Roma
161 d. C.
EL EMPERADOR ROMANO ANTONINO PÍO no era un carnicero.
Erudito y filósofo, Pío no quería que la historia le recordara como uno más de los crueles e intolerantes tiranos de Roma. No obstante, estaba hundido hasta los tobillos, literalmente, en la sangre de los cristianos. En vida, los jóvenes cuatro hermanos habían estado dotados de una belleza excepcional. Pero después de su terrible muerte, causada por palizas y torturas, eran un amasijo irreconocible de carne y sangre. La visión le provocó arcadas, pero no podía parecer débil delante de sus súbditos.
En general, Pío era tolerante con la fastidiosa minoría de los que se llamaban a sí mismos cristianos. Hasta consideraba estimulante participar en debates con aquellos que eran cultos y razonables. Por extrañas que se le antojaran sus creencias (acerca del mesías que se levantaría de entre los muertos y volvería de nuevo), daba la impresión de que sus ideas se estaban propagando a un ritmo incesante por toda Roma. Cierto número de nobles romanos se había convertido a la nueva religión sin disimulos, y el gobierno toleraba su participación en sus rituales. La creciente secta también gozaba de una particular popularidad entre las damas de alta cuna. Las mujeres participaban de igual a igual con los hombres en todas sus ceremonias y ritos. Hasta podían llegar a ser sacerdotisas en aquel extraño mundo nuevo de ideas y prácticas cristianas.
Los sacerdotes romanos que campaban a sus anchas en los templos de Júpiter y Saturno estaban hartos de que permitieran a los cristianos ofender a los dioses con su ridícula idea de una sola deidad. Por lo general, el emperador Pío hacía caso omiso de los lamentos de los sacerdotes, y de este modo la vida en Roma continuó en relativa paz durante la mayor parte de su reinado. Sólo cuando algo insólito ponía en peligro la vida de ciudadanos romanos, alguna tragedia o un desastre natural, los cristianos se enfrentaban a una amenaza mortal. Los sacerdotes romanos y sus seguidores se apresuraban a culparlos de todas las desgracias que pudieran recaer sobre Roma. ¿No era acaso su insulto monoteísta a los verdaderos dioses de la república el causante de que la venganza divina se abatiera sobre los demás ciudadanos, inocentes y obedientes?
El emperador Pío había descubierto en el curso de sus discusiones que existían dos tipos de cristianos: los fanáticos de ojos desorbitados que a menudo parecían ansiosos por morir con el fin de demostrar su gran piedad, y los partidarios razonables y compasivos, más dedicados a ayudar a los pobres y curar a los enfermos que a predicar y convertir. Pío prefería sin duda a estos últimos. Estaban llevando a cabo una contribución positiva a sus comunidades y eran ciudadanos valiosos. Estos cristianos, a los cuales él llamaba los Compasivos, eran muy aficionados a contar historias de su mesías y sus grandes aptitudes curativas, y citaban sus palabras acerca de la necesidad de la caridad. Muy a menudo, hablaban con apasionamiento del poder del amor y las numerosas formas que adoptaba. Incluso, algunos cristianos de Roma afirmaban ser descendientes directos del mismísimo mesías, por mediación de sus hijos que se habían instalado en Europa. Éstos eran los mismos Compasivos que trabajaban sin descanso para ayudar a los pobres y los enfermos. Su líder indiscutible era una mujer perteneciente a la nobleza, impresionante y carismática, llamada Petronela. De cabello flamígero, era amada por el pueblo de Roma a pesar de sus prácticas cristianas, pues era hija y heredera de una de las familias más antiguas de Roma. Utilizaba su riqueza con generosidad para el bien de la república, y sólo predicaba la necesidad del amor y la tolerancia. Si Petronela y sus Compasivos hubieran sido los únicos cristianos de Roma, era muy probable que aquel espantoso derramamiento de sangre jamás se hubiera producido.
Pero el grupo de cristianos a los que Pío llamaba los Fanáticos eran otra historia. En contraste con los Compasivos, que hablaban de su mesías en tono afectuoso y devoto, como gran maestro del sendero espiritual que ellos llamaban el Camino del Amor, los Fanáticos alardeaban del único dios verdadero, que eliminaría a todos los demás y traería un reinado de terror para los no creyentes en la hora del juicio final. Esta perspectiva ofendía en lo más hondo a los romanos, y los Fanáticos ahondaban en la ofensa al insistir en que la vida terrena no importaba y que sólo la otra vida era importante. Tal filosofía, aquel patente desprecio por el don de la vida que los dioses concedían a los mortales, era un sacrilegio para los sacerdotes romanos y sus seguidores. Era incomprensible para una cultura que celebraba la experiencia de los sentidos físicos en sus incontables celebraciones espirituales y ciudadanas. Para la mayoría de los romanos, los Fanáticos constituían un enigma nacido de la locura, un grupo al que había que rehuir, cuando no temer.
Eran los Fanáticos quienes despertaban la ira del pueblo romano, aunque no se hubieran producido catástrofes naturales. Pero cuando un brote mortífero de gripe asoló un barrio romano acaudalado, los sacerdotes de Saturno empezaron a pedir a gritos que la sangre de los cristianos aplacara a su dios.
En el centro de este drama en ciernes se hallaba una rica viuda romana, Felicita. Ésta se había convertido al cristianismo cuando, abrumada por la pena tras la repentina muerte de su noble y amado esposo, había dado la espalda a los dioses romanos. Se decía que, con siete hijos a los que cuidar sin un padre, enloqueció debido a la angustia de su pérdida. Los cristianos fueron a ver a la viuda para consolarla en su dolor, y al final encontró fuerzas y consuelo en la perspectiva extremista de los Fanáticos concerniente a la importancia capital de la otra vida. Felicita halló en este ideal el consuelo de que su marido se encontraba en un lugar mejor, donde se reuniría con él algún día, y estarían juntos con sus hijos en el cielo.
Mientras la mujer ardía en la pasión del recién converso, la mayoría de nobles de su entorno no se sentían molestos por su comportamiento. Felicita pasaba horas cada día rezando de rodillas, pero casi todos pensaban que era asunto suyo. Además, era caritativa y generosa, donó parte de la fortuna de su marido para la construcción de un hospital, y obligó a sus hijos mayores a contribuir con su esfuerzo físico a ayudar a los enfermos. Como resultado, los hermosos y fuertes hijos de Felicita eran muy populares entre los habitantes del barrio en que vivían. Los muchachos abarcaban en edad desde el más joven, de pelo dorado, llamado Marcial, quien estaba en su séptimo verano, hasta el alto y atlético primogénito, Genaro, quien contaba veinte años.
El mundo en el que Felicita y sus hijos vivían disfrutó de una paz relativa hasta el brote de gripe. Atacaba de forma intermitente y al azar, pero los enfermos raramente sobrevivían a las elevadísimas fiebres que acompañaban a las náuseas y convulsiones. Cuando el hijo primogénito de un sacerdote de Saturno sucumbió a la enfermedad, el afligido hombre animó a la población a apoyarle cuando acusó a la viuda y sus hijos de desatar la ira de los dioses sobre ellos. No cabía duda de que Saturno había castigado a su propio sacerdote para dejar la cuestión clara: los romanos tenían que ser fuertes en su oposición a estos cristianos que osaban considerar obsoletas a sus deidades. Los dioses no lo iban a permitir, ni desde luego un dios como Saturno, que era el patriarca dominante y despiadado del panteón romano. ¿Acaso no había devorado Saturno a su propio hijo por desobediente?
Felicita y sus siete hijos fueron conducidos a presencia del magistrado regional, Publio. Debido a que la viuda pertenecía a la nobleza, no fueron encadenados ni atados, sino que se les permitió entrar en el tribunal por su propio pie. Felicita era una mujer atractiva, alta y bien formada, de pelo oscuro largo y suelto y andares de reina. Se irguió tiesa y orgullosa ante el tribunal, sin temblar ni mostrar el menor temor.
La sesión se inició con calma y fue conducida con el orden debido. Aunque el magistrado Publio era famoso por reaccionar con furia cuando le provocaban, no era tan monstruoso como otros juristas locales. Leyó los cargos contra la mujer y sus hijos con tono mesurado.
—Felicita, tú y tus hijos os encontráis hoy en este tribunal bajo sospecha. Los ciudadanos de Roma se sienten muy preocupados porque habéis encolerizado a nuestros dioses, y en concreto habéis ofendido a Saturno, el gran padre de las deidades. Como resultado, Saturno se ha vengado en vuestra comunidad y segado la vida de varios vecinos, incluidos niños inocentes. Las leyes de nuestro pueblo declaran que «la negativa a aceptar a los dioses los encoleriza, y perturba las fuerzas del universo. Cuando la cólera de las deidades ha sido provocada, los culpables de su ira han de suplicar perdón mediante la ofrenda de sacrificios». Por consiguiente, tus hijos y tú deberéis rendir culto en el templo de Saturno durante ocho días, y llevar a cabo los sacrificios preceptivos que ordenen los sacerdotes hasta que el dios se haya calmado. ¿Aceptáis esta justa e imparcial sentencia?
Felicita permaneció muda ante el tribunal, con sus hijos formando una hilera detrás de ella, igualmente en silencio.
Publio repitió la pregunta.
—¿Os dais cuenta de que la alternativa es la muerte? —añadió—. Negarse a calmar a los dioses pone a toda la nación en peligro. Por lo tanto, o lleváis a cabo los sacrificios o moriréis. Vosotros elegís.
La exasperación de Publio aumentó cuando la mujer le hizo esperar durante lo que se le antojó un período de tiempo interminable. Cuando quedó claro que no albergaba la menor intención de hablar, el magistrado perdió la paciencia.
—Ofendes a la autoridad de este tribunal y al pueblo de Roma con tu silencio. Exijo que contestes, o te arrancaremos la respuesta a golpes.
Felicita levantó una mano y miró a Publio. Cuando contestó por fin, fue con el fuego de la convicción en sus ojos y en sus palabras.
—No me amenaces, pagano. El espíritu del Dios único me acompaña, y resistirá todos los ataques que lances contra mí y mi familia, pues Él nos llevará a un lugar al que tú nunca accederás. No entraré en un templo pagano para hacer sacrificios a tus dioses impotentes. Ni tampoco mis hijos. Jamás. De modo que no desperdicies tu aliento con esta petición. Si deseas castigarnos, hazlo y terminemos de una vez. Pero no te temo, y mis hijos no te temen. Sus convicciones son tan fuertes como las mías, y así continuarán.
—Mujer, ¿te atreves a poner en peligro la vida de tus hijos por culpa de tus ideales equivocados?
Publio estaba estupefacto por la respuesta de la mujer. La sentencia que había impuesto a esta familia cristiana carecía de precedentes por su indulgencia. Estaba seguro de que la mujer exhalaría un suspiro de alivio y guiaría a sus hijos hasta el templo para iniciar la penitencia. ¿Era posible que Felicita pusiera en peligro la vida de toda su familia por una penitencia de ocho días en el templo?
Publio continuó, menos sereno. La irritación y la sorpresa se insinuaban en su voz.
—Piénsalo bien antes de volver a hablar, porque este tribunal está facultado para castigar con la mayor severidad vuestros delitos.
La viuda casi escupió su respuesta.
—He dicho que no me amenaces, repugnante pagano. Tus palabras carecen de significado. No puedes castigarme de ninguna manera para que cambie de opinión, de modo que ahorra tu aliento. Si esto significa que has de ejecutarme, hazlo y deprisa, para que pueda llegar hasta Dios y reunirme con mi marido. Si mis hijos han de morir conmigo, lo harán de buen grado, pues saben que lo que les espera en la otra vida es mucho más grande que cualquier cosa que puedas imaginar en esta terrible tierra.
Publio estaba ahora indignado. Era anormal, incluso aberrante, que una mujer ofreciera a sus hijos en sacrificio. ¿Qué clase de dios retorcido era éste al que adoraban los cristianos, capaz de exigir la vida de siete hijos para saciar su sed de sangre?
La voz del magistrado resonó en el tribunal.
—¡Desdichada mujer, si deseas morir, allá tú, pero no destruyas a tus hijos también! ¡Envíales al templo para que puedan vivir!
La respuesta de Felicita fue un bramido que hizo vibrar las piedras del tribunal.
—¡Mis hijos vivirán eternamente, hagas lo que hagas! No tienes poder sobre mí ni sobre ellos.
Publio resopló al escuchar la audacia de la respuesta, y ordenó que la mujer fuera encadenada y enviada a una celda. Mientras la sacaban a rastras del tribunal, gritó a sus hijos:
—Hijos míos, pensad en el cielo, donde os espera Jesucristo con el único Dios verdadero. Tened fe y sed valientes, para que podamos reunirnos todos en el cielo. ¡Si uno de vosotros desfallece, lo perderemos todo! ¡No me falléis!
En cuanto se llevaron a su madre, el magistrado se dirigió a los hijos. Los dos pequeños estaban deshechos en lágrimas, pero intentaban contenerlas, con la barbilla hundida en el pecho, y los sollozos casi estremecían sus menudos cuerpos. Publio, que también era padre de algunos chicos, sintió compasión por los pequeños, víctimas inocentes de la locura de su madre. Se dirigió a los hijos de Felicita como grupo.
—Vuestra madre es una mujer equivocada que amenaza las vidas y la seguridad de Roma con sus ofensas. No debéis seguir su terrible ejemplo. Este tribunal os reconoce a cada uno como individuos y os promete indulgencia y perdón. Lo único que debéis hacer es renunciar a las palabras de vuestra madre y acceder a acompañar a los sacerdotes hasta el templo de Saturno, con el fin de pedir perdón al dios por haberle ofendido. De esta forma, el país recobrará la paz y desaparecerá la epidemia que ha matado a vuestros vecinos inocentes.
Contempló al septeto silencioso, los más pequeños con la vista clavada en el suelo, y dirigió la pregunta definitiva a los cuatro mayores.
—¿No queréis poner fin a los sufrimientos de vuestra comunidad? Porque en vuestras manos está. Vuestros actos han llevado epidemia y muerte a vuestros vecinos. Ahora tenéis la oportunidad de corregir la situación.
El hijo mayor, Genaro, contestó en nombre de todos. Era la viva imagen de su madre, tanto física como espiritualmente. Contestó con el mismo fervor. Declaró, con voz firme y fuerte, que aceptaba de buen grado morir antes que entrar en un templo pagano, y que se llevaría a sus hermanos al cielo antes de permitir que los paganos los corrompieran. Además, defendió el honor de su piadosa madre, y puntuó su última frase escupiendo a las sandalias del magistrado.
Este acto final de falta de respeto convirtió en piedra el corazón de Publio. Tomó su decisión mortífera en aquel mismo momento. Si Genaro ardía en deseos de morir por su madre y su monstruoso dios, él le iba a conceder la oportunidad. Tal vez si obligaban a Felicita a presenciar la cruel muerte de su primogénito, se retractaría y salvaría a los demás.
Aquel tipo de flagrante desobediencia a la república y a sus dioses no podía quedar sin castigo, sobre todo porque había tenido lugar en un foro público. Un espectáculo sangriento que advirtiera a los otros cristianos en contra de tales delitos estaba plenamente justificado, en el interés de la paz y prosperidad de Roma.
Genaro fue conducido a rastras hasta el foro público y encadenado a un poste. Su madre y los tres hermanos mayores estaban sentados lo bastante cerca para que su sangre los salpicara cada vez que el látigo desgarraba su piel. Los hijos pequeños, todavía considerados víctimas por Publio y los demás magistrados del tribunal, estaban retenidos lejos del lugar de la ejecución.
El primer verdugo era un hombre enorme cuyos músculos de los brazos sobresalían cada vez que descargaba el látigo con todas sus fuerzas sobre la espalda del prisionero, una y otra vez. A intervalos, los magistrados ordenaban al verdugo que hiciera una pausa. Primero preguntaban al condenado si aceptaría retractarse y aceptar su castigo… y seguir con vida. Genaro escupió sobre ellos las tres primeras veces. La cuarta, estaba más muerto que vivo, y fue incapaz de contestar. De este modo, la última apelación fue dirigida a su madre.
—Mujer, éste es tu hijo mayor, carne y sangre de la unión con tu marido. ¿Cómo puedes contemplar este tormento sin retractarte? Si aceptas la penitencia, él vivirá y tú salvarás a tus otros hijos.
Felicita se negó a responder a los magistrados. Se dirigió a Genaro, pero con voz alta y segura.
—Hijo mío, abraza a tu padre por mí, por todos nosotros, porque te está esperando en las puertas del cielo. No pienses más en esta vida terrenal, que no significa nada. ¡Ve con Dios, hijo mío!
No hicieron falta muchos latigazos más para acabar con la vida de Genaro. Su sangre formó charcos coagulados mientras los latigazos desgarraban lo que quedaba de su cuerpo. Cuando fue declarado muerto, el verdugo desencadenó el cuerpo y lo dejó a un lado, lo bastante lejos para que no estorbara, pero de forma que Felicita y los tres hijos mayores siguieran viéndolo.
El horrible espectáculo se repitió tres veces más, cuando los hijos mayores de Felicita se negaron a aceptar el veredicto del tribunal. Tuvieron que intervenir varios verdugos, pues el esfuerzo de azotar a un hombre hasta la muerte era demasiado agotador para un solo hombre, con independencia de su tamaño y fuerza. Al anochecer, la viuda había visto morir a cuatro de sus hijos bajo el poder del látigo. De hecho, les había animado a morir torturados. No daba la menor señal de ir a retractarse, por espeluznantes que fueran los métodos empleados para matarlos. A cada hijo que perdía, daba la impresión de que sus energías se multiplicaban, en su interpretación retorcida de la fe.
El magistrado Publio se enfrentaba ahora a un terrible dilema. No albergaba el menor deseo de ejecutar a los hijos menores, víctimas inocentes de la locura de su madre. No obstante, y aunque pareciera extraño, daba la impresión de que Felicita estaba ganando la batalla. No se había venido abajo durante la ejecución de los mayores, ni un solo momento. No había llorado, no se había encogido. A cada ejecución, su condena del tribunal y de los sacerdotes paganos adquiría mayor audacia y determinación. No cabía la menor duda de que estaba loca. Ninguna madre en su sano juicio podría soportar lo ocurrido hoy aquí. Hasta los verdugos estaban tan horrorizados como agotados por lo que habían hecho en nombre de su dios padre, Saturno, y por la seguridad de Roma.
Pero permitir que los tres hijos pequeños de la viuda vivieran sería una demostración de debilidad. Demostraría que su voluntad y su fe eran más fuertes que las de Roma y sus dioses.
Fue así como el emperador Antonino Pío había ido a evacuar consultas a este barrio acaudalado, había llegado a erguirse sobre la sangre y los restos humanos de lo que habían sido los hijos mayores de Felicita. Este asunto podía dar lugar a una crisis de Estado, y el magistrado Publio no quería mancharse las manos con la sangre de niños inocentes, si tal circunstancia contrariaba la voluntad del emperador. El propio Antonino Pío no sabía cuál era la decisión correcta que debía adoptar en aquel espantoso caso. Pensó en aquel infame momento, varias generaciones antes, cuando el prefecto romano Poncio Pilatos había ordenado la ejecución de Jesús de Nazaret, creando de esta forma el mártir alrededor del cual se había erigido este extraño culto. Pío no quería crear más mártires, cuyos fantasmas debilitarían el poderío de Roma. Tampoco quería mancharse las manos con la sangre de niños inocentes. Pero no estaba seguro de poder evitarlo. De hecho, el asunto ya se le había escapado de las manos.
No le cupo duda de que la diosa más benevolente de la belleza y la armonía, la propia Venus, le sonrió aquella noche al enviarle una respuesta. Cuando la seductora y elegante Petronela llegó para solicitar audiencia, Pío exhaló un suspiro de alivio por primera vez aquel terrible día.
Petronela no tuvo que defender su caso ante el emperador, aunque iba dispuesta a ello. Se quedó estupefacta al ver que el emperador parecía aliviado de verla y de aceptar su plan. Petronela era la popular esposa de un senador, pero su condición de cristiana convencida pero exenta de radicalismos podía dificultar su misión. Su belleza y elegancia habían conquistado incluso a los nobles más encallecidos de Roma, incluido el emperador, que era un gran aficionado a las mujeres atractivas. Iba vestida con una sencilla túnica crema, pero confeccionada con la mejor seda de Oriente. Su cabello, del color del cobre bruñido al sol, estaba recogido en delicadas trenzas, con ristras de perlas entrelazadas entre el pelo. Alrededor de su larga y delicada garganta pendía un exquisito colgante, con un gran rubí central, del que colgaban tres perlas en forma de lágrima. Un broche más pequeño, grabado con el símbolo de un gallo con rubíes a modo de ojos, adornaba un hombro de su túnica. Para los no iniciados, los adornos de Petronela no eran más que los aderezos de una mujer rica. Pero quienes la conocían en la intimidad sabían que estas piedras preciosas eran los símbolos de su querida familia. Los rubíes y las perlas indicaban que era descendiente de la antepasada a la que llamaban la Reina de la Compasión: María Magdalena. El emblema del gallo era el símbolo de la otra rama de su sangre, la de su bienaventurado tatarabuelo, nada más y nada menos que san Pedro, el primer apóstol de Roma. De hecho, ella había recibido el nombre del único vástago del apóstol Pedro, la versión femenina de Pedro.
Según la sagrada leyenda de la familia, la única hija de san Pedro, la santa del siglo I conocida como Petronela, se había casado con el hijo menor de la sagrada familia, Yeshua-David. María Magdalena se encontraba en avanzado estado de gestación en el momento de la crucifixión, y se la llevaron a Alejandría inmediatamente después para garantizar su seguridad. En Egipto dio a luz al hijo de Jesús, llamado Yeshua-David, cuya vida fue prodigiosa y asombrosa. Decían que, desde el día en que Yeshua-David y Petronela se conocieron cuando eran pequeños, se convirtieron en inseparables. Se casaron y tuvieron muchos hijos, creando de esta forma un legado de energía cristiana en estado puro que predicó el Camino del Amor por toda Europa. Las mujeres de este linaje se casaron posteriormente con hombres de poderosas familias romanas, con el fin de preservar la estirpe. Su única misión era continuar la estirpe con el fin de proteger el Camino. Era el legado de su familia, entregado a su patriarca por el mismísimo Jesucristo.
Jesús había dado su nombre a Pedro, Petrus, que significa «piedra», porque creía que su amigo el pescador era sólido e inquebrantable en su compromiso. Era la roca sobre la que Jesús podía construir unos fuertes cimientos, y uno de los sucesores elegidos para encargarse de que las enseñanzas del Camino no murieran. Jesús había ordenado que Pedro le negara, con el fin de que pudiera escapar de la persecución y vivir para continuar predicando. Por desgracia, la triple negación de Pedro se consideraba ahora infame, y solía utilizarse para ilustrar la debilidad de su carácter. Era una de las muchas injusticias fabricadas por los escribas para adaptar la historia de Cristo a sus intereses. Pero los descendientes de Pedro conocían la verdad y la recordaban con orgullo, de forma que adoptaron el gallo como emblema familiar. Que Pedro negara a Jesús tres veces antes de que el gallo cantara fue a petición de su Señor. En contra de lo que afirmaba la leyenda peyorativa, Pedro demostró su fuerza de voluntad al seguir las órdenes sagradas que Jesús le había dado.
Las palabras exactas, pronunciadas en privado por Jesús en aquella bendita noche de Getsemaní, habían pasado de generación en generación, y todos los miembros de la familia las sabían de memoria:
Vive para predicar en otro momento. Has de continuar. Sólo así sobrevivirá el Camino del Amor.
Las palabras de Jesús a san Pedro, pronunciadas en el huerto de Getsemaní, habían cristalizado en el sagrado lema de la familia:
Yo continúo.
Petronela era la «roca» actual de los cristianos, y como tal debía afrontar este problema, que podía resultar peligroso para su Camino del Amor.
Petronela esperaba hoy ser la representante del legado de sus antepasados más firmes y compasivos ante el emperador, con la misión de salvar a Felicita y a los hijos restantes. Lo que más preocupaba a la dama era la aparente confianza del emperador Pío en su capacidad de dar la vuelta a la situación para el bien de Roma. Si bien estaba decidida a intentarlo, Petronela albergaba serias reservas sobre el resultado de su mediación. El fanatismo de la viuda era legendario entre los cristianos Compasivos, incluso antes del inconcebible acto de ofrecer a sus hijos en sacrificio. ¿Le haría caso Felicita? Era difícil saberlo. El historial de Petronela era inmaculado, hasta el punto de que casi todos los cristianos la veneraban. Y por encima de todo lo demás, era la actual guardiana del Libro Rosso, el libro sagrado que contenía las verdaderas enseñanzas y profecías de la sagrada familia. Ningún cristiano razonable podía poner en duda su autoridad. Pero una mujer que aplaudía la brutal ejecución de sus hijos como si fuera un acto de fe no era una cristiana razonable.
Antes de solicitar audiencia al emperador, Petronela había rezado mucho para recibir orientación. Rezó a su Señor con el fin de que le diera fuerzas y lucidez para comprender Su voluntad a través de las enseñanzas del amor. Invocó a la Reina de la Compasión y pidió que su gracia la guiara. Frotó el rubí central de su colgante y rezó una última oración.
—Yo continúo —susurró en voz alta, y después se preparó para la confrontación inevitable.
—Buenas noches, hermana.
Gracias a la intervención del emperador, Petronela había logrado reunirse con Felicita en una de las dependencias de los magistrados. Habría sido impropio de una dama de su condición descender a las profundidades de la húmeda y fétida celda donde retenían a la mujer. Aunque habían proporcionado a la prisionera un vestido limpio para utilizarlo durante la visita, la mujer estaba sucia y tenía la piel manchada de la sangre de sus hijos. Petronela se encogió por dentro y rezó para que el horror no se reflejara en su expresión.
Las dos mujeres se saludaron como todos los cristianos, como hermanas de espíritu.
—¿Para qué has venido? —preguntó Felicita con suspicacia después de las formalidades.
La mirada de Petronela era firme, y su voz suave.
—He venido para ofrecerte mis condolencias por tu pérdida, y para saber si tu comunidad puede aportarte algún consuelo en este momento de dolor.
Al principio, dio la impresión de que la viuda no la había oído. Después, miró sorprendida a la elegante dama.
—¿Dolor? ¿Qué dolor?
Petronela se quedó estupefacta. La mujer debía de haber perdido la escasa razón que le quedaba, después de todo cuanto había presenciado.
—Felicita, todos estamos afligidos por el suplicio de tus hermosos hijos.
La mujer tenía la mirada extraviada en la lejanía, como si Petronela no estuviera en la celda con ella, o como si su presencia le fuera indiferente. Sacudió la cabeza poco a poco y contestó como en trance:
—¿Afligidos? ¿Por qué, hermana? Me siento jubilosa de que en este día mis valientes hijos no negaran a su Dios. Nuestro Señor Jesucristo les acogerá en el cielo y celebrará su fortaleza y fe. ¿No lo entiendes? ¡Es un día de júbilo! Sólo espero a que mañana los magistrados ordenen acabar con los que quedamos, para que todos estemos juntos en el cielo cuando el sol se ponga.
Petronela carraspeó para concederse un momento de reflexión. Esto era peor de lo que había esperado.
—Hermana, si bien comprendo tu enorme fe en el poder de la otra vida, si me permites expresarlo así, Jesús nos enseñó que debemos celebrar el goce de la existencia que vivimos en la tierra. Es un gran don que Dios nos ha concedido. Tus tres hijos pequeños han de seguir con vida, para que puedan crecer y vivir en este mundo que Dios ha creado para ellos.
—¡Vade retro, Satanás! —chilló Felicita, con tal animadversión que Petronela echó la cabeza hacia atrás como si la hubiera abofeteado—. Tú… —Escupió a la serena mujer que se erguía ante ella, mientras la rabia la consumía—. Vienes aquí con tus elegantes ropas romanas, casada con un repugnante pagano, ¿y te atreves a juzgarme? No traicionaré a Dios por nada ni por nadie, ni tampoco mis hijos. Somos rectos y Él nos recompensará por nuestra valentía. Nuestra recompensa será estar todos juntos en el cielo ante la vista de Dios.
Petronela, mientras rezaba para sus adentros con el fin de que la bendita Magdalena le enviara paciencia y compasión, probó una táctica diferente.
—Felicita, tu muerte y la de tus hijos borrará de la faz de la tierra voces poderosas, voces que pueden propagar la buena nueva de nuestras enseñanzas y servir para educar a los demás. ¿No crees que es ése el deseo de Dios? Estos muchachos crecerán sabiendo que sus hermanos murieron por su fe, y eso les hará fuertes en su resolución de propagar nuestras enseñanzas. Han de seguir con vida. Serán héroes del Camino. Eso es lo que Dios quiere de ellos, y de ti.
—¿Cómo te atreves a decirme lo que Dios quiere? Yo le oigo con claridad, y me dice que quiere que mis hijos sean mártires, no héroes. Los exige como sacrificio a su mayor gloria. Como Abraham recibió la orden de sacrificar a Isaac.
Petronela respiró hondo y explicó con paciencia.
—Sí, pero detuvo a Abraham antes de que matara a su hijo. El Señor estaba poniendo a prueba su obediencia, pero en cuanto se convenció de ella envió al ángel de la misericordia, Zadakiel, para detener la mano que sostenía el cuchillo del sacrificio. Porque jamás es deseo de Dios que sus hijos sufran, Felicita, el Señor te está suplicando que seas ese ángel misericordioso que detiene la mano del verdugo. No mates a tus restantes hijos, por favor. Si lo haces, no elegirás el Camino del Amor. Si Jesús estuviera aquí ahora con nosotras, no permitiría que asesinaras a tus hijos. Estoy absolutamente segura de esto, más que de cualquier otra cosa.
La mujer clavó sus ojos febriles en Petronela.
—Jesús me está esperando en las puertas del cielo, para abrazarme y recompensar mi valentía. Es a ti a quien rechazará, casada con un pagano y obsequiosa en todo momento con tus vecinos idólatras.
—Quiero y honro a mi prójimo, tal como ordenan Sus mandamientos. No es una concesión, Felicita. Es el Camino del Amor. Es tolerancia.
—¡Es flaqueza!
—No quedará ningún cristiano si no abrazamos la tolerancia. Nuestro Camino no sobrevivirá si no aprendemos a vivir en paz con los demás. El Camino nos pide que seamos pacientes con los que aún no han visto la luz. Jesús nos dice que hemos de perdonar a los que no ven.
—Entonces, rezaré para que te perdone, hermana. —Felicita masculló la última palabra, con el fin de comunicar que ya no consideraba a Petronela su hermana—. Rezaré para que Dios te perdone por tu flaqueza y tu malvado intento al venir aquí esta noche. Sólo un demonio intentaría impedir que lleve a cabo este sacrificio final a mayor gloria de Nuestro Señor.
Petronela había perdido la paciencia, que ya no era necesaria. Estaba claro que la mujer estaba demasiado inmersa en sus fantasías fanáticas para escuchar algo que se pareciera a la razón, o a la cordura. ¿Cómo no iba a estar trastornada, después de sacrificar a cuatro de sus hijos en un solo día?
Petronela se levantó para marchar.
—En tal caso —dijo en voz baja mientras se encaminaba hacia la puerta—, rezaré por todos nosotros, Felicita, y por todos los que osan creer en el Camino del Amor.
La mañana siguiente amaneció tétrica, con una niebla que cubría el sol. Los sacerdotes de Saturno afirmaron que era un mal presagio, incluso antes de que se supiera la noticia de que la epidemia de gripe había continuado propagándose durante la noche, matando a cinco personas más. Dos de los fallecidos eran hijos de sacerdotes del templo.
Una muchedumbre de airados hombres santos asedió al emperador Antonino Pío incluso antes de que desayunara. Estaban convencidos de que Felicita había provocado la extensión de la epidemia al negarse a reconocer a los dioses. Tenían que obligarla a cambiar de opinión. Exigieron que los hijos supervivientes fueran conducidos ante el tribunal y amenazados con ser ejecutados uno tras otro.
La presión sobre el emperador aumentó a medida que transcurría el día, procedente de numerosas regiones de la república a medida que la leyenda de la viuda y su reinado de terror empezaba a propagarse. Por fin, sucumbió bajo el peso de las súplicas y volvió a convocar al tribunal.
Felicita y sus tres hijos restantes se presentaron ante el magistrado. Ahora se había convertido en una Medea de ojos desorbitados, enloquecida por las fantasías desatadas de su mente, alimentadas por la sangre de los hijos mayores. Los niños estaban aterrorizados, y el más pequeño lloraba sin disimulos, con los rizos rubios pegados a las mejillas húmedas. Pío había visitado a Publio en su casa y le había dado órdenes secretas de que los niños no debían sufrir al morir. Si era inevitable que murieran, morirían, pero no sería su legado torturar a niños.
Uno a uno, los niños fueron llamados a presencia de los magistrados. Publio les conminó, con la voz más dulce posible, a dar la espalda a su madre y seguir a los sacerdotes hasta el templo. Felicita se puso a cantar, un escalofriante aullido, una y otra vez.
—No tengáis miedo, hijos. Vuestro padre y vuestros hermanos os esperan en el cielo.
Uno a uno, los niños negaron con la cabeza, como hipnotizados por su madre. Cuando cada uno se acercó al tajo, preguntaron a la mujer si se retractaba para así salvar al niño. En cada ocasión, su respuesta fue una carcajada espantosa, una terrible parodia del sonido de la alegría.
En el espacio de una sola hora, tres hermosos niños, incluido el que era poco más que un bebé, perdieron la cabeza bajo la afiladísima espada del verdugo. Procedió con celeridad para que los infantes no sufrieran el menor dolor. Pero en lo tocante a la muerte de su madre, fue menos indulgente. Utilizó un hacha, y fueron necesarios tres tajos para separar la cabeza del cuerpo.
El emperador Antonino Pío huyó del espantoso barrio olvidado de los dioses aquella misma noche, y jamás regresó. El reinado de terror de Felicita había terminado. Pero estaba seguro de que le perseguiría siempre el sonido de sus demenciales carcajadas y las imágenes acompañantes, cuando el último niño de pelo dorado murió en el tajo por orden suya.
Aquella noche, una agotada Petronela convocó una reunión con sus hermanos más cercanos, el núcleo duro de los Compasivos, con el fin de relatar los terribles acontecimientos del día. Necesitaría al menos un voluntario para que fuera a Calabria. El Maestro de la Orden del Santo Sepulcro residía en la isla, y necesitarían su consejo para salvarse de la tormenta que estaba a punto de desatarse sobre los cristianos de Roma.
Petronela explicó a los reunidos sus temores de que el reinado de terror de Felicita no hubiera hecho más que empezar, lo cual significaría un peligro para los cristianos de todo el imperio y reanudaría las terribles persecuciones de generaciones anteriores. Todos los progresos que su familia había conseguido durante cien años, ser aceptados como ciudadanos romanos de pleno derecho y lograr la seguridad de los cristianos, tal vez serían arrastrados por la sangre de los hijos de la viuda. Los Fanáticos aprovecharían la circunstancia y se mostrarían más osados, y los romanos aplastarían la revuelta con salvajismo nacido del miedo.
Intuía que aquellos acontecimientos habían puesto en marcha algo, una terrible distorsión de las enseñanzas de su Señor, que tomaría vida propia y se proyectaría en el futuro. Era una visión perversa, que la aterrorizaba con la fuerza de su oscuridad. Lo explicó a los demás Compasivos, que se estremecieron al percibir la verdad que contenía su triste profecía.
—Temo que ésa a la que llamábamos hermana ha demostrado ser nuestra mayor adversaria. Con estas acciones ha desencadenado una fuerza malvada imparable. La sangre de esos niños será utilizada para reescribir las verdaderas enseñanzas de nuestro Señor. Y las palabras escritas con sangre sólo pueden proceder de un lugar de absoluta oscuridad. Las enseñanzas del Camino del Amor se ahogarán en la sangre de esos inocentes.
Petronela se estremeció mientras las palabras brotaban como por voluntad propia, procedentes de algún lugar secreto donde reside la verdad del futuro. En una noche tan terrible como aquélla, el legado profético recibido de la rama femenina de su familia era un don casi indeseado.