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El Languedoc

En la actualidad

MAUREEN ESTABA EMPEZANDO A SENTIR su cuerpo en tensión a medida que se iba acercando a su destino. El trayecto ocupó más de una hora, lo cual le proporcionó tiempo para informar a Tammy de todos los acontecimientos, y de su mutua búsqueda de los últimos días. Hablaron de las pistas y teorizaron sobre el posible origen de los documentos.

—Bérenger está muy inquieto por todo esto —explicó Tammy—. Por fascinante que sea, no le gusta la sensación de que no controla la situación, y le preocupa que ninguno de nosotros hayamos conseguido forjar una teoría sólida sobre quién es el jefe de esta cacería de herejes.

—Quienquiera que sea, sabe mucho sobre Bérenger y sobre mí. Eso es lo más desconcertante. Pero también saben lo que está ocurriendo en mis sueños, lo cual carece de toda explicación. Por lo tanto, o es algo de inspiración divina…

—O algo de lo más siniestro.

—Sí, gracias por tranquilizarme. Por si no estaba ya lo bastante nerviosa.

Incluso sin los inexplicables acontecimientos recientes, regresar a Arques había puesto nerviosa a Maureen. Aquí era donde había descubierto el Evangelio de Magdalena, donde había disfrutado y padecido una aventura que estaba fuera del alcance de la imaginación de la mayoría. Pero también era el hogar de Bérenger Sinclair, y ese hecho conllevaba toda una serie de complicaciones.

Tammy se desvió por Montségur para comer, porque sabía que a Maureen le gustaba mucho aquella parte de Francia. Era uno de los grandes lugares espirituales de la tierra, y el emplazamiento del último refugio de los cátaros contra los ejércitos de una Iglesia decidida a exterminar toda la cultura cátara. Maureen conocía bien la historia, pues había dedicado algunas horas memorables a estudiar el legado de Montségur durante su última visita a Francia.

A finales de 1243, los cátaros habían sufrido casi cincuenta años de torturas a manos de la Inquisición. Poblaciones de ciudades enteras habían sido pasadas a cuchillo, hasta que las calles se convirtieron en ríos de sangre. Uno de los últimos baluartes cátaros en Francia fue Montségur, un castillo situado a sesenta kilómetros del Château des Pommes Bleues, en Arques. Durante casi medio año, los últimos cátaros franceses fueron asediados en la fortaleza de Montségur.

La leyenda del Languedoc afirmaba que cuatro cátaros lograron escapar de Montségur dos días antes de que los restantes fueran capturados y quemados vivos por herejía. Se decía que uno de ellos, una niña llamada la Paschalina, portaba un objeto de valor incalculable ceñido al cuerpo: el Libro del Amor. Esta niña fue fundamental para proteger el más sagrado tesoro de su pueblo. También era antepasada de Maureen, y el origen del apellido Paschal.

Mientras se despedían de las ruinas de la fortaleza, Maureen susurró una oración de agradecimiento a su valerosa antepasada, y Tammy otra por las doscientas almas que habían perecido entre las llamas el 16 de marzo de 1244.

Entraron en Couiza para tomar la dirección de Arques, cuando el móvil de Maureen interrumpió su conversación. Contestó impaciente cuando se dio cuenta de que era Peter, quien llamaba desde su despacho de Roma.

—He de comunicarte una información importante. ¿Estás sola?

—Estoy con Tammy. Vamos camino del château.

Su primo emitió un leve ruido de irritación, y después carraspeó y continuó.

—De acuerdo. El documento data de 1071 y está firmado por Matilda, condesa de Toscana.

—¿Qué dice el documento?

—Es una especie de demanda, de una condesa Matilda muy irritada e imperiosa, exigiendo de inmediato la devolución de su «libro rojo más preciado», so pena de ponerse personalmente al mando de un ejército de invasión, e incluso amenazando con declarar una «guerra santa»… contra su propio marido, al cual no cabe duda que desprecia.

—¿Un preciado libro rojo? Es el Libro del Amor, ¿verdad?

—Tengo motivos para creer que sí, o que al menos se trata de una copia. La carta insiste en que el libro sea puesto de inmediato bajo la custodia de alguien llamado Patricio, quien es abad de un monasterio… en Orval. Maureen, esto es importante, pues puede que sea la única prueba autentificada de que tal libro existiera.

—Y lo último que se sabe es que estuvo en Orval. Y Orval es el lugar al que iremos mañana.

Peter la interrumpió antes de que pudiera continuar.

—Has de ser muy cautelosa. Creo que esto puede ser peligroso. Tengo más cosas que contarte, pero tendrás que llamarme más tarde, cuando estés sola.

—De acuerdo.

Procuró no irritarse, pero la negativa de Peter a revelar toda la información que obraba en su poder porque Tammy iba en el coche sólo logró aumentar su incomodidad. Tendría que encontrar una forma de salvar aquel abismo y reunirles a todos en el mismo equipo de nuevo. Les necesitaba a todos, y tendrían que trabajar juntos y aprender a confiar los unos en los otros una vez más.

Al fin y al cabo, estaban buscando algo llamado el Libro del Amor. ¿Acaso no había llegado el momento de que todos se perdonaran? ¿Podría perdonar ella?

Tammy activó el mando a distancia que abría las puertas, y subieron por el sendero sinuoso hasta el magnífico château. Maureen contuvo el aliento al verlo. Había olvidado su majestuosidad y belleza. Aunque pareciera extraño, y pese a que sólo había pasado dos semanas en él, aquel regreso se le antojó como volver a casa. Amaba este lugar y la gente que lo habitaba.

La puerta principal se abrió cuando el coche se detuvo, y Roland salió dando saltitos. La gran sonrisa que surcaba su rostro anguloso le confirió un aspecto juvenil cuando levantó a Tammy del suelo en un enorme abrazo. Ella lanzó una carcajada con aquella risa ronca y profunda que tanto amaba Roland, al tiempo que le besaba ruidosamente, aunque deprisa, en aras del decoro. Cuando soltó a Tammy, se plantó ante Maureen para tomar sus manos y besarla en ambas mejillas, al estilo europeo más formal.

—Es una gran alegría teneros de nuevo entre nosotros, mi señora.

Para Roland, Maureen era más que una amiga o una visitante. Era una invitada de honor, alguien que había llevado a cabo hazañas monumentales a sus ojos. Siempre sería para él la mujer que había encontrado el Evangelio de la Magdalena, y eso la colocaba por encima de los simples mortales. La trataba con un respeto que lindaba con la reverencia.

Fue demasiado para una agotada y alterada Maureen. Cuando abrió la boca para contestar, no le salieron las palabras. Su voz se quedó atrapada en la garganta, suspendida en un sollozo que se había estado gestando durante casi dos años.

Maureen pasó de formalidades y se echó en los brazos del afable gigante que era su amigo, un gran hombre que la trataba de una forma que estaba segura de no merecer, y lloró como si su corazón estuviera a punto de partirse.

Había vuelto a casa.

Bérenger Sinclair había visto el coche acercarse a la casa. No podía saber que el miedo y el nerviosismo que experimentaba (miedo al rechazo, angustia por los primeros momentos del reencuentro) eran idénticos a los que sentía Maureen. No bajó de inmediato a recibirla. Prefirió esperar y ver cómo reaccionaba ante Roland y el entorno, con la esperanza de que eso le prepararía para lo que ella pudiera sentir. No había esperado el estallido emocional que había seguido a su llegada. Ni ella tampoco.

Roland y Tammy acompañaron a Maureen a su habitación favorita del château, la habitación de la Magdalena, con el fin de concederle tiempo para que se refrescara y preparara para la cena. El exquisito dormitorio, equipado para una reina, tenía cortinajes de terciopelo púrpura y recibía su nombre del cuadro de Ribera Magdalena en el desierto, que dominaba una pared. Hoy, el cuarto estaba impregnado del denso aroma a lirios Casablanca. Las numerosas flores blancas surgían de jarros de cristal distribuidos por toda la habitación.

La llamada a su puerta una hora después fue suave, y Maureen pensó que debía ser una de las amas de llaves, que venía a avisarla para la cena. Ya estaba preparada, pues se había puesto un vestido de noche y reparado el maquillaje arruinado por el ataque de lágrimas. Abrió la puerta y se quedó conmocionada. Bérenger Sinclair estaba apoyado contra el marco, alto y hermoso, y le sonreía con tal afecto que sólo pudo preguntarse qué defecto psicológico la impulsaba a comportarse como una perfecta idiota.

Sólo tuvo tiempo de preguntárselo un momento. Después se encontró en sus brazos, mientras el mundo se fundía a su alrededor.

Casi llegaron tarde a la cena, pero fue Maureen quien recuperó la sensatez y puso fin a su apasionado reencuentro.

Bérenger era la encarnación de la caballerosidad, incluso cuando acariciaba con las manos los mechones de pelo cobrizo de la joven y gozaba de su presencia física. Accedió a bajar de mala gana, pues tendría que compartir su compañía.

Maureen había llegado. De momento, tendría que conformarse con ello.

La cena transcurrió amigablemente, mientras Maureen respondía a todas las preguntas sobre su vida desde el lanzamiento del libro. Se relajó enseguida, contenta de estar en presencia de aquellas tres personas en las que confiaba por entero. Todos tenían una historia que contar, y era preciso ponerse al día. A llegar el postre, el tema elegido era la leyenda del Libro del Amor y cómo se había conservado en el Languedoc.

Bérenger fue el primero en hablar.

—El Libro del Amor es el evangelio, la buena nueva, escrito por el propio Jesús. Representa sus verdaderas enseñanzas en la forma más pura. Sus parábolas, oraciones, mandamientos. Todo cuanto necesitamos los seres humanos para encontrar a Dios por mediación del Camino del Amor.

—Es lo que necesitamos para llegar a ser perfectos —explicó Roland—. En la tradición cátara, los que llegaban a un estado elevado de comprensión de estas enseñanzas eran llamados perfecti, o parfaits, en francés, el que ha llegado a ser perfecto. Eso no significa «perfecto» en el sentido que le damos hoy. Significa que habían aprendido a vivir tal como expresaba el amor, mediante el amor y sin juzgar. Ése es el objetivo final de las enseñanzas de Jesús. Al convertirnos en seres que amamos, moldeamos nuestras vidas a semejanza de nuestro padre que está en los cielos, que es amor.

Maureen guardó silencio un momento antes de contestar. Aún no había revelado esta parte del sueño a Roland y Bérenger, pero daba la impresión de que ya lo habían asimilado.

—Sed perfectos.

—Exacto —dijo Bérenger—. Por suerte, algunas de las enseñanzas verdaderas consiguieron abrirse paso en los evangelios canónicos, como el del Evangelio de Mateo, y por supuesto el sermón de la montaña y el padre nuestro.

—Rebobina un momento —dijo Maureen—. Sabemos que Jesús escribe ese evangelio en vida y se lo entrega a María Magdalena, quien no sólo es su esposa, sino su sucesora como maestra y pastora. Y sabemos que existen copias, porque ella se refiere a una escrita por Felipe. Pero la original, escrita de puño y letra de Easa, llega aquí.

—Exacto. Magdalena llega a las costas de Francia con sus hijos, un puñado de leales seguidores y el Libro del Amor. Predica primero en Marsella, y después viene al Languedoc. El lugar donde vivimos, Arques, es tierra santa porque, dice la leyenda, edificó una escuela aquí como base de operaciones, su primera misión, si os gusta más. Se llamó Arques debido a la palabra «arca», como el Arca de la Alianza. En otras palabras, la nueva alianza, la palabra de Jesús, llegó aquí y este pueblo fue su receptáculo, el arca que la contenía. Por desgracia, hace mucho tiempo que los monumentos a Magdalena fueron derribados con la intención de borrar su presencia en el Languedoc, como ya sabéis.

Maureen lo sabía, pero aprovechó su preparación de periodista para interpretar el papel de abogado del diablo en aquel momento.

—Lo cual me conduce a la pregunta fundamental, que todas las personas escépticas e incrédulas del mundo os formularían si les contarais la historia. Y es muy sencilla: ¿cómo es posible que algo tan importante para la historia de la humanidad haya sido borrado por completo? Ha de ser uno de los secretos mejor guardados de los últimos dos mil años, sino el que más. ¿Cómo es posible que nadie conozca su existencia?

Roland fue el primero en contestar, apasionado por el tema.

—Porque nuestro pueblo fue asesinado para asegurar que nadie conociera su existencia.

—Nada podría ser más peligroso para la Iglesia que un evangelio escrito de puño y letra por Jesucristo —añadió Bérenger—, sobre todo si ese evangelio demostraba que todo cuanto ellos defienden se opone a sus verdaderas enseñanzas. Es el documento más peligroso de nuestra historia.

—Pero no se apoderaron de él. Al menos en Montségur —dijo Maureen.

—No, como bien sabes —contestó Roland—, pues gracias a tu antepasada el Libro del Amor se salvó. Al menos, durante un tiempo. Desaparece de nuestra historia después de Montségur. Como tantas otras cosas. Todo cuanto queda ha sido transmitido por la tradición oral y, por desgracia, el tiempo ha borrado casi todo eso.

Bérenger se hizo eco de sus palabras.

—La cultura cátara ha sido diezmada por el holocausto lanzado contra ella. Los supervivientes se dispersaron por toda Europa, y fue entonces cuando perdimos el hilo de la historia.

—Pero algunos sobrevivisteis —dijo Maureen a Roland—. Tu familia, los pocos que escaparon de la masacre de Montségur. Mi antepasada. ¿No hicieron nada para proteger el Libro del Amor?

—Sí, por supuesto, pero no podían hablar de ello. Incluso cuando los cátaros vivían aquí en paz, antes de las masacres, no hablaban del Libro del Amor en público jamás. Ya comprenderás el motivo.

Bérenger explicó el punto crucial.

—Los cátaros lo protegieron a base de no hablar jamás de él. Y la Iglesia no quería que quedara alguien vivo conocedor de la naturaleza explosiva de su contenido. Por lo tanto, lo que posees es algo que, por su naturaleza, es un secreto tan grande, para aquellos que lo adoran y aquellos que lo desprecian, que su existencia ha sido eliminada de la historia.

Maureen asintió.

—Por supuesto. Su último lugar de descanso conocido…

—Fue oficialmente Montségur —dijo Roland—. Si bien la leyenda dice que fue transportado al norte de España por tu antepasada, la Paschalina, y fue depositado en el monasterio de Nuestra Señora de Montserrat. Después de eso… Nadie se atreve a hacer conjeturas.

—Y aunque sólo había uno, el Libro verdadero escrito por Jesús de su puño y letra —dijo Bérenger—, estamos muy seguros de que se hicieron copias en diversos momentos de la historia. La idea de las copias es interesante, porque al menos existe la posibilidad de que el contenido esté vivo en algún sitio, aunque el original se haya perdido.

—¿Crees que se ha perdido?

Todos guardaron silencio y reflexionaron.

—Está en algún lugar de Roma —dijo por fin Roland—. Estaban tan obsesionados por la idea de apoderarse del libro que cometieron un genocidio. La Iglesia no paró hasta encontrarlo. Es el oscuro secreto que acecha detrás de la Inquisición. El Santo Oficio fue fundado para arrancar de raíz a todos los cátaros y a sus simpatizantes, y después se propagó como la terrible plaga que significó para la humanidad. No obstante, algo me dice que no todo está perdido. Si estás soñando de nuevo, y si alguien de este mundo físico intenta ponerse en contacto contigo…, tal vez exista una copia en algún sitio que podamos encontrar. Es una nueva esperanza para todos nosotros.

Maureen utilizó los abundantes recursos de la biblioteca de Bérenger para llevar a cabo algunas investigaciones después de cenar. Confiaba en descubrir algún material, por escaso que fuera, sobre la enigmática Matilda antes de partir hacia Orval por la mañana. Bérenger se sentía muy orgulloso de su colección de libros y manuscritos, y se había especializado en libros raros de arte e historia europeos. Los demás ayudaron a Maureen, y buscaron en varios volúmenes sobre la Edad Media, además de compartir los pocos datos que localizaron. Se había escrito muy poco sobre la condesa toscana, y no existía casi nada en inglés. Algunos libros antiguos en latín e italiano parecían mencionarla, pero sin Peter para traducir los textos, eran demasiado difíciles para lingüistas noveles.

Maureen estaba examinando un volumen inglés del siglo XVIII sobre Gianlorenzo Bernini, cuando lanzó una exclamación.

—¡Aquí! He encontrado algo. Escuchad esto: «En 1635, el papa Urbano VIII solicitó que los restos de la condesa Matilda de Canossa fueran trasladados desde su lugar de reposo, el monasterio de San Benedetto de Po, donde habían permanecido durante quinientos años, a Roma. Los monjes de este monasterio de Mantua se negaron a entregar a Matilda, pues creían que hacerlo sería una violación de su último deseo en vida, quedarse cerca de su hogar de la infancia durante toda la eternidad.

»Sin embargo, durante la nueva construcción de San Pedro, el Papa ordenó a Bernini que creara una magnífica tumba y monumento de mármol para la condesa toscana. No quería quedarse sin sus preciadas reliquias, y sobornó al abad del monasterio de San Benedetto con una enorme cantidad de dinero, capaz de sustentar al monasterio y permitir que continuaran sus buenas obras en nombre de Matilda a perpetuidad. Si bien el abad aceptó el soborno, no lo dijo a los monjes por temor a que se rebelaran. Así fue que en plena noche, sacerdotes elegidos entre el séquito personal del Papa entregaron el soborno al abad y, como ladrones, abrieron la tumba de alabastro sellada de Matilda».

Maureen dejó de leer un momento.

—¿Qué sucede?

Bérenger estaba escudriñando su rostro. Lo que acababa de leer la había impresionado.

Ella alzó la vista un momento, respiró hondo y continuó.

—«Lo que encontraron fue un esqueleto perfectamente intacto, envuelto en seda dorada y plateada. Si bien Matilda había sido descrita como una amazona en la leyenda medieval, los restos eran los de una mujer muy menuda, de dientes casi perfectos. Lo más excepcional eran los largos mechones de pelo sujetos todavía al cráneo, pelo de un color rojo dorado poco común. Satisfechos de comprobar que se trataba de la legendaria condesa, tan codiciada por el Papa, extrajeron los restos del ataúd mientras el monasterio dormía, y regresaron a Roma antes de que el sol saliera. Así, Matilda de Toscana fue la primera mujer enterrada en San Pedro, en el mismo corazón de la basílica».

—Vaya, vaya. —Tammy fue la primera en hablar—. Está claro que no soy la única que se ha dado cuenta. Da la impresión de que Matilda era una pelirroja menuda, la característica genética más evidente y visible del linaje de la Magdalena, y desde luego la más legendaria. ¿Podemos dar por sentado que era una Esperada por derecho propio?

Maureen se reclinó en su silla. Los aspectos personales de su relación con Matilda eran fascinantes e inesperados. Tal vez explicaban incluso el sueño del pez y su profunda necesidad de llegar a Orval lo antes posible.

—Pero aún quiero saber por qué —contestó—. ¿Por qué este Papa en concreto, Urbano VIII, insistió tanto en que los huesos de Matilda fueran trasladados a Roma?

Bérenger había elaborado una teoría.

—¿Acaso creía que había sido enterrada con algo de gran importancia, y por tanto ingenió una añagaza para abrir su ataúd en plena noche? ¿Estaba buscando el Libro del Amor, o algo más que los huesos de Matilda, y por eso todo se llevó a cabo con tal secreto?

Una idea alumbró en la mente de Maureen.

—¿Fue enterrada con algún tipo de documento? ¿Alguna información o prueba que el Papa deseara?

Aquella noche no iban a solucionar el misterio, y tenían que madrugar. Maureen estaba agotada, tanto debido al jet-lag como al impacto emocional del día. Deseó buenas noches a todos y se encaminó a su habitación. Bérenger se dio cuenta de lo cansada que estaba. La besó con ternura, y después sostuvo su rostro un momento, con la vista clavada en sus ojos antes de soltarla a regañadientes. Por suerte, no había pedido acompañar a las mujeres a Orval. Maureen había dejado claro desde su llegada a Francia que deseaba hacer el viaje sólo en compañía de Tammy. Necesitaba concentrarse en su misión inmediata, y afrontar los complejos temas de su relación con Bérenger no lograría que se concentrara más.

Regresarían al château después de su excursión a Bélgica, y luego iniciaría la tarea de reconstruir su relación. Pero en aquel momento de fugaz intimidad deseó que él las acompañara.

Y así fue que la hija de Nuestro Señor y Nuestra Señora, la princesa conocida como Sarah-Tamar, empezó a seguir su destino. Poseía la gloria de sus progenitores y se convirtió en una líder del pueblo de la Galia. Se dice que había heredado de su madre la belleza y la energía femeninas, y podía curar enfermedades de seres humanos y animales mediante la imposición de manos, como su padre antes que ella. Tras nacer, fue declarada tan amada por Dios que la depositaron en la misma cuna de madera que había acogido a su padre.

Cuando llegó a la edad adulta, es sabido que caía en trance y hablaba en rimas y versos. Fueron considerados grandes profecías y anotados por los escribas de la Sagrada Familia. Con el tiempo, estas profecías han demostrado ser de origen divino. No obstante, hay otras reservadas para los hijos del futuro.

La historia no la recuerda debido a que las persecuciones del pueblo del Camino empezaron en serio cuando alcanzó la mayoría de edad. Tuvo que predicar en secreto, cosa que hizo hasta el día de su muerte.

Sarah-Tamar tuvo muchos hijos. Algunos se quedaron en la Galia, otros fueron a Roma y Toscana en busca de sus hermanos y para crear comunidades seguras durante las persecuciones, con el fin de que las enseñanzas del Camino del Amor perduraran y se propagaran. Leed las leyendas de las santas, de Bárbara y Margarita, de Úrsula y Lucía, si queréis saber qué ha sido de su legado.

Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

LA LEYENDA DE SARAH-TAMAR,

LA PROFETISA, DEL LIBRO ROSSO

Frontera belga

En la actualidad

TAMMY Y MAUREEN empezaron su viaje al cruzar la frontera belga y adentrarse en el exuberante bosque de las Ardenas, donde se encontraba situado Orval desde que Matilda colocara la primera piedra en 1070. Era un hermoso día para viajar por un bosque calificado de encantado durante muchos siglos. Maureen se sentía relajada, impaciente por iniciar la aventura. Lo único que la molestaba era no haber llamado a Peter todavía. Había insistido en que le llamara sólo si estaba sola, y no había encontrado un momento de privacidad. Después de visitar Orval por la tarde, se juró que iría a dar un paseo sola y le llamaría al móvil. Tammy lo entendería.

Cuando se dirigieron hacia el norte por la autopista, hablaron de lo que sabían e ignoraban de la enigmática condesa medieval de Toscana, sobre la cual había muy poca cosa escrita en inglés.

—Hay un bloqueo informativo histórico en lo tocante a Matilda, en parte porque vivió hace mil años —observó Tammy.

—Y en parte porque era una mujer, con lo cual no es probable que los escribas de su tiempo documentaran sus logros —añadió Maureen.

—Sabemos que la profecía de Orval, tu profecía de la Esperada, proviene de una serie de documentos conservados en el monasterio y protegidos durante siglos. Y que formaban parte de algo más grande, toda una colección de profecías que se remontan a los tiempos de María Magdalena, casi todas perdidas, salvo las que se conservaron gracias a la tradición oral de los cátaros o similares sectas herejes. Nuestro pueblo.

—Y creemos que estas profecías fueron escritas por la hija de María Magdalena, la hija que tuvo con Jesús, que llegó a ser la profetisa conocida como Sarah-Tamar.

Maureen se había topado con esta leyenda y su poder dos años antes, durante su búsqueda del evangelio perdido de María Magdalena, pues la profecía de la Esperada emanaba de la antigua abadía de Orval. Al descubrir el Evangelio de Arques, Maureen había descubierto que ella misma era una Esperada, pues se ajustaba a todos los criterios de la profecía. Era una identidad con la que todavía forcejeaba. Ser considerada una profetisa por tus iguales era más que un poco sobrecogedor para una mujer del siglo XXI.

El tema de los profetas tristemente célebres recordó a Maureen algo que le habían contado cuando buscaba el Evangelio de Arques.

—¿Son las mismas profecías que crees que robó Nostradamus? ¿Las que se convirtieron en la base de sus famosas obras?

—Las mismas. Sabemos que Nostradamus estudió en Orval, así como en otras abadías belgas, todas las cuales poseen lazos heréticos. Y sabemos que cuando se marchó desaparecieron documentos. Y después, de la noche a la mañana, ¡zas! Se despierta un día convertido en un profeta estelar y publica esas notables predicciones. Gana puntos por reconocer la importancia de las profecías, pero los pierde todos por no confesar al mundo que no eran de él, para empezar. Fue la versión renacentista del plagio.

—¿Lo fue?

—¿Qué quieres decir?

Maureen se encogió de hombros.

—No estoy segura. Algo me dice que, si Nostradamus estuvo en Orval, tiene que haber algo más. ¿Era uno de los nuestros tal vez? Quizá…

Maureen dejó correr el tema cuando vio el primer letrero que indicaba Orval. El trayecto se fue haciendo cada vez más bucólico y hermoso, mientras el bosque de las Ardenas se espesaba, enormes pinos bordeaban la carretera y seguían las curvas en una cinta verde aterciopelada. Una pintoresca y anticuada señal indicaba «Abbaye d’Orval» con una flecha que señalaba a la izquierda. Doblaron la curva, y tanto Tammy como Maureen lanzaron una exclamación ahogada cuando la primera pisó el freno. Si la abadía de Orval había sido construida para sobrecoger al peregrino que la ve por primera vez, los arquitectos habían triunfado. La restauración del siglo pasado había aportado una fachada moderna, con una virgen con el niño estilo art déco de proporciones megalíticas, lo cual recordaba al visitante que el nombre completo del lugar siempre había sido Notre Dame d’Orval. La enorme virgen tenía varios pisos de altura, y parecía una diosa egipcia de algún antiguo templo de Luxor. El majestuoso exterior era monumental y moderno, y casi no proporcionaba la menor indicación de las ruinas milenarias que se extendían al otro lado.

La dulce muchacha que les vendió las entradas les entregó folletos en inglés. La chica llevaba el símbolo de Orval alrededor del cuello: el pez dorado con una alianza en la boca. Al finalizar el día, habrían visto este símbolo en todas partes de la abadía y su zona circundante: en botellas de cerveza, paquetes de queso, recuerdos y letreros de cafés.

—Salve, Ichthys —susurró Tammy a Maureen.

Habían analizado en profundidad esta pista durante su viaje desde París. Ichthys era una referencia a un pez, en concreto el pez que simbolizaba a Jesús para los primitivos cristianos.

—Ya sabes, el pez Jesús, como el que se ve en la parte posterior de los coches. Eso es un ichthys —dijo Tammy.

Maureen asintió.

—Es un anagrama. Peter me lo enseñó. Ichthys representa las primeras letras de Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador, en griego. Iota, chi, theta, ípsilon, sigma. Y la palabra significa «pez». Por lo tanto, podemos dar por sentado que Salve, Ichthys es una referencia a Jesús, con un posible guiño a la cultura o la leyenda griega. Este pez en concreto aparece en nuestras dos pistas, de modo que está intentando decirnos algo.

Tammy leyó el folleto mientras se encaminaban hacia las ruinas de la abadía.

—¡Caramba! Escucha esto. Dice: «Matilda dio nombre a la abadía y a la región: Orval. Mientras recorría sus tierras de Lorena, Matilda se detuvo a refrescarse en una fuente natural del bosque. Mientras lo hacía, su alianza de oro le resbaló del dedo y cayó en las profundidades del pozo. Antes de que la buena condesa pudiera azorarse por la pérdida, una trucha dorada saltó del agua con su alianza en la boca. Matilda recuperó su anillo y exclamó: “¡Verdaderamente éste es un Valle de Oro!” Y el lugar fue llamado Or-Val, el Valle del Oro, desde entonces». Hazme callar si ya lo sabes.

Maureen sacudió la cabeza asombrada. Había estado soñando con Orval antes de que le entregaran el documento de Matilda en su hotel de Nueva York.

Aquí encontrarás lo que buscas. Santo Dios, eso esperaba.

Tammy continuó.

—Afirman que Matilda construyó de inmediato el monasterio como resultado del acontecimiento mágico con el pez, y en eterna gratitud por haber recuperado su anillo.

Maureen reflexionó un momento.

—Pero sabemos que la carta de Matilda era una amenaza de encabezar un ejército de invasión contra su odiado marido. No parece que le tuviera tanto cariño a su alianza, ¿verdad?

—Debió tirarla al pozo a propósito —rio Tammy—. Y el maldito pez se la devolvió.

—Es una alegoría —afirmó Maureen—. Ha de serlo. Es evidente, escondida a la vista de todos como está…

Cuando doblaron la esquina y se dirigieron hacia las ruinas de la abadía, Maureen se paró en seco. Todo estaba aquí, tal como lo había soñado. Los exquisitos arcos góticos, la ventana en ruinas con la rosa de seis pétalos tallada en la piedra. Por un momento, pensó que los seis pétalos no era algo casual, que el número significaba algo, pero no perseveró en la idea. Incluso la luz que se filtraba a través de las ramas era tal como la había soñado.

—Es esto. Con absoluta exactitud. Vamos. He de encontrarla.

Maureen corrió con Tammy entre las ruinas. Volvió sobre los pasos de su sueño, observó los pedazos de mármol caídos en el suelo mientras pasaba, atravesó los restos de un umbral. Delante de ella, en la hornacina de la pared, se hallaba la pequeña virgen.

—Ahí está.

Maureen se acercó con parsimonia a la estatua, demostrando cierta reverencia. Era todavía más hermosa (y enigmática) que en sus sueños. Su rostro era singular y especial, de ojos separados y frente alta, que resaltaban tanto la inteligencia como la inocencia. La niña de piedra iba vestida con un sencillo hábito y un velo. Largas trenzas talladas en la piedra caían a ambos lados de su cabeza. No cabía duda de que era una niña, una niña que sostenía un bebé que no era suyo. Maureen miró en silencio, hasta que Tammy lo rompió con un susurro.

—¿Qué te dijo en el sueño?

—Dijo: «No soy quien crees».

—¿Y quién crees que es?

Maureen sonrió al sentir una extraña comunión con la niña de piedra. Era como volver a ver a un viejo amigo.

—Sé quién es. Es Sarah-Tamar, y el bebé es su hermano pequeño, Yeshua. Creemos que todo este lugar fue construido por Matilda como monumento a la familia del linaje, ¿verdad? ¿De quién eran las profecías guardadas aquí? De Sarah-Tamar. Estaría aquí representada.

Tammy estaba ordenando las piezas del rompecabezas.

—Volvamos a aquella alegoría.

—De acuerdo. Piensa en la historia. —Maureen teorizó en voz alta—. Un pez, que simboliza a Jesús, el ichthys, salta desde las profundidades del pozo. Empecemos con el hecho de que Jesús enseñaba de la misma manera, ¿de acuerdo? Enseñaba por mediación de parábolas, relatos simbólicos.

—¿Crees que el Salve, Ichthys es para recordarnos que la historia está formada por capas? ¿Es algún tipo de parábola?

—¡Exacto! El pozo es un antiguo símbolo de conocimiento secreto. Y nuestro pez sujeta una alianza en la boca. Mira a tu alrededor, hay símbolos por todas partes. Jesús, el ichthys, está emergiendo de las profundidades del secreto para enseñar al mundo su alianza. Todas las versiones de la historia hacen hincapié en que el anillo es una alianza. Y la deposita en la mano de Matilda, porque ésta es merecedora de su confianza y la protegerá. Todo parece evidente. Y estamos en un valle de oro porque es aquí donde se guardan todos los conocimientos de su familia, conocimientos mucho más valiosos que el oro. Toda la historia es una alegoría de lo que Matilda sabía y cómo lo protegió.

Tammy asintió.

—Así se conservaron todas las leyendas del linaje, mediante códigos y símbolos, cuando hablar de estas cosas en público significaba la muerte.

—«El arte salvará el mundo» —observó Maureen—. Creo que la definición de arte abarca mucho terreno en este caso. No sólo cuadros, sino arquitectura, literatura, escultura…

Cuando doblaron la siguiente esquina, se encontraron con un ancho pozo recubierto de piedra antigua. Un pequeño letrero indicaba que era la Fontaine de Mathilde. Maureen se cubrió la mano derecha con la izquierda, a fin de proteger su anillo de Jerusalén. No iba a arriesgarse a perderlo como en su sueño, con pez mágico o sin él.

El pozo era un lugar sereno, plácido. Un manantial que manaba de las profundidades de las Ardenas, lo alimentaba. Maureen recordó los pozos santos de Irlanda, lugares sagrados dedicados a las diosas durante miles de años, antes de ser transformados en centros cristianos de devoción mariana. Para ella, todo en Orval era femenino y estaba henchido de energía divina pura y antigua que brotaba de la tierra. Maureen se estaba enamorando del lugar y de su belleza natural. Se le antojaba verdaderamente sagrado. También estaba agitando su creciente deseo de saber más cosas sobre la misteriosa Matilda, la fuerza que había aupado el edificio y su comunidad hacía casi mil años.

Tammy se inclinó para mirar el pozo y se vio en las aguas oscuras.

«En tu reflejo encontrarás lo que buscas».

Maureen la imitó y ambas clavaron la vista en el agua. Lanzó una exclamación ahogada cuando un tercer reflejo apareció sobre el de ellas. En el agua, una cara idéntica a la de la pequeña virgen de piedra las estaba mirando. Pero esta cara no era de piedra, sino de carne y hueso.

Maureen y Tammy se volvieron al instante. Detrás de ellas había una etérea y preciosa niña. Como la estatua, llevaba un vestido muy sencillo y el pelo estaba recogido en dos trenzas que caían a ambos lados de su rostro. Ninguna de las dos mujeres dejó de observar que las trenzas eran de un adorable color rojo dorado. Tenía las manos a la espalda, como si ocultara una sorpresa.

Bonjour —dijo Maureen en voz baja.

La niña no habló. En cambio, lanzó una carcajada traviesa, idéntica a la que Maureen había oído en su sueño. Mostró las manos, en las que sujetaba una bolsa de lona que daba la impresión de contener algo, algo que semejaba un libro grande. Extendió la bolsa hacia Maureen, y una dulce sonrisa iluminó sus ojos. Cuando tomó la bolsa, la niña dio media vuelta de inmediato y salió corriendo sin decir palabra. Dobló una esquina, se adentró en las ruinas y desapareció de la vista casi al instante.

Tammy miró a su alrededor para ver si alguien había presenciado la escena, pero estaban solas en el pozo, sin testigos.

—¿Qué hay en la bolsa?

Maureen la abrió y ambas miraron dentro, sin querer atraer la atención sobre el objeto que contenía al sacarlo, pero enseguida vieron que se trataba de un libro, un libro de aspecto antiguo, cubierto de piel roja.

Las dos mujeres salieron a toda prisa de la abadía, ansiosas por refugiarse en la privacidad del coche de Tammy y examinar el libro rojo.

Dejaron los terrenos de la abadía y se encaminaron al claro de tierra que era el aparcamiento. Tammy llevaba las llaves en la mano, pero se detuvo de repente. Algo no iba bien. Daba la impresión de que su coche estaba inclinado a la izquierda. Se acercó con cautela y observó que los neumáticos delantero y posterior del lado del conductor estaban deshinchados. Maureen se quedó detrás de ella y miró por encima del hombro de Tammy, mientras su amiga se arrodillaba para inspeccionar las ruedas.

Profundas equis estaban grabadas en los costados. Habían acuchillado los neumáticos.

Tammy señaló las perfectas equis a Maureen. La letra equis había sido utilizada durante siglos como símbolo de herejía, tanto por partidarios como enemigos. Los gnósticos cátaros la habían usado como emblema de iluminación. Podían encontrarse equis talladas en las paredes de piedra de los castillos cátaros, y en las cuevas más antiguas donde se escondían durante las persecuciones. Una equis en la pared indicaba que en aquel lugar se impartían enseñanzas gnósticas, y que por lo tanto era un refugio para aquellos que anhelaban recibir las verdaderas enseñanzas. Más tarde, en el arte del Renacimiento, los maestros que simpatizaban con las herejías del linaje gustaban de incorporar formas de equis en sus cuadros.

Era el símbolo de la verdad en materias relacionadas con Dios.

En este caso, daba la impresión de que un enemigo estaba utilizando la equis gnóstica como símbolo de hostilidad.

Tan absortas estaban las mujeres en las marcas que no oyeron los pasos a sus espaldas hasta que fue demasiado tarde.

—Pónganse de pie muy despacio. Las dos.

Quien habló lo hizo en voz queda, pero amenazadora. Maureen obedeció, se volvió un poco y distinguió a un hombre muy alto con una chaqueta de capucha negra y gafas de sol. Sólo era visible su boca, torcida en una mueca. Tammy lanzó un chillido involuntario cuando sintió que le hundían una pistola entre los omóplatos.

—Sólo se lo pediré una vez —dijo el hombre a Maureen en un inglés cuya pronunciación revelaba que no era hablante nativo de esa lengua. Ella se esforzó por identificar el acento, en vistas al futuro. Era un extraño políglota europeo, algo en sí ya bastante notable—. Deme la bolsa, o le atravesaré el corazón de un disparo, aquí mismo. Y usted será la siguiente.

La zona circundante estaba desierta. Orval se hallaba enclavada en el centro de un bosque, y nadie les oía. Maureen hizo lo único que podía hacer. Entregó la bolsa y rezó para que el hombre no hiciera daño a Tammy.

El tipo se la arrebató y continuó lanzando órdenes.

—Entren en el coche y no salgan. Permanezcan inmóviles durante media hora. Miren allí arriba. —Señaló hacia una elevación, donde el bosque de las Ardenas se ensanchaba—. Tengo a un francotirador apostado en esos árboles. Si se mueven un segundo antes, les disparará, y tiene buena puntería. ¿Comprendido?

Se produjo un movimiento en el bosque. Su atacante no se estaba echando un farol.

Maureen y Tammy subieron al coche con el corazón acelerado. Cuando las puertas se cerraron, el hombre se alejó a toda prisa en dirección al bosque, y no miró atrás en ningún momento.

Fue la media hora más larga de sus vidas, y tanto Maureen como Tammy se dedicaron a rezar y hablar entre susurros de su dilema. Por si las moscas, se concedieron unos cuantos minutos de más antes de bajar del coche y regresar a la abadía. Cuando la taquillera les dijo que iban a cerrar, Tammy le explicó que les habían pinchado las ruedas de su coche. Calló lo de los pistoleros y el robo. Confiaban en que el monasterio les ofreciera alojamiento durante la noche, pues sabían que peregrinos de ambos sexos se alojaban en él, pero peregrinos perseguidos por matones encapuchados no serían demasiado bien recibidos.

Fue una decisión prudente no abundar sobre su mal trago. La pobre muchacha belga se quedó tan impresionada al saber que se había producido un acto de vandalismo en el idílico paisaje de Orval que parecía a punto de llorar. Llamaron a uno de los monjes más jóvenes, el hermano Marco, para que colaborara en la crisis, y se dispuso a encontrar alojamiento para las mujeres, así como a ponerse en contacto con un garaje de Florenville para que repararan los neumáticos. Tanto los monjes como los empleados de Orval proyectaban un halo de serenidad y preocupación, y las dos mujeres empezaron a relajarse en la relativa seguridad del monasterio. Era como si el espíritu de Matilda todavía impregnara el lugar, y mientras Maureen y Tammy se encontraran en sus terrenos, estarían a salvo. El hermano Marco invitó a las mujeres a cenar en el silencio del refectorio del monasterio. Estaban demasiado agotadas y crispadas para aceptar, de modo que les dio pan y queso, así como la cerveza de Orval con el pez dorado en la etiqueta, para que se lo llevaran a la habitación.

La habitación era típica de un monasterio y estaba inmaculada, con dos camas individuales, una mesita de noche y una jofaina. Maureen se sintió muy agradecida. Tenía que llamar a Peter y contarle los acontecimientos del día. ¿Quién las había atacado para robarles el libro? ¿Qué era el libro? Se sentía enferma al pensar que tal vez había tenido en las manos uno de los tesoros de la historia de la humanidad durante unos breves momentos, y ahora se lo habían arrebatado…, pero ¿quién?

Cuando Tammy fue a ducharse en el cuarto de baño común que había al final del pasillo, Maureen localizó a Peter por el móvil en su casa de Roma.

Se puso nervioso en cuanto se enteró de lo sucedido.

—¿No te dije que me llamaras, y que era importante? Quería advertirte de que tal vez corrías peligro.

Maureen estaba cansada y quisquillosa.

—Tendrías que habérmelo contado todo, incluso con Tammy delante. Confío en ella. Y si Tammy hubiera resultado herida…

No terminó la frase. Estaba claro que habría responsabilizado a Peter de lo que hubiera podido sucederle a su amiga.

—Lo siento. Lo siento muchísimo. Y me alegro de que las dos estéis bien, Maureen. Quiero que vueles a Roma por la mañana. Has de conocer a alguien. Creo que puede ayudarnos a comprenderlo todo. Ordenaré que un coche te recoja en el monasterio y te acompañe al aeropuerto lo más rápido posible. Tammy puede acompañarte, si así te sientes mejor.

—Gracias, Pete. Ay, qué ironía. A veces, me siento muy agradecida por el poder del Vaticano.

Si alguna vez ha existido un lugar ideal para soñar, es el monasterio mágico de Orval.

Maureen recorría la nave en ruinas del monasterio. La luz que se filtraba por el esquelético rosetón iluminaba las piedras que ella pisaba. Esta vez sabía adónde iba. Se dirigía a la fuente.

Entonces oyó la risita.

Maureen la siguió, y no se sorprendió al ver a la niña de las trenzas cobrizas esperando junto al pozo, indicándole con gestos que se acercara. No dijo nada, pero parecía muy complacida consigo mismo mientras continuaba riendo. La niña señaló el agua y le indicó que escudriñara sus profundidades.

Mientras Maureen miraba el pozo, la superficie rieló cuando algunas imágenes empezaron a cobrar forma. Lanzó una exclamación ahogada. Su atacante estaba entrando en una sala, con el preciado libro en las manos. Vio que la escena tenía lugar en lo que parecía una cámara o sótano de piedra. La estancia estaba llena de hombres vestidos con ominosos hábitos provistos de capuchas que cubrían sus cabezas por completo y daban la impresión de ser del color de la medianoche. Todos los rostros estaban ocultos, con estrechas rendijas para los ojos. Los hombres estaban sentados a una larga mesa rectangular. La silla central era más grande y ornamentada, lo cual indicaba que su ocupante debía ser el líder de la extraña orden.

El atacante de Maureen, que aún llevaba su ropa moderna y las gafas de sol, presentó el libro a la figura central, quien examinó la cubierta, rodeada de una gruesa tirilla de cuero y un broche. El hombre parecía preparado para esto, pues introdujo la mano en la manga del hábito y extrajo un puñal. Con un rápido gesto cortó la tirilla y el libro se abrió.

Reinaba un silencio absoluto en la cámara, y nadie se movió cuando el líder empezó a pasar las páginas del libro codiciado.

Estaban en blanco.

Cuando volvió la última página, sólo había una palabra en latín garabateada sobre el pergamino. Rezaba: «INLEX».

El líder de los hombres encapuchados arrojó el libro con aparente desagrado al sicario que se lo había entregado. Aunque Maureen desconocía el significado de INLEX, estaba claro que no era lo que aquellos hombres esperaban.

La sempiterna risita de la niña devolvió la atención de Maureen a su entorno. La pequeña estaba parada delante de ella como lo había hecho aquel mismo día, las manos detrás de la espalda. Con otra dulce sonrisa, entregó a Maureen una bolsa de lona con un libro grande.

«No es lo que crees».

Y rio mientras desaparecía corriendo por la esquina, al tiempo que Maureen se preguntaba qué le había robado su atacante.

La primera luz del día penetró por la ventana de la celda. Maureen se frotó los ojos y vio que su amiga continuaba durmiendo. Después del sueño, se había despertado y permaneció despierta el tiempo suficiente para tomar notas de la experiencia, concentrada en la palabra «INLEX». Si era una palabra latina, se encontraba en el lugar adecuado. Todos los hermanos de Orval habrían recibido educación clásica y podrían traducírsela.

Se vistió y fue en busca del servicial hermano Marco, al que encontró preparando el refectorio para el desayuno.

—¿Inlex? —Reflexionó un momento—. Latín, sin duda, pero es una palabra extraña. Sígame a la biblioteca y lo consultaremos para asegurarnos.

Maureen acompañó al monje hasta una maravillosa sala llena de viejos tomos. Se sintió agradecida de que no le hubiera formulado preguntas acerca de por qué necesitaba saber el significado de esta palabra concreta. Era amable y deseaba complacer a su huésped. El hermano Marco sacó un diccionario de latín de una estantería y pasó las páginas hasta encontrar lo que estaba buscando.

—Aquí está. Inlex. Significa «señuelo». Un ardid o una estratagema. ¿Le sirve de ayuda?

Desde luego. Maureen reprimió la tentación de darle un beso en la mejilla. En cambio, le dio las gracias educadamente y corrió a despertar a Tammy.

—¡Era un señuelo, Tammy!

Maureen irrumpió en la pequeña celda y despertó a su amiga con su entusiasmo.

—¿Qué?

Tammy se incorporó, confusa.

—El libro. El libro que nos robaron ayer. No era el auténtico, era…

Maureen se interrumpió. En su entusiasmo por contarle a Tammy el significado de inlex, casi no la había visto. En mitad de su cama había una bolsa de lona.

—¿Qué es eso? —Tammy ya se había despertado—. Y… ¿puedo preguntar de dónde ha salido?

El corazón de Maureen martilleaba en su pecho, mientras sacudía la cabeza. ¿De dónde había salido y quién la había dejado? ¿Quién estaba leyendo sus sueños y enviándole misteriosas reliquias heréticas? ¿Quién tenía acceso a la cama en la que había pasado la noche, al lado de su amiga dormida? Y luego, la pregunta más inquietante: ¿quién les había robado a punta de pistola, y qué estaba buscando?

Se acercó a la cama y levantó la bolsa. Al abrirla, extrajo el pesado libro que contenía. Era diferente del tomo robado en que la piel púrpura estaba más agrietada y estropeada, y en que pesaba muchísimo más. Éste parecía antiquísimo, como si hubiera estado oculto durante mil años. Al contrario que el libro falso, éste carecía de tirilla o broche, y Maureen lo abrió con mucha delicadeza. Había cientos de páginas de pergamino encuadernadas, llenas de escritura latina. La primera página estaba engalanada con un emblema iluminado, que Maureen había conocido hacía poco. Era la cruz latina, con la extraña firma:

Matilda, por la Gracia de Dios Que Es.