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Lucca

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LA CIUDAD DE LUCCA era sagrada por su propia naturaleza, uno de los lugares de poder benditos de la tierra, a los que se reconocía un aura especial que se remontaba al principio de los tiempos. Había restos de poblados paleolíticos que facilitaban un vislumbre de la naturaleza auténticamente antigua de este lugar, si bien debía su supervivencia a los antiguos etruscos y celtas ligures. Se creía que los orígenes de su nombre procedían de la palabra celta luks, que significaba «zona de pantanos». En el siglo tercero antes de la era cristiana, los romanos reconocieron Lucca como un lugar especial.

Pero para los primeros cristianos fue en los siglos primero y segundo de nuestra era cuando se forjaron el corazón y el alma de la ciudad, a la cual consideraban sagrada por encima de muchas otras. Mientras los romanos continuaban añadiendo nuevas construcciones, rodeando Lucca de carreteras importantes, encerrándola en el primer conjunto de murallas y erigiendo un anfiteatro espectacular, era el tranquilo asentamiento cristiano del subsuelo el que constituía la columna vertebral de la cultura que perduraría en los corazones de los naturales de Lucca.

Mientras el catolicismo tradicional florecía en la superficie, Lucca albergaba en sus cimientos otra cultura cristiana, que convivía en armonía con los conversos católicos más tradicionales. Pues predicaban que los hijos de los primeros apóstoles y sus seguidores se establecieron aquí, donde la leyenda afirma que se les unieron miembros de la sagrada familia. Estos cristianos proclamaban que sus enseñanzas provenían directamente de Jesucristo a través del legado de sus hijos, y que se hallaban en posesión de un libro sagrado del que predicaban a sus descendientes.

En la época de la llegada de Matilda a Lucca, el poder de la ortodoxia en la Iglesia, por mediación del monacato ascético, estaba creciendo de tal forma que quienes practicaban las «antiguas costumbres» del cristianismo debían comportarse con mucha discreción. En efecto, las nuevas reformas afectaban a los devotos del Camino del Amor. Los susurros sobre herejías empezaban a aumentar en Italia, y ya se estaban propagando a otras zonas de Europa. El pueblo de Isobel se portaba como muchos habitantes de Lucca, que daban su apoyo en público a la Iglesia católica, pero conservaban sus tradiciones secretas tras las puertas cerradas de sus casas. Pero Isobel, descendiente de Sigfrido, había sido educada en las más secretas enseñanzas de las viejas tradiciones. Era miembro de la Orden del Santo Sepulcro, la sociedad secreta fundada en Oriente por Lucas el Evangelista, el santo Nicodemo y José de Arimatea. La Orden tenía seguidores en Jerusalén, la región italiana de Calabria, Roma y en toda Toscana. Era una orden que no sólo aceptaba mujeres en su seno, sino que las reconocía como líderes. Lo hacían en honor de María Magdalena, pues la Orden se fundó para protegerla, a ella y a su hija, la profetisa Sarah-Tamar. En su tradición, eran reconocidas como sucesoras de Jesús, las santas mujeres gracias a las cuales el cristianismo perduró y floreció en Europa.

Los hijos de Lucca eligieron ser conocidos como Lucchesi, un inteligente juego de palabras. Les definía como habitantes de Lucca, pero también como hijos de Lucas el Evangelista, el fundador que llevó la Orden del Santo Sepulcro a Italia.

El séquito entró por la puerta de San Frediano, al norte de la ciudad, y Matilda se puso muy contenta al ver que eran recibidos con gran algarabía. Llevaba un vestido dorado del más fino brocado, y montaba con su padre en la grupa del enorme corcel negro. Bonifacio también se había engalanado. Su capa de montar estaba ribeteada de armiño e incrustada de joyas. Gruesos gemelos de oro macizo centelleaban en sus muñecas bajo el sol de la Toscana. El pueblo de Lucca había acudido en masa para conseguir divisar a la extraordinaria condesita de las trenzas relucientes y los extraordinarios ojos verde azulados. Isobel le había hecho trenzas entretejidas con flores por la mañana. Su negativa a cubrir el cabello de la niña había causado cierta consternación a Bonifacio, a quien le parecía poco decoroso que su hija fuera vista en público de aquella manera. Pero la niñera sabía tratar al padre de Matilda. Sabía cómo ablandarle. Que Isobel fuera una mujer encantadora y llena de gracia era una ventaja a la hora de dejar las cosas claras al muy masculino príncipe guerrero de la Toscana, aunque jamás utilizaba sus encantos de manera poco adecuada.

La pequeña condesa de Canossa necesitaría el apoyo del pueblo de Toscana cuando creciera. Era la única heredera de una gran fortuna, una fortuna que, según la ley vigente, no podía ser heredada por una mujer. Con el fin de conseguir que Matilda fuera reconocida como heredera de Bonifacio, necesitaría, entre otras bendiciones, ser amada por el pueblo de Toscana. Isobel le había explicado esto con paciencia a Bonifacio. La entrada de Matilda en Lucca tenía que ser memorable. Debía convertirse en la amada hija del pueblo toscano, con el fin de fortalecer sus esperanzas de heredar cuando fuera mayor.

Pero Isobel también era muy consciente de la creciente fuerza de la leyenda viva de Matilda, incluso a su tierna edad. Los iniciados de Lucca conocían bien las enigmáticas profecías legadas por Sarah-Tamar, y sabían que Matilda podía ser la Esperada, teniendo en cuenta el día propicio en que había nacido, el equinoccio de invierno. Si tal era el caso, debía ser adorada como la nueva Pastora, la mujer que les guiaría en las enseñanzas y protección del Camino del Amor. Matilda había llegado en un momento en que el antiguo pueblo de Lucca necesitaba el símbolo de esperanza que representaba para ellos. Había que tener en cuenta todos estos factores, mientras la pequeña condesa efectuaba su regreso triunfal a su lugar de nacimiento.

Bonifacio cedió, y la resabiada Isobel había preparado a la princesa prometida para su debut ante el pueblo. Matilda, por su parte, se comportó a las mil maravillas, rio, saludó y pareció en todo momento el ser mítico que muchos la consideraban. Le salía con naturalidad, pero ese día su entusiasmo se transmitía a las calles. ¡Iba con su heroico padre, ataviada con un bonito vestido nuevo, y la gente gritaba su nombre en las calles! Recordaría aquel momento como uno de los más luminosos de su vida.

—¿Ya ha tenido sueños, Isobel?

El enigmático sabio, al que sus estudiantes sólo conocían como el Maestro, se había detenido ante la figura dormida de la agotada condesita. Había sido un día ajetreado de desfiles y banquetes, de ser adorada por su padre y por su pueblo. El encuentro oficial de Matilda con el Maestro tendría lugar al día siguiente, cuando hubiera descansado. Pero el sabio quería verla antes y hablar con su tutora para prepararse. Su presencia era imponente, un hombre alto y curtido por la intemperie, de aspecto engañosamente aterrador debido a la larga cicatriz que cruzaba el lado izquierdo de su cara.

—Sí, pero no entiende lo que son ni lo que significan.

—¿Ha soñado con el Gólgota?

—En concreto no, pero sí ha soñado con el Viernes Santo, de eso estoy segura.

El Maestro asintió, abismado en sus pensamientos. Bastaba para cumplir las condiciones de la profecía, incluso a su temprana edad. Pues la profetisa había dicho que la Esperada tendría visiones del «Día Negro de la Calavera». Si bien cabía interpretar esto como visiones específicas de la crucifixión, para una niña tan pequeña, nacida en una fecha tan prometedora, soñar con el Viernes Santo significaba un poderoso augurio.

—Creo que es lo que dicen —declaró el Maestro—. Traémela en cuanto despierte. Nos espera mucho trabajo. Isobel…

—Sí, Maestro

—Te has portado muy bien con ella. Dice mucho de tu amor.

La mujer sonrió a su adorado tutor con lágrimas en los ojos.

—No, Maestro. Ella dice mucho de Dios.

El Señor desafió a Salomón a construir un tabernáculo, un lugar en que los fieles pudieran acceder a la voluntad de Dios. Guiado por su sabiduría y amor al Señor, Salomón construyó el Templo, sagrado por encima de todos.

Y en el interior de la santidad de la cámara nupcial, Salomón y la reina de Saba crearon el laberinto, con sus once senderos de entrada y salida como nuevo tabernáculo, donde hombres y mujeres realizados por completo pueden descubrir que no existe separación entre ellos y Dios. Es un lugar donde el Aeon, es decir, el Espacio del Templo, puede simularse y ser experimentado por aquellos que no pueden llegar al Templo de otra forma.

En el centro del laberinto, los hijos de Dios abrirán los ojos. Pues la mayoría de almas viven en este mundo en un estado de sueño. Han de despertar en esta vida, en estos cuerpos, donde existe todo cuanto son en la tierra. Sus cuerpos son sus sagrados espacios del templo, pero no se dan cuenta. Creen que el reino les espera sólo en la otra vida, de modo que se pierden una enseñanza importante: que hemos de vivir en la tierra como en el cielo, y crear el cielo donde no existe en la tierra. El reino de Dios nos está destinado, aquí y ahora, en la tierra y en nuestros cuerpos terrenales de carne, y nos basta con reivindicarlo. Lo cual se consigue únicamente mediante el amor.

En el laberinto, llegas al Espacio del Templo, donde hablas directamente con Dios. Es un regalo para los hijos que pueden transformarse en anthropos, humanos plenamente realizados, despiertos por completo. Para que puedan descubrir su verdadero yo, su ser único, y convertirse en lo que han de ser en la tierra.

Rezad como yo os he enseñado, en el centro del laberinto y en el centro de vuestra vida. Utilizad la oración como una rosa y regocijaos de la belleza de sus seis pétalos, pues contiene todo cuanto necesitáis para encontrar el reino de los cielos en la tierra. El círculo central es el amor perfecto.

Los hijos del mundo han de abrir los ojos y ver a Dios a su alrededor. Después podrán vivir como expresa el amor. Al hacerlo, cumplirán su destino, así como sus promesas para la eternidad. Han de despertar. Y han de despertar ahora.

El Amor lo Conquista Todo.

Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

DEL LIBRO DEL AMOR,

TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO

Lucca

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LA CICATRIZ ERA TERRIBLE. No podía apartar los ojos de ella.

—Ven, pequeña, vamos a solucionar esto de una vez por todas. Quiero que pongas la mano sobre mi cara y toques la cicatriz. Verás que sólo es carne vieja, nada que debas temer. Ven.

Matilda miró a Isobel, quien asintió con una sonrisa. Permitió que el Maestro tomara su diminuta mano y la alzara hacia su cara estragada. La niña recorrió el costurón con el índice y el pulgar. Ahora la curiosidad se había impuesto al miedo.

—¿Cómo os hicisteis esta cicatriz, Maestro? —logró balbucear.

Isobel exhaló un silencioso suspiro de alivio. Matilda se había acordado de sus modales. Loado sea Dios.

—Ah, una buena pregunta, que exige una historia. Ven a sentarte junto al fuego y te la contaré.

Tal como habían prometido, el aya y la pupila habían acudido temprano al conjunto de antiguos edificios de piedra conocidos como la Orden. Aquí vivía y trabajaba el Maestro, dando clases a estudiantes de las más antiguas familias de la localidad sobre las enseñanzas del Camino. La cámara donde estaban sentadas era un estudio, amueblado con una larga mesa, con tinta, pergamino y una caja grande de madera que contenía rollos de material educativo. Había una enorme chimenea de piedra para mañanas como aquélla, cuando la primavera toscana era todavía lo bastante joven para albergar frío. El Maestro hablaba con frecuencia de sus viejos huesos, y decía que sentía el frío en ellos.

Matilda e Isobel se sentaron en el banco contiguo a la chimenea. El Maestro tomó asiento frente a ellas, en un taburete de madera, y empezó su explicación.

—Hace mucho tiempo, niña, uno de los primeros líderes de nuestra Orden resultó herido en una gran guerra. Fue una batalla épica entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas. Aunque durante mucho tiempo se temió que hubiera perdido la batalla, no fue así. Ganó, gracias al poder del amor y la fe, y lo que había llegado a ser una confianza inquebrantable en un dios todopoderoso y misericordioso. Pero le quedó una cicatriz en la cara como recuerdo. Era fácil de identificar con tal señal. En los siglos transcurridos desde entonces, los que seguimos su camino hemos adoptado la misma cicatriz en su honor, una señal indicadora de que nos dedicamos exclusivamente a las enseñanzas de la Orden. Nos la autoinfligimos al hacer nuestro juramento. Sé que cuesta comprender el motivo de que un hombre se haga semejante cicatriz, pero es una señal de nuestra devoción a lo que hay dentro, no a lo que hay fuera.

Las manos de Matilda volaron hacia su carita de porcelana, lo cual provocó que el Maestro lanzara una carcajada.

—No temas, pequeña. Nunca te pediremos algo semejante. Veo que tu belleza será una de tus principales armas de guerrera del Camino. Pero recuerda siempre que Dios te la ha concedido para que la utilices con prudencia.

Matilda asintió con solemnidad.

—¿Os hicisteis daño? —preguntó con un hilo de voz.

El Maestro se encogió de hombros.

—La verdad es que no me acuerdo. Ocurrió hace mucho tiempo. Si me hice daño, sólo sé que no tuvo ni punto de comparación con los sufrimientos padecidos por Nuestro Señor en su sacrificio final. Y ahora, si ya hemos acabado con la historia de mi cara, me gustaría empezar tu aprendizaje. ¿Os parece aceptable, mi señora?

Matilda asintió de nuevo, y después contestó cortésmente, azuzada por un carraspeo de Isobel.

—Sí, Maestro.

El hombre rio al percibir su deseo de demostrar buenos modales.

—Bien. Empezaré dándote una flor. Una flor muy especial para una dama muy especial. Es una rosa con seis pétalos.

El Maestro abrió el gozne chirriante de la caja de madera y sacó uno de los rollos. Estaba atado con una cinta de seda escarlata bordada con diamantes dorados. Los ojos de la niña se iluminaron al ver la belleza del regalo que el Maestro le ofrecía.

—Puedes abrirlo. Y guardar la cinta.

Le guiñó el ojo, y de repente su rostro surcado por la cicatriz adquirió una vivacidad más bondadosa que aterradora. Isobel tenía razón, por supuesto. Era importante no juzgar a los hombres sólo por su apariencia. Llegaría un día en que Matilda recordaría aquella cara como la más hermosa que había visto en su vida.

La pequeña desenrolló el pergamino y vio el tosco dibujo a tinta de una flor. Seis grandes pétalos redondos rodeaban un círculo central.

—Esta rosa de seis pétalos es el símbolo del Libro del Amor, Matilda. Y con él, aprenderás los secretos del Pater Noster. —Se volvió hacia Isobel—. Lo conoce, ¿verdad?

—Conoce nuestra versión en toscano y la tradicional en alemán y latín. Se lo estoy enseñando en francés, de modo que se lo sabrá en cuatro idiomas, Maestro.

—¿Cuánto ha avanzado en lectura y escritura?

—Es una alumna que aprende muy rápido. Notable, en realidad. Creo que leerá y escribirá en todos estos idiomas de manera excelente si su padre decide permitirle continuar con su educación. No tengo motivos para creer lo contrario.

—Hemos de procurar que comprenda la importancia de su educación —dijo con énfasis el Maestro, antes de volverse hacia Matilda—. Recítamelo, por favor. En el idioma que prefieras.

La pequeña carraspeó y se sentó muy erguida. Eligió recitar la oración en toscano.

Padre nuestro bondadoso que reinas en el cielo,

santificados sean tus nombres.

Venga a nosotros tu reino y hágase tu voluntad,

así en la tierra como en el cielo.

El pan nuestro de cada día, el maná, dánoslo hoy.

Perdona nuestras ofensas y errores,

como nos perdonamos a nosotros mismos y a los demás.

Dirígeme por el camino del bien y

líbrame de las tentaciones del mal.

—Bravo, hija. Muy bien. Pero hasta que aprendas lo que significa cada verso y cómo cambiará tu vida y el mundo que te rodea, esa oración carece de sentido. Gracias a la conciencia, esas palabras contienen todo cuanto un ser humano necesita para saber encontrar el reino de los cielos en la tierra. Sin conciencia, son palabras perdidas, murmuradas de manera rutinaria. Nunca volverás a decir esa oración como un manojo de palabras sin sentido, ¿entiendes? Ahora nos pondremos a trabajar con ahínco. Voy a enseñarte la relación de esta plegaria con los pétalos de rosa…

Y el hombre al que todo el mundo conocía como el Maestro inició la tarea de adoctrinar a Matilda en las más sagradas enseñanzas del Libro del Amor, la buena nueva entregada a toda la humanidad por el Príncipe de la Paz.

Matilda pasó el resto de la tarde visitando los lugares sagrados de Lucca, muy numerosos, y fue en compañía de su padre a ver la gran iglesia de San Frediano. Su guía era un joven sacerdote gentil y culto llamado Anselmo, el cual era nativo del lugar y estaba muy versado en la historia de la ciudad. Su tío, llamado Anselmo di Baggio, era el obispo de Lucca, un hombre muy poderoso en el mundo de Bonifacio. Sin duda, estaban preparando a su joven sobrino para ocupar un cargo de importancia en la comunidad de Lucca, puesto que procedía de una familia muy influyente. Todos los Di Baggio eran miembros inteligentes y muy discretos de la Orden del Santo Sepulcro, y habían aprendido a integrarse en las estructuras de poder tradicionales de la Iglesia católica.

Anselmo el Joven explicó que la iglesia recibía su nombre del obispo del siglo VI que construyó el primitivo edificio con sus propias manos.

—En toscano le llamamos Frediano, pero en su país se llamaba Finnian. Era de un lugar llamado Irlanda. ¿Sabes dónde está, Matilda?

Ella negó con la cabeza, mientras escuchaba embelesada. Irlanda sonaba como uno de los lugares mágicos de las historias de Isobel.

—Es una isla verde y brumosa, muy misteriosa y antigua, más allá de las tierras de sajones y normandos. Pero también es un lugar muy culto y sagrado. Finnian vino aquí como peregrino, porque había oído hablar de los orígenes sagrados de Lucca y quería vivir en un lugar donde las enseñanzas de Jesús se conservaran en toda su pureza.

Matilda intentó portarse bien durante la solemne visita del baptisterio, con su gran pila bautismal de piedra. Pero la verdad era que San Frediano no la entusiasmaba demasiado, una vez desaparecido el misterio inicial de la leyenda extranjera. Lo que sí le interesaba era la siguiente visita, pues la iglesia de San Martín albergaba el Volto Santo, la Santa Faz tallada por Nicodemo.

Anselmo narró a Matilda y Bonifacio la pintoresca historia de la llegada de esta imagen a Lucca, mientras recorrían las estrechas calles en dirección a San Martín.

—Cuando el Volto Santo salió de Tierra Santa, arribó a las costas de Toscana tras muchos meses en el mar. Lo descargaron con gran cuidado, y lo depositaron en un carro tirado por dos bueyes blancos como la nieve. Los animales no estaban domesticados, y dejaron que siguieran su instinto. Los custodios de la Santa Faz creían que la mano del Señor guiaría el carro hasta el lugar donde la divina voluntad elegiría descansar. Se informó de muchos milagros acaecidos durante el trayecto que recorrió el santo objeto. Los bueyes tiraron durante tres días con sus noches del carro, y no se detuvieron hasta llegar aquí, el centro de Lucca. Creemos que el Volto Santo eligió venir a Lucca porque siguió el camino seguido por el Libro del Amor.

Anselmo adoptó un tono conspiratorio que divirtió a Matilda.

—Los iniciados, nuestro pueblo de la Orden, sabían que el Volto Santo quería estar donde se predicaban las verdaderas enseñanzas, y esto sólo ocurría en la congregación de San Martín.

Habían llegado ante la fachada de San Martín, que había sido consagrada en nombre de san Martín de Tours desde que fue edificada por primera vez, también por el obispo irlandés Finnian, en el siglo VI. Lo que quedaba era poco impresionante. Y en lamentable estado de conservación. Matilda pensó que no era un lugar adecuado como altar del primer objeto de arte cristiano, tallado por un hombre que había mirado la cara de Nuestro Señor después de bajarlo de la cruz. Tiró de la manga de su padre.

—Papá…

—¿Sí, cariño?

—Somos muy ricos, ¿verdad? ¿No podemos dar a nuestro pueblo de Lucca dinero suficiente para construir una gran iglesia dedicada a la Santa Faz?

Bonifacio lanzó una carcajada estentórea mientras alzaba a su hija en brazos.

—Sí, somos muy ricos. ¡Y espero continuar así, sin entregar toda nuestra riqueza, sobre todo a la Iglesia!

La niña, muy disgustada con la respuesta, se liberó de los brazos de su padre y corrió hacia la puerta de entrada.

El interior de San Martín era oscuro y estrecho, y Matilda tuvo que parpadear varias veces para adaptarse a la tenue luz de las velas. Sin esperar ni a su padre ni a Anselmo, corrió hacia el altar principal, y no paró hasta estar lo bastante cerca para tocar la imagen más sagrada de toda la cristiandad.

Se quedó delante de ella, fascinada. La imagen era de tamaño natural, tallada con elegancia por un escultor de extraordinario talento. Nicodemo había moldeado la madera de cedro del Líbano en gráciles ondas que formaban la túnica que cubría los dos brazos extendidos y caía hasta los pies de Cristo crucificado. Los detalles faciales, pelo y barba, habían sido pintados con sumo cuidado para resaltar su color. Nuestro Señor era moreno y hermoso. Ondas de pelo negro caían sobre sus hombros, del mismo color que la barba larga y bien cuidada, algo hendida. Tenía dedos largos y esbeltos. Pero eran sus ojos lo que la sobrecogían. Enormes, negros y de espesas pestañas, eran ojos que expresaban inmensa bondad y compasión, plasmados en los últimos momentos de sufrimiento. Matilda jamás había visto nada más bello que el hombre de la cruz. Clavó la vista en aquellos grandes ojos, y se quedó convencida de que la estaban mirando.

—Tú eres mi hija, en ti me complazco.

La pequeña lanzó una exclamación ahogada. La Santa Faz le había hablado. Cerró los ojos con mucha fuerza y procuró escuchar, pero no había nada más que oír. Se volvió y vio que su padre y Anselmo estaban detrás de ella, a cierto número de pasos. El sacerdote estaba susurrando algo a Bonifacio, sin duda más explicaciones sobre la obra de arte y su historia. Matilda no les oía. Sólo oía a la estatua de Nuestro Señor Jesucristo, que le había hablado. Estaba complacido con ella.

No estaba segura de qué había hecho para complacer a su Señor, pero ahora estaba más decidida que nunca a hacer algo. Pensó a toda prisa y recordó los ornamentos dorados que Isobel había trenzado en su pelo aquella mañana. Había dos, muy trabajados en oro, que le había regalado la casa de Lorena con motivo de su nacimiento. Eran muy valiosos. Empezó a desenredarlos de su pelo con disimulo, para que su padre no la viera, y los tomó con ambas manos.

Matilda sonrió a la imagen que se sentía tan complacida y habló en susurros.

—Un día, construiré una hermosa iglesia para tu Santa Faz. Lo prometo.

Hizo una reverencia a la talla y caminó hacia atrás para no darle la espalda. Cuando llegó al lugar donde esperaban su padre y Anselmo, les sonrió con dulzura.

—Es muy bonita —se limitó a comentar. No deseaba contar a nadie lo que había pasado, todavía no. Y cuando lo hiciera, la primera en saberlo sería Isobel. Issy sabría por qué el Señor estaba complacido con ella.

Bonifacio abandonó la iglesia deprisa. Ya tenía bastante de religión por aquel día, y estaba ansioso por volver a sus reuniones con los hombres responsables de mantener la seguridad en esta zona de la Toscana. Después había organizado una gran expedición de caza como recompensa a sus soldados más leales, algo que le apetecía mucho. Matilda caminaba despacio detrás, con la esperanza de quedarse a solas con el joven Anselmo. Tenía una cara agradable y una sonrisa dulce. Le gustaba, con aquel instinto para la naturaleza humana que poseían los niños más inteligentes. Cuando su padre se alejó, apoyó su diminuta mano contra la palma del sacerdote.

—¿Qué es esto, princesa? —preguntó Anselmo cortésmente, mientras contemplaba el tesoro que había depositado en su mano.

—Shhh —susurró Matilda—. Es mi promesa a la Santa Faz. Un día, le construiré una iglesia digna. Toma este oro y guárdalo para ese día, en que podré traerte más.

Anselmo la miró con detenimiento. Era muy extraño que una niña entregara tal tesoro por la gloria de Dios. Tocó su mano.

—Matilda de Canossa, sois muy generosa. Algún día, espero dirigir la construcción de una iglesia más grande por la gracia de vuestra generosidad.

La pequeña le sonrió, satisfecha de poder contar con un cómplice importante para su plan.

—Bien. Lo haremos juntos. Cuando sea mayor y pueda darte el dinero que me dé la gana.

La condesita de seis años se volvió para hacer otra reverencia a la Santa Faz y salió corriendo por la puerta al sol de la tarde, mientras exigía a gritos a su padre que la llevara de vuelta con Isobel de inmediato. El feroz Bonifacio, un hombre cuyo solo nombre causaba que guerreros avezados temblaran de miedo, paró en seco y lanzó una carcajada estentórea, provocada por el único ser vivo cuyas órdenes acataba.

Tras el terrible tiempo de la crucifixión, no era seguro para la familia de Nuestro Señor continuar en Israel. Su tío, el bienaventurado José de Arimatea, trabajó con denuedo por poner a salvo a María Magdalena, embarazada de la heredera del Salvador, así como a los demás niños y algunos de sus seguidores más cercanos.

La hermosa ciudad de Alejandría era famosa por su cultura y tolerancia, una sociedad en pleno florecimiento donde muchas culturas y creencias vivían en armonía. Estaba lo bastante cerca para suponer una solución rápida y provisional, y lo bastante lejos para resultar segura. Magdalena necesitaba estar en un lugar cómodo en vistas al nacimiento inminente de la bienaventurada niña.

José de Arimatea era excepcionalmente próspero gracias a su éxito como comerciante de estaño, y pudo transportar en sus buques a los supervivientes de la sagrada familia hasta Egipto, lejos del peligro. Sería la segunda vez que una María la Mayor se veía obligada a huir de su país para proteger al bienaventurado hijo que llevaba en las entrañas, la segunda Huida a Egipto.

Durante su confinamiento, Magdalena llamó a su amigo de confianza, el culto apóstol llamado Felipe, para que acudiera en su ayuda a Alejandría. Él prestó oídos a su llamada, y durante aquellos meses nuestra señora le leyó el Libro del Amor, para que pudiera transcribirlo bajo su guía y dirección. Fue así que una copia casi perfecta de las palabras originales de Nuestro Señor fue efectuada por aquellos dos grandes discípulos y maestros. María Magdalena conservó durante toda su vida el Libro del Amor original. Pero era su deseo que se enviara una copia a Santiago, el hermano de Jesús, quien se había quedado en Jerusalén. La emergente Iglesia de Jerusalén necesitaba las enseñanzas en su forma más pura, para que el Camino continuara en la ciudad.

Santiago recibió la copia desde Alejandría y la conservó en Jerusalén, guardada en la sagrada talla obra de Nicodemo.

Felipe partió hacia su destino a Sumeria, donde predicó el Camino durante el resto de su bienaventurada vida, enseñando el Libro del Amor tal como él lo había transcrito.

LA HISTORIA DE FELIPE Y EL LIBRO DEL AMOR,

TAL COMO SE NARRA EN EL LIBRO ROSSO

La cámara de piedra subterránea que servía de capilla a la Orden del Santo Sepulcro tenía casi mil años de antigüedad. Había sido construida por los primeros cristianos, quienes practicaban aquí su fe en secreto, lejos de los ojos inquisitivos de los romanos. Matilda bajó con cautela la empinada escalera, cogida de la mano de Isobel, quien iba delante de ella. El Maestro las guiaba con una lámpara de aceite, pero la cámara había sido preparada para su llegada por algunos novicios, quienes habían dispuesto velas de cera en los candelabros de hierro de la pared. Parpadeaban sombras a su alrededor. Las paredes de piedra de la capilla estaban ennegrecidas por el humo de las hachas, y la intensa fragancia del incienso impregnaba el aire de una densa santidad.

La experiencia de la pequeña con el Volto Santo había impresionado al Maestro, cosa difícil. Si bien sabía que la niña era especial, no estaba preparado para que tuviera visiones auténticas a plena luz del día tan pequeña. Y estaba seguro de que eran auténticas. Brillaba una luz en sus ojos cuando repitió la historia, primero a Isobel y después a él. Había una gracia, una certeza. No era una fantasía inventada por una criatura tonta para llamar la atención. Se trataba de la experiencia mística de una niña elegida por Dios para un destino especial. Había aprendido a reconocer la diferencia durante sus largos años de maestro y mentor.

Como tal, el Maestro decidió que Matilda fuera conducida de inmediato a presencia del Libro Rosso.

La diminuta capilla contaba con un sencillo altar de piedra, que ya existía en el edificio santo que la contenía. Pese a que se trataba de una capilla consagrada, no había cruces ni crucifijos en ninguna parte del edificio. Sobre el rico paño de terciopelo del altar descansaba un arca de madera, un magnífico cofre con tallas de escenas de la vida de Nuestro Señor y Nuestra Señora, guiadas por la mano de san Lucas. El arca era casi tan sagrada como el contenido, y era conocida por la Orden como el Arca de la Nueva Alianza. El borde del arca estaba adornado con una fila de rombos, el símbolo de la unión sagrada, mientras que la equis, símbolo de la iluminación gnóstica, estaba tallada en las esquinas y resaltada con pintura dorada. El Maestro condujo a Matilda e Isobel hasta el arca y les indicó que debían arrodillarse delante de ella. Ambas obedecieron y continuaron de hinojos mientras el hombre recitaba una oración de gracias al Señor por el regalo del preciado testamento. Se acercó al altar y forcejeó un poco con la pesada tapa del arca, hasta levantarla y depositarla en el suelo. Introdujo la mano en el interior del arca y sacó el trabajado volumen que esperaba dentro.

Matilda levantó la cabeza cuando el Maestro extrajo el Libro Rosso. Era un volumen enorme, encuadernado en piel del rojo más intenso, visible en el pesado lomo. La portada del libro tenía un revestimiento de oro, con cinco joyas incrustadas que formaban una equis en lugar de una cruz. El Maestro se llevó el libro a los labios y besó la joya central, un rubí que brillaba a la luz de las velas.

—La Palabra del Señor. Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

Extendió el libro a Isobel, quien lo besó a su vez y repitió «La Palabra del Señor», antes de bajarlo hacia una solemne Matilda de ojos dilatados. La pupila imitó las acciones del aya a la perfección.

Siguieron al Maestro mientras sostenía el Libro Rosso y lo depositaba sobre una mesa situada ante el altar. Sonrió a Matilda.

—Puedes tocarlo, hija.

Sus pequeños dedos vacilantes se deslizaron sobre la cubierta dorada. Pegó un brinco como si se hubiera quemado y lanzó un leve chillido, lo cual provocó que el Maestro e Isobel intercambiaran una mirada, pero cuando volvió a tocar el libro por segunda vez no se sobresaltó.

—He aquí el Libro Rosso. Es el libro más sagrado de nuestro pueblo porque, entre otras cosas, contiene las palabras escritas por el salvador del mundo. En estas páginas, Matilda, se encuentra el evangelio completo escrito por Jesucristo, la buena nueva conocida por nosotros como el Libro del Amor. Ésta es la sagrada copia transcrita por el apóstol Felipe en presencia del original y entregada a Nicodemo para que la guardara en el Volto Santo. Contiene en su interior el sello de María Magdalena, que indica su aprobación de la copia. Habrás visto este dibujo antes. Se utiliza en los documentos más sagrados de la Orden y lo llevan nuestros iniciados de mayor rango.

El Maestro abrió el libro con sumo cuidado y pasó una gastada pero gruesa página con dedos delicados. Al pie de la segunda página había una firma en griego:

μαγδαλευ

Magdalena.

Bajo la firma había el emblema que Matilda ya había visto en anteriores ocasiones. Era el dibujo del anillo de cobre de Isobel en forma de disco, que a veces se enredaba con su pelo cuando le hacía las trenzas. Era el dibujo de nueve círculos que bailaban alrededor de una esfera central. Era una imagen del cielo, exhibida por la Orden como recordatorio de que nunca estaban separados de Dios. Así en la tierra como en el cielo. Matilda ignoraba que aquel símbolo era el sello de María Magdalena. Era uno de los secretos de la Orden.

—Tú también llevarás un anillo como éste, el sello de Magdalena, cuando llegues a la edad de acceder a los misterios —le susurró Isobel. Matilda se removió de entusiasmo al oírlo, pero se quedó muy quieta cuando el Maestro continuó.

—Cuando crezcas, aprenderás las enseñanzas recogidas en el Libro del Amor, y también las profecías de Sarah-Tamar. Te las llegarás a saber de memoria y aprenderás a interpretarlas. Algunas se refieren a tu nacimiento, y has de entenderlas a fondo.

»Por fin, estudiarás las historias que contiene el Libro Rosso. Están los Hechos de los Apóstoles secretos, las historias de los discípulos que lo sacrificaron todo por las enseñanzas del Camino del Amor. Lo hacemos a imagen y semejanza del libro escrito por uno de nuestros fundadores, el bienaventurado san Lucas. Al honrar la memoria y sacrificio de nuestros mártires, honramos a Dios y, también, rezamos por un tiempo en que estas enseñanzas sean recibidas en paz por todos los pueblos y ya no haya mártires.

»Ésta es tu primera lección, Matilda. La comprensión de las tres partes del Libro Rosso: La primera es el texto del Libro del Amor, la única palabra verdadera. La segunda comprende las profecías de Sarah-Tamar, sagradas para el futuro; y la tercera son los Hechos de los Apóstoles, que nuestro pueblo ha recopilado desde los primeros días del cristianismo. Por hoy, es todo cuanto necesitas saber.

Matilda florecía bajo la tutela del Maestro, pero por más que le gustaban las lecciones, su distracción favorita consistía en vagar por el sinuoso laberinto, erigido en piedra en el extenso jardín de la Orden. Había chillado de placer cuando lo vio por primera vez. Si bien había visto dibujos del laberinto y tenía una versión en miniatura tallada en su muñeca, Ariadna, ver uno de semejante tamaño (hasta veinte adultos podían pasear a la vez por sus senderos) era asombroso.

El Maestro la acompañó la primera vez, sujetando su mano mientras la guiaba por los senderos sinuosos que conducían al centro.

—Sólo hay un camino de entrada, Matilda. Aunque los senderos den muchas vueltas, si te mantienes fiel a tu sendero nunca te extraviarás. Ésta es la primera lección del laberinto. Camina con determinación hacia el centro, pues sabes que Dios te aguarda allí. Incluso cuando creas que los senderos sinuosos te alejan del centro, siempre has de tener fe en que el sendero te devolverá a él. Es como la vida. Es la fe lo que te conducirá a tu destino de encontrar a Dios cada vez y sin falta.

»La mayor parte de lo que te enseñaré del laberinto es muy sencillo. Porque la verdad siempre es sencilla, Matilda.

Caminó con ella en silencio durante unos momentos, antes de continuar la lección.

—En ocasiones, hija, el Señor habla a nuestras almas dormidas de maneras diferentes. En sueños, por ejemplo. Es una forma. Sé que tú, a veces, tienes sueños que no comprendes. Es una forma que tiene Dios de hablarnos, porque nuestras mentes están abiertas cuando dormimos, y permitimos que Sus mensajes lleguen sin interferencias. Otra forma que tiene Dios de hablarnos es mediante los números. Los números constituyen un lenguaje, con profundas capas de significado que la mayoría de humanos no se permiten comprender. La construcción de este laberinto está basada en números concretos. Hay once ciclos que conducen al centro, y once ciclos que salen de él. En el sagrado lenguaje de los números que llegó de Tierra Santa en los tiempos del sabio rey Salomón, el once representaba el camino de la iniciación. Cuando sumas ambos ciclos, eso da veintidós. Veintidós es el número maestro, el número de la conclusión de la iniciación. Este laberinto que estamos recorriendo fue creado por el propio Salomón, en compañía de su amada, la reina de Saba. Sé que has de comprender muchas cosas y no espero que lo asimiles en tu corazón y tu mente en este momento. Sólo escucha mientras tus pies siguen el sendero del laberinto.

Matilda estaba escuchando y trataba de comprender, pero sus pies marchaban a un ritmo que no podía negar. Se estaba reprimiendo e intentaba caminar con solemnidad, pero nada deseaba más que bailar y correr por aquel laberinto mágico donde nadie se perdía nunca y todo el mundo encontraba a Dios en el centro. Había dicha en el laberinto y cierto tipo de libertad. Incluso a la tierna edad de seis años, Matilda era muy consciente de que el laberinto era un lugar espiritual especial. La henchía de luz y amor, y de la alegría de aprender en un ambiente tan enrarecido. Por fin, ya no pudo contenerse más y terminó el recorrido corriendo. Tras llegar al centro, bailó bajo la luz dorada del sol de su amada Toscana.

¡Qué me bese con los besos de su boca!

Mejores son que el vino tus amores;

mejores al olfato tus perfumes.

Ungüento derramado es tu nombre,

por eso te aman las doncellas.

Llévame en pos de ti: ¡corramos!

El Rey me ha introducido en sus mansiones;

por ti exultaremos y nos alegraremos.

Evocaremos tus amores más que el vino;

¡con qué razón eres amado!

EL CANTAR DE LOS CANTARES, 1, 2-4

Así, el primer verso de la canción de amor más sagrada fue inspirada por la divina unión del rey Salomón y la reina de Saba. Pues mientras estaban trabados en la sagrada unión de los amantes, a la luz de la verdad y la conciencia, descubrieron que su mayor amor, por mediación de ambos, era para Dios y para el Mundo que Dios tanto ama.

Por ti exultaremos y nos alegraremos.

Evocaremos tus amores más que el vino;

¡con qué razón eres amado!

Estas palabras son las alabanzas que los amantes dirigen al Señor, pues han encontrado a Dios en la cámara nupcial. A través de la unión sagrada de su amor, han llegado a la plena comprensión de las bendiciones de la vida que Dios nos ha concedido para expresarlas con nuestros cuerpos de carne.

Todo amor es Dios y Dios es todo amor.

Cuando nos unimos con nuestro amado, estamos viviendo la expresión del amor, y Dios está presente en la cámara nupcial.

La canción empieza con un beso, porque ésta es la forma más sagrada de expresión entre los amantes. En nuestra más santa tradición, que procede de Salomón y la reina de Saba, la palabra es nashakh, y significa algo más que un simple beso. Significa respirar en armonía de una forma que combina los espíritus de dos en uno, compartir el mismo aliento, fundir las fuerzas vitales en una sola.

Es con el aliento armónico del beso que somos fertilizados y nos convertimos en anthropos, es decir, humanos realizados por completo. Mediante el beso renacemos. Nos damos a luz mutuamente al compartir el amor que anida en nuestro interior, cuando Dios se funde con el yo.

Mediante la santidad del beso, dos almas se funden en una sola. Es el preludio de la sagrada unión de los amantes.

Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

LA CANCIÓN DE SALOMÓN Y LA REINA DE SABA,

DEL LIBRO DEL AMOR,

TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO

Lucca

1052

ES PERFECTA. Todo cuanto dijiste que era. Tengo una fe absoluta en que nos conducirá a una nueva era del Camino. No cabe duda de que es la Esperada. Mi tío lo admitirá cuando se entere de todo lo que sucede. El tiempo vuelve, Isobel. Como siempre supimos que ocurriría en vida nuestra.

Anselmo había escuchado con atención a Isobel mientras refería los milagrosos acontecimientos más recientes de la joven vida de Matilda. Ahora comprendía mejor por qué la niña le había dado oro. El Volto Santo le había hablado en San Martín. Era un hermoso augurio.

Isobel le sonrió, y sus profundos hoyuelos se marcaron de la forma más atrayente. Él le devolvió la sonrisa.

—Estamos todos muy orgullosos del trabajo que has hecho con ella. Pero nadie más que yo, amor mío.

Anselmo se acercó a ella. La puerta estaba cerrada y existían escasas posibilidades de que les interrumpieran a aquella hora de la noche. Además, se encontraban en territorio de la Orden, un lugar que consideraba la sagrada unión de los amantes el supremo sacramento. Era la parte más importante de sus enseñanzas y estaba subrayado en el Libro del Amor, y por lo tanto tenía prioridad sobre todas las leyes creadas por los hombres. Dentro de aquellos muros, los votos que había tomado de cara al exterior a instancias de su tío el obispo, para que algún día heredara una posición de alto rango en la Iglesia, podían descartarse. Aquí podía comportarse como era y celebrar el amor que proporcionaba dicha infinita a su alma, el amor que Dios daba a toda la humanidad como su mayor don, para que los seres humanos pudieran encontrar la divinidad mutuamente.

Isobel se deslizó en el calor del abrazo de Anselmo, el tacto que tanto había echado de menos desde que había sido nombrada niñera de Matilda. Los dos habían estado juntos desde su niñez en Lucca, y su amor mutuo sólo estaba superado por su amor a la Orden y a las enseñanzas del Maestro, las enseñanzas del Libro Rosso, que ambos habían jurado proteger.

Isobel susurró los primeros versos de la canción sagrada con la sensualidad más contenida, mientras acercaba los labios a los de él.

—¡Qué me bese con los besos de su boca! Mejores son que el vino tus amores…

Él tendría que haber susurrado la réplica, pero ya estaba demasiado perdido en ella para hablar. Se unieron en la lenta y dulce santidad de su beso, las almas fundidas en el preludio de la unión de los cuerpos.

La sagrada unión de los amantes encontraría sin duda su más apasionada expresión aquella noche.

La espera había sido demasiado larga.

Matilda estaba chillando.

Isobel corrió por el corto pasillo donde se había dormido en un catre de novicia. La niña había estado despierta hasta muy tarde, trabajando en la capilla con el Maestro, quien había decidido que debía pasar la noche en la sencillez del dormitorio de la Orden. Lo primero que pensó el aya fue que la pequeña había despertado en una habitación que no reconoció. Se reprendió por haberla dejado sola. Tendría que haberse quedado con ella, pero había razonado que la niña estaba muy cansada, y por lo tanto era improbable que despertara antes del amanecer.

La pequeña estaba sentada en su camita, sollozando.

—¿Qué pasa, ma petite?

Isobel la acunó en sus brazos mientras lloraba, hasta que sus sollozos empezaron a calmarse en el calor y la seguridad del abrazo de su madre putativa.

—Papá.

Matilda intentó pronunciar la palabra pese a los hipidos, pero todavía estaba llorando con demasiado sentimiento.

—¿Estabas soñando?

La niña asintió.

—Papá. Algo terrible le pasaba a papá en el sueño, Issy. Dios está enfadado con él.

—Tonterías. Dios es justo y bueno. No es un Dios colérico y vengativo. Nunca haría daño a tu papá.

—Fra Gilbert dice que Dios castiga a los malos, y dice que papá es malo.

—Me sorprendes, Matilda. Has pasado una noche en presencia de nuestro secreto más sagrado, que se llama el Libro del Amor por un motivo. Es una celebración del amor de Dios hacia sus hijos.

Isobel solía ser respetuosa con respecto a las creencias de los católicos ortodoxos, pero había momentos en que ponían a prueba su paciencia, sobre todo cuando tenía que poner coto a los perjuicios que las prédicas causaban a su preciosa niña. Además, era tarde, estaba cansada y no se hacía la santa.

—Fra Gilbert es un hombre severo que sabe muy poco de la naturaleza de Dios —replicó—, de tu padre y, me atrevería a decir, del amor.

Matilda lanzó una risita. Isobel encarnaba el Camino del Amor en casi todas las ocasiones. Eso quería decir que pocas veces se enfadaba, y por lo tanto era interesante presenciar cuando lo hacía.

—Pero, Issy, mi padre no quiere dar dinero para construir una iglesia dedicada a la Santa Faz.

El aya asintió.

—Tu padre es generoso a su manera, Matilda. Sé que te cuesta entenderlo, pero existen muchos motivos que explican por qué no puede dar dinero para construir una iglesia en este momento.

Isobel no quería explicar a una niña de seis años que Bonifacio era muy consciente de que cualquier cantidad que donara para ampliar San Martín iría a parar a cierto número de cofres clericales que él no había elegido, y que no guardarían la menor relación con la construcción de una nueva iglesia. Pero en su inocencia infantil, lo único que veía Matilda era la negativa de su padre a ayudar a su Señor.

—En mi sueño, Dios estaba enfadado con papá porque no quería construir una iglesia nueva y… pasaba algo terrible. He de ver a papá. He de decirle que construya una nueva iglesia para que Dios no se enfade.

Isobel suspiró. Era imposible razonar con ella en ese estado, sobre todo después de verse afectada por una pesadilla. Además, el aya estaba preocupada en secreto. Los sueños de la niña habían sido proféticos más de una vez, cosa que era de esperar teniendo en cuenta las circunstancias de su nacimiento. Besó a Matilda en la frente para tranquilizarla y rezó en silencio para que este sueño no fuera otra cosa que la manifestación del temor de la pequeña, en lugar de una profecía.

—Tu padre participa esta noche en la partida de caza, pero te prometo que, en cuanto vuelva, hablaremos de la reconstrucción de San Martín con él. ¿De acuerdo?

Matilda asintió, y después se derrumbó en la cama, agotada por la terrible experiencia.

—Quédate conmigo, Issy —ordenó.

—Por supuesto, cariño —la tranquilizó Isobel, y cantó a la niña hasta que se durmió la canción que siempre la calmaba, la canción en lengua francesa que hablaba del amor eterno.

La noticia se supo primero en Mantua, donde la madre de Matilda, Beatriz de Lorena, se había quedado para administrar la casa. El caos se apoderó al punto del castillo, y Beatriz tuvo que ser atendida por un equipo de médicos después de sufrir un ataque de histeria. Era demasiado. Dios le había arrebatado más de lo que cualquier mujer podía soportar en su vida. ¿Por qué la castigaba de tal modo? Fra Gilbert debía estar en lo cierto: Dios se vengaba de los malos.

—¿Dónde está Matilda? —gritó entre lágrimas—. ¡Traedme a mi hija!

Recordaron a Beatriz que Matilda aún estaba en Lucca, pero se enviaría de inmediato una comitiva, junto con una doble guardia a caballo, para devolver a su hija a su hogar de Mantua. Debía llegar a tiempo del funeral.

Por imposible que pareciera, el gran Bonifacio, conde de Canossa, marqués de Mantua y gran duque de Toscana, había muerto. Había fallecido sospechosamente a causa de una flecha perdida que se le clavó en la garganta durante la expedición de caza, la mañana siguiente al sueño profético de Matilda.

El tiempo vuelve

Muchos son los llamados.

Los elegidos toman sus votos.

Prometen a Dios,

se prometen mutuamente,

que el Amor nunca muere.

Los profetas vuelven.

Es preciso, porque la verdad es eterna,

al igual que el Amor es eterno.

Todos los hombres y mujeres de buen corazón

conocerán y vivirán la verdad,

y se transformarán en seres realizados por completo

en sus cuerpos terrenales,

así en la tierra como en el cielo.

Por eso

el tiempo vuelve.

Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

DE LAS PROFECÍAS DE SARAH-TAMAR,

TAL COMO SE CONSERVAN EN EL LIBRO ROSSO