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Danny sacó del estante el expediente con la inscripción «Davenport» y lo dejó sobre el escritorio. Volvió la primera página.

Davenport, Lawrence, actor — páginas 2-11 Davenport, Sarah, hermana, abogada — páginas 12-16 Duncan, Charlie, productor — páginas 17-20.

Buscó la página 17. Otro actor secundario estaba a punto de entrar a formar parte de la siguiente producción de Lawrence Davenport. Danny marcó su número.

—Charles Duncan Productions.

—Con el señor Duncan, por favor.

—¿De parte de quién?

—De Nick Moncrieff.

—Le paso, señor Moncrieff.

—Estoy intentando recordar dónde nos conocimos —dijo una voz al otro extremo de la línea.

—En el Dorchester, durante la fiesta de clausura de La importancia de llamarse Ernesto.

—Ah, sí, ahora me acuerdo. ¿Qué se le ofrece? —preguntó una voz suspicaz.

—Estoy pensando en invertir en su siguiente producción —dijo Danny—. Un amigo mío aportó unos miles de libras a Ernesto y me dijo que había obtenido buenos beneficios, así que pensé que este era el momento ideal para…

No podría haber llamado en mejor momento —reconoció Duncan—. Tengo lo que usted necesita, amigo. ¿Por qué no nos encontramos en el Ivy para echarnos algo al coleto y hablamos del asunto?

¿Era posible que alguien utilizara semejantes expresiones?, pensó Danny. En ese caso, aquello iba a ser más fácil de lo que había imaginado.

—No, permita que le lleve yo a comer, amigo —dijo Danny—. Debe de estar muy ocupado, de modo que tal vez sería tan amable de llamarme cuando esté libre.

—Vaya, qué curioso —señaló Duncan—. Acabo de cancelar una cita para mañana, de modo que si usted estuviera libre…

—Pues sí —dijo Danny, antes de lanzar el anzuelo—. ¿Por qué no viene al pub de mi barrio?

—¿Al pub de su barrio? —repitió Duncan, en tono poco entusiasta.

—Sí, el Palm Court Room del Dorchester. ¿A la una?

—Ah, sí, por supuesto. Nos veremos a la una —confirmó Duncan—. Es sir Nicholas, ¿verdad?

—Llámeme Nick —dijo Danny, colgó el teléfono y anotó la cita en su agenda.

El profesor Amirkhan Mori sonrió con benevolencia cuando contempló el abarrotado auditorio. Sus clases siempre atraían a un numeroso público, y no solo porque impartiera sabiduría y conocimiento, sino porque lograba hacerlo con humor. Danny había tardado un tiempo en darse cuenta de que al profesor le gustaba incitar a la discusión; profería afirmaciones escandalosas para ver qué reacciones despertaba en sus alumnos.

—Habría sido mejor para la estabilidad económica de nuestra nación que John Maynard Keynes no hubiera nacido nunca. Creo que no hizo nada que valiera la pena en toda su vida.

Se alzaron veinte manos.

—Moncrieff —dijo—. ¿Qué ejemplo nos puede ofrecer del legado de Keynes del que pudiera sentirse orgulloso?

—Fundó el Teatro de las Artes de Cambridge —respondio Danny, con la esperanza de seguirle el juego al profesor.

—También interpretó a Orsino en Noche de reyes cuando estudiaba en el King’s College —observó Mori—, pero eso fue antes de demostrar al mundo que era lógico, desde un punto de vista económico, que los países ricos invirtieran y alentaran a los países en vías de desarrollo. —El reloj de pared dio la una—. Ya estoy harto de vosotros —dijo el profesor. Bajó del estrado y desapareció por las puertas batientes entre risas y aplausos.

Danny sabía que no tenía tiempo de comer algo rápido en la cantina, si no quería llegar tarde a la entrevista con su agente de la condicional, pero mientras salía corriendo del salón de actos encontró al profesor Mori esperando en el pasillo.

—Me pregunto si podríamos hablar un momento, Moncrieff —dijo Mori, y sin esperar la respuesta se alejó por el pasillo. Danny le siguió hasta su despacho, preparado para defender las ideas de Milton Friedman, pues sabía que su último trabajo no seguía las opiniones expresadas por el profesor sobre la cuestión—. Siéntese, muchacho. Le ofrecería una copa, pero la verdad es que no tengo nada que valga la pena beber —reconoció—. Pero hablemos de cosas más importantes. Quería saber si ha pensado en presentarse al premio de ensayo Jennie Lee Memorial.

—No lo he pensado —admitió Danny.

—Pues debería hacerlo —dijo el profesor Mori—. Es usted de lejos el estudiante más brillante de su promoción, lo cual no es decir mucho, pero de todos modos creo que podría ganar el premio. Si tiene tiempo, debería planteárselo muy en serio.

—¿Cuáles son los requisitos? —preguntó Danny, para quien los estudios eran tan solo la segunda prioridad de su vida. El profesor cogió un folleto que descansaba sobre su escritorio, volvió la primera página y empezó a leer en voz alta.

—«El ensayo debería tener no menos de diez mil palabras, y no más de veinte mil, sobre un tema elegido por el aspirante, y debería entregarse antes de concluir el primer trimestre».

—Me halaga que me considere capacitado —dijo Danny.

—Lo único que me sorprende es que sus profesores de Loretto no le aconsejaran ir a Edimburgo o a Oxford, en lugar de alistarse en el ejército. A Danny le habría gustado decirle al profesor que nadie de la escuela Clement Attlee había ido a Oxford, ni siquiera el director.

—Tal vez preferiría pensárselo —sugirió el profesor—. Avíseme cuando haya tomado una decisión.

—Por supuesto —dijo Danny, mientras se levantaba para marcharse—. Gracias, profesor.

En cuanto se encontró en el pasillo, Danny empezó a correr hacia la entrada. Cuando atravesó las puertas, se sintió tranquilizado al ver a Big Al esperando junto al coche.

Danny meditó sobre las palabras del profesor Mori, mientras Big Al seguía el Strand y atravesaba el Malí, camino de Notting Hill Gate. Sobrepasaba constantemente el límite de velocidad, porque no quería que su jefe llegara tarde a la cita. Danny había dejado claro que prefería pagar una multa de tráfico que pasar otros cuatro años en Belmarsh. Fue mala suerte que Big Al frenara delante de la oficina de libertad condicional justo cuando la señorita Bennett bajaba del autobús. Miró a través de la ventanilla del coche, mientras Danny intentaba esconderse detrás del corpachón de Big Al.

—Debe de pensar que has robado un banco —dijo Big Al—, y que yo soy tu cómplice.

—Robé un banco —le recordó Danny.

Danny tuvo que esperar en recepción más rato del habitual, hasta que la señorita Bennett le indicó que entrara en su despacho. En cuanto se sentó en la silla de plástico al otro lado de la mesa de formica, la mujer habló.

—Antes de empezar, Nicholas, tal vez pueda explicarme de quién es el coche con el que ha llegado esta tarde.

—Es mío —contestó Danny.

—¿Y quién era el conductor? —preguntó la señorita Bennett.

—Es mi chófer.

—¿Cómo puede permitirse un BMW y tener un chófer, cuando solo declaró como fuente de ingresos su beca de estudios? —preguntó la mujer.

—Mi abuelo me legó un fondo fiduciario, por el cual me pagan al mes unas cien mil libras y…

—Nicholas —interrumpió la señorita Bennett—, estas entrevistas son una oportunidad para que se sincere sobre cualquier problema que le haya surgido, y así podamos ofrecerle consejo y ayuda. Le voy a conceder otra oportunidad de contestar a mis preguntas con sinceridad. Si continúa actuando de esta manera frivola, no tendré otra alternativa que hacerlo constar en mi siguiente informe al Ministerio del Interior, y ambos sabemos cuáles serán las consecuencias. ¿Me he expresado con claridad?

—Sí, señorita Bennett —dijo Danny, y recordó lo que Big Al le había dicho cuando se había enfrentado al mismo problema con su agente de la condicional. «Diles lo que quieren oír, jefe. La vida es mucho más fácil así».

—Se lo preguntaré una vez más. ¿Quién es el propietario del coche en el que ha llegado esta tarde?

—El hombre que lo conducía —contestó Danny.

—¿Es amigo suyo o trabaja para él?

—Lo conocí cuando estuve en el ejército, y como llegaba tarde, se ofreció a traerme.

—¿Puede decirme si tiene otra fuente de ingresos, aparte de la beca de estudios?

—No, señorita Bennett.

—Así está mejor —dijo la señorita Bennett—. ¿Ve lo bien que van las cosas cuando colabora? Bien, ¿desea hablar de algo más conmigo?

Danny estuvo tentado de contarle su encuentro con los tres banqueros suizos, explicarle cómo pensaba comprar un local o informarle también de lo que tenía previsto para Charlie Duncan.

—Mi profesor quiere que me presente al premio de ensayo Jennie Lee Memorial, y quiero saber qué me aconseja usted —fue su opción.

La señorita Bennett sonrió.

—¿Cree que mejorará sus posibilidades de ser profesor?

—Sí, supongo que sí —dijo Danny.

En ese caso, creo que debería presentarse.

—Le estoy muy agradecido, señorita Bennett.

—De nada —contestó ella—. Al fin y al cabo, para eso estoy.

La imprevista visita nocturna de Danny a Mile End Road había reavivado esas brasas que los condenados a cadena perpetua llaman sus demonios. Regresar al Old Bailey a plena luz del día significaría afrontar un reto mayor todavía.

Cuando Big Al entró con el coche en St. Paul’s Yard, Danny alzó la vista hacia la estatua erguida sobre el Tribunal Penal Central: una mujer intentaba mantener en equilibrio un par de balanzas. Cuando Danny había examinado su agenda para saber si podía comer con Charlie Duncan, recordó cómo había pensado pasar aquella mañana. Big Al dejó atrás la entrada pública, giró al final de la calle y se dirigió hacia la parte posterior del edificio, donde aparcó delante de una puerta con el rótulo entrada de visitantes.

En cuanto terminó los trámites de seguridad, Danny subió la escalinata de piedra que conducía al lugar destinado al público desde donde se dominaban las diferentes salas. Al llegar al último piso, un funcionario del tribunal ataviado con una larga toga negra de director de escuela le preguntó si sabía a qué sala quería ir.

—A la número cuatro —dijo al funcionario, que inmediatamente señaló el pasillo, la segunda puerta de la derecha.

Danny siguió sus instrucciones y entró. Un puñado de espectadores (familiares y amigos del acusado, además de los curiosos habituales) estaban sentados en un banco de la primera fila, mirando la sala. No se sentó con ellos.

El acusado no interesaba a Danny. Había ido a ver cómo se manejaba su adversario en su propio campo. Se sentó en un extremo de la última fila. Como un asesino avezado, gozaba de una vista perfecta de su presa, mientras que Spencer Craig habría tenido que volverse y mirar hacia el público si hubiera querido verle, aunque, para él, Danny solo habría sido una mancha irrelevante en su paisaje.

Danny estudió cada movimiento de Craig, como hace un boxeador con un contrincante, en busca de defectos, de sus puntos débiles. Craig delataba pocos a simple vista, sobre todo a los ojos de alguien inexperto. A medida que avanzaba la mañana, llegó a la conclusión de que era hábil, astuto y despiadado, todas ellas armas necesarias para la profesión que había elegido. Pero también daba la impresión de que estaba dispuesto a tensar los límites de la ley hasta el punto de ruptura, si ello era necesario para su caso; Danny lo había aprendido a su costa. Sabía que, cuando llegara el momento de enfrentarse a Craig, tendría que aguzar su inteligencia al máximo, porque su contrincante no se rendiría hasta exhalar el último suspiro.

Danny pensó que, ahora que sabía casi todo lo que debía saber sobre Spencer Craig, debía redoblar la cautela. Si bien contaba con la ventaja de haberse preparado y del elemento sorpresa, también le lastraba la desventaja de haber osado irrumpir en un territorio que Craig consideraba su hábitat natural, mientras que Danny solo hacía unos pocos meses que lo habitaba. Cada día que pasaba, el papel que interpretaba se le antojaba más real, de modo que ahora nadie que se cruzaba con él dudaba de que fuera sir Nicholas Moncrieff. Pero Danny recordó que Nick había escrito en su diario que, siempre que te enfrentas a un enemigo hábil, debes llevarle fuera de su terreno, para que no se sienta cómodo, porque entonces es cuando tienes más probabilidades de pillarle por sorpresa.

Danny había estado poniendo a prueba sus habilidades cada día, pero hacerse invitar a una fiesta de actores, dar la impresión de que era cliente habitual del Dorchester, engañar a un joven agente de la propiedad inmobiliaria y convencer a un productor teatral de que tal vez invertiría en su última producción, no eran más que las rondas preliminares de una larga competición en la que Craig era sin duda el cabeza de serie. Si Danny bajaba la guardia un momento, el hombre que se estaba pavoneando en la sala del tribunal no vacilaría en atacar de nuevo, y esta vez se ocuparía de que Danny fuera enviado a Belmarsh hasta el fin de sus días.

Tenía que atraer a ese hombre hasta un pantano del que no pudiera escapar. Charlie Duncan podría ayudarle a despojar a Lawrence Davenport de las admiradoras que le adoraban. Gary Hall podría provocar que Gerald Payne quedara humillado ante los ojos de sus colegas y amigos. Pero haría falta mucho más para lograr que Spencer Craig no acabara su carrera de abogado sentado en un juicio con peluca y toga roja, mientras le llamaban señoría, sino de pie en el banquillo de los acusados y condenado por asesinato por un jurado de ciudadanos.