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Nueva York

En la actualidad

MAUREEN PASCHAL, rodeada del lujo sibarita de la habitación del hotel de cinco estrellas de Manhattan, donde se alojaba invitada por su editor, daba vueltas en la descomunal cama. Tan inquieta en el sueño como en la vigilia, hacía casi dos años que Maureen no dormía de un tirón toda la noche. Desde la revelación de los acontecimientos sobrenaturales que la habían conducido a descubrir el evangelio secreto de María Magdalena, Maureen era una mujer atormentada, tanto dormida como despierta.

Cuando tenía la suerte de adormecerse durante varias horas consecutivas, la asediaban sueños, algunos surrealistas y simbólicos, otros vívidos y literales. En el más inquietante de estos sueños repetitivos, se encontraba con Jesucristo, quien le hablaba con palabras crípticas de la promesa de Maureen de buscar un libro secreto escrito por su mano divina, algo a lo que llamaba «el Libro del Amor». Durante sus horas de vigilia, Maureen se sentía atormentada por estas experiencias oníricas. Hasta el momento, el Libro del Amor se había mostrado de lo más escurridizo. No existían referencias históricas documentadas de tal manuscrito, aparte de leyendas vagas surgidas en Francia en la Edad Media, antes de desaparecer por completo. No tenía ni idea de por dónde iniciar su búsqueda con el fin de cumplir su promesa y encontrar tal fantasma. Ni siquiera estaba segura de lo que era. Y hasta la fecha, su Señor no le había proporcionado ninguna pista que la ayudara en su investigación.

Maureen rezaba con fervor cada noche para no fracasar en la misión encomendada, y para que algo la guiara hasta encontrar el punto de partida de un viaje tan extraño. Los acontecimientos sobrenaturales de los últimos años de su vida eran la prueba que necesitaba para creer que esa magia de inspiración divina existía a su alrededor. Sólo tenía que ser perseverante en su fe, y esperar.

Aquella noche, sus oraciones recibieron respuesta, cuando la primera pista emergió en el mundo extraño y surrealista de sus sueños.

La niebla espesa del anochecer envolvía con su grisura las antiguas ruinas. Maureen las recorría con parsimonia, abotargada en sueños por la bruma. Se encontraba en un monasterio muy antiguo, o lo que quedaba de él tras siglos de desolación. Un muro derrumbado a su derecha fue en otro tiempo una obra maestra majestuosa de arquitectura. Albergaba ahora el armazón de lo que había sido una vidriera de estilo gótico tallado en piedra como una rosa de seis pétalos. Los últimos rayos de luz se filtraban a través de las ramas de los árboles, y bañaban el esqueleto de la ventana en ruinas e iluminaban el espacio donde Maureen se hallaba. Continuó hasta los restos de altos arcos góticos, comunicados con nada, pues los muros que soportaban muchos siglos antes habían quedado reducidos a escombros. Eran restos inconexos de una gloria pretérita y marchita. En otro tiempo el pasillo de una exquisita y majestuosa nave, los arcos estaban ahora desnudos y solos, como umbrales hechizados que daban acceso al pasado.

Los últimos vestigios de luz parecían seguirla a través de este umbral, hasta que salió a los restos de un antiguo patio. Los rayos iridiscentes iluminaron una escultura de piedra porosa de una virgen y un niño, encajada en la hornacina de una pared adoquinada.

Maureen avanzó hacia la escultura y acarició con los dedos, picada por la curiosidad, el frío rostro de piedra de la encantadora virgen, plasmada como apenas una niña. La tradición afirmaba que la Virgen concibió cuando era adolescente, de manera que quizás aquella imagen infantil no era tan peculiar. Y no obstante, esta virgen, con su leve sonrisa enigmática, parecía más una niña de ocho o nueve años que sostuviera un bebé. Y el niño estaba tallado también de una manera poco usual. Daba la impresión de que estaba a punto de saltar de las manos de la niña, con una sonrisa traviesa. La escultura semejaba más la de una hermana mayor que intentara sujetar a su hermanito, que la de una madre y su hijo. Maureen estaba reflexionando sobre aquel extraño retrato, cuando la estatua le habló con la voz dulce de una niña.

—No soy quien crees.

En el mundo imaginario y alucinatorio de los sueños, no es raro que una estatua hable, o incluso ría, al igual que ésta.

—En ese caso, ¿quién eres? —protestó Maureen.

La niña volvió a reír… ¿o era el bebé? Era imposible saberlo, pues los sonidos se estaban mezclando con el tañido de la campana de una iglesia, el cual resonaba en toda la abadía.

—Pronto me conocerás —dijo la niña—. He de enseñarte muchas cosas.

Maureen miró fijamente la estatua, después el muro de piedra de la hornacina, y por fin los arcos en ruinas, con la intención de grabar en su mente los detalles de la abadía.

—¿Dónde estamos?

La niña no contestó. Maureen continuó su recorrido, pisando con cuidado entre las hierbas que invadían el lugar y rodeando los grandes fragmentos de piedra caída. La luna llena estaba saliendo, brillante en el cielo oscuro. Vio que los rayos lunares destellaban sobre lo que parecía un charco de agua, justo delante de ella. Fascinada, avanzó hacia él por el hueco de un muro en ruinas y cruzó el umbral de piedra derrumbada, en dirección al agua que la esperaba. Era un pozo o una cisterna, lo bastante ancho para que varios hombres se bañaran al mismo tiempo. Se inclinó sobre el borde para ver su reflejo en el agua, y se quedó impresionada por la sensación de una profundidad sin límites. Este pozo era sagrado y se hundía en las entrañas de la tierra.

La niña volvió a hablar.

—En tu reflejo, encontrarás lo que buscas.

El reflejo de Maureen cambió, y durante un breve momento vio una imagen que no era la suya. Extendió la mano para tocar el agua, y en ese momento el anillo de cobre de su mano derecha se deslizó del dedo y cayó en el pozo.

Maureen chilló.

El anillo era su posesión más preciada. Era una antigua reliquia de Jerusalén que le habían regalado durante su investigación de María Magdalena. Del tamaño y forma de un penique, llevaba grabado el antiguo dibujo de las nueve estrellas alrededor de un sol central. Los primeros cristianos llevaban el dibujo para recordar que no estaban separados de Dios, y para establecer una correlación con la frase del padrenuestro «así en la tierra como en el cielo». El anillo era un símbolo material de la fe recién descubierta de Maureen. Que lo hubieran engullido de forma irremediable las negras profundidades del agua era tan desconsolador como espantoso.

Maureen se arrodilló ante el borde de piedra del pozo e intentó, desesperada, captar un destello del anillo dentro del agua. Era imposible. No se había equivocado respecto a la profundidad: su fondo no se veía. Se puso en pie poco a poco, resignada, y vio un repentino destello en el agua. Un enorme pez, una especie de trucha cubierta de escamas doradas, saltó del agua y volvió a las profundidades. Maureen esperó para ver si el extraordinario pez regresaba. Otro chapoteo hendió las aguas, y la trucha volvió a saltar en el aire, esta vez como si se moviera a cámara lenta. De la boca del pez sobresalía el anillo de cobre.

Lanzó una exclamación ahogada cuando el pez se volvió en su dirección. Liberó el anillo y lo lanzó hacia ella. Maureen extendió la mano y notó que el anillo caía en su palma abierta. Cerró la mano a su alrededor y lo apretó contra su corazón, agradecida por el hecho de que el pez mágico, que ya había regresado a las profundidades del pozo, lo hubiera recuperado. El agua estaba inmóvil, y la magia había desaparecido de nuevo.

Maureen devolvió el anillo a su mano derecha y escudriñó con cautela el pozo por última vez, para ver si el extraño monasterio le deparaba más milagros. El agua no se movía, y entonces una ola diminuta agitó la superficie. Una oleada de luz dorada empezó a invadir el pozo y la zona circundante. Cuando miró el agua, una imagen empezó a tomar forma. La escena era un hermoso valle, exuberante y verde, sembrado de flores y árboles. Vio que una lluvia de gotas doradas caía del cielo y teñía todo de oro. Al cabo de poco, el valle florecía con ríos de oro y los árboles se cubrían del áureo metal. Todo centelleaba a su alrededor, con la cálida luz del mineral líquido.

A lo lejos oyó la voz de la niña, la misma que había emanado de la traviesa virgen.

—¿Buscas el Libro del Amor? En ese caso, bienvenida al Valle de Oro. Aquí encontrarás lo que buscas.

Se oyó una vez más la dulce risa, mientras la visión se desvanecía, y Maureen regresó a las ruinas oscurecidas de la misteriosa abadía bañada por la luz de la luna. Fue lo último que oyó antes de que la alarma del despertador se disparara en el siglo XXI y la devolviera a Nueva York antes del amanecer.

Las servidumbres de la televisión por cable matutina no son para los débiles de corazón.

Quien llamó a la puerta de la suite de Maureen a las cuatro en punto de la mañana era la peluquera y maquilladora contratada para embellecerla para la entrevista que iban a emitir en uno de los programas matutinos nacionales más populares. Por suerte, la mujer se compadeció de las horas robadas al sueño de Maureen y había tenido la previsión, antes de subir, de alertar al servicio de habitaciones sobre la necesidad de café.

Maureen Paschal estaba en Nueva York debido al éxito internacional de su novela La verdad contra el mundo: el evangelio secreto de María Magdalena. Basada en experiencias de su vida, el libro fundía el viaje personal iniciático de Maureen con las revelaciones, a menudo escandalosas, de la vida de María Magdalena como la discípula predilecta de Jesús. Aunque avezada periodista y popular escritora de no ficción, Maureen había optado por escribir este libro como una obra de ficción, lo cual en sí mismo ya era objeto de controversia. La prensa se mostraba escéptica, cuando no burlona. ¿Por qué, si el libro estaba basado en hechos reales, había decidido escribirlo como ficción?

La respuesta de Maureen a esta sempiterna pregunta, si bien sincera, no satisfacía a la voraz prensa internacional. Contestaba a las mismas preguntas en programas de entrevistas de todo el mundo, y explicaba, con tanta paciencia como se lo permitían sus nervios a flor de piel, que debía proteger sus fuentes por motivos de seguridad. Cuando relataba que su vida había peligrado durante la búsqueda del antiquísimo tesoro, había sido ridiculizada y acusada de exagerar, e incluso de mentir, con el fin de conseguir publicidad.

En el torbellino mediático que siguió a La verdad contra el mundo, toda semblanza de paz y privacidad se había evaporado de su vida. Maureen estaba sometida a todo tipo de escrutinio público: el bueno, el malo y el espantoso. Recibió tanto felicitaciones por su valentía como amenazas de muerte por su blasfemia, junto con todas las demás reacciones intermedias posibles.

No obstante, La verdad contra el mundo había cautivado a la imaginación popular. Mientras los críticos y la prensa descubrían que atacar a Maureen aumentaba las ventas, un amplio número de lectores de todo el mundo reaccionaban a la historia humana de la vida de Jesús, contada desde la perspectiva de María Magdalena. Maureen no pedía disculpas e insistía en que Jesús y María Magdalena eran legalmente marido y mujer, en que tenían hijos y habían predicado juntos, y en que ninguna de estas cosas disminuía de ningún modo la divinidad de Jesús. Los valores del amor, la fe, el perdón y la comunidad eran las piedras angulares de sus enseñanzas, y sin embargo los ataques contra su libro en nombre de la religión desechaban o pasaban por alto el mensaje real, con el fin de concentrarse en su controvertida mensajera. Durante su investigación, Maureen había estado a punto de ser asesinada por quienes deseaban que el mensaje del evangelio continuara oculto, de manera que no necesitaba asegurar a nadie su autenticidad.

Aun así, Maureen estaba contenta de que su libro fuera popular entre los hombres y mujeres del mundo entero, de los que opinaba que se sentían decepcionados por las instituciones religiosas tradicionales, más centradas en la política, el poder, la economía e incluso la guerra que en la verdadera espiritualidad.

Maureen estaba satisfecha con el libro y con la historia tal como la había contado, y se sentía agradecida por la avalancha de cartas de apoyo recibidas de todos los puntos del globo. Cada carta de un lector con el mensaje de que «Por María Magdalena he vuelto a creer en Jesús» la fortalecía y aumentaba su fe. Sin embargo, luchaba a diario con la responsabilidad de comunicar la verdadera historia de María Magdalena, tal como ella la había descubierto, de una forma que hiciera justicia al material, con el fin de llegar a más gente que seguía escéptica. Éste era el motivo de su aparición en la televisión aquella mañana.

Aunque la prensa había montado un circo mediático alrededor de su libro, Maureen tenía depositadas mayores esperanzas en la entrevista inmediata. Los productores habían hecho los deberes, la habían entrevistado por anticipado, formulado preguntas inteligentes, y hasta enviado un equipo de filmación a su casa de Los Ángeles. Al menos, creía que esta vez existía la oportunidad de que le hicieran preguntas honestas y bien fundamentadas.

No quedó decepcionada. Condujo la entrevista una de las presentadoras del programa, una personalidad nacional conocida por su inteligencia y aplomo. Podía ser dura, pero también imparcial. Además, se había preparado, cosa que impresionó a Maureen.

Primero mostraron fotografías en las que aparecía en diferentes lugares del mundo investigando la vida de María Magdalena. Una en la Vía Dolorosa de Jerusalén, otra subiendo al pico de Montségur, en el sudoeste de Francia. Estas imágenes constituyeron la introducción a la primera pregunta.

—Maureen, escribes acerca de un supuesto evangelio perdido de María Magdalena descubierto en el sur de Francia, y sobre las tradiciones populares en ese país que sostienen que María Magdalena se instaló allí después de la crucifixión. No obstante, has sido atacada por estudiosos de la Biblia muy prestigiosos de Estados Unidos, quienes insisten en que no existen pruebas de todo esto. Insisten en que ni siquiera existen pruebas de que María Magdalena fuera a Francia. ¿Cómo les respondes?

Maureen agradeció la pregunta. Periódicos y revistas siempre concedían a los estudiosos la última palabra. Casi todos los artículos sobre ella terminaban con algún académico que la desacreditaba con el habitual desdén erudito, diciendo que no existían pruebas y que todas las leyendas referidas a María Magdalena tenían menos sustancia que la mayoría de cuentos de hadas. Maureen decidió abstenerse de lanzar pullas, ahora que gozaba al fin de la posibilidad de contestar a sus críticos en la televisión nacional.

—Si los estudiosos buscan pruebas en sus torres de marfil, convenientemente escritas en inglés y accesibles en bibliotecas con aire acondicionado, no las encontrarán. Las pruebas que yo busco son más orgánicas, humanas y reales. Proceden del pueblo y de las culturas que viven estas historias, que las incorporan a su vida cotidiana. Decir que estas tradiciones no existen o carecen de importancia es peligroso, tal vez incluso xenófobo y racista.

—¡Caramba! —La presentadora se removió en su silla—. ¿No crees que tus palabras son muy duras?

—No, creo que son necesarias. Existían culturas enteras en el sur de Francia y en zonas de Italia que fueron exterminadas por creer exactamente en lo que contiene mi libro. Creían ser descendientes de Jesús y María, y practicaban una hermosa forma pura de cristianismo que, afirmaban, procedía directamente de Jesucristo, y que María Magdalena les había llevado después de la crucifixión.

—Estás hablando de los cátaros.

—Sí. «Cátaro» procede de la palabra griega que se traduce por «pureza», pues estas personas eran los cristianos más puros que vivían en Occidente. Durante la única cruzada declarada jamás contra otros cristianos, la Iglesia católica del siglo XIII masacró a los cátaros. La Inquisición se fundó para destruir a los cátaros. Esa gente debía ser eliminada porque no sólo sabían la verdad, sino que eran la verdad. Y no nos equivoquemos, se trató de una limpieza étnica. Genocidio. ¿Palabras duras? Pues claro. Pero exterminar a todo un pueblo es duro, y ya no podemos escudarnos detrás de palabras para justificarlo. La palabra «cruzada» conlleva una connotación que, sin embargo, fue aceptable para asesinar gente en nombre de Dios. Por lo tanto, dejemos de llamarlo así y llamémoslo por su nombre. Masacre. Holocausto.

—De modo que, cuando oyes decir a los eruditos modernos que esa gente no existe, o que las tradiciones de su cultura carecen de importancia…

—Me parte el corazón pensar que tal maldad tenga la última palabra. Pues claro que hay escasas pruebas palpables de la existencia de María Magdalena. Más de ochocientas mil personas fueron asesinadas para eliminar las pruebas palpables. Y las dos peores masacres tuvieron lugar el veintidós de julio de 1209, y un año más tarde, en 1210. Ésa es la festividad de María Magdalena, y no es casualidad. Documentos de la Inquisición de la época indicaban que fue «justo castigo para esa gente convencida de que la ramera estaba casada con Jesús».

—Lo cual me conduce a la pregunta que está en labios de todo el mundo. Afirmas que la historia que cuentas sobre el matrimonio de Jesús con María Magdalena procede de un evangelio perdido que descubriste hace poco en el sur de Francia. No obstante, te niegas a divulgar tus fuentes o a explayarte sobre este misterioso documento. ¿Qué debemos deducir de esto? Tus críticos más feroces dicen que te has inventado toda la historia. ¿Por qué hemos de creerte, cuando no aportas pruebas que confirmen la existencia de dicho evangelio?

La pregunta era dura pero importante, y Maureen tenía que contestarla con suma cautela. Lo que no podía revelar al mundo todavía era el resto de la historia: que el evangelio había sido llevado a Roma por su primo, el padre Peter Healy. El padre Peter y un comité del Vaticano estaban trabajando ahora para autentificar el evangelio. Hasta que la Iglesia dictaminara oficialmente sobre el valioso manuscrito, lo cual podía prolongarse años, teniendo en cuenta el contenido explosivo y las ramificaciones para la cristiandad, Maureen había accedido a no divulgar los hechos concernientes a su descubrimiento. A cambio, le habían permitido contar su versión de la historia de María Magdalena sin temor a represalias, y sólo si la plasmaba en clave de ficción. Era un compromiso al que había debido someterse, pero que le costaba mucho. Se sentía verdadera hermana de Casandra, la profetisa de la leyenda griega: condenada a saber y decir la verdad, pero condenada también a no ser nunca creída.

Maureen respiró hondo y contestó a la pregunta lo mejor que pudo.

—He de proteger a la gente que me ayudó en el descubrimiento. Además, hay mucha más información que aguarda a ser revelada, de modo que no puedo poner en peligro estas fuentes si quiero continuar teniendo acceso a ellas. Como no puedo desvelar las fuentes de mi información, tuve que escribir el libro en clave de ficción. Espero que la historia hable por sí sola. Mi trabajo de narradora es despertar al público a la idea de posibilidades alternativas a una de las historias más grandes de la humanidad. Por eso la llamo la historia más grande jamás contada. Y desde luego, creo con todo mi corazón que es verdadera. Pero mejor que la gente lea y juzgue sus méritos. Dejemos que los lectores decidan si ellos creen que es verdadera.

—Lo dejaremos así: dejemos decidir a los lectores. —La encantadora presentadora rubia sostenía en alto un ejemplar del libro—. La verdad contra el mundo. En efecto. Gracias, Maureen Paschal, por estar con nosotros. Un tema fascinante, sin duda, pero temo que se nos está acabando el tiempo.

La gran dicotomía de la televisión es que ocupa muchas horas preparar un segmento que dura tres o cuatro minutos. De todos modos, Maureen estaba contenta de haber hablado de manera sucinta y firme, y agradecida tanto a los productores como a la presentadora por su tratamiento imparcial e inteligente del tema.

Eran las siete y cuarto de la mañana y Maureen estaba vestida, maquillada y peinada con el mayor esmero…, pero lo único que deseaba era volver a la cama.

Marie de Negre elegirá

el momento adecuado para la venida de la Esperada.

La que nació del cordero pascual

cuando el día y la noche son iguales,

la hija de la resurrección.

La portadora del Sangre-El recibirá la llave

tras presenciar el Día Negro de la Calavera.

Ella se convertirá en la nueva Pastora del Camino.

LA PRIMERA PROFECÍA DE L’ATTENDUE, LA ESPERADA,

DE LOS ESCRITOS DE SARAH-TAMAR,

TAL COMO SE CONSERVAN EN EL LIBRO ROSSO

Château des Pommes Bleues

Arques, Francia

En la actualidad

BÉRENGUER SINCLAIR estaba ante el mueble acristalado que dominaba su enorme biblioteca. La vitrina estaba montada sobre una gran chimenea de piedra, en cuyo hogar en ese momento no ardía el fuego debido al calor de finales de primavera que había llegado a las estribaciones rocosas del Languedoc. Lord Sinclair era un coleccionista de primera magnitud. Era un hombre dotado del poder político y los recursos económicos necesarios para conseguir casi todo lo que deseara. El objeto en cuestión era de inmenso valor para él, no sólo porque era un gran coleccionista de objetos históricos, sino porque simbolizaba sus profundas creencias espirituales.

Un observador cualquiera habría dicho que era un estandarte medieval, raído y desteñido hasta resultar casi inidentificable. Las manchas de sangre que se acumulaban en los bordes habían adoptado un tono marrón cieno, transcurridos más de cinco siglos y medio desde que el soldado portador del estandarte hubiera sido ejecutado. La soldado.

Una inspección más detenida de la tela revelaba lo que había sido un lema bordado sobre un campo de flores de lis doradas. Era una sencilla pero poderosa conjunción de nombres que rezaba «Jhesus-Maria». La audaz y visionaria soldado que había portado este estandarte fue ejecutada por herejía, quemada en la hoguera en la plaza de la ciudad de Rouen en 1431. Si bien la documentación oficial del juicio indicaba cierto número de acusaciones convenientes inventadas por los líderes de la Iglesia de Francia en aquel tiempo, este estandarte representaba el verdadero delito: la convicción de que Jesús se había casado con María Magdalena, la convicción de que sus descendientes tenían derecho al trono de Francia a cualquier precio, y la consiguiente convicción de que las prácticas puras y originales del cristianismo podían ser restauradas bajo el rey adecuado. Éste era el motivo de que los nombres estuvieran relacionados: eran los nombres de marido y mujer, unidos por el amor y la ley.

Lo que DIOS ha unido, que no lo separe el hombre. Jhesus-Maria.

Era el estandarte que portaba santa Juana en el asedio de Orleans, el estandarte de la doncella de Lorena, el emblema de la visionaria soldado conocida por todo el mundo como Juana de Arco. Bajo la vitrina, escrita en oro, se encontraba una de las citas más famosas de la santa. Para ser una chica de diecinueve años, su elocuencia había sido asombrosa. Y su valor, inigualable.

No tengo miedo… Nací para hacer esto. Preferiría morir que hacer algo contrario a la voluntad de Dios.

Bérenger Sinclair se pasó las manos por su espeso cabello oscuro, parado delante de la vitrina y sumido en sus pensamientos. En días como éstos, cuando se sentía cansado y tenso, iba a su biblioteca para rendir homenaje a esta valiente adolescente, poseída por una fe tan grande que no había temido nada y lo había sacrificado todo. Ella le inspiraba y le daba fuerzas.

Se sentía extrañamente cercano a ella, por motivos complicados en el seno de su familia y la tradición. La historia documentaba que Juana había nacido un 6 de enero, aunque los miembros de su cultura hereje sabían que no era cierto. El nacimiento de Juana el día del equinoccio de invierno tenía que ser ocultado para protegerla de los ojos peligrosos y vigilantes de la Iglesia medieval. En concreto, era preciso protegerla de quienes vigilaban a las hijas de selectas familias francesas que nacían el día del equinoccio de invierno, o pocos días antes o después. Habían elegido el 6 de enero como un día «seguro» para la fecha de nacimiento de Juana. Se celebraba en el calendario litúrgico como la fiesta de la Epifanía, el día en que la luz llega al mundo. Bérenger lo sabía muy bien, pues era el día de su cumpleaños.

Por desgracia, ocultar su fecha de nacimiento no había salvado de su destino a la pequeña doncella de Lorena. Para algunos es imposible escapar a su sino. Juana había abrazado su herencia de hija de una poderosa profecía con excesiva publicidad.

La profecía, que se refería a l’Attendue en Francia, la «Esperada», hablaba de una serie de mujeres que conservarían la verdad: la verdad sobre Jesús y María Magdalena, y sobre los evangelios que cada uno había escrito. Según la profecía, estas Esperadas nacerían dentro de un cierto período cercano al equinoccio de invierno, descenderían de un linaje concreto y estarían bendecidas con visiones santas que las conducirían a la verdad, y a su destino.

Como Esperada de su época, santa Juana pagó el precio definitivo, como muchas otras antes y muchas otras después.

Y por eso Bérenger estaba hoy en la biblioteca, meditando ante la sagrada reliquia de Juana. Porque sabía en el fondo de su corazón que había llegado el momento de ser digno de su herencia. Pues algo tenía en común con la valiente Juana: él también debía afrontar su propia profecía. Y sabía que Dios le había dotado de extraordinarios recursos para ello, sabía que todas las bendiciones acumuladas en su vida servirían para que pudiera cumplir su promesa, en este lugar y en este momento de la historia. Lo había hecho ayudando a Maureen en su investigación, desempeñando un papel fundamental en el descubrimiento de la magnífica historia de María Magdalena, jamás contada. Pero ahora el preciado evangelio estaba fuera de su alcance y había caído en las garras de la Iglesia. Además, daba la impresión de que Maureen también estaba fuera de su alcance. Él sabía que estaba en sus manos ayudarla en su posterior búsqueda del escurridizo Libro del Amor, pero en aquel momento ella no parecía pensar lo mismo.

Era por su propia culpa que Maureen no deseaba su colaboración. Después de que la Iglesia se apoderara del evangelio, Bérenger se había portado como un bruto insensible con ella, algo que estaba pagando con una pesada penitencia.

Sin saber muy bien cuál era su papel en aquel momento, se sentía solo y desconcertado. Esa cosa llamada destino era un tirano complejo y, con frecuencia, inescrutable.

—¿Puedo hablar contigo, Bérenger?

Bérenger se volvió hacia la puerta y sonrió a la silueta voluminosa y varonil de Roland Gélis, su mejor amigo y confidente. Roland había vivido en el château desde pequeño, cuando su padre era mayordomo en vida de Alistair Sinclair, abuelo de Bérenger y temido patriarca familiar, quien había amasado una fortuna de mil millones de dólares con el petróleo del mar del Norte. Juntos, los niños habían sido educados en la tradición de las Pommes Bleues, las «manzanas azules». Era una referencia a las uvas redondas y grandes de esa región francesa, uvas que, durante siglos, habían representado el linaje de Jesús y María Magdalena. La asociación se derivaba del verso de Juan, 15: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos». Todos los descendientes de Jesús y María Magdalena, tanto genéticos como espirituales, eran sarmientos de la vid. El Languedoc era tierra de herejes.

Aunque la familia Gélis había trabajado al servicio de los Sinclair durante varias generaciones, no eran subordinados. Eran nobles por derecho propio, de esa manera discreta que caracteriza a tantas familias del Languedoc y la región de Mediodía-Pirineos, quienes conservan las tradiciones secretas de su pueblo con extraordinaria elegancia y dignidad, incluso sometidos a crueles persecuciones. Los Gélis era de herencia cátara, y eran puros.

—Por supuesto, Roland. Entra.

Roland presintió de inmediato que algo inquietaba al escocés.

—¿Qué te perturba, hermano?

Bérenger sacudió la cabeza.

—Nada. Todo. —Respiró hondo y no pudo evitar sentir vergüenza mientras confesaba—. Temo que soy como una oveja perdida sin mi pastora.

—Ah.

Roland comprendió de inmediato. Bérenger no paraba de autoflagelarse por Maureen desde la discusión que había truncado su relación en ciernes, antes de que hubiera tenido tiempo de madurar. Antes de esa explosión, todos habían asumido que, teniendo en cuenta la inmensa aventura que habían compartido durante la búsqueda del evangelio perdido de María Magdalena, serían inseparables: Bérenger Sinclair y Maureen Paschal, Roland Gélis y Tamara Wisdom, la mejor amiga de Maureen y prometida de Roland. Eran los Cuatro Mosqueteros, unidos por el honor y una misión común: defender la verdad contra el mundo. Hasta habían instalado una placa de madera sobre la puerta de la biblioteca con la famosa cita de D’Artagnan:

TODOS PARA UNO Y UNO PARA TODOS.

ES NUESTRO LEMA, ¿VERDAD?

Pero cuando Maureen regresó a California para trabajar en su libro, la intimidad adquirida empezó a erosionarse en parte. Ella estaba consumida por la pasión de contar la historia de María Magdalena, y por relatar sus aventuras cuando aún las tenía frescas en la cabeza. Ésa era su misión y Bérenger la respetaba. Todos la habían dejado en paz y confiado en que regresaría al château cuando estuviera preparada. Pero, desde la publicación del libro, Maureen estaba más ocupada que nunca. Sólo tenía tiempo para el trabajo que María le había encomendado.

Y, además, estaba Peter.

El padre Peter Healy era primo de Maureen y la persona de su mayor confianza. También era el motivo de la grieta en los cimientos de la relación entre Bérenger y Maureen. Era Peter quien había robado el Evangelio de Magdalena para entregarlo al Vaticano. Esta traición les había conmocionado a todos, pero Maureen no había tardado en perdonar a su primo. Le había defendido ante los demás, afirmando que sólo había hecho lo que consideraba mejor para el mensaje de María Magdalena. De todos modos, Bérenger creía que la lealtad del sacerdote apuntaba mucho más hacia el Vaticano que hacia Maureen y la verdad que había desenterrado.

Los acontecimientos posteriores habían indignado a Bérenger Sinclair. La Iglesia había endurecido las restricciones acerca de lo que Maureen podía y no podía revelar en relación con el descubrimiento de lo que ellos llamaban el Evangelio de Arques. Bérenger culpaba a Peter de haber entregado el preciado documento al Vaticano, además de poner a Maureen en una posición que la obligaba al compromiso. Para colmo, cada vez se sentía más frustrado por la distancia que les separaba, e irritado por lo que consideraba lealtad ciega a Peter. En la discusión más acalorada de su relación, un frustrado Bérenger acusó a Maureen de flaqueza espiritual por permitir que su primo y su Iglesia la pisotearan y ocultaran la verdad. Esta acusación la destrozó. La grieta en su relación se había convertido en un abismo.

Cuando Bérenger Sinclair conoció a Maureen Paschal, creyó haber descubierto algo que buscaba pero desesperaba de encontrar, una mujer igual a él. Ella era su alma gemela, la compañera que no sólo podía compartir sus visiones de un mundo mejor, sino que poseía la pasión y valentía necesarias para acometer aquellos cambios con él. Existía una tremenda energía en aquel cuerpo menudo y, al igual que él, poseía un espíritu guerrero celta que constituía una fuerza de la naturaleza poco común. Por lo tanto, la acusación de flaqueza le llegó al alma de una forma que él comprendía muy bien. Con frecuencia había gozado de oportunidades de lamentar los aspectos celtas de su naturaleza, sobre todo cuando su pasión se manifestaba en el enfoque guerrero preferido por sus antepasados escoceses. Su ADN era una espada de doble filo, igual que el de Maureen. Eran tan iguales en herencia y espíritu que tal característica significó tanto una bendición como una maldición mientras forjaban su relación. Si aprendían a trabajar juntos en armonía, y a domeñar la pasión compartida por el trabajo y la que sentían mutuamente, serían capaces de crear una energía imparable dirigida a obrar un cambio positivo en el mundo. Pero aquellas pasiones también poseían el poder de ser singularmente destructivas.

El hecho de que Maureen hubiera incluido su nombre en la dedicatoria del libro, junto con el de Tamara y Roland, fue lo único que logró alumbrar en Bérenger Sinclair una sonrisa sincera desde la discusión que les había separado.

—Rezo para ver a Maureen pronto —dijo Roland con su dulzura habitual—. Acaba de ocurrir algo que me conduce a creer que tal vez sea antes de lo que creemos.

—¿Qué ha pasado?

Roland sonrió.

—Tamara acaba de recibir un extraño paquete, dirigido a ti. Quédate aquí. Te lo traeremos. Pero entretanto… —señaló la pared del fondo, donde el ilustre árbol genealógico de los Sinclair, pintado desde el suelo al techo, abarcaba mil años de historia—, echa un vistazo al mural del linaje de tu familia.

Y así fue que la reina del Sur fue conocida como la reina de Saba, es decir, la Reina Sabia del pueblo de Saba. Su nombre verdadero era Makeda, que en su lengua significaba «la fogosa». Era una reina-sacerdotisa, dedicada a una diosa del sol famosa por arrojar belleza y abundancia sobre el dichoso pueblo de los sabeos. Su diosa era conocida como «la que envía sus fuertes rayos de benevolencia». Su consorte era el dios de la luna, y las estrellas eran sus hijos.

El pueblo de Saba era sabio sobre todos los demás del mundo, poseía conocimientos sobre la influencia de las estrellas y la santidad de los números que procedía de sus deidades celestiales. Se le llamaba el Pueblo de la Arquitectura, y sus edificios rivalizaban con las mejores obras de los egipcios, tan asombroso era su conocimiento de la construcción en piedra. La reina fue la fundadora de grandes escuelas que enseñaban arte y arquitectura, y los escultores que trabajaban a su servicio labraron en piedra imágenes de hombres y dioses de belleza excepcional. Su pueblo era culto y comprometido con la palabra escrita y la gloria de la escritura. Poesía y canción florecieron durante su reinado compasivo.

Los sabeos eran un pueblo virtuoso. Su fogosa reina del sol gobernaba con ternura, luz y amor, y la abundancia jamás disminuía: amor, goce, fertilidad, sabiduría, así como todo el oro y las joyas que cualquiera pudiera desear. Como jamás dudaban de la existencia de la abundancia, nunca conocieron un día de necesidad. Era el más dorado de todos los reinos.

Sucedió que el gran rey Salomón se enteró de la existencia de esta reina Makeda sin parangón, por mediación de un profeta que le anunció: «Una mujer que es tu igual y equivalente reina en un país lejano del sur. Aprenderías mucho de ella, y ella de ti. Conocerla es tu destino». Al principio, Salomón no creyó que tal mujer pudiera existir, pero su curiosidad le impulsó a enviarle una invitación, la petición de que visitara su reino, en lo alto del sagrado monte Sión. Los mensajeros que fueron a Saba para informar a la gran y fogosa reina Makeda de la invitación de Salomón descubrieron que su sabiduría ya era legendaria en el país, al igual que el esplendor de su corte, y ella había oído hablar del rey. Sus profetisas habían previsto que ella viajaría un día a tierras lejanas para encontrarse con el rey, con el cual llevaría a cabo el hieros-gamos, el sagrado matrimonio que combinaba el cuerpo con la mente y el espíritu en el acto de la divina unión. Sería el hermano gemelo de su alma, y ella se convertiría en su hermana-novia, mitades de un mismo todo, sólo completos en su unión.

Pero la reina de Saba no era mujer fácil y no iba a entregarse a una unión tan sagrada con cualquiera, sino con el hombre al que reconociera como parte de su alma. Mientras efectuaba el largo viaje hasta el monte Sión con su caravana de camellos, Makeda preparó una serie de pruebas y preguntas que plantearía al rey. Sus respuestas la ayudarían a decidir si era su igual, su alma gemela, concebida como una unidad en el alba de la eternidad.

Quienes tengan oídos para oír, que oigan.

LA LEYENDA DE SALOMÓN Y SABA, PRIMERA PARTE,

TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO

Château des Pommes Bleues

Arques, Francia

En la actualidad

BÉRENGER, ROLAND Y TAMARA estaban sentados alrededor de la gran mesa de caoba de la biblioteca. El objeto de su escrutinio era lo que semejaba un antiguo documento, un largo rollo de un tipo de pergamino muy deteriorado por la edad. El rollo estaba emparedado entre dos cristales, en un esfuerzo por conservarlo y sujetar los segmentos casi sueltos de lo que parecía un rompecabezas medieval.

La caja que contenía el frágil documento había sido entregada a primera hora de la mañana en el château por un correo anónimo que no se identificó. El ama de llaves que recibió el paquete dijo que tal vez el correo era italiano, debido a su ropa, coche y acento, pero no estaba segura. Desde luego, no era de la zona.

—Es un árbol genealógico —comentó Tammy, mientras pasaba la mano por encima del cristal sobre el nombre—. Arriba hay una inscripción en latín, y luego empieza con este hombre. Guidone no sé qué. Nacido en 1077 en Mantua, Italia.

Bérenger, que poseía una aristocrática cultura clásica, forzó la vista para leer el desdibujado latín de la parte superior del rollo.

—Parece que dice: «Yo, Matilda…». Al menos, creo que pone Matilda. Sí, en efecto. Dice: «Yo, Matilda, por la gracia de Dios Que Es». Una expresión curiosa, pero eso pone. La siguiente frase dice: «Me siento inseparablemente unida al conde Guidone y a su hijo, Guido Guerra, y les ofrezco protección en Toscana a perpetuidad». Y dice que este tal Guido Guerra nació en Florencia, en un monasterio llamado Santa Trinità. ¿Cómo es posible que el hijo de un conde nazca en un monasterio? Es… extraño.

—No es lo único extraño —comentó Roland. Señaló un nombre del linaje—. Mira estos nombres.

Bérenger se quedó petrificado cuando siguió el dedo de Roland sobre el cristal. En una línea del siglo XIII, reconoció algunos nombres. Un caballero francés llamado Luc Saint Clair, casado con una noble toscana. Los mismos nombres constaban en su árbol genealógico como antepasados. Pero esto no se sabía fuera del protegido círculo íntimo. Quien había enviado el paquete sabía, como mínimo, que tenía importancia para Bérenger Sinclair y que los árboles genealógicos se entrelazaban.

La atención de Tammy se desvió hacia una tarjeta anexa al documento y atada a un diminuto espejo de mano dorado. El papel de la tarjeta era elegante, de grueso pergamino, con un extraño monograma estampado en el centro de la parte inferior. Una A estaba atada a una E mediante un cordel provisto de borlas que se anudaba en el centro de ambas letras. Esto en sí no era raro. Lo que conseguía que el monograma fuera extraño era que la E estaba escrita en sentido contrario, casi como una imagen reflejada de la A. En la tarjeta había escrito una especie de poema.

El arte salvará al mundo,

los que tengan ojos que vean.

En tu reflejo, encontrarás lo que buscas…

¡Salve, Ichthys!

—«El arte salvará al mundo» —repitió Tammy—. Hemos visto este concepto en acción unas cuantas veces.

Durante la búsqueda del evangelio perdido de María Magdalena, los cuatro habían descifrado una serie de mapas y pistas descubiertos en cuadros europeos de la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco. Había sido un mapa pintado en un fresco de Sandro Botticelli lo que había permitido a Maureen descubrir los preciados documentos escritos por María Magdalena de su puño y letra. En el complejo mundo del esoterismo cristiano, buscar símbolos en el arte era el punto de partida de muchos viajes. Cuando la verdad no podía expresarse por escrito, debido al temor de una persecución mortífera, solía codificarse en pinturas simbólicas.

Bérenger levantó el espejo y lo miró un momento antes de repetir el tercer verso del poema: «En tu reflejo, encontrarás lo que buscas».

No tuvo tiempo de seguir barruntando, pues Roland le interrumpió, entusiasmado por lo que había llamado su atención.

—¡Mirad esto! —Señaló la parte inferior del documento—. El último nombre del linaje. ¿Es verdad lo que estoy viendo?

Tammy le rodeó con el brazo cuando se inclinó para ver lo que tanto había entusiasmado al gigantón. Pero fue Bérenger quien lo verificó, al examinar con detenimiento el nombre que había al final del árbol genealógico, sin duda el nombre más importante en la historia universal del arte.

—Miguel Ángel Buonarrotti.