Roma
En la actualidad
—CARAMBA.
Maureen tenía las piernas recogidas bajo el cuerpo, sentada en la cama, mientras contemplaba el Panteón por la ventana. Ya había oscurecido y se habían encendido los focos, que iluminaban el magnífico monumento de manera impresionante. Su única palabra de admiración fue dirigida tanto al monumento como a la historia que Peter acababa de contar.
—¿Te das cuenta de que cuando Matilda vino a Roma, el Panteón tendría el mismo aspecto de hoy? —empezó en tono pensativo—. ¿Qué es posible que se parara en algún lugar de la plaza y lo admirara tal como yo lo estoy haciendo ahora?
—Por eso la llaman la Ciudad Eterna —respondió su primo—. Debo reconocer que los italianos cuidan sus restos históricos.
Había recorrido hasta el último rincón de Roma durante su estancia, y sentía debilidad por ciertas rutas porque le conducían hasta asombrosas ruinas de antiguas civilizaciones. Pasear por Roma era una maravilla. Al cabo de cada esquina había un pedazo de historia que esperaba a ser admirado.
Maureen devolvió su atención a Peter.
—¿Estás cansado?
—Hambriento. ¿Vamos a cenar a Alfredo? Está justo al otro lado de la plaza.
—No puedo. —Maureen lanzó un suspiro melodramático—. Ay, Lara, la chica de recepción, me ha dicho que hacen el mejor saltimbocca de Roma.
—¿Y cuál es el problema?
—Me odiaría si comiera carne de ternera. De modo que alejémonos de las tentaciones. Podrías convencerme de que fuéramos a Il Foro, cocina florentina. ¿Funghi porcini? ¿Un gran Brunello[3]? Una valiosa recompensa por todo este trabajo. Además, parece apropiado que tomemos platos toscanos en honor a Matilda.
—No le demos más vueltas. Ya sabes que me encanta ese lugar.
Maureen tenía muchas preguntas sobre lo que acababa de escuchar. Sabía que Peter se sentiría mucho más inclinado a responderlas si comía bien y se relajaba un poco. Dominaba el idioma, pero esta traducción era muy difícil. Además, les sentaría bien a los dos el paseo hasta el restaurante. Pararon en recepción para asegurarse de que no necesitaban reservar, y después recorrieron la breve distancia, pasaron ante la iglesia de San Ignacio de Loyola, donde trabajaba Peter, y bajaron por la pintoresca callejuela, con sus tiendas de antigüedades, hasta la trattoria.
Los camareros conocían al sacerdote y le dieron la bienvenida tuteándole, y después les condujeron hasta una mesa pequeña y tranquila del fondo, al lado de la ventana. En cuanto sirvieron el sabroso vino tinto de la Toscana, Maureen empezó a hacer preguntas.
—Ayúdame a aclarar esto. ¿El Libro del Amor y el Libro Rosso no son lo mismo?
Peter asintió.
—Correcto. Más o menos. El Libro Rosso contiene el Libro del Amor, o al menos una copia. A mí me parece que su estructura es como la del Nuevo Testamento. Por ejemplo, tenemos los cuatro evangelios: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Pero también tenemos los Hechos de los Apóstoles escritos por Lucas, y después las epístolas de Pablo y una selección de otras cartas, y por fin el Apocalipsis. Todo junto forma el Nuevo Testamento. Me sigues, ¿verdad?
Maureen asintió.
—Vamos a comparar. A partir del libro que el Maestro de Matilda tiene en su posesión, esto es lo que he deducido hasta el momento. Tenemos una copia del Evangelio de Jesús, llamado el Libro del Amor…
Maureen estaba tomando notas. Interrumpió a su primo para que le aclarara el punto.
—Una copia. Una copia hecha por el apóstol Felipe. Porque el original, escrito de puño y letra de Jesús, se encuentra en Francia en este momento, por lo que sabemos.
—También correcto. Al Libro del Amor le siguen las profecías completas de su hija, Sarah-Tamar. Desde luego, la corroboración de la profecía de la Esperada es fascinante. ¿Qué sientes al respecto?
Maureen tomó un sorbo de vino y meditó un momento antes de contestar.
—Mmm. Me siento extrañamente cercana a Matilda. Nuestra aspecto físico es similar, al menos en tez y tipo, compartimos la misma fecha de nacimiento, un día antes o después del equinoccio, y ambas vivimos bajo la vigilancia y la presión de esa demencial profecía que pende sobre nuestras cabezas. La muerte de Bonifacio me hizo llorar. Los paralelismos son interesantes, por decir algo.
—Teniendo en cuenta lo que has pasado, diré que son más que interesantes.
—¿Qué crees que son?
—Todavía no lo sé, pero creo que todo forma parte de un plan divino, Maureen. Te lo aseguro.
—¿El tiempo vuelve? ¿Qué crees que significa, con exactitud?
Él sacudió la cabeza.
—Déjame trabajar un poco más antes de lanzarme a formular especulaciones.
Maureen sabía que estaba ocultando algo.
—Es inútil, Peter. Quiero saber cuál es tu verdadera opinión. Piensa en voz alta un momento. Hazme ese favor.
Su primo se encogió de hombros.
—De acuerdo. Mi primera idea, si pensara en voz alta… Bien, es sobre los profetas. Recuerda que en tiempos de Cristo se creía que Juan el Bautista era la segunda venida del profeta Elías. Jesús dice, cuando habla con Juan el Bautista: «Y si queréis admitirlo, él es Elías, el que iba a venir». Una referencia a la profecía de que Elías volverá para anunciar la llegada del Señor. Y después, tras la ejecución de Juan, Jesús dice: «Os digo, sin embargo: Elías vino ya, pero no le reconocieron». Por lo tanto, nos damos cuenta de que existe una tradición bíblica de ciertos profetas que vuelven para cumplir profecías.
—¿Es algo relacionado con la reencarnación? ¿Es Juan el Bautista la reencarnación del profeta Elías? ¿Acaso Jesús es Adán vuelto a la tierra? ¿Comparten la misma alma, o sólo el mismo destino?
Los aspectos más conservadores del aprendizaje religioso de Peter se rebelaban ante la mención de cualquier cosa parecida a vidas pasadas.
—Yo me abstendría de llamarlo reencarnación o ponerle etiquetas de orientalismo o Nueva Era, pero no cabe duda de que existe una tradición bíblica que se remonta a esta idea de que los profetas vuelven cuando Dios los necesita para hacer su trabajo. En el Evangelio de Lucas, cuando se predice la llegada de Juan a su padre Zacarías, escribe: «E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías». Por eso pienso que tenemos que investigar por ahí. «Con el espíritu y el poder» de un profeta llega otro para terminar su trabajo. Ahora bien, la interpretación de la palabra «espíritu» puede conducirnos en diferentes direcciones. Podría ser literal, como si fueran el mismo espíritu. Lo cual nos obliga a reconsiderar la cuestión de la reencarnación. Pero yo me siento inclinado a interpretar «espíritu» en un sentido más amplio.
Maureen sabía que aún no lo habían terminado de comprender del todo.
—El tiempo vuelve. En mi sueño, Easa me decía que debía recordarlo. Y está en el Libro Rosso, y en la oración nocturna de Matilda. Esta idea poseía un extraordinario significado para aquella gente a nivel cotidiano. No estoy desechando lo que dices, sólo sugiriendo que hay algo más.
—Dentro de veinticuatro horas tendré más traducciones terminadas. Tendremos que seguir leyendo y confiar en que nuestra condesa pelirroja nos proporcione más información valiosa.
Maureen alzó su copa.
—Por Matilda.
Peter alzó la suya.
—El tiempo vuelve.
De vuelta en su estudio, Peter reflexionó sobre sus preocupaciones y motivos de fascinación en lo tocante a la lectura del manuscrito de Matilda. Las implicaciones teológicas del Libro Rosso eran asombrosas.
La idea de que el apóstol Felipe había hecho una copia del Libro del Amor era muy significativa. Felipe escribiría a la larga su propio evangelio, y una copia posterior fue descubierta en el conjunto de descubrimientos gnósticos en el pueblo egipcio de Nag Hammadi en 1945, y era el Evangelio de Felipe el que citaba Jesús en el sueño más reciente de Maureen, cuando decía: «Has de despertar en este cuerpo». ¿O no era así? ¿Cabía la posibilidad de que estuviera citando su propio evangelio, el Libro del Amor, y que sus palabras fueran atribuidas con posterioridad a Felipe?
¿Era posible que los trabajos preliminares de Felipe sobre la traducción del Libro del Amor hubieran inspirado la mayoría de enseñanzas de su propio evangelio? ¿Era posible que este evangelio fuera un intento de recrear las enseñanzas del Libro del Amor? Era una pregunta importante, pues podía significar que desde 1945 la humanidad contaba con una copia decente de las enseñanzas originales de Jesús, por mediación del Evangelio de Felipe. Pero también podía significar que, en caso de que lo encontraran, el Libro del Amor iba a tener repercusiones explosivas sobre la sexualidad de Jesús.
El Evangelio de Felipe se concentraba en los aspectos físicos de la unión sagrada y la santidad de la cámara nupcial, y en la importancia de María Magdalena como la amada de Jesús. Según Felipe, no se trataba de una relación circunstancial: existía un compromiso, era sexual, y era santa.
Esto era muy problemático. Mientras un grupo numeroso de eruditos importantes autentificaba y traducía el material gnóstico, aún existía una gran controversia sobre cualquier pasaje susceptible de insinuar que Jesús era un varón sexualmente activo. Era una idea que muchos cristianos no estaban dispuestos a aceptar. Peter estaba rodeado de hombres que morirían antes que admitir esta posibilidad. Lo sabía con certeza, pues así lo habían manifestado varios miembros del comité encargado de autentificar el Evangelio de Arques de María Magdalena.
Durante las siguientes horas de insomnio, tomó la decisión de limitar su búsqueda de información a la historia del laberinto. No cabía duda de que era una herramienta de extraordinaria importancia en el mundo de las culturas «herejes», y estaba fascinado por las múltiples referencias que encontraba en la historia de María Magdalena. Mientras examinaba la biblioteca de referencia sin parangón que tenía a su disposición, Peter empezó a trabajar febrilmente en una cronología que le ayudaría a organizar lo que fuera descubriendo.
Conocía bien los numerosos laberintos que podían encontrarse en iglesias góticas. Había varios en Francia, y algunos más pequeños en Italia. En su opinión, nadie había aportado una explicación plausible a la presencia de este símbolo pagano en templos católicos. Ahora, con el manuscrito de Magdalena, era consciente de que aquel símbolo antiquísimo encerraba más misterios de los que había imaginado jamás.
Peter sabía que existía un laberinto muy grande construido en piedra en el suelo de la catedral de Chartres, una obra maestra del gótico francés situada a unos setenta y cinco kilómetros de París. Abarcaba la mayor parte de la enorme nave, pero no lo había podido ver durante sus visitas. Por motivos que nunca había podido comprender, los poderes de la Iglesia que administraban Chartres tomaron la decisión, casi doscientos años antes, de ocultar el laberinto a base de cubrirlo con filas de sillas plegables.
¿Existía otro motivo para que la Iglesia católica quisiera mantener oculto el laberinto y prohibido a la vista del público? Era una obra maestra arquitectónica, y tan sólo el hecho de que contara con ochocientos años de antigüedad y estuviera construido con precisión matemática en el apogeo del período gótico bastaba para defender su exhibición, por no decir nada de su protección. Y, no obstante, las sillas plegables habían arañado, desconchado y dañado la piedra del laberinto con el paso de los años, pero daba la impresión de que a la Iglesia no le importaba en absoluto. En el mejor de los casos, ese trato parecía negligente. En el peor, parecía un acto de vandalismo intencionado perpetrado por sus hermanos de religión, responsables de la presencia de las sillas y del daño sistemático causado al laberinto. ¿Era intencionado ese daño?
Además, la catedral de Chartres era enorme y podía acoger a varios miles de personas. Se decía que cabía en su interior un estadio de fútbol, y tenía doce pisos de altura hasta la bóveda. Aquellas hileras de sillas sobrantes no podían necesitarse para acomodar a los fieles, salvo tal vez en las ocasiones más destacadas o en los días más señalados, como Pascua o Navidad. Peter empezaba a convencerse cada vez más de que se trataba de un acto deliberado de ocultar el laberinto, un encubrimiento literal que había empezado a principios del siglo XIX y continuaba hasta la actualidad.
Se le revolvió el estómago al pensar en ello. Como sacerdote, era doloroso para él afrontar acciones de la Iglesia contrarias por completo a lo que Jesús había defendido. Pero durante los últimos dos años había visto cada vez más pruebas de esto. De hecho, se estaba convirtiendo en su reto diario. Y si bien todavía no estaba preparado para defender la santidad de los laberintos por lo que se refería a las enseñanzas de Cristo, pensaba que, como mínimo, debían ser respetados como obras de arte sacro, instaladas en lugares de culto por constructores y orfebres magistrales de la edad de oro de la arquitectura.
Peter continuó examinando las notas que había tomado, y las dividió en categorías en vistas a posteriores investigaciones: laberintos en iglesias, Francia, Italia, conexiones bíblicas. ¿Qué cabía pensar de la conexión con el rey Salomón mencionada por el Maestro? Merecía una investigación. Salomón podía estar relacionado con la construcción de un laberinto por múltiples motivos: el más obvio era que se le atribuía la construcción del Templo de Jerusalén, de manera que las aplicaciones arquitectónicas eran evidentes. Y desde luego, como hijo del linaje davídico (David era el padre de Salomón), Jesús habría podido heredar los planos del Templo, así como otros objetos arquitectónicos. De hecho, era muy probable que se encontraran enseñanzas secretas en el seno de una familia de linaje y sabiduría legendarios. ¿Poseía Jesús los planos del Templo y de otros edificios, conservados por la familia? ¿Era el laberinto de once círculos de Salomón una de estas enseñanzas? ¿Qué más legó Salomón a su descendiente más santo? ¿Utilizó Jesús algunas de estos elementos en el Libro del Amor?
Las manos de Peter se pusieron a temblar cuando encontró las referencias al laberinto perfecto cincelado en la pared exterior del pórtico oeste de la iglesia de San Martín de Lucca en el año 1200, la misma iglesia que había albergado la Santa Faz de Matilda. Construido a la altura del ojo, era un laberinto pequeño, de unos sesenta centímetros de diámetro, nada que ver con el de la catedral de Chartres, con un diámetro de trece metros. El laberinto de Lucca era único en el sentido de que permitía a los fieles recorrerlo con el dedo antes de entrar en la iglesia. Estos laberintos pequeños eran convenientes por dos razones que Peter pudo discernir. La primera y más evidente era que dotaban del símbolo sagrado a lugares que no podían acogerlo en el suelo por falta de espacio. La segunda era que los laberintos tallados en las paredes no podían taparse con sillas.
También era exclusiva de Lucca la leyenda escrita en una columna vertical al lado del laberinto, una leyenda pagana que, en apariencia, no pintaba nada en el exterior de una catedral católica y desafiaba toda explicación. En tres hexámetros, reza en su traducción del latín:
AQUÍ ESTÁ EL LABERINTO CONSTRUIDO POR DÉDALO
EL CRETENSE Y DEL QUE NADIE PUEDE SALIR UNA VEZ DENTRO.
SÓLO TESEO FUE CAPAZ DE HACERLO GRACIAS AL HILO DE ARIADNA.
Peter descubrió en una fuente otra información muy interesante en relación con Lucca. Una oscura referencia italiana afirmaba que el centro del laberinto, ahora destruido junto con la imagen de Teseo, contenía en otro tiempo la continuación de la leyenda, la cual representaba la moraleja de la fábula:
Y TODO POR AMOR.
El que existiera un laberinto perfecto de once círculos no podía ser casualidad, y que fuera similar al laberinto de Chartres en términos de geometría y diseño de sus senderos curvos, tampoco. En concreto, Chartres y Lucca estaban relacionados de una forma más íntima que los demás laberintos, casi como si hubieran sido diseñados por la misma persona.
El laberinto se había relacionado durante varios miles de años con la sagrada unión, como resultado de la poderosa y duradera leyenda de Ariadna. El manuscrito de Matilda indicaba que hasta Jesús podía haber conocido la leyenda. Sin embargo, las pruebas de la Edad Media daban a entender que los monjes que habían transcrito las leyendas de los laberintos griegos para la posteridad habían decidido a propósito cambiar el enfoque. En lugar de conservar los complejos y potentes matices de amor y pérdida, los hermanos reescribieron las leyendas, de manera inexplicable, como tratados de arquitectura. La presencia de Ariadna fue eliminada por completo. Tampoco podía ser casualidad. Ariadna fue borrada de su propia historia. Según muchas fuentes, incluidas pruebas arqueológicas, el propósito de la leyenda era resaltar la importancia de Ariadna como Señora del Laberinto, que protege a su hombre y al pueblo inocente con su amor. No obstante, su presencia había sido eliminada por completo, muy posiblemente a posta, en versiones posteriores.
Del mismo modo, María Magdalena había sido ninguneada, y a veces eliminada, de crónicas aceptadas de la vida de Jesús, también por hombres de la Iglesia. Peter empezó a trabajar en una teoría radical: los «herejes» que no estaban dispuestos a permitir su desaparición habían convertido a Ariadna en un símbolo alegórico de María Magdalena. La supervivencia de Teseo, el hecho de que hubiera vuelto a surgir del laberinto después de afrontar la muerte, era una metáfora de la resurrección. Ariadna, quien le había protegido con su amor, fue la primera en ser testigo de su gloria como salvador de su pueblo, al igual que Magdalena, la que unció a Jesús, fue la primera en ser testigo de la gloria de su resurrección como Salvador de su pueblo. La unión de Teseo y Ariadna podía representar el amor de Jesús y María Magdalena. Su historia permitiría a los herejes plasmar sus enseñanzas a la vista de todos. El hilo de Ariadna simbolizaba la devoción de María Magdalena, la mujer que había llevado el Libro del Amor a Europa y dedicado su vida a protegerlo. Siguiendo el hilo de la verdad, como Teseo, podemos salir de la oscuridad de la guarida del Minotauro y encontrar la luz de la libertad.
A la mañana siguiente, después de pasar una mala noche, Peter reanudó su investigación y encontró una referencia a otra iglesia italiana que le causó honda impresión. San Michele Maggiore, de Pavia, una ciudad del norte de Italia, fue construida en vida de Matilda y estaba dentro de sus territorios. En algún momento de los siglos XII o XIII instalaron un laberinto en el presbiterio, ahora destruido en su mayor parte. Pero existían dibujos del edificio original cuando estaba intacto, y pudo conseguirlos en la Biblioteca Apostólica del Vaticano. Era un perfecto laberinto de once círculos, como en Chartres y Lucca. En el centro había la leyenda «Teseo entró y mató al monstruo híbrido». En este caso, el monstruo no era un minotauro, sino un centauro, un ser mitad caballo mitad hombre. Daba la impresión de existir una pauta en los diseños de laberintos de la Edad Media, que se prolongaba hasta el Renacimiento, en la que se sustituía al Minotauro por un centauro. ¿Era deliberado? ¿Era una referencia a otro tipo de animal?
¿Podía ser la Iglesia el «monstruo híbrido», que estaba iniciando la persecución de los cristianos «puros» en la Edad Media? Peter meditó sobre esta idea un momento. Durante los dos últimos años, la Iglesia se había convertido en eso para él, un híbrido de belleza y dolor, verdades y mentiras. Era una institución en la que todavía creía con enorme pasión la mitad del tiempo, y que le desesperaba la otra mitad.
Mantua
1052
—NO FUE UN ACCIDENTE, Isobel. Me avergüenza decir que estoy emparentada con el miserable que porta la corona de Germania.
Beatriz paseaba de un lado a otro de sus aposentos, muy nerviosa.
La sospechosa muerte de Bonifacio el 6 de mayo de 1052 causó gran consternación en Toscana. Muchos susurraban que el emperador germano, Enrique III, era el responsable. El «accidente de caza» olía sospechosamente a un asesinato perpetrado por un monarca codicioso, devorado durante muchos años por la envidia del gran Bonifacio. Y si bien el obstáculo había sido eliminado, Enrique, primo de Beatriz, quizá no había trazado un plan tan perfecto como creía.
—Pero me vengaré. También soy pariente del Papa, y se ha aprestado a brindarnos protección a Matilda y a mí. Enrique no se atreverá a confiscar las riquezas de Bonifacio, pues las repercusiones serían demasiado grandes. Los vasallos de Toscana se alzarían contra él. Además —Beatriz bajó la voz para que sólo la oyera Isobel—, hemos trazado un plan que no puede fracasar.
—Rezaré para que sea así, mi señora.
Isobel estaba aterrorizada en secreto por Matilda, y debía confiar en que Beatriz haría lo necesario para protegerla.
Ésta continuó, mientras una sonrisa de satisfacción curvaba sus labios al tiempo que explicaba su estrategia.
—El papa León se ha encargado de prometerme de inmediato con Godofredo de Lorena.
Isobel lanzó una exclamación ahogada. No se esperaba esto. La idea era controvertida por muchos motivos, empezando por el odio no disimulado que sentía Godofredo hacia el emperador. Se había rebelado en público contra el corrupto monarca, por lo cual era muy insultante para Enrique que el Papa otorgara las propiedades de Bonifacio a Godofredo de Lorena, so pretexto de proteger a Beatriz y a su hija. Pero todavía faltaba hablar de un tema todavía más espinoso.
—Pero, mi señora, Godofredo de Lorena es primo carnal vuestro. Es una violación de la ley eclesiástica.
Beatriz ya lo había planificado todo. Estaba demostrando ser mucho más astuta de lo que Isobel había imaginado.
—Hemos accedido a hacer voto de celibato antes de consagrar el matrimonio en la iglesia. A mí ya me conviene, pues ningún hombre volverá a tocarme ahora que mi Bonifacio ha muerto. —Se ablandó un momento, y adoptó el aspecto de una viuda flagelada por el dolor—. Tú lo comprenderás mejor que nadie, Isobel.
Ésta lo comprendía. Pues si bien Beatriz no practicaba las sagradas leyes del hieros-gamos como hacía la Orden, las conocía muy bien. Bonifacio había sido su amado en el sentido más santo, y le lloraría el resto de su vida.
—Es un acuerdo estrictamente de conveniencia. —La noble máscara de energía había retornado—. Matilda necesita un poderoso defensor que proteja sus territorios. Como mujer, no puede heredar, pero te he llamado para decirte algo más, Isobel.
Ambas mujeres nunca habían sido íntimas. De hecho, la madre de Matilda experimentaba unos profundos celos del afecto que sentía su hija por la niñera. De modo que, si bien el aya sospechaba que Beatriz ocultaba algún motivo para haberla informado de su plan, no se esperaba lo que oyó a continuación.
—Para asegurar la protección de mi hija, el Papa ha decidido que Matilda debe comprometerse con el hijo de Godofredo, el futuro duque de Lorena, a lo cual he accedido.
Isobel sabía que no podía influir en esta decisión, pero el corazón le dio un vuelco y se vio obligada a reprimir las lágrimas. Entregar una hija a un matrimonio de conveniencia era una blasfemia según las enseñanzas de la Orden, para la cual el poder del verdadero amor era el mayor sacramento. ¿No se daba cuenta Beatriz de que acaba de sentenciar a desdicha perpetua a su mágica y especial hija?
Pero cuando la viuda anunció la noticia a Isobel, todo estaba atado y bien atado. La exquisita condesita de Canossa estaba prometida a un joven que ya era conocido por el infortunado mote de Godofredo el Jorobado.
Cuando el primo de Beatriz, el papa León IX, murió inesperadamente la primavera de 1054, la fortuna de Matilda y su madre cambió de nuevo, esta vez con graves repercusiones. Enrique III se abalanzó de inmediato como el buitre que era para «reclamar» sus enormes posesiones feudales de Italia. El nuevo marido de Beatriz, el duque Godofredo, la abandonó para proteger sus propiedades de Lorena, amenazadas de manera simultánea en un inteligente movimiento estratégico llevado a cabo por Enrique. Sin medios de protección, Beatriz y su hija fueron encarceladas por el rey germano, quien se había coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Enrique III trasladó a Beatriz y Matilda bajo fuerte vigilancia. La pequeña ya no era una heredera. Por decreto imperial, había perdido todo cuanto la familia de su padre había acumulado durante cuatro generaciones. El emperador anunció que Beatriz y Matilda vivirían de su caridad y bajo su autoridad en la corte germana de Bodsfeld, hasta que él decretara otra cosa. Eran prisioneras, secuestradas por un monarca codicioso y narcisista que contaba con todas las ventajas.
Aunque todavía no era más que una niña de nueve años, la injusticia de tan atroz tiranía no escapaba a Matilda.
Era demasiado. No sólo había perdido a su amado padre, su herencia y su hogar, sino que ahora estaba exiliada del amor maternal más consistente que había conocido. Isobel, a la que prohibieron el acceso a su pequeña pupila en cuanto la secuestraron, regresó a Lucca para rezar por la liberación de su hija amada.
Bodsfeld, Alemania
1054
MATILDA DESPERTÓ SOBRESALTADA. Parpadeó al distinguir las primeras señales de la luz grisácea del amanecer, que se filtraba por las ventanas. Alemania era fría y oscura a finales de octubre. No tenía el consuelo de la luz dorada del sol, ni del calor de la Toscana, que aliviara el dolor de la pérdida sufrida durante este año y medio de cautividad. Odiaba Alemania, y odiaba al hombre que la había encerrado, que había asesinado a su padre y robado su herencia, que había humillado a su madre reduciéndola a la condición de mendiga. Sobre todo, odiaba a su hijo, el maligno demonio que era su primo de seis años y, a la larga, heredaría el trono de Alemania. Aquel niño pequeño era capaz de infligir terror y desdicha más allá de toda comprensión, pero este infants terribilis también llamado Enrique era capaz de todo y siempre se salía con la suya. Su, por lo demás, severa y beata madre francesa le idolatraba con una obsesión que bordeaba la imbecilidad.
Cuando Matilda levantó la cabeza, recordó lo perverso que podía llegar a ser su primo pequeño. Notó pegajosa la nuca. Otra vez no. Se llevó las manos al pelo y sintió con un vuelco del corazón que sus hermosos rizos cobrizos estaban embadurnados de una sustancia espesa y pegajosa. Acercó los dedos a la nariz para oler la mugre ofensiva vertida sobre su cabeza. Miel. Mezclada con algo más, algo negro y aceitoso que, sin duda, se endurecería y destruiría sus rizos.
—¡Mamá!
Lo único positivo de la cautividad de Matilda era que había reforzado la intimidad con su madre, Beatriz. Ahora sólo se tenían la una a la otra. Matilda había llegado a darse cuenta de que era mucho más fuerte y culta de lo que había sospechado jamás, y comprendió que la docilidad mostrada hacia su padre había nacido del respeto y la elección propia antes que de la debilidad. Durante toda su cautividad, Beatriz hablaba con su hija de posibles opciones políticas, y le reveló que aún le quedaban aliados en toda Europa. Pese a la aparente indiferencia de Godofredo de Lorena, era un hombre fuerte e inteligente, y sabía que si Beatriz y Matilda recobraban la libertad recuperaría sus posesiones del norte de Italia. De hecho, había espías de Lorena en el castillo, y habían entregado a hurtadillas notas de ánimo a Beatriz. Godofredo estaba trabajando en una estrategia para liberarla. Era lenta, pero ya se estaba llevando a la práctica. Estaban callados, pero no derrotados.
A su vez, Beatriz se dio cuenta de lo inteligente y fuerte que era su única hija superviviente, lo cual alentó sus esperanzas en el futuro. Matilda era la heredera por derecho propio de los territorios de Bonifacio. Tal vez la temporada de cautividad había sido positiva para ella, la había transformado en un paladín de la justicia y deparado una dura, aunque necesaria, educación en política.
Tras oír llorar a su hija, Beatriz acudió a toda prisa desde la habitación contigua, donde estaba inmersa en sus bordados. Eran prisioneras, pero en un palacio donde no las trataban mal. La madre de Matilda encontraba solaz en trabajar con las manos, pues la tarea contribuía a tranquilizar su mente y le permitía pensar. Había intentado educar a Matilda en la labor de aguja, pero a su hija no le interesaban las tareas domésticas femeninas. Se le antojaba una rendición, y no iba a rendirse, y en este lugar menos. Jamás.
—¡Ese asqueroso de Enrique ha vuelto a verter miel sobre mi pelo!
Matilda no lloró. No iba a conceder a su primo la satisfacción de verla llorar como resultado de su cruel broma. Además, ya lo había hecho antes. Esta vez, se sentía más preocupada. En la última ocasión, habían eliminado la miel y su glorioso pelo había permanecido intacto e ileso. Esta vez, Enrique había mezclado miel con alguna otra sustancia para lograr que la pócima fuera más destructiva, algo que Matilda era incapaz de identificar. Pero notaba que su pelo estaba empezando a ponerse duro, y le entró el pánico.
—Deprisa, madre. Hemos de intentar lavarlo antes de que se ponga duro. No quiero darle la satisfacción de tener que cortarme el pelo.
Beatriz todavía podía ganarse la sumisión de la servidumbre, incluso en cautividad. Ordenó que llenaran de agua caliente una bañera y trajeran el tosco jabón de raíces de plantas que los habitantes de la zona iban a buscar a los bosques de las Ardenas. Este jabón era el detergente utilizado para lavar ropa, pero sería necesario probar algo tan drástico si quería salvar el legendario cabello de su hija.
—Nunca le he hecho nada —se quejó Matilda—. ¿Por qué me odia tanto?
—Porque está celoso de ti, y porque es el malvado engendro de un padre cruel y una madre zoquete —respondió con acidez Beatriz—. Que Dios se apiade de Alemania si alguna vez llega a ser rey. Ni siquiera es lo bastante listo para llevar los cerdos a la cochiquera, y mucho menos para gobernar Europa. Y si es tan malvado a los seis años, sólo el buen Dios es capaz de imaginar cómo será cuando tenga años suficientes para abusar de su poder y gustar del soborno. O peor.
Desde el día de su llegada a Alemania, el heredero del trono, el impulsivo Enrique, había aterrorizado a Matilda con incesante porfía. Pasaba los días tramando maneras de hacerla desdichada, y las noches llevando a la práctica dichos planes. Muchas de sus actividades tenían como objetivo estropearle el pelo, con el que estaba obsesionado. A veces, la seguía a todas partes y se burlaba de ella con un arco y flecha de juguete, al tiempo que gritaba: «Mira, soy Bonifacio, el duque muerto de Toscana». Después fingía que le disparaban a la garganta y caía al suelo retorciéndose.
Matilda, que había sido educada en la fe del poder del amor, rezaba cada noche desesperada: Querido Dios, os ruego que me perdonéis por lo mucho que le desprecio. Sé que vos decís que debo amar a mis enemigos, pero esto es demasiado. Pese a su ira, intentaba recitar el Pater Noster cada noche antes de acostarse, tal como le había enseñado su Maestro. La lección del quinto pétalo, perdónanos nuestros errores y deudas así como nosotros perdonamos a los demás, siempre era la más dura. Enrique el Terrible le proporcionaba numerosas oportunidades de esforzarse en aquella lección.
Sus malos tratos verbales eran incesantes, y consistían en variaciones de «Padre dice que eres mitad bárbara y no mereces gozar de tantos lujos, pero no se atreve a echarte a la calle porque intentarás lanzar a tus hordas paganas contra su sacra persona imperial».
Enrique también decía cosas terribles de Beatriz, cosas que Matilda no podía comprender a la edad de seis años, acerca de su anormal y pervertido matrimonio con su primo carnal Godofredo de Lorena, que la había convertido en un monstruo a los ojos de Dios. Encerraron bajo llave a Matilda en su habitación durante más de una semana después de que golpeara a Enrique en la cara, infligiendo graves daños a su delicada nariz. Era lo único delicado de aquel cuerpo abominable, apocado y gordinflón, y la pequeña había cometido el error de repetir estas exactas palabras a la reina cuando acudió al rescate de su precioso hijo. Agnes de Aquitania estuvo a punto de desmayarse a causa de la audacia de Matilda, y exigió que la niña bárbara del peculiar pelo llameante fuera apartada de su vista hasta nuevo aviso. El color de aquel pelo era anormal, sin duda, como todo lo concerniente a aquella criatura perversa y salvaje que atormentaba a su precioso corderito.
Beatriz eliminó con cuidado la sustancia pegajosa del pelo de su hija utilizando el tosco detergente del jabón. Exhaló un suspiro de alivio: la miel estaba desapareciendo y no habría que cortar el pelo. La mezcla de Enrique lo había descolorido un poco, pero el tiempo no tardaría en restaurar su glorioso color rojo dorado.
Una vez solucionado el desastre, Matilda ordenó que les trajeran lectura, junto con su confesor, fra Gilbert, quien había recibido permiso para acompañarlas al exilio, pues le consideraban un leal súbdito alemán. Beatriz pidió los escritos de san Agustín, y se los entregó a Matilda para que leyera. Al menos, servirían para continuar la educación de su hija. Quería que fuera una experta en política cuando esta pesadilla terminara, algo que estaba segura que ocurriría.
La niña se puso a estudiar ante su pequeña estatua de santa Modesta, la que le había regalado la familia de Isobel para celebrar su nacimiento. Modesta era reconocida como santa en el seno de la Orden y por el pueblo de la Beauce, en Francia, porque había dedicado su vida sin temor a las enseñanzas del Libro del Amor. La estatua era la única posesión que habían permitido llevar a Matilda desde Toscana, y casi siempre constituía su único consuelo.
Aquella noche, madre e hija cenaron solas en una pequeña antecámara desnuda de palacio, donde reinaba un frío glacial. Algo había pasado, pero no imaginaban qué podía ser. No habían visto a la familia en todo el día, y Enrique no había ido a regocijarse de su sigilosa misión de destruir el pelo de Matilda. Esto era muy poco corriente, pues el pequeño tiranuelo sólo deseaba llamar la atención con sus fechorías.
A la mañana siguiente, llegó la noticia que aportó felicidad a Matilda por primera vez desde hacía dieciocho meses. El emperador alemán y ladrón asesino, Enrique III, había fallecido de unas fiebres aquella noche. La suerte de su familia era muy insegura, pues el caos se apoderó al instante de Alemania y los territorios circundantes. La reina Agnes no tuvo tiempo de llorar a su marido, pues fue preciso adoptar medidas urgentes. Fue declarada regente y única tutora de su hijo, quien a partir de aquel momento sería conocido como Enrique IV.
Matilda y Beatriz estuvieron olvidadas durante unos días, sin noticias y sin recibir la visita de Agnes o de su hijo. El cuarto día, Godofredo de Lorena, quien había esperado tal oportunidad durante la larga cautividad de madre e hija, se presentó ante las puertas de Bodsfeld y le concedió una oportunidad a la reina regente. Accedió a jurar lealtad a ella y su hijo, junto con los vasallos más ricos de Lorena, con el fin de unificar la región y crear cierta estabilidad en el inseguro reino. A cambio, Agnes reconocería como legítimo el matrimonio de Godofredo con Beatriz y les devolvería las propiedades de Bonifacio.
La reina Agnes, atrapada y confusa, accedió. No tenía ni idea de estrategia política, ni tiempo para pedir consejo sobre la crisis que amenazaba el futuro de su hijo. Estaba desesperada por intentar conservar Lorena y Sajonia para su hijo en el caos que seguiría a la muerte de su marido, un monarca impopular e injusto que había gobernado mediante el miedo. Su principal prioridad tenía que ser la protección de Alemania y los territorios aledaños. En aquel momento, Italia era la última de sus preocupaciones, y Godofredo supo aprovechar la oportunidad. En el mundo voluble de la política europea, elegir el momento oportuno era fundamental.
Matilda y Beatriz partieron de Alemania en dirección a Florencia en 1057, con el fin de reanudar su vida como familia del duque Godofredo de Lorena. Matilda se negó a mirar atrás cuando dejó Alemania a su espalda, decidida a no volver a pisar jamás aquella tierra helada olvidada de Dios, a menos que fuera absolutamente necesario para cumplir la voluntad del Señor.
Toscana estaba destrozada.
Lo que cuatro generaciones de la familia de Matilda se habían esforzado por construir (un país próspero en que el pueblo medraba y los recursos naturales se empleaban con sumo cuidado) había sido deshecho completamente por el rey alemán en menos de dos años. Enrique había violado esta tierra, robado su riqueza, y aquel pueblo orgulloso había tenido que vivir de la mendicidad. La piratería, caracterizada por robos y asesinatos, había regresado a las vías fluviales, pero esta vez bendecida por la corona de un emperador.
Mientras atravesaban la Toscana, la joven Matilda se sintió asqueada y aterrorizada por lo que presenciaba. Habían desaparecido las vitales y prósperas ciudades y pueblos de su niñez, lugares que había visitado con su padre, a quien vitoreaban como a un príncipe. En su lugar se alzaban edificios destartalados, donde los habitantes se refugiaban en las sombras al oír el sonido de cascos de caballos, a lomos de los cuales cabalgaban conquistadores y ladrones, de los cuales no cabía esperar ni protección ni misericordia.
Fue en uno de estos pueblos, situado en los alrededores de la fortaleza de Canossa, donde la familia se detuvo una noche en busca de comida y refugio. Matilda estaba agotada por el viaje a través de los Alpes, pero mucho más por el peaje emocional de lo que había visto durante el camino. Cuando entraron en el pueblo, al principio no entendió qué estaba pasando. Como alguien que ha experimentado la cautividad y los malos tratos, temió que la multitud congregada constituyera un peligro para ella. Pero cuando su comitiva se acercó más, consiguió entender el cántico de los aldeanos.
—¡Ma-til-da! ¡Ma-til-da!
Un grupo de niños cargados con flores corrieron hacia ella y las depositaron a sus pies. Les siguieron sus padres, que vitoreaban el regreso de su amada condesa. Aquella noche, en el tenue calor de lo que había sido la sala de banquetes del señor local, Matilda se reunió con los habitantes del pueblo. Muchos acudieron a contarle espantosas historias de asesinatos y tragedias, a manos del codicioso y cruel monarca extranjero. Con once años de edad, Matilda escuchaba todas las historias sentada al lado de su madre y su padrastro. Los relatos de las injusticias cometidas contra aquel hermoso pueblo, el suyo, conmovieron los rincones más profundos de su corazón y su espíritu. No se perdió un detalle y lo archivó todo. Juró en silencio que cuando hubieran iniciado una vida nueva, encontraría una forma de compensar a aquella gente por sus sufrimientos.
Los aldeanos fueron a suplicar al duque Godofredo, su nuevo señor, que les devolviera sus terrenos y les ayudara a reconstruir sus viviendas, al tiempo que apostaba tropas para protegerlos. Pero la mayoría acudieron a ver a la legendaria condesa, porque había nacido en Toscana y era la hija de una gran profecía. Era Matilda quien representaba la chispa de esperanza para la gente del norte de Italia. Era Matilda quien devolvería a la Toscana su anterior y glorioso estado de paz y prosperidad.
El pueblo estaba seguro de ello, y también Matilda.
Existen formas de unión más elevadas que otras,
más fuertes que las mayores fuerzas, con el poder que es su destino.
Los que viven esto ya no se separan.
Son uno, sin distinción de cuerpos.
Los que se reconocen mutuamente conocen la dicha sin igual
de vivir juntos en esta plenitud.
El tiempo vuelve.
Cuando las Familias de Espíritu se unen en la tierra, reina el regocijo en la casa de El y Asherah. Los que se reconocen mutuamente en esta vida viven una plenitud inalcanzable para quienes no disfrutan de esta bendición.
La única dicha mayor que la unión […] es la reunión. Existe un despertar que ha de suceder aquí. Tenéis que despertar en este cuerpo, pues todo existe dentro de él, y sólo mediante este despertar tendréis ojos para ver y oídos para oír. Sólo mediante este despertar reconoceréis y recordaréis a aquellos con quienes vuestro destino es reuniros.
Quienes tengan oídos para oír, que oigan.
DEL LIBRO DEL AMOR,
TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO.