A la mañana siguiente, cuando Fraser Munro acudió a la habitación de Danny, encontró a su cliente sentado en el suelo con las piernas cruzadas, en bata, rodeado de hojas de papel, un ordenador portátil y una calculadora.
—Lamento molestarle, sir Nicholas. ¿Vuelvo más tarde?
—No, no —respondió Danny mientras se levantaba—. Entre.
—Confío en que haya dormido bien —dijo Munro, mientras contemplaba el montón de papeles que cubrían el suelo.
—No me he acostado —admitió Danny—. He estado levantado toda la noche, repasando las cifras una y otra vez.
—¿Ha descubierto algo más? —preguntó Munro.
—Eso espero —dijo Danny—, porque tengo la sensación de que Gene Hunsacker no ha perdido el sueño preguntándose el valor de la colección.
—¿Tiene idea de…?
—Bien —comenzó Danny—, la colección consiste en veintitrés mil ciento once sellos, adquiridos durante un período de más de setenta años. Mi abuelo compró el primer sello en 1920, a la edad de trece años, y siguió coleccionando hasta 1998, unos meses antes de morir. En total, gastó trece millones setecientas noventa y nueve mil cuatrocientas doce libras.
—No me extraña que Hunsacker opine que es la mejor colección del mundo —señaló Munro. Danny asintió.
—Algunos sellos son increíblemente raros. Hay, por ejemplo, un «centro invertido» de un centavo estadounidense de 1901, un sello azul hawaiano de dos centavos de 1851 y un escarlata de dos peniques de Terranova de 1857, por el cual pagó ciento cincuenta mil dólares en 1978. Pero el orgullo de la colección ha de ser un sello negro sobre magenta de un centavo de la Guyana británica de 1856, que compró en una subasta en abril de 1980 por ochocientos mil dólares. Esa es la buena noticia —anunció Danny—. La mala es que tardaría un año, si no más, en tasar todos los sellos. Hunsacker lo sabe, por supuesto, pero tenemos a favor que no va a esperar un año, porque entre otras cosas he descubierto en un artículo que conservaba mi abuelo, que Hunsacker tiene un rival, un tal Tomoji Watanabe, un comerciante de materias primas de Tokio. Por lo visto —continuó Danny, mientras se agachaba para recoger un viejo recorte del Time Magazine—, es una cuestión de opinión decidir cuál de ambas colecciones era la segunda después de la de mi abuelo. Esa discusión se solventará en cuanto uno de ellos se apodere de esto —dijo Danny, y levantó el inventario.
—Esa información, si me permite el comentario —intervino Munro—, nos coloca en una posición de mucha fuerza.
—Es posible —concedió Danny—, pero cuando se manejan cantidades de tal magnitud (un rápido cálculo permite deducir que la colección debe de valer alrededor de cincuenta millones de dólares), hay muy pocas personas en el mundo, y sospecho que en este caso solo hay dos, capaces de entrar en la puja, de modo que no puedo permitirme el lujo de estropear mis posibilidades.
—Me he perdido —confesó Munro.
—Esperemos que no me pase a mí eso cuando empiece la partida de póquer, porque sospecho que si la siguiente persona que llama a la puerta no es un camarero que nos trae el desayuno, será el señor Gene Hunsacker, con la esperanza de comprar una colección de sellos que ha perseguido durante los últimos quince años. Así que será mejor que me duche y me vista. No quiero que piensen que he estado levantado toda la noche, intentando calcular cuánto debería pedir.
—El señor Galbraith, por favor.
—¿De parte de quién?
—De Hugo Moncrieff.
—Le paso enseguida, señor.
—¿Cómo le ha ido en Ginebra? —fueron las primeras palabras de Galbraith.
—Nos fuimos de vacío.
—¿Qué? ¿Cómo es posible? Tenía todos los documentos que necesitaba para validar su reclamación, incluido el testamento de su padre.
—De Coubertin dijo que el testamento era falso, y prácticamente nos echó de su despacho.
—Pero no lo entiendo —dijo Galbraith, que parecía realmente sorprendido—. Ordené que lo examinara una autoridad en la materia, y superó todas las pruebas habituales.
—Bien, no cabe duda de que De Coubertin no está de acuerdo con su experto, de modo que le llamo para preguntar cuál debería ser nuestro siguiente movimiento.
—Llamaré a De Coubertin de inmediato, y le advertiré de que se prepare para recibir una demanda tanto en Londres como en Ginebra. De ese modo conseguiremos que se lo piense dos veces antes de hacer negocios con otra persona, hasta que los tribunales hayan decidido sobre la validez de este testamento.
—Tal vez ha llegado el momento de que llevemos a la práctica el otro asunto del que hablamos antes de volar a Ginebra.
—Lo único que necesitaré para ello es el número de vuelo de su sobrino —dijo Galbraith.
—Tenía razón —reconoció Munro, cuando Danny salió del cuarto de baño veinte minutos después.
—¿Sobre qué? —preguntó Danny.
—La siguiente persona que llamó a la puerta fue el camarero —añadió Munro, mientras Danny se sentaba a la mesa—. Un joven muy avispado que me proporcionó gran cantidad de información.
—Entonces, no sería suizo —dijo Danny, mientras desdoblaba la servilleta.
—Por lo visto —continuó Munro—, ese tal señor Hunsacker se registró en el hotel hace dos días. La dirección envió una limusina al aeropuerto para recogerle cuando aterrizó su avión privado. El joven también me dijo, a cambio de diez francos suizos, que su estancia en el hotel es indefinida.
—Una inteligente inversión —opinó Danny.
—Aún es más interesante que la misma limusina llevó a Hunsacker a la Banque de Coubertin ayer por la mañana, donde sostuvo una entrevista de cuarenta minutos con el presidente.
—Para examinar la colección, sin duda —dedujo Danny.
—No —dijo Munro—. De Coubertin jamás permitiría que nadie se acercara a aquella habitación sin que usted lo autorizara. Eso quebrantaría todas las normas de su política bancaria. En cualquier caso, no era necesario.
—¿Por qué? —preguntó Danny.
—Recordará que, cuando su abuelo permitió que toda su colección se expusiera en el Smithsonian, en Washington, para celebrar sus ochenta años, una de las primeras personas que cruzó las puertas la mañana de la inauguración fue el señor Gene Hunsacker.
—¿Qué más le dijo el camarero? —inquirió Danny sin pestañear.
—El señor Hunsacker se encuentra en este momento desayunando en su habitación, en el piso de arriba, esperando a que usted llame a su puerta.
—Pues tendrá que esperar sentado —dijo Danny—. Porque no es mi intención ser el primero en mover ficha.
—Qué lástima —protestó Munro—. Ansiaba presenciar el encuentro. En una ocasión, gocé del privilegio de asistir a una negociación en la que su abuelo tomaba parte. Al final de la reunión, me marché sintiéndome magullado y contusionado… y eso que estaba de su lado. Danny rio.
Alguien llamó a la puerta.
—Antes de lo que esperaba —afirmó Danny.
—Podría ser su tío Hugo, blandiendo otra demanda —aventuró Munro.
—O el camarero que viene a retirar los platos del desayuno. Sea como sea, necesitaré un momento para hacer desaparecer todos estos papeles. No puedo permitir que Hunsacker piense que desconozco el valor de la colección.
Danny se arrodilló en el suelo y Munro le ayudó a recoger montones de papeles dispersos.
Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con más energía. Danny desapareció en el cuarto de baño con los papeles, mientras Munro se disponía a abrir.
—Buenos días, señor Hunsacker, me alegro de volver a verle. Nos conocimos en Washington —añadió, al tiempo que le ofrecía la mano, pero el texano entró en tromba en busca de Danny.
La puerta del cuarto de baño se abrió un momento después, y Danny reapareció cubierto con una bata del hotel. Bostezó y estiró los brazos.
—Qué sorpresa, señor Hunsacker —dijo—. ¿A qué debo este honor inesperado?
—De sorpresa nada —replicó Hunsacker—. Me vio ayer a la hora del desayuno. Es difícil no verme. Y puede dejarse de bostezos, sé que ya ha desayunado —dijo, y miró la tostada mordisqueada.
—Después de pagar diez francos suizos, sin duda —observó Danny con una sonrisa—. Pero dígame qué le ha traído hasta Ginebra —añadió, mientras se hundía en la butaca más cómoda de la habitación.
—Sabe muy bien por qué estoy en Ginebra —dijo Hunsacker, y encendió su puro.
—Esta planta es de no fumadores —le recordó Danny.
—Chorradas —gruñó Hunsacker, y tiró ceniza en la alfombra—. ¿Cuánto quiere?
—¿A cambio de qué, señor Hunsacker?
—No juegue conmigo, Nick. ¿Cuánto quiere?
—Confieso que estaba hablando de este asunto con mi asesor legal, tan solo momentos antes de que usted llamara a la puerta, y me recomendó sabiamente que debía esperar un poco más antes de comprometerme.
—¿Para qué esperar? A usted no le interesan los sellos.
—Es cierto —reconoció Danny—, pero puede que a otros sí.
—¿Como quién?
—Al señor Watanabe, por ejemplo —dijo Danny.
—Se está echando un farol.
—Eso es lo que él dijo de usted.
—¿Ya se ha puesto en contacto con Watanabe?
—Todavía no —admitió Danny—, pero espero que me llame de un momento a otro.
—Diga su precio.
—Sesenta y cinco millones de dólares —dijo Danny.
—Está loco. Eso es el doble de su valor. Y sabe que soy la única persona del mundo capaz de permitirse el lujo de comprar la colección. Le bastaría una llamada telefónica para descubrir que Watanabe no juega en mi liga.
—En ese caso, tendré que dividir la colección —anunció Danny—. Al fin y al cabo, el señor Blundell me aseguró que Sotheby’s estaba en condiciones de garantizarme unos generosos ingresos hasta el fin de mis días, sin tener que saturar el mercado en ningún momento. Eso le concedería a usted y al señor Watanabe la oportunidad de seleccionar cuidadosamente los ejemplares concretos que desearan añadir a su colección.
—Al tiempo que usted pagaba al vendedor el recargo del diez por ciento sobre cada ejemplar de la colección —agregó Hunsacker, y señaló con el puro a Danny.
—No olvidemos el veinte por ciento de recargo al comprador —replicó Danny—. No nos engañemos, Gene, soy treinta años más joven que usted, de modo que no soy yo quien tiene prisa.
—Estaría dispuesto a pagar cincuenta millones —dijo Hunsacker.
Danny se quedó sorprendido, pues esperaba que Hunsacker ofrecería un precio inicial de cuarenta millones, pero ni siquiera pestañeó. A mí me gustaría llegar hasta sesenta.
—Hasta cincuenta y cinco —dijo Hunsacker.
—Insuficiente para un hombre que ha recorrido en su avión privado medio mundo para averiguar quién acabaría siendo el dueño de la colección Moncrieff.
—Cincuenta y cinco —repitió Hunsacker.
—Sesenta —insistió Danny.
—No, cincuenta y cinco es mi límite. Enviaré un giro postal a cualquier banco del mundo, lo cual significa que debería estar ingresado en su cuenta corriente dentro de dos horas.
—¿Por qué no nos jugamos a cara o cruz los últimos cinco millones?
—Porque usted no tiene nada que perder. He dicho cincuenta y cinco. Lo toma o lo deja.
—Creo que lo dejaré —dijo Danny, y se levantó de la silla—. Buen viaje de vuelta a Texas, Gene, y llámeme si desea hacerme una oferta por algún sello en particular antes de que telefonee al señor Watanabe.
—De acuerdo, de acuerdo. Nos jugaremos a cara o cruz los últimos cinco millones. Danny se volvió hacia su abogado.
—¿Sería tan amable de actuar de árbitro, señor Munro?
—Sí, por supuesto —contestó Munro.
Danny le dio una moneda de una libra; se quedó sorprendido al ver que la mano de Munro temblaba cuando la apoyó sobre el extremo de su pulgar. La tiró al aire.
—Cara —dijo Hunsacker.
La moneda aterrizó sobre la gruesa alfombra que había junto a la chimenea. Cayó de canto.
—Acordemos cincuenta y siete millones y medio —dijo Danny.
—Trato hecho —aceptó Hunsacker. Se agachó, recogió la moneda y la guardó en el bolsillo.
—Creo que era mía —dijo Danny, y extendió la mano. Hunsacker le devolvió la moneda y sonrió.
—Deme la llave, Nick, para que pueda inspeccionar la mercancía.
—No es necesario —respondió Nick—. Al fin y al cabo, ya vio toda la colección en Washington. No obstante, permitiré que se quede el libro mayor de mi abuelo —dijo, al tiempo que levantaba el grueso volumen encuadernado en piel y se lo daba—. En cuanto a la llave —añadió con una sonrisa—, el señor Munro se la entregará en cuanto el dinero esté ingresado en mi cuenta. Creo que dijo que sería cuestión de un par de horas.
Hunsacker se encaminó hacia la puerta.
—Por cierto, Gene… —Hunsacker dio media vuelta—. Procure hacerlo antes de que el sol se ponga en Tokio.
Desmond Galbraith habló por la línea privada del teléfono de su despacho.
—Una persona de confianza del hotel me ha informado de que han reservado dos pasajes para el vuelo 737 de British Airways —anunció Hugo Moncrieff—, que despega de aquí a las ocho y cincuenta y cinco minutos, y llega a Heathrow a las nueve y cuarenta y cinco.
—Es lo único que necesitaba saber —dijo Galbraith.
—Volveremos a Edimburgo a primera hora de la mañana.
—Lo cual debería conceder a De Coubertin tiempo más que suficiente para reflexionar sobre con qué rama de la familia Moncrieff prefiere hacer negocios.
—¿Le apetece una copa de champán? —preguntó la azafata.
—No, gracias —rehusó Munro—. Solo whisky con soda.
—¿Y a usted, señor?
—Yo sí tomaré una copa de champán, gracias —dijo Danny. Cuando la azafata se alejó, se volvió hacia Munro—: ¿Por qué cree que el banco no se tomó en serio la reclamación de mi tío? Al fin y al cabo, debió de enseñar a De Coubertin el testamento nuevo.
—Supongo que se fijaron en algo que a mí me pasó por alto —se lamentó Munro.
—¿Por qué no llamó a De Coubertin y le preguntó qué era?
—Ese hombre jamás admitiría que se entrevistó con su tío, y mucho menos que había visto el testamento de su abuelo. De todos modos, ahora que usted tiene casi sesenta millones de dólares en el banco, supongo que querrá que le defienda de todas las demandas.
—Me pregunto qué habría hecho Nick —murmuró Danny, mientras se sumía en un sueño profundo.
Munro enarcó una ceja, pero no preguntó nada a su cliente, teniendo en cuenta que la noche anterior no se había acostado.
Danny despertó sobresaltado cuando las ruedas tocaron la pista de Heathrow. Munro y él fueron de los primeros en desembarcar del avión. Cuando bajaban la escalera, se quedaron sorprendidos al ver a tres policías en la pista. Munro observó que no llevaban metralletas, de modo que no podían ser de seguridad. Cuando el pie de Danny tocó el último peldaño, dos policías le agarraron, mientras el tercero le retorcía los brazos a la espalda y le esposaba.
—Está detenido, Moncrieff —dijo uno de ellos mientras se lo llevaban.
—¿De qué se le acusa? —preguntó Munro, pero no recibió respuesta, porque el coche de la policía, con la sirena conectada, ya se estaba alejando a toda velocidad. Todos los días, desde su puesta en libertad, Danny se había preguntado cuándo le atraparían. La única sorpresa era que le habían llamado Moncrieff.
Beth ya no podía soportar mirar a su padre, con el cual no había hablado desde hacía días. Pese a que el doctor la había advertido, le sorprendía lo demacrado que estaba.
El padre Michael había visitado a su feligrés cada día desde que estaba postrado en la cama, y aquella mañana había pedido a la madre de Beth que por la noche reuniera a los familiares y amigos íntimos alrededor del enfermo, pues ya no podía retrasar más la extremaunción.
—Beth.
Beth se quedó sorprendida cuando su padre habló.
—Sí, papá —dijo, y tomó su mano.
—¿Quién lleva el taller? —preguntó, con una voz aguda casi inaudible.
—Trevor Sutton —contestó ella en un murmullo.
—No está a la altura. Tendrás que contratar a otro, y deprisa.
—Lo haré, papá —le prometió Beth. No le explicó que nadie más quería el trabajo.
—¿Estamos solos? —preguntó el hombre después de una larga pausa.
—Sí, papá. Mamá está en la habitación de enfrente, hablando con la señora…
—¿La señora Cartwright?
—Sí —admitió Beth.
—Demos gracias a Dios por su sentido común. —Su padre hizo otra pausa para respirar—. Que tú has heredado.
Beth sonrió. Su padre ya casi no podía hablar.
—Dile a Harry —dijo de repente, con voz todavía más débil— que me gustaría verles a los dos antes de morir.
Beth había dejado de decir: «No vas a morir» hacía ya un tiempo.
—Por supuesto, papá —susurró en su oído. Otra larga pausa, otra lucha por respirar.
—Prométeme otra cosa —balbuceó.
—Lo que sea.
Asió la mano de su hija.
—Que lucharás por limpiar su nombre.
Su presa se debilitó, y la mano colgó flácida.
—Lo haré —dijo Beth, aunque sabía que él ya no podía oírla.