Cuando Nick Moncrieff cruzó la calle, un par de transeúntes le miraron con cierta sorpresa. Estaban acostumbrados a ver salir presos por la puerta, pero no a alguien cargado con una maleta de piel y vestido como un terrateniente.
Danny no miró atrás ni una sola vez, mientras caminaba hacia la estación más cercana. Después de comprar el billete (su primera transacción monetaria en más de dos años), subió al tren. Miró por la ventanilla y se sintió extrañamente inseguro. Ni muros, ni alambradas de espino, ni puertas con barrotes, ni carceleros… guardias. Imita a Nick, habla como Nick, piensa como Danny.
En Cannon Street, Danny tomó el metro. Los usuarios se movían a un ritmo diferente del que se había acostumbrado en la cárcel. Algunos iban vestidos con trajes elegantes, hablaban con acento elegante y hacían negocios con el dinero de los elegantes, pero Nick le había enseñado que no eran más elegantes que él. Solo habían empezado la vida en una cuna diferente.
En King’s Cross, Nick se bajó, cargado con su pesada maleta. Pasó junto a un policía que ni siquiera le miró. Consultó el tablón de salidas. El siguiente tren a Edimburgo salía a las once, y llegaba a la estación de Waverley a las tres y veinte de la tarde. Aún tenía tiempo de desayunar. Tomó un ejemplar de The Times de un expositor que había en el exterior de W. H. Smith[8]. Había recorrido unos pasos, cuando cayó en la cuenta de que no había pagado el periódico. Sudando profusamente, volvió corriendo y se sumó a la cola de la caja registradora. Recordó que le habían contado el caso de un preso recién liberado, que cuando regresaba a su casa de Bristol había cogido un Mars de un expositor de la estación de Reading. Fue detenido por hurto y regresó a Belmarsh siete horas después. Acabó sentenciado a tres años más.
Danny pagó el periódico y entró en la cafetería más cercana, donde hizo otra cola. Cuando llegó al calientaplatos, pasó su bandeja a la chica que había al otro lado del mostrador.
—¿Qué le apetece? —preguntó la joven, sin ni siquiera mirar la bandeja.
Danny no estaba seguro de qué responder. Durante más de dos años había comido lo que le ponían en el plato.
—Huevos, beicon, champiñones y…
—Ya puestos, podría pedir el desayuno inglés.
—De acuerdo, el desayuno inglés —dijo Danny—. Y, y…
—¿Té o café?
—Sí, café sería estupendo —dijo, consciente de que iba a tardar un poco en acostumbrarse a que le dieran lo que pedía. Encontró sitio en una mesa de un rincón. Cogió la botella de salsa HP y vertió una cantidad en el plato que Nick habría aprobado. Después abrió el periódico y buscó las páginas de negocios. Imita a Nick, habla como Nick, piensa como Danny.
Las empresas de internet aún sucumbían a las primeras de cambio cuando sus propietarios descubrían que los mansos raras veces heredan la tierra. Cuando Danny llegó a las primeras páginas, había terminado el desayuno y estaba disfrutando de un segundo café. Alguien se había acercado a su mesa y no solo había vuelto a llenar su taza sino que sonrió cuando dijo gracias. Danny empezó a leer el artículo principal de la primera plana. En él se atacaba de nuevo al líder del Partido Conservador, Iain Duncan Smith. Si el primer ministro convocaba elecciones, Danny votaría a Tony Blair. Sospechaba que Nick habría apoyado a Iain Duncan Smith. Al fin y al cabo, era otro soldado veterano. Tal vez se abstendría. No, debía ceñirse a su papel si confiaba en engañar a los votantes, ya no digamos continuar en el cargo.
Danny terminó su café, pero tardó un rato en moverse. Necesitaba que el señor Pascoe le dijera que podía volver a su celda. Sonrió para sí, se levantó y salió de la cafetería. Sabía que había llegado el momento de afrontar la primera prueba. Cuando vio una hilera de cabinas telefónicas, respiró hondo. Sacó su billetero (el billetero de Nick), extrajo una tarjeta y marcó el número impreso en la esquina inferior derecha.
—Munro, Munro y Carmichael —anunció una voz.
—El señor Munro, por favor —dijo Nick.
—¿Qué señor Munro? —Danny consultó la tarjeta.
—El señor Fraser Munro.
—¿De parte de quién?
—De Nicholas Moncrieff.
—Le paso enseguida, señor.
—Gracias.
—Buenos días, sir Nicholas —dijo la siguiente voz cantarina que Danny oyó—. Me alegro de oírle.
—Buenos días, señor Munro. —Danny hablaba despacio—. Estoy pensando en viajar a Escocia dentro de unas horas, y me preguntaba si mañana tendría algún momento libre para recibirme.
—Por supuesto, sir Nicholas. ¿Le va bien a las diez?
—Admirablemente —convino recordando una de las palabras favoritas de Nick.
—En ese caso, le espero en mi despacho mañana por la mañana a las diez.
—Adiós, señor Munro —dijo Danny, que se reprimió a tiempo de preguntarle dónde estaba su despacho.
Danny colgó el teléfono. Estaba cubierto de sudor. Big Al estaba en lo cierto. Munro esperaba una llamada de Nick. ¿Por qué iba a pensar ni por un momento que estaba hablando con otra persona?
Danny fue de los primeros en subir al tren. Mientras esperaba a que arrancara, centró su atención en las páginas deportivas. Aún faltaba un mes para el inicio de la temporada de fútbol, pero había depositado grandes esperanzas en el West Ham, que había terminado séptimo de Premier League la temporada anterior. Experimentó una punzada de tristeza al pensar que jamás podría volver a Upton Park por temor a ser reconocido. Se acabó cantar «I’m Forever Blowing Bubbles»[9]. Intenta recordar, Danny Cartwright está muerto… y enterrado.
El tren salió poco a poco de la estación, y Danny vio cómo Londres daba paso al campo. Le sorprendió la rapidez con la que habían alcanzado la velocidad máxima. Nunca había estado en Escocia. Lo más al norte que había llegado era Vicarage Road, en Watford.
Danny se sentía agotado, y solo llevaba fuera de la prisión unas horas. El ritmo de todo era mucho más veloz, pero lo peor era que había que tomar decisiones. Consultó el reloj de Nick (su reloj): las once y cuarto. Intentó leer el periódico, pero le cayó la cabeza hacia atrás.
—Billetes, por favor.
Danny despertó sobresaltado, se frotó los ojos y tendió su pase de ferrocarril al revisor.
—Lo siento, señor, pero este billete no es válido para el expreso. Tendrá que pagar un suplemento.
—Pero yo estaba… —empezó Danny—. Lo lamento. ¿Cuánto es?
—Ochenta y cuatro libras.
Danny no podía creer que hubiera cometido un error tan estúpido. Sacó la cartera y entregó el dinero. El revisor imprimió un recibo.
—Gracias, señor —dijo, después de dar a Danny su billete.
Danny observó que le había llamado señor sin pensarlo, no colega, como habría hecho un conductor de autobuses del East End.
—¿Desea comer el señor?
Una vez más, solo debido a su atuendo y a su acento.
—Sí —respondió.
—El vagón restaurante está dos coches más adelante. Iniciarán el servicio de restauración dentro de media hora.
—Se lo agradezco.
Otra de las expresiones de Nick.
Danny miró por la ventanilla y vio pasar la campiña. Después de atravesar Grantham, volvió a las páginas de economía, pero le interrumpió una voz que anunciaba por megafonía que se abría el servicio de restaurante. Cuando llegó, se sentó a una mesa pequeña, con la esperanza de que nadie se le uniera. Estudió la carta con detenimiento, mientras se preguntaba qué platos habría elegido Nick. Un camarero apareció a su lado.
—El paté —dijo Danny. Sabía pronunciar la palabra, aunque no tenía ni idea de a qué sabía. En el pasado, su regla de oro era no pedir nada que llevara nombre extranjero—. Seguido de filete con pastel de riñones.
—¿Y de postre?
Nick le había enseñado que nunca debía pedir los tres platos a la vez.
—Ya me lo pensaré —respondió.
—Por supuesto, señor.
Cuando Danny terminó de comer, había leído todo lo que The Times podía ofrecer, incluidas las críticas teatrales, que solo le llevaron a pensar en Lawrence Davenport. Por ahora, Davenport tendría que esperar. Danny tenía otras cosas en que pensar. Había disfrutado de la comida, hasta que el camarero le entregó una cuenta de veintisiete libras. Le dio tres billetes de diez libras, consciente de que su billetero se estaba adelgazando a marchas forzadas.
Según el diario de Nick, el señor Munro creía que, si la finca de Escocia y la casa de Londres se ponían a la venta, alcanzarían cantidades considerables, aunque le había advertido que podían pasar varios meses antes de que la venta se cerrara. Danny sabía que no podría sobrevivir varios meses con menos de doscientas libras.
Volvió a su asiento y empezó a pensar en su encuentro con Munro de la mañana siguiente. Cuando el tren paró en Newcasde upon Tyne, Danny desabrochó las correas de cuero de la maleta, la abrió y encontró la carpeta del señor Munro. Extrajo las cartas. Si bien contenían todas las respuestas del señor Munro a las preguntas de Nick, Danny no tenía forma de saber qué había escrito Nick en sus cartas. Tendría que adivinar qué preguntas había hecho Nick después de leer las respuestas de Munro, con solo las fechas y las anotaciones de los diarios como puntos de referencia. Después de leer la correspondencia de nuevo, no le cupo la menor duda de que tío Hugo se había aprovechado de que Nick había estado encerrado durante los últimos cuatro años.
Danny se había topado con clientes como Hugo cuando trabajaba en el taller: usureros, agentes de la propiedad inmobiliaria y vendedores ambulantes convencidos de que podían engañarle, pero nunca había sido así, y ninguno llegó a descubrir sus dificultades para leer un contrato. Sin darse cuenta empezó a pensar en las asignaturas que había aprobado tan solo unos días antes de ser puesto en libertad. Se preguntó si Nick habría pasado con todos los honores, otra expresión de Nick. Había prometido a su compañero de celda que, si ganaba la apelación, lo primero que haría sería estudiar para licenciarse. Albergaba la intención de cumplir dicha promesa y licenciarse en nombre de Nick. Piensa como Nick, olvídate de Danny, se recordó. Eres Nick, tú eres Nick. Repasó las cartas de nuevo como si estuviera preparando un examen, un examen en el que no podía fracasar.
El tren llegó a la estación de Waverley a las tres y media, con diez minutos de retraso. Danny se unió a la multitud que caminaba por el andén. Miró en el tablón de salidas la hora del siguiente tren a Dunbroath. Otros veinte minutos. Compró un ejemplar del Edinburgh Evening News y se conformó con una baguette de beicon del Upper Crust[10]. ¿Se daría cuenta el señor Munro de que no pertenecía a la flor y nata? Fue a buscar su andén, y después se sentó en un banco. El periódico estaba lleno de nombres y lugares de los que nunca había oído hablar: problemas con el comité de urbanismo de Duddlingston, el coste del edificio inacabado del Parlamento escocés, un suplemento que aportaba detalles sobre algo llamado el Festival de Edimburgo, que tendría lugar el mes siguiente. Las perspectivas del Hearts y del Hibs para la próxima temporada dominaban las últimas páginas, sustituyendo sin más trámites al Arsenal y al West Ham.
Diez minutos después, Danny subió a bordo del tren de cercanías de Dunbroath, un trayecto que duró cuarenta minutos, con parada en varias estaciones cuyos nombres ni siquiera sabía pronunciar. A las cuatro y cuarenta minutos, el pequeño tren entró traqueteando en la estación de Dunbroath. Danny arrastró la maleta por el andén hasta salir a la calle, aliviado al ver un solo taxi en la parada. Nick subió al asiento de delante, mientras el taxista guardaba la maleta en el maletero.
—¿Adónde? —preguntó el conductor en cuanto se sentó detrás del volante.
—¿Podría recomendarme un hotel?
—Solo hay uno —dijo el taxista.
—Bien, eso soluciona el problema —dijo Danny, al tiempo que el coche se ponía en marcha.
Tres libras con cincuenta más tarde, propina aparte, Danny bajó delante del Moncrieff Arms. Subió los peldaños, atravesó las puertas batientes y dejó caer la maleta junto al mostrador de recepción.
—Necesito habitación para una noche —informó a la recepcionista.
—¿Una individual?
—Sí, gracias.
—¿Quiere hacer el favor de firmar el formulario de reserva, señor? —Danny ya podía firmar con el nombre de Nick casi sin pensarlo—. ¿Puedo hacer una fotocopia de su tarjeta de crédito?
—Pero es que no… —empezó Danny—. Pagaré en metálico —concluyó Nick.
—Por supuesto, señor.
La mujer dio la vuelta al formulario, miró el nombre y trató de disimular su sorpresa. Desapareció en un cuarto interior sin decir palabra. Unos momentos después, un hombre de edad madura, vestido con un jersey a cuadros y pantalones de pana marrones, salió de la oficina.
—Bienvenido a casa, sir Nicholas. Soy Robert Kilbride, el director del hotel. Le pido disculpas, pero no le esperábamos. Le trasladaré a la suite Walter Scott.
«Trasladar» es una palabra que todos los presidiarios temen.
—Pero… —empezó Danny, al recordar el poco dinero que quedaba en la cartera.
—Sin recargo —añadió el director.
—Gracias —dijo Nick.
—¿Cenará con nosotros?
—Sí —dijo Nick—. No —corrigió Danny, al recordar sus magras reservas—. Ya he comido.
—Por supuesto, sir Nicholas. Un portero subirá su maleta a la habitación.
Un joven acompañó a Danny hasta la suite Walter Scott.
—Me llamo Andrew —anunció, mientras abría la puerta—. Si necesita algo, descuelgue el teléfono y hágamelo saber.
—Necesito que me planchen un traje y me laven una camisa para una reunión que tengo mañana a las diez —pidió Danny.
—Por supuesto, señor. Los tendrá a tiempo de su reunión.
—Gracias —dijo Danny. Otra propina. Danny se sentó en el borde de la cama y encendió la televisión. Vio las noticias locales, transmitidas con un acento que le recordaron a Big AI. No fue hasta que cambió a la BBC2 cuando fue capaz de seguir cada palabra, pero al cabo de unos minutos se había dormido.