Florenville, Bélgica
En la actualidad
—¡ESA PUTA DE MATILDA se me ha vuelto a escapar!
El líder de los hombres encapuchados clamó su indignación, al tiempo que arrojaba el libro falso al otro lado de la sala oculta en un sótano, en un acceso de rabia incontrolada.
Uno de los hermanos intervino, aventurándose en aguas turbulentas.
—¿Cómo puede estar tan seguro de que iban a entregar el libro de Matilda a esa tal Paschal?
—¿Osas dudar de mí? —resopló el líder—. ¿Hay algún hombre entre vosotros que desafíe mis conocimientos y autoridad sobre la materia?
Cuando el silencio respondió a la pregunta, el líder continuó su perorata.
—Debido a los incesantes y concienzudos esfuerzos de nuestros hermanos a lo largo de la historia, hemos conseguido erradicar con éxito toda referencia escrita al Libro del Amor. No existen pruebas de su existencia, salvo las fantasías de herejes muertos. En tiempos de la Inquisición, confiscamos todos los documentos conocidos que aludían a él y los destruimos, tanto a los documentos como a los herejes. Sólo hay un manuscrito que se nos ha escapado durante todos estos siglos, y ése es… el de Matilda.
Pronunció su nombre con voz que destilaba veneno. Todas las mujeres de la historia que reclamaban el título de profetisa le enfurecían. Pero ninguna más que la odiada condesa de Canossa, quien había escapado a todos los intentos de silenciarla durante casi mil años.
El joven sicario que había atacado a Maureen y Tammy avanzó un paso.
—¿Qué deseáis que haga, Su Santidad?
—Ve a la fuente —rugió el líder—. Localiza a Destino.
De todos los seguidores varones, sólo los bienaventurados Nicodemo y José de Arimatea estuvieron presentes en la colina del Gólgota el Día Negro de la Calavera. Fueron también ellos quienes extrajeron los clavos y bajaron a Nuestro Señor de la cruz. En presencia de las mujeres, transportaron el cuerpo de su Mesías sobre una camilla hecha de lino. Su destino era una tumba cercana que había sido encargada por la familia de José de Arimatea, quien donó este lugar de descanso tanto por reverencia como por parentesco, pues Jesús no sólo era su maestro, sino también su sobrino.
Al llegar al sepulcro, María Magdalena empezó a lavar las heridas de su amado, mientras rezaba con fervor sin cesar. Trabajó sin descanso y aplicó bálsamos y ungüentos, mientras rogaba a todos los presentes en la tumba que rezaran con ella, que suplicaran con todas sus fuerzas a su padre celestial que devolviera la vida a su Hijo. Y rezaron, pero nadie con tanto apasionamiento como María Magdalena. Incluso con el rostro cubierto de sudor, mugre y sangre, poseía la dignidad y presencia de una reina. Estaba pálida, debido al agotamiento y el dolor, pero no cejó en sus esfuerzos, ni en sus oraciones, salvo para comprobar la salud y bienestar de los demás presentes. Que fuera capaz de preocuparse por todos ellos en tal momento era emblemático de su notable compasión.
María Magdalena trabajó toda la noche mientras los demás dormían, sin perder ni un momento la fe en que Dios les devolvería a su Mesías. Pero su cuerpo continuaba sin vida, y no había señales de esperanza en el sepulcro. Cuando los primeros rayos del sol destellaron aquel sábado por la mañana, envolvió el cuerpo de su amado en el sudario. El simbolismo de este acto (su finalidad, la necesaria rendición) la abrumó. Cayó al suelo como fulminada, sin dejar de aferrar el jarro de alabastro que contenía los ungüentos.
Los hombres transportaron a Magdalena sobre la misma camilla de lino que habían utilizado con Jesús el día anterior, con lentitud y cautela, a la propiedad de José de Arimatea. Lucas, el bienaventurado médico, la atendió, preocupado. Magdalena apenas respiraba, y además de todo lo que había padecido, estaba encinta. Habría que vigilarla en todo momento. Ahora sus plegarias debían ser para ella. Cuando estuvo instalada en una cama, rodeada de las demás mujeres, los hombres se despidieron y fueron a los aposentos privados de José.
La pureza del amor y devoción de María a Jesús conmovió a todos los hombres, al ver el dolor lacerante de su pena. Les ayudó a darse cuenta de que la pérdida de su Mesías no equivalía a la pérdida de su mensaje. María Magdalena había llegado a dominar y encarnar las enseñanzas del Camino, demostrando mediante sus actos que el amor era más fuerte que la muerte. Vivía esta verdad cada día de su existencia. Juntos, José de Arimatea, Nicodemo y Lucas juraron proteger y apoyarla a ella y a sus enseñanzas de todos los modos posibles durante el resto de su vida, las vidas de sus hijos y más allá. Aquel Sábado Santo, se formó un vínculo cuando los tres hombres fundieron su sangre y fe juntas en un juramento indestructible. Formaron una alianza, que llegaría a ser conocida por la gente como la Orden del Santo Sepulcro.
A la mañana siguiente, cuando Jesús anunció su resurrección a Magdalena, los tres hombres supieron que habían hecho un juramento adecuado. Los restos mortales de su maestro habían desaparecido.
Los compañeros creyeron que aquel memorable acontecimiento demostraba que Magdalena era su sucesora, la que continuaría predicando las enseñanzas del Camino. Tal vez sus extraordinarios cuidados en la tumba habían contribuido de manera positiva al proceso santo y asombroso de la resurrección. ¿Era posible que el poder del amor puro bastara para causar tal milagro? ¿Quién podía saberlo con seguridad? Tales cosas eran una cuestión de fe, y cada uno debía alcanzar el conocimiento de Dios a su manera y cuando llegara el momento.
Pero aquellos hombres fueron testigos privilegiados. Las tradiciones y conocimientos que transmitieron a las posteriores generaciones estaban basados en sus propias experiencias, combinadas con las enseñanzas del mismísimo Jesús. Fueron los benditos fundadores de nuestra Orden.
LA FUNDACIÓN DE LA ORDEN DEL SANTO SEPULCRO,
TAL COMO SE NARRA EN EL LIBRO ROSSO
Roma
En la actualidad
LA PLAZA DE LA ROTONDA, donde se encuentra el Panteón, es uno de los lugares turísticos emblemáticos de Roma, dominada en un extremo por el exquisito edificio antiguo abovedado. A lo largo de dos mil años, el Panteón se ha constituido como lugar de culto, primero de los romanos paganos, y después de los devotos seguidores del catolicismo. Y si bien ha estado consagrado a cierto número de dioses, la curvatura femenina de la magnífica cúpula que le brinda justa fama es un tributo a las antiguas diosas.
Energía divina femenina fluye a través de la plaza. El centro de la misma contiene una de las mayores fuentes de Roma, dominada por un obelisco egipcio de tres mil trescientos años de antigüedad hecho de granito rojo. El monumento fue transportado a Roma desde Heliópolis para embellecer un templo de Isis, en honor de la diosa que era la madre de toda vida.
La habitación del hotel de Maureen daba a la plaza, y era la fuente lo que estaba mirando desde la ventana, mientras esperaba a que llegara Peter con el veredicto sobre el misterioso libro rojo. Llevaba en la ciudad dos días, desde su llegada de Orval. Tammy se había quedado en Bélgica, donde Roland fue a buscarla para que no tuviera que hacer sola el largo viaje en coche hasta el Languedoc, después de su mal trago. En este momento estaría con Roland y Bérenger. Maureen suspiró y pensó en su breve encuentro interrumpido con Bérenger. Había sido realmente una tonta por temerlo y posponerlo tanto tiempo, y se preguntó si él estaría perdiendo la paciencia con ella y sus correrías.
Desde la ventana vio que Peter cruzaba la plaza con un maletín en la mano.
—Buona sera —le gritó, al tiempo que agitaba la mano, y después bajó en el ascensor a recibirle. Tenía el corazón en un puño. A juzgar por la expresión de su rostro, dedujo que su descubrimiento era importante, pero habían acordado, por motivos de seguridad, no hablar de él por teléfono o en público.
—¿Recuerdas lo que te dijo la niña en el sueño? —preguntó Peter en el ascensor, cuando subían a la habitación de Maureen—. «No es lo que crees».
Ella asintió.
—No es el Libro del Amor.
—No, pero al parecer contiene elementos del Libro del Amor, y desde luego bastantes referencias a él.
Maureen estaba asimilando la información y procuró disimular su decepción mientras abría la puerta de la habitación. Tenía que confiar en el proceso, y era evidente que el Libro del Amor no le iba a caer en el regazo como llovido del cielo. Un tesoro semejante había que ganárselo.
Peter le sonrió mientras abría el maletín y extraía una serie de fotocopias del primer conjunto de páginas de pergamino, y sus traducciones preliminares.
—Maureen Paschal, te presento a Matilda de Toscana. Lo que tenemos aquí es una versión previamente desconocida de la historia de su vida, escrita de su puño y letra.
Ella lanzó un gritito de placer, olvidada ya su decepción. Su pasión por el papel de las mujeres en la historia era una de las fuerzas motrices de su vida. Descubrir algo de esta magnitud era un verdadero tesoro, más valioso que el oro.
—Por lo visto, se trata de una tradición familiar —observó Maureen mientras pasaba las páginas—. Descubrir autobiografías del linaje se está convirtiendo en un pasatiempo.
—No te rías. Creo que, literalmente, es una tradición familiar, e importante. En último extremo, llegó a ser importante para ciertos miembros del linaje de rango elevado dejar las cosas claras, porque eran conscientes de que la verdad iba a morir si no lo hacían. Y esto es lo que sucedió con Matilda, por lo visto. Como ya sabes, los herejes no plasmaron nada por escrito durante siglos porque era demasiado peligroso. Pero Matilda no era una hereje cualquiera. Era intrépida, y una mujer dedicada por entero a su misión espiritual, que consistía en proteger la verdad. Existe una biografía de ella en los archivos vaticanos, escrita por un monje llamado Donizone, contemporáneo suyo, que afirmaba ser su biógrafo personal. Pero era benedictino y documentaba la historia con otras intenciones, como hacían todos los monjes de su orden, y parte de esta biografía es sospechosa. Se lee como propaganda de relaciones públicas emanada directamente de Roma. Por lo tanto, creo que tomó una decisión trascendental cuando confió su vida al papel de su puño y letra, pues era una mujer de una cultura extraordinaria. Donizone la califica de docta, lo cual significa excepcionalmente versada en todo tipo de materias. Y no era un término que se utilizara con ligereza, sobre todo aplicado a una mujer. Por lo tanto, era muy capaz de documentar su propia vida, dejando claro su punto de vista y sus sentimientos. Pero… es motivo de mucha controversia, por decir algo.
—¿Has leído todo el documento?
Peter asintió.
—Lo suficiente para saber que lo que nos aguarda podría ser demoledor, pero no lo bastante para afirmar sin lugar a dudas quién era o qué obraba en su posesión.
—Pero ¿habla del Libro del Amor?
Peter asintió.
—Sí.
Maureen tenía mil preguntas, y empezó a lanzarlas sin parar. Su primo rio.
—Dejaré que Matilda te lo cuente con sus propias palabras. ¿Preparada?
Alzó el fajo de traducciones y empezó a leer.
Mantua, Italia
1052
—¡ESE CUENTO, NO, ISOBEL! Cuéntame el otro. El del laberinto.
Aunque sólo contaba seis años y era muy menuda, Matilda poseía una voluntad que desmentía por completo su apariencia física. Golpeó el suelo con un pie diminuto y agitó su masa de pelo rojo de manera autoritaria, mientras continuaba dando órdenes a la niñera.
—Ya sabes que ésa es la historia que más me gusta. No quiero oír ninguna otra, pero detente antes de la parte mala. La detesto.
Mientras la diminuta condesa de Canossa hacía una mueca para puntuar el desagrado que le causaba la parte mala, Isobel de Lucca cabeceó con paciencia. Sus delicadas manos habían secado la sangre del parto del rostro de la niña cuando sólo tenía cinco segundos de existencia, y después había envuelto y acunado al bebé como si fuera de ella. Matilda había estado a los cuidados de Isobel desde aquella noche de primavera, cuando la revoltosa niña aspiró aire por primera vez y anunció a gritos su llegada a la campiña toscana. Para el pueblo de su padre, descendientes de los feroces guerreros lombardos del norte de Italia, el nacimiento de un niño en el equinoccio de invierno significaba una bendición particular de Dios. El llanto de aquel bebé era tan potente que su padre, quien esperaba con sus hombres en un patio contiguo, se quedó convencido de que había tenido un hijo, bendecido por un parto benévolo. El duque Bonifacio sólo sufrió una decepción transitoria al ver que el bebé era de sexo femenino. Cuando Matilda creció y empezó a adquirir las características de sus nobles padres (las exquisitas facciones y la gracia de su esbelta madre, combinadas con la determinación y energía de su padre), se convirtió enseguida en la preciosa y adorada hija del hombre más temido de Italia.
—¿Por qué te gusta tanto esa historia, Tilda? Creo que deberías estar aburrida de ella, porque ya te la sabes de memoria, y tengo muchas más que contarte.
—Bien, pues no me aburre. Así que empieza desde el principio.
Era una orden.
Isobel sonrió, pero no empezó la historia, lo cual provocó que Matilda se rebelara un momento antes de ceder.
—Por favor, Isobel. ¿Me contarás mi historia favorita, por favor? Yo interpretaré el papel de la princesa Ariadna y tejeré mis hilos mágicos, mientras tú la cuentas. Y he dicho por favor.
—Ya lo creo, pero no debería suplicarte que hicieras gala de buenos modales, Matilda. Tu buena madre desciende de la casa más noble del mundo, es descendiente directa del bendito Carlomagno, pero no se comporta así, ni siquiera con las sirvientas que limpian su orinal. ¿La has visto alguna vez proferir órdenes de esta manera? No, no lo has visto y no lo verás. Y aparte de tu buen padre, que tiene sus propios motivos, no verás a ningún oriundo de Lucca comportarse así. No son nuestras costumbres, niña. No es el Camino.
Matilda se quedó perpleja un momento. Sus impulsos autoritarios nacían de su alegría natural, combinada con la influencia de su padre. Pues si bien Beatriz era la mujer más dulce y linajuda del mundo, Bonifacio era el típico soldado toscano. El linaje de su padre combinaba la descendencia de la santa ciudad de Lucca con la feroz sangre de guerrero lombardo que había distinguido a la casa de Toscana. Si Beatriz era el producto culto y elegante de la familia real germana, Bonifacio era el señor feudal a menudo cruel y siempre enloquecido por el poder. Era mucho más hijo de su sangre guerrera lombarda que de su cuna espiritual de Lucca. Los lombardos habían invadido Italia en el siglo VI, sembrando el caos en los restos del decadente Imperio romano. Su influencia dio al norte de Italia el nombre con el que un día pasaría a la historia para siempre: Lombardía.
Mientras Bonifacio había heredado riqueza y poder importantes, trabajó sin descanso por amasar una fortuna gracias a sus propios méritos. Los ríos que rodean Mantua, el Po y el Mincio, eran arterias comerciales comunicadas con el noroeste de Europa, que empezaron a florecer durante el mandato de Bonifacio. Antes de su liderazgo, los mercaderes temían la falta de ley en el norte de Italia y evitaban aventurarse por aquellos andurriales. Vías fundamentales desde los grandes puertos, como Venecia, para importar bienes de lujo desde Oriente y otros lugares, estaban cortadas.
Pero el duque de Toscana gobernaba el valle del Po con mano de hierro y ahorcaba a los maleantes, no sin encargarse de que antes fueran brutalmente mutilados como indicación a los piratas de que tal comportamiento ya no sería tolerado. Grupos de hombres intrépidos y bien recompensados se organizaron en una fuerza de élite para patrullar las regiones ribereñas en nombre del gran duque.
La estrategia de Bonifacio aportó seguridad a las rutas comerciales y consiguió atraer a mercaderes desde el Adriático por vía fluvial, así como a germanos, que ahora se mostraban más ansiosos de cruzar los Alpes con sus valiosos artículos del reino norteño de Sajonia. A cambio, imponía impuestos y peajes a los mercaderes que utilizaban las rutas, los cuales pagaban con mucho gusto por el derecho a comerciar en esta lucrativa región. Su riqueza y poder adquirieron proporciones legendarias, con la contribución de la rubia esposa de sangre azul que tenía a su lado. Ella era la joya de su corona feudal, la legitimidad que exigía y anhelaba.
La única debilidad de Bonifacio era su preciosa hija, a quien solía transportar en su caballo mientras inspeccionaba sus territorios. A los seis años de edad, Matilda tenía más experiencia sobre un caballo que casi todos los varones de su época. Sin embargo, después de que la niña pasara mucho tiempo en la compañía autoritaria de su padre, Isobel necesitaba muchas horas de paciencia para corregir la conducta de la pequeña.
—Lo siento, Isobel. —Matilda consiguió aparentar humildad, aunque sólo fuera un momento—. Me esforzaré en ser una condesa buena y noble.
—Eso está mucho mejor. A ver, refréscame la memoria. ¿Dónde empieza este cuento?
—¡En Creta! —gritó entusiasmada Matilda.
—Ah, sí. En el poderoso y dorado reino de Creta. Hace muchísimo tiempo vivió en él un gran rey llamado Minos…
El Minotauro era un monstruo enorme, nacido en la familia del rey de Creta, el poderoso gobernante conocido como Minos y su esposa, la reina Pasífae. Era mitad hombre mitad toro, y poseía el apetito de diez animales salvajes. Se decía que el Minotauro era el resultado del encuentro ilícito de Pasífae con un dios, o peor todavía, con un gran toro blanco. Esto ha sido mal comprendido por hombres sentenciosos, incapaces de comprender los grandes misterios de los antiguos. Es probable que la reina Pasífae fuera una sacerdotisa de la luna y la encarnación de lo sagrado femenino, y que su cópula con un sacerdote, disfrazado de toro para representar lo sagrado masculino, fuera la representación de un ritual que ha sido considerado un misterio sagrado desde el alba de la humanidad: un ritual de la unión de las energías masculina y femenina, necesario para el equilibrio de la vida en la tierra.
Por consiguiente, la historia de la concepción del Minotauro está envuelta en el misterio, pero sabemos esto: existió como una combinación de lo humano y lo divino, y el resultado fue tan milagroso como terrible. Tal vez es la misteriosa existencia del Minotauro lo que reside en el secreto de la Caída. Tal vez es un símbolo de la gran pérdida de comprensión que tiene lugar cuando los humanos ya no somos capaces de aceptar nuestra naturaleza divina y, sobre todo, la pérdida de nuestra humanidad cuando abandonamos la necesidad de honrar la unión de lo masculino y lo femenino en su forma más divina.
El nombre propio del Minotauro fue Asterión, que significa «del cielo estrellado», como resultado de sus orígenes divinos. Le adoraban como a un dios, al tiempo que era objeto de terror y pavor entre los humanos. Su cuerpo estaba cubierto por un dibujo de estrellas, como recordatorio de que todos los seres proceden del cielo, incluso los que aparentan poseer tan sólo una naturaleza básica. Del cielo venimos y al cielo regresaremos. Porque lo que está arriba también está abajo.
¿Nació monstruoso Asterión, un terrible ser que exigía sacrificios humanos y aterrorizaba la paz de Creta? ¿O se convirtió en monstruo porque se le denegó el amor y fue sujeto al ridículo, la crueldad y la crítica? No cabe duda de que debía ser una fuente de vergüenza para el rey Minos, quien no podía soportar que su esposa hubiera concebido sin él, aunque fuera con un ser divino. Los celos estaban volviendo loco a Minos, y no deseaba otra cosa que destruir a Asterión, pero no se atrevía a dar muerte al monstruo debido a su paternidad divina. A cambio, el rey concibió una prisión subterránea en la que alojar a aquel ser indeseable y alejarlo de su vista.
Vivía en Minos un refugiado de Atenas llamado Dédalo el Inventor, quien fue llamado a presencia de Minos para construir una prisión en la que alojar al Minotauro. Fue al diseñar este terrible edificio cuando Dédalo se convirtió en un constructor magistral. Lo que él concibió fue el laberinto, un enorme laberinto circular que conducía a un punto medio. En este punto medio se encontraba el templo en que moraba el ser. Se construyó este laberinto de tal manera que a quien entraba le resultaba imposible encontrar la salida. Esto servía para encarcelar al Minotauro, pero también para atrapar a sus desventuradas víctimas, pues después de entrar ya no podían escapar. El Minotauro exigía que cada nueve años le enviaran al centro del laberinto siete chicas y siete chicos, todos los cuales eran devorados sin dejar rastro.
Así, Asterión el Minotauro vivía la existencia de un dios-monstruo, alejado de la vista del pueblo de Creta y atrapado en su laberinto subterráneo, pero como una sombra arrojada sobre el país cada nueve años. El rey Minos y la reina Pasífae tuvieron hijos humanos, entre ellos la encantadora y bondadosa princesa Ariadna. La princesa era famosa por su radiante belleza, y se la conocía en todo el país como «la Clara y Brillante», y también como la «pura de espíritu y corazón».
Sucedió que Creta declaró la guerra a Atenas. El hermano de Ariadna y único hijo verdadero de Minos, un héroe llamado Androgeo, murió a manos de los atenienses en una batalla. El rey Minos lanzó aullidos de dolor al enterarse de la muerte de su hijo y, como venganza, extendió el terror sobre toda Atenas. Como parte de su conquista, Minos exigió que los atenienses entregaran a sus hijos como tributo al Minotauro, y los catorce inocentes de Atenas partieron hacia su destino.
El hijo menor del rey de Atenas era un joven hermoso y heroico llamado Teseo. Y así fue que llegó la hora de que los atenienses enviaran su espantoso sacrificio al Minotauro. Teseo se presentó voluntario para ser el primero de los catorce, decidido a plantar cara al Minotauro y matarlo, para así salvar las vidas de futuros inocentes y liberar a los atenienses de aquel terror. Pues, pese a su juventud, aquel héroe poseía una sabiduría muy superior a su edad. Comprendía que la ofrenda de sacrificios al Minotauro era una opción, una tradición que no era preciso conservar, pero haría falta alguien dotado de gran valentía para acabar con ella.
La princesa Ariadna estaba paseando por la playa, cerca del puerto de Creta, cuando el barco procedente de Atenas atracó para desembarcar a las víctimas. Se dice que al ver a Teseo se enamoró al punto de él, y se dio cuenta de que podía ser el héroe que derrotara a las tinieblas que acechaban bajo la superficie de Creta personificadas en su hermanastro, el terrible Minotauro Asterión. Durante toda su vida se había sentido atormentada por el asesinato de inocentes que satisfacían su hambre inhumana, pero sentía una gran compasión por sus monstruosos sufrimientos.
Ariadna concertó una cita con Teseo la víspera de la ceremonia del sacrificio. Le juró su ayuda a cambio de su promesa de desposarla y llevársela de la isla.
En realidad, su padre había prometido al depravado dios Dionisos la mano de Ariadna. Se decía que el dios, enloquecido por la pasión que sentía por la belleza pura de Ariadna, la había exigido como tributo a Minos a cambio de sus victorias militares contra los atenienses. El soberano había aceptado con cierta reticencia, pero el trato se había cerrado. No obstante, la pura Ariadna era una devota discípula de Afrodita, la diosa del amor. Como tal, no podía soportar la idea de casarse por motivos que no fueran el amor verdadero, ni tampoco la de someterse al hado y convertirse en la concubina degradada del dios del hedonismo.
Tras fijarse en Teseo, Ariadna se enamoró de él y supo que iba a cambiar su destino. El joven ateniense rescataría a su pueblo del Minotauro, y a Ariadna del dios oscuro, y ambas salvaciones se producirían gracias a la fuerza del amor. Se dice que Ariadna y Teseo yacieron juntos aquella noche en pasión y propósito, carne y espíritu, verdad y conciencia. De esa forma, ella le protegió con la coraza del poder de su amor.
Como Ariadna era hermanastra de la terrible bestia, conocía los secretos necesarios para matar al Minotauro y huir del laberinto. Se los transmitió a su nuevo amor. La joven fabricó una madeja de hilo dorado con mechones trenzados de su pelo, y creó así un hilo mágico que ayudaría a su amado a escapar del laberinto. También le entregó una espada milagrosa, un arma que había forjado el dios Poseidón. Estaba hecha de oro y plata, para representar la luz del sol y la luna cuando se reflejan en el mar. Ariadna sabía que esta arma mataría a su hermanastro sin causarle sufrimientos. Teseo lograría matar al Minotauro de un solo y piadoso mandoble, y saldría como un héroe a la luz si seguía las instrucciones de su amada al pie de la letra.
A la mañana siguiente, cuando le condujeron al laberinto con el primer grupo de víctimas, Teseo ató un extremo de la madeja de Ariadna a una anilla de hierro que había en la entrada del laberinto, y lo hizo con el nudo nupcial simbólico que ella le había enseñado. Se llevó consigo el ovillo de hilo mágico y lo fue desenrollando poco a poco a medida que se acercaba a la fatídica bestia.
En el centro del laberinto, Teseo se encontró con el Minotauro y le derrotó en un honorable combate cuerpo a cuerpo, protegido por el amor de Ariadna, y descargó el mandoble definitivo con el arma mágica que le había proporcionado. Finalizada su misión, el héroe volvió sobre sus pasos siguiendo el hilo de Ariadna, hasta llegar sano y salvo a la entrada del laberinto y caer en los brazos de su amada. Teseo se llevó en volandas a su princesa, liberó a los trece jóvenes atenienses restantes y regresó a su barco como liberador de su pueblo y matador del dios-bestia.
Navegaron hasta llegar a la isla de Día, donde hicieron escala para pasar la noche, celebrar su triunfo y adquirir provisiones para el regreso a Atenas. Por desgracia, su dicha fue interrumpida cuando Dionisos, enloquecido por la bebida, apareció en Día para reclamar a su novia. Ariadna era suya por ley divina y humana, dijo, prometida por su augusto padre y sin voluntad propia para resistirse. Al principio, Teseo se resistió a las exigencias del dios, afirmó que Ariadna era suya porque así lo había decidido ella, y su intención era convertirla en reina de Atenas. Dionisos contraatacó y recordó a Teseo que podía transformar en inmortal a Ariadna mediante su matrimonio con un dios, y que, si el ateniense la amaba de verdad, la entregaría a un destino más divino. La discusión duró toda la noche, y el dios Dionisos no cesaba en sus ataques a Teseo.
Era una terrible decisión para el joven príncipe ateniense, que no estaba a la altura del inteligente y decidido dios. Teseo creía que, si oponía resistencia a Dionisos, éste tomaría a Ariadna por la fuerza, para luego atacarle a él y a todos los atenienses. Y así fue que, apesadumbrado, Teseo abandonó a Ariadna a la voluntad de Dionisos y zarpó de Día sin su amada.
La joven se quedó desolada por la pérdida de Teseo, y desesperada ante la perspectiva de convertirse en consorte del dios hedonista que la había conquistado gracias a su astucia. Pero fue debido a la energía sagrada del amor que un cambio milagroso se operó en Dionisos. Tan enamorado estaba de la pura y hermosa Ariadna que no podía soportar verla presa de tal angustia. Accedió a que sólo la poseería si ella aceptaba ser su esposa por voluntad propia. Entonces empezó a abrumarla con regalos y a celebrar su belleza, e incluso juró cambiar sus costumbres decadentes para expresar la verdad de su amor por ella. Cuando Ariadna se dio cuenta de la enorme devoción del dios, y de cómo le había transformado, su corazón se ablandó. Por mediación de sus oraciones a Afrodita, la encarnación de todo amor, Ariadna llegó a comprender que Teseo habría luchado por ella si hubiera sentido en su corazón que ella era su única amada, y de que ello era una indicación de que debía dejarle marchar.
Pues el amor que no es correspondido en igual medida no es amor. No es sagrado. Y aferrarse al ideal de ese amor puede impedirnos encontrar al verdadero.
Llegó el día en que Ariadna accedió a ser la esposa de Dionisos, y vivieron en un estado de dicha durante toda la eternidad como verdaderos e iguales cónyuges en el hieros-gamos. Y Ariadna encontró el amor real con el amado que, en realidad, había luchado por ella.
Teseo, por su parte, lloró la pérdida de la joven y lamentó hasta el fin de sus días la debilidad que le había conducido a aquella terrible decisión de abandonarla. En honor de la que ahora era una diosa, construyó un templo en la isla de Amathus. A partir de la estatua de Afrodita que Ariadna había llevado con ella tras abandonar Creta, erigió un edificio al que llamó Templo del Amor, y que dedicó a Ariadna-Afrodita. En el interior del templo, construyó un laberinto que se convirtió en símbolo de amor y liberación, y creó una danza rítmica, que representaba la celebración de la divina unión, para la fiesta anual en honor de Ariadna, la fiesta de la Señora del Laberinto, quien derrotó a la oscuridad con su amor. El nuevo laberinto fue construido como lugar de alegría, con un sendero sagrado en espiral que conducía al centro y volvía a salir. El laberinto no volvería a ser nunca más un lugar en el que se extraviaban las almas humanas. Además, sería un lugar en que podría encontrarse el espíritu humano, un lugar para celebrar lo que es humano y divino en todos nosotros, una vez que aprendemos a matar a los minotauros que acechan en nuestro interior mediante nuestra fe necesaria en el poder del amor.
Teseo se convirtió en el más grande de los héroes, y estableció la democracia y la justicia en Atenas, donde todavía se le reconoce como el sabio y compasivo fundador de aquella ciudad que legó conocimientos al mundo. No cabe duda de que su profunda comprensión de la naturaleza del amor y la pérdida fue el elemento que hizo de él un gran líder.
Quienes tengan oídos para oír, que oigan.
LA LEYENDA DE ARIADNA, LA SEÑORA DEL LABERINTO,
TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO
Isobel contó la leyenda del laberinto como había hecho tantas veces, tal como se conservaba en las más sagradas escrituras, como piedra angular del Libro Rosso. Adaptaba la historia a la edad de la niña, eliminando las referencias sexuales e interrumpiendo el relato antes de lo que Matilda llamaba la «parte mala», donde todo se torcía para los jóvenes amantes y Ariadna quedaba abandonada a Dionisos. Para la niña Matilda, la leyenda del laberinto acababa felizmente cuando Teseo mataba a la bestia, rescataba a los hijos de Atenas y partía con su princesa en brazos hacia el ocaso.
Ya tendría tiempo de sobra para descubrir que casi todas las historias de amor eran mucho más complejas y no acababan tan bien. De hecho, una de las mayores lecciones de la leyenda del laberinto era que las necesidades de las mujeres y el poder del amor no se tenían en cuenta en asuntos de historia humana. El deseo de Ariadna nunca fue un factor importante en la discusión entre Teseo y Dionisos, si bien ambos le profesaban amor y deseaban poseerla. No le dejaron elegir su destino, un destino sellado por su padre cuando vendió a su propia hija para ganarse la buena voluntad y la alianza de Dionisos. Y esto presagiaba el tiempo en que las mujeres se convirtieron en peones de los asuntos de los hombres, sin derecho a decidir su futuro. Se convirtieron en propiedades, piezas de un tablero de ajedrez político para uso exclusivo de los varones. Quedaron devaluadas y disminuidas, incluso deshumanizadas. Cuando los matrimonios pasaron a ser asuntos políticos pactados, en que las mujeres eran vendidas como ganado por sus familias y carecían de derechos, lo que antes había sido el centro más sagrado de unión se convirtió en un lugar en el que el Estado legalizó la violación. La Caída del Hombre era absoluta.
Isobel sabía que, a la larga, Matilda necesitaría dominar todas las complicadas lecciones de amor y poder de la historia de Ariadna. Pero también debería enseñarle que la unión entre un hombre y una mujer era mucho más que aquello en lo que se había transformado: una transacción deshumanizadora y, con frecuencia, brutal.
Los deberes de Isobel como niñera de Matilda abarcaban el bienestar material y espiritual de la niña, así como su protección física. Matilda era una niña excepcional por su cuna, y su guardiana había sido elegida con sumo cuidado. La tarea de Isobel consistía en educarla conforme a las secretas tradiciones que se habían practicado en Lucca desde el siglo I. Si bien Bonifacio estaba demasiado ocupado con la conquista y la expansión territorial para molestarse por la religión y la espiritualidad, las honraba como tributo a su bisabuelo, el legendario líder toscano Sigfrido de Lucca. Era apropiado que esta hija fuera educada y adoctrinada en estas sagradas tradiciones. Así fue que Bonifacio y Beatriz eligieron a la encantadora Isobel, hija de una de las grandes casas de Toscana. De hecho, Isobel era prima de Matilda y noble, emparentada con Bonifacio a través del linaje del propio Sigfrido.
Si bien la madre de Matilda, Beatriz, también descendía de la eminente familia de Lorena, sus tradiciones espirituales databan de hacía muchos más siglos, y no florecían bajo la superficie como lo habían hecho en las tierras salvajes de Toscana. Beatriz conocía muy bien su herencia hereje, pero mantenía en su casa las prácticas católicas tradicionales. Esto era necesario, porque ella era miembro de la familia real germana que debía obediencia a la Iglesia católica y a la complicada estructura política que decidía el poder en Europa. Beatriz era piadosa y obediente, una mujer elegante y fuerte a su manera, pero sumisa de buena gana a su legendario marido. De hecho, tenía la suerte, poco común para una mujer de su época, de haber encontrado el verdadero amor y la felicidad en un matrimonio de conveniencia. Que Beatriz fuera una belleza renombrada de pelo negro como ala de cuervo y ojos rasgados era la salsa del plato bien colmado de Bonifacio.
Matilda no había sido la primera de sus hijos. Por desgracia, habían perdido a los dos primeros por culpa de la gripe que asoló Europa a principios de aquel año. Uno había sido el hijo varón y heredero de Bonifacio, quien murió en la adolescencia, lo cual abrió una profunda herida en el corazón de su padre. La segunda había sido otra hija, fallecida en sus primeros años de vida. La tragedia de perder a dos de sus hijos había afectado gravemente a Beatriz, quien se encontraba a menudo débil y afligida, y apenas le quedaban fuerzas para su hija superviviente. De modo que, si bien Beatriz era la madre biológica de Matilda, Isobel era la única y verdadera fuerza materna que conocía.
—Cuando seas mayor, hija, te contaré una historia del laberinto diferente —dijo Isobel—. Una en la que aparecen el sabio rey Salomón y la exótica y gloriosa reina de Saba.
—¡Cuéntamela ahora!
—No, no puedo. Aún no tienes edad para comprender todo lo que la historia conlleva. Te la contaré cuando cumplas dieciséis años, como es debido.
Matilda adoptó un tono de complicidad cuando habló.
—¿Está en… el Libro Rosso? —susurró
Siempre que hablaba del mágico libro rojo su voz se teñía de admiración.
Isobel le guiñó el ojo y asintió.
—Ciertamente. Y contiene muchas cosas más que deberás aprender con el tiempo. Ahora, a la cama. Espera, voy a hacerte trenzas en el pelo.
Con dedos ágiles, Isobel empezó el ritual nocturno de domeñar el pelo dorado y cobrizo de la pequeña, que caía en espesas ondas hasta la mitad de su espalda.
Una adormilada Matilda abandonó la idea del libro, se frotó sus ojos de color aguamarina y bostezó con la ferocidad de un cachorro de león.
Isobel subió la colcha de lana hasta la barbilla de la niña y se sentó a su lado en la cama. Su voz clara y dulce cantó en voz baja en francés:
Il est longtemps que je t’aime,
jamais je ne t’oublierai…
Matilda, quien hablaba su toscano nativo y el alemán de su madre con fluidez, acababa de empezar a estudiar francés. Cuando repitió los versos como para responder a la melodía, fue en su idioma nativo.
Te he amado mucho tiempo,
jamás te olvidaré…
Y entonces Isobel terminó con el antiguo poema que era sagrado en la región francesa de la Beauce, de la cual había llegado su madre antes de casarse e integrarse en el linaje santificado de Lucca. Era un fragmento de un poema escrito un milenio antes por un gran hombre, acerca de su amor por una bienaventurada mujer y sus hijos.
Je t’aimé dans le passé,
je t’aime aujourd’hui,
t’aimerais encore dans l’avenir.
Le temps revient.
Besó a Matilda en la frente, mientras la niña extendía la mano hacia el pequeño altar que descansaba sobre la mesita de noche. Una pequeña estatua de santa Modesta, tallada con meticulosidad en madera, adornaba el altar. Era un regalo de la rama francesa de la familia de Isobel, con el fin de celebrar el nacimiento de la niña, seis años antes. En esta plasmación, la santa alzaba una mano en señal de bendición, mientras la otra aferraba un libro de color rojo con tonos dorados. Matilda amaba la estatua, con el pelo pintado del mismo color extraordinario que el de ella.
La niña pasó la mano sobre la estatua de Modesta antes de susurrar la traducción, parte de su ritual nocturno y piedra angular de su tradición:
Te he amado antes,
te amo hoy
y volveré a amarte.
El tiempo vuelve.
—En efecto —suspiró Isobel, mientras contemplaba a aquel pequeño ser brillante y complicado al que amaba como si fuera su hija. Al parecer, Dios no había querido que ella diera a luz hijos propios. La verdad era que, debido a su compromiso con Matilda, jamás tendría tiempo ni oportunidades para casarse y ser madre, pese al hecho de que contaba poco más de veinte años. Hágase tu voluntad. Asumía que era su destino criar a esta criatura, y en ocasiones se trataba de una tarea de enormes proporciones, que exigía toda su concentración.
Hágase tu voluntad. Isobel repetía la frase muchas veces en sus devociones diarias del Libro del Amor. Era la segunda de las seis enseñanzas sagradas del Pater Noster, el padrenuestro, los cimientos de su práctica. Obediencia a Dios. Entrega a su voluntad. Y sin duda era voluntad de Él que Isobel dedicara su vida a la educación de esta niña.
Algún día Matilda demostraría que «el tiempo vuelve», tal como la profetisa más grande de su linaje, la bienaventurada Sarah-Tamar, había anunciado tanto tiempo atrás. Era su destino. Esta niña dejaría su huella en la historia. Pero esta noche no.
—Buenas noches, ma petite. Dulces sueños.
—Buenas noches, Issy mía —susurró la pequeña medio dormida, acurrucada bajo su colcha, con un bostezo final—. Te quiero.
Matilda corría como una loca por los pasillos del castillo, chillando de entusiasmo, con el pelo suelto aleteando sobre su espalda, como una indisciplinada cortina de un rojo dorado.
—¡Luuuuuuuucca! ¡Luuuuuuuucca! ¿De verdad que nos vamos mañana a Lucca, Isobel? ¿De verdad? ¿Con papá?
—Sí, pequeña. Por fin nos vamos a Lucca.
Matilda repitió el nombre de su lugar de nacimiento una vez más, y en esta ocasión se detuvo para susurrarlo imitando a Isobel, quien suspiraba a menudo por su tierra natal y hablaba de ella en susurros, como si fuera el lugar donde habitaban todos los ángeles de la tierra. De repente, la niña adoptó un semblante muy serio y concentró toda su atención en la niñera.
—No me acuerdo de cómo es Lucca, Issy.
—Eso da igual, Tilda. Eras un bebé cuando viniste a Mantua. Y, no obstante, el primer aliento de tu cuerpo aspiró el sagrado aire de ese lugar, y te reportará una bendición especial mientras vivas.
—¿De verdad es tan bonito? ¿Lleno de santos y ángeles?
—Lucca es especial, más que cualquier otro lugar de la tierra. Vamos, te contaré una nueva historia esta noche, parte de nuestra herencia especial, y…
Isobel no terminó la frase. Matilda, pese a su inteligencia precoz, era todavía demasiado pequeña para comprender todo cuanto conllevaba el complejo legado de su pueblo. Lo mejor era transmitirle las enseñanzas mediante los cuentos, hasta que fuera mayor.
—Ahora, quiero que recuerdes las historias que te he contado sobre Nuestro Señor.
Isobel empleó el tono más serio que indicaba tanto una lección como una historia.
Matilda asintió con solemnidad, dobló las piernas bajo el cuerpo y esperó con impaciencia el cuento.
—Nuestro Señor tenía un amigo maravilloso llamado Nicodemo. Ni-co-de-mo. ¿Puedes repetirlo?
La niña repitió el nombre obediente para halagar a su niñera.
—Nicodemo era uno de los dos únicos hombres que le acompañaban cuando murió. ¿Recuerdas quién era el otro?
Matilda era una alumna con talento extraordinario para recordar a la perfección. Le encantaba la historia de la Pasión y se la sabía de memoria. Nunca se asustaba de las descripciones más gráficas del sacrificio de Jesús en la cruz, tal como las refería el confesor de su madre, un adusto clérigo de Lorena llamado fra Gilbert. Daba la impresión de que fra Gilbert se refocilaba con los detalles de las últimas horas de Cristo sobre la tierra, y los relataba con abundantes descripciones gráficas cuando intentaba hacer hincapié en la idea de la penitencia, cosa frecuente. Este enfoque horrorizaba a Isobel, quien adoraba al Señor por sus palabras y su obra antes que por su muerte. Esta filosofía consistía en ceñirse al Camino del Amor tal como lo había practicado su pueblo durante mil años. Isobel desaparecía con discreción cuando fra Gilbert estaba presente. Pero Matilda se quedaba fascinada por todas las versiones de la historia más grande jamás contada, incluso las más horripilantes. En ese sentido, había demostrado ser hija de Bonifacio desde su más tierna edad, intrépida e indiferente ante las versiones más duras de la realidad.
Pero la que de verdad cautivaba a Matilda era la versión de Isobel. Pues si bien la niña sentía profunda devoción por su Señor y se emocionaba por su sacrificio, había otro aspecto de la historia que la mantenía pendiente de la narración: la leyenda de las mujeres de la vida de Jesús, y de una en particular.
Matilda se incorporó con respeto y contestó.
—El otro hombre era José de Ara…
—Arimatea —la ayudó Isobel, y la pequeña continuó con entusiasmo.
—Le acompañaba su madre, María la Mayor, y la que más amaba, María Magdalena. Y todas las demás Marías le seguían como discípulas y predicaban sus palabras y obras por doquier. —Bajó la voz y adoptó su versión infantil del tono de complicidad—. Pero no nos está permitido llamar a María Magdalena «la más amada» delante de fra Gilbert, ¿verdad?
—No, desde luego que no.
—Pero ¿por qué, Issy? Si Jesús la amaba, ¿por qué no podemos hablar de ello y amarla como él? ¿Por qué hemos de guardar tantos secretos?
Isobel suspiró y pasó una mano por el pelo desordenado de Matilda, cuyo color cobrizo era la indicación de que aquella pequeña condesa había nacido en uno de los linajes más inmaculados de Europa, era del linaje de María Magdalena, de quien se decía que tenía el pelo del mismo color, incluso cuando murió ya anciana. Ambos padres de Matilda eran descendientes de la unión entre Jesús y su amada María: su madre por descender del linaje de Carlomagno, su padre porque su familia estaba emparentada con las sectas secretas italianas que habían echado raíces en la Toscana durante las persecuciones de los primeros cristianos llevadas a cabo por Roma.
La pregunta de Matilda era difícil para casi todos los adultos cultos. Aún no estaba preparada para comprenderlo. Isobel eludió la pregunta con la habilidad de una narradora consumada.
—Este amigo de Jesús, Nicodemo, era un hombre muy especial, con un gran talento que es importante para nosotras en la actualidad. ¿Te gustaría saber qué era? Era un artista. Un escultor. Plasmaba en madera las visiones que Dios le enviaba.
—¿Cómo Federico?
Federico era el criado más antiguo de su padre, otro miembro de confianza del círculo de Lucca que rodeaba a la noble familia. Solía entretener a Matilda tallando figurillas de madera. Su muñeca favorita, una talla exquisita de la legendaria Ariadna, era una obra maestra que el anciano había creado para ella por Navidad. Hasta había tallado una réplica del laberinto en la espalda de la muñeca, con el fin de que Matilda pudiera empezar a atisbar el complejo dibujo tan intrínseco a su tradición.
—Sí, como Federico. Pero como Nicodemo estaba presente cuando Nuestro Señor murió en la cruz, no pudo quitarse de la cabeza aquella imagen. De modo que decidió tallarla en madera, para que el mundo recordara el gran sacrificio durante los siglos venideros. Tardó un año en terminar su obra, pero cuando hubo acabado, Nicodemo había creado la primera obra de arte que nos muestra el semblante del Señor. Se llama el Volto Santo, la Santa Faz, porque es una de las dos únicas obras de arte en todo el mundo que fueron creadas por hombres que vieron la cara de Jesús tanto en vida como muerto. Una está en Roma, una pintura creada por Lucas el Evangelista, en posesión del Papa. Pero el Volto Santo es la única que yo he visto, y la más primorosa.
Los ojos de Matilda se abrieron de par en par.
—¿Tú has visto esa talla?
—Sí, y tú también la verás.
La pequeña condesa empezó a revolverse de nuevo, como de costumbre.
—Pero ¿cuándo? ¿Cómo?
Isobel la interrumpió.
—Paciencia, cariño. Déjame contarte algo más de la historia. Cuando Nicodemo murió, la talla desapareció. Los primeros cristianos se la llevaron para esconderla de los romanos, con el fin de que no se perdiera o la destruyeran. Estuvo oculta en Tierra Santa durante setecientos años. Y después, cuando los profetas anunciaron que había llegado el momento, el Volto Santo, que había contenido el tesoro más sagrado de nuestro pueblo, fue sacado de su escondrijo y preparado para un viaje.
—¿Un tesoro sagrado?
Los ojos de Matilda se ensancharon ante la idea de un gran secreto.
—Sí, mi amor. Pues Nicodemo, mientras tallaba el Volto Santo, dejó una abertura abierta en la parte posterior de la escultura, una abertura secreta donde guardar el objeto más sagrado.
—¿El Libro Rosso?
Isobel asintió.
—Sí, el Libro Rosso. Y era el más sagrado de los tesoros porque contenía las enseñanzas del Camino del Amor escritas por el propio Señor, y más tarde las profecías de su santa hija. Pero aprenderás más cosas cuando lleguemos a Lucca. Pues allí es donde verás el Libro Rosso con tus propios ojos. Ha llegado el momento, ángel mío, de que empieces tu aprendizaje.
Matilda se quedó sin habla, cosa muy poco corriente, lo cual provocó que Isobel lanzara una carcajada, un hermoso sonido cantarín.
—¿Qué pasa, pequeña? ¿Te sorprende que haya llegado tu momento? Acabas de cumplir seis años, que es un número mágico. Es el número de Venus, el número del amor. El año en que empieza el aprendizaje, sobre todo de una Esperada. Y no te preocupes, te acompañaré en cada fase del camino.
»Ahora, debo prepararte para que conozcas a un gran profesor. Tú le llamarás Maestro, y nada más.
—¿No tiene nombre?
—Estoy segura de que sí, pero no lo utilizamos. Le llamamos Maestro en señal de respeto, porque procede de una larga estirpe de líderes elegidos para la Orden, a todos los cuales se les ha llamado igual. Es un hombre muy santo.
»Y debo advertirte de que tiene una cicatriz en la cara. Una cicatriz muy fea, Matilda. Pero no has de temerle. Tu primera lección consistirá en aprender que no hay que juzgar a nadie por su apariencia física, sino esperar a ver qué te revela el carácter sobre el ser humano que anida en su interior. El Maestro es un gran hombre, un hombre bondadoso, y te enseñará como me enseñó a mí y a muchos más.
La niña tenía ganas de gritar de alegría, pero se reprimió. Pero aquel temible Maestro de la cicatriz en la cara, el aprendizaje que iba a iniciar en la misteriosa Lucca… ¡era demasiado! Tal vez ir a Lucca no era un regalo tan maravilloso. Quedarse en Mantua, donde jamás había conocido otra cosa que seguridad, podía estar mejor. Se mordió el labio inferior y no dejó que temblara.
—No tengas miedo, ma petite. —Isobel abrazó a Matilda con fuerza. Aquella criatura tenía el corazón de una leona, pero todavía no era más que una niña—. Es tu destino, y muy hermoso. Sólo recuerda quién eres en todo momento, por la gracia de Dios.
Matilda asintió con solemnidad. Era la condesa de Canossa, heredera del gran Bonifacio. Era hija de Lucca y de Mantua. Era la hija de la profecía. Era la Esperada.
Era Matilda, por la Gracia de Dios Que Es.
La verdad echará raíces en la zona de los pantanos,
y allí florecerá en secreto
entre los que tengan fuerzas para defenderla.
Un gran altar para la sagrada escritura y la santa faz
se hará y rehará mientras El Tiempo Vuelve.
Muchos dudarán, pero la verdad perdurará allí
para los hijos del futuro,
los que tengan ojos para ver y oídos para oír.
La verdad ha de ser conservada en piedra
y construida en el Valle de Oro.
La nueva Pastora, la Esperada,
se encargará de su perfección
y revestirá la Palabra del Padre y la Madre,
así como el legado de sus hijos, en espacios sagrados.
Ése será su legado,
ése, y conocer un Gran Amor.
Quienes tengan oídos para oír, que oigan.
LA SEGUNDA PROFECÍA DE L’ATTENDUE, LA ESPERADA,
DE LOS ESCRITOS DE SARAH-TAMAR,
TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO