7

Florencia

1057

EL DUQUE GODOFREDO eligió Florencia para establecer su nuevo hogar, pues la prefería mucho más que Mantua, donde era difícil competir con el recuerdo de Bonifacio. Desde Florencia podría trabajar en un entorno más cosmopolita y politizado. Mantua, Modena y Canossa eran más provincianas en comparación. Amplió y renovó un antiguo palacio que existía en el centro de la ciudad, cerca del impresionante Baptisterio octogonal que dominaba Florencia.

Matilda se acostumbró a su vida en Florencia, gracias en parte al reencuentro con su amada Isobel. Beatriz, que ahora trabajaba con ahínco en la administración de las propiedades toscanas en nombre de su hija, estaba demasiado ocupada de nuevo para dedicarse a la pequeña como antes. Si bien su estancia en Alemania las había acercado más que nunca, Matilda siempre necesitaría y ansiaría los cuidados de Issy.

Isobel estaba preocupada por los cambios padecidos por Matilda durante su cautividad en Alemania. Había perdido parte de su inocencia, y le costaría confiar en alguien que apareciera por primera vez en su vida. Además, se mostraba inquieta y combativa en la pasión que sentía por la justicia. Isobel y el Maestro se dieron cuenta de que deberían trabajar mucho y deprisa para subrayar que el deseo de justicia no debía estar contaminado por la venganza. Pues si una era obra de la luz, la otra lo era de la oscuridad. Como líder, Matilda debía aprender a actuar desde el amor siempre que fuera posible. Pues éste lo conquista todo.

En lo tocante a los propósitos de la Orden, la condesa no había recibido educación espiritual durante casi dos años, que eran fundamentales en el desarrollo de un niño. Durante su cautividad, su única instrucción religiosa había consistido en las rígidas interpretaciones ortodoxas que eran el pan nuestro de cada día de la familia real alemana. Trabajar para deshacer ese entuerto iba a constituir un desafío. Como resultado, el círculo interior de la Orden del Santo Sepulcro de Lucca había llegado a la conclusión de que era preciso tomar medidas de emergencia. El Maestro se trasladaría a Florencia, donde la Orden tenía una sede, un monasterio situado a orillas del río Arno que llevaba el nombre de la Santísima Trinidad, Santa Trinità. Una comunidad de monjes, reservada y un tanto misteriosa, que mantenía lazos con la Orden, había construido un monasterio en aquel lugar en el siglo X, bajo el patrocinio de Sigfrido de Lucca, el legendario tatarabuelo de Matilda. Los monjes no sólo simpatizaban con los orígenes de la Orden, sino que algunos eran descendientes de las más poderosas familias del linaje y miembros de ella.

En Santa Trinità, Isobel y el Maestro reanudarían la educación de Matilda. Recuperarían a su hija, la preciosa Esperada, y la devolverían al Camino del Amor. Se encargarían de que gozara de todas las oportunidades de cumplir su destino. Le enseñarían que Dios le había concedido la prueba del encarcelamiento y la injusticia por un motivo, para que conociera y comprendiera el dolor de ese trato. Debería utilizar esta experiencia para influir en sus decisiones como líder, con el fin de recordar a la humanidad, a todos y cada uno de sus vasallos, lo que enseñaba el Libro del Amor, que todos los espíritus humanos eran iguales, y ningún hombre o mujer era más valioso que otro. Tal vez el destino de algunos parecía más eminente, pero eso era desde la perspectiva humana. A los ojos de Dios, todas las almas poseían el mismo valor.

Aunque las lecciones que había recibido Matilda eran duras para alguien de tan corta edad, el Maestro hizo hincapié en que formaban parte de un plan de Dios en vistas al destino de Matilda. La transformarían en la líder más grande y bondadosa.

Otro motivo de preocupación era que la experiencia de la pequeña condesa con el joven Enrique había contaminado sus relaciones con los demás niños de su edad, en especial del sexo masculino. El futuro dependería de sus habilidades diplomáticas, por lo general con hombres, de modo que era urgente enderezar ese problema. El Maestro decidió dar clases a Matilda en presencia de otros niños, empezando con un niño huérfano que había sido enviado desde Calabria debido a su mente veloz y características de líder. Era de una edad similar, y el Maestro creía que sería un buen compañero para su pupila. Se llamaba Patricio, y a los nueve años ya había demostrado disfrutar de dones espirituales e intelectuales. Patricio era un niño adorable, de carácter alegre, pero voluntad fuerte. Podría estar a la altura de Matilda, e incluso desafiarla. Se parecían lo bastante para llevarse bien, pero también para estimularse mutuamente. Era una solución perfecta que podía ser muy terapéutica para la niña.

Florencia

1059

—MADRE, deseo recibir instrucción de soldado.

Beatriz dejó a un lado las cuentas que había estado examinando cuando su hija, ahora con trece años y de una belleza excepcional, le habló desde la puerta.

—Entra y habla con propiedad, Matilda. No puedo permitir que grites esas cosas desde el pasillo para que toda la casa se entere. —Beatriz sonrió para indicar que no estaba disgustada con el comportamiento impetuoso tan típico de su hija. No sólo lo esperaba, sino que lo consideraba parte de su encanto—. Siéntate, querida. Bien, ¿qué es este capricho y de dónde ha salido?

—He estado estudiando las leyes sucesorias.

Matilda se sentó frente a su madre a una tosca mesa de madera. Era una mesa de comedor, pero Beatriz prefería trabajar en ella porque tenía mucho espacio, y podía reunir todas las cuentas en un solo lugar. Por necesidad, se había convertido en una administradora astuta y eficaz, por el interés tanto de su hija como de su marido.

Dedicó a su hija toda su atención. No cabía duda de que estaba decidida a abundar en el tema, y cuando la pequeña condesa se ponía seria, no aceptaba negativas. De nadie.

Matilda continuó con su apasionamiento acostumbrado.

—Y si bien la ley dice que una mujer no puede heredar tantas propiedades como las que poseemos, el motivo es muy concreto. Dice que una mujer no puede realizar tareas militares, y que los señores que controlan propiedades han de ser capaces de defender militarmente sus tierras. Así que… empuñaré la espada y demostraré que soy capaz de dirigir un ejército. Si puedo realizar tareas militares, y es mi intención demostrar que lo puedo hacer tan bien como cualquier hombre, o mejor, la ley no podrá oponerse a que yo herede. Mi destreza con los caballos ya es superior a la de cualquier hombre de Toscana, y Godofredo dice que mi comprensión de la estrategia es mayor que la de muchos de sus consejeros. Sólo necesito dominar el manejo de las armas para ser un soldado de pies a cabeza, capaz de defender mis tierras.

Beatriz asintió con aire pensativo. Si Matilda hubiera nacido varón, no cabía duda de que ya estaría en vísperas de convertirse en el más consumado héroe militar de su tiempo. Era un genio de la estrategia; había deleitado a su padrastro Godofredo con su aptitud para el ajedrez, y para los juegos militares que le preparaba sobre el papel. Hasta permitía que estuviera presente en sus reuniones, cuando los caudillos regionales de Toscana iban a Florencia para informarle. Si bien el duque de Lorena era considerado un hombre duro, había aprendido a amar a aquellas dos mujeres extraordinarias de su vida, y las trataba como a la familia en que se habían convertido. En Beatriz había descubierto a una compañera firme y valiosa en el complejo gobierno de un reino extenso. Si bien su matrimonio no se había consumado, tal como habían acordado, se había desarrollado un afecto mutuo basado en el respeto, pero más adelante en la ternura y el cariño. En varios documentos legales relacionados con ella, Beatriz se refería a Godofredo como «mi hombre».

El duque sentía una debilidad especial por la energía e inteligencia de Matilda, y la trataba como si fuera su hija, y con no poco respeto. Beatriz meditó sobre esta situación.

—Tu padrastro es indulgente contigo —dijo—, pero tal vez no lo permita. Lorena es un lugar mucho más conservador que Toscana. Ha de pensar en su reputación en ambas regiones.

—Lo permitirá. Ha de hacerlo. Y si las dos insistimos, no tendrá otro remedio que ceder. ¿No dice siempre que somos las dos mujeres más convincentes de Europa?

—Me atrevo a decirlo. Ya veo que lo has pensado muy bien, y no me sorprende. Dime, ¿sabe Isobel que quieres recibir instrucción militar?

Matilda asintió. Había hablado de su estrategia tanto con Issy como con el Maestro.

—No se oponen a nada que pueda asegurar mi herencia y proteger nuestras costumbres. Mi fuerza es su fuerza. Saben que la utilizaré para proteger las tradiciones, además de mis derechos. Creen que Dios me prestará protección especial en la batalla.

Beatriz asintió. Nada de esta hija de dos de las más grandes familias de Europa volvería a sorprenderla. Aunque ella no era seguidora de las profecías reverenciadas en Lucca, cada día estaba más segura de que su pequeña había nacido para un destino especial. Tal vez sí que era la hija de las profecías que el pueblo de Toscana había susurrado desde su propicio nacimiento. Era única en fuerza, belleza y sabiduría floreciente. Beatriz estaba orgullosa de ella, y estaba segura de que Godofredo se quedaría impresionado por su astuta interpretación de la ley. No le cabía duda de que había sido él quien le había facilitado los documentos legales para que los estudiara. Su inteligente interpretación no le sorprendería demasiado.

—Así sea. Tendré una hija soldado, si ése es tu deseo. Y hablaré con Godofredo esta noche cuando regrese. Necesitará encontrarte un maestro de armas apropiado, así como contrincantes para practicar…

Matilda la interrumpió.

—¿Para qué? ¿Para ponérmelo fácil? Creo que no, madre. ¿Cómo voy a dominar el manejo de las armas si me enfrento a chicos debiluchos, a quienes han ordenado que sean benevolentes conmigo? Quiero los mejores hombres de Toscana, y los más encallecidos. No me conformaré con menos.

—Ya me lo imagino. —Beatriz se sentía inquieta por si las bravuconadas de su hija fueran a convertirse en fuente de problemas, pero también estaba segura de que se saldría con la suya, como siempre—. Y eso es lo que conseguirás, si Godofredo da su consentimiento.

—Gracias. —Matilda se levantó e hizo una gentil reverencia—. Madre, también lo hago por ti —añadió en tono respetuoso—. Nadie nos va a robar nunca más lo que nos pertenece. Y nunca más un rey alemán asolará Toscana, robará nuestros recursos y aterrorizará a nuestro pueblo. Nunca más.

Beatriz contempló la impresionante belleza que tenía ante ella. Su forma de tensar la mandíbula (puro guerrero toscano) le recordó tanto a Bonifacio que las lágrimas anegaron sus ojos.

—Él estaría orgulloso de ti, hija mía.

Los ojos de Matilda también se humedecieron de inmediato. No transcurría un día en que no echara de menos a su padre. De hecho, hablaba con él cada noche, cuando decía sus oraciones.

—Él me ve, madre. Lo sé. Y conseguiré que se sienta orgulloso de mí.

Cualquier hombre de Europa cometería un grave error si creía que aquella chiquilla menuda y de huesos delgados no podía ni quería defender lo que era suyo por derecho propio. Godofredo de Lorena no cometería esa equivocación. Accedió a la petición de Matilda con sorprendente rapidez, y se encargó en persona de seleccionar a su principal instructor militar. Conocía al hombre perfecto.

El cuchillo se clavó en pleno centro de la diana, con tal fuerza que sacudió el árbol. El temible caudillo que había arrojado el arma se volvió hacia Godofredo de Lorena con toda la fuerza de su ira.

—¿Te parezco una niñera lloriqueante?

En aquel momento, Conn de las Cien Batallas no habría podido parecer menos una niñera, lloriqueante o no. Avanzó hacia el blanco para retirar el arma, con una agilidad impropia de un hombre tan gigantesco. Era la hora más calurosa del día, y su ancho pecho desnudo estaba cubierto de sudor. Su pelo largo, de un extraordinario color rojizo que rivalizaba con el de su barba, estaba ceñido en la nuca con una correa de cuero, lo cual le proporcionaba el aspecto de un dios celta de las antiguas leyendas. En efecto, este gigante procedía de las mágicas y brumosas tierras de los celtas, y había llegado a Florencia unos años antes, por motivos que prefería no desvelar, en busca de alguien que le contratara como mercenario.

—En absoluto, Conn —replicó divertido Godofredo.

Aquel hombre era su soldado más leal y un amigo de confianza. Durante su primera entrevista, Conn se había mostrado reservado sobre su historia personal, pero Godofredo era un astuto juez del carácter de un guerrero, y se dio cuenta de que había inteligencia y algo más detrás de la fuerza bruta que tenía delante. Durante los tres años que habían sido aliados, el duque había descubierto extraordinarios matices en el hombre que luchaba a su lado con tal fuerza y lealtad. También sabía que, de puertas afuera, Conn era demasiado orgulloso, arrogante y severo como para consentir de inmediato en adiestrar a Matilda, y además estaba lo bastante cerca de sus hombres como para que le oyeran. Habría que forcejear un poco, pero Godofredo estaba seguro de ganar la partida. Porque sabía algo más de Conn. El gigante celta sentía debilidad por la muchacha, y comentaba con frecuencia sus extraordinarias aptitudes de amazona, así como su aspecto mítico cuando cabalgaba como el viento a lomos de un caballo.

No había la menor debilidad en la mirada que Conn dirigió a Godofredo mientras arrancaba el arma del blanco. Bajó la voz cuando habló al duque.

—Me convertirás en el hazmerreír de mis hombres. No lo haré.

—Eres muy capaz de manejar a tus hombres, diría yo. —Godofredo cabeceó, más serio—. Comprendo tus preocupaciones, Conn, pero te necesito. Eres el mejor guerrero y estratega de Toscana. No se trata de un capricho de Matilda. Se toma muy en serio lo de su adiestramiento. Es de suprema importancia que esté preparada ante una eventual guerra. No puedo perderla en el campo de batalla porque esté mal preparada para combatir. Eso destruiría a su madre, pondría en peligro el futuro de Toscana… y me mataría a mí también.

Conn rezongó y guardó el cuchillo en el cinto al mismo tiempo. Godofredo apoyó una mano afectuosa sobre el hombro del soldado.

—Por cierto, se trata de un servicio bien remunerado. Y si eso no es suficiente para convencerte, piénsalo así. —Godofredo estaba dispuesto a utilizar todo su ingenio para ganarse la aquiescencia de Conn, y en este caso jugó con el amor a su herencia celta—. Cuando Matilda sea la reina guerrera más legendaria que haya existido jamás, serás recordado como el gran hombre que la adiestró.

Lo había conseguido. La promesa de riqueza y honor legendario era demasiado para un hombre de tal linaje. Godofredo leyó en los grandes ojos del celta que le estaba gustando la idea. Cerró el trato.

—Además, hace falta un ser salvaje de pelo rojo para comprender a una pelirroja. Y cuando Matilda sea mayor, los dos pareceréis dos feroces hermanos cuando cabalguéis codo con codo. Vuestros enemigos se acobardarán sólo de veros, y los cronistas escribirán sobre vuestras aventuras hasta el fin de los tiempos.

Con un gruñido final, Conn prosiguió su exhibición de desdén y se alejó del duque, decidido a no revelar a nadie que, en secreto, estaba muy complacido con aquella tarea. Gritó su última frase para que la oyeran los hombres, que habían estado escuchando a escondidas.

—Estupendo, pero será mejor que lo que tú entiendes por un servicio bien remunerado coincida con mi idea.

—Entra, pequeña Boudica.

Aunque Conn estaba sentado en un taburete de espaldas a la puerta, tenía un oído muy agudo y los sentidos desarrollados de los guerreros más veteranos. Saber quién se acercaba por la espalda era una aptitud que decidía la supervivencia en el campo de batalla.

Matilda tragó saliva cuando entró en la cámara del soldado, una sala de armas contigua a los establos. Espadas y picas colgaban de las paredes, y sobre la mesa había hachas y cuchillos diversos. Les echó una mirada cuando se acercó al hombre que sería su nuevo maestro de armas. Si bien estaba entusiasmada en secreto por el hecho de que Godofredo la hubiera tomado lo bastante en serio para confiar su adiestramiento a su caudillo más avezado, la reputación de audacia en el campo de batalla de aquel hombre era sobrecogedora. Matilda no sabía muy bien qué debía esperar de él, pero estaba decidida a no dejarse intimidar.

Conn indicó con un ademán la mesa a la que estaba sentado, en dirección a un tablero de ajedrez. Aún no había levantado la vista para mirarla.

—¿Qué moverías si fuera yo? ¿Éste? —Indicó el caballo negro—. ¿O éste?

Señaló el alfil negro.

La muchacha contempló el tablero un momento antes de responder.

—Ninguno de los dos.

Conn levantó la vista por primera vez y miró a la adolescente que sería su protegida. Contuvo el aliento. La había visto de lejos cuando cabalgaba con Godofredo, pero de cerca era impresionante. Incluso con sus toscas prendas de entrenamiento, estaba tan atractiva como si fuera cubierta de sedas y joyas. Tal vez esto le conferiría ventaja en el campo de batalla, pues los hombres se quedarían desarmados por su apariencia. Tendría que estudiar todas las perspectivas posibles que le concedieran ventaja en la guerra, pues su escasa estatura iba a causarle problemas.

—¿Qué quieres decir? Los dos movimientos son buenos.

Matilda asintió y se acercó más al tablero.

—Sí, pero los dos son evidentes y sólo aportan un alivio inmediato. Si calculas lo que sucederá dentro de tres o cuatro movimientos, verás que ninguno de los dos te resulta beneficioso a la larga. Yo iría a por la torre. Tardarás más, pero las posibilidades de comerte el rey blanco serán más numerosas. Jaque en seis. Si tu contrincante es torpe, jaque mate.

Una sonrisa iluminó el rostro del celta.

—No me has decepcionado, muchacha. Has superado tu primera prueba. Siéntate y jugaremos una partida.

Matilda vaciló.

—¿Qué quieres decir con que me siente?

Conn se encogió de hombros.

—¿Acaso «sentarse» tiene otro significado que yo ignoro?

La condesa replicó con sarcasmo.

—No, pero no he venido a jugar al ajedrez. Ya lo hago con los viejos del castillo. He venido a aprender el manejo de las armas.

Conn la dejó estupefacta cuando se levantó como un rayo, tirando la silla al suelo al mismo tiempo. Le agarró la muñeca con rudeza y se la retorció a la espalda hasta que Matilda lanzó un grito de dolor. La sujetó unos segundos más para que comprendiera el mensaje. La muchacha contuvo el aliento, pero no se resistió cuando el hombre impartió su primera lección a la alumna novata.

—Bien, pequeña, podría haberte partido la muñeca en dos. Eres menuda y de huesos delgados, y el contrincante normal al que te enfrentes en una batalla será mucho más parecido a mí. Será un soldado avezado, un hombre al que no le importará que seas mujer y te tratará igual que a los hombres que está decidido a matar. Peor todavía, le gustará que seas mujer, lo cual significa que te conservará con vida el tiempo suficiente para que desees no haber nacido. La cuestión, hermanita, es que, debido a tu tamaño y tu sexo, no puedes combatir con hombres de igual a igual en el campo de batalla si, por ejemplo, no montas a caballo. Esto significa que deberás ser más veloz y astuta en el combate cuerpo a cuerpo que cualquier enemigo.

Conn la soltó con delicadeza.

—Por lo tanto, antes de que inicies tu entrenamiento con armas, quiero ver cómo funciona tu mente.

Indicó el tablero de ajedrez, y le dedicó una reverencia teatral.

—Después de vos, mi señora.

Matilda le derrotó, pero tuvo que admitir que no se trataba de la rutina habitual que se repetía con todos sus contrincantes. Conn significaba un reto para su mente. Era un auspicioso comienzo de una relación que debía basarse en el respeto. A lo largo del entrenamiento, la condesa descubriría que el intelecto de Conn guardaba muchas cosas admirables más, además de su destreza con las armas. Si bien guardaba un silencio absoluto cuando le interrogaba sobre su pasado, estaba claro que era un ciudadano del mundo, y culto.

Después de la partida, Conn eligió una de las espadas pequeñas, de escaso peso, y se la arrojó sin previo aviso, para ver cómo funcionaban sus reflejos. Se quedó impresionado por su velocidad y agilidad. La primera lección se centraría en el manejo básico de la espada, y esas cualidades determinarían su éxito. Matilda había dicho que, algún día, quería ir al combate blandiendo la espada de Bonifacio, pero en aquel momento era tan alta como ella. Tendría que crecer más que aquella espada.

—¿Quién es Boudica? —preguntó Matilda, mientras caminaban hacia el terreno de prácticas bajo el creciente calor de una tarde de Toscana.

—¿Boudica?

—Sí. Cuando entré en la sala de armas, tú dijiste: «Entra, pequeña Boudica».

—Ah, sí. ¿No sabes quién es Boudica? Bien, ya me lo imaginaba. Pero deberías saberlo. Te contaré su historia, porque es fundamental para tu educación.

Conn indicó un banco que había en la periferia del terreno de prácticas, tallado a partir de un árbol caído. Empezó a narrar la leyenda de Boudica, y el narrador nato que llevaba en los genes emergió de su alma.

—En primer lugar, has de saber quién era y es el gran pueblo de los celtas. Hubo un tiempo, hermanita, en que las tribus celtas se extendían por casi toda Europa. Entonces les llamaban keltoi, y a veces galos, de ahí el nombre de la Galia. Y aquí en Italia, sabrás, espero, que los celtas ligures se establecieron en la Toscana, y entre otras cosas fundaron tu sagrada ciudad de Lucca. Los celtas albergaban una gran pasión por los dones de la naturaleza que emanaban de la tierra, y sentían la presencia de Dios en la tierra. De esta forma eligieron tierras donde establecerse y construir lugares de culto. Lucca es uno de ellos. Hay otro en Francia llamado Chartres, también sagrado porque se convirtió en el centro de todas las iniciaciones espirituales ceremoniales de las tribus celtas de Europa. —Sus ojos se pusieron un poco vidriosos durante una fracción de segundo—. Chartres. Un lugar de belleza y poder sin parangón.

Matilda se incorporó al punto.

—Isobel me ha hablado de Chartres. Su madre era de allí, de un lugar llamado la Beauce.

Conn asintió.

—La Beauce es la región, Chartres es la ciudad que constituye el corazón de la región.

—Tienen una gran escuela.

Matilda vaciló. No conocía lo bastante a aquel enigmático gigante para hablar sin ambages de sus creencias espirituales, sobre todo porque ahora la Iglesia ortodoxa las consideraba herejías peligrosas. No obstante, Isobel le había dicho que la escuela de Chartres enseñaba el Libro del Amor. Esperó a saber si Conn expresaba algún conocimiento de sus hermanos herejes de Francia.

Se sentía decepcionada. No era fácil tirar de la lengua a Conn, quien se limitó a cabecear, evasivo.

—Sí.

Probó algo más.

—¿Has estado allí?

El hombre contempló a su estudiante y retomó el control de la conversación.

—Sí. Y ésa es otra historia para otro día. La primera lección de cualquier soldado es no distraerse del asunto que se tiene entre manos. Y nuestro asunto es la historia de los celtas y la leyenda de Boudica, de modo que volvamos a ello.

Matilda asintió en silencio y dejó que continuara sin hacer más preguntas. No obstante, le había revelado algo sobre Chartres durante su breve encuentro, algo que estaba decidida a entender mejor en el futuro.

—Las tribus celtas encontraron fuerte resistencia de muchos enemigos, pero ningunos tan peligrosos para su supervivencia como los romanos. Y si bien esto era cierto en toda Europa, era el caso concreto en las islas. Boudica era una reina guerrera del siglo I, una mujer de la tribu icena de los celtas. Después de que los romanos invadieran sus tierras, resistió y guió un ejército contra las legiones romanas. Si bien logró la victoria en la primera batalla, las facciones romanas decidieron castigarla por su audacia secuestrando a las jóvenes de su tribu, incluidas sus dos hijas, y las entregaron al capricho de los legionarios más encallecidos.

Conn hizo una pausa, al recordar que estaba en compañía de una adolescente que aún era virgen. No era preciso referirle los detalles gráficos de la violación masiva infligida a las hijas de Boudica y a las demás jóvenes icenas.

—Baste decir que fueron maltratadas con extrema violencia y muchas acabaron asesinadas. Como madre y reina, Boudica quiso hacer justicia, reunió un ejército celta como jamás se había visto antes y atacó a los romanos. Diezmó las legiones que habían invadido Anglia Oriental, pero no se detuvo allí. Tan enardecida estaba por el dolor y la injusticia infligidos a su pueblo que atacó la mismísima ciudad de Londinium. El asedio de aquella sofisticada fortaleza romana fue uno de los más brutales de la historia, pero también constituyó un ejemplo de estrategia superior, que examinaremos en lecciones posteriores. Pero ahora viene lo que has de saber sobre Boudica por encima de lo demás, aparte de que los artistas la pintaron con el mismo color de pelo que el tuyo.

Guiñó un ojo y le tiró de una trenza para subrayar la anomalía física que caracterizaba su parentesco espiritual.

Matilda estaba escuchando fascinada. Nada le gustaba más que una buena historia contada con pasión.

—Cuando intentaba conseguir apoyos, Boudica averiguó que la tribu icena era considerada bárbara por Roma. Como resultado, algunos aliados vacilaban en unirse a ella. Los celtas no creían en confiar a la escritura sus enseñanzas sagradas o sus historias, ni en revelarlas a los forasteros, lo cual les convertía en un misterio peligroso para muchos. Por su parte, los romanos utilizaban la escritura para influir en la opinión pública y sacar partido en la guerra mediante el arte de la propaganda. Y eso fue exactamente lo que hicieron en su guerra contra Boudica, tildando a los icenos y otras tribus celtas de monstruos sin civilizar que sacrificaban niños a sus dioses paganos. Eso no era cierto, por supuesto, pues los celtas veneraban la vida en sus sagradas enseñanzas. No obstante, al hacer creer a la gente que estaban librando al mundo de una raza de animales monstruosa, los romanos consiguieron que resultara aceptable exterminar al mayor número posible de celtas.

»De modo que Boudica, enfurecida, decidió que libraría la guerra contra los romanos en su propio campo de batalla. Además de su poderío militar, contrató escribas para contar la historia de lo que los legionarios habían hecho a las jóvenes icenas, con el fin de demostrar quiénes eran los verdaderos bárbaros en aquella guerra. En aquel tiempo, adoptó un grito de batalla que utilizó durante el resto de su vida.

Calló para comprobar si Matilda estaba prestando atención. No se quedó decepcionado. Estaba pendiente de cada palabra y ardía en deseos de saber cuál había sido el grito de batalla de la valiente y vengativa Boudica. Como Conn se demoró en su silencio, le azuzó.

—¿Y bien? ¿Cuál era?

Él sonrió.

—Algo que creo que te gustará. Boudica iba a la batalla con un estandarte que rezaba: LA VERDAD CONTRA EL MUNDO.

Dejó la frase colgando en el aire. La verdad contra el mundo. Matilda se quedó sin habla. Era lo más bonito que había oído en su vida. Una reina guerrera que luchaba por la justicia contra un enemigo gigantesco, portando la enseña de la verdad. Cuando habló por fin, fue con gran resolución.

—Conn, has de enseñarme las estrategias de Boudica.

El gigante de pelo rojizo se puso en pie de un brinco con la agilidad de una pantera.

—Bien, hermanita, pongámonos en acción. Boudica no derrotó a los romanos sentada en un tronco.

Así empezó el adiestramiento de Matilda en el manejo de las armas, con un maestro que se convertiría en su más feroz defensor y protector, pero también en uno de sus más grandes guías, dentro y fuera del campo de batalla. Como en todo aquello que se proponía, la adolescente no tardó en manejar las armas con mortífera precisión. Compensaba su baja estatura con la agilidad de una atleta nata y una astucia superior en el campo de batalla, gracias a su carácter y al experto adiestramiento de Conn.

Cuando cumplió dieciséis años, la condesa de Canossa ya era capaz de liderar un ejército. De hecho, lo estaba deseando.

Quienes rodeaban a Matilda la consideraron audaz e intrépida durante toda su vida, pero la verdad era que tenía un miedo tremendo de la oscuridad, y de estar sola a oscuras. Era el resultado de los sueños y pesadillas que había experimentado desde que tenía uso de razón. Sus sueños siempre habían sido vívidos, y con frecuencia extraños e inquietantes. Ahora que era mayor, también se daba cuenta de que estaba soñando con la época de Jesús. Así lo decía la profecía: la Esperada tendría sueños y visiones de los últimos días de la vida del Salvador, pero sobre todo de la crucifixión. Mientras se preparaba para acostarse, la víspera de cumplir dieciséis años, tuvo la visión concreta de Nuestro Señor en la cruz, que hasta aquel momento se le había ahorrado. Cuando despertó a la mañana siguiente, el día de la llegada del equinoccio de primavera, todo fue distinto.

Matilda se encontraba rodeada por una turba y a su alrededor reinaba el caos. La gente chillaba y empujaba. El sol omnipresente de primera hora de la tarde caía sobre ellos, y el sudor se mezclaba con la tierra sobre los rostros airados y afligidos. Se hallaba al borde de una estrecha carretera, y la multitud de delante empezó a dar empujones con mayor decisión. Se estaba abriendo un hueco, y un pequeño grupo avanzaba poco a poco por aquella senda. Daba la impresión de que la turba seguía a aquella masa de humanidad apretujada que empezaba a moverse hacia ella. Fue entonces cuando Matilda vio con claridad a la mujer por primera vez.

Era una isla solitaria e inmóvil en el centro de la locura, una de las escasas mujeres de la muchedumbre. Pero no era eso lo que la diferenciaba. Era su porte majestuoso lo que la distinguía como una reina, pese a la capa de tierra que cubría sus manos y pies. Estaba un poco despeinada, con el pelo rojizo oculto en parte bajo un velo púrpura. Matilda sabía que debía llegar a esa mujer, tocarla, hablar con ella. Sabía demasiado bien quién era. Pero la multitud serpenteante se lo impedía.

«¡Mi señora!», estaba gritando Matilda en su sueño, mientras extendía la mano hacia la mujer, que a su vez extendía la de ella y la miraba con un rostro de belleza dolorosa. Era de huesos delgados, y facciones exquisitas y delicadas. Pero fueron sus ojos los que atormentaron a Matilda mucho después de que el sueño hubiera terminado. Enormes y brillantes, con lágrimas contenidas, de un espectro de color entre el ámbar y el verde salvia, un extraordinario avellana claro que reflejaba infinita sabiduría y tristeza insoportable. Los extraordinarios ojos transmitían una súplica de absoluta desesperación a Matilda.

Has de ayudarme.

El momento quedó interrumpido cuando la mujer bajó la vista de repente y miró a una niña que tiraba de su mano de manera perentoria. Matilda lanzó una exclamación ahogada. Ya había vivido esta parte del sueño, años antes, cuando era muy pequeña. Vio que la niña tiraba de la mano de su madre, y supo lo que sucedería a continuación. Detrás de la pequeña se alzaba un niño de más edad, su hermano. La muchedumbre avanzó de nuevo y el muchacho agarró a su hermana para impedir que la arrastraran. La niña chilló aterrorizada, y entonces Matilda ya no pudo ver a los niños.

Estaba empezando a llover, y en el extraño continuo no lineal del paisaje onírico, Matilda estaba ahora fuera de la multitud, pero podía ver a su señora, María Magdalena, delante de ella con el velo rojo. Un rayo rasgó la oscuridad anormal del cielo cuando ascendió la colina seguida de Matilda. Era una sensación extraña, de estar participando y observando al mismo tiempo. No estaba segura de si estaba experimentando sus propios sentimientos o los de Magdalena, como si se hubieran fundido en la experiencia.

Hacía caso omiso de los cortes y arañazos. A Magdalena ya no le importaba. Sólo tenía un objetivo, y era llegar hasta él.

El sonido de un martillo golpeando un clavo, metal contra metal, resonó con siniestra determinación en el aire. Cuando ella, o ellas, llegó al pie de la cruz, la lluvia se había convertido en un aguacero. Ella le miró, y gotas de su sangre cayeron sobre su rostro afligido y se fundieron con la lluvia incesante.

Matilda paseó la vista a su alrededor, apartada de Magdalena ahora y convertida otra vez en una simple observadora. Vio a su señora al pie de la cruz, sosteniendo la figura de la Madre del Señor, quien daba la impresión de estar casi inconsciente a causa del dolor. Había otras mujeres con velos rojos a su alrededor, acurrucadas, sosteniéndose mutuamente. Una mujer más joven vestida de blanco que se alzaba entre ellas atrajo la atención de Matilda. Había un centurión romano al lado de las mujeres, pero parecía que las estaba protegiendo más que aterrorizando. Su rostro era bondadoso, y parecía tan atormentado como la afligida familia. En un breve destello, reparó en que este centurión tenía los más extraordinarios ojos azul claro. No cabía duda de que las lágrimas que los llenaban magnificaban su apariencia transparente.

No se veía por ninguna parte a los niños, observó Matilda con cierto alivio. Recordó cuando Isobel le había dicho que los niños fueron puestos a salvo después del terrible acontecimiento que cambiaría el mundo.

Otro romano estaba cerca de la cruz, dando la espalda a la familia. Matilda no podía ver su cara, pero algo de la naturaleza de aquel hombre la hizo estremecer. Dio órdenes con brusquedad a los demás soldados romanos del retén cercano a la cruz. Matilda no oyó sus palabras, pero su voz estaba henchida de una fría arrogancia inconfundiblemente peligrosa.

En su deseo de observar todos los detalles de la escena, se fijó en que sólo dos hombres acompañaban a las mujeres. Uno era mayor, digno en su dolor. Pasaba la mano alrededor de un hombre más joven, quien parecía a punto de derrumbarse. Matilda oyó a Isobel en sus lecciones de diez años antes:

«Nuestro Señor tenía un amigo maravilloso llamado Nicodemo. Ni-co-de-mo. Nicodemo era uno de los dos únicos hombres que estaban con él cuando murió».

Matilda lanzó una exclamación ahogada. Aquel hombre más joven debía ser Nicodemo, el gran escultor del Volto Santo. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que todavía no se había permitido alzar la vista hacia la faz de su Señor. Levantó la cabeza poco a poco y absorbió la santa y aterradora visión que se cernía sobre ella. La lluvia resbalaba sobre los planos del rostro más hermoso que había visto en su vida. Incluso en su agonía, proyectaba una luz y una bondad imposibles de definir. Su pelo era tal como Nicodemo lo había esculpido, largo hasta los hombros, y también la barba hendida. Pero eran sus ojos el auténtico tributo al talento del artista que más tarde celebraría su retrato en madera. Eran enormes, oscuros y de espesas pestañas, y henchidos de bondad, tal como Nicodemo los había plasmado. Entonces Jesús la miró durante un breve momento que duró toda una eternidad. Sostuvo su mirada y le oyó decir, aunque sus labios no se movieron:

—Tú eres mi hija, en la que me complazco.

Matilda estaba llorando, sollozando, y sus lágrimas y dolor se fundían con los de la familia acurrucada al pie de la cruz. Era un miembro más. Estaba separada de ellos, pero eran uno.

Un chillido truncó la escena, un aullido de desesperación humana que brotó de los labios de María Magdalena. Cuando Matilda miró a su Señor en la cruz, comprendió de inmediato lo que había sucedido. El centurión moreno, el arrogante y peligroso más cercano a Jesús, había clavado la lanza en el costado del Señor, hasta que agua y sangre manaron de la herida.

El sonido de los sollozos de María Magdalena se mezcló con la carcajada áspera del malvado romano, mientras Matilda despertaba a las primeras luces del alba toscana, un milenio después al otro lado del mundo.

—El Volto Santo es una imagen maravillosa de Nuestro Señor.

El Maestro, Isobel y Patricio se quedaron petrificados cuando Matilda entró en la habitación con este inesperado anuncio. Su aspecto era desaliñado e insomne, pero su afirmación fue perentoria y no parecía turbada.

—¿Qué ha pasado, Matilda?

Fue Isobel quien lo preguntó.

La adolescente les contó el sueño, y describió con todo detalle qué y a quién había visto, y cuál era su apariencia. Describió minuciosamente a María Magdalena, lo hermosa y desgarradora que era, a Nicodemo, y hasta a los soldados romanos.

El enigmático sabio la interrumpió en ese punto.

—¿Viste la cara de algún centurión? —preguntó.

Cuando la muchacha asintió, el Maestro guardó silencio, a la espera de la respuesta.

—Uno de ellos tenía unos ojos azul claro de lo más extraordinario —dijo.

—Ése sería Pretoro —cabeceó el hombre santo—. El Libro Rosso le describe como un romano de ojos azules.

El Maestro se quedó muy satisfecho. Matilda aún no sabía nada de Pretoro y Verónica, pues era una historia que se encontraba en futuras lecciones que aprendería cuando fuera mayor de edad, lo cual sucedería hoy. Las lecciones sobre la sagrada unión de los amantes no se impartían hasta que el iniciado cumplía dieciséis años. El que la condesa viera a Pretoro y fuera capaz de identificar su peculiar color de ojos, cuando era imposible que lo supiera, era un poderoso augurio sobre la autenticidad de su visión. Al sabio no le cabía duda, pero se trataba de una maravillosa confirmación.

—¿Viste la cara del otro centurión?

Matilda negó con la cabeza.

—¿El moreno, el que alanceó a Nuestro Señor?

—Longinos Gayo —contestó el Maestro—. Algún día te hablaré más de él. Pero hoy no.

—No, no vi su cara, pero…

Calló un momento, enmudecida. El hombre santo cabeceó en su dirección. Sabía que era muy duro para alguien tan joven y sensible haber presenciado aquella escena. Pero su respuesta era importante.

—Vi lo que hizo. Creo que nunca lo olvidaré, ni olvidaré jamás su carcajada cuando sucedió.

El enigmático sabio compuso una expresión de enorme tristeza antes de continuar.

—No, Matilda. No deberías olvidarlo, pues has sido bendecida con una visión divina. Toda parte de ella es sagrada y deberías atesorarla, incluso esos momentos tan difíciles de soportar. Continúa, hija mía. ¿Qué más viste?

Se le hizo un nudo en la garganta cuando intentó contar la visión de Jesús en la cruz.

—Era… muy hermoso. Y bondadoso. Yo sólo podía pensar en lo mucho que se parecían su bonito pelo y sus ojos oscuros a los del Volto Santo. En verdad, es la Santa Faz, porque es su cara.

Los cuatro hablaron del sueño durante un rato. Patricio hizo muchas preguntas sobre todos los personajes que aparecieron en él. Para el chico, esto significaba una gran aventura, una visión del pasado que lo dotaba de vida de una manera extraordinaria. Como miembro de la Orden que también estaba llegando a la mayoría de edad, estaba muy interesado en obtener información sobre sus fundadores, José de Arimatea y Nicodemo. Matilda le contó todo lo que recordaba: la dignidad del hombre mayor y su apoyo al más joven en aquel momento de aflicción, y el hecho de que estaba completamente segura de que no había ningún hombre más presente.

Isobel pidió una descripción completa de María Magdalena. Y lloró con la muchacha cuando ésta contó el extraordinario valor y dolor que había presenciado ante tamaño horror.

—Matilda, tenemos un regalo para ti.

El Maestro abandonó la habitación un momento, y cuando regresó, lo hizo con una caja de madera en la que estaba esculpido el símbolo del rombo sobre la tapa provista de goznes.

—Habíamos pensado dártelo hoy como regalo de mayoría de edad, y ahora se nos antoja de lo más adecuado. Así que en el nombre de Nuestra Señora, María Magdalena, y en el nombre de la Orden del Santo Sepulcro, que fue creada por Nicodemo, José de Arimatea y el bienaventurado Lucas para honrar su nombre y memoria, te obsequiamos esto con gran amor.

Matilda no había llorado tanto desde la muerte de Bonifacio, pero la dedicatoria del Maestro valía más para ella que el regalo material, y se sintió muy conmovida. Abrió la caja y sacó el anillo. Era idéntico en forma y tamaño al de Isobel: el dibujo circular de estrellas que bailaban alrededor del único círculo del centro. Era el sello oficial de María Magdalena, tal como se conservaba en el Libro Rosso. Pero mientras el de Isobel era de bronce, el de Matilda estaba hecho de oro. Era un hermoso regalo, digno de una condesa toscana.

Lo deslizó en el cuarto dedo de la mano derecha, el que se creía comunicado directamente con el corazón, al que se adaptó a la perfección.

—Nunca me lo quitaré. Nunca.

Les dio profusamente las gracias y pasó el resto del día llorando durante sus clases. Era sin duda la mujer más bienaventurada de Toscana por tener semejantes amigos. Como broche de la tarde, pidió que los cuatro entraran juntos en el laberinto y se reunieran en el centro para rezar el Pater Noster, de la manera especial sagrada para la Orden, en el interior de cada uno de los seis pétalos. Una vez dentro del centro, también reafirmó su promesa de construir un gran templo para la Santa Faz, esta vez en acción de gracias por la divina visión que le había sido concedida.

Fue sin duda uno de los días más hermosos de su memorable vida.

Y fue así que, en el día más oscuro del sacrificio de Nuestro Señor en la cruz, fue atormentado en su hora final por un centurión romano conocido como Longinos Gayo. El hombre había azotado a Nuestro Señor Jesucristo obedeciendo órdenes de Poncio Pilatos, y había disfrutado infligiendo dolor al Hijo de Dios. Por si todo ello no fuera ya crimen suficiente, fue este mismo centurión el que atravesó el costado de Nuestro Señor con su lanza en la hora de su muerte.

El cielo se tiñó de negro en el momento en que pasó de nuestro mundo al siguiente, y se dice que al cabo de un momento el Padre que está en los cielos habló así al centurión:

—Longinos Gayo, me has ofendido a mí a y a toda la gente de buen corazón con tus viles acciones de hoy. Tu castigo será el de la condenación eterna, pero será una condenación terrenal. Vagarás por la tierra sin el beneficio de la muerte, para que cada noche, cuando te dispongas a dormir, tus sueños se vean atormentados por los horrores de tus actos y el dolor que han causado. Has de saber que experimentarás este tormento hasta el fin de los tiempos, o hasta que hagas una penitencia adecuada para redimir tu alma manchada en nombre de mi hijo Jesucristo.

Longinos estaba ciego a la verdad en aquel momento de su vida, un hombre de crueldad sádica sin esperanza de redención, o eso parecía. Pero sucedió que enloqueció a causa de esta sentencia eterna de vagar por un infierno terrenal. En consecuencia, fue a ver a María Magdalena a la Galia para pedirle perdón por sus fechorías. En su bondad y compasión ilimitadas, ella le perdonó e instruyó en las enseñanzas del Camino, como a cualquier seguidor, y sin juzgar.

No se sabe bien qué fue de Longinos. Desapareció de los escritos de Roma y de los pertenecientes a los primeros seguidores. No se sabe si en verdad se arrepintió y fue liberado de su sentencia por un Dios justo, o si todavía vaga por la tierra, perdido en su condena eterna.

Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

LA LEYENDA DEL CENTURIÓN LONGINOS,

TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO