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Nueva York

En la actualidad

—¡MAUREEN! SEÑORITA PASCHAL…

Maureen entró por las puertas giratorias de la calle Cuarenta y siete en el vestíbulo del hotel donde Nate, el jefe de recepción, la reconoció. Su agente de publicidad y su editor le dejaban a veces paquetes y viceversa, de modo que Nate y ella se habían hecho amigos y ya se tuteaban. Maureen daba buenas propinas y Nate manifestaba sin ambages su admiración por las pelirrojas. Era una buena combinación para una relación laboral en Nueva York.

—Esta noche te han traído un paquete. Acabo de entrar y lo he visto en el cuarto trasero.

Nate salió, sosteniendo un elegante paquete con ambas manos. Mediría con facilidad sesenta centímetros de longitud, era plano y de color rojo intenso. Sujeto a la caja con una ancha cinta de raso escarlata había un enorme ramo de flores blancas, fragantes lirios Casablanca mezclados con rosas blancas de tallo largo.

Maureen examinó la caja con cuidado antes de aceptarla.

—¿No había ninguna tarjeta?

Nate negó con la cabeza.

—No, nada. Lo siento.

Maureen le sonrió y le dio las gracias, ansiosa por subir a su habitación y ver qué contenía la caja roja.

Aún continuaba sonriendo cuando entró en su habitación, embriagada por el pesado aroma de los lirios. Sólo un hombre en el mundo sabía que éstas eran sus flores favoritas, porque los lirios y las rosas simbolizaban a María Magdalena. Sólo había un hombre en el mundo capaz de enviarle un ramo tan esmerado.

Bérenger Sinclair.

Pese a todo, Maureen experimentó aquel estremecimiento eléctrico casi indescriptible que recorre la espina dorsal y eriza el vello. Que Dios la ayudara, pues aún estaba locamente encaprichada de él, si no enamorada, ¿y quién podía culparla? Era apuesto, con aquel oscuro carisma celta, encantador, brillante, y extraordinariamente rico y poderoso. Pero también enfurecedor por su arrogancia, y había mostrado cierta propensión a mostrarse duro y sentencioso. Bérenger le había infligido una herida profunda, algo que no podía permitir de nuevo.

De todos modos, después de todo lo que habían pasado juntos, la comprendía más que cualquier otro hombre del mundo.

Durante toda la investigación de Maureen, Bérenger la había protegido, cobijado y hasta educado en el folclore y las tradiciones que rodeaban los misterios de la Magdalena en Francia. No cabía duda de que había ejercido una enorme influencia en su vida, hasta el punto de alterarla, ni de que sus destinos estaban enlazados inextricablemente. Sin embargo, era un hombre peligroso en potencia. Bérenger era un famoso playboy europeo y soltero contumaz. A la edad de cincuenta años, nunca se había casado y nunca se había sentido inclinado a un compromiso serio, que ella supiera. Explicaba sus años de soltería con la excusa de que no quería comprometerse con ninguna mujer que no estuviera hecha para él. Después de conocer a Maureen, dijo, estaba seguro. Ella era la elegida, el motivo de que ninguna mujer hubiera monopolizado su interés.

Era una bonita explicación. Tal vez demasiado bonita. Con un hombre como Bérenger aparecían muchas señales de advertencia, incluso antes de su terrible discusión. Había pedido disculpas, pero Maureen siguió mostrando cautela.

No obstante, notó un vacío en el estómago al pensar que le había enviado aquellas flores.

Tras desatar la cinta con cuidado, Maureen hizo a un lado las flores y levantó la tapa de la caja. Había una tarjeta en un sobre cerrado que rezaba «Señorita Paschal». Era extraño, porque Bérenger nunca se hubiera dirigido a ella de aquella forma. Tal vez se trataba de una simple formalidad de la floristería. Maureen extrajo el papel seda que envolvía el contenido de la caja. No estaba segura de lo que esperaba, pero desde luego no era aquello. Daba la impresión de ser un documento antiguo. Imposible saber a primera vista si era un original o una copia. Sin embargo, iba emparedado entre dos cristales. Se habían esforzado en protegerlo. Maureen lo levantó con delicadeza de la caja. Medía casi medio metro de largo y el tiempo lo había teñido de amarillo, o bien se trataba de una copia excelente. Los bordes irregulares estaban deshilachados.

El texto del documento, escrito en latín con letra florida pero minuciosa, ocupaba tres cuartas partes de la página. Maureen, tras examinar la forma antigua y la trabajada escritura, llegó a la conclusión de que sería incapaz de descifrarlo. Su latín era pasable, pero esto constituía un reto para un erudito, con conocimientos que sobrepasaran su rudimentario vocabulario.

Había una firma al pie de lo más llamativo. En mayúsculas y muy recargada, había sido trazada a mano con tinta, pero no obstante parecía una especie de sello, con una cruz latina dibujada entre las letras:

Maureen sacó su libreta Moleskine y anotó las letras de la firma medieval en horizontal. Rezaba:

MATILDA DEI GRA SI QUO EST

Por lo visto, decía: «Matilda, por la gracia de Dios Que Es».

Debajo de las letras había dos símbolos: uno parecía la versión estilizada de la letra H, aunque las líneas verticales eran onduladas. Reconoció el otro de inmediato. Su mano voló hacia el collar que llevaba, un regalo de Bérenger por su último cumpleaños. Era un delicado símbolo incrustado de diamantes, una espiral de cuernos de carnero, el glifo astrológico del signo de Aries. Maureen había nacido el 22 de marzo, en el primer grado del primer signo del zodíaco, en la frontera del equinoccio de invierno, cuando el sol atravesaba Piscis y entraba en Aries. El símbolo de los cuernos de carnero había sido emblemático del equinoccio de invierno desde la antigüedad. Pero ¿qué podía significar en este documento? Y la pregunta más perentoria, ¿quién se lo había enviado y por qué?

Maureen abrió la tarjeta con cuidado. El elegante papel llevaba estampado un extraño monograma al pie. Una A mayúscula estaba atada a una E mayúscula, pero ésta aparecía al revés, como reflejada en un espejo. La tarjeta estaba escrita a mano:

Cuando atravieses el País de las Flores,

llegarás al Valle de Oro.

¿Buscas el Libro del Amor?

Aquí encontrarás lo que buscas…

¡Salve, Ichthys!

Maureen suspiró, entre aliviada y nerviosa. Así había empezado su búsqueda del Evangelio de María Magdalena, con un regalo extraño y un misterio por resolver. Había rezado para encontrar pistas, y ahora estaban apareciendo. Estaba claro que quien había enviado esto sabía algo de su historia personal, lo cual era un poco desconcertante. El hecho de que el texto de la tarjeta fuera idéntico a lo que había dicho la pequeña virgen en su sueño era inquietante. Se estremeció debido a la extraña intimidad de la nota. Aunque tenía fe en que Dios la guiaría por el sendero correcto, como siempre había sido, había algo ominoso en el corresponsal desconocido capaz de escudriñar en sus sueños. ¿Era posible que alguien los estuviera influyendo? No estaba segura de cuál de aquellas posibilidades era más amenazadora, pero ambas le preocupaban.

Hizo lo único que se le ocurrió. Se arrodilló y rezó para recibir protección y guía en el viaje que estaba a punto de iniciar.

Maureen llevó a cabo un rápido inventario mental. Sólo había tres personas en el mundo a las que podía consultar con respecto a este misterio, todas ellas estaban en Europa. La primera era su primo, Peter Healy, el erudito jesuita destinado en el Vaticano. Él podría traducir el documento, y tal vez incluso identificarlo. Maureen estaba segura de que su enigmático corresponsal conocía su relación con dicha fuente. De lo contrario, no la habría abandonado a su suerte para que tradujera algo tan complicado. Llamaría a Peter, por supuesto, aunque sabía que su primera reacción sería preocuparse. Mejor investigar un poco más antes de abrumarle con aquella carga.

Eso dejaba a Bérenger Sinclair y Tamara Wisdom, los cuales se encontraban ahora en el cuartel general de Pommes Bleues, en el Languedoc. Bérenger, al igual que Peter, se preocuparía al instante y exigiría que regresara a Francia mientras él investigaba. No era la reacción que deseaba o necesitaba en este momento.

Sólo quedaba Tammy.

Ella era la mejor amiga de Maureen, su confidente y compañera de herejía. Una brillante y cáustica directora de cine independiente de Los Ángeles, Tamara había entregado el corazón mientras rodaba un documental sobre las leyendas de la Magdalena en Francia, tanto al magnífico paisaje como al dulce gigante del Languedoc llamado Roland Gélis, con el que se había prometido. Tamara, Roland y Bérenger vivían en el magnífico château des Pommes Bleues, la propiedad francesa de la familia escocesa Sinclair, cuartel general de su amada sociedad del mismo nombre. Aunque llamar a uno significaba llamar a todos, tal vez Maureen podría hablar sólo con Tammy si la llamaba antes al móvil.

Medianoche en Nueva York. Serían las seis de la mañana en Francia. Temprano, pero se trataba de algo importante. Marcó el número del móvil de su amiga y oyó el doble timbrazo internacional al otro extremo. Después, un clic cuando Tammy contestó, sin que su voz traicionara el menor amodorramiento.

—¡Salve, Ichthys!

—¿Tú también has recibido uno?

—Dirigido a Bérenger. Llegó anoche.

—¿Un documento antiguo sobre alguien llamado Matilda?

—La condesa Matilda de Toscana.

—¿Conoces a esta Matilda?

—Sí, y tú también. Aparece en leyendas esotéricas de toda Europa. Una especie de reina guerrera que gobernó la mitad de Italia. Y lo más importante para nuestros designios, fue la fundadora de la abadía de Orval.

Maureen lanzó una exclamación ahogada. La frase de Tammy contenía dos revelaciones importantes. Se ocuparía primero de la relacionada con la pista de su tarjeta.

—Orval. Or-Val. Significa Valle de Oro, ¿verdad? ¿Cómo en «Llegarás al Valle de Oro», no?

—Sí. Como comprenderás, eso significa que nosotros tenemos la mitad del rompecabezas y tú la otra. Esta claro que alguien quiere que trabajemos en esto juntos. O tal vez debería decir que alguien quiere que Bérenger y tú trabajéis juntos, teniendo en cuenta que ambos paquetes iban dirigidos a los dos. ¿Significativo?

Maureen hizo caso omiso de la insinuación de Tammy, y devolvió su atención a un tema más acuciante.

—Orval. Como en… ¿la profecía de Orval?

Tammy rio.

—Pero por supuesto, mi pequeña Esperada. Da la impresión de que alguien quiere que vayamos a Bélgica y examinemos con más detenimiento tu profecía particular. ¿Cuánto tardarás en llegar?

Maureen suspiró al darse cuenta de que era preciso obedecer la llamada de la aventura. No había vuelta atrás. En primer lugar, llamaría a Peter a Roma y le informaría sobre los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, antes de efectuar los trámites para enviarle el documento al día siguiente. Después llamaría a Air France y reservaría un billete para Toulouse.

Francia. Bérenger. Complicado.

Un sueño inquieto asaltó de nuevo a Maureen aquella noche. Era el tema recurrente que la había atormentado durante algún tiempo.

Pero esa noche fue más largo y más completo que nunca.

Una figura protegida por las sombras estaba encorvada sobre una vieja mesa, y sólo se oía el arañar de una pluma, al tiempo que imágenes y palabras brotaban de ella. Mientras miraba por encima del hombro del escritor, un resplandor azulino pareció emanar de las páginas. Maureen, concentrada en la luz de la escritura, no se dio cuenta de que el escritor se movía. Cuando su figura se levantó y avanzó hacia la luz de la lámpara, ella contuvo el aliento.

Había vislumbrado aquel rostro en sueños anteriores, momentos fugaces de reconocimiento que se desvanecían en un instante. Ahora él concentró toda su atención en Maureen. Petrificada en el estado onírico, ella miró al hombre que tenía delante. El hombre más hermoso que había visto en su vida.

Easa.

Ése era el nombre que utilizaba María Magdalena para referirse a él en su evangelio, y por consiguiente era el nombre con el que Maureen se sentía más cómoda. Fue descubrir a Easa a través de los ojos de María Magdalena lo que le devolvió la fe. Para el resto del mundo moderno, era Jesús.

Él le sonrió, una expresión de tal divinidad y calidez que Maureen se sintió bañada por ella, como si el sol irradiara de aquella sencilla expresión. Continuó inmóvil, incapaz de hacer otra cosa que contemplar su gracia y belleza.

—Tú eres mi hija amada, en quien me complazco.

Su voz era una melodía, un cántico de unidad y amor que resonaba en el aire que la rodeaba. Flotó en aquella música durante un momento eterno, antes de descender al suelo bruscamente al oír sus siguientes palabras.

—Pero tu trabajo todavía no ha terminado.

Con otra sonrisa, Easa el Nazareno, el Hijo del Hombre, volvió a la mesa donde descansaba su escrito. La luz de las páginas adquirió más luminosidad, las letras proyectaban un resplandor añil, pautas azules y violetas sobre el grueso papel, similar a lino.

Maureen intentó hablarle, pero no surgieron palabras de su boca. Sólo podía contemplar al ser divino que tenía ante ella, cuando él indicó las páginas con un ademán y habló con dulce precisión.

—He aquí el Libro del Amor. Sigue el camino que te ha sido trazado y encontrarás lo que buscas. Cuando lo hayas encontrado, has de compartirlo con el mundo y cumplir la promesa que has hecho. Nuestra verdad ha permanecido en la penumbra durante demasiado tiempo. Intenta recordar que «destino» y «destinación» proceden de la misma raíz.

Aunque su discurso era categórico, las palabras estaban rodeadas de misterio.

Easa sostuvo su mirada durante un momento eterno, antes de levantarse y salvar sin el menor esfuerzo el espacio que les separaba. Se detuvo delante de Maureen y la paralizó con sus intensos ojos oscuros.

—El tiempo vuelve. Si no recuerdas nada más cuando despiertes, recuerda estas tres palabras.

Maureen estaba forcejeando en el sueño, desesperada por grabar en su mente todo cuanto él estaba diciendo. Intentó repetir las tres palabras. Esta vez consiguió susurrar: «El tiempo vuelve».

Easa la recompensó cuando se inclinó hacia delante y depositó en su frente un beso paternal.

—Despierta ya, hija mía. Has de despertar mientras sigas en este cuerpo, pues todo existe en él. Y no temas, porque yo siempre estoy contigo. Ahora ve sin miedo y hazlo todo con amor. Sé perfecta.

Maureen despertó sobresaltada y jadeó en busca de aire, mientras trataba de encontrar a tientas la lámpara de la mesita de noche para iluminar la habitación lo antes posible. El corazón le martilleaba en el pecho cuando levantó la libreta de notas. Escribió las palabras con la mayor rapidez posible, empezando con la referencia al Libro del Amor, y rezó para no olvidar nada. Subrayó la frase «“Destino” y “Destinación” proceden de la misma raíz». ¿Qué podía significar? Meneó la cabeza al pensar en lo absurdo de la situación: Jesús le estaba dando una lección de etimología.

Y una vez más, la mención a una promesa. ¿Cumplir una promesa que ella había hecho? ¿Cuándo? ¿En esta vida? ¿En otra? Estaba relativamente segura de no creer en la reencarnación, y más segura de que la idea era contraria a las enseñanzas cristianas. ¿Qué otra cosa podía significar? ¿Una promesa que había hecho antes de nacer?

Por un momento, Maureen reflexionó sobre la luz azul. Brotaba de las páginas, como si las palabras de Easa tuvieran vida propia, contenida en aquel espléndido color añil y violeta. Algo tironeó de la conciencia de Maureen: esta luz, este color eran importantes. Se trataba de algo que necesitaba comprender, pero el significado constituía un misterio para ella en este tiempo y lugar.

Escribió: «Sé perfecta». Sonaba a Sagradas Escrituras. Se lo comentaría a Peter. Él sabría al instante si era así o no. Pero la línea anterior no parecía típica de las Escrituras: «Has de despertar mientras sigas en este cuerpo, pues todo existe en él».

Volvió otra página y escribió en letras mayúsculas:

EL TIEMPO VUELVE

Miró las notas de nuevo y se dio cuenta de que había olvidado una frase. Si bien las demás palabras de Easa la confundían, ésta (que le había dicho en un sueño anterior) era de lo más desconcertante. Ominosa. Ineludible.

«Pero tu trabajo todavía no ha terminado».

Por lo visto, su trabajo acababa de empezar.

Makeda, la reina de Saba, llegó a Sión con un gran séquito, una caravana de camellos de longitud jamás vista, que cargaban especias y mucho oro y piedras preciosas, todo ello regalos para el gran rey Salomón. Acudió a él sin astucia, pues era una mujer pura y sincera, incapaz de fingimiento o engaño. Cosas como mentiras y falsedades eran desconocidas para ella. Y así Makeda confió a Salomón todo cuanto anidaba en su mente y en su corazón, y preguntó si le contestaría a las preguntas que tenía para él. No eran, como han dicho algunos, acertijos para poner a prueba su sabiduría, sino preguntas del corazón y el alma. Sus respuestas le permitirían decidir si habían nacido del mismo espíritu y estaban destinados a celebrar juntos el hieros-gamos. Y no obstante, al final, no necesitó formularle aquellas preguntas. Supo, nada más llegar ante su presencia y mirarle a los ojos, que era parte de ella, desde el principio hasta el fin de la eternidad.

Salomón se quedó muy impresionado por la belleza y presencia de Makeda, y desarmado por su absoluta sinceridad. La sabiduría que vio en sus ojos era un reflejo de la de él, y supo al punto que los profetas estaban en lo cierto. Aquí estaba la mujer que era igual a él. ¿Cómo podía ser de otra manera, si ella era la otra mitad de su alma?

Y así fue que cuando Makeda, la reina de Saba, hubo visto toda la grandeza de Salomón, todo cuanto había creado en su reino, y sobre todo la felicidad de sus súbditos, dijo al rey: «Eran ciertos los informes que recibí en mi país de tus asuntos y sabiduría, pero no creí dichos informes hasta que vine y lo vi con mis propios ojos. Y he aquí que tu sabiduría y prosperidad sobrepasa la información que me dieron. ¡Dichosos son tus hombres! ¡Dichosos son tus súbditos, que sin cesar se presentan ante ti y escuchan tu sabiduría! ¡Bendito sea el Señor tu Dios, que se ha complacido en ti y te ha sentado en el trono de Israel! Te ha hecho rey, para que puedas dispensar justicia y rectitud.

»Y bendito sea el señor tu Dios, que te ha hecho para mí, y a mí para ti».

Y fue entonces cuando la reina de Saba y el rey Salomón se unieron en el hieros-gamos, el matrimonio que une a los esposos en un matrimonio espiritual cuyo único fundamento es la ley divina. La Diosa de Makeda se fundió con el Dios de Salomón en la unión más sagrada, la combinación de lo masculino y lo femenino en un solo ser. Por mediación de Salomón y la reina de Saba, El y Asherah se unieron una vez más en la carne.

Permanecieron en la cámara nupcial durante el ciclo completo de la luna, en un lugar de verdad y conciencia, y no permitieron que nada se interpusiera en su unión, y se dice que durante este tiempo les fueron desvelados los secretos del universo. Juntos descubrieron los misterios que Dios compartía con el mundo, pues quien tenga oídos que oiga.

Y ni Salomón ni la reina de Saba se convirtieron en consortes el uno del otro, pues eran iguales, cada uno soberanos de sus respectivos dominios y destinos. Ambos sabían que llegaría el tiempo en que deberían separarse y regresar a los deberes de sus respectivos reinos, de nuevo a la soledad, con sabiduría y poder nuevos. Su triunfo y celebración residían en lo que se habían aportado mutuamente, con el fin de utilizarlo bien y con sabiduría en sus destinos individuales.

Salomón escribió más de mil canciones, inspirado por Makeda, pero ninguna mejor que el Cantar de los Cantares, el cual transmite los secretos del hieros-gamos, de cómo se descubre a Dios mediante esta unión. Se dice que Salomón tuvo muchas esposas, pero sólo una era parte de su alma. Si bien Makeda jamás fue su esposa según las leyes de los hombres, fue su única esposa según las leyes de Dios y la naturaleza, es decir, la ley del Amor.

Cuando Makeda partió del sagrado monte Sión, fue con el corazón desgarrado por abandonar a su amado. Tal ha sido el destino de muchas almas gemelas de la historia, reunirse a intervalos y descubrir los secretos más profundos del amor, para al final quedar separadas por su destino. Tal vez es la mayor prueba y misterio del amor, la comprensión de que no existe separación entre quienes se aman de verdad, con independencia de las circunstancias físicas, el tiempo o la distancia, la vida o la muerte.

Una vez consumado el hieros-gamos entre almas predestinadas, los amantes nunca se separan en espíritu.

Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

LA LEYENDA DE SALOMÓN Y LA REINA DE SABA,

SEGUNDA PARTE, TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO

Ciudad del Vaticano

En la actualidad

GRACIAS, MAGGIE.

Margaret Cusack depositó con cuidado la bandeja del té sobre el escritorio del padre Peter Healy. Cloqueó alrededor de él y la bandeja como la gallina irlandesa que era, sirvió el té, midió el azúcar, añadió un poco de leche. Maggie era lo que la madre de Peter habría descrito como una solterona, una mujer de cierta edad sin «niños ni polluelos propios». Se había ganado la vida como ama de llaves de un sacerdote, empezando en sus años de adolescencia en el condado de Mayo[2]. Cuando el sacerdote para el que trabajaba fue trasladado a Roma, ella se fue con él y nunca se marchó. Habían transcurrido cuarenta años.

Cuando el padre Bernard falleció el año anterior, Maggie había demostrado ser un elemento tan leal e indispensable que continuó trabajando hasta que pudieran encontrarle un nuevo empleo. Su absoluta devoción a la Iglesia no conocía límites.

Había escrito a su familia para decirles que había sido una bendición del Señor que aquel hombre adorable, el padre Peter, hubiera llegado a Roma justo en el momento adecuado. Que fuera joven y encantador (además de irlandés) era todavía mejor para ella. Maggie echaba mucho de menos Irlanda, y canturreaba a menudo baladas folclóricas de su país nativo, mientras limpiaba después de la agotadora jornada del padre Peter.

Hoy estaba tarareando algo que sorprendió al sacerdote cuando lo reconoció. Hacía años que no lo oía. Era un himno escrito en el idioma irlandés que había aprendido de niño en la escuela de los Hermanos Cristianos. Sorprendió a Maggie cuando se unió a ella.

«Céad mile fáilte romhat, a Iosa, a Iosa…».

Cien mil bienvenidas, Jesús. Era una canción que hablaba de dar la bienvenida a Jesús en nuestros corazones y vidas. Era tradicional, pero Peter creyó recordar que procedía de un himno antiguo, el cual se remontaba a los albores de la cristiandad y a los tiempos de san Patricio. La pronunciación irlandesa de su nombre, Iosa, sonaba como Easa.

—Una canción estupenda, ¿verdad, padre?

—Sí, Maggie. Y se me acaba de ocurrir ahora que Jesús en irlandés se pronuncia Easa. ¿Sabes que le llaman Easa, o Issa, en otros idiomas?

—No puedo decir que lo sepa, padre, aparte del nombre irlandés. Y sólo gracias a la canción. Ya no tengo gran cosa de irlandesa, pero las canciones y poemas te acompañan siempre.

—Sí, en efecto.

Dejó correr el tema. Maggie no era propensa a entrar en discusiones sobre cualquier cosa que se presentara como alternativa a su catolicismo. Era intransigente en su ortodoxia, como muchas campesinas irlandesas de su edad y época, y como casi todo el mundo que rodeaba a Peter en Roma. No le haría ninguna gracia saber por qué María Magdalena llamaba Easa a Jesús en su evangelio. Era una forma familiar del nombre griego, familiar porque se había casado con él. De hecho, quizá Maggie se impondría una penitencia de diez mil avemarías si oyera tal blasfemia de sus labios. Su anterior patrón, el padre Bernard, era un tradicionalista de la vieja escuela como ella.

Lo que más hacía feliz a Maggie era tratar como a un hijo a Peter, prepararle la comida y el té, y limpiar el espacio donde vivía, que era también su oficina. Mientras él restringiera las conversaciones a la vida cotidiana y a los recuerdos de la madre patria, estaba como unas pascuas.

Además de sus deberes como ama de llaves, Maggie también era un fervoroso miembro de la Confraternidad de la Santa Aparición, un grupo dedicado al estudio y publicidad de las apariciones marianas en el mundo. Llevaba encima folletos y libros de bolsillo, con el fin de poder estudiar los relatos de tales apariciones en sus ratos libres. En este momento concreto, mientras servía el té a Peter, un manoseado libro de bolsillo sobresalía del amplio bolsillo de su delantal.

—¿Qué estás leyendo?

Peter siempre sentía curiosidad.

—La vida de la santa hermana Lucía —contestó Maggie, al tiempo que sacaba el libro del delantal y se lo enseñaba. Lucía Santos: su vida y visiones.

—Ah, Fátima. ¿Te estás preparando para el aniversario de este año?

—Sí, padre. Han pasado noventa años desde que la Virgen María se apareció a los niños en Fátima. Celebraremos una conmemoración especial.

El teléfono sonó en el vestíbulo adyacente, y Maggie corrió a contestar, mientras Peter bebía su té. Necesitaba un poco de paz para pensar en la anterior llamada telefónica que había recibido de Maureen. No sólo era su pariente viva más cercana, sino que él era y siempre había sido su consejero espiritual. Habían vivido juntos algunos momentos difíciles, y ambos habían visto su fe puesta a prueba durante la búsqueda del Evangelio de María Magdalena. No transcurría una hora del día sin que Peter se preguntara si había aprobado o suspendido dichas pruebas.

Después de que Maureen hubiera arriesgado su vida para rescatar los antiguos documentos de la cueva francesa donde estaban ocultos, él se había propuesto sacar los documentos de Francia y entregarlos a la Iglesia. A tal fin, se había visto obligado a engañar a Maureen y a todos sus amigos del château des Pommes Bleues, quienes la habían ayudado y protegido durante su aventura. En esencia, había robado los documentos como un ladrón en la noche. Si bien ahora se detestaba por su decisión, sus motivos eran diversos. En primer lugar, se había convencido de que estaba protegiendo a Maureen. Por desgracia, ni ella ni sus amigos lo veían de la misma forma. Habían sido necesarios casi dos años para recomponer su relación, sobre todo gracias a Maureen. Como el evangelio subrayaba el poder y la importancia del perdón, su prima había decidido que sería una hipocresía no perdonar a Peter, teniendo en cuenta las circunstancias.

Pero él todavía tenía que perdonarse a sí mismo. En el momento del descubrimiento, y mientras trasladaba el evangelio, se sintió estremecido por sus revelaciones. No podía aceptar que un eslabón tan fundamental de la historia del cristianismo no estuviera en manos de la Iglesia, donde podrían utilizarse todos los expertos disponibles para analizar el material y autentificarlo. Por lo tanto, hizo lo que consideró mejor al entregar los originales a las autoridades de Roma. A cambio, le permitieron participar en la posterior investigación del controvertido evangelio.

Era una existencia miserable. Peter se sumergía a diario en el papeleo y la jerarquía de la estructura del Vaticano, que le consideraba un forastero. No era un héroe por haber entregado un documento tan valioso. De hecho, lo contrario era cierto. Se sospechaba de él en todo momento que fuera partidario de una poderosa herejía. Como Peter había traducido el material antes de entregarlo a las autoridades vaticanas, era un sujeto problemático. Sabía muy bien lo que decía el evangelio y, todavía peor, había revelado la traducción a su prima, quien como resultado había escrito un libro que había sido todo un éxito de ventas. Y en el fondo de su corazón, estaba convencido de su autenticidad, sin tan siquiera someterlo a análisis. Había muchos contrarios a esa idea, y Peter era silenciado a menudo y se le levantaban todo tipo de obstáculos. Había momentos en que se sentía más bajo arresto domiciliario que participante activo en el proceso de autentificación. En toda Roma, sólo contaba con un aliado de confianza. Peter rezaba horas cada noche para que los demás miembros del consejo vaticano permitieran que la luz de la verdad entrara en sus corazones durante este proceso. Vivía pendiente de la posibilidad de que, algún día, pudiera decirle a Maureen que María Magdalena iba a ser autentificada… y reivindicada.

Pero ahora había surgido una nueva complicación. Su prima estaba al borde de otro avance espiritual, tanto si era consciente de ello como si no. Peter ya había sido testigo del fenómeno en otra ocasión: el aumento de sus sueños visionarios, que conducían a una serie de circunstancias sincrónicas, todo lo cual, de manera inexplicable, se hallaba al margen de la intervención divina. Tales acontecimientos habían guiado a Maureen hasta el Evangelio de María Magdalena dos años antes. Volvía a tener sueños, y esta vez Jesús le estaba recitando fragmentos de las Escrituras.

Sé perfecta.

La frase era de Mateo, 5. Era una orden del sermón de la montaña que seguía a la instrucción de amar a tus enemigos y bendecir a los que te maldicen. Era algo que pertenecía a los cimientos del cristianismo, pero ¿qué significaba en el contexto de su sueño?

Más extraña aún era esta frase: Has de despertar mientras sigas en este cuerpo, pues todo existe en él. Peter recordó el contexto de aquella frase de inmediato. Procedía de uno de los controvertidos Evangelios Gnósticos, descubiertos en Egipto en 1945. Sabía con certeza que pertenecía al Evangelio de Felipe. Todavía estaba más seguro de que la frase que venía a continuación era: Resucita en esta vida. Había participado en cierto número de acalorados debates sobre el significado de estas líneas, mientras vivía en Jerusalén en los primeros tiempos de sus estudios con los jesuitas. Parte de la controversia sobre el material gnóstico se debía a esta idea de que la vida en la tierra, con énfasis en el cuerpo, era tan importante como la otra vida. Tal vez incluso más importante. Era un concepto que el catolicismo ortodoxo no aprobaba por motivos obvios. Algunos aseguraban que era herético. No obstante, era fundamental en los textos gnósticos. Hacía mucho tiempo que Peter estaba fascinado por la perspectiva gnóstica, y argumentaba a sus hermanos más conservadores que el hecho de que aquellos evangelios no hubieran sido alterados, diseccionados, revisados y mal traducidos durante más de dos mil años los convertía en algo puro y, en última instancia, merecedor de muy seria consideración. Quienes se oponían al material gnóstico adoptaban la postura de que habían sido escritos demasiadas generaciones después de la vida de Jesús para ser considerados válidos, teniendo en cuenta que algunos databan de mediados del siglo III.

Peter opinaba que era desafortunado, hasta el punto de ser trágico, que la Iglesia hubiera adoptado una postura tan enconada contra la importancia de los códices gnósticos. ¿Por qué siempre tenía que ser o blanco o negro? ¿Por qué los Evangelios Gnósticos debían ser contrarios al canon? ¿No podían leerse juntos, como complementarios, y ver qué más podía aprenderse sobre Jesús y sus enseñanzas?

Maureen estaba soñando de nuevo con Jesús, y el mismísimo Señor citaba tanto los evangelios canónicos como los gnósticos. Fascinante. Y teniendo en cuenta la historia de la joven, era muy significativo, hasta el punto de que no podía ni imaginarlo.

Y ahora tenía entre manos un par de pergaminos medievales.

Peter no tuvo tiempo de reflexionar sobre ellos. Maggie entró anadeando en la habitación, nerviosa como siempre que algún alto cargo del clero visitaba a Peter.

—El padre Girolamo ha llamado. Dice que necesita verlo en su despacho lo antes posible, algo relacionado con el cardenal DeCaro y un documento antiguo.

Confraternidad de la Santa Aparición

Ciudad del Vaticano

En la actualidad

EL PADRE GIROLAMO DE PAZZI se mostraba cansado, en su rostro se reflejaba el tipo de agotamiento que proviene de una larga vida dedicada al servicio de algo más importante que la comodidad personal. En su caso, ese servicio estaba consagrado al Inmaculado Corazón de la Virgen María mediante su dedicación incansable a la Confraternidad de la Santa Aparición. Su trabajo público se concentraba en el estudio de las visiones y los visionarios que habían sido considerados auténticos por la Iglesia a lo largo de los siglos.

Pero su trabajo privado estaba concentrado en otra cosa. De puertas adentro, se sentía preocupado por otro tipo más intrigante de profeta, o mejor dicho, de profetisa. Era un linaje de mujeres, relacionadas por sangre y herencia, quienes a lo largo del tiempo habían experimentado visiones de claridad y poder excepcionales. Habían recibido diferentes nombres a lo largo de la historia, algunos más heréticos que otros. Se las conocía como Magdalenas, pastoras, Vírgenes Negras, papisas o Esperadas. El padre Girolamo estudiaba los detalles de sus biografías. De algunas se sabía poca cosa, como las escurridizas Sarah-Tamar y Modesta. De otras se conocían bastantes cosas, como Teresa de Ávila. Investigaba sus vidas con el fin de encontrar las respuestas que le atormentaban.

¿Por qué? ¿Por qué estas mujeres en particular habían recibido tal don del Señor?

¿Qué sabían que estaba fuera del alcance de los hombres más santos?

Contempló el envejecido manuscrito que descansaba en su escritorio, el que le preocupaba día y noche. Había formado parte de la muy preciada colección personal del papa Urbano VIII, y contenía una serie de profecías. Escritas como poemas, los versos (a veces en francés, otras en italiano) habían sido confiados al papel durante muchas generaciones. Como los versos eran cuartetos, estrofas de cuatro versos cada una, algunos eruditos los habían atribuido al famoso profeta francés Nostradamus. De hecho, el manuscrito había sido archivado en la Biblioteca Apostólica como obra de Nostradamus durante cien años, hasta que el padre Girolamo lo recuperó. Sabía que el valor de este documento era incalculable, y desde luego no era obra de un solo autor. Se trataba de una obra escrita a lo largo de varios siglos. Y si bien los versos habían sido traducidos una y otra vez, aún no poseía la clave de su verdadero significado. Los cuartetos estaban escritos en una especie de código, un lenguaje profético imposible de interpretar, excepto por aquellos que habían nacido para comprenderlo.

Y, aun así, lo había intentado. Analizaba los versos uno a uno, en ocasiones durante horas. Había una profecía concreta que se había convertido en una obsesión para él, una escrita en francés que empezaba con «Le temps revient»: el tiempo vuelve.

El padre Girolamo estudió la página, obsesionado por desentrañar el significado de la frase y la profecía correspondiente. En una mano aferraba un delicado y precioso estuche de cristal, en forma de relicario, que contenía la reliquia de una visionaria. Rezó para que el relicario le auxiliara en la traducción, pero hasta el momento las palabras no le habían revelado sus secretos.

El anciano sacerdote suspiró y se reclinó en su silla. Si bien el padre Girolamo estaba destinado en Roma, donde había pasado la mayor parte de su vida, su confraternidad había nacido en la Toscana, en la Edad Media. Hoy experimentó la sensación de que estaba a su frente desde la Edad Media. No obstante, aún quedaba trabajo por hacer, y en este momento había otro documento que ocupaba su tiempo. Devolvió con delicadeza el libro de las profecías al cajón cerrado con llave que era su lugar de descanso secreto.

El padre Peter Healy estaba de camino, y Girolamo se disponía a tratar con él el nuevo y fascinante acontecimiento.

Peter se detuvo ante el enorme tapiz que cubría una pared de los aposentos privados de la confraternidad. Fue creado en los Países Bajos a finales del siglo XV, como los más famosos tapices de unicornios que se hallaban ahora en museos de Nueva York y París. Éste, titulado La muerte del unicornio, plasmaba una elaborada escena de caza. La mítica bestia estaba rodeada de cazadores provistos de lanzas, y varios estaban clavando sus armas en el cuerpo atrapado del animal. El unicornio sangraba profusamente por aquellas heridas, y por otras infligidas por los perros, que estaban desgarrando su carne. En primer plano de la tela, un trompetero anunciaba la muerte de la bestia con gran pompa y celebración. Aunque el tapiz era una obra maestra de la artesanía flamenca, el tema podía resultar inquietante para los no iniciados.

—De una belleza profunda, ¿no?

La voz rasposa del padre Girolamo, producto de casi siete décadas de predicar, recibió a Peter cuando entró en la sala detrás de él.

El joven sacerdote asintió y sonrió a su vez.

—Siempre me han gustado los tapices de unicornios. Éste representa una escena violenta, pero es hermoso.

—La muerte de nuestro Señor fue violenta, y esta obra de arte tiene la misión de recordárnoslo. Murió por nuestros pecados de una forma terrible. —El anciano sacerdote desechó la lección con un ademán—. Pero esto ya lo sabes tú, porque eres más sabio y erudito que muchos a tu edad. Acompáñame a mi estudio, Peter. He de enseñarte algo.

El joven siguió al viejo sacerdote en silencio. Desde que había llegado a Roma, el padre Girolamo había trabado amistad con Peter. Se conocieron por mediación de Maggie Cusack, el miembro más entregado de la confraternidad del anciano. Aunque Peter había pasado mucho tiempo en presencia de Girolamo, nunca había estado aquí, en el sanctasanctórum de las oficinas de la sede de la confraternidad. Y cuando el anciano cerró la puerta a sus espaldas, Peter supo que le iba a ser revelado un secreto. Ya no le sorprendió. Había llegado a comprender que el Vaticano estaba erigido sobre secretos, con secretos, mediante secretos y para secretos.

Sobre el centro del antiguo escritorio del padre Girolamo descansaba el documento que Maureen había recibido en Nueva York. Peter no tenía muy claro qué estaba sucediendo. Él no había entregado el documento a este sacerdote. Se lo había dado al cardenal Tomas DeCaro, su mentor.

—Siéntate. —Era una orden cariñosa, y Peter se sentó frente al anciano, al otro lado del escritorio—. Entregaste este documento a Tomas, y él me lo ha entregado a mí. Estaría aquí con nosotros, pero ha ido a Siena por asuntos de la Iglesia. Pero confía en mí, y tú puedes confiar en mí. Te explicaré por qué te he llamado. Yo soy toscano. Mi pasión durante ochenta años de vida ha sido el estudio de la historia de Toscana y su relación con la Iglesia. Por eso, cuando este extraño e importante documento surgió a la luz, nuestro amigo supo que yo comprendería su importancia. Y así es. Está relacionado con la gran condesa Matilda de Toscana. ¿Sabes quién es?

Peter negó con la cabeza.

—Ahora lo sabrás. Dime, ¿cuántas veces has estado en el interior de la basílica de San Pedro?

Peter se encogió de hombros.

—No lo sé. Cientos.

—En tal caso, habrás pasado por delante de la condesa Matilda cientos de veces. Está enterrada en un lugar de honor, bajo una gran tumba de mármol diseñada por el maestro barroco Bernini y a cincuenta metros del primer apóstol.

—¿Está enterrada dentro de la basílica? —preguntó Peter con incredulidad. No tenía ni idea de que una mujer estuviera enterrada en San Pedro, y mucho menos en un lugar de tanto honor—. ¿Por qué?

El padre Girolamo lanzó una breve carcajada silenciosa.

—Eso depende de a quién lo preguntes. Pero como me lo estás preguntando a mí, te diré que debido a que era una mujer piadosa y generosa donante de la Iglesia, pues legó todas sus propiedades al Papa.

—¿Por qué cree que alguien envió a Maureen un documento sobre la condesa Matilda?

—Albergo profundas preocupaciones por las intenciones de la persona o personas que enviaron tal documento de manera anónima, y hasta que podamos identificar la identidad o la intención, es fundamental que sigamos el asunto muy de cerca.

—¿Cree que existe peligro?

El anciano asintió.

—Sí, Peter. Tú eres uno de los mejores lingüistas que ha salido jamás de los jesuitas. No entregaste el documento para que fuera traducido. Ya sabes lo que pone. ¿Estoy en lo cierto?

Peter asintió.

—Esperaba que lo autentificaran, sólo para estar seguro.

—Es auténtico. Por eso estoy preocupado. Ten mucho cuidado, hijo mío. Sé que un regalo como éste puede parecer bondadoso, pero yo no creo que lo sea. Creo que alguien puede estar utilizando a tu prima. Tomas también lo cree, por eso vino a verme.

—¿De qué manera la están utilizando?

—Piensa, Peter. Nuestro amigo Tomas vino a verme, además de porque soy toscano, por ser experto en experiencias visionarias. Y si algo he aprendido de mis años de estudio, es esto: los verdaderos visionarios nacen, no se hacen. No se puede aspirar a serlo, o a estudiar para ello. Lo eres o no lo eres, y punto. Por lo tanto, un auténtico profeta, o profetisa, es algo escaso y valioso. Y tu prima es una especie de celebridad en el Vaticano, como sin duda sabrás.

Peter sonrió. Maureen era muy famosa dentro de los muros de la Ciudad del Vaticano, donde se la consideraba una curiosidad, una hereje y una renegada, y peor todavía, una mujer, pero también una fuerza que no podía ser desechada. Al fin y al cabo, había llevado a cabo el descubrimiento más notable de la era para la cristiandad, como resultado de obedecer a sus sueños y visiones.

—El que los miembros más conservadores de la Iglesia aprueben o no a tu prima es indiferente. El hecho incontestable es que sus visiones han conducido a logros sin parangón. Creo que, como resultado, alguien la está utilizando para encontrar el libro al que se refiere este documento. Y una vez que lo encuentren, no creo que deseen que vaya pregonando su existencia. Debe proceder con sumo cuidado, al igual que tú.

El anciano sacerdote se enfrascó en sus pensamientos con los ojos cerrados durante tanto rato que Peter creyó que se había dormido. Cuando abrió los ojos por fin, estaban vivos y brillantes.

—Peter, necesito que me tengas informado de los movimientos de tu prima en relación con este documento, y desde luego si logra ponerse en contacto con esta… fuente. Te prometo que es por su protección. Y la tuya.

Peter le aseguró que así lo haría, pero las palabras del sacerdote le habían inquietado, y estaba ansioso por llamar a Maureen, que llegaría a Francia de un momento a otro.

—Ahora, ve con Dios, hijo mío. Que la Santa Madre vele por ti y por tu viaje.