EPÍLOGO

Inglaterra

1527

No deseo a otra.

Ana volvió a leer la carta, susurrando cada palabra en voz alta y saboreando cada sílaba henchida de amor.

A partir de ahora, mi corazón sólo estará dedicado a ti.

Ojalá mi cuerpo pudiera también. Dios puede conseguirlo si así lo desea,

y a Él le rezo cada día con este objetivo,

con la esperanza de que, algún día, mi plegaria será escuchada.

Ojalá esa época sea breve, pero temo que tal vez transcurra mucho tiempo

hasta que volvamos a vernos.

Escrita por la mano de ese secretario que en corazón, cuerpo y voluntad

es tu más leal y devoto sirviente.

El pretendiente apasionado que se autoproclamaba el «más leal y devoto sirviente» de Ana firmaba su declaración con una frase en francés medieval, prestada de una canción amorosa de los trovadores: Aultre ne cherse. No deseo a otra.

Ella suspiró debido a la belleza de todo ello, y también de dolor. Porque si bien su pasión era recíproca, las leyes del país impedían el acceso al objeto de su afecto. Estaba casado y tenía hijos, y por lo tanto se hallaba fuera de su alcance. No obstante, la carta indicaba que «Dios puede conseguirlo si así lo desea», como afirmando que, si tan intenso era su amor, sin duda Dios intervendría para alterar sus circunstancias. En las cortes europeas, donde había pasado su infancia, Ana había aprendido que el amor lo puede todo. Confortada por aquella idea, fue a recuperar su Libro de Horas del lugar donde descansaba, sobre la mesita de noche.

Una sonrisa cruzó por los labios de Ana mientras pasaba las páginas de su querido libro de oraciones. Era una obra maestra exquisita del arte flamenco, un volumen particular ilustrado que le había regalado su gran maestra, Margarita de Austria. Pero no era su valor artístico o sentimental lo que había alentado la sonrisa. Eran las notas escritas a mano en los márgenes. Ana y su amante habían inventado un método inteligente para pasarse mensajes secretos durante los oficios religiosos, gracias a su libro de oraciones. Su último mensaje estaba escrito en una hoja que plasmaba a Jesucristo después de la flagelación, un hombre abatido, golpeado y sangrante. Rezaba, en su francés favorito,

Si recuerdas mi amor en tus oraciones con tanta intensidad como yo te adoro, no me olvidarás, porque soy tuyo por siempre.

El mensaje estaba claro: sufro por tu amor.

Ana había meditado largo y tendido sobre su respuesta. Decidió contestar en una página bellamente ilustrada de la Anunciación, cuando el ángel Gabriel anuncia a la encantadora Virgen que tendrá un hijo. Compuso un pareado en inglés y escribió:

Cada día encontrarás en mí

amor y ternura por ti.

El simbolismo era inconfundible. Ana había elegido con sabiduría. Al escoger la Anunciación subrayaba el glorioso acontecimiento de que Dios hubiera concedido un hijo a la mujer más bienaventurada. Ella prometía a su amante que sería amable y afectuosa con él, y le daría el hijo que más deseaba. Si bien su amado estaba casado y tenía hijos, su mujer sólo le había dado un hijo vivo, una niña.

Para hacer énfasis en su sagrada promesa, Ana añadió una firma final al libro, pues sabía que él la comprendería de inmediato. Esta vez escribió en francés, invocando la tradición de los trovadores (y algo más, un juramento secreto que sólo él reconocería) cuando escribió: Le temps viendra.

El tiempo volverá.

Remató su firma con el dibujo diminuto de un astrolabio, un símbolo del tiempo y sus ciclos, un emblema del tiempo que regresa, antes de escribir su nombre con una floritura:

Je * Ana Bolena

Aquella tarde, mientras el capellán del rey recitaba las palabras de la misa al pequeño grupo congregado en la capilla real, Ana Bolena pasó con discreción el libro a su amante secreto. El padre de Ana, sir Tomás Bolena, actuó como emisario. La importancia de sir Tomás en la corte como confidente del rey le granjeaba la privilegiada posición de sentarse al lado de su soberano durante la misa. Estaba muy predispuesto a alentar el creciente afecto entre su hija menor y el rey.

Enrique VIII, rey de Inglaterra, recibió el mensaje y apretó el libro contra su corazón. Las lágrimas nublaron su vista cuando miró a la mujer que amaba, y susurró hacia el otro lado de la capilla:

—El tiempo volverá, Ana mía. Nosotros nos encargaremos de ello.

¿Por qué había salido todo tan horriblemente mal?

Ana había tenido mucho tiempo para meditar sobre esta pregunta mientras esperaba en su celda el momento de la ejecución. El verdugo francés había llegado de Calais, preparado para su grotesca misión: separarle la cabeza del delicado cuello con un solo tajo de su afilada espada. Era el regalo final de Enrique a su amada. Mientras firmaba su sentencia de muerte, el rey también había suavizado dicha sentencia: Ana Bolena, reina de Inglaterra, no sería quemada en la pira como hereje y traidora convicta y confesa. En un inesperado acto de clemencia, Enrique había enviado a buscar a Francia a un verdugo que pusiera fin a la vida y desdicha de la reina con rapidez y eficacia, y de la forma menos dolorosa posible.

Habían transcurrido nueve años desde que Ana y Enrique se habían jurado mutuamente que el tiempo volvería. Ana sostenía ahora aquel mismo libro de oraciones, y seguía con el dedo la tinta casi borrada de aquella promesa dorada que, creía ella (ambos creían), cambiaría el mundo. Cabía reconocer que Enrique se había comprometido con su misión tanto como ella. Su amor había sido real, una fuerza imparable tanto para bien como para mal.

Ana se detuvo ante el astrolabio para contemplar el paso del tiempo. Le quedaba muy poco. Tenía que hacer algo más antes de abandonar esta vida, un acto final de devoción a su misión. Debía encontrar una forma de proteger a su diminuta y preciosa hija de pelo rojo. Alzó la pluma y empezó a escribir una carta en francés:

Querida Margarita:

Cuando recibas esta carta ya sabrás que te he fallado. Me queda muy poco tiempo para expresar mi tristeza y pesar. Sin embargo, no todo está perdido. Nos hemos acercado mucho a nuestros objetivos, y no debemos permitir que mi muerte detenga la marea que está inundando este gran país.

Escribo para recordarte el profundo afecto y admiración que siento por ti, y para rogarte, como último deseo, que encuentres una forma de transmitir tu visión, nuestra visión, a mi hija. Te aseguro que Isabel es la hija de nuestros sueños, concebida perfecta e inmaculadamente en un lugar de confianza y conciencia, siguiendo las reglas de la Orden.

Te suplico que no le falles. Incluso ahora, demuestra una energía y brillantez incomparables. Si proteges a Isabel, ella sola se encargará de que el Tiempo Vuelva.

Ana

Arques, Francia

En la actualidad

MAUREEN DESPERTÓ A otro amanecer que rompía sobre las colinas de Arques. Se incorporó poco a poco para no despertar a Bérenger, que dormía a su lado, pero no lo consiguió. Bérenger, tan acostumbrado a sus estados de ánimo y energías, abrió los ojos en cuanto ella se removió.

—¿Te encuentras bien, amor mío?

Maureen le miró y sacudió la cabeza. Se pasó las manos sobre la garganta.

—Además, tengo el cuello pequeño —susurró.

—¿Qué?

Bérenger se sentó, preocupado.

—Es lo que dijo ella mientras esperaba la ejecución. Sería rápida porque tenía el cuello pequeño.

—¿Quién lo dijo? ¿De qué ejecución hablas?

—Ana Bolena.

—Has vuelto a soñar.

Ella asintió. Había sido el sueño más extraño y vívido que Maureen había experimentado jamás. No sólo estaba observando a Ana Bolena en la Torre de Londres, sino que era Ana Bolena. Estaba experimentando los pensamientos, sensaciones y recuerdos de una de las reinas más famosas de la historia, cuando se preparaba para morir.

Maureen no era una experta en historia de Inglaterra, pero desde hacía mucho tiempo se sentía fascinada por la historia de Enrique VIII y sus seis esposas. Ana había sido el catalizador de la Reforma en Inglaterra, pues Enrique había desafiado al Papa para estar con ella.

La historia no recordaba con amabilidad a Ana Bolena. Casi siempre la pintaban como una adúltera intrigante de ambición depravada e ilimitada.

Pero la Ana del sueño de Maureen era una mujer muy diferente. Maureen sintió que un nudo se formaba en su garganta y las lágrimas se agolpaban en sus ojos cuando recordó el espantoso dolor y desesperación de la trágica reina en la torre.

Sabía que pronto empezaría a revelar una nueva versión de la historia, que la estaba esperando bajo las capas de cinco siglos de mentiras.