. La condesa se adelantó con Conn para informar a Florencia, pero no antes de que Brando gozara de un vislumbre de la extraordinaria joven que ya se estaba convirtiendo en materia de leyenda. La vio por última vez desde lejos, una visión de luz cobriza que recibía los reflejos del sol sobre el Tíber. Entonces, de repente, un rayo de sol cayó sobre el río de tal forma que le cegó por un momento debido a su intensidad.
En aquel fugaz momento de clarividencia, el archidiácono supo que sus caminos volverían a cruzarse.
Enrique IV también estaba presente en Roma cuando Matilda entró en la ciudad rodeada de un halo de gloria. Fue una visión que abrasó sus ojos y reafirmó su psicosis. Ahora la puta de su prima le estaba causando problemas con su abierta rebelión, exhibiendo su riqueza y sus costumbres heréticas. El pueblo de Toscana pagaría por apoyar algo tan pervertido como una mujer caudillo. Él se encargaría de eso. Y, por fin, se haría cargo de ella de una manera muy personal. Enrique todavía soñaba con Matilda por las noches, soñaba con el tacto de su impío pelo rojo desde hacía muchos años. Aún guardaba un mechón que le había cortado mientras dormía. Llegaría el día en que la sometería, y no acababa de imaginar los delicados tormentos que le infligiría cuando llegara el momento. La próxima vez, su período de cautiverio en Bodsfeld se le antojaría muy diferente. ¿Acaso no se había despertado en plena noche durante años, imaginando tales cosas de la forma más gráfica y detallada? Era una de las obsesiones más enraizadas de una mente retorcida, pletórica de fijaciones enfermizas.
Al final, los alemanes se vieron obligados, gracias a la fuerza y astucia toscanas, a entregar el papado al reformador de Lucca, quien fue proclamado oficialmente Papa con el nombre de Alejandro II. Enrique culpó a Matilda de aquel gran fracaso. Su odio hacia ella se encontraba en plena ebullición.
Para la Orden del Santo Sepulcro, el nombramiento de un Papa de Lucca fue la culminación de un sueño. Era acaso la primera vez que un hereje de un linaje antiguo era Sumo Pontífice, pero no sería la última.
La noticia de la confirmación de Alejandro fue muy celebrada por Matilda. Ahora, con la ayuda del Papa y de su sobrino Anselmo, que sería nombrado obispo de Lucca en su lugar, podría cumplir por fin la promesa hecha en su niñez. Ordenaría que se construyera una iglesia para alojar el Volto Santo. La antigua y ruinosa iglesia de San Martín se transformó en una catedral, reconstruida a partir de los antiguos cimientos bajo su entusiasta patronazgo. Matilda, como condesa de Canossa, asistió a la ceremonia de consagración, junto con la facción de Lucca, al lado de su Santo Padre, el papa Alejandro II.
La Santa Faz descansaba ahora en una gran iglesia, digna de Nicodemo y su obra maestra. Matilda había hecho algo por fin que consideraba merecedor de la satisfacción de su Señor.
Sólo era el principio.
Florencia
1069
—SIÉNTATE, MATILDA.
Beatriz gruñó exasperada. Experimentaba la sensación de haber pasado la mitad de su vida dirigiendo esa frase a una hija inquieta que pocas veces dejaba de moverse. La hija, que contaba ahora veintitrés años, era de una belleza extraordinaria y muy segura de sí misma, era una poderosa fuerza política en Toscana y más allá. Gobernarla con cualquier tipo de autoridad materna se había convertido en una perspectiva cada vez más difícil para la matriarcal Beatriz.
Con Conn a su lado, Matilda había liderado ejércitos desde los Apeninos a los Alpes para proteger a su amado papa Alejandro de las fuerzas cismáticas que habían sido sobornadas para apoyar al antipapa de Enrique IV. En 1066, se convirtió en el brazo derecho de su padrastro en la batalla final que diezmó a los restantes partidarios del antipapa, y cuando todo acabó, fue jaleada como vencedora, rodeada de hombres que lanzaban el grito de batalla que la seguiría durante toda su carrera militar: «¡Por Matilda y san Pedro!».
Según se decía, la condesa luchaba con la misma ferocidad y valor que un varón. Además, sus hombres la adoraban y marchaban tras ella sin quejas ni lamentos. Conn había observado con mucho asombro, al principio, que su fervor no se encendía a pesar de que fuera mujer, sino porque era una mujer. En parte, se lo debía a él, pues la admiraba sin ambages y alababa su valía como líder militar. El gigantesco celta, quien comprendía el poder de la mitificación y de la propaganda, echaba leña al fuego de los sentimientos de sus hombres al comparar con frecuencia a Matilda con mujeres legendarias de la historia. Los soldados escuchaban con atención cuando Conn hilaba sus historias mágicas alrededor del fuego del campamento, historias sobre la reina amazona Pentesilea, que se cortó un pecho porque le impedía manejar bien el arco cuando luchaba contra los griegos en defensa de Troya; sobre la egipcia Cleopatra, que desafió el poderío de Roma, o sobre la asiria Zenobia, quien gobernó el reino más extenso del mundo antiguo, siempre comparándolas con Matilda y subrayando su superioridad. Les susurraba la profecía de la Esperada cuando la condesa no le oía, y explicaba que Dios la había elegido para guiarles. Los soldados se consideraban integrados en una nueva mitología, los hombres que formarían una gran banda de guerreros alrededor de una mujer que sería recordada eternamente por haber cumplido su destino extraordinario. Todos se convertirían en materia de leyenda. Y ser recordado por la historia, remachaba Conn, era un tipo especial de inmortalidad.
Pero los hombres no seguían a ciegas esta astuta estrategia. Las tropas reconocían y seguían a la grandeza, que veían tanto en la energía y talento para la estrategia de Conn, como en el espíritu de Matilda. También seguían a la nobleza, un rasgo nato de la diminuta condesa guerrera, como lo era su pelo legendario. Su naturaleza les inspiraba hazañas de gran valentía.
Y fue gracias a esta combinación de coraje y valor, de corazón, espíritu y poderosa mitología, que Matilda de Canossa se había convertido en una leyenda de proporciones épicas en Italia cuando contaba veintitrés años. La gente que salía de los pueblos para verla pasar con su malla cobriza la llamaba la Doncella Matilda, y la vitoreaba así: «¡Por Matilda y san Pedro!».
En aquel momento, la leyenda encarnada estaba paseando de un lado a otro de la habitación de su madre, muy agitada.
—No deseo sentarme, madre —replicó con brusquedad.
—Como quieras. Escucharás la noticia sentada o de pie, a mí me da igual. Pero la escucharás, Matilda. Has logrado escapar durante siete años a las condiciones de tu compromiso matrimonial. Godofredo lo ha permitido y yo también, cada uno por motivos diferentes. Cabe reconocer que tu padrastro no cree que vayas a encontrar mucho amor en su hijo, y te ahorraría ese destino si pudiera.
El único hijo de Godofredo, fruto de su primer matrimonio, era heredero de la fortuna de Lorena, y Matilda le había sido prometida en matrimonio porque la muerte de su padre hizo necesario ese vínculo legal. Que el joven duque fuera conocido como Godofredo el Jorobado no le convertía en el marido más deseado para una joven sensual que había sido educada en una visión exaltada del amor. Un hombre más famoso por su deformidad física que por cualquier otra característica no resultaba de lo más apetecible para una mujer que había estudiado la santidad de la cámara nupcial y soñado con la sagrada unión de los amantes en su forma más romántica. Fantaseaba con encontrar la pasión exaltada de Salomón y la reina de Saba, de Verónica y Pretorio, tal como se la habían desvelado en la Orden. Esto no parecía probable, dadas las circunstancias que el destino estaba intentando imponerle mediante la figura intratable de su madre. Además, su padrastro apenas hablaba de su hijo, lo cual debía ser una indicación más de su carácter desagradable.
—Nunca volveré a Alemania, y tú deberías comprenderlo mejor que nadie. No puedes pedirme que abandone la Toscana. Está enraizada en mi alma. Mi sangre corre por este lugar, y moriré si me obligas por la fuerza. Mi padre nunca me habría hecho eso.
Beatriz suspiró y se removió en el asiento. Ya se lo esperaba, y lo temía.
—Es a Lorena adonde irás, y Lorena es parte de tu herencia. Es mi herencia, Matilda, y el legado de Carlomagno, lo cual es lo bastante bueno incluso para ti. Es hora de que recuperes esa parte de ti y descubras que es honorable. Y a propósito, el palacio de Verdún es muy majestuoso y elegante. Casi todo el mundo se creería en el cielo si viviera en un lugar semejante.
—En tal caso, será una cárcel majestuosa y elegante, pero una cárcel que yo no veré. Porque no iré, y no me casaré con el jorobado.
—Matilda, hay algo que no sabes.
—Nada que me digas cambiará mi decisión.
—Tu padrastro se está muriendo.
Matilda se volvió poco a poco hacia su madre, la cual comprendió que su flecha verbal había dado en el blanco. La joven quería a Godofredo. Había sido muy bondadoso con ellas, y habían formado una auténtica familia durante casi quince años de vida en común. Había sido un verdadero padre para ella, y más. El duque había sido un mentor paciente y prudente, le había enseñado a administrar y defender las propiedades de la Toscana. Matilda le debía mucho. Ahora, corría el riesgo de perderle, de sufrir la pérdida casi insoportable de otro padre.
—¿Cómo lo sabes?
Tragó saliva. En el fondo de su corazón, sabía que Godofredo había iniciado un proceso de deterioro. Durante los dos o tres años siguientes a las guerras cismáticas, había visto disminuir su vitalidad. Ya no podía montar a caballo y se veía obligado a descansar largos períodos en su habitación. Durante los últimos años, era ella la que asistía a los consejos locales, la que iba a Mantua y Canossa para encontrarse con sus vasallos y mediar en las disputas cívicas. A Matilda le había gustado tanto asumir este poder que no se había permitido meditar sobre los motivos. Intentaba convencerse de que Godofredo sólo estaba permitiendo que se hiciera cargo de su herencia, en lugar de aceptar que ya no era capaz de administrar la Toscana.
—Este año te has ausentado muchas veces, y no le has visto como yo. La gota le está consumiendo. Él lo sabe, yo lo sé. Atravesar los Alpes será difícil, y de hecho puede acelerar su muerte, pero desea morir en Lorena. Además, desea verte casada con su hijo antes de que nos abandone. Es necesario, hija mía. El poder de Lorena defenderá tu herencia, tanto como los medios legales, y todo el mundo tendrá que aceptarlo. ¿Acaso no sabes que tu malvado primo intentará apoderarse de tus propiedades el mismo día que Godofredo muera, si no legitimas tus títulos mediante el matrimonio?
Matilda agitó la cabeza con desdén al oír mencionar a Enrique IV. En su mente, era todavía el ser que la atormentaba cuando era niña, y se le antojaba absurdo pensar que era rey.
—Nunca más volverá a robarme nada. Yo misma dirigiré nuestros ejércitos contra él. Que intente robar lo que nos pertenece por derecho.
—No, Matilda. Yo no le permitiré que nos robe lo que nos pertenece por derecho, al menos mientras me quede un hálito de aliento. Además, es el deseo de tu padrastro moribundo verte casada. Partiremos hacia Verdún de inmediato, pues Godofredo ha de cruzar los Alpes antes del invierno, y queremos que te hayas casado por Navidad. Lo siento, hija. Si hubiera otra forma, la apoyaría. Pero no la hay.
La joven condesa sintió que la energía empezaba a abandonar su corazón y su voluntad. Por fin, se dejó caer en una de las sillas talladas a mano, pintadas con el escudo rojo y blanco de la flor de lis de Lorena. Se le antojó un gesto simbólico de rendición.
—He de avisar a Isobel para que haga los preparativos.
Beatriz se puso en pie. Sabía que lo que iba a decir no sería bien recibido por su testaruda y emocional hija. Sería más duro para ella que la orden anterior de partir hacia Lorena para preparar su boda.
—Isobel no puede acompañarte a Verdún, hija mía. Ahora eres una mujer adulta, que se desposará con un marido noble, y que por tanto ya no necesita niñera. No sería decoroso.
Ya estaba todo dicho. Tanto Beatriz como Godofredo sabían que, mientras la facción de Lucca siguiera afecta a Matilda, ella jamás aceptaría su destino de duquesa de Lorena y esposa de Godofredo el Jorobado. Tenían que separarla por la fuerza de su influencia. Y si bien Beatriz detestaba admitir sus celos de la fidelidad inquebrantable de Isobel a Matilda, era un factor decisivo en su determinación.
Era incapaz de mirar a su hija. Había dolido sobremanera a su alma materna herir a Matilda de aquella manera, la hija a la que había llegado a querer más que a nada en el mundo, pero era por su propio bien. La joven condesa había vivido durante demasiado tiempo en un extraño mundo de fantasías, convencida de que podía ser la dueña de su destino. Había llegado el momento de que afrontara la realidad de que las mujeres no controlaban sus destinos en este mundo, ni siquiera una mujer que ya se había convertido en algo similar a una leyenda. Era una dura lección que Beatriz habría preferido evitarle a su hija, pero necesaria.
Se acercó a la ventana para mirar la luz desfalleciente del verano toscano, mientras esperaba en el pesado silencio que siguió. La explosión que Beatriz aguardaba no se produjo.
—Iré con vosotros a Verdún —dijo por fin Matilda con voz queda—, aunque sólo sea para concederle a Godofredo un poco de paz al final de su vida. Le quiero, estoy en deuda con él y le concederé eso. Nuestro Señor dijo: «Honrarás a tu padre y a tu madre», y yo lo haré.
Se levantó con brusquedad y caminó hacia la puerta, impaciente por salir de aquella habitación en busca de lo que quedaba del sol florentino, un sol que se vería obligada a abandonar muy pronto. Pronunció sus últimas palabras sin volverse.
—De momento, habéis ganado. Pero te lo prometo… sólo de momento.
Matilda esperó a sentirse segura ante la presencia de Isobel, en Santa Trinità, para demostrar la enormidad de su desesperación.
—¿Cómo lo soportaré, Issy? ¿Cómo permitiré que ese hombre horrible me toque? ¿Cómo viviré sin ti, sin el Maestro y sin Conn…, y lejos de Toscana?
Isobel abrazó a la condesa, y le acarició el pelo y dejó que llorara un rato hasta que le habló de la forma dulce pero firme que siempre había calmado a su pupila.
—Hay cosas en la vida que deben soportarse, Matilda. Y cuando eso ocurre, hemos de rendirnos a la voluntad de Dios. Nuestra oración dice «hágase tu voluntad», no «hágase nuestra voluntad», por un motivo. ¿Qué te he enseñado al respecto?
La joven se secó las lágrimas con las manos. Su espiritualidad se veía desafiada por la necesidad de encontrar un sentido a lo que estaba sucediendo.
—Que llegará el día en que comprenda la sabiduría del plan de Dios, aunque no pueda ni soñar en comprenderlo hoy.
Isobel asintió.
—Exacto. Pues cuando aceptes que estás aquí con el único propósito de cumplir el plan de Dios, jamás conocerás ni un día de dolor. Entrégate a él, Matilda. Es el gran arquitecto. Nosotros sólo somos los constructores que ejecutamos sus designios, y hemos de hacerlo colocando las piedras de una en una, tal como él nos ordena. Cuando lo hagamos, nos daremos cuenta de que estamos construyendo algo hermoso y perdurable, como hizo el maestro arquitecto de Lucca al reconstruir San Martín. Está claro que Dios quiere que vayas a Lorena para cumplir tu destino. ¿Quién sabe qué encontrarás allí?
—No será la sagrada unión de los amantes con un jorobado, de eso estoy segura.
—Lo sé, Tilda. Y lamento mucho que tu primera experiencia con un hombre no sea de verdadero amor. Pero te prometo que un día encontrarás esa clase de amor, y será todo cuanto has soñado, y sabrás que la espera ha valido la pena.
—¿Cómo lo sabes, Issy? ¿Qué esperanza me queda, cuando a los veintitrés años estaré casada con un jorobado? Cuando me libre de él, seré una vieja. Que Dios me perdone.
—Te lo puedo prometer porque la profecía lo dice. —Isobel se puso seria—. O crees en las profecías, o no. Tienes que elegir, Matilda. O eres la Esperada, o no lo eres. Y si lo eres, cumplirás tu destino de acuerdo con las palabras de nuestra profetisa: construirás templos importantes para el Camino que protejan nuestro legado, y conocerás un gran amor. Consuélate con eso y recobra la fe, hija. Te salvará en los momentos sombríos.
»Pero de momento has de aceptar la prueba, al igual que nuestro Señor aceptó la suya. En comparación, pedirte que te cases con un duque y vivas rodeada de lujos no puede ser tan horrible.
Visto así, costaba desesperar por el destino impuesto y no sentirse terriblemente egoísta. Al Maestro le gustaba preguntar a Matilda, cuando se autocompadecía por el motivo que fuera: «¿Acaso se ha acercado alguien a ti o a tus seres queridos con una cruz grande y unos clavos de hierro? Porque si no es ése el caso, no tienes motivos de queja».
El Maestro la había sermoneado con frecuencia sobre los sacrificios, no sólo del Señor, sino de su madre y su esposa, quienes tuvieron que soportar el dolor de presenciar su agonía final. Habían discutido hasta bien entrada la noche, más de una vez, sobre cuál de aquellos destinos era el más noble: el destino del Cordero de Dios, o el de tener que legar al futuro el recuerdo de su pasión y muerte. Era una pregunta que carecía de respuesta, pero siempre conseguía inspirar discusiones valiosas entre gentes de espíritu.
Isobel tuvo una idea.
—Ve mañana por la mañana, nada más amanecer, al Oltrarno. Me encargaré de que el Maestro te esté esperando, y hablaremos de esto.
Al otro lado del río, en el barrio llamado Oltrarno, la Orden poseía una propiedad en una zona más apartada, que por suerte no se hallaba bajo el escrutinio de todos los ojos de Florencia. Alguien tan popular como Matilda no podía pasear por una ciudad como ésta sin ser reconocido. Cuando estaban dentro de los muros de la propiedad de Santa Trinità, gozaban de privacidad. Pero para lo demás tenían que salir de la ciudad.
Y así fue que la Orden construyó un laberinto de piedra y ladrillo al otro lado del río, que el Maestro había utilizado durante años para la educación de Matilda. Se había convertido en su refugio más amado.
—Has de recorrer el laberinto, Tilda. Solvitur ambulando.
Matilda asintió. Solvitur ambulando significaba «se soluciona caminando», y era parte esencial de las enseñanzas del laberinto. Pues le habían enseñado que el laberinto era un artefacto construido a la perfección. Fue creado mediante la sabiduría combinada de Salomón y la reina de Saba, una sublime indicación de cómo los amantes pueden manifestar grandes milagros gracias al espíritu compartido. Fue donado al hombre como medio de acceder a Dios de manera directa gracias a su oído interior. Pasear por el laberinto concedía a la persona piadosa oídos para oír, de manera que tras llegar al centro, los mensajes de Dios se oían y comprendían mejor. Era una oración andante, un baile de meditación que unificaba mente, cuerpo y espíritu en una conciencia de poderío singular. Fue gracias al laberinto que Salomón obtuvo su legendaria sabiduría.
Tal vez Matilda encontraría fuerzas por la mañana, cuando escuchara a Dios en el centro del laberinto. Nunca le había fallado. La flor de seis pétalos en el centro del laberinto era su lugar favorito de la tierra, el más seguro, el lugar más dulce jamás creado. Mañana iría allí en busca de sí misma, su futuro y la voluntad misteriosa de Dios.
El amanecer de verano sobre el Arno era un dulce juego de luz dorada. La condesa se detuvo para admirarlo y absorber la belleza de su amada Toscana, y para permitir que las lágrimas rodaran sobre sus mejillas. Los ríos de esta región (el Arno, el Po, el Serchio) corrían en verdad por sus venas. Privarse de ellos durante cualquier período de tiempo, y sobre todo los años que, sin duda, debería vivir en Lorena, era una sentencia infernal. Tal vez peor aún que casarse por la fuerza con un jorobado. Casi podría soportar aquel horror en particular si viviera en la Toscana.
Pero no podía ser. Por los motivos que fueran, Dios había decretado que Matilda se casaría con el jorobado y se iría de su tierra natal. Ahora intentaría comprender por qué y, una vez que lo hubiera comprendido, se rendiría a Su voluntad.
Isobel la estaba esperando en la puerta de la propiedad de la Orden. Un bosquecillo protegía todavía más el lugar sagrado de los ojos curiosos, y recorrieron el sendero, que Matilda podía seguir con los ojos cerrados, de tan bien que lo conocía y lo mucho que lo amaba. El sendero terminaba en un claro, donde se había construido el enorme laberinto siguiendo los principios de Salomón y la reina de Saba, con piedra y ladrillo incrustados en la tierra para crear los once senderos circulares que conducían al centro. Aunque el laberinto de Salomón tenía un centro perfectamente redondo, la culminación de esta versión era una rosa de seis pétalos, el símbolo del Libro del Amor tal como lo había diseñado el propio Mesías. El laberinto era ahora un milagroso híbrido de las enseñanzas de Salomón el Grande combinadas con la oración fundamental de su descendiente, Jesucristo.
El Maestro estaba en el centro cuando Matilda llegó, de rodillas y abismado en sus oraciones. Fra Patricio, su joven protegido calabrés, sonrió a la condesa desde la entrada. Ella le saludó en silencio, pues no quería perturbar la meditación del Maestro, pero contenta de ver a Patricio. Se habían educado juntos en los secretos de la Orden, sentados codo con codo a los pies del enigmático sabio. Se habían interrogado mutuamente y estudiado juntos, y habían practicado códigos mnemotécnicos que les permitían aprender el Libro del Amor y las profecías del Libro Rosso de memoria. Habían estudiado los complejos dibujos arquitectónicos de Salomón, inspirados por Dios, que creaban espacios en el templo y se habían incluido en el Libro del Amor. Eran las lecciones más complejas y difíciles, y estudiar con un compañero facilitó la tarea de procesar la información. Ambos niños se mostraron tan hábiles con los dibujos del templo que el Maestro comentó en numerosas ocasiones que cualquiera de los dos podría llegar a ser un arquitecto memorable.
Competían con cordialidad por la atención y las alabanzas del Maestro, y a veces sin tanta cordialidad, al tiempo que aprendían a someter su ego al aprendizaje. Patricio se había convertido en el hermano que Matilda había perdido cuando era un bebé. El sabio decía en broma que eran dos mitades de la misma mente. Abandonar a Patricio sería desgarrador.
El Maestro recorrió los once círculos hasta la salida y dedicó una profunda reverencia al laberinto cuando llegó a la salida-entrada. Recorrió los pocos pasos que le separaban de ellos y se arrodilló para tocar la anilla de hierro clavada en la tierra. Con los ojos cerrados, dio las gracias a la Señora del Laberinto por sus dones y se levantó para abrazar a Matilda.
—Bienvenida, hija mía. —La besó en ambas mejillas—. Ésta es en verdad una gloriosa mañana, pues la voluntad de Dios se nos da a conocer. Callaré mis interpretaciones hasta que hayas elaborado las tuyas. Solvitur ambulando, hija. Ve a hablar con tu Creador.
Hizo un ademán en dirección al laberinto. Isobel, Patricio y el Maestro se alejaron a una distancia prudencial para permitir a Matilda el uso exclusivo del espacio. Había momentos en que paseaban juntos, un hermoso baile de camaradería y comunidad. Pero esta mañana era para ella sola. Les dio las gracias y se acercó a la anilla de hierro del suelo. Se postró de hinojos para dar gracias a la Señora del Laberinto. La Señora había adoptado muchas apariencias a través de los tiempos, pues era el eterno femenino, la esencia del amor y la compasión, la mujer amada que completa al varón mediante su unión de amor y espíritu, confianza y conciencia. Era Ariadna, era la reina de Saba, era Magdalena, era Asherah.
En honor de Ariadna, Matilda se arrancó un mechón de pelo cobrizo y lo ató con el nudo conyugal en la anilla de hierro, a imitación del hilo que salvó a Teseo.
Cuando se acercó a la entrada del enorme espacio, recordó lo que el Maestro le había dicho hacía muchos años, cuando entró por primera vez: «No hay camino correcto para entrar en un laberinto, ni camino incorrecto. Sólo hay un camino. Sigue el ritmo que te dicte tu alma y no te apartes de tu camino».
Respiró hondo varias veces para despejar su mente y entró en el laberinto. Hoy caminó con parsimonia, contemplando sus pies mientras recorrían los círculos, con el deseo de liberar su cerebro del ruido procedente del mundo consciente. Para ella, los aspectos más cinéticos del laberinto constituían el mayor bálsamo para la mente. No le gustaba quedarse sentada, rezando o meditando, durante largos períodos de tiempo. Era un alma demasiado inquieta para tanta calma. Como casi todos los humanos. Pero en el laberinto podía moverse, pensar y sentir al mismo tiempo. Era la forma de rezar más gloriosa que cabía imaginar.
Respirar, depurar, caminar, seguir los senderos sinuosos. Desprenderse de toda la escoria, decir a Dios que sólo deseaba oír su voz con claridad y conocer su voluntad para poder seguirla. Cuando llegó al centro santo, lo más sagrado de lo más sagrado, el lugar del templo y el tabernáculo, se postró de rodillas y pidió a Dios que le hablara. Había días en que iba allí para trabajar en el Pater Noster y en las seis enseñanzas primordiales del padrenuestro, en cada uno de sus pétalos. Pero no lo hizo esta mañana. Había decidido caminar con un propósito, y tal propósito era comprender su destino.
Dios no la hizo esperar mucho. Una visión la aguardaba en el centro del laberinto.
Matilda estaba cabalgando a través de un bosque verde y exuberante. Pese a todo, debía reconocer la belleza del lugar. Patricio iba a su lado, siempre la acompañaba cuando necesitaba alejarse de Verdun. Habían cabalgado a buen ritmo, pues la grupa de un caballo era uno de los escasos lugares donde ella podía encontrar refugio. Como no tenía a mano un laberinto, montar a caballo era su único medio de escape, una oportunidad de moverse y pensar al mismo tiempo.
Se detuvieron al llegar junto a un pequeño estanque en el que desembocaba un riachuelo, para que los caballos bebieran y comer el pan y el queso que Matilda había traído. Patricio condujo los caballos hasta el río. Algo impulsó a la condesa a continuar andando, en dirección a lo que parecía un claro. Algo inexplicable la atraía hacia allí. Y entonces la oyó: la voz de una muchacha. No logró entender las palabras, pero sabía que era una niña. ¿Le estaba hablando? ¿La estaba llamando? Oyó la risa cuando se acercó más al claro.
Rayos del sol de la tarde centelleaban entre los árboles, y se reflejaban en lo que parecía ser un charco de agua. Fascinada, avanzó hacia él. Era un pozo, o una cisterna, lo bastante ancha para que varios hombres se bañaran al mismo tiempo. Se inclinó para mirar el agua y se quedó impresionada por la sensación de profundidad sin límites, de que este pozo era sagrado y se internaba en las profundidades de la tierra.
El agua estaba inmóvil, y entonces una ínfima ola onduló la superficie. Una oleada de luz dorada empezó a invadir el pozo y la zona circundante. Cuando clavó la vista en el agua, una imagen comenzó a formarse. La escena era un hermoso valle, verde y exuberante, con árboles y flores. Lo veía como si estuviera mirando un espejo, mientras una lluvia de gotas doradas caía del cielo y lo teñía todo del mismo color. Ríos de oro no tardaron en atravesar el valle, y los árboles estaban cubiertos del refulgente elemento. Todo brillaba a su alrededor con el resplandor luminoso del mineral líquido.
A lo lejos oyó la voz infantil, la que la había atraído hasta este lugar.
—Bienvenida al Valle de Oro.
Matilda lanzó una exclamación ahogada. La profecía hablaba del Valle del Oro. Su profecía. Y como para confirmar que estaba en lo cierto, la voz infantil resonó en el bosque dulce y clara, recitando las palabras de su joven profetisa, pronunciadas hacía mil años:
—La verdad ha de ser conservada, construida en piedra y pergamino en el Valle de Oro. La nueva Pastora, la Esperada, se encargará de su perfección y de encerrar la Palabra del Padre y de la Madre, así como de sus hijos, en los lugares sagrados. Éste será su legado. Éste, y conocer un gran amor.
Matilda se levantó del centro del laberinto, todavía aturdida a causa de la visión, convencida de que la pequeña profetisa se la había concedido. Cuando empezó a salir de los once círculos, repasó la visión y sus imágenes. No le cabía la menor duda de que el Valle del Oro estaba en Lorena. Por eso Dios la enviaba allí, para construir un templo al Camino del Amor en esa región. No estaba segura de la forma que adoptaría, pero sí de que el Maestro sabría qué debía hacer. ¿Acaso no había dicho que Dios la informaría de su voluntad aquella mañana?
Pero el verdadero goce procedía de la visión de Patricio en el laberinto. Dios quería que tuviera un amigo en Lorena, un amigo que la comprendería de verdad en un mundo de costumbres extrañas y un marido no deseado. Tal vez encontraría las fuerzas para soportarlo todo con elegancia.
Hágase tu voluntad, se repitió varias veces mientras salía de los sagrados senderos. Cuando llegó a la salida, inclinó la rodilla ante la anilla de hierro y dio las gracias a la Señora del Laberinto, esta vez en la guisa de Sarah-Tamar.
El Maestro no había visto la visión de Matilda. Era para ella sola, un regalo de la profetisa para que no perdiera la fe. Pero sí la había visto en su visión erigir un gran edificio en Lorena, que se convertiría en el receptáculo no sólo de sus enseñanzas, sino de la historia de su pueblo y de las familias sagradas. A la condesa se le había encomendado la misión de construir una biblioteca y una escuela para proteger todo lo que era sagrado para la Orden del Santo Sepulcro, y lo haría en forma de monasterio. Una vez que se encontrara el emplazamiento, este Valle de Oro que había visto en su visión, trabajaría con Patricio en la construcción del edificio. El Maestro seleccionaría monjes de Calabria, que hubieran demostrado su dedicación como historiadores y escribas, para iniciar la tarea de construir la biblioteca. Patricio sería nombrado abad.
Esta tarea constituiría el honor más grande para Matilda y Patricio. Pues el Maestro había visto otro elemento muy importante en la visión. Había visto que el Libro Rosso atravesaba los Alpes en su arca de oro, transportado con sumo cuidado por Patricio en un carro tirado por bueyes, tal como había ocurrido con el Volto Santo tres siglos antes. Matilda debía llevarse el Libro Rosso, para que el contenido fuera copiado con exactitud e instalado con todos los honores en el nuevo monasterio del Valle de Oro. Una vez concluida la tarea, devolverían el Libro Rosso a Toscana, donde residiría a perpetuidad.
Las enseñanzas del Camino del Amor encontrarían un nuevo hogar en Lorena, devueltas al país de Carlomagno. Era el destino de Matilda responsabilizarse de que así sucediera. Pese a la agitación provocada por su inminente matrimonio, esta promesa le proporcionaba una gran tarea en la que concentrarse, algo positivo en su futuro, que era de tremenda importancia. Cumpliría este deber con honor y elegancia.
Estaría a la altura de su destino y obligaciones de Esperada, y se esforzaría por no quejarse de estar casada con un jorobado y vivir en un palacio.
Y fue así que la hermosa muchacha nazarena a quien se le dio el nombre de Berenice al nacer fue conocida más tarde como Verónica. Era amiga de Magdalena en la infancia y estudió el Camino, y fue educada como sacerdotisa a los pies de Nuestro Señor, del mismo modo que sus hermanas nazarenas. Verónica era más joven, y en el momento de la pasión de Nuestro Señor todavía no era una María. Aún no llevaba el velo rojo. El suyo era blanco.
Se habla del valiente acto de la adorable Verónica el Día de los Dolores, pues cuando el Salvador arrastraba su carga hasta la colina el Día Negro de la Calavera, la sangre y mugre que resbalaba desde las heridas producidas por la corona de espinas se metió en sus ojos y nubló su visión, así que Verónica se abrió paso con valentía entre la muchedumbre que rodeaba a su maestro y se quitó el velo blanco de la cabeza. Se lo acercó para que pudiera secar su cara y volver a ver.
Y de ese modo, la imagen del rostro de Nuestro Señor quedó impresa en el velo blanco por toda la eternidad.
Verónica ayudó a Magdalena y las demás Marías al pie de la cruz, una hermana en el amor y el dolor. Las protegía el soldado romano de ojos azules llamado Pretorio, quien había estado al servicio particular de Poncio Pilatos. Jesús había curado la mano rota a este centurión, y estaba encontrando la luz de la conversión durante la Semana Santa, cuando ocurrían cosas de una terrible grandeza.
Pretorio se convertiría en otra clase de soldado tras la pasión de Nuestro Señor. Estaba destinado a convertirse en soldado del Camino, uno de los primeros conversos de nuestra comunidad, y uno de los más fervorosos.
El día de la resurrección de Nuestro Señor, el centurión corrió al sepulcro después de enterarse del milagro. Fue allí donde habló por primera vez con nuestra hermana nazarena Verónica. Ella le habló de las enseñanzas de Nuestro Señor, del Camino del Amor, y de que éste cambiaría el mundo si permitíamos que su verdad entrara en nuestros corazones.
Desde aquel día de la Santa Pascua, Verónica y Pretorio no volvieron a separarse. Un amor descubierto a la sombra del Santo Sepulcro sólo podía ser bendecido por Dios para toda la eternidad. Verónica empezó a guiarle mediante las enseñanzas nazarenas. Y cuando Nuestra Señora fue a la Galia para iniciar su misión, ellos la siguieron y continuaron su adoctrinamiento bajo su guía, directamente del Libro del Amor, escrito por Nuestro Señor.
De esta forma se convirtieron en la primera pareja que enseñó la sagrada unión de los amantes en suelo europeo, y aquellas tradiciones florecieron como tributo a la santidad de su amor. Donde arraigan estas enseñanzas, no puede existir oscuridad.
El amor lo conquista todo.
Cuando el tiempo vuelva, Verónica y Pretorio se encontrarán de nuevo y volverán a predicar. Pues éste es su destino eterno, y el modelo de incontables otros que han hecho la misma promesa desde el alba de los tiempos, encontrarse y vivir y predicar el Camino del Amor.
Quienes tengan oídos para oír, que oigan.
LA LEYENDA DE VERÓNICA Y PRETORIO
Y LAS ENSEÑANZAS DEL AMOR Y LA UNIÓN SAGRADA,
TAL COMO SE CONSERVAN EN EL LIBRO ROSSO
Roma
En la actualidad
EL PADRE PETER HEALY PASEABA de un lado a otro de su despacho, con las palmas de las manos sudorosas. Esto era de lo más inesperado y algo inoportuno, pero no había forma de eludirlo. Bérenger Sinclair venía de camino para verle. Maggie le había ayudado a sortear la seguridad vaticana. Peter apenas tenía unos minutos para ordenar sus pensamientos, pero poco podía hacer para prepararse. Todo dependería del propósito de la visita de Sinclair, y qué enfoque utilizaría. Peter se sentía perdido, pues Maureen se negaba a hablar con él de sus amigos de Pommes Bleues. Evitaba el tema a toda costa, lo cual podía significar cualquier cosa.
La puerta se abrió y Maggie invitó a Bérenger Sinclair a entrar en el despacho de Peter, que se mostró sorprendido cuando el aristocrático escocés rechazó cualquier tipo de bebida. Bérenger esperó a que el ama de llaves cerrara la puerta para acercarse a Peter con la mano extendida.
—Padre Healy. Gracias por recibirme con tan poca antelación.
Peter estrechó la mano que le ofrecían, aliviado de que el acercamiento inicial fuera cordial.
—Por supuesto, lord Sinclair. Es un placer. ¿Qué le trae a Roma?
Le indicó la butaca que había frente al escritorio. Sinclair tomó asiento.
—Maureen —se limitó a contestar.
Peter asintió.
—Ya me lo imaginaba. ¿Sabe que ha venido?
—Sí, pero todavía no la he visto. Quería verle a usted antes.
—¿Por qué?
Sinclair se acomodó y removió su cuerpo larguirucho en la butaca.
—Porque sé que ella está preocupada por cómo se siente usted, de modo que esperaba ocuparme de eso de entrada, para que tenga algo menos de qué preocuparse.
Peter guardó silencio, cauteloso. No se había producido contacto personal entre él y Bérenger Sinclair desde que se había marchado del castillo aquella noche con el Evangelio de Arques, pero estaba bastante bien enterado de lo que opinaba de él y de sus actos.
—Peter, he tenido mucho tiempo para pensar en los acontecimientos de los dos últimos años, y debo decirle que me he dado cuenta de que he sido injusto y severo con usted. Sepa que no le guardo rencor por lo sucedido aquella noche. Y lo digo en serio. Comprendo lo que hizo y por qué. A un extraño nivel metafísico que todavía no entiendo del todo, creo que hizo lo que debía. Cumplió su papel en este gran drama en que todos participamos.
La respuesta de Peter fue irónica.
—¿Cómo Judas?
Sinclair se encogió de hombros.
—Tal vez. Pero como sabrá bien, el Evangelio de Arques dice que Judas fue noble y leal. No traicionó a Jesús, sino que le obedeció. Hizo lo que era necesario para que todos cumplieran su destino. De modo que en ese aspecto, sí, yo diría que las similitudes son grandes, y le recuerdo que nuestra Magdalena se refería a Judas como el más afligido de todos, salvo uno.
Peter asintió. Que Judas era uno de los apóstoles más leales y dignos de confianza era una de las revelaciones más explosivas del Evangelio de María Magdalena. Alteraba por completo la percepción de este personaje tan vilipendiado en el siglo I. La revelación dispensó cierto consuelo a Peter.
—Gracias. Me alegro de que haya venido, más de lo que se imagina. Dígame, si no le molesta mi pregunta, ¿cómo fue su reunión con Maureen? Temo que ella no me habla de esas cosas, teniendo en cuenta nuestra historia común.
Bérenger sonrió en respuesta.
—Sostener una relación con Maureen es como despertar y descubrir que hay un unicornio en tu jardín.
—Vaya, eso sí que es poético —respondió Peter—. Pero ¿qué significa?
Bérenger ordenó sus pensamientos un momento antes de contestar.
—Es una circunstancia única e impresionante. Nunca has experimentado nada semejante. De pronto, en mitad de tu vida aparece algo que demuestra la presencia de la magia en el universo. Siempre habías creído que la magia era real, pero ahora la puedes ver, casi la puedes tocar. Casi, pero no del todo. Porque primero has de acercarte, pero ¿cómo abordar a un ser tan receloso y exótico? ¿Te atreverás? ¿Eres digno de él? No existe marco de referencia para tal encuentro, nadie puede decirte cuál ha de ser tu comportamiento.
»Después está el asunto de ese cuerno tan afilado. Por dulce y adorable que parezca el unicornio, presientes que también sería capaz de infligir heridas muy graves, incluso mortales, de manera intencionada o no. La magia funciona en ambos sentidos. Si bien es hermoso y encantador, y sabes que has sido bendecido por su presencia en tu jardín, es más que peligroso, y también muy desconcertante para el común de los mortales. Y así me siento yo.
Peter se sumó a la alegoría.
—Y debes ganarte su confianza; para que ese unicornio se quede en tu jardín, necesitas tener mucha paciencia. Y un alto grado de valentía.
Sinclair asintió para mostrar su acuerdo.
—Sí, y además sabes que si lo asustas, se le partirá el corazón y la magia desaparecerá de tu vida, para no regresar jamás. Entonces tu paisaje se te antojará muy vacío a causa de la pérdida. El mundo ya no volverá a ser igual. Pues si bien es posible que encuentres otras cosas bellas a lo largo de tu vida, sólo existe un único unicornio, ¿verdad?
Peter se reclinó en su butaca y sonrió a Bérenger, una sonrisa sincera y cálida. Hubo un tiempo en el que este hombre había albergado graves sospechas sobre él, pero ahora veía que aquellos días pertenecían al pasado. Aprendería a apreciarle y a comprender que poseía una integridad específica. Sobre todo, creía que el escocés amaba de verdad a Maureen y la comprendía de una forma que pocos podían. Además, Peter estaba seguro de que haría lo imposible por protegerla.
—Creo que ha llegado en el momento adecuado. Maureen lo necesita. El ataque de Orval la asustó. Nos asustó a todos. Tiene la oportunidad de abordarla con delicadeza, con la comprensión que necesita. ¿Recuerda el final de la leyenda del unicornio? A la larga, lo único que lo domestica y mantiene en el jardín es el amor incondicional.
—Estoy preparado para dárselo, si me permite acercarme hasta ese extremo.
—Le creo. ¿Cómo puedo ayudarle, Bérenger?
Sinclair meneó la cabeza.
—Ojalá fuera así de fácil. He de conquistar a ese unicornio con mis propios méritos. Aunque para ayudarme bastará con que no se oponga a mi presencia. Si Maureen cree que usted apoya mi papel en su vida, será más que suficiente.
—Tiene mi palabra. Y sepa que le apoyo. Cuando llegó la hora de la verdad…, usted significó más para ella que yo. Nunca me perdonaré por lo sucedido aquella noche, y mi papel en esta historia. Lo siento. Lo siento de verdad, y espero que así se lo comunique a Tammy y Roland. Se merecían mucho más.
Peter se quedó sin habla al final de su parlamento. La profundidad de sus emociones le pilló por sorpresa, pero no intentó reprimirse.
La respuesta de Sinclar fue amable.
—Ya no hay nada que hacer, Peter. Todos hemos aprendido la lección y maduraremos en consecuencia. El perdón es el Camino del Amor, y todos nos esforzamos en practicar lo que ella predicaba. Lo que ellos predicaban. Ahora nos espera una tarea que tal vez sea más grande que la última. En esto hemos de concentrarnos, por encima de cualquier otra cosa.
Hablaron sobre los acontecimientos más recientes y las extrañas pistas, teorizaron sobre lo que podía agazaparse detrás de las hostilidades y cuáles serían sus siguientes pasos. Peter propuso que se reunieran los tres, después de que Bérenger hubiera gozado de la oportunidad de ver a Maureen a solas. Juraron trabajar juntos por un propósito más elevado. Ya era hora de hacerlo. Al final de su encuentro, se abrazaron con cordialidad, y los dos se sintieron aliviados y extrañamente optimistas después de la conversación. No hay mejor cura que la dispensada por el perdón y la reconciliación.
Cuando Sinclair se disponía a marcharse, Peter le llamó.
—Bérenger, sepa que una cosa es cierta: yo he elegido a mi maestro. Y puede estar seguro de que esta vez he elegido con sabiduría.
Dio un puñetazo en el escritorio para subrayar sus palabras.
—Pase lo que pase, nunca volveré a equivocarme de bando.