Había elegido el día con sumo cuidado, incluso la hora, pero lo que no había planeado era la coincidencia en el tiempo de varios acontecimientos.
El alcaide había decidido el día, y el jefe de los guardias le había apoyado. En esta ocasión, se haría una excepción. Se permitiría salir a los presos de sus celdas para ver el partido de la Copa del Mundo entre Inglaterra y Argentina.
A las doce menos cinco, las puertas se abrieron y los presos salieron de las celdas; todos se encaminaron en la misma dirección. Big Al, gran patriota escocés, declinó el ofrecimiento de ver al viejo enemigo en acción y se quedó tumbado en el catre.
Danny se encontraba entre los que estaban sentados en primera fila, contemplando con atención una vieja tele, a la espera de que el árbitro silbara el comienzo del partido. Todos los presos estaban aplaudiendo y chillando desde mucho antes del inicio, con una excepción: una figura de pie se mantenía en silencio detrás del grupo. No estaba mirando la televisión, sino la puerta abierta de una celda del primer piso. No se movía. Los guardias no se fijan en los presos inmóviles. Estaba empezando a preguntarse si el hombre había alterado su rutina habitual debido al partido. Pero no estaba mirando el partido. Su compañero estaba sentado en un banco de delante, de modo que debía de continuar en su celda.
Al cabo de media hora, con un resultado de cero a cero, aún no había ni rastro de él.
Entonces, justo antes de que el árbitro silbara el final del primer tiempo, un jugador inglés fue derribado en el área de Argentina. Los hombres que rodeaban el televisor hacían casi tanto ruido como los treinta y cinco mil espectadores del estadio, y hasta algunos guardias se les habían sumado. El ruido de fondo formaba parte de su plan. Sus ojos continuaban fijos en la puerta abierta, cuando de repente, sin previo aviso, el conejo salió de su madriguera. Llevaba pantalones cortos y chanclas, y una toalla colgada al hombro. No miró hacia abajo. Estaba claro que el fútbol no le interesaba.
Retrocedió unos pasos hasta separarse del grupo, pero nadie se dio cuenta. Dio media vuelta y se encaminó con parsimonia hasta el final del bloque; después, subió sin vacilar la escalera de caracol hasta el primer piso. Nadie volvió la cabeza cuando el árbitro señaló el punto de penalti.
Cuando llegó al último peldaño comprobó si alguien le había visto marcharse. Nadie miraba en su dirección. Los jugadores argentinos estaban rodeando al árbitro y protestando, mientras el capitán inglés cogía la pelota y se dirigía con calma hacia el punto de penalti.
Se detuvo ante el cuarto de las duchas y asomó la cabeza. El vapor invadía la estancia. También formaba parte de su plan. Entró, tranquilizado al ver que solo una persona se estaba duchando. Caminó en silencio hasta el banco de madera del fondo de la sala, donde había una sola toalla doblada pulcramente en una esquina. La cogió y la transformó en un lazo. El preso que estaba en la ducha se aplicó champú en el pelo.
Se había hecho el silencio en la planta baja. No se oyó ni un murmullo cuando David Beckham colocó la pelota en el punto de penalti. Algunos contuvieron el aliento cuando retrocedió unos pasos.
El hombre del cuarto de las duchas avanzó unos pasos, mientras el pie derecho de Beckham entraba en contacto con la pelota. El rugido que siguió fue similar al de un motín de presos, secundado por todos los guardias.
El preso que se estaba enjuagando el pelo bajo la ducha abrió los ojos cuando oyó el clamor, y tuvo que pasarse la mano rápidamente por la frente para impedir que le entrara más espuma en los ojos. Estaba a punto de salir de la ducha y coger la toalla del banco cuando una rodilla se estrelló contra su ingle con una fuerza que hubiera impresionado a Beckham, seguida por un puñetazo en plenas costillas que le lanzó contra la pared de baldosas. Intentó revolverse, pero un antebrazo atenazó su garganta, mientras otra mano le agarraba del pelo y le echaba hacia atrás la cabeza. Un veloz movimiento, y aunque nadie oyó cómo se partía el hueso, cuando le soltaron, su cuerpo cayó al suelo como una marioneta a la que acabaran de cortarle las cuerdas.
Su atacante se agachó y pasó con cuidado el nudo alrededor de su cuello; después levantó con todas sus fuerzas el cadáver y lo apoyó contra la pared, mientras ataba el otro extremo de la toalla a la barra de la ducha. Bajó poco a poco el cuerpo y retrocedió un momento para admirar su obra. Volvió a la entrada del cuarto y asomó la cabeza al pasillo para ver qué estaba pasando abajo. Las celebraciones se habían descontrolado, y todos los guardias estaban intentando impedir que los presos rompieran los muebles.
Se movió como un hurón, bajó a toda prisa y con sigilo la escalera de caracol, sin hacer caso del agua que goteaba de su ropa; se secaría mucho antes de que el partido terminara. Estaba de regreso en su celda en menos de un minuto. Sobre su cama había una toalla, una camiseta limpia y unos vaqueros, un par de calcetines limpios y sus zapatillas de deporte Adidas. Se despojó rápidamente de la ropa mojada, se secó y se puso la ropa limpia. Después, se examinó el pelo en el pequeño espejo de acero de la pared y volvió a salir de la celda.
Los presos estaban esperando con impaciencia el inicio de la segunda parte. Se unió a sus compañeros sin que nadie reparara en él, y poco a poco, un paso aquí, un movimiento lateral allí, se abrió camino hacia el centro del grupo de hombres, que se pasó casi toda la segunda parte animando al árbitro a silbar el final del partido, para que Inglaterra pudiera acabar venciendo por uno a cero.
Cuando por fin sonó el silbato por última vez, hubo otro alboroto.
—A vuestras celdas —gritaron varios guardias, pero la reacción no fue inmediata.
Se volvió y caminó con paso decidido hacia un guardia en particular, al que golpeó en el codo al pasar.
—Mira por donde andas, Leach —advirtió Pascoe.
—Lo siento, jefe —dijo Leach, y continuó su camino.
Danny subió a su celda. Sabía que Big Al ya habría ido a la enfermería, pero le sorprendió no ver a Nick en la celda. Se sentó a la mesa y contempló la foto de Beth, todavía pegada con celo a la pared. Le trajo recuerdos de Bernie. Habrían estado en su local, viendo el partido juntos, si… Danny intentó concentrarse en el trabajo que debía entregar al día siguiente, pero continuaba mirando la foto, intentando convencerse de que no la echaba de menos.
De pronto, el chirrido de una sirena resonó en todo el bloque, acompañado por los gritos de los guardias.
—¡Volved a vuestras celdas!
Momentos después, la puerta de la celda se abrió y un guardia asomó la cabeza.
—Moncrieff, ¿dónde está Big Al?
Danny no intentó sacarle de su error. Al fin y al cabo, todavía llevaba el reloj, el anillo y la cadena de plata de Nick, que los había dejado a su cuidado.
—Estará trabajando en la enfermería —se limitó a contestar.
Cuando la puerta se cerró, Danny se sorprendió de que no hubiera preguntado dónde estaba él. Era imposible concentrarse en su trabajo con tanto ruido a su alrededor. Supuso que se estarían llevando a algún preso demasiado jubiloso a incomunicación, tras la victoria inglesa. Pocos minutos después, el mismo guardia volvió a abrir la puerta, y Big Al entró.
—Hola, Nick —dijo en voz alta antes de que la puerta se cerrara.
—¿A qué juegas? —preguntó Danny.
Big Al se llevó un dedo a los labios, se acercó al retrete y se sentó encima.
—Aquí sentado no pueden verme, así que mira tu trabajo y no te vuelvas.
—Pero ¿por qué…?
—Y no abras el pico, solo escucha. —Danny cogió el bolígrafo y fingió concentrarse en el trabajo—. Nick se ha suicidado.
Danny pensó que iba a vomitar.
—Pero ¿por qué…? —repitió.
—He dicho que no hables. Le encontraron ahorcado en las duchas. Danny empezó a dar puñetazos en la mesa.
—No puede ser verdad.
—Cierra el pico, cabronazo, y escucha. Yo estaba en la enfermería cuando dos carceleros entraron corriendo. Uno de ellos dijo: «Hermana, venga enseguida, Cartwright se ha suicidado». Sabía que no era cierto, porque te había visto mirando el fútbol unos minutos antes. Tenía que ser Nick. Siempre utiliza la ducha cuando es menos probable que le molesten.
—Pero ¿por qué…?
—No te preocupes del porqué, Danny —dijo Big Al con firmeza—. Los carceleros y la hermana se fueron corriendo, así que me quedé solo unos minutos. Entonces, apareció otro carcelero y me trajo aquí. —Danny le escuchaba con toda su atención—. Me dijo que eras tú quien se había suicidado.
—Pero descubrirán que no he sido yo en cuanto…
—No —aseguró Big Al—, porque tuve tiempo suficiente para cambiar los nombres en vuestras dos fichas.
—¿Que hiciste qué? —preguntó Danny con incredulidad.
—Ya me has oído.
—Pero ¿no me dijiste que los ficheros siempre están cerrados con llave?
—Sí, pero no durante las horas de visita, por si la hermana necesita consultar la medicación de alguien. Y ella se había marchado corriendo. —Big Al dejó de hablar cuando oyó a alguien en el pasillo—. Sigue escribiendo —dijo, y se levantó, volvió a su cama y se tumbó. Un ojo atisbó por la mirilla, y después se desplazó a la siguiente celda.
—Pero ¿por qué hiciste eso? —preguntó Danny.
—Cuando comprueben sus huellas dactilares y su grupo sanguíneo, seguirán pensando que fuiste tú quien se suicidó; creerán que no podías soportar la perspectiva de pasar otros veinte años en este agujero de mierda.
—Pero Nick no tenía motivos para colgarse.
—Lo sé —admitió Big Al—, pero mientras piensen que eras tú el que colgaba de la cuerda, no habrá investigación.
—Pero eso no explica por qué cambiaste… —empezó Danny. Guardó silencio unos instantes—. Para que pueda salir en libertad dentro de seis semanas.
—Lo pillas rápido, muchacho.
Danny palideció cuando empezó a asimilar las consecuencias de la irreflexiva reacción de Big Al. Miró la foto de Beth. Aunque consiguiera escapar, tampoco podría verla. Tendría que pasar el resto de su vida fingiendo ser Nick Moncrieff.
—¿No pensaste que debías consultarme antes? —preguntó.
—De haberlo hecho, habría sido demasiado tarde. No olvides que en este lugar solo hay media docena de personas capaces de distinguiros, y en cuanto hayan consultado las fichas, incluso ellas se convencerán de que fuiste tú quien murió.
—Pero ¿y si nos descubren?
—Tú seguirás cumpliendo la sentencia de cadena perpetua, y yo perderé mi trabajo en la enfermería y volveré a ser limpiador de ala. Poca cosa.
Danny guardó silencio un rato.
—No estoy seguro de lograrlo —dijo por fin—, pero si, y quiero decir si…
—No hay tiempo para vacilaciones, muchacho. Tienes apenas veinticuatro horas antes de que la puerta de la celda vuelva a abrirse, en cuyo momento deberás decidir si eres Danny Cartwright, a quien le faltan por cumplir otros veinte años de condena por un crimen que no cometió, o sir Nicholas Moncrieff, que saldrá en libertad dentro de seis semanas. Desengáñate; tendrás muchas más posibilidades de limpiar tu nombre una vez estés fuera, aparte de vengarte de los hijos de puta que asesinaron a tu amigo.
—Necesito tiempo para pensar —dijo Danny, mientras empezaba a subir a su litera.
—No demasiado —apuntó Big Al—. Recuerda que Nick siempre dormía en la litera de abajo.