El juez Sackville desvió su atención hacia el abogado del otro extremo del banco. Conocía bien al distinguido padre de Alex Redmayne, quien se había jubilado hacía poco como juez del Tribunal Supremo, pero su hijo nunca había aparecido ante él.
—Señor Redmayne —entonó el juez—, ¿desea interrogar a este testigo?
—Desde luego —replicó Redmayne mientras recogía sus notas. Danny recordó que, poco después de ser detenido, un agente le había aconsejado que consiguiera un abogado. No fue fácil. Pronto descubrió que los abogados, como los mecánicos de taller, cobran por horas y solo consigues lo que te puedes permitir. Disponía de diez mil libras, la cantidad de dinero que había ahorrado durante la última década, que pretendía utilizar como entrada de un piso en Bow, donde Beth, él y el bebé vivirían una vez estuvieran casados. Pero se gastó hasta el último penique mucho antes de que el caso llegara a los tribunales. El abogado que había elegido, el señor Makepeace, había exigido cinco mil libras por anticipado, incluso antes de sacar el capuchón de la pluma, y después cinco mil más, una vez le entregó su expediente a Alex Redmayne, el abogado que le representaría en el juicio. Danny no entendía por qué necesitaba dos abogados para hacer el mismo trabajo. Cuando reparaba un coche, no pedía a Bernie que levantara el capó antes de echar un vistazo al motor, y ni se le habría ocurrido pedir un adelanto antes de coger su estuche de herramientas.
Pero a Danny le cayó bien Alex Redmayne desde el día que le conoció, y no solo porque era seguidor del West Ham. Tenia un hablar pijo y había ido a la Universidad de Oxford, pero jamás se había dirigido a él en tono condescendiente.
En cuanto el señor Makepeace leyó los cargos que le imputaban y escuchó lo que Danny tenía que contar, aconsejó a su cliente que se declarara culpable de homicidio. Confiaba en llegar a un acuerdo con la Corona, lo cual permitiría a Danny salirse con una sentencia de seis años. Danny rechazó la oferta.
Alex Redmayne pidió a Danny y a su prometida que repasaran una y otra vez lo sucedido aquella noche, mientras buscaba contradicciones en la historia de su cliente. No encontró ninguna, y cuando el dinero se agotó accedió de todos modos a encargarse de su defensa.
—Señor Craig —empezó Alex Redmayne, sin tirar de las solapas ni tocarse la peluca—, estoy seguro de que es innecesario que le recuerde que sigue bajo juramento, además de las responsabilidades añadidas que ello supone para un abogado.
—Proceda con cautela, señor Redmayne —interrumpió el juez—. Recuerde que se está juzgando a su cliente, no al testigo.
—Ya veremos si opina igual, señoría, cuando llegue el momento de la recapitulación.
—Señor Redmayne —dijo el juez con brusquedad—, no es responsabilidad suya recordarme mi función en esta sala. Su trabajo es interrogar al testigo, el mío ocuparme de las cuestiones de derecho que se susciten, y después ambos dejaremos que el jurado llegue a un veredicto.
—Como desee su señoría —admitió Redmayne, y se volvió hacia el testigo—. Señor Craig, ¿a qué hora llegaron usted y sus amigos al Dunlop Arms aquella noche?
—No recuerdo la hora exacta —contestó Craig.
—Entonces, déjeme refrescarle la memoria. ¿Eran las siete? ¿Las siete y media? ¿Las ocho?
—Cerca de las ocho, supongo.
—De modo que ya llevaban unas tres horas bebiendo cuando mi cliente, su prometida y su mejor amigo entraron en el bar.
—Como ya he dicho al tribunal, no les vi llegar.
—Así es —dijo Redmayne, imitando a Pearson—. ¿Y cuántas copas habían consumido, digamos, a las once?
—No tengo ni idea. Gerald cumplía aquel día treinta años, así que nadie las contaba.
—Bien, como hemos establecido que había estado bebiendo durante más de tres horas, ¿supongamos media docena de botellas de vino? ¿O tal vez siete, incluso ocho?
—Cinco como máximo —replicó Craig—, algo que no podría calificarse de exagerado para cuatro personas.
—En circunstancias normales estaría de acuerdo con usted, señor Craig, de no ser porque uno de sus acompañantes afirmó en su declaración escrita que solo bebió Coca-Cola Light, mientras otro solo tomó una o dos copas de vino porque conducía.
—Pero yo no tenía que conducir —dijo Craig—. Voy a menudo al Dunlop Arms; además, vivo a solo cien metros de distancia.
—¿Solo a cien metros de distancia? —repitió Redmayne. Como Craig no contestó, continuó—: Dijo al tribunal que no advirtió que hubiera otros clientes en el bar hasta que oyó voces estentóreas.
—Exacto.
—Cuando afirma que oyó decir al acusado: «¿Por qué no salimos a la calle y lo discutimos?».
—Eso también es exacto.
—Pero ¿no es verdad, señor Craig, que fue usted quien inició toda la discusión cuando lanzó otro comentario inolvidable a mi cliente en el momento de marcharse? —Consultó sus notas—. «Cuando hayáis acabado con ella, a mis amigos y a mí nos queda bastante para una cama redonda». —Redmayne esperó a que Craig replicara, pero guardó silencio de nuevo—. Dado que no responde, ¿puedo suponer que estoy en lo cierto?
—No puede suponer nada por el estilo, señor Redmayne. No he considerado que su pregunta fuera merecedora de una respuesta —replicó Craig con desdén.
—Espero, señor Craig, que considere mi siguiente pregunta merecedora de una respuesta, porque afirmo que cuando el señor Wilson le dijo que estaban «hasta las cejas», fue usted quien replicó: «¿Por qué no salimos a la calle y lo discutimos?».
—Creo que ese tipo de lenguaje es más propio de su cliente —respondió Craig.
—¿O de un hombre que había bebido demasiado y estaba alardeando ante sus amigos en presencia de una mujer hermosa?
—Debo recordarle una vez más, señor Redmayne —intervino el juez—, que es a su cliente a quien se está juzgando en este caso, no al señor Craig. Redmayne inclinó un momento la cabeza, pero cuando alzó los ojos, observó que el jurado estaba pendiente de sus palabras.
—Afirmo, señor Craig —continuó—, que salió por la puerta de delante y dio la vuelta corriendo hacia la puerta de atrás porque quería pelea.
—Solo fui al callejón después de oír el grito.
—¿Fue entonces cuando cogió un cuchillo del extremo de la barra?
—Yo no hice tal cosa —dijo Craig con brusquedad—. Su cliente se apoderó del cuchillo cuando salía, como ya dejé claro en mi declaración.
—¿La declaración que redactó con tanta destreza cuando no pudo dormir aquella noche? —preguntó Redmayne. Una vez más, Craig no contestó.
—¿Tal vez es otro ejemplo de algo que no merece su consideración? —planteó Redmayne—. ¿Alguno de sus amigos le siguió hasta el callejón?
—No.
—Eso significa que no presenciaron su pelea con el señor Cartwright, ¿verdad?
—¿Cómo iban a presenciarla, si yo no peleé con Cartwright?
—¿Formó parte del equipo de boxeo cuando estaba en Cambridge, señor Craig? Craig vaciló.
—Sí.
—Y mientras estaba en Cambridge, ¿fue expulsado temporalmente por…?
—¿Es esto relevante? —preguntó el juez Sackville.
—Será un placer dejar esa decisión al jurado, señoría —dijo Redmayne. Se volvió hacia Craig y continuó—: ¿Fue expulsado temporalmente de Cambridge después de participar en una pelea de borrachos con algunos vecinos de la localidad, a quienes después describió a los magistrados como «pandilla de gamberros»?
—Eso fue hace años, cuando aún no me había licenciado.
—Y la noche del 18 de septiembre de 1999, ¿también se enzarzó en una pelea con una «pandilla de gamberros», y decidió utilizar el cuchillo que había cogido del bar?
—Como ya le he dicho, no fui yo quien cogió el cuchillo, pero vi que su cliente apuñalaba en el pecho al señor Wilson.
—¿Y después regresó al bar?
—Sí, tras llamar al servicio de urgencias.
—Intentemos ser un poco más precisos, señor Craig. Usted no llamó al servicio de urgencias. En realidad, telefoneó al oficial de policía Fuller a su móvil.
—Exacto, Redmayne, pero parece olvidar que estaba denunciando un crimen, y estaba seguro de que Fuller alertaría a los servicios de urgencias. De hecho, si se acuerda, la ambulancia llegó antes que el oficial.
—Unos minutos antes —subrayó Redmayne—. Sin embargo, siento curiosidad por saber por qué se hallaba en posesión, tan convenientemente, del número de móvil de un agente de policía.
—Ambos habíamos colaborado hacía poco en un importante juicio de drogas que exigió numerosas consultas, a veces con escasa antelación.
—De modo que el oficial Fuller es amigo suyo.
—Apenas le conozco —dijo Craig—. Nuestra relación es estrictamente profesional.
—Deduzco, señor Craig, que usted le conocía lo bastante bien para telefonearle y asegurarse de que antes se enteraba de su versión de los hechos.
—Por suerte, hay otros cuatro testigos que corroboran mi versión de los hechos.
—Y yo ardo en deseos de interrogar a cada uno de sus amigos íntimos, señor Craig, pues siento curiosidad por descubrir por qué, después de que regresara al bar, les aconsejó que volvieran a casa.
—No habían visto cómo su cliente apuñalaba al señor Wilson, de modo que no estaban implicados en ningún sentido —argumentó Craig—. También pensé que podían correr peligro si se quedaban.
—Pero si alguien estaba en peligro, señor Craig, habría sido el único testigo del asesinato del señor Wilson, de modo que ¿por qué no se fue con sus amigos? Craig guardó silencio de nuevo, aunque esta vez no porque considerara la pregunta indigna de ser contestada.
—Tal vez el verdadero motivo de que les pidiera que se marcharan —dijo Redmayne— fue porque necesitaba que desaparecieran para poder ir corriendo a casa y cambiarse la ropa manchada de sangre antes de que llegara la policía. Al fin y al cabo, solo vive, como ha admitido, a «cien metros de distancia».
—Parece olvidar, señor Redmayne, que el oficial Fuller llegó pocos minutos después de que el crimen se hubiera cometido —replicó Craig malhumorado.
—Llegó al lugar de los hechos siete minutos después de que usted le telefoneara, y dedicó mucho tiempo a interrogar a mi cliente antes de entrar en el bar.
—¿Cree que correría un riesgo semejante, cuando sabía que la policía aparecería de un momento a otro? —soltó Craig.
—Sí —replicó Redmayne—, si se arriesgaba a pasar el resto de su vida en la cárcel.
Un murmullo de voces se elevó en la sala. Los ojos de los miembros del jurado estaban clavados en Spencer Craig, quien una vez más no contestó a las palabras de Redmayne. Este esperó unos momentos antes de volver a hablar.
—Señor Craig, repito que ardo en deseos de interrogar a sus amigos uno a uno. —Se volvió hacia el juez—. No hay más preguntas, señoría.
—¿Señor Pearson? —dijo el juez—. Sin duda deseará volver a interrogar a este testigo.
—Sí, señoría —contestó Pearson—. Hay una pregunta que deseo formularle. —Sonrió al testigo—. Señor Craig, ¿es usted Superman? Craig se quedó perplejo, pero contestó, consciente de que Pearson deseaba ayudarle.
—No, señor. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque solo Superman, después de haber presenciado un asesinato, podría regresar al bar, informar a sus amigos, huir a casa, tomar una ducha, cambiarse de ropa, regresar al pub y estar sentado en la barra cuando el oficial Fuller apareció. —Algunos miembros del jurado intentaron disimular una sonrisa—. O tal vez había cerca una cabina telefónica. —Las sonrisas se transformaron en carcajadas. Pearson esperó a que se calmaran—. Permítame, señor Craig, prescindir de las fantasías del señor Redmayne y hacerle una pregunta seria. —Le llegó el turno a Pearson de esperar a que todos los ojos se concentraran en él—. Cuando los expertos forenses de Scotland Yard examinaron el arma homicida, ¿fueron sus huellas dactilares las que encontraron en el mango del cuchillo, o las del acusado?
—Las mías no, desde luego —dijo Craig—, de lo contrario sería yo quien estaría sentado en el banquillo de los acusados.
—No hay más preguntas, señoría —concluyó Pearson.