Florencia
1486
LORENZO ESTABA EN la biblioteca de Careggi, trabajando en un soneto especialmente difícil, cuando Clarice entró. El hombre suspiró, con la esperanza de que no le hubiera oído, y se quitó las gafas. A juzgar por la expresión de su esposa, se avecinaba una discusión.
Clarice le habló con sus modales formales romanos, que pocas veces abandonaba después de diecisiete años de matrimonio y siete hijos vivos.
—Lorenzo, ¿reconoces que soy una esposa obediente y devota madre de tus hijos?
Sabía que era una especie de trampa, de modo que fue al grano.
—Por supuesto, Clarice. ¿Qué se te ofrece?
—Déjame terminar, Lorenzo. No es lo que supones.
Lorenzo no dijo nada y permitió que continuara.
—No, hace tiempo que aprendí a vivir con el espectro constante de Lucrezia en nuestro dormitorio. Ella es una herida que nunca cicatrizará por completo, pero ya no sangra. Ni siquiera soy capaz de odiarla. Te ama. Como todas las mujeres. Pero no he venido a hablar de ella…
Clarice vaciló, lo cual puso nervioso a Lorenzo. ¿Qué podía ser tan peligroso que apenas osaba abordar el tema? Estaba demasiado cansado para ser paciente.
—¿Qué quieres, pues?
Clarice respiró hondo.
—Angelo —soltó.
Lorenzo pensó que la había entendido mal.
—¿Angelo? ¿Mi Angelo?
La incredulidad de Lorenzo pareció alimentar la determinación de su esposa.
—Sí, y si es tu Angelo, así sea. No sé muy bien a quiénes llamas amigos, pero yo puedo decidir quién educa a mis hijos y vive en mi casa. No permitiré que ese hombre inculque más ideas heréticas a mis hijos. Hoy, nuestra pequeña Maddalena me informó de que llevaba el nombre de la esposa de Jesús.
Lorenzo se encogió de hombros.
—Y así es.
—No. Lleva el nombre de mi madre, una mujer noble y piadosa de impecable sangre romana. Mi madre llevaba el nombre de una santa, María Magdalena, la santa penitente y pecadora redimida, tal como enseña la Santa Madre Iglesia.
—¿A qué viene esto, Clarice? ¿Por qué ahora?
—Porque no permitiré que enseñen eso a mis hijos. Si tú quieres seguir jugando con tus misiones secretas y herejías, no puedo impedirlo. Pero no dejaré que mis hijos se contaminen de ello.
Lorenzo perdió la poca paciencia que le quedaba.
—A menos que me estés ocultando algo, creo que también son hijos míos.
—¡Lorenzo! ¡Cómo te atreves!
Se quedó estupefacta un momento por el insulto. Lorenzo pocas veces era cruel, pero ella ponía a prueba su paciencia en ocasiones.
—Mis hijos, nuestros hijos, no estarán sometidos a la blasfemia.
—No es blasfemia. La definición de blasfemia es tomar el nombre del Señor en vano. Es herejía. Si vas a acusarme de algo, al menos dilo bien.
—No permitiré que ese hombre enseñe más herejías a los chicos. ¡Giovanni está destinado a la Iglesia!
—Sí, pero ¿qué Iglesia, Clarice? ¿La tuya o la mía?
—Hablo muy en serio. Expulsaré a Angelo de nuestra casa.
—Vas demasiado lejos, querida mía.
—No, ni de lejos. Lorenzo, ¿no te das cuenta de que también temo por ti? ¿No sabes que rezo por tu alma inmortal, que rezo para que no vayas al infierno?
Lorenzo suspiró, un sonido que transmitía una profunda angustia.
—Llegas demasiado tarde, Clarice. Ya vivo en el infierno.
La batalla entre Clarice de Médici y Angelo Poliziano continuó adelante. Estaba alimentada por el hijo mayor de Lorenzo, Piero, que no sentía afecto por su profesor. Angelo se impacientaba con él y le animaba a estudiar. Piero estaba mimado por su madre y era un vago. No albergaba el menor interés por aplicarse, de modo que se quejaba a su madre de insultos reales e imaginarios para evitar trabajar con Angelo.
Lorenzo, harto del acoso de Clarice, llegó a un compromiso. Trasladó a Angelo a otra villa, que Clarice pocas veces visitaba, y permitió que Piero no diera más clases con él. Angelo se sintió aliviado, pues ser responsable de la educación de Piero era un asunto peliagudo. Y si bien Lorenzo era consciente de los defectos de su primogénito, Piero continuaba siendo el heredero de los Médici. Angelo sólo podía ser sincero a medias con Lorenzo acerca de la absoluta inutilidad del muchacho.
Pero Lorenzo no tuvo que interponerse entre los dos durante mucho tiempo. Clarice de Médici enfermó a principios del año siguiente, y se deterioró con gran rapidez hasta que empezó a escupir sangre. Murió de repente a la edad de treinta y cuatro años. Lorenzo se hallaba en la frontera oeste de Toscana cuando ella falleció, y no asistió al funeral. De todos modos, pese a la tristeza de sus años en común, dejó anotado en su diario que estaba apesadumbrado por su muerte. Pese a sus deficiencias como esposa y compañera, fue una devota madre de sus hijos. Como resultado, lamentó su pérdida y se sintió culpable por haberle dado una vida no tan feliz como habría debido.
Lorenzo ordenó a Angelo que volviera a Careggi para concentrarse en la educación de Giovanni y de su hermanastro Giulio. Ahora, con los mejores profesores del mundo (Angelo, Ficino y el Maestro) a su alcance, recibían la educación que Lorenzo deseaba para ellos. Y los «gemelos», como los llamaba Lorenzo, no estaban solos. Había adoptado a un muchacho de trece años, un angélico especial al que la Orden y él habían estado observando desde que naciera. Miguel Ángel Buonarroti había desarrollado el talento más extraordinario que nadie había visto a edad tan temprana, y decidieron que se educara como un Médici.
Miguel Ángel se sumó vacilante a la familia de Lorenzo. Era muy tímido, pero la bulliciosa camada le dio la bienvenida y pronto aprendió a encajar. Las chicas mayores le adoraban y atendían sus menores deseos, y las más jóvenes le acosaban con solicitudes de que dibujara caballos y flores. Cuando se sentaban a comer, Miguel Ángel lo hacía a la diestra de Lorenzo. Éste le trató como a un hijo en cuanto entró por la puerta.
—Es un estudiante asombroso —informó Angelo a Lorenzo—. En todo. Ficino le está enseñando hebreo y el Antiguo Testamento, y se muestra brillante. Está muy dotado para los idiomas, y es capaz de aprenderse de memoria historias que sólo ha oído una vez. El Maestro habla maravillas del entendimiento espiritual de Miguel Ángel. Dice que nació con un conocimiento innato de estas enseñanzas. Es como si fuera la encarnación del arcángel Miguel.
—Tal vez lo sea —replicó Lorenzo. No bromeaba.
Miguel Ángel estaba en el jardín dibujando cuando Lorenzo fue en su busca. Se detuvo y miró un momento, mientras el muchacho alzaba una estatuilla. Parecía una santa, de treinta centímetros de alto y muy antigua. La levantó a la luz, le dio la vuelta, volvió a posarla en el suelo y continuó dibujando. La levantó de nuevo, estudió con mucho detenimiento el rostro y reanudó el dibujo.
—¿Quién es tu musa, muchacho? —le preguntó Lorenzo, al tiempo que señalaba la estatua.
Miguel Ángel le miró sorprendido.
—Buenos días, Magnífico. La estatua es de santa Modesta. Es el tesoro de mi familia, porque perteneció a la gran condesa Matilde de Toscana.
Lorenzo se quedó impresionado.
—¿Puedo verla?
—Por supuesto.
Lorenzo levantó la estatuilla y la examinó. Comprendió por qué Miguel Angel estaba tan obsesionado con el rostro. Era hermoso. Las facciones eran dulces y delicadas. Transmitían sabiduría, y al mismo tiempo tristeza.
—¿Qué estás dibujando?
—Una pietà. Nos la ha encargado Verrocchio. Pero yo deseaba crear una que no fuera tradicional, sino que celebrara las enseñanzas de la Orden. Ved…
Miguel Ángel enseñó el dibujo a Lorenzo. Su hermosa María, a la que había dibujado con el dulce rostro de Modesta, estaba sentada con Jesús sobre su regazo, en el típico estilo de las pietà, pero esta pieza tenía algo diferente. Una elegancia y una tristeza que Lorenzo jamás había visto.
—Asombroso, hijo mío. Y su rostro es la perfección misma. No obstante…, es muy joven para ser la madre de Jesús, ¿no?
—En efecto, Magnífico, pero no se trata de la Virgen María. Es María Magdalena. He creado una pietà que representa a nuestra Reina de la Compasión llorando a su amor perdido. Su dolor es nuestro dolor. Es el dolor del amor cuando sufre la separación, como la gran mayoría de los humanos sufren en la tierra. Quiero capturar el sentimiento de esta nueva forma para interpretar la historia. Algún día, me gustaría esculpirla en piedra e insuflarle vida.
Una luz brillaba en sus ojos al hablar. Tal inspiración sería extraordinaria en un adulto, tras toda una vida de educación y experiencia, pero al surgir de los labios de un muchacho de trece años, era algo inesperado por completo. Y absolutamente divino.
La respuesta de Lorenzo fue sencilla.
—Gracias, Miguel Ángel. Gracias.
Florencia
En la actualidad
EL AIRE NOCTURNO era particularmente sedoso. La luz de la luna se reflejaba en las baldosas rojas del Duomo. Petra y Peter bebían el brunello mientras charlaban.
—¿Sigues siendo cura, Peter?
Sorprendido por aquella pregunta directa, Peter vaciló, y después dejó la copa sobre la mesa.
—Ummm. Hago una pausa porque aún no lo he verbalizado en voz alta. No se lo he dicho a nadie. Pero no. Ya no soy cura. Ya no creo en aquello que me llevó a tomar los votos. Y si bien soy un cristiano más devoto que nunca, ya no soy católico. Acérrimo no, al menos. Tengo muchas preguntas que formular a mi Iglesia.
—Y cuando eras cura, ¿alguna vez te cuestionaste tu vocación?
—¿Quieres decir si me sentía solo? ¿Si echaba de menos sostener una relación? Si quieres que te sea sincero, sí, pero me negaba a pensar en ello y siempre lo achacaba a tentaciones diabólicas.
—¿Alguna vez te sentiste tentado?
—No. —Peter negó con la cabeza. Había gozado de numerosas oportunidades. Peter era un hombre apuesto, con su aspecto de «irlandés negro»: pelo oscuro y profundos ojos azules. Era el cura por el que todas las estudiantes se peleaban. Si tenías que aguantar el latín o el griego, al menos podías ir a la clase del padre Peter—. Nunca me lo planteé. Poseo mucha autodisciplina, y cuando me comprometo con algo, lo hago hasta las últimas consecuencias.
—Encomiable y poco frecuente —dijo Petra—. Pero ahora que ya no eres cura…
—¿Me siento tentado?
Su pregunta fue directa pero delicada.
Como la respuesta de ella.
—Sí.
Él asintió, y la miró.
—Ya sabes la respuesta.
De repente, los enormes ojos castaños de Petra se encendieron.
—Yo… lo sabía antes de que llegaras, y lo confirmé cuando entraste por la puerta. Ambos éramos profesores, obligados a abandonar nuestra ocupación original para encontrarnos mediante el Camino del Amor. Había otras pistas. —Rio, un poco nerviosa, y también maravillada de la vida—. Dios tiene sentido del humor y deja en nuestras manos esas cosas, consciente de que las más de las veces estamos como dormidos. Tú eres lingüista. Sabes que Petra es la versión femenina de Pedro. Que… yo soy una versión femenina de ti.
Peter sonrió.
—Sí, y ya se me había ocurrido. No he pensado en otra cosa desde que llegué a Florencia. Para ser sincero, me ha atormentado no poco.
Ella tomó su mano.
—No es preciso acelerar nada, Peter. Esto es nuevo para ti, y supongo que albergas dudas.
—Oh, no. —La sorprendió con su certidumbre—. Ninguna. El Evangelio de Arques y el Libro del Amor me han llevado a comprender que existe otro camino, y sé que es el camino que Jesús enseñó. Es el Camino del Amor. Es el camino de Dios, la razón de que estamos aquí. Necesito continuar comprendiéndolo, para que pueda enseñarlo de una nueva manera a un nuevo mundo.
—Me alegra ser tu profesora, para que podamos enseñar juntos de esta nueva manera a lo que será un mundo nuevo.
—En tal caso, me alegro de ser tu alumno, pero tendrás que ser paciente conmigo. No porque albergue alguna reserva, sino porque carezco de experiencia. Carezco de marco de referencia en lo tocante a sostener relaciones con una mujer.
—Entonces, te proporcionaré uno —dijo Petra, al tiempo que se acercaba más a él—. Al fin y al cabo, soy la Maestra del Hierosgamos.
Pero cuando Petra se acercó para iniciar la instrucción de Peter, la terraza del tejado quedó iluminada por una explosión y un destello cercanos.
La explosión ocurrida en los apartamentos del palacio Tornabuoni sacudió a la ciudad de Florencia. Fue un trágico accidente, y las causas se investigaron durante cierto tiempo. Por lo visto, habían cortado el suministro de gas debido a las obras a primera hora de la mañana, lo cual provocó un escape. Que la mayoría de apartamentos no estuvieran ocupados todavía fue una bendición en esta terrible tragedia.
La supermodelo Vittoria Buondelmonti y un amigo que había ido a verla, identificado en los primeros momentos como Bérenger Sinclair, habían resultado heridos como resultado de la explosión. Más adelante, corrigieron la información y revelaron que era Alexander Sinclair, presidente de Sinclair Oil, quien se hallaba en estado crítico en el hospital, junto con Vittoria.
Aunque Bérenger casi había quedado sepultado entre los escombros, había podido refugiarse bajo la entrada del palacio contiguo. Le habían tratado de heridas de escasa consideración y una conmoción cerebral. Después, fue a parar a los brazos expectantes de Maureen.
En un extraño giro de los acontecimientos, el hospital de Florencia en que habían ingresado todas las víctimas estaba en Careggi. Era la villa de los Médici en que Cosme y Lorenzo habían vivido, reconvertida ahora en hospital.
Se produjo un giro más en los acontecimientos de la noche. El niño, Dante Buondelmonti Sinclair, no se encontraba en el edificio en el momento de la explosión. Los ruidos de las obras le habían puesto de mal humor, y una niñera le había llevado a ver a sus abuelos, que vivían en una villa de Fiesole, pocas horas antes de la tragedia.
Careggi
Abril de 1492
EL DIMINUTO FRAILE dominico Girolamo Savonarola era cada vez más problemático. Maldecía a Lorenzo sin ambages desde el púlpito, llamaba tiranos a los Médici y predecía su caída a manos de un Dios encolerizado.
Savonarola había llegado dos años antes, cuando Lorenzo le había invitado a Florencia e instalado con toda clase de comodidades en el hermoso monasterio de San Marcos, que había sido restaurado y decorado bajo la guía de Cosme Pater Patriae. Cuando Lorenzo tomó la decisión de invitar a Savonarola, sabía que era una jugada arriesgada. El monje era famoso por su furioso estilo de predicar cuando arremetía contra la frivolidad y la corrupción. Era feo como un pecado, pero irradiaba carisma en cuanto abría la boca. Incluso aquellos que le despreciaban a él y a su mensaje se quedaban fascinados cuando Savonarola hablaba, y les costaba alejarse.
Sus amigos del movimiento humanista habían convencido a Lorenzo de que permitiera a Savonarola ir a Florencia por dos motivos: el primero era que el pequeño monje reservaba su mayor ira para la corrupción del papado: tenían un enemigo en común. Y si bien el actual Papa, desde la muerte del malvado Sixto, era un aliado, Roma todavía necesitaba una gran cantidad de reformas. Si podían controlar a Savonarola, o al menos influir en él, podría convertirse en una herramienta eficaz a la hora de incitar dicha reforma. El segundo motivo consistía en que Lorenzo no era un tirano. No quería que se dijera fuera de Florencia que excluía a Savonarola porque tenía miedo de su mensaje. Al dar la bienvenida a su feudo al controvertido dominico, podía vigilar de cerca tanto al mensaje como al mensajero, y tal vez incluso ejercer el control sobre ambos.
Es probable que Lorenzo de Médici hubiera logrado solventar el problema de Savonarola si su cuerpo no se hubiera encontrado en un estado de veloz deterioro. Sufría de la gota que había afligido a todos los varones Médici y había matado tanto a su padre como a su abuelo. Lorenzo sólo contaba cuarenta y tres años, y confiaba en que si cuidaba la comida y seguía los tratamientos, podría vivir tanto como Cosme. Además, no se atrevía a morir ahora. Piero era demasiado idiota para dirigir el imperio de los Médici, y Giovanni (quien se había convertido en el cardenal más joven de la historia a la edad de catorce años), era todavía demasiado joven para hacerse con las riendas del poder.
Pero a Lorenzo le quedaba escasa energía espiritual para enfrentarse a Savonarola, y como resultado las ponzoñosas prédicas del fraile continuaban sin control y su virulencia aumentaba.
Un furioso y disgustado Angelo regresó del Duomo, donde Savonarola había reunido a una ingente multitud aquella mañana.
—Hay que pararle los pies, Lorenzo. Ahora se hace el profeta, y aunque tú y yo sabemos que lo que pregona son patrañas, el común de los florentinos no se da cuenta. Si Savonarola dice que a la noche sigue el día, sus estúpidos seguidores se levantarán y vitorearán al sol mañana, diciendo: «¡Fra Girolamo tenía razón!». Lorenzo estaba en la cama, agotado. Había ido a Montecatini para tomar las aguas, pues daba la impresión de que calmaban un poco la gota, pero el viaje de vuelta había sido casi demasiado doloroso para que el esfuerzo hubiera valido la pena.
—Deja que eche pestes, Angelo. No me importa.
—Pues será mejor que te importe. Está prediciendo tu muerte.
—¿De veras?
—Sí. Y pronto. Dice que Dios te fulminará, y que morirás repentinamente.
—Bien, no tengo la menor intención de morir, Angelo. Demostraremos de una vez por todas que Savonarola es un mentiroso.
—Eso espero, Magnífico. Eso espero.
El estado de Lorenzo empeoró. Al igual que Cosme, sus dolores se hicieron tan agudos que fue confinado a su lecho. Pero no estaba agonizante. Sus médicos estaban seguros al respecto. De todos modos, probaron todas las curas para la gota, incluida una extravagante mezcla de perlas molidas y excrementos de cerdo, hervidos en vino especiado. Era tan horrible que Lorenzo insistió en que prefería padecer la enfermedad.
Durante aquellos días y noches de reposo médico en Careggi, acudieron a entretenerle sus seres queridos. Angelo y Ficino le leían. Giovanni y Giulio practicaban su griego y latín juntos. Las hijas le deparaban todo su afecto. Miguel Ángel iba y se quedaba sentado, satisfecho simplemente con estar al lado del hombre que era como un padre para él. A veces, dibujaba; en otras, formulaba preguntas acerca de la vida, el arte o la Orden. Era una compañía agradable y bienvenida para Lorenzo, quien le llamaba «hijo mío».
Colombina acudía siempre que le era posible, y aprovechaba para ver al Maestro al mismo tiempo. Besaba a Lorenzo en la frente, le cantaba, y a veces se limitaba a apretar su mano mientras dormía. Todo el rato rezaba a Dios como mejor sabía para que curara al príncipe y así poder proseguir juntos su misión, y para poder amarle tantos años como fuera posible.
Sandro iba con nuevos bosquejos para cuadros, y sus visitas alegraban sobremanera a Lorenzo. El artista aún podía arrancar carcajadas a su amigo más que nadie, y lo hacía sin esforzarse.
Sandro había regresado a Florencia una noche de principios de abril con Colombina, tras dejar al Magnífico en manos de la familia y de Angelo. Durante el resto de sus días, Colombina se preguntó qué habría sucedido si ella o Sandro se hubieran quedado. Sólo sabía una cosa: ninguno de ambos habría permitido que Savonarola entrara sin vigilancia en la habitación de Lorenzo.
En defensa de Angelo, cabe decir que no estaba preparado para la situación. El pequeño fraile llegó sin anunciarse, y abrir la puerta de Careggi y ver a Girolamo Savonarola era algo de lo más inesperado. El monje había viajado desde San Marcos con tres frailes más, a uno de los cuales conocía Angelo. Eso debía formar parte del plan. Como Angelo estaba familiarizado con uno de los hermanos, les hizo pasar enseguida y se plegó a sus demandas con más diligencia de la debida.
—Quiero ver a Lorenzo —dijo Savonarola con su voz rasposa. En persona, y cuando no predicaba en el púlpito, era mucho menos intimidante. Era menudo y algo encorvado. Angelo pensó que, si se cruzara con él por la calle, sentiría compasión o le echaría dinero en la taza.
—¿Por qué?
—Porque me han dicho que se está muriendo.
—No es cierto. Está enfermo, sí, pero Cosme vivió muchos años en ese mismo estado. En el caso de Lorenzo pasará lo mismo.
—¿Osas decir que conoces la voluntad de Dios?
—Vos lo decís cada domingo en el Duomo.
—Soy un mero instrumento de Dios. Soy yo quien debe hacerlo, no tú, poeta. Pero no he venido como enemigo tuyo, ni de Lorenzo. Deseo demostrar mi indulgencia, y la de Dios, ofreciéndole consuelo en este momento de oscuridad.
Angelo reflexionó un momento, mientras los frailes que acompañaban a Savonarola murmuraban que sólo habían venido a proporcionar consuelo y ofrecer un gesto de paz al patriarca de los Médici.
—Creo que querrá verme —dijo Savonarola—. ¿Por qué no se lo preguntas, para ver cuál es su respuesta?
Angelo asintió. Si Lorenzo estaba despierto, era lo mejor que podía hacer. La mente del Magnífico estaba en plena forma, pese a que el cuerpo le estaba fallando. Y si se sentía lo bastante fuerte, tal vez considerara muy interesante aquel encuentro.
Angelo encontró a Lorenzo despierto e inquieto cuando entró en la habitación.
—¿Qué está pasando, Angelo? Presiento desorden en la casa.
—Podría decirse así. Tienes una visita. Una visita inesperada. Girolamo Savonarola.
—¿De veras? —Lorenzo inició el doloroso proceso de incorporarse en la cama—. Bien, hazle entrar. Estoy ansioso por demostrarle que no me estoy muriendo.
»Ah, y tráenos un poco de vino, Angelo, por favor. No negaré mi hospitalidad al invitado.
—He de estar a solas con él —insistió Savonarola—. Lo que he de hablar con Lorenzo es un asunto privado concerniente a su alma. No ha de ser presenciado por nadie más que Dios.
Angelo condujo al pequeño monje al dormitorio de su amigo y cerró la puerta a su espalda. Si Lorenzo albergaba alguna preocupación acerca de quedarse solo con Savonarola, no lo manifestó.
No hubo testigos de lo que ocurrió en realidad aquella noche en la habitación, tal como Savonarola había exigido. Al menos, que se sepa. Estudiosos de la historia discutirían sobre dichos acontecimientos durante los siguientes quinientos años, sin información suficiente para dilucidar la verdad.
Miguel Ángel, de trece años, el eterno ángel de Lorenzo, había estado dibujando en silencio en la antecámara contigua, separada tan sólo por una cortina. Nadie sabía que estaba allí.
Lo oyó todo.
Girolamo Savonarola salió en tromba de la villa de los Médici en Careggi, al tiempo que hacía una señal a los hermanos de que le siguieran a toda prisa.
—Será mejor que envíes a buscar a su médico —advirtió a Angelo sin volverse—. Y a cualquiera de quien desee despedirse. Ya te dije que se estaba muriendo. Fuiste un imbécil por no creerme.
Lo que nadie vio mientras salía por la puerta con gran celeridad, en dirección a los caballos que esperaban, fue la copa de vino que ocultaba bajo el hábito, adornada con el símbolo de los Médici de las tres alianzas entrelazadas.
Lorenzo sufría convulsiones. Gemía de dolor, temblaba de forma incontrolable y era incapaz de hablar.
Miguel Ángel ya se les había adelantado. El médico se había instalado en Careggi, en aposentos ubicados cerca de la habitación de Lorenzo. El muchacho había esperado, tembloroso, hasta que aquel hombre horrible salió del dormitorio. Corrió por el pasillo en busca del médico.
El médico sedó a su paciente para detener las convulsiones y Lorenzo se durmió. Su respiración era profunda, pero bastante regular. De todos modos, el diagnóstico fue inquietante y sorprendente: por lo visto, Lorenzo se estaba muriendo.
Angelo envió un mensajero a la ciudad para avisar a Colombina y Sandro. El mensaje rezaba: «No esperéis a la mañana». No quería cometer la misma equivocación que con Simonetta, cuando nadie había podido despedirse de ella. Por desgracia, no hubo tiempo de advertir al Maestro. No volvería a ver vivo a Lorenzo.
Lorenzo despertó, débil y exhausto, antes del amanecer. Llamó a sus hijos de uno en uno para hablar con ellos y transmitirles mensajes acerca de su futuro. Incluyó a Miguel Ángel, a quien siempre había tratado como a un hijo. Miguel Ángel nunca habló en público de aquel día a nadie, salvo para decir dos cosas: «Lorenzo de Médici era mi padre por encima de todo, y la voz de Girolamo Savonarola me atormentará hasta el fin de mis días».
Los «gemelos», Giovanni y Giulio, fueron recibidos juntos. Sus destinos estaban entrelazados, y era justo que escucharan las últimas instrucciones de Lorenzo juntos. Los muchachos juraron cumplir los deseos de su padre (sin encogerse ni atemorizarse) en nombre de la Orden. No habían nacido Médici en balde.
Su juramento alteraría un día el curso del mundo occidental.
En cuanto los muchachos se despidieron entre lágrimas, Angelo, Sandro y Colombina entraron en la habitación de Lorenzo.
—Sois las tres únicas personas del mundo en que confío. Las únicas tres que lo saben todo. Necesito que juréis que nuestra obra continuará. No sé si el monje loco me envenenó. No puedo demostrarlo. Pero bebimos de esas copas, de modo que…
Lorenzo señaló la mesa, y cuando vio que sólo quedaba una copa, se derrumbó en la cama.
Sandro dio un puñetazo sobre la mesa y Angelo sintió ganas de vomitar. Se culparía toda la vida por permitir que aquello hubiera sucedido.
—Me opondré a él hasta la muerte, Lorenzo —susurró Sandro.
Lorenzo asintió.
—Pero sé prudente, hermano mío. —Sonrió apenas—. Has de ser el Médici en que te he convertido.
Colombina no albergaba el menor interés por hablar de Savonarola o de vengarse. Tenía muy claro que Lorenzo estaba agonizando, y sólo quería pasar sus últimos minutos en paz para confesarle su eterno amor. Pero antes de que Sandro y Angelo les dejaran, todos se tomaron de las manos y rezaron juntos la oración de la Orden.
Honramos a Dios mientras rezamos por un tiempo
en que estas enseñanzas sean bienvenidas
en paz por todo el mundo
y ya no haya más mártires.
—Prometedme, amados míos, prometedme que volveremos a reunirnos cuando Dios lo quiera y el tiempo vuelva. Reuníos conmigo aquí, en esta hermosa tierra, para poder acabar lo que empezamos. Es una promesa que todos hicimos en el cielo, hace mucho tiempo, una promesa que hemos de cumplir en la tierra de cara al futuro. Así en la tierra como en el cielo. Prometedlo.
—Prometo —dijeron todos al unísono. Sandro y Angelo besaron a Lorenzo en ambas mejillas, mientras las lágrimas resbalaban sobre las mejillas de los tres hombres, y después se marcharon.
—Todavía eres la mujer más maravillosa que ha vivido jamás, Colombina —susurró Lorenzo—. Te he amado desde el primer día que mis ojos se posaron en tu belleza. Y ahora que muero, te quiero más que nunca, y pongo a Dios por testigo de que te amaré por toda la eternidad, a ti y sólo a ti. Dès le début du temps, jusqu’à la fin du temps.
Ella aferró sus manos. Antes tan fuertes, les quedaban pocas energías, aunque las suficientes para enlazar las de ella con dulzura. Colombina agachó la cabeza, con la boca junto a la de él para que sus alientos se fundieran. Susurró la traducción.
—Desde el principio de los tiempos, hasta el fin de los tiempos.
Alzó la cabeza de Lorenzo hacia sus labios, besó sus dedos y empezó a llorar.
—Oh, Lorenzo, no me dejes, por favor. ¿Nos hemos equivocado acerca de Dios? ¿Cómo es posible que sea un Dios de amor, cuando nos ha mantenido separados durante tanto tiempo, y ahora te arrebata de mí por completo?
—No, no, mi Colombina. —Lorenzo utilizó las pocas fuerzas que le quedaban para acariciarle el pelo—. No es el momento de perder la fe. La fe es lo único que poseemos, y hemos de aferrarnos a ella. No pretendo comprender los padecimientos a que Dios nos ha sometido, pero tengo fe en que existe algún motivo para ello. Tal vez se trate de una prueba, para ver hasta qué punto era fuerte nuestro amor. Para ver si nuestro amor poseía la fortaleza de nuestro Señor y de Su amada.
Ella acarició su rostro demacrado y las lágrimas le corrieron por las mejillas.
—En tal caso, creo que he superado la prueba, Lorenzo mío.
—Mejor así, paloma mía.
Colombina estaba agotada y presa de un dolor sin límites.
—No digas eso, Lorenzo. Nunca entenderé que perderte signifique otra cosa que tormento para nosotros.
—Pero es así. —Dio la impresión de que encontraba renovadas energías para pronunciar estas últimas palabras—. En el curso de nuestras vidas mortales, Dios ha creído conveniente, sean cuales sean los motivos, mantenernos separados. Pero una vez hayamos superado las restricciones de este mundo, estoy convencido de que Dios permitirá que estemos juntos para siempre. Nunca volveremos a estar separados, Colombina. ¿No es eso mucho mejor?
Ella no podía hablar a causa de las lágrimas, mientras él continuaba.
—Voy a pedirte la promesa más grande de todas, Colombina. Prométeme que, cuando el tiempo vuelva, da igual dónde o cuándo, me buscarás y no me abandonarás. Como en este mundo… Nunca te diste por vencida, aunque yo te di muchos motivos para hacerlo.
—No, mi dulce príncipe. Nunca existen motivos para rendirse en el amor. Sobre todo en el tipo de amor que nosotros compartimos. Es más profundo que cualquiera de los retos que afrontaremos, en cualquier vida o tiempo. Es eterno, es de Dios.
—Eres mi alma. Has de prometerlo, Colombina: he de saber que algún día, en algún lugar, volveré a abrazarte.
—Oh, Lorenzo, amado mío —susurró ella con dulce determinación—, te volveré a querer.
Sus lágrimas se mezclaron con las de él.
Lorenzo estaba ya demasiado débil para contestar, pero sus ojos le dijeron todo. Con mucha ternura, ella le besó por última vez. Fue el postrer momento de fundir sus almas mediante el aliento compartido, para que él se llevara una parte de ella, y para que ella conservara un fragmento de él.
La abrazaría así hasta que volvieran a reunirse en espíritu o carne, según Dios decidiera.
Colombina salió en silencio del dormitorio de Lorenzo cuando el sol se estaba alzando sobre Florencia. Angelo y Sandro se hallaban sentados ante la puerta, con aspecto demacrado y angustiado. Ella abrió la boca para hablar, pero un sollozo que estremeció todo su cuerpo enmudeció sus palabras, y huyó corriendo de la casa. No tenía un destino concreto, sólo corría a ciegas para huir del lugar donde Lorenzo había muerto. Se encontró en la loggia, donde intentó sostenerse sobre un gran pilar de piedra, pero no había piedra lo bastante fuerte para soportar su dolor. Cayó al suelo y dejó que el dolor de su agonía se apoderara de ella cuando el primer sollozo se convirtió en un chillido sobrecogedor.
Sus gritos se oyeron en todo el valle. Lamentos desgarradores y lastimeros, henchidos de décadas de dolor y amor perdido, que resonaron en el bosque de Careggi, donde Lorenzo y ella se habían encontrado por primera vez cuando eran niños, tantos años antes.
Fue Sandro quien acudió a consolarla, después de dejarla un rato a solas.
—¿Qué haremos, Sandro? ¿Cómo vamos a vivir sin él? ¿Cómo sobrevivirá Florencia?
—Viviremos para hacer realidad su visión, Colombina. Tal como prometimos.
—Pero ¿de dónde sacaremos las fuerzas? Sin nuestro pastor, somos como ovejas extraviadas.
Sandro la miró, no sin compasión, pero su respuesta fue firme, mientras caía de rodillas y la asía por los hombros.
—Escúchame: te he pintado muchas veces, y cada vez por un motivo. Como la Fortaleza, porque jamás he conocido a una mujer tan resuelta. Te he pintado como la Diosa del Amor, no sólo porque Lorenzo lo deseaba, sino porque tu amor por él encarnaba todo cuanto Venus significaba para nosotros. Te pinté como Judit, porque eres intrépida y no te acobardas ante ninguna tarea que se te asigna en nombre de lo que crees. Y te he pintado como nuestra Virgen, muchas veces, celebrando tu gracia. Has sido una musa brillante, palomita, precisamente porque posees todas esas cualidades. Y ahora, has de apelar a ellas: tu fortaleza, tu amor, tu fe y tu valentía. Has de hacerlo sola, por Lorenzo, y por la obra que hemos prometido terminar.
Colombina extendió la mano para apartar de los ojos de Sandro el omnipresente flequillo de pelo dorado.
—Eres el mejor hermano que cualquiera podría pedir, Sandro.
—Le temps revient, hermana. Vámonos, Judit. Hay que decapitar a un gigante, y tú eres la mujer ideal para hacerlo.
Al alba del 9 de abril de 1492, mientras Lorenzo de Médici arrancaba promesas a sus seres queridos en el lecho de muerte, una serie de acontecimientos inexplicables ocurrieron en la ciudad de Florencia. Una intensa tormenta eléctrica se desató, y un rayo alcanzó el Campanile de Giotto, provocando que fragmentos de piedra y mármol salieran volando desde la torre y aterrizaran en el centro de Florencia. En medio de este caos, los dos leones machos que simbolizaban el emblema de Florencia, y que habían vivido juntos en paz al lado de la plaza de la Signoria durante años, empezaron a rugir y a revolverse en su jaula. Se atacaron mutuamente y lucharon con saña. Ambos leones estaban muertos al amanecer. Al igual que Lorenzo de Médici.
El pueblo de Florencia consideró dichos sucesos un presagio terrible. La mayoría eran partidarios de los Médici, temerosos de lo peor desaparecido ahora Lorenzo. No había ningún líder capaz de sucederle, y el espectro del reinado de terror de Savonarola planeaba sobre la ciudad.
Por su parte, Girolamo Savonarola manipuló los acontecimientos del 9 de abril en otra dirección, y de forma magistral.
—¡Dios ha hablado! —rugió el domingo siguiente—. Ha fulminado a Lorenzo de Médici, el archihereje y taimado tirano. Nos ha mostrado su ira y desdén por las frivolidades que Lorenzo consentía. Dios nos ha enseñado la maldad inherente al arte, a la música, a cualquier libro que no sea su sagrada palabra. Nos ha enseñado con su rayo que destruirá toda la República de Florencia, y ha matado a los leones de esta ciudad como primer sacrificio. ¿Deseáis ser el siguiente sacrificio?
El pequeño fraile arrojaba su veneno desde el púlpito del abarrotado Duomo. Los fieles respondieron al unísono: «¡No!»
—¿Acaso no profeticé que Lorenzo moriría antes de que cambiara la estación? ¿No os dije que Dios no permitiría que continuara la tiranía y la blasfemia de los Médici?
Pero Savoranola no se contentó con hacer realidad su propia profecía. Inventó una fantasía sobre sus últimos momentos con Lorenzo, y contó que el hereje se había negado a retractarse en su lecho de muerte, pese al generoso desplazamiento de Fra Girolamo hasta Careggi para ofrecerle el consuelo de la absolución. Lorenzo de Médici continuó siendo un hereje hasta que exhaló el último suspiro, y murió con las pesadas manchas del pecado en su alma. El monje no tuvo otro remedio que negarse a administrar la extremaunción, pues el hombre no quiso arrepentirse ni a las puertas de la muerte.
El mensaje estaba claro: la herejía conduce a la muerte. Y los Médici eran herejes.
Florencia
En la actualidad
EL SOL SE ESTABA poniendo sobre el Arno, y transformaba los tejados de Florencia en un mosaico de terracota bruñida. Bérenger y Maureen estaban sentados cogidos de la mano, disfrutando de la vista y de su mutua compañía.
—He venido esta tarde a decirte que no me casaré con Vittoria bajo ninguna circunstancia —explicó Bérenger—. Aunque Dante fuera mi hijo, aunque Dante fuera la Segunda Venida tal como anuncia la profecía. He llegado a darme cuenta, con cierta ayuda de Destino, de que la acción más noble que puedo llevar a cabo es honrar el amor. El mejor ejemplo que puedo dar es tener la valentía de defender lo único cierto de mi vida: mi amor por ti.
Maureen le dio un beso.
—El tiempo vuelve, pero no es necesario.
—Exacto. Ha llegado el momento de romper ese ciclo, Maureen, y a esa conclusión he llegado. Ha llegado el momento de un nuevo Renacimiento, una edad de oro del siglo XXI, un renacimiento de nuestra forma de pensar, creer y reaccionar. Ha llegado el momento de renacer gracias al amor, y sólo el amor. Al encadenarme a Vittoria, habría perpetuado el ciclo del dolor, dando la espalda al regalo más perfecto que cualquiera de nosotros pueda recibir. Sólo habría servido para aumentar los sufrimientos, lo cual, como ya sabemos, no es lo que Dios desea para nosotros. Habría sido una especie de martirio.
Maureen se quedó estupefacta. Comprendía de una nueva forma lo que Destino había intentado transmitir a sus estudiantes durante tanto tiempo. Rezaron la oración de la Orden al unísono:
Honramos a Dios mientras rezamos por un tiempo
en que estas enseñanzas sean bienvenidas
en paz por todo el mundo
y ya no haya más mártires.
Felicity de Pazzi enlazó las manos con fuerza. La conmemoración en honor del martirio de Savonarola había salido a las mil maravillas. La confraternidad había reunido más gente que en Roma, y los estigmas le habían sangrado en el momento debido. La hoguera, aunque pequeña, fue lo bastante espectacular para destruir los libros que se habían acumulado. Herejía y blasfemia ardieron en las llamas, alimentadas por gasolina, que Felicity vertió de una lata.
Recogió la lata y la llevó al coche. Le dolían las manos, y las necesitaba para lo que pensaba hacer a continuación. Tenían que dejar de sangrar para trabajar con ellas. Pero quedaban algunas horas hasta que oscureciera por completo. Tenía tiempo. Pero no mucho.
Florencia
1497
—ES TU HIJA, Girolamo, quieras reconocerlo o no.
Fra Girolamo Savonarola no podía soportar la visión de la golfilla, ni de la puta de su madre. La repelente joven, que había irrumpido en su celda de San Marcos acompañada de la chiquilla desnutrida, era un instrumento del diablo. Le había seducido en un momento de debilidad, y aquella cosa sucia era el fruto de tan horrible equivocación. Esta niña amenazaba su futuro como gobernador de la austera República de Florencia. Tenía que mantener el secreto a toda costa. En este momento, tenía demasiado que perder.
Durante los cinco años transcurridos desde la muerte de Lorenzo, Fra Girolamo Savonarola había logrado destruir a los Médici. No resultó difícil, una vez eliminado Lorenzo. Su hijo mayor, Piero, era poco menos que idiota. Como no estaba preparado para tomar las riendas del imperio de los Médici, había conseguido arruinarlo de manera sistemática sin demasiada ayuda, debilitando lo que quedaba de la familia y facilitando la tarea de insistir en su exilio. Hasta le habían permitido saquear el palacio Médici de la Via Larga en busca de combustible para sus hogueras, y combustible encontró: cuadros, manuscritos, todos los elementos heréticos y paganos fueron confiscados del palacio y arrojados a una de las hogueras que ardían con frecuencia en la plaza de la Signoria.
Savonarola se había hecho famoso por las hogueras, llamadas hogueras de las vanidades. Sus seguidores se contaban ahora por millares. La gente de Florencia los llamaba «Pignoni», que significaba «llorones», en el mejor de los casos, o «plañideros» en el peor. El trabajo de los Pignoni consistía en recoger artículos de vanidad para quemarlos en las hogueras. Cualquier cosa que aludiera a la vanidad física (perfumes, cremas, vestidos recargados, joyas) iba a parar a las hogueras. También todos los instrumentos musicales, teniendo en cuenta que se utilizaban sólo en celebraciones seglares y conducían a los giros de las danzas, que desembocaban en cópulas desenfrenadas. Todos los libros que no eran biblias u obras de los padres de la Iglesia eran pasto de las llamas, con especial énfasis en los clásicos paganos.
Pero Savonarola reservaba un lugar especial en su corazón para la destrucción del arte. Era el arte lo que habían cultivado los Médici, arte que contenía las claves ocultas de sus herejías y de su Orden. Al destruir la mayor cantidad de arte posible, eliminaría las herramientas pedagógicas de la blasfemia.
A los tres años de acabar con Lorenzo, Savonarola consiguió que la familia Médici fuera expulsada de Florencia, pese a que no podía controlar a dos miembros, Giovanni y Giulio, que ahora eran cardenales en Roma. El actual Papa era un Borgia, partidario de los Médici, como cabía esperar. Los Borgia era la única familia de Italia más corrupta que los Médici, al menos desde la perspectiva de Savonarola. De modo que, si bien Savonarola estaba furioso porque los hermanos Médici florecían bajo el papa Alejandro VI, al menos estaban lejos de su Florencia. En 1495, Savonarola era el gobernante indiscutible de la república florentina. Creó una nueva constitución e impulsó nuevas leyes de moralidad y austeridad. Ahora, era ilegal pasear por las calles con algún tipo de adorno. La vanidad era el delito máximo contra Dios.
Nadie osaba enfrentarse a él, y su poder aumentaba. Pero la existencia de esta niña significaba un problema, que debía resolver de inmediato.
—Me he encargado de que la… niña sea adoptada en el seno de la familia Pazzi —dijo, sin mirar demasiado a la puta de su madre. Su visión le asqueaba. Los Pazzi habían sido sus aliados en la eliminación de los Médici, y resultaba fácil manipularlos. Le debían toda una vida de favores, y les había convencido de que aceptaran a la niña sin hacer preguntas.
—Por tus molestias, te daré cien florines para que te marches lejos y jamás digas una palabra de esto a nadie, ni vuelvas a ver a esta niña una vez se convierta en una Pazzi.
La mujer empezó a protestar, pero Savonarola sacó una bolsa de florines de oro que valía un ojo de la cara.
—¿Accedes a este trato, mujer?
Ella asintió en silencio y extendió la mano para apoderarse de la bolsa.
Savonarola la dejó caer al suelo y rio cuando las monedas se esparcieron. La mujer se vio obligada a recogerlas a cuatro patas.
—Deja a la niña en el vestíbulo. Ordenaré que los hermanos la lleven a casa de los Pazzi.
El fraile abandonó la habitación y nunca más volvió a ver ni a la niña ni a la madre. La pequeña, con los ojos como platos por todas las durezas de la vida que ya había contemplado miraba hacia delante. Si Savonarola se hubiera fijado en su mirada hubiera visto algo perturbador en sus ojos. Indicios de locura.
Colombina estaba sudando a causa del esfuerzo, pero siguió colaborando con los Pignoni. Estaban cargando objetos para la hoguera, recogidos durante los días anteriores en carros. Los Pignoni habían recorrido toda la Toscana en busca de objetos de vanidad y combustible herético para las hogueras de Savonarola. Todos los manuscritos e incunables que Colombina había preparado para la quema le revolvían el estómago. Todas las obras de arte que cargaba en los carros le daban ganas de llorar. Pero no podía demostrar otra emoción que alegría por el hecho de que aquellas terribles ofensas a Dios fueran pasto de las llamas.
Colombina y Sandro habían tardado casi cinco años en convertirse en miembros de confianza de los Pignoni. Al principio, Savonarola no confió en ellos, pero cuando demostraron dedicarse con más devoción al empeño que la mayoría de sus compañeros, se convenció de la sinceridad de su conversión. Sandro Botticelli había llegado al extremo de entregar a las llamas cierto número de sus Vírgenes pintadas como putas para demostrar su devoción a la causa. Tanto Sandro como Colombina eran considerados líderes de los Pignoni, y como tales supervisaban todo lo que se preparaba para las hogueras.
Hoy estaban trabajando juntos, en preparación de la hoguera más grande hasta la fecha, en honor de la Cuaresma. El botín era tan impresionante que Savonarola en persona fue a inspeccionarlo.
—¡Ajá, mirad esto! Me complacerá sobremanera verlo arder en la pira. Levantadlo para que pueda apreciarlo mejor.
Dos de los Pignoni levantaron lo que parecía ser un estandarte procesional. Una mujer, una santa, estaba sentada en un trono, rodeada de fieles a sus pies. Sandro tragó saliva cuando reconoció la obra maestra de Spinello Aretino guardada en Sansepolcro. Lorenzo y él habían desfilado detrás de aquel estandarte cuando eran niños, en honor de la mujer plasmada de forma tan bella, su reina de la Compasión, María Magdalena.
—Pero antes, debo hacer una incisión —anunció Savonarola, al tiempo que introducía una mano en el hábito para extraer el pequeño cuchillo que utilizaba en sus comidas.
El estandarte plasmaba a Magdalena sosteniendo un crucifijo. Savonarola recortó con el cuchillo la cara de Jesús en la cruz, con el fin de salvar la imagen de Cristo.
—De esta forma impediré que arda la imagen de Nuestro Señor. ¡Pero arrojad la puta a las llamas!
Los demás Pignoni aplaudieron cuando Savonarola salió del patio. Sandro miró a Colombina, y después paseó la vista a su alrededor. Había tres carros, y en cada uno trabajaban dos Pignoni. Sandro se acercó a reclamar el estandarte para su carro, y nadie osó llevarle la contraria. Habían perfeccionado este procedimiento, pero el estandarte era grande y tendrían que proceder con cautela. Esperaron a que los demás Pignoni fueran a comer, y entonces actuaron. Sacaron el estandarte de lo alto de la pila y lo ocultaron debajo del carro. Habían construido un espacio secreto en los carros sólo a este propósito. Desde la implantación de las hogueras, Sandro y Colombina se habían dedicado a rescatar las mejores obras de arte y literatura del Renacimiento, pieza a pieza.
En cuanto el estandarte estuvo a buen recaudo, se relajaron un poco. La tensión les acompañaba siempre en estos menesteres, pero valía la pena correr el riesgo. Si podían salvar algo especialmente sagrado para la Orden, tanto mejor. Colombina alzó la vista al cielo y sonrió a Lorenzo. Él la ayudaba cada día, en cada paso del camino.
Sandro y Colombina se encontraron en la Antica Torre aquella noche para acabar de preparar la documentación. Rescatar obras de arte no era el objetivo principal, pese a su importancia. Habían estado reuniendo pruebas contra Savonarola desde hacía cinco años, documentando todo cuanto salía de su boca en forma de sermones y en su trato habitual con los Pignoni. Sus afirmaciones se radicalizaron a medida que aumentaba su poder. Su arrogancia le impulsó a abandonar la prudencia.
El Papa había censurado a Savonarola y amenazaba con excomulgarle. El único motivo de que Alejandro VI no hubiera tomado cartas en el asunto todavía era que carecía de pruebas sólidas contra el hombre al que ahora llamaban el Monje Loco. Savonarola, pese a su locura tiránica, aún detentaba el poder en Florencia. Controlaba además la mayor parte de la Toscana, y Alejandro sabía que necesitaría muchas pruebas para que la excomunión pareciera legítima.
Colombina y Sandro estaban convencidos de que la documentación preparada con tantos esfuerzos durante todos estos años no sólo era suficiente para reforzar la declaración de anatema, sino para que Savonarola fuera acusado de herejía. Lograr su ejecución, además de la abolición total de su reinado de terror sobre Florencia, era el único resultado aceptable, después de que la república llevara cinco años casi esclavizada por los Pignoni.
Colombina llamó a su hijo. Aunque su nombre era Niccolò Ardinghelli, cualquiera con ojos para ver se daría cuenta de que era un Médici. Sus facciones eran más dulces, como las de su madre, pero había heredado los ojos de Lorenzo, y no poco de su espíritu. Era Niccolò quien llevaría la documentación a Roma. Primero la enseñaría a sus hermanos de la Orden, Giovanni y Giulio, y después, los tres entregarían las pruebas reunidas durante cinco años al papa Alejandro VI.
Colombina le abrazó y le deseó buena suerte, tras asegurarse de que portaba el amuleto que Lorenzo le había legado: el diminuto relicario protector con el fragmento de la Vera Cruz dentro. Le mantendría a salvo.
Florencia
En la actualidad
—EL TIEMPO VUELVE, Felicity.
Felicity se quedó petrificada. Se encontraba en la rectoría de Santa Felicita, a punto de marchar, cuando su tío se materializó en la puerta. Caminaba ayudado por un bastón, y un sacerdote más joven le sostenía. Su aparición la sorprendió, pero le irritó todavía más que fuera tan oportuna. Tenía prisa.
—¿Qué haces aquí? ¡Cómo osas citar esa blasfemia ante mí!
—No es una blasfemia, hija mía. Es la verdad. Lo creas o no, lo crea alguien o no, es la simple verdad. Y está sucediendo, Felicity. A nuestro alrededor. El tiempo está volviendo y nos arrastrará a todos si no aprendemos del pasado.
Ella le escupió, pero él la acalló antes de que pudiera decir algo más.
—Has de escucharme antes de que sea demasiado tarde. Esto es mucho más grande que tú, hija mía. ¿Me has oído? Hija mía.
Felicity se sentó, mientras una sensación de temor se apoderaba de ella. Sabía lo que iba a decir antes de que pronunciara las palabras.
—No soy tu tío, Felicity. Soy tu padre. Tu madre era…, es… la hermana Úrsula.
Entonces, lo comprendió todo: el motivo de su exilio en internados de otro país. La «madre» que nunca la había querido era, en realidad, una tía que cargaba con un gran peso. La hermana Úrsula, la estricta pero compasiva monja que comprendía sus visiones y la ayudaba a cultivarlas, era su madre biológica.
Al igual que Savonarola, Girolamo de Pazzi había cometido un pecado, y una hija había sido el fruto. Era la semilla de ese pecado.
Oh, Dios. El tiempo vuelve. Era cierto.
Felicity de Pazzi salió corriendo de la rectoría al jardín. Cayó de rodillas y empezó a vomitar, mientras su cuerpo se estremecía a causa de la confusión que la conturbaba.
El padre Girolamo no la siguió. Estaba demasiado agotado, y a punto de desmayarse de cansancio y enfermedad. Lo único que podía hacer era rezar para que su revelación a Felicity interrumpiera lo que ella había planeado.
Pero cuando cerró los ojos aquella noche, en un esfuerzo por dormir, lo único que vio en sus sueños fue fuego.
Montevecchio
En la actualidad
ESTABAN SENTADOS EN la acogedora sala de estar de la casita de madera de Destino, cerca de Careggi. Éste les había invitado a todos aquella tarde, indicando que deseaba enseñarles cosas importantes, cosas que no podía trasladar a Florencia pero tal vez contribuirían a curarles a todos, después de los trágicos acontecimientos del mes anterior. Habían transcurrido dos semanas desde la explosión que había sacudido a Florencia y herido a Vittoria y Alexander.
Destino les contó la asombrosa historia de Savonarola, con la esperanza de que conocer aquella extraordinaria y secreta información del Renacimiento les proporcionara alguna distracción. Sabía que el mayor bálsamo para su alma era sumergirse en un trabajo gratificante, de modo que les animó a discutir la importancia del Monje Loco y los peligros del fanatismo. Era una lección importante de cara al futuro.
—Se produjo un movimiento en la Iglesia católica para beatificar a Savonarola hacia 1989 —les contó Peter cuando Destino terminó su parte de la historia.
—¿Alguien quería santificar al Monje Loco? —preguntó Tammy con incredulidad.
Peter asintió.
—Lo recuerdo con claridad porque mi orden, los jesuitas, se opuso con vehemencia. Sabían muy bien quién era Savonarola. La historia gusta de recordarle ahora como el gran reformador de la Iglesia, pero fue mucho más tirano que los Médici o cualquier otro gobernante de Florencia.
—Era un malvado, y nunca lo dudéis —intervino Destino—. Un asesino peligroso. No sólo un fanático, sino un narcisista. Sólo ansiaba el poder, y nada más. No se detuvo ante nada para conseguirlo.
—Hay algo que siempre me he preguntado, Destino —comentó Bérenger—. Los libros de historia dicen que Botticelli y Miguel Ángel se hicieron seguidores de Savonarola, y que Sandro llegó a quemar algunos de sus cuadros en las hogueras. Teniendo en cuenta lo que has contado de su relación con la familia Médici, me cuesta creerlo.
—La historia también asegura que María Magdalena fue una prostituta —señaló Petra.
—He leído lo que dijo Miguel Ángel cuando estaba agonizando, que todavía escuchaba la voz de Savonarola en sus oídos —añadió Bérenger—. Ahora empiezo a interpretar esa confesión de una forma diferente.
Destino asintió.
—Miguel Ángel estuvo presente en aquella cámara, y oyó las cosas terribles que Savonarola dijo a Lorenzo. Las cosas que le llamó, y el juramento de Savonarola de destruir a los hijos de Lorenzo. El monje fue astuto, como siempre. Empezó a servir vino y ofreció a Lorenzo brindar por la amistad. Hablaron de asuntos de la Florencia que ambos conocían y querían, y Lorenzo se relajó más de lo debido. Cuando Savonarola estuvo seguro de que Lorenzo había ingerido suficiente vino, vino en que él había echado un veneno, empezó a revelar los verdaderos motivos de su visita, o sea, atormentar a Lorenzo en su agonía. Era un sádico. Un malvado.
»Por eso, cuando Miguel Ángel dijo en su vejez que «todavía oía la voz de Savonarola resonar en sus oídos después de tantos años», se refería a eso. Por desgracia, es así como la historia nos engaña. Ese comentario ha sido interpretado en el sentido de que era seguidor de Savonarola, y que sus plegarias le inspiraban. Nada podría estar más lejos de la verdad.
—¿Y Sandro? —preguntó Maureen.
—Ah, Sandro. Aún debo contaros otro fragmento de esta historia.
Plaza de la Signoria, Florencia
23 de mayo de 1498
—¡PIGNONI, PIGNONI! —vitoreaba la muchedumbre mientras las llamas se alzaban hacia el cielo.
Sandro Botticelli se acercó tanto como osó. Tenía fama de simpatizante, de modo que le interesaba mantenerse alejado de las turbas hasta después de la ejecución. Más adelante, recobraría su reputación en Florencia, pero hoy sólo deseaba saborear el éxito de la dura lucha trabada durante los últimos cinco años, contemplando el fruto de sus esfuerzos.
Colombina no le acompañaba, pues estaba prohibido a las mujeres acceder a la plaza durante la ejecución. Permanecían en el perímetro por su propia protección. La muchedumbre era violenta y peligrosa, y existían muchas probabilidades de que se produjeran disturbios y derramamiento de sangre.
Girolamo Savonarola ardía en el centro de Florencia. Encontraba la muerte de la misma forma y en el mismo lugar que el arte, la literatura y la cultura que había destruido durante esos últimos cinco años. Existía una deliciosa ironía en todo ello, se le ocurrió a Sandro mientras pensaba en la fecha. Veintitrés de mayo. A partir de aquel día, sería llamado el Día del Arte Renacido.
La misiva enviada al papa Alejandro VI, redactada con tanto mimo por Colombina, había sido recibida con entusiasmo. Contenía pruebas más que suficientes para acusar y condenar a Savonarola de herejía. Además, llegó en el momento más oportuno, porque la ciudad de Florencia estaba empezando a estallar de ira a causa de la opresión. Los años de austeridad habían obrado su efecto, y se estaba gestando la rebelión contra el Monje Loco que había sido su salvador en otro tiempo. El populacho es impredecible. Por consiguiente, cuando Savonarola fue detenido, la ciudad dividida se entregó al caos y la rebelión.
A juzgar por el aspecto de las turbas aquel día, todo el mundo apoyaba la decisión papal de declarar a Savonarola hereje. Entre los gritos de «Pignoni» también se oía «Florencia libre».
El olor a carne quemada despertó náuseas en Sandro, que no era un hombre violento. Aquel día estaba en lucha tenaz con su espíritu. Sería preciso que reanudara sus devociones, ahora que había cumplido su misión. Sería preciso que encontrara perdón y continuara adelante. Pero hoy no. Lo haría mañana.
Hoy celebraría el evento en la taberna de Ognissanti, que había vuelto a abrir aquella mañana por primera vez desde que Savonarola había forzado su clausura años antes. Hoy se sentaría a la mesa que había compartido tantas veces con Lorenzo y brindaría por su amigo, su hermano, por todo lo que le había dado, por Florencia y por el mundo. Hoy escribiría en lugar de dibujar, escribiría sobre el hermano que le había inspirado y el arte que habían creado juntos. Y después, quizá, pintaría de nuevo. Había pasado mucho tiempo, pero hoy renacería.
Colombina se desplazaba hasta Montevecchio casi todos los domingos por la mañana. Empezaba el día rezando en el jardín secreto de Careggi, un lugar que había sido su refugio espiritual desde que Lorenzo se lo había enseñado, muchos años antes. La estatua de María Magdalena, la Reina de la Compasión, brillaba con una hermosa pátina pese a las décadas transcurridas, pues Colombina la limpiaba y pulía cada vez que iba de visita.
Tras sus devociones semanales, Colombina se reunía con Fra Francesco, el Maestro, en su casa, donde llevaba a cabo las tareas de escriba de la Orden. Escribía al dictado del Maestro, con cuidado de trasladar sus palabras al papel a la perfección. Lo que estaban creando allí era sagrado y complejo, una obra maestra codificada de las enseñanzas e historia de la Orden. Exigía toda su concentración, pues el Maestro utilizaba una extraña mezcla de palabras latinas e italianas, más algún añadido en griego. Además de transcribir la historia alegórica tal como se la dictaba, Colombina utilizaba su brillante mente para organizar los complejos dibujos y datos arquitectónicos fundamentales para la finalización del volumen. Estaba adquiriendo un tamaño extraordinario.
—Cuando hayamos terminado —le explicó Fra Francesco—, lo llevaremos a Venecia, al líder de la Orden llamado Aldus, quien nos lo imprimirá. Por primera vez en la historia de la Orden, tendremos documentadas nuestras enseñanzas para mostrarlas en público. La Iglesia dará por sentado que es una herejía, pero estarán codificadas con tanto cuidado que jamás podrán demostrarlo.
El trabajo había continuado de esta forma durante los siete años transcurridos desde la muerte de Lorenzo. Colombina transcribía el texto e introducía los dibujos y el material gráfico recogido por el Maestro de algunas de las mentes más grandes del Renacimiento. Una gran parte de la historia de Lorenzo y Colombina estaba entretejida en la alegoría: la leyenda de un hombre en un viaje iniciático a través de un paisaje fantástico, quien descubre la verdad de la vida gracias al amor, un amor que encuentra y supera grandes obstáculos.
Colombina infundió su espíritu a la escritura, y con frecuencia sentía la presencia de Lorenzo en la habitación mientras trabajaba. El día que estaban muy cerca de terminar aquel trabajo colosal, preguntó al maestro:
—¿Cómo vas a titular tu obra maestra?
El hombre sonrió, y la cicatriz de su cara resaltó sobre su barba cuando contestó:
—No es mi obra maestra, Colombina. Pertenece a todos nosotros, a cada una de las grandes mentes y vidas que han contribuido a esta historia. Pertenece a todos los seres humanos que deseen reclamarla para sí, aprender de ella y convertirse en héroes de su propia epopeya. —Hizo una pausa para reflexionar—. Como tal, creo que debería llevar un título universal, que hable del viaje de toda la humanidad, que nos recuerde lo que es real y lo que no lo es. Estaba pensando en Los conflictos del amor en un sueño.
Colombina, quien había padecido la lucha por conservar el amor verdadero, asintió.
—¿Porque el amor es la única realidad verdadera, y el resto no es más que un sueño?
—Por supuesto —asintió el Maestro—. Y porque el amor lo puede todo.
El Príncipe Poeta.
Era mi amigo, mi hermano.
He pintado la profecía, su profecía, en una alegoría de Venus y Marte, utilizando las dos personas que Lorenzo amaba más como modelos: Colombina y Giuliano.
El Hijo del Hombre decidirá
cuando vuelve el tiempo para el Príncipe Poeta.
Él, espíritu de la tierra y el agua nacido,
en el reino compuesto de la cabra marina
y el linaje de los bienaventurados.
Él, que amortiguará la influencia de Marte
y exaltará la influencia de Venus,
para encarnar la gracia por encima de la agresividad.
Él, que inspirará los corazones y mentes de la gente
para iluminar el camino de la disposición
y enseñarles el Camino.
Éste es su legado,
éste, y conocer un gran amor.
Colombina es Venus, por supuesto, y está despierta y exaltada en su belleza, tal como afirma la profecía. Marte aparece dormido, para indicar que su influencia se ha amortiguado. Los pequeños seres de Pan, símbolo de Capricornio, salen de una concha para aludir más a la inmersión.
El amor de Venus y Marte es épico, y aquí queda claro que ella le ha dado gracia en lugar de agresividad. Le ha enseñado el Camino, y es un gran amor.
Yo continúo,
Alessandro di Filipepi, conocido como «Botticelli»
DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE SANDRO BOTTICELLI
Montevecchio
En la actualidad
ERA COMO UN MUSEO, el múseo más mágico y extraordinario que habían visto jamás. Destino y Petra se sentían aturdidos mientras desenrollaban la antigua alfombra persa, hasta dejar al descubierto la trampilla practicada en el suelo de la casita de Destino. Conducía a una escalera, casi una escalerilla, que bajaron en fila india.
La casa, en otro tiempo propiedad de los Médici, estaba construida sobre uno de los sótanos destinados a almacenar manzanas de Montevecchio, similar a aquel en el que Cosme había encerrado a Fra Filippo mientras cumplía sus encargos. Pero Destino llevaba siglos almacenando sus tesoros en este lugar: cuadros de Botticelli y dibujos de Miguel Ángel, joyas y objetos de valor incalculable. Había cientos de documentos. Tardarían años en ordenar los objetos del sótano, catalogarlos y analizarlos.
—Santo Dios, Destino. Necesitas un sistema de seguridad de alta tecnología. Esta colección no tiene precio.
Destino rio.
—Dios es mi sistema de seguridad. Nadie me robará nada. No ha ocurrido en quinientos años, y no creo que vaya a suceder ahora. Pero venid, hay regalos para todos. Tammy y Roland primero.
Les condujo hasta un rincón de la sala, donde había un objeto en el suelo, cubierto con una pesada manta. Indicó a Roland que le ayudara, y ambos descubrieron el objeto que había debajo. Era una cuna hecha a mano, con una destreza notable. Llevaba el sello de María Magdalena tallado en los bordes.
—Esta cuna fue hecha para la niña Matilde de Canosa. Será el lugar ideal para que duerma vuestra hija. Será fogosa, como dice Petra, como fue nuestra Matilde. Y esto le procurará sueños angélicos cuando haga la transición a nuestro mundo.
Tammy, que se había puesto de rodillas para examinarla, estalló en lágrimas.
—Es la cosa más bonita que he visto en mi vida.
—¿Cómo podremos darte las gracias? —susurró Roland.
—Educando a vuestra hija en el amor, para que cumpla su fogoso destino y cambie el mundo como ella considere apropiado en su misión única. Es lo único que necesitamos.
Indicó a Peter y Petra que se acercaran y les entregó una caja grande. Explicó que debían abrirla juntos. Lo hicieron, y contenía un juego de espejos de mano antiguos.
—Cuando redescubráis vuestro eterno amor, conoceréis la verdad: que los amantes son un reflejo de cada uno, siempre. Éstos se utilizaron en la boda secreta de Lorenzo y Colombina. Me da una gran alegría saber que vuestra unión nunca tendrá que ser secreta.
La siguiente caja fue para Maureen, quien ya estaba llorando a causa de los milagros que sucedían a su alrededor. Cada objeto de esta habitación estaba vivo gracias al poder de su historia.
—Será mejor que te sientes —bromeó Bérenger.
Destino asintió en señal de acuerdo.
—Sí —dijo en voz baja—, creo que debería sentarse.
Señaló una hermosa butaca tallada con almohadones de terciopelo, sin duda un mueble con historia propia. Destino depositó un cofre de madera en sus manos y le indicó que lo abriera. Maureen extrajo con cautela capa tras capa de seda roja, que cubría el objeto. Cuando ya no hubo más capas de seda y Maureen pudo ver el objeto sin estorbos, lanzó una exclamación ahogada.
Era un tarro de alabastro.
Miró a Destino y esperó la explicación, temerosa de pensar en la verdad de lo que sostenía en las manos.
—Ya sabes lo que es, querida mía —dijo el hombre con dulzura.
Los demás presentes guardaron silencio, inmóviles. Maureen levantó con cuidado el tarro del cofre. Daba la impresión de que el alabastro brillaba por dentro, y dotaba al tarro de un resplandor rosáceo. Abrió la tapa, y si bien el tarro estaba vacío, contenía el levísimo aroma de algo antiguo, especiado y sagrado.
—Es el tarro con el cual nuestra Reina de la Compasión ungió a su amado, primero en su boda y después en su entierro. Ha pasado de generación en generación del linaje femenino durante siglos, hasta ir a descansar en Sansepolcro, con las reliquias de la Orden. Todas éstas fueron trasladadas a Florencia durante el gobierno de Lorenzo, cuando temíamos que Sixto atacara Sansepolcro y lo confiscara todo. Pero ahora te pertenece. Estoy seguro de que ella querría que lo tuvieras.
Entonces, Maureen y todos los presentes comprendieron: en verdad Destino era lo que siempre había afirmado, un hombre condenado a vivir eternamente en un mundo que jamás le comprendería. Su existencia, su supervivencia, era el mayor de todos los milagros, un recordatorio de que todo era posible, y de que existían incontables capas de realidad encima y más allá de lo que nos permitimos comprender.
Maureen se dio cuenta de que Destino estaba muy cansado, pero aún le quedaba un regalo más. Se acercó a Bérenger y posó las manos a cada lado de su cara.
—Ha llegado tu momento, mi príncipe. El momento de convertirte en lo que eres, el momento de que seas el líder que naciste para ser. Necesito que aceptes lo que voy a entregarte como cetro simbólico. Vas a convertirte en el líder de una nueva era, un nuevo mundo de amor y esclarecimiento. Recuerda que Dios te ha concedido las más extraordinarias bendiciones, para que dediques el resto de tu vida a esta misión de restablecer el Camino del Amor. ¿Juras que lo harás?
—Juro —susurró Bérenger.
—Entonces, te entrego la verdadera Lanza del Destino.
Destino tomó una pesada llave de hierro de un gancho de la pared y abrió la cerradura de una caja que ocupaba la mitad del sótano. Indicó a Bérenger que le ayudara a abrirla. Cuando la tapa se abrió, una luz azul surgió de la caja. Pálida al principio, y después cada vez más brillante, adquirió un tono añil intenso, que remolineó en la habitación antes de regresar al objeto del que había brotado. Il giavelotto di destino: la Lanza del Destino.
—Al contrario que las falsas lanzas, con sus leyendas de espíritus malvados y muerte, esta lanza, que yo blandía cuando cometí el mayor crimen contra la humanidad, es un objeto de bondad y poder positivo. Es un objeto de transformación. Sácala y examínala con atención. Adelante, Bérenger. Eres tú quien ha de blandirla ahora.
Bérenger alzó la lanza con reverencia, mientras Destino señalaba la punta. Tenía una costra de sangre.
—Su sangre me transformó. Al igual que su amor. Esta lanza es el emblema de cómo el alma más irredimible puede transformarse mediante el amor. Ésta es la lección más alta del Camino, la lección que todos debéis jurar recordar y enseñar al mundo.
Todos estaban cubiertos de lágrimas, lágrimas de dicha y asombro por los milagros que estaban sucediendo en aquel mágico sótano, cuando el infierno se desató.
—¡Fuego!
Roland fue el primero en olerlo, pero cuando empezó a alertar a los demás, oyeron el estruendo de las vigas al caer. La pequeña casa era antigua y estaba hecha de madera, de modo que ardió enseguida. Tenían que salir del sótano cuanto antes. Roland subió primero para ayudar a las mujeres, mientras Peter y Bérenger las alzaban para que pudiera rescatarlas. Maureen envolvió en su blusa el tarro de alabastro, mientras Petra hacía lo propio con los espejos. Tammy miró la cuna, pero ya no había tiempo de salvarla. En cuanto las mujeres estuvieron a salvo, Bérenger y Roland indicaron a Destino que se preparara.
El anciano negó con la cabeza.
—¡Vamos! —gritó Bérenger—. La casa no tardará en derrumbarse.
El pánico se había apoderado de Bérenger. Oyó la devastación que el fuego estaba causando en la casa. El humo era cada vez más espeso.
—¡No! —gritó Destino—. Yo seré el último. Encárgate de salvar a Maureen, y la lanza. Iros. ¡Ya!
Bérenger entregó la lanza a Roland y subió lo más rápido que pudo.
—¡Maureen! —chilló, pero no vio nada. La casa estaba envuelta en llamas y humo. Oyó que ella gritaba sin apenas fuerzas.
—¡Estoy aquí, he salido, sigue mi voz!
Bérenger miró a Peter, que estaba saliendo del sótano, y le dio la mano. Ambos se dispusieron a subir a Destino, pero en aquel momento el techo se derrumbó sobre ellos. Ambos hombres se apartaron con celeridad, pero lo sucedido era evidente: la puerta del sótano estaba bloqueada a causa de las llamas y las vigas quemadas. No podrían salvar a Destino. Y él lo había sabido desde el primer momento.
Bérenger y Peter no podían ver nada, pero corrieron hacia las voces que les llamaban a través del caos. Bérenger, que sujetaba la Lanza del Destino, experimentó la sensación de que el objeto le impelía ir hacia delante. Obedeció a su instinto, agarró a Peter con la otra mano y corrió en la dirección que le indicaba la lanza. Al cabo de escasos segundos, habían salido a la noche toscana y pudieron respirar. Los demás les esperaban, deshechos en lágrimas de alegría y miedo cuando contaron las cabezas y llegaron a la conclusión de que todos se habían salvado. Todos, salvo Destino.
—Oh, Dios —exclamó Maureen—. Le hemos perdido.
No había tiempo para lágrimas. Un chillido de agonía hendió el aire, y corrieron hacia la parte posterior de la casa, que ardía por los cuatro costados. El pequeño grupo, sudoroso y tiznado a causa del humo, se detuvo horrorizado al contemplar la escena.
Felicity de Pazzi se encontraba en el centro de las llamas.
Se había subido al tejado, y mientras vertía la lata de gasolina sobre las tejas, había derramado un poco sin querer sobre su ropa y las vendas que envolvían sus manos heridas. El fuego, al propagarse, prendió en su ropa. Aturdida por la pérdida de sangre y exhausta, no reaccionó con su celeridad habitual. Pero ésta era la única oportunidad de eliminar a todos los miembros vivos de la Orden del Santo Sepulcro, de una vez. Era a mayor honra de Dios, el regalo supremo que podía hacer a su Señor. No podía fallarle ahora.
Cuando el techo se hundió antes de que pudiera alejarse del centro, las llamas la rodearon. La gasolina de su ropa se encargó de que su muerte fuera rápida.
Destino no sentía dolor, ni miedo. Sólo experimentaba la tristeza de abandonar a los hermosos hombres y mujeres que le habían ayudado en el momento final. Le llorarían, pero no lo deseaba. Estaba preparado. Su vida había sido más extraordinaria de lo que casi nadie podía imaginar o comprender. Y ahora, su obra había terminado. Estaba convencido de que los seis restantes cumplirían su promesa: a Dios, a ellos mismos, a los demás y a él. Trabajarían juntos para restituir el Camino del Amor al mundo, y lo harían juntos.
El tiempo vuelve.
Y su tiempo también estaba volviendo. Estaba volviendo a su padre y su madre que estaban en los cielos. Se hallaba rodeado de nuevo por una luz azul, y sumergido en una sensación de amor universal, cuando el hombre conocido por muchos nombres a lo largo de la historia (Longino, Fra Francesco, el Maestro, Destino) cerró los ojos por última vez en su vida terrenal.
Florencia
En la actualidad
DESTINO HABÍA DEJADO un último regalo.
El Libro Rosso, el bendito libro rojo que contenía las tradiciones secretas de Jesucristo y sus descendientes durante dos mil años, había sido trasladado al apartamento de Petra antes del incendio.
Había una última tarjeta oculta bajo la cubierta del libro, dirigida a Peter. Decía simplemente,
Eres sabio como Salomón, porque has elegido a Saba.
Restaura estas enseñanzas
mientras rezas para que sean recibidas
en paz por toda la gente
y ya no haya más mártires
Bérenger Sinclair estrechó la mano de Pietro Buondelmonti, mientras Maureen consolaba a su esposa, la baronesa von Habsburgo. Vittoria continuaba en coma. Alexander y ella habían caído desde una altura de dos pisos a causa de la explosión. Alexander estaba postrado con múltiples roturas y fracturas, y pasarían meses antes de que pudiera volver a caminar, quizá más. Pero el traumatismo craneal de Vittoria había sido más grave. Su recuperación se encontraba lejos de ser segura. No obstante, ambos se habían salvado del incendio gracias a la caída, lo cual no dejaba de ser una bendición.
Para la baronesa y su marido había significado una decisión difícil de aceptar lo que proponía Bérenger, pero ambos sabían que era lo mejor para Dante. Firmaron los papeles en la oficina del abogado después de que se redactaran las condiciones a satisfacción de todos. Dante Buondelmonti Sinclair sería educado por su tío, Bérenger Sinclair, en el château de Francia, hasta que sus padres se recuperaran y pudieran cuidar de él. Pasaría los veranos con sus abuelos en Austria e Italia, mientras aprendía los idiomas, la cultura y la herencia de las tres familias de las que era descendiente.
Dante se convertiría en el hermano mayor simbólico de Serafina Gelis, la hija recién nacida de Tamara y Roland Gelis. Los niños aprenderían juntos las enseñanzas del Libro Rosso y crecerían juntos hasta asumir sus destinos angélicos.
El legado del Príncipe Poeta florecería en el futuro, y el amor sería su único profesor.
Roma
1521
EL PAPA LEÓN X estaba sentado en su estudio, contento de estar solo después de tantos días de reuniones y consejos de emergencia. Bebió un buen trago de espeso vino tinto de la copa, grabada irónicamente con las alianzas entrelazadas. Era su cosecha favorita, de Montepulciano, y había llegado en barriles desde su nativa Toscana. El pontífice no podía soportar la bazofia aguada que los romanos llamaban vino, y se negaba a servirlo a quien fuera. ¿Por qué beber agua de las alcantarillas cuando tenía a su disposición el néctar de los dioses?
Sonrió y pensó que su maestro, Angelo Poliziano, reiría si estuviera con él para compartir aquella referencia pagana. Angelo sería el primero en celebrar los acontecimientos de los últimos años, y desde luego con el vino procedente de su ciudad natal.
Alguien llamó a la puerta con suavidad, y León exhaló un profundo suspiro. Esta noche no deseaba compañía, y tampoco sentía la necesidad de levantarse, de modo que se limitó a contestar «adelante» y confió en que el visitante fuera alguien con el que le gustara charlar en una noche como ésta.
Dios es bueno, pensó, cuando la figura alta de su primo, el cardenal Giulio de Médici, entró. Giulio era la única persona cuya presencia podía soportar en aquel momento. Era la única persona cuya presencia podía soportar en casi cualquier momento. Era la persona con la que podía sentirse libre en pensamientos y palabras.
—Entra, ven a beber conmigo. Hay muchas cosas que celebrar hoy.
Giulio asintió y se sirvió vino en una copa idéntica. Señaló con un cabeceo el retrato de la pared antes de tomar el primer sorbo.
—Hoy sentí su presencia, Gio. —Giulio siempre llamaba al Papa por su nombre de pila. Era un privilegio de los parientes cercanos—. Era como si estuviera allí, mirando, animándonos a hacer lo que debíamos. Como él hizo siempre.
El papa León X miró el retrato de su padre y alzó la copa.
—Por ti, papá. Todo fue por ti.
Los ojos oscuros del Papa, casi negros, eran idénticos a los del hombre del retrato. Se llenaron de lágrimas al pensar en su padre, a quien todavía echaba mucho de menos.
—La historia no me recordará con amabilidad, Giulio, por lo que he hecho hoy. Por lo que hemos hecho durante estos tres últimos años.
Giulio, siempre el más serio de los hijos, hizo algo muy raro: sonrió.
—Pero lo hicimos, Giovanni. Lo hicimos.
—Bien, lo empezamos. Aún queda mucho por hacer, pero hoy cumplimos nuestra promesa. Y si la historia me recuerda como débil, incompetente e indulgente, así sea. Prometí hacer esto, y lo he hecho. Sabía lo que podía costarme, pero el precio es pequeño comparado con la victoria definitiva.
Ambos bebieron, mientras reflexionaban sobre los acontecimientos de las últimas semanas. Cuatro años antes, un sacerdote rebelde y arribista, profesor de teología en Alemania, Martín Lutero, había declarado una especie de guerra santa contra la Iglesia católica. En un arranque de genio, había movilizado al pueblo llano al clavar un documento en la puerta de una catedral de Wittenberg. El documento de Lutero, titulado Las 95 tesis, condenaba a la Iglesia por una serie de fechorías, varias de las cuales habían sido instigadas y alentadas por el papa León X y su primo, el cardenal Giulio.
León X había atacado a Lutero por su audacia, pero con mucha parsimonia. Tardó tres años en investigar y excomulgar al hereje, quien alentaba la intención no menos grandiosa de intentar destruir la Iglesia católica.
El pontífice había sido muy criticado por muchos de sus cardenales y otros líderes eclesiásticos de toda Europa, quienes insistían en que adoptara una postura más dura y decidida contra Lutero y su creciente movimiento de reformadores. Pero el Papa había insistido en que dichos acontecimientos debían analizarse con detenimiento y afrontarlos tras mucho tiempo y reflexión. Envió emisarios papales (todos amigos y partidarios de los Médici) a Alemania para investigar a Lutero, pero estos acontecimientos sólo consiguieron enfurecer a los reformadores y sumar más miembros al movimiento, todavía más fanáticos. Cuando Lutero fue excomulgado, sus seguidores habían aumentado tanto en número y fortaleza espiritual, que el decreto de anatema contra Lutero fue considerado una medalla de honor y celebrado en todo el movimiento reformista.
Ser excomulgado por una Iglesia a la que se despreciaba era una bendición.
Hoy, tras una serie de acalorados debates, León X decretó que no se tomarían más acciones contra Martín Lutero. Proclamó que la sentencia de excomunión era suficiente. Sin duda, los reformadores se quedarían desalentados por ese acto y su pequeña rebelión se calmaría. Había otros asuntos que el Papa deseaba solucionar: la reconstrucción de San Pedro, los nuevos encargos a Miguel Ángel y su otro angélico favorito, Rafael, al tiempo que un nuevo artista surgido de la escuela veneciana, un hombre llamado Tiziano, merecía una atención especial.
Los cardenales conservadores se indignaron. ¿Estaba loco el Sumo Pontífice? ¿Cómo no se daba cuenta de que la Iglesia católica se enfrentaba a una revolución como jamás se había visto? Además, ya había dilapidado varias fortunas en encargos de arte y arquitectura, lo cual había fortalecido su fama de frívolo y atizado la pasión de los reformadores. ¿Es que el Papa no comprendía la gravedad de las circunstancias en que se hallaban? ¿No se percataba de que el futuro del catolicismo estaba amenazado por aquellos protestantes?
Sólo el círculo más íntimo sabía que León X veía esa amenaza con mucha claridad. Los que murmuraban sobre su ineptitud y clamaban contra su falta de liderazgo en la Iglesia jamás habrían adivinado lo brillante, comprometido y decidido que era Su Santidad en todas las decisiones que tomaba. De hecho, había llevado a la práctica un plan cuidadosamente orquestado cuando fue ordenado el cardenal más joven de la historia a los catorce años. Su cómplice en la conspiración fue su primo el cardenal Giulio, el niño hosco que guardaba un rencor sempiterno a la Iglesia, pues había bendecido el asesinato de su padre durante la misa solemne del domingo de Pascua. Pero ellos no eran los inspiradores de la conspiración. No eran más que los últimos en una larga serie de agentes.
—Envía a nuestro mensajero de mayor confianza a Wittenberg —dijo el Papa a Giulio—, con un mensaje para Lutero diciéndole que ha hecho un buen trabajo y le estamos muy agradecidos. Ha servido a la Orden a la perfección.
»Pero antes, ven a beber conmigo. Un brindis final por el hombre que organizó todo esto de una forma tan audaz. Por Lorenzo el Magnífico, un padre maravilloso y el mayor Príncipe Poeta de la historia. ¡Hemos cumplido nuestra promesa!
Alzó la copa hacia Giulio, quien le devolvió el gesto.
—Por Lorenzo —dijo Giulio—, y en memoria de mi padre, Giuliano, para que nunca más se cometan tales crímenes en nombre de la autoridad papal.
Y el primer papa Médici, León X, bebió a la salud del cardenal Giulio de Médici. Huérfano desde niño por culpa de los actos de una Iglesia corrupta, un día seguiría a su primo hasta el trono de san Pedro, para convertirse en el papa Clemente VII.
Al fin y al cabo, no eran Médici en balde.