NOTAS DE LA AUTORA

Mientras escribía este libro, pensé a menudo en el viejo dicho acerca de pintar el puente Golden Gate: es una tarea inacabable. Podría dedicar el resto de mi vida a escribir un libro sobre el alumbramiento del Renacimiento y nunca terminaría. Habría podido incluir una gran cantidad de personajes, argumentos e información (y tal vez habría debido hacerlo). El inmenso abanico de artistas y obras, humanistas y mecenas, así como las historias y anécdotas relacionadas con ellos, es tan sobrecogedor como inspirador.

Un ejemplo perfecto es la abundante y dominante influencia de la obra de Dante (al igual que la de Petrarca y Boccaccio) en Cosme de Médici, y después en Lorenzo y su círculo. Todos ellos merecen un homenaje, cuando no un análisis pormenorizado, pero tuve que desechar esos elementos, pues me conducían demasiado lejos de lo que ya era una narración complicada.

La influencia del neoplatonismo en el Renacimiento merece volúmenes, y de hecho los ha inspirado, pero yo rebajé la presencia de Platón en un esfuerzo por destacar la importancia de la herejía. Y si bien creo que ninguna persona inteligente puede discutir que el movimiento neoplatonista fue vital para el desarrollo del arte renacentista, me reafirmo en la convicción de que fue un elemento más, y el más importante de todos fue la herejía. El neoplatonismo era con frecuencia una tapadera de las verdaderas enseñanzas heréticas que se conservaron en estas grandes obras maestras. El concepto gnóstico de convertirse en anthropos (un ser humano realizado y esclarecido por completo) es en esencia idéntico a lo que ahora consideramos humanismo. La diferencia reside en que, para ser anthropos, hay que alcanzar una relación personal con Dios, hasta convertirse en un ser humano completo gracias a dicha relación. ¡Herejía!

Al principio, existía toda una trama secundaria en este libro sobre la obra maestra de la literatura del siglo XV conocida como la Hypnerotomachia Poliphili, y la influencia e inspiración que produjo en Lorenzo. Por desgracia, la Hypnerotomachia es un tema tan complejo que tuve que guardar esa información para otro día, otro momento, otro libro. Los que conozcan el libro puede que hayan captado mi referencia cuando Colombina termina su vida y escribe a Destino.

La bibliografía de los libros que componen la serie del Linaje de la Magdalena consiste en cientos de volúmenes (una lista parcial está colgada en mi página web, www.kathleenmcgowan.com), pero la joya de mi biblioteca es el volumen escrito por el profesor Charles Dempsey, The Portrayal of Love: Botticelli’s Primavera and Humanist Culture at the Time of Lorenzo the Magnificent (Princeton Press). Después de años de investigar en estudios sobre Botticelli, en que cada nueva autoridad contradice a la anterior con sorprendente vitriolo, el descubrimiento de Dempsey fue uno de los mejores momentos de mi carrera de investigadora.

El libro de Dempsey es brillante, y me siento agradecida por la información que he extraído de él, al tiempo que le pido disculpas al autor por las conclusiones más radicales a las que he llegado, que son sólo mías. Mientras Dempsey no afirma con certeza que Lucrezia Donati sea el tema central de la Primavera, como símbolo del amor personificado, sí reconoce que es posible. También me gustaría puntualizar que llegué a mis conclusiones sobre la posición privilegiada de Lucrezia en la obra de Botticelli varios años antes de leer The Portrait of Love.

Que yo tenga noticia, Dempsey es el único especialista en historia del arte que admite cierto parecido entre la mujer de la Fortaleza y la mujer que ocupa el centro de la Primavera. Así lo percibí en la Galería de los Ufizzi en la primavera de 2001, cuando pasé de la sala que albergaba las dos Judit pequeñas y la Fortaleza de Botticelli a la sala principal del pintor. Aunque el orden de las colecciones en esas salas de los Uffizi ha sido alterado en fecha reciente, al trasladar la Judit a la sala principal de Botticelli, existía un lugar mágico en la galería que yo describí como «el lugar de Lucrezia Donati». Podías pararte delante de la vitrina en la que se exhibe Judit y ver la versión completa de la Fortaleza y la figura central de la Primavera en la misma línea de visión. Al hacerlo, te convencías de que la misma mujer era la modelo de todos los cuadros. Incluso inclinaba la cabeza de la misma forma, aunque la Primavera es la imagen especular de la Fortaleza. Y gracias a la maestría de la técnica de infusión de Botticelli, descubrí que yo intuía algo de esa mujer, experimentaba algún elemento de su carácter, cuando me paraba delante de los cuadros. Empecé a mirar con nuevos ojos esas obras, y me quedé convencida de que las tres eran Lucrezia Donati. Creo que la forma de ladear la cabeza, específica y encantadora, de Colombina también se encuentra en algunas de las primeras vírgenes de Sandro.

Dicho esto, no me dedico a la historia del arte ni afirmo ser una profesional, aunque soy la entusiasta del arte más ardiente y entregada, y he tenido la suerte de pasar gran parte de las dos últimas décadas deambulando por los mejores museos del mundo. Y tengo ojos. A veces, es así de sencillo.

Considero que muchas pruebas de las que los historiadores de arte extraen sus conclusiones son necesariamente circunstanciales, y no obstante sus suposiciones me asombran con frecuencia por su simplicidad y, me atrevería a decir, irresponsabilidad. Por ejemplo, muchos expertos creen que la Primavera no fue encargada por Lorenzo el Magnífico, sino por su primo Lorenzo (el Muy Inferior) Pierofrancesco de Médici. La razón de esta suposición es que se llevó a cabo un inventario tras la muerte del Magnífico en 1492, y la Primavera estaba en casa de Pierofrancesco en aquel momento. Existen incontables motivos de que los cuadros encargados por Lorenzo el Magnífico en el curso de su vida no se hallaran en su colección personal en el momento de su muerte, de manera que afirmar sin ambages que no era el propietario de una pieza tan enorme, cara y personal (sólo porque su primo la tenía en 1492) se me antoja irresponsable.

He convertido en un deporte la actividad de sentarme delante de algunas de las obras de arte más importantes del mundo, con el fin de poder escuchar los comentarios de los diversos guías, críticos y expertos cercanos. He pasado horas en la sala de Botticelli, escuchando las variadas explicaciones sobre la Primavera. De manera invariable, cada experto ofrece una explicación del significado del cuadro. Y estas afirmaciones difieren, invariablemente, con frecuencia de forma drástica. En algunos momentos, me complacía la idea de que el arte es tan inabarcable que nos aporta oportunidades casi infinitas de interpretación. En otros, me desesperaba la idea de que jamás llegaría a captar las verdaderas intenciones del artista. En cuanto descubrí el concepto de «infusión» y aprendí a sentir el arte tanto como a verlo, mi apreciación de estas obras maestras aumentó sobremanera.

Casi todo lo que se lee en inglés acerca de los Médici los describe en términos desagradables: tiranos, hedonistas y peor todavía. Comenté esta circunstancia hace poco en Italia, y mis comentarios despertaron miradas de incredulidad. Lorenzo de Médici era el padre del Renacimiento, el campeón del idioma italiano, un hombre conocido por su generosidad y su forma de vivir progresista. Casi todos los italianos con los que he hablado de esto consideran impresentable que la historia contemple a Lorenzo bajo otra luz. Fue al descubrir la grandeza de Lorenzo, y de Cosme antes que él, cuando me convertí en ardiente campeona de los Médici. Creo que gran parte de la confusión procede de las generaciones de Médici que siguieron a Lorenzo y fueron corruptos. Creo que Lorenzo se habría sentido horrorizado y tristemente decepcionado de que sus descendientes se extraviaran y abandonaran los principios de amor, belleza y anthropos que él y su abuelo se habían encargado de proteger.

Me topé con referencias acerca de que los Médici «encerraban a sus artistas en sótanos y les obligaban a pintar», pero después descubrí que estas fantásticas historias sobre Donatello y Lippi estaban dedicadas a Cosme, pero debido a la devoción; estos artistas amaban a sus mecenas, no sólo les servían. Donatello suplicó ser enterrado a los pies de Cosme, y está sepultado a su lado en San Lorenzo. No parece propio de un artista que haya sido maltratado. Entiendo que la relación, con frecuencia cómica, de Cosme con Fra Lippi pueda ser malinterpretada por la historia, de modo que decidí mostrar su belleza.

Me quedé estupefacta al descubrir durante mis investigaciones que tanto Botticelli como Miguel Ángel vivieron en el seno de la familia Médici en su juventud. Lorenzo adoptó a Miguel Ángel a la edad de trece años en todo salvo en el apellido, y el niño estaba muy unido a su padre adoptivo. También se dice que Sandro Botticelli fue igualmente «adoptado» por Lucrezia y Pedro, y criado como hermano de Lorenzo, tal como lo he descrito en el libro. Existe poca documentación sobre la vida privada de Botticelli, pero el reputado historiador inglés Christopher Hibbert lo afirma en su libro Florencia: esplendor y declive de la casa de Médici, y también explica la descripción del encargo recibido por Botticelli de pintar la Madonna del Magnificat para Lucrezia Tornabuoni de Médici.

La idea de que Miguel Ángel y Botticelli eran miembros de la «familia espiritual» de los Médici me condujo a comprender el período de Savonarola. Arte e historia afirman que esos grandes y heréticos artistas se hicieron seguidores de Savonarola. Nunca lo creeré, ni por un momento. Ambos estaban dedicados en cuerpo y alma a los Médici y a su misión, y ninguno se habría entregado a un hombre que deseaba destruir a Lorenzo. Creo que, al principio, Savonarola fue bienvenido en Florencia como alguien que habría podido ser una herramienta para revolucionar la Iglesia y erradicar la corrupción de Roma, tras la llegada del papa Sixto y el caos provocado por toda la familia Riario. Todo salió mal. Se cita a Miguel Ángel por haber dicho acerca de Savonarola: «Oiré su voz resonando en mis oídos hasta el día de mi muerte». Expertos en arte e historia la interpretan en el sentido de que Miguel Ángel era seguidor de Savonarola. Solicito disentir. Creo que Miguel Ángel lo dijo porque sabía que Savonarola destruyó a Lorenzo y todo cuanto esperaban lograr juntos.

Soy consciente de que mi afirmación de que Savonarola aceleró la muerte de Lorenzo es controvertida, pero también lo considero posible. Aunque no envenenara con alguna sustancia a Lorenzo, sí lo hizo espiritualmente. Creo que la voz de Savonarola atormentó a Miguel Ángel porque le desposeyó de su padre adoptivo y su inspiración primordial. La influencia de la Orden y de Lorenzo puede verse en toda la Capilla Sixtina, donde abundan los toques heréticos. ¿Quién es la mujer sentada al lado de Jesús el día del Juicio Final? ¿Os parece de verdad que es su madre? Y por supuesto, Miguel Ángel esculpió a María Magdalena como figura destacada de la Pietà florentina, que creó para su propia tumba, y que, en mi opinión, lo dice todo acerca de las creencias del autor.

Sandro era todavía más devoto de Lorenzo como hermano y mecenas, de modo que creo con todas mis fuerzas que cuando fue señalado como Pignoni estaba trabajando de agente doble, tal como lo he retratado aquí. Su arte toca este tema, una y otra vez.

La historia de santa Felicita empezó a obsesionarme después de un viaje más reciente a Florencia. Al contemplar el cuadro de la santa y sus siete hijos muertos, obró en mí el mismo efecto que en Tammy: me dio asco. Lo que agravó todavía más la experiencia, desde un punto de vista personal, fue que el hijo menor plasmado muerto sobre el regazo de su madre era la viva imagen de mi hijo menor. Algo cristalizó en mí en aquel momento, una trágica certeza de por qué había salido todo tan mal, de cómo las enseñanzas del amor se pierden en las hogueras del fanatismo. Quise chillar a aquel cuadro: ¡Todo eso es un error! ¡Esto no es lo que Dios desea de nosotros!

Escribí el prólogo para ilustrar la versión fanática de la vida de Felicita, antes que para celebrar su martirio. Me debatí con el prólogo durante mucho tiempo. Es una historia brutal, y pensé en suavizar un poco el tono, hasta que en Internet investigue sobre santa Felicita y vi lo que opinaban de ella sus seguidores del siglo XXI. Me quedé anonadada, y todavía más asqueada, al descubrir una sugerencia colocada por una madre para honrar la festividad de santa Felicita: proponía coger los siete juguetes favoritos de tu hijo y destruirlos delante del niño, sin dejar de subrayar en todo momento que eso fue lo que padeció Felicita, y que se trata de sacrificios que debemos hacer por Dios.

Hasta escribir esta última frase me descompone. No puedo creer que ninguna mujer de espíritu crea que se trata de una lección de amor que Dios desea para sus hijos. Fue al darme cuenta de que este tipo de fanatismo todavía influye en nuestros hijos en los tiempos modernos lo que maduró mi decisión de contar la historia de Felicita en todo su horror. Quería mostrarla tal cual, y espero que haga pensar a la gente. A mí me hizo pensar, sin duda, pues tanto Felicita como Savonarola ilustran los peligros del fanatismo sobre la tolerancia. Algunas palabras que pongo en labios de Felicita fueron extraídas textualmente de documentos eclesiásticos.

Me convertí en una devota sin remedio de Lorenzo el Magnífico durante mi investigación, hasta el punto de que éste se convirtió, a veces, en una obsesión febril. Sabía que debía escribir gran parte de este libro en Florencia porque necesitaba tener la energía de Lorenzo a mi alrededor. No hubo día, en las fases finales de la escritura, en que no fuera a «visitar» a Lorenzo de alguna manera. Durante mis paseos matinales pasaba ante su estatua, delante de los Ufizzi. A veces, entraba en el museo sólo para ver el retrato de Vasari (mi plasmación favorita de él), aunque está expuesto de manera deficiente y detrás de un cristal, de modo que el reflejo resulta frustrante. De todos modos, me encanta que esté al lado de un cuadro de Cosme. Compré por fin una copia del Vasari, la enmarqué y tuve a Lorenzo el Magnífico sobre mi escritorio cuando escribía (lo estoy mirando en este momento), e incluso viajaba con postales de la imagen, más portátiles.

Visitaba el palacio Médici en Via Larga (hoy Via Cavour) cada pocos días, para pasar un rato en el último destino conocido del Libro Rosso, la maravillosa Capilla Gozzoli, y en los aposentos de Lorenzo, que ahora son el centro de una atracción turística interactiva multimedia. Al principio, me disgustó esta alteración, pero después llegué a la conclusión de que cualquier cosa que haga interesante e interactiva la historia es positiva, y que el mismo Lorenzo lo aprobaría si estuviera hoy con nosotros. Al fin y al cabo, fue un pionero de las artes.

Mis desplazamientos regulares a los Ufizzi me inspiraron la sensación de que iba a ver a unos amigos, y solía empezar con el lugar de Lucrezia Donati, para luego internarme en la sala de Botticelli y hablar con Sandro. Llegué a creer que Lorenzo y Colombina me estaban animando a contar su historia de la forma más humana posible, rodeados de la gente que más les amaba. Resulta que esas personas eran los artistas y mentes más grandes del Renacimiento. Y por supuesto, siempre me alojo en la Antica Torre Tornabuoni cuando voy a Florencia, para seguir los pasos de la amada pareja y la Orden que los inspiró. Juro que sus espíritus inseparables vagan por la azotea de la torre que domina Santa Trinità, la cual posee la vista más inspiradora que haya visto jamás. No duermo mucho cuando me alojo allí, pero sé que siempre estaré en buena compañía.

En cuanto a Lucrezia Donati, muy poco se sabe sobre su vida. Las vidas de las mujeres del Renacimiento, a menos que fueran monarcas, no están bien documentadas. No olviden que Lorenzo habría deseado mantenerla lo más alejada posible del ojo público, y creo que nos encontramos ante una ocultación muy deliberada. Es el mismo principio que se aplica a las actividades de las sociedades secretas. ¡No existen pruebas documentales de casi ninguna, porque así ha de ser! Por eso son «secretas». Descubrí a Colombina gracias al arte y la poesía de la época, y traté de verla y experimentarla a través de los ojos de Lorenzo y Sandro. Pero, como María Magdalena y Matilde antes de ella, se convirtió en alguien muy real y vivo para mí, y la pasión por contar su historia me dominó mientras escribía sobre esa era.

Hablo de la historia como un mosaico, que para mí ha resultado de lo más hermoso. Pequeñas piezas encajan en su sitio y empiezan a formar la imagen. Frases de libros de investigación han alterado a menudo mi visión de estos personajes y sus vidas. Un libro sobre la colección de arte de Lorenzo habla del hijo de Lucrezia Donati, que buscaba con desesperación un cuadro perdido de su madre, encargado por Lorenzo y que formaba parte de su colección particular. Esto me condujo a investigar la familia del muchacho. No puedo demostrar que Lucrezia Donati tuviera un hijo de Lorenzo de Médici, pero creo que es cierto.

Otra tesela preciosa de mi mosaico salió de una revista de arte que hablaba del título original de la Primavera, «probablemente titulada Le temps revient». ¡Qué bonito! La leyenda del estandarte de Lorenzo, y el motivo de que el gran defensor de la lengua italiana tuviera un lema misterioso en francés medieval, es algo que ha confundido a los historiadores durante quinientos años. Eso es debido a que los historiadores pasaban por alto el elemento de la sociedad secreta, las creencias heréticas de la Orden y la relación de los Médici con estas herejías. El estandarte me condujo a descubrir las relaciones entre Cosme y Renato de Anjou, así como la estrecha relación de Pedro y Lorenzo con el rey francés Luis XI, quien llama de manera inexplicable «primos» a ambos en su correspondencia íntima. El estandarte de Lorenzo también me guió hasta Ana Bolena y Enrique VIII, algo muy inesperado, tal como exploraremos en la historia desconocida y sorprendente del libro cuarto de esta serie. Relacionar estos elementos, y ver cómo se acoplan ha sido un verdadero placer para mí.

Las restricciones de espacio exigieron que eliminara elementos de la complicada conspiración de los Pazzi. No tuve otro remedio que eliminar a varios personajes malvados que participaron en la conjura contra Giuliano y Lorenzo. Me decanté por concentrarme en los personajes que, en mi opinión, formaban el nucleo duro de la conspiración, y me aferré a la decisión de describir el crimen en todo su horror mediante sus actos. Que un ataque tan cobarde y atroz fuera perpetrado durante la misa celebrada en una catedral, bendecido por el Papa y planeado por un arzobispo que utilizó a sacerdotes como ejecutores, es una de las mayores atrocidades de la historia, aunque bien poco se habla o escribe de ellas, como no sea en las biografías de los Médici. Me sorprendió la ironía del asesino profesional que actuaba como la voz de la sensatez, que nos ha llegado gracias a la confesión de Montesecco antes de su ejecución. Y, por supuesto, me sentí muy conmovida por el relato de cómo el malherido Lorenzo habló a las turbas para tranquilizarlas en las horas posteriores al asesinato de su amado hermano.

Los estudiosos de la historia y del arte del Renacimiento me arrojarán tomates por violar toda clase de códigos académicos, pero me da igual. Pueden sumarse a los estudiosos de la Biblia que se mofan de mi versión de los acontecimientos del Nuevo Testamento. Mi papel consiste en revelar la faceta secreta y humana de esta historia, y no se me ocurre ocupación más importante.

Como dijo Destino, ningún hombre alcanzó la grandeza utilizando sólo su mente. También ha de utilizar su corazón. De esta forma, he intentado mostraros el corazón del Renacimiento, y tal vez un poco de mí.

Y, por supuesto, me he tomado libertades. He dicho que esto era ficción, ¿no?

Honro a Dios y rezo para que llegue un tiempo en que estas enseñanzas sean recibidas en paz y ya no haya más mártires.

KATHLEEN MCGOWAN

22 DE NOVIEMBRE DE 2009