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Toby Mortimer fingió que no veía a Lawrence Davenport cuando este le adelantó. Spencer Craig les había advertido de que no debían verse en público hasta que el juicio hubiera terminado. Telefoneó a los tres en cuanto llegó a casa aquella noche, para decirles que el oficial Fuller se pondría en contacto con ellos al día siguiente para aclarar algunos puntos. Lo que había empezado como una celebración del cumpleaños de Gerald había terminado en una pesadilla para los cuatro.

Mortimer inclinó la cabeza cuando Davenport pasó a su lado. Llevaba meses atemorizado por su comparecencia como testigo, pese a que Spencer le había asegurado una y otra vez que, aunque Redmayne descubriera su problema con las drogas, en ningún caso debía hablar de ello.

Los Mosqueteros habían permanecido leales, pero todos ellos sabían que su relación no volvería a ser la misma. Lo sucedido aquella noche solo consiguió que la ansiedad de Mortimer aumentara. Antes de la celebración de cumpleaños, era conocido entre los traficantes como un yonqui de fin de semana, pero a medida que se acercaba el juicio, había llegado a necesitar dos chutes al día… cada día.

—Ni se te ocurra chutarte antes de comparecer en el estrado —le había advertido Spencer.

Pero ¿cómo podía comprender Spencer lo mucho que sufría, cuando él jamás había experimentado el mono? Unas horas de dicha hasta que el subidón empezaba a desvanecerse, seguidas de sudores, temblores y, por fin, el ritual de preparación, con el fin de partir una vez más de este mundo: clavar la aguja en una vena no utilizada, el gran salto cuando el líquido se introducía en el torrente sanguíneo, el rápido contacto con el cerebro, la ansiada liberación… hasta que el ciclo volvía a empezar. Mortimer ya estaba sudando.

¿Cuánto tiempo faltaría para que empezaran los temblores? Si era el siguiente en ser llamado, una descarga de adrenalina recorrería su cuerpo.

La puerta de la sala se abrió y el ujier reapareció. Mortimer se puso en pie de un brinco, impaciente. Hundió las uñas en las palmas de sus manos, decidido a no quedar mal.

—¡Reginald Jackson! —bramó el ujier, sin hacer caso del hombre alto y delgado que se había puesto en pie en cuanto salió.

El encargado del Dunlop Arms siguió al ujier al interior de la sala. Otro hombre con el que Mortimer no hablaba desde hacía seis meses.

—Déjamelo a mí —había dicho Spencer, pero la verdad era que, incluso en Cambridge, Spencer siempre se había ocupado de los pequeños problemas de Mortimer.

Mortimer se dejó caer de nuevo en el banco y aferró el borde del asiento; intuía que se avecinaban los temblores. No estaba seguro de cuánto tiempo aguantaría. La necesidad de alimentar su adicción se estaba imponiendo a marchas forzadas a su miedo a Spencer Craig. Cuando el camarero salió de la sala, la camisa, los pantalones y los calcetines de Mortimer estaban empapados en sudor, pese a que la mañana de marzo era fría. Serénate, casi oyó decir a Spencer, aunque se encontraba a un kilómetro y medio de distancia, sentado en su casa, tal vez charlando con Lawrence acerca de lo bien que había ido el juicio hasta el momento. Le estarían esperando. La última pieza del rompecabezas.

Mortimer se levantó y empezó a andar arriba y abajo del pasillo, mientras esperaba a que el ujier reapareciera. Consultó su reloj, rezó para que quedara tiempo, antes de la hora de comer, para llamar a otro testigo. Sonrió esperanzado cuando el ujier salió de nuevo al pasillo.

—¡Oficial de policía Fuller! —llamó. Mortimer se desplomó en el banco.

Empezaba a temblar de una forma incontrolable. Necesitaba un chute como un bebé necesita la leche del pecho materno. Se puso en pie y se dirigió con paso inseguro hacia los servicios. Se alegró de encontrar vacío el cuarto de baño embaldosado. Eligió el cubículo más alejado y se encerró. Los huecos que había por debajo y por encima de la puerta le ponían nervioso. Algún agente de la autoridad podía descubrir con facilidad que estaba quebrantando la ley, nada menos que en el Tribunal Penal Central. Pero su ansia había llegado a un punto en el que la necesidad se imponía al sentido común, fuera cual fuese el peligro.

Mortimer se desabrochó la chaqueta y extrajo una bolsita de lona del bolsillo interior: el equipo. La desdobló y la dejó sobre la tapa del inodoro. Parte de la emoción residía en los preparativos. Cogió una pequeña ampolla de un miligramo de líquido, por valor de doscientas cincuenta libras. Era un material transparente y de calidad superior. Se preguntó cuánto tiempo podría seguir permitiéndose una sustancia tan cara, antes de que la humilde herencia de su padre se agotara por fin. Introdujo la aguja en la ampolla y tiró del émbolo hasta que el tubito de plástico se llenó. No se tomó la molestia de comprobar que no hubiera aire en la aguja, porque no podía permitirse el lujo de desperdiciar ni una sola gota.

Con la frente cubierta de sudor, hizo una pausa cuando oyó que se abría la puerta de los lavabos. No se movió, a la espera de que el desconocido llevara a cabo el ritual para el que estaban destinados los lavabos.

En cuanto oyó que la puerta se cerraba de nuevo, se quitó su corbata anticuada, se subió la pernera del pantalón y empezó a buscar una vena, una tarea más difícil cada día que pasaba. Enrolló la corbata alrededor de la pierna izquierda y la apretó con todas sus fuerzas, hasta que al final sobresalió una vena azul. Asió la corbata con una mano y la aguja en la otra. Después, clavó la aguja en la vena, y bajó poco a poco el émbolo, hasta que la última gota de líquido penetró en su torrente sanguíneo. Exhaló un profundo suspiro de alivio cuando flotó hacia otro mundo, un mundo en el que no habitaba Spencer Craig.

—No quiero hablar más del asunto —había dicho el padre de Beth por la mañana, mientras se sentaba a la mesa y su esposa dejaba delante de él un plato de huevos con beicon. El mismo desayuno que le había preparado cada mañana desde el día que se casaron.

—Pero, papá, no puedes creer en serio que Danny mató a Bernie. Era su mejor amigo desde que se conocieron en Clem Attlee.

—He visto a Danny perder los estribos.

—¿Cuándo? —preguntó Beth.

—En el cuadrilátero, contra Bernie.

—Por eso Bernie siempre le vencía.

—Tal vez Danny ganó esta vez porque llevaba un cuchillo en la mano. —Beth se quedó tan estupefacta por la acusación de su padre que no contestó—. ¿Ya has olvidado lo que sucedió en el patio de recreo hace años?

—No —dijo Beth—. Pero Danny acudió en ayuda de Bernie en aquella ocasión.

—Cuando el director apareció y descubrió un cuchillo en su mano.

—¿Has olvidado que Bernie confirmó la historia de Danny cuando después le interrogó la policía? —dijo la madre de Beth.

—Cuando, una vez más, encontraron un cuchillo en la mano de Danny. Menuda coincidencia.

—Pero ya te he dicho cien veces…

—Que un completo desconocido mató a puñaladas a tu hermano.

—Sí —afirmó Beth.

—Y Danny no hizo nada que le provocara o le hiciera perder los nervios.

—No —confirmó Beth, que procuraba mantener la calma.

—Yo la creo —dijo la señora Wilson, mientras servía otro café a su hija.

—Como siempre.

—Con buenos motivos —replicó la señora Wilson—. Nunca he visto mentir a Beth.

El señor Wilson guardó silencio, mientras su desayuno se enfriaba.

—¿Aún esperas que crea que todos los demás mienten? —preguntó por fin.

—Sí —respondió Beth—. Pareces olvidar que yo estaba presente, y sé que Danny es inocente.

—Cuatro contra uno —dijo el señor Wilson.

—Papá, no estamos hablando de una carrera de galgos, sino de la vida de Danny.

—No, estamos hablando de la vida de mi hijo —prosiguió el señor Wilson, y su voz se elevó con cada palabra.

—También era mi hijo —dijo la madre de Beth—, por si lo has olvidado.

—¿También has olvidado que Danny era el hombre con quien querías que me casara, y al que pediste que se ocupara del taller cuando tú te jubilaras? —preguntó Beth—. ¿Por qué has dejado de creer en él tan de repente?

—Hay algo que no te he contado —dijo el padre de Beth. La señora Wilson inclinó la cabeza—. Cuando Danny vino a verme aquella mañana, para decirme que iba a pedirte que te casaras con él, pensé que era justo informarle de que había cambiado de opinión.

—¿Cambiado de opinión sobre qué? —preguntó Beth.

—Sobre quién se ocuparía del taller cuando yo me jubilara.