58

Danny se preguntó cómo reaccionaría cuando se encontrara con Gerald Payne. No podía permitirse el lujo de expresar la menor emoción, y si perdía los estribos todas las horas dedicadas a planificar la caída de Payne no habrían servido de nada.

Big Al detuvo el coche ante Baker, Tremlett y Smythe unos minutos antes de la hora, pero cuando Danny pasó por las puertas giratorias, Gary Hall ya estaba esperándole junto al mostrador de recepción.

—Es un hombre excepcional —comentó con entusiasmo Hall mientras se dirigían a los ascensores—. El socio más joven de la historia de la empresa —añadió, mientras pulsaba un botón que les subió al último piso—. Y hace muy poco ha sido nombrado candidato al Parlamento para un escaño que tiene prácticamente asegurado, así que supongo que no estará mucho más tiempo con nosotros.

Danny sonrió. Su plan solo consistía en que echaran a Payne del trabajo. Tener que renunciar a un escaño parlamentario sería un premio añadido.

Cuando salieron del ascensor, Hall guió a su cliente más importante por el pasillo de los socios hasta que llegaron a una puerta con el nombre Gerald Payne impreso en letras doradas. Hall llamó con los nudillos, abrió y se apartó para dejar entrar a Danny. Payne se levantó de un brinco e intentó abrocharse la chaqueta mientras se acercaba a ellos, pero estaba claro que hacía ya algún tiempo que el botón no llegaba al ojal. Extendió la mano y dedicó a Danny una sonrisa exagerada. Por más que lo intentó, Danny no consiguió devolvérsela.

—¿Nos hemos visto antes? —preguntó Payne, mientras miraba a Danny con detenimiento.

—Sí —contestó Danny—. En la fiesta del teatro, con Lawrence Davenport.

—Ah, sí, por supuesto —dijo Payne, e invitó a Danny a sentarse al otro lado del escritorio. Gary Hall siguió de pie.

—Permítame empezar, sir Nicholas…

—Nick —dijo Danny.

—Gerald —dijo Payne. Danny asintió.

—Como estaba diciendo, permíteme que empiece expresando mi admiración por tu éxito con el ayuntamiento de Tower Hamlets, en relación con el solar de Bow, un trato que, en mi opinión, duplicará tu desembolso inicial en menos de un año.

—El señor Hall se ocupó de casi todo el trabajo preliminar… —manifestó Danny—. Temo que algo más apremiante me tenía distraído. Payne se inclinó hacia delante.

—¿Quieres que nuestra firma participe en tu último proyecto? —preguntó.

—En las fases finales, sin duda —respondió Danny—; si bien ya he terminado casi toda la investigación. No obstante, necesitaré que alguien me represente cuando llegue el momento de hacer una oferta por el solar.

—Será un placer ayudarte en todo cuanto podamos —dijo Payne, luciendo de nuevo una sonrisa—. ¿Estás dispuesto a confiar en nosotros en esta fase? —añadió. Danny se quedó satisfecho al ver que Payne solo estaba interesado en lo que podría sacar él en limpio. Esta vez, le devolvió la sonrisa.

—Todo el mundo sabe que si Londres sale elegida para organizar los Juegos Olímpicos de 2012, se podrán ganar montones de dinero durante el período previo —dijo Danny—. Con un presupuesto disponible de diez mil millones, debería haber suficiente para que todos nos forráramos.

—En circunstancias normales, estaría de acuerdo contigo —señaló Payne, algo decepcionado—, pero ¿no crees que el mercado ya está saturado?

—Sí —dijo Danny—, si solo te centras en el estadio principal, la piscina, el gimnasio, la villa olímpica o el centro ecuestre. Pero he descubierto una oportunidad que no ha llamado la atención de la prensa ni el interés del público.

Payne se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa, mientras Danny se reclinaba en su asiento y se relajaba por primera vez.

—Casi nadie ha reparado en que el Comité Olímpico ha estado examinando seis solares para construir un velódromo. ¿Cuánta gente puede decirte para qué sirve un velódromo?

—Para el ciclismo —dijo Gary Hall.

—Exacto —contestó Danny—. Y dentro de quince días, sabremos cuál de los dos solares ha sido preseleccionado por el Comité Olímpico. Apuesto a que, después del anuncio, únicamente se recogerá en un párrafo suelto del periódico local, y solo en las páginas deportivas. —Ni Payne ni Hall le interrumpieron—. Pero yo poseo información privilegiada —dijo Danny—, que adquirí al precio de cuatro libras con noventa y nueve.

—¿Cuatro libras con noventa y nueve? —repitió Payne, perplejo.

—El precio del Cyclittg Monthly —dijo Danny, al tiempo que sacaba un ejemplar del maletín—. En el número de este mes, no dejan la menor duda acerca de qué dos solares preseleccionará el Comité Olímpico, y está claro que el director tiene línea directa con el ministro.

Danny pasó la revista a Payne, abierta por la página pertinente.

—¿Y dices que la prensa no ha seguido esto? —preguntó Payne en cuanto hubo acabado de leer el artículo.

—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Danny.

—Pero en cuanto anuncien el ganador —adujo Payne—, docenas de inmobiliarias solicitarán el contrato.

—A mí no me interesa construir el velódromo —dijo Danny. Tengo la intención de haber ganado el dinero mucho antes de que la primera excavadora entre en el solar.

—¿Cómo esperas hacerlo?

—Debo admitir que eso me ha costado algo más que cuatro con noventa y nueve, pero si miras la contraportada del Cycling Monthly —dijo Danny, al tiempo que daba la vuelta a la revista— verás el nombre de los editores impreso en la esquina inferior derecha. La siguiente edición no estará en los quioscos hasta dentro de diez días, pero por un poco más del precio de venta al público he conseguido echar mano a las galeradas. Hay un artículo en la página diecisiete, escrito por el presidente de la Federación Británica de Ciclismo, en el cual dice que el ministro le ha asegurado que solo se toman en consideración dos solares. El ministerio efectuará un anuncio oficial a tal efecto en la Cámara de los Comunes el día antes de que la revista salga a la venta. Pero a continuación, detalla cuál de los dos solares respaldará su comité.

—Impresionante —comentó Payne—, pero los propietarios del solar deben de ser conscientes de que pueden llegar a ganar una fortuna, ¿no?

—Solo si consiguen leer el Cyclittg Monthly del mes que viene, porque en este momento todavía creen que están en una preselección de seis.

—¿Qué piensas hacer al respecto? —preguntó Payne.

—El solar preferido por la Federación de Ciclismo cambió de manos hace poco por tres millones de libras, aunque todavía no he podido averiguar quién es el comprador. Sin embargo, en cuanto el ministro haya hecho su anuncio, el solar podría valer quince, tal vez veinte millones de libras. Aunque han preseleccionado seis solares, si alguien ofreciera al propietario actual cuatro o cinco millones, sospecho que sentiría la tentación de aceptarlos antes que correr el riesgo de quedarse sin nada. Nuestro problema es que nos quedan menos de quince días para que se anuncie la preselección de dos, y en cuanto se haya hecho pública la opinión del presidente de la Federación de Ciclismo, no nos quedará nada.

—¿Puedo hacer una sugerencia? —intervino Payne.

—Adelante —dijo Danny.

—Si estás tan seguro de que solo existen dos solares rivales, ¿por qué no compras los dos? Puede que tus beneficios no sean tan grandes, pero sería imposible que perdieras. Danny comprendió por qué Payne se había convertido en el socio más joven de la historia de la firma.

—Buena idea —reconoció Danny—, pero es inútil hacer eso hasta averiguar si el solar que realmente nos interesa puede comprarse. Ahí entras tú. Encontrarás todos los detalles que necesitas en este expediente, dejando aparte quién es el propietario. Al fin y al cabo, algo tienes que hacer para ganar tu comisión.

Payne rio.

—Me pondré a trabajar enseguida, Nick, y me pondré en contacto contigo en cuanto haya localizado al vendedor.

—No te duermas —dijo Danny, y se levantó—. Las ganancias serán sustanciosas solo si nos movemos con rapidez.

Payne repitió la misma sonrisa de antes cuando se levantó a estrechar la mano de su nuevo cliente. Cuando Danny se disponía a marcharse, vio sobre la repisa de la chimenea una invitación que le resultó familiar.

—¿Irás a la fiesta que da Charlie Duncan esta noche? —preguntó fingiendo sorpresa.

—Sí. De vez en cuando invierto en sus espectáculos.

—Puede que nos veamos —dijo Danny—. En cuyo caso, podrás ponerme al corriente.

—De acuerdo —dijo Payne—. ¿Puedo preguntarte una cosa antes de que te vayas?

—Sí, por supuesto —respondió Danny, procurando disimular su ansiedad.

—En lo tocante a la inversión, ¿aportarás toda la cantidad?

—Hasta el último penique —aseguró Danny.

—¿Y no permitirás que nadie más se quede con un pedazo del pastel?

—No —dijo Danny con firmeza.

—Perdóneme, padre, porque he pecado —dijo Beth—. Han pasado dos semanas desde mi última confesión.

El padre Michael sonrió en cuanto reconoció la dulce voz de Beth. Sus confesiones siempre le conmovían, porque lo que ella consideraba pecado, la mayoría de sus parroquianos no lo consideraban ni tan siquiera digno de mención.

—Estoy preparado para escuchar tu confesión, hija mía —dijo, como si no tuviera ni idea de quién había al otro lado de la ventana de celosía.

—He pensado mal de los demás, y les he deseado la desgracia. El padre Michael se removió.

—¿Puedes decirme cuál ha sido la causa de esos malos pensamientos, hija mía?

—Quería que mi hija tuviera una vida mejor que la mía, y pensé que la directora del colegio que yo había elegido no me había tratado con justicia.

—¿Has pensado que quizá fuiste incapaz de ver las cosas desde su punto de vista? —preguntó el padre Michael—. Puede que hayas juzgado mal sus motivos. —Como Beth no contestó, añadió—: Debes recordar siempre, hija mía, que no nos compete a nosotros juzgar la voluntad del Señor, pues puede que tenga otros planes para tu hijita.

—En ese caso, debo pedir perdón a Dios —dijo Beth—, y esperar a descubrir cuál es su voluntad.

—Creo que ese es el camino correcto que debes seguir, hija mía. Entretanto, deberías rezar y buscar el consejo del Señor.

—¿Qué penitencia me impone por mis pecados, padre?

—Tienes que aprender a arrepentirte, y a perdonar a aquellos incapaces de comprender tus problemas —dijo el padre Michael—. Rezarás un padrenuestro y dos avemarías.

—Gracias, padre.

El padre Michael esperó hasta que oyó que se cerraba la pequeña puerta y estuvo seguro de que Beth se había ido. Continuó sentado solo un rato, mientras meditaba sobre el problema de Beth, contento de que ningún feligrés viniera a molestarle. Salió del confesionario y se encaminó a la sacristía. Dejó atrás a toda prisa a Beth, que estaba arrodillada, con la cabeza gacha y un rosario en las manos.

En cuanto llegó a la sacristía, el padre Michael cerró la puerta con llave, se sentó a su mesa y marcó un número. Esta era una de aquellas raras ocasiones en las que pensaba que la voluntad del Señor necesitaba un empujoncito.

Big Al dejó a su jefe ante la puerta principal pocos minutos después de las ocho. Danny entró en el edificio; no necesitó que le indicaran dónde estaba la oficina de Charlie Duncan. El ruido de carcajadas y conversaciones procedía del primer piso, y uno o dos invitados habían salido al rellano.

Danny subió la destartalada escalera, mal iluminada, y pasó ante carteles enmarcados de anteriores producciones de Duncan. No recordó que ninguna hubiera sido un éxito. Dejó atrás a una pareja abrazada, que ni siquiera le miró. Entró en lo que debía de ser sin duda la oficina de Duncan, y no tardó en descubrir por qué la gente había huido al rellano. Había tanta gente, que los invitados apenas podían moverse. Una joven de pie junto a una puerta le ofreció una copa, pero Danny le pidió un vaso de agua; necesitaba concentrarse si quería que su inversión rindiera dividendos.

Danny paseó la vista alrededor de la habitación, en busca de algún conocido, y localizó a Katie. Ella volvió la cabeza en cuanto le vio, lo que le arrancó una sonrisa y le hizo pensar en Beth. Ella siempre le había tomado el pelo por su timidez, sobre todo cuando entraba en una sala llena de desconocidos. Si Beth hubiera estado presente, a estas alturas ya estaría conversando con un grupo de personas a las que no conocía de nada. Cuánto la echaba de menos… Alguien le tocó el brazo, interrumpiendo sus pensamientos. Se volvió y vio a Gerald Payne a su lado.

—Nick —dijo, como si fueran viejos amigos—. Buenas noticias. He localizado el banco que representa al propietario de uno de los solares.

—¿Tienes contactos en él?

—Por desgracia no —admitió Payne—, pero como la sede central se halla en Ginebra, puede que el propietario sea un extranjero que no tiene ni idea del valor potencial del solar.

—O un inglés que lo conoce de sobra.

Danny ya había descubierto que las botellas de Payne siempre estaban medio llenas.

—Sea como sea —dijo Payne—, lo descubriremos mañana porque el banquero, un tal monsieur Segat, ha prometido llamarme por la mañana para informarme de si su cliente desea vender o no.

—¿Y el otro solar? —preguntó Danny.

—No tendría demasiado sentido ir a por él si el propietario del primer solar no quiere vender.

—Puede que tengas razón —dijo Danny, sin molestarse en señalar que era lo que él había recomendado.

—Gerald —dijo Lawrence Davenport, y se inclinó para besar en las mejillas a Payne.

Danny se quedó sorprendido al ver que Davenport iba sin afeitar, y con una camisa que habría utilizado más de una vez aquella semana. Mientras los dos hombres se saludaban, sintió tal odio por ambos que se descubrió incapaz de sumarse a la conversación.

—¿Conoces a Nick Moncrieff? —preguntó Payne.

Davenport no demostró reconocerle, ni tampoco el menor interés.

—Nos conocimos en su fiesta de final de temporada —puntualizó Danny.

—Ah, bien —dijo Davenport, algo más interesado.

—Vi la obra dos veces.

—Muy halagador —dijo Davenport, y le dedicó la sonrisa reservada a sus admiradores.

—¿Protagonizará también la nueva producción de Charlie? —preguntó Danny.

—No —contestó Davenport—. Por más que me encantó actuar en Ernesto, no puedo permitirme el lujo de dedicar mi talento solo al teatro.

—¿Por qué? —preguntó Danny en tono inocente.

—Si te comprometes a una temporada larga, dejas pasar muchas oportunidades. Nunca sabes cuándo aparecerá alguien para ofrecerte una película o el papel protagonista de una nueva miniserie.

—Qué lástima —dijo Danny—. Habría invertido mucho más si usted hubiera formado parte de la compañía.

—Muy amable —respondió Davenport—. Tal vez tendrá la ocasión en el futuro.

—Eso espero —dijo Danny—, porque es usted una verdadera estrella.

Empezaba a darse cuenta de que no había peligro en exagerar con Lawrence Davenport, siempre que estuvieras hablando de Lawrence Davenport.

—Bien —dijo Davenport—, si de veras quiere hacer una inversión astuta, tengo…

—¡Larry! —interrumpió una voz.

Davenport se volvió y besó a otro hombre, mucho más joven que él. El momento había pasado, pero Davenport había dejado la puerta abierta de par en par, y Danny tenía la intención de entrar sin anunciarse en algún momento.

—Qué triste —comentó Payne cuando Davenport se alejó.

—¿Triste? —preguntó Danny.

—Era la estrella de nuestra generación en Cambridge —explicó Payne—. Todos dábamos por sentado que su carrera sería brillante, pero no ha sido así.

—Observo que le llamas Larry —dijo Danny—. Como Laurence Olivier.

—Eso es lo único que tiene en común con Olivier.

Danny casi sintió pena por Davenport cuando recordó las palabras de Dumas: «Con amigos como estos…».

—Bien, el tiempo todavía está de su lado —añadió.

—Con sus problemas, no —dijo Payne.

—¿Sus problemas? —repitió Danny, y en ese momento sintió una palmada en la espalda.

—Hola, Nick —dijo Charlie Duncan, otro de esos amigos repentinos que el dinero atrae.

—Hola, Charlie —contestó Danny.

—Espero que estés disfrutando de la fiesta —dijo Duncan, mientras llenaba de champán la copa vacía de Danny.

—Sí, gracias.

—¿Aún piensas invertir en Bling Bling, muchacho? —susurró Duncan.

—Oh, sí —confirmó Danny—. Puedes apuntarme con diez mil. No añadió: «pese a que el libreto es infumable».

—Muy astuto —dijo Duncan, y le dio otra palmada en la espalda—. Mañana te enviaré por correo el contrato.

—¿Lawrence Davenport está rodando una película en este momento? —preguntó Danny.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque no va afeitado y por la ropa gastada. Supongo que se está metiendo en la piel de su personaje.

—No, no —rio Duncan—. No está interpretando un papel, es que acaba de levantarse de la cama. —Bajó la voz de nuevo—. Yo me mantendría alejado de él, muchacho.

—¿Por qué? —preguntó Danny.

—Vive a costa de los demás. No le prestes nada, porque nunca lo recuperarás. Dios sabe cuánto debe solo a los aquí presentes.

—Gracias por la advertencia —dijo Danny, mientras dejaba la copa de champán sobre una bandeja que pasaba—. He de irme. Gracias de todos modos, ha sido una fiesta estupenda.

—¿Tan pronto? Ni siquiera has conocido a las estrellas en las que vas a invertir.

—Te equivocas —dijo Danny.

La mujer descolgó el teléfono de su escritorio y reconoció la voz al instante.

—Buenas noches, padre —dijo—. ¿En qué puedo ayudarle?

—No, señorita Sutherland, soy yo quien desea ayudarla.

—¿En qué ha pensado?

—Esperaba ayudarla a tomar una decisión relativa a Christy Cartwright, una joven miembro de mi congregación.

—¿Christy Cartwright? —preguntó la directora—. El nombre me suena.

—No me extraña, señorita Sutherland. Cualquier directora de colegio perspicaz vería que Christy es una posible candidata a una beca, en esta espantosa época de tablas de clasificaciones.

—Y cualquier directora de colegio perspicaz también vería que los padres de la niña no estaban casados, una situación que los miembros del consejo de St. Verónica aún desaprueban, como estoy segura que recordará de los tiempos en los que usted pertenecía a la junta rectora.

—Con toda la razón, señorita Sutherland —replicó el padre Michael—, pero permítame tranquilizarla, recordándole que leí las amonestaciones tres veces en St. Mary, y anuncié la fecha de su matrimonio en el tablón de anuncios de la iglesia, así como en la revista de la parroquia.

—Pero por desgracia, el matrimonio no llegó a celebrarse —le recordó la directora.

—Debido a circunstancias imprevisibles —murmuró el padre Michael.

—Estoy segura de que no tengo que recordarle, padre, la encíclica Evangelium Vitae del papa Juan Pablo II, en la que deja claro que el suicidio y el asesinato son todavía, a los ojos de la Iglesia, pecados mortales. Me temo que no tengo otra elección que lavarme las manos en este asunto.

—No sería la primera persona en la historia que hiciera eso, señorita Sutherland.

—Eso es indigno de usted, padre —replicó la directora.

—Tiene razón en reprenderme, señorita Sutherland, y le pido disculpas. Temo que solo soy un ser humano, y por tanto proclive a cometer equivocaciones. Tal vez una de ellas tuvo lugar cuando una joven de talento excepcional presentó una solicitud para ser directora de St. Verónica, y yo no informé a los miembros del consejo de que había abortado recientemente. Estoy seguro de que no necesito recordarle, señorita Sutherland, que el Santo Padre también considera eso un pecado mortal.