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Palacio Médici, Florencia

25 de abril de 1478

LA SONRISA DE LORENZO se ensanchó cuando Giuliano entró cojeando en su studiolo.

—¡Vive! ¡Anda! —Lorenzo se levantó de su escritorio y saltó sobre su hermano, al que estrechó en un abrazo de oso—. ¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor. Dolorido. Bajar me ha costado. Aún tardaré en volver a ser el de antes, pero voy mejorando.

Giuliano dejó de hablar un momento y Lorenzo observó que sus ojos, todavía enrojecidos a causa de la inflamación, brillaban de una forma anormal. Preocupado, apoyó una mano sobre la frente de su hermano.

—¿Tienes fiebre? ¿La inflamación te provoca dolor en los ojos?

Giuliano rio y apartó la mano de su hermano, mientras iba a sentarse en el sofá tapizado de rojo que antes descansaba bajo la obra maestra de Botticelli El tiempo vuelve.

—No, no. Estoy bien. Es lo que he venido a decirte, hermano. Acabo de llegar de la capilla, donde he estado rezando durante la última hora delante del Libro Rosso, tal como tú me aconsejaste. Presté oídos a los ángeles, y me han hablado. Me han dicho que me case con Fioretta, que escoja sólo el amor. Que reconozca y críe a mi hijo como tal.

Lorenzo sintió un nudo en la garganta mientras escuchaba. Tardó un momento en hablar.

—Me alegra mucho oír eso. Creo que has escuchado bien a los ángeles. ¿Qué otra cosa iban a decir los ángeles, salvo que el amor lo puede todo?

—¡Pero si aún no has oído lo mejor! No te lo vas a creer, pero es un milagro. Madre… ¡no se opone! Me estaba esperando cuando acabé en la capilla, y me dijo que había estado consultando con su corazón y sólo deseaba mi felicidad. ¿No te parece increíble? ¡Me casaré con Fioretta!

Lorenzo abrazó a su hermano menor con fuerza. Por un momento, volvieron a ser niños. Inocentes, felices, interpretando sus papeles de hermano mayor protector y dulce bebé mimado. Había lágrimas en los ojos de Lorenzo cuando soltó a Giuliano.

—Me siento… muy feliz por ambos. Sólo puedo imaginar qué sentirá Fioretta cuando se lo digas.

—He decidido proponerle matrimonio mañana, si me encuentro mejor de los ojos. Será su sorpresa de Pascua. Iré a Fiesole a primera hora de la mañana para darle la sorpresa. Y a mi hijo también.

—¿No irás a la misa de Pascua mañana? Viene el joven cardenal, y es el sobrino del Papa. Ha pedido verte, ya que no acudirás al banquete de esta noche.

Giuliano meditó un momento.

—Tal vez vaya, y luego iré a Fiesole. Dependerá de cómo me encuentre. No estoy seguro de cómo se sentirá mi pierna después de ir y volver de la catedral. Puede que me duela demasiado para montar. Ahora he de ir a aplicarme las compresas en los ojos. Me las ha dado el médico para que pueda celebrar la Pascua más dichosa de mi vida.

Florencia

Domingo de Pascua de 1478

LA CATEDRAL EMPEZÓ a llenarse horas antes, cuando los florentinos llegaron para conseguir un asiento y asistir a la misa solemne del domingo de Pascua. Los asientos de las primeras filas siempre se reservaban para la élite gobernante, de la cual los Médici ocupaban el rango más alto. El espacio de Lorenzo estaba situado en la parte derecha, delante del altar. Hoy asistiría con sus amigos más íntimos y su hermano, en lugar de su familia, pues la misa que se celebraba en el centro de Florencia era una especie de acontecimiento de Estado. Su madre, esposa e hijos asistirían a una ceremonia privada en la basílica «doméstica» de San Lorenzo.

Francesco de Pazzi vio que el Magnífico entraba en la catedral con Angelo Poliziano. Paseó la vista en busca de Giuliano y el pánico se apoderó de él cuando no vio al menor de los Médici. De Pazzi se acercó a Lorenzo, quien le informó de que su hermano se sentía hoy muy dolorido y había decidido que el paseo hasta la catedral no era conveniente para su pierna dolorida.

Francesco de Pazzi recorrió las largas manzanas que separaban la catedral del palacio Médici y fue recibido por Madonna Lucrezia, quien se estaba preparando para salir con sus nietos. De Pazzi le dijo sin aliento que el joven cardenal Riario solicitaba la presencia de Giuliano, y aún había tiempo para que asistiera a la misa y no ofendiera a la familia del Papa. Lucrezia dejó que el visitante hablara con Giuliano de hombre a hombre. Su hijo era adulto, capaz de tomar sus propias decisiones.

Francesco de Pazzi conocía bien el carácter de Giuliano de Médici, al igual que todos los florentinos. Era famoso por la dulzura de su naturaleza y sus modales impecables. De Pazzi aprovechó esta característica e insistió con tenacidad.

—El cardenal, cuyos hermanos mayores son muy poderosos, sólo tiene diecisiete años. Está seguro de que le daréis valiosos consejos sobre cómo llevar a cabo su misión y estar a la altura de un apellido tan glorioso. Por mi parte, no me cabe duda de que el Papa se sentiría más predispuesto en el futuro hacia Lorenzo si concedierais a su sobrino favorito una corta audiencia. Unos pocos minutos después de la misa, y luego podréis continuar descansando.

Giuliano suspiró. La verdad era que su pierna estaba mucho mejor hoy, y era capaz de desplazarse a pie hasta la catedral, aunque fuera cojeando. No obstante, había esperado partir hacia Fiesole temprano, emocionado por la perspectiva de reunirse con Fioretta y el niño. Pero si lo que decía Francesco era cierto, y si el sobrino del Papa deseaba pasar un rato en su compañía, debería ir a misa. Sobre todo, sería beneficioso para Lorenzo tener un aliado en el seno de la familia del pontífice. Tampoco le retrasaría mucho. Al fin y al cabo, tenía que agradecer muchas cosas, así que una hora de rodillas en honor de la resurrección del Señor era lo menos que podía hacer. Ya estaba empezando a sentirse culpable por saltarse la ceremonia. ¡Tal vez Dios había enviado a Francesco de Pazzi para lograr que Giuliano fuera hoy a la iglesia!

Además, Giuliano recordó mientras se vestía que hoy era veintiséis de abril. Se cumplían dos años del día en que su adorable Simonetta falleció. ¿Qué había dicho Lorenzo? «El veintiséis de abril será siempre un día triste para nosotros». Iría a misa para rezar por el alma de Simonetta, y por los Cattaneo y los Vespucci, que todavía la lloraban.

Se vistió a toda prisa y se quedó un poco sorprendido cuando Francesco le abrazó con fuerza por la cintura cuando salió de sus aposentos, al tiempo que proclamaba su alegría por el hecho de que el menor de los Médici se sintiera lo bastante bien para acompañarle en aquel precioso día. Lo que el ingenuo Giuliano no sospechaba era que Francesco le había cacheado en busca de armas o armadura, pero como se había vestido tan deprisa y no quería cargar con más peso del necesario, Giuliano había decidido olvidar el atuendo oficial y dejar en casa los elementos militares. Lorenzo sí que los llevaría, sin duda a su manera magnífica, y representaría a la familia como siempre.

Giuliano recorrió cojeando la Via Larga en dirección a la magnífica basílica, cuya fachada de mármol rosa y verde centelleaba bajo la luz del sol. La obra maestra de ladrillo rojo del Duomo constituía una visión invitadora, que daba la bienvenida a todos los florentinos en aquel día santo.

Entraron en la catedral, pero se estaba haciendo tarde y el espacio que rodeaba el puesto de Lorenzo ya se había llenado. Giuliano tendría que sentarse en otro sitio, más atrás. Su hermano le vio y arqueó una ceja, intrigado por su presencia en la misa, a lo cual Giuliano contestó encogiéndose de hombros y señaló a de Pazzi. Lorenzo sonrió y agitó la mano como diciendo, «ya me lo explicarás después», y se dispuso a tomar asiento. Ajustó la espada y la vaina para que descansaran sobre su regazo durante la misa y no golpearan los bancos. Mientras lo hacía, reparó en que había dos sacerdotes sentados detrás de él. No los reconoció, pero sonrió cortésmente y les deseó una buena Pascua, antes de volverse hacia el altar. Comentó a Angelo que el sobrino del Papa, el recién nombrado cardenal Riario, parecía muy joven y muy nervioso. Sin duda, jamás había asistido a una misa solemne en un lugar tan enorme como la hermosa catedral de Santa Maria del Fiori.

Giuliano siguió a Francesco de Pazzi hacia el lado norte de la catedral, cerca del coro, y se sentó a su lado. Intentó concentrarse en la ceremonia, pero sólo podía pensar en ver a Fioretta. Cuando la campanilla de la sacristía sonó para indicar la llegada de la hostia, inclinó la cabeza en señal de reverencia, al igual que la mayor parte de la congregación.

Giuliano de Médici, a punto de rezar en honor del Señor al que tanto amaba, no vio acercarse el cuchillo. Francesco de Pazzi le apuñaló espoleado por la descarga de adrenalina, y el primer golpe alcanzó el cuello del menor de los Médici con tal fuerza que lo abrió en canal.

La sed de sangre se apoderó de Francesco de Pazzi, y continuó apuñalando a Giuliano de Médici con todas sus fuerzas, gimiendo a causa del esfuerzo. Su ataque fue tan furioso que se hizo un corte en su propio muslo, al confundirlo con el de Giuliano.

El caos reinaba en la catedral, y se alzaron chillidos cuando la sangre salpicó a los reunidos en la parte norte. La gente empezó a dispersarse. Al mismo tiempo, los dos sacerdotes colocados detrás de Lorenzo habían atacado, pero el religioso convertido en asesino Antonio Maffei cometió un error táctico. Mientras sacaba el cuchillo de la manga del hábito con una mano, se preparó para asestar el primer golpe agarrando a Lorenzo con la otra.

Lorenzo de Médici tenía reflejos veloces como el rayo, gracias a años de cazar y practicar deportes. Dio un salto en el mismo momento en que le tocaron por detrás, lo cual provocó que la puñalada de Maffei llegara con menos fuerza. Aunque el cuchillo causó un corte en el cuello de Lorenzo, no fue una herida fatal. La víctima pudo desenvainar su espada y defenderse, antes de que el otro atacante pudiera apuñarle.

Para Angelo Poliziano fue el momento de su vida en que todo lo que había sido y sería cristalizó. Su padre, la fuente de amor y sabiduría más importante de su vida, había sido asesinado a puñaladas delante de él cuando era pequeño. Ahora, Lorenzo de Médici, la fuente de amor y sabiduría más importante de su vida veinte años después, estaba siendo amenazado de forma similar por asesinos provistos de cuchillos. Pero esta vez, Angelo intervino.

No era un hombre grande, y sus años de poeta no le habían granjeado una constitución atlética ni ninguna fuerza física, pero Poliziano poseía otra cosa: determinación. Golpeó a uno de los asesinos con el canto de la mano derecha, con fuerza suficiente para hacerle perder el equilibrio, y después asió a Lorenzo por su brazo libre para echarle hacia atrás, lejos del cuchillo amenazador. Los dos sacerdotes, estupefactos y aterrorizados por la veloz reacción de Angelo y Lorenzo, dieron media vuelta y salieron corriendo de la catedral antes de que nadie pudiera detenerlos.

—¡Vámonos! —gritó Angelo por encima del caos a Lorenzo, que sangraba profusamente de la herida del cuello y no estaba en condiciones de hacer otra cosa que obedecer. El séquito del Magnífico le condujo de inmediato a través de las enormes puertas de bronce de la sacristía, y las cerraron de golpe para impedir más ataques. Lorenzo estaba aturdido, pero después el terror se apoderó de él y empezó a llamar a gritos a su hermano.

—¿Has visto a Giuliano? —preguntó desesperado a Angelo, pero los amigos de Lorenzo no le contestaron. Su hermano pequeño estaba sentado detrás de ellos y a la izquierda, demasiado lejos para ver lo que estaba sucediendo en la locura de los ataques y las prisas por proteger al Magnífico. Hasta entonces, no se le había ocurrido a nadie que Giuliano pudiera estar en peligro. ¿Quién querría asesinar al dulce Giuliano, siempre al margen de la política? Era absurdo. En aquel momento, el leal séquito de Lorenzo sólo estaba concentrado en su líder. Su joven amigo Antonio Ridolfi chupó la herida de su cuello. Si los atacantes hubieran sido diestros, sus cuchillos habrían estado envenenados. Ridolfi sorbería de buen grado el veneno si ello significaba salvar al Magnífico. Un día, quizá, Florencia agradecería su sacrificio.

—¡Giuliano! —Lorenzo se sentía débil a causa de la pérdida de sangre, y Angelo intentaba mantenerle inmóvil, al tiempo que le envolvía el cuello con su capa—. ¿Está bien?

Lorenzo estaba frenético. Tenía que saber si su hermano se encontraba bien.

Otro amigo de los Médici, Sigismondo Stufa, saltó a una escalera y subió hasta el altillo del coro para echar un vistazo al caos que había transformado el domingo de Pascua en un baño de sangre. Alguien chilló que la cúpula estaba a punto derrumbarse, y algunas personas fueron pisoteadas cuando las demás intentaron huir de la basílica. Sigismondo tardó un largo minuto en posar sus ojos sobre la terrible escena que recordaría en sus pesadillas durante el resto de sus días.

Giuliano de Médici, casi irreconocible sobre un charco de su propia sangre, yacía sin vida en el pasillo norte. Había sido despedazado, acuchillado diecinueve veces con la mayor violencia.

No había tiempo para lágrimas. Nadie sabía quiénes o cuántos eran los atacantes. Debían poner a salvo a Lorenzo. Y si Lorenzo se enteraba de que Giuliano yacía muerto en el suelo de la catedral, no conseguirían sacarle de allí. Sigismondo dijo que no había visto a Giuliano desde el altillo del coro, y alentó falsas esperanzas en Lorenzo de que su hermano había escapado. La mentira partió el corazón de Sigismondo, pero era la única forma de conseguir que Lorenzo abandonara la basílica y volviera a la seguridad del palacio Médici lo antes posible.

Más tarde, Sigismondo afirmaría que no había mentido cuando dijo que no había visto a Giuliano en la catedral. En el terror del momento, apenas pudo imaginar que la masa de carne y sangre tirada en el suelo era su mejor amigo de la infancia y compañero de justas. Aquellos despojos no eran Giuliano de Médici. Imposible.

El segundo elemento de la conspiración de los Pazzi se puso en marcha cuando el arzobispo Salviati y Bracciolini corrieron hacia la Signoria para preparar el golpe de Estado. Se les sumó un grupo de mercenarios despiadados de Perugia. El hecho de que aquella chusma se acercara a la Signoria enfureció a la guardia, pese a que a su frente iba un arzobispo. El gonfaloniere al mando, el comandante en jefe de la república, era un hombre duro y valeroso llamado Cesare Petrucci. Estaba comiendo cuando el arzobispo y sus bergantes llegaron y exigieron audiencia. El resabiado Petrucci aceptó, pero separó al arzobispo Salviati y a Bracciolini de su banda de desalmados, solicitando que la «guardia de honor» esperara en una sala contigua. Lo que el arzobispo ignoraba era que la sala en la que los mercenarios iban a esperar era un calabozo disimulado.

El arzobispo Salviati informó a Petrucci de que era portador de un mensaje del Papa. Empezó a pronunciar un discurso deshilvanado acerca de liberar Florencia, pero no pudo controlar sus nervios y tartamudeó varias veces. Petrucci ya había oído bastante. Palabras como «derrocar» y «tirano» fueron suficientes para saber que se avecinaban problemas. Además, había un alboroto en la plaza y ya oía el caos de las calles. Llamó a gritos a los guardias de la Signoria y, en ese momento, un errático Bracciolini le atacó con movimientos torpes.

Petrucci, un hombre corpulento y soldado veterano, no se molestó en utilizar un arma. Agarró a Bracciolini por el pelo y le inmovilizó en el suelo en cuestión de segundos. Guardias de la Signoria irrumpieron en la sala y le redujeron, al mismo tiempo que propinaban buenas patadas al arzobispo de Pisa, a quien también habían detenido.

—¡Tocad la vacca! —gritó Petrucci.

La vacca era una enorme campana de la torre de la Signoria, y recibía dicho apelativo debido al sonido profundo y peculiar al sonar, similar a un mugido. Era un sonido de suma importancia para los florentinos. La vacca sólo sonaba cuando se producía una crisis en la ciudad. Era una llamada al orden, y provocaba que los ciudadanos de la república se precipitaran a la plaza de la Signoria para averiguar qué sucedía.

Mientras la vacca emitía su sonido, jinetes con la librea de la familia Pazzi irrumpieron en la plaza al grito de «¡Libertad! ¡Muerte a los tiranos Médici! ¡Por el pueblo de Florencia! ¡Por el pueblo!».

Si los conspiradores Pazzi esperaban que los ciudadanos de Florencia les apoyarían, se llevaron una cruel (y peligrosa) decepción. La noticia del terrible asesinato de Giuliano de Médici a manos de Francesco de Pazzi se había propagado por doquier, causando indignación en toda la ciudad. Cuando más sicarios de los Pazzi entraron en la plaza, pidiendo libertad a gritos, el populacho de Florencia invadió la plaza al grito de «¡Palle! ¡Palle! ¡Palle! ¡Por amor a los Médici!». Los jinetes de los Pazzi fueron apedreados, mientras la muchedumbre perdía cada vez más la calma. Los detalles de la muerte de Giuliano continuaban propagándose, exagerados.

—¡Le cortaron en cien pedazos! ¡Quedaron esparcidos por todo el altar! ¡La escoria de los Pazzi le arrancó los ojos y le cortó la nariz!

El terrible asesinato del dulce Giuliano de Médici no quedó sin castigo aquel día. Los guardias de palacio ya habían acabado con los mercenarios de Perugia, y les estaban cortando la cabeza para clavarlas en estacas como advertencia a todos quienes amenazaran la paz de aquella civilizada república. El primer conspirador oficial que recibió su castigo fue el aturdido Bracciolini. No había imaginado así su participación en el golpe de Estado que pondría fin a la vida de Lorenzo y al gobierno de los Médici. Empezó a hablar muy deprisa, a prometer abundante información sobre todos los conspiradores si le perdonaban la vida. Petrucci escuchó menos de un minuto, antes de que les interrumpieran con la noticia del asesinato de Giuliano de Médici en el altar de la misa solemne. Escupió a Bracciolini e hizo una señal con la cabeza a los guardias de palacio.

—Dad ejemplo con él. Que no caiga en saco roto.

Al cabo de escasos segundos, los guardias habían encontrado una soga gruesa y atado un extremo alrededor del travesaño de la ventana. Anudaron el otro extremo alrededor del cuello de Bracciolini. Le arrojaron por la ventana, sin molestarse en mirar cuando fue a parar contra el lado del palacio Vecchio, de forma que se rompió el cuello y los dientes al mismo tiempo. Dejaron que quedara colgando de la ventana para dar ejemplo. Pero sólo fue el primero.

A continuación, hicieron prisionero al arzobispo de Pisa. Chilló, pataleó e invocó la protección papal, hasta que uno de los guardias le rompió la mandíbula para enmudecerle. Los guardias le enviaron a hacer compañía a Bracciolini de idéntica forma. No murió tan deprisa, y los espantosos detalles de su lente y dolorosa muerte serían documentados con posterioridad por Angelo Poliziano. Mientras el arzobispo se columpiaba violentamente al extremo de la soga y se estrellaba contra el cadáver de Jacopo Bracciolini, su último acto en vida fue hundir los dientes en la carne del muerto. Por qué lo hizo es un misterio macabro, sobre el cual los florentinos especularon durante años. La mayoría opinaba que el arzobispo creía que podría salvarse con aquel postrer y horripilante acto. Si tal era su plan, fracasó al igual que los otros.

La muchedumbre estaba reclamando a gritos la sangre de los Pazzi, y enfiló hacia su palacio. Francesco de Pazzi se había escondido en él, pero con escasa eficacia. La herida del muslo sangraba en abundancia, de modo que resultó muy fácil seguir el rastro hasta descubrirle oculto debajo de una cama. La muchedumbre le despojó de su vestimenta y le arrastró desnudo por las calles, hasta entregarlo a la Signoria para que se uniera a sus cómplices en una ejecución instantánea. Como los que le habían precedido, Francesco de Pazzi quedó colgando de la ventana de la Signoria de un nudo improvisado pero eficaz.

Mientras las masas imponían su ley y los rumores se propagaban, el pueblo de Florencia exigía saber si su magnífico Lorenzo continuaba con vida. Cientos de personas desfilaban por las calles, camino del palacio Médici, coreando: «¡Magnífico! ¡Magnífico!». Cada vez había más gente, más gritos, más exigencias de pruebas que demostraran la supervivencia de Lorenzo.

En casa de los Médici, se trazaron planes para sacar de inmediato a Clarice y los niños de Florencia, y enviarlos a una de las villas con la mayor rapidez y sigilo posibles. Lorenzo no quería que su familia estuviera en la ciudad durante el caos que no tenía visos de terminar hasta que se supiera la verdad sobre aquel terrible día y sus orígenes. Rezaba para que su madre consintiera en marchar con ellos, aunque sabía que se negaría. Lucrezia estaba conmocionada, incapaz de hablar desde que había recibido la noticia de que su pequeño, Giuliano, había sido brutalmente asesinado.

El médico personal de Lorenzo, que había entrado a toda prisa por una puerta trasera del palacio, examinó con detenimiento la herida del cuello.

—En verdad Dios os ama, Lorenzo —dijo el médico, mientras sacudía la cabeza—. No habríais sobrevivido a una puñalada directa en el cuello, pero fijaos en esto.

El médico alzó el fragmento de cadena de plata que había separado de la herida. Todavía sujeto a él, aunque cubierto de sangre, estaba el collar con la reliquia de la Vera Cruz que habían regalado a Lorenzo cuando era niño. La guardaron para él hasta que tuvo edad para apreciarla, un valiosísimo regalo del rey Renato de Anjou, que había pertenecido a Juana de Arco.

—Da la impresión de que el cuchillo cortó la cadena, pero como resultado, el golpe fue desviado y os alcanzó más arriba del cuello, encima de la arteria. Es muy posible que este colgante os haya salvado la vida.

Florencia era un caos. Había disturbios y tumultos, mientras los ciudadanos reaccionaban a los rumores contradictorios que circulaban por la cargada atmósfera toscana. Cientos de personas rodeaban el palacio de Via Larga y exigían saber si Lorenzo estaba vivo o muerto.

Angelo se convirtió en intermediario entre la calle y el palacio, e informó al pueblo de Florencia de que Lorenzo estaba al cuidado de su médico y pidió que siguieran rezando por la salvación del Magnífico. Pero a medida que avanzaba la tarde y el número de personas concentradas aumentaba, no hubo formas de aplacarlas. Querían a Lorenzo. Exigían su presencia.

Mientras el médico vendaba el cuello del Magnífico, Colombina y Fra Francesco entraron en la habitación. Colombina se postró de hinojos a los pies de su amado cuando le vio, asió su mano y lloró.

—Oh, Lorenzo, gracias a Dios. Gracias a Dios que estás vivo.

Él le acarició el cuello y lloró.

—¿Sabes lo de Giuliano? —preguntó.

Ella asintió, pero no pudo decir nada, demasiado abrumada por el dolor que le causaba la muerte de Giuliano y el alivio que experimentaba por la salvación de Lorenzo.

Lorenzo dirigió su siguiente pregunta al Maestro.

—¿Cómo reconcilio todo esto, Maestro, con las enseñanzas de la Orden? ¿Dónde estaba Dios hoy, cuando mi hermano fue a rendirle culto para celebrar la resurrección de Jesús y darle gracias por su vida? ¿Por qué mataron a mi hermoso e inocente hermano?

Fra Francesco, que había sido testigo de más tragedias y violencia que ningún alma presenciaría jamás, apoyó la mano con dulzura sobre el hombro de Lorenzo.

—Hijo mío, sólo puedo decir esto: es fácil tener fe cuando todo va bien. Es muy difícil tener fe cuando la tragedia nos rodea. No puedo decirte por qué Dios no salvó a Giuliano, pero está claro que la intervención divina te salvó. Por lo tanto, en lugar de maldecir a Dios por lo que no hizo, prefiero dar gracias por lo que hizo. Me siento agradecido de que Madonna Lucrezia no tenga que llorar a sus dos hijos en este día. Como casi toda Florencia, según escucho.

Lorenzo asintió.

—Me siento agradecido por haber salvado la vida, Maestro —susurró—. Pero… Tardaré un tiempo en aplicar las enseñanzas del amor a los hombres que han hecho esto.

—Pero eso es exactamente lo que debes hacer, Lorenzo, y has de hacerlo ahora. Hombres desalmados han tardado más de mil cuatrocientos años en tergiversar las verdaderas enseñanzas de Jesús y destruir el Camino del Amor. No podrás restablecerlas todas en el curso de tu vida, pero lo que puedes hacer ahora es dar ejemplo a tu pueblo y al futuro, enviándoles un mensaje de paz.

Colombina apretó su mano y le miró.

—La gente de esta ciudad siente terror de que te haya pasado algo, y las masas están fuera de sí. Florentinos inocentes van a resultar heridos, y en el clima actual, puede que se produzcan más matanzas. Pero te quieren, Lorenzo, y te harán caso. Habla con ellos y escucharán.

Lorenzo asintió. Su primer intento de incorporarse no tuvo éxito. Estaba mareado a causa de la pérdida de sangre y la conmoción. Los tres presentes en la habitación (el médico, el Maestro y Colombina) le ayudaron a intentarlo de nuevo y le sostuvieron mientras recuperaba el equilibrio. Angelo entró jadeante y anunció que la plebe estaba más inquieta e incontrolable que nunca. Había dicho que Lorenzo haría unas declaraciones por su mediación, y había venido a improvisar una.

—Yo mismo hablaré, Angelo, pero tú lo repetirás si no puedo hacerme oír por encima del fragor.

—¡Mirad, Lorenzo vive!

Las turbas que rodeaban el palacio estaban esperando más información de Angelo, cuando la ventana del segundo piso, a la izquierda de la puerta principal, se abrió y apareció Lorenzo. Llevaba el cuello vendado aparatosamente y sus ropas estaban impregnadas de sangre. Su rostro estaba blanco a causa de la conmoción. Incluso desde lejos, no cabía duda de que el Magnífico había resultado herido de gravedad durante el ataque. La muchedumbre contuvo la respiración, mientras Lorenzo se esforzaba por tenerse en pie y enviar su mensaje. Angelo estaba a su lado. Lo que la muchedumbre no veía desde abajo era que Colombina y el médico le sostenían por atrás para que no cayera.

—Ciudadanos y ciudadanas. —Lorenzo hizo acopio de fuerzas para conseguir que le oyeran, mientras el pueblo de Florencia guardaba silencio para escucharle—. Hoy se ha cometido un crimen horrible. Una afrenta a Dios, una cicatriz en nuestra república y un crimen contra mi familia. Como algunos ya sabéis, mi hermano Giuliano… ha muerto. Fue… asesinado en la catedral durante la misa de este día santo entre los santos.

La multitud estalló tras el anuncio oficial del asesinato de Giuliano de Médici. Lorenzo, a punto de desvanecerse, continuó tras una brevísima pausa, de forma que la muchedumbre se vio obligada a guardar silencio para escucharle.

—Pero somos un pueblo civilizado. Como tal, no debemos sumar otros a los crímenes que ya se han cometido en este terrible día. Nosotros, la República de Florencia, somos considerados líderes de un Estado progresista e independiente en toda Europa, conocido por su cultura, saber y, sobre todo, su ley. Como tal, debemos continuar dando ejemplo, al permitir que un sistema justo de ley y orden surta efecto y asegure que los culpables sean entregados a la justicia.

La palabra «justicia» fue recibida con abucheos, pero Lorenzo continuó.

—Dejadme hacer hincapié en que la calle no puede tomarse la justicia por su mano, por más necesidad que sintamos de enmendar estos crímenes. Así no funciona una república civilizada. Nuestra libertad nace de nuestro compromiso con la justicia. Sólo siendo justos continuaremos siendo libres.

»Si bien mi familia agradece vuestra demostración de amor y lealtad hasta el punto de que me faltan palabras para expresarlo, también hemos de rogaros que no cometáis actos de desquite en un intento de demostrar dicha lealtad. Los que conocíais a mi hermano sabéis que era un hombre bondadoso y amable. Detestaba la violencia y jamás desearía que se derramara sangre en su nombre.

»Por encima de todo, os pido que, en estos momentos de prueba terrible, permanezcáis unidos como comunidad. Cuidad los unos de los otros. Disfrutad de cada precioso momento que viváis con vuestra familia…

Lorenzo se quedó sin habla, pues había asumido la realidad de la pérdida de Giuliano mientras hablaba. Tuvo que interrumpir su discurso.

—Ése es el único mensaje que importa ahora. Amaos los unos a los otros. Y gracias. Gracias por toda vuestra lealtad y apoyo.

La muchedumbre lanzó una exclamación ahogada cuando Lorenzo se desplomó contra Angelo. Lo transportaron hasta la cama, mientras los ciudadanos de Florencia le vitoreaban, repetían «Magnífico» y «Palle, palle, palle» por las calles. La simpatía hacia Lorenzo y su familia nunca había sido mayor. El papa Sixto, así como sus familiares y seguidores, fueron calificados de criminales, cosa que eran. Los ciudadanos de la República de Florencia apoyarían a Lorenzo en todas las decisiones que tomara. Los consejos tradicionales fueron abolidos, o se convirtieron en obsoletos, cuando un consejo de diez hombres de los Médici fue convocado como medida de emergencia durante el tumultuoso período inmediatamente posterior a la masacre de la catedral. El consejo, que sólo iba a ser provisional, se convirtió en la fuerza gobernante de una ciudad que recibía órdenes de los Médici.

Durante los diez años siguientes, Florencia perteneció en exclusiva a Lorenzo, el cual se convirtió en el hombre más poderoso de Europa sin poseer un cargo oficial.

En uno de los muchos giros extraños del destino en la historia de la familia Médici, Fioretta Gorini murió de fiebre y hemorragias en su cama la misma mañana que Giuliano era asesinado en la catedral. Por suerte, no llegó a enterarse de la masacre. La última noticia que recibió Fioretta de Giuliano fue un entusiasta mensaje de amor y esperanza, en el cual le comunicaba que su familia consentía la unión. Se quedó dormida poco después de recibir la misiva, y soñó con el hermoso futuro que le esperaba como esposa de Giuliano y madre de sus hijos. Nunca despertó de aquel sueño.

Si Giuliano hubiera ido a Fiesole aquella mañana, habría llegado justo a tiempo de estrechar la mano de su amada, mientras se alejaba de él y regresaba con Dios.

Ahora estaban juntos en el cielo, fallecidos ambos el mismo día.

Lorenzo de Médici adoptó al bebé, Giulio, con el permiso y la bendición de la familia de Fioretta. Durante el resto de sus días, los Gorini fueron tratados como miembros de la familia Médici. Giulio fue educado junto con el hijo favorito de Lorenzo, Giovanni, y los dos niños se quisieron como gemelos. Jugaban juntos, aprendían juntos, se retaban mutuamente. Uno terminaba las frases del otro y hablaban en un idioma inventado propio. Como muchos gemelos de verdad, su tipo de personalidad era opuesto: Giovanni era alegre y dulce, mientras que Giulio era serio y hosco. Aunque Lorenzo siempre trató a Giulio con el mismo afecto que deparaba a sus hijos, daba la impresión de que el niño albergaba un resentimiento innato hacia el mundo que le había privado de sus padres biológicos. Con frecuencia era necesario que su hermanastro, a quien llamaba Gio, le elevara los ánimos.

Los destinos de estos dos niños estaban tan entrelazados como si hubieran compartido el mismo útero.

La Iglesia es un monstruo híbrido.

Durante siglos, ha sido la tradición del arte representar a la Iglesia de tal forma, casi siempre como un minotauro, el ser que vivía en el centro del laberinto de Creta y devoraba a los inocentes. Es una buena descripción de la Iglesia, ¿no? Un misterioso tipo de monstruo híbrido, horrible y redimible a la vez; basado a medias en la verdad y a medias en mentiras. Un híbrido de amor y odio, de bondad y codicia. Este monstruo vive en el centro de una fortaleza inexpugnable y se alimenta de la sangre de los inocentes.

He pintado mi monstruo híbrido como un centauro. Es despreciable y estúpido, pues representa a Sixto y la camada de espantosos seres endogámicos que conspiraron para asesinar a los inocentes el domingo de Pascua. Se aferra con desesperación a su arma, pues sabe que ya no le sirve de nada. Está atrapado. Todo el mundo sabe la verdad.

La mano de la gran Palas Atenea, quien representa a la diosa de la sabiduría eterna, controla con facilidad al centauro. De esta forma afirmo que triunfará, pues representa la verdad. La he ataviado con un vestido que está compuesto por completo de objetos de los Médici, las alianzas entrelazadas de Lorenzo, y también se halla cubierto de hojas de laurel. Está claro para cualquiera que tenga ojos para ver que esta diosa sabia y poderosa favorece a nuestro Lorenzo. Que así sea siempre. Pinto este cuadro como un talismán protector para él y toda la familia Médici.

Yo continúo,

Alessandro di Filipepi, conocido como «Botticelli»

DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE SANDRO BOTTICELLI

Florencia

En la actualidad

—EL PAPA SIXTO IV excomulgó a Lorenzo poco después del asesinato de Giuliano en la catedral.

Destino estaba dictando aquella noche la lección a todos los reunidos en la sala de estar de Petra: Maureen y Peter, Roland y Tammy, y la propia Petra.

—¿Excomulgado por qué motivo? —quiso saber Peter.

—Por sobrevivir. Reíd, por favor, porque es ridículo. Pero cierto. Sixto estaba tan indignado por el hecho de que Lorenzo hubiera osado sobrevivir al intento de asesinato que le excomulgó por ello. Y cuando los ciudadanos de Florencia no aceptaron la acusación de anatema contra el Magnífico, Sixto excomulgó a toda la República de Florencia.

—¿Cómo? —exclamaron todos con incredulidad.

Peter, el ex sacerdote que había trabajado en las entrañas del Vaticano, añadió:

—¡No se puede excomulgar a toda una ciudad! ¡Y sobre todo, por un solo ciudadano de esa ciudad!

—Sí, sé que es absurdo, pero todo lo que hizo ese Papa es increíble. Siempre se salía con la suya. Debido a la autoridad e infabilidad papal, podía hacer lo que le daba la gana. Ya comprenderéis por qué Lorenzo estaba cada vez más obsesionado con la idea de destruir la autoridad absoluta del Sumo Pontífice, al mismo tiempo que no paraba de buscar formas de desestabilizar la estructura de la Iglesia católica.

—¿Qué pasó? —preguntó Roland—. ¿Los ciudadanos de Florencia aceptaron su excomunión?

—Por supuesto que no. Para los florentinos, Sixto era un criminal, y por lo tanto, nada de lo que decía o hacía importaba un pimiento al ciudadano de a pie. El consejo de la Signoria envió una carta al Papa, en la cual le comunicaba que preferían seguir a Lorenzo que a él, muchas gracias. ¡Fue la afrenta definitiva! Ojalá hubiera podido ver la cara de Sixto cuando leyó la carta.

—La historia de Giuliano y Fioretta es muy triste —dijo Tammy—. No obstante, no deja de ser poético que murieran el mismo día.

—Eran almas gemelas, por supuesto —intervino Petra—. Abandonaron este mundo juntos, y no me cabe la menor duda de que se reunieron al instante en el cielo, para convertirse en uno de nuevo.

Peter había estado analizando el material del Libro Rosso sobre esta idea de que cada alma tenía una gemela. Le fascinaba, confundía y, sobre todo, le desconcertaba.

—¿Estás diciendo que toda la gente tiene un alma gemela? Al leer las leyendas de Salomón y la reina de Saba, veo referencias repetidas al «alma gemela» de cada uno. ¿Todas las almas son gemelas?

Petra le miró durante un largo y detenido momento, con una leve sonrisa en los labios. Cuando contestó, lo hizo con una dulzura que nunca había visto en ella.

—Sí, Peter. Todas las almas tienen una gemela. Todas. Sin embargo, no nos encarnamos juntos en cada vida, pues eso depende de lo que exija la misión. Tomemos a Sandro Botticelli como ejemplo perfecto. Sandro era un personaje singular. No existió para conocer a su alma gemela, pues estaba singularmente entregado a la misión. El verdadero amor y la auténtica pasión de Sandro era la creación, por eso fue tan prolífico. Esto es cierto en el caso de muchos de los grandes angélicos: Donatello, Sandro, Miguel Ángel.

»El compromiso de amar a otra persona es una tarea muy específica en sí misma, y para algunos forma parte de su misión, o es la misión propiamente dicha. Pero la belleza de todo ello reside en que quienes desean encontrar a su alma gemela lo hacen porque existe. Los que no se sienten interesados no lo hacen porque no es su misión. Destino os dirá que Sandro fue uno de los hombres más satisfechos consigo mismo que ha conocido, y estaba solo por completo. Le gustaba así, porque todo lo demás interfería en su arte.

—No lo acabo de entender. ¿Sandro no tenía un alma gemela? Pensaba que todo el mundo la tenía.

Era Peter, quien intentaba todavía comprender el concepto.

—No es fácil comprender a los ángeles, ¿verdad? —dijo Destino—. Sucede con muchos de los angélicos. Todo el mundo tiene su alma gemela, luego Sandro también. Pero esa persona no vivía durante el Renacimiento, pues era necesario para él canalizar aquel amor y aquella pasión exclusivamente en su arte

—Pero —continuó con énfasis Petra—, y es fundamental comprender esto, él no sentía ese terrible anhelo que se experimenta cuando buscas a alguien. Eso se debía a que su alma gemela eligió quedarse en los reinos angélicos y ayudarle desde arriba. Se comunicaba con la energía de su otra mitad cada vez que trabajaba, y su pareja le apoyaba. Por eso su producción fue tan extraordinaria porque, en esencia, estaba trabajando como dos personas, una arriba y otra abajo, con el fin de lograr el milagro del uno. Por eso también experimentaba tal éxtasis mientras pintaba, lo cual conducía a ese rendimiento sin igual. No experimentaba anhelo o soledad. Ese dolor concreto surge sólo cuando las almas gemelas se han encarnado al mismo tiempo y no pueden reunirse. Existe un deseo exacerbado de encontrarse mutuamente.

Peter la miraba fascinado. Era subyugante: brillante, intensa, consciente de ella y de su entorno. Se preguntó mientras la miraba, ¿será una de esos angélicos? ¿Está tan comprometida con su misión que no se ha permitido conocer el amor humano?

Maureen sentía curiosidad por esto, al pensar en los diversos amigos que todavía seguían solos y desdichados.

—En otras palabras, ¿cualquier persona que se siente sola es porque intuye que hay alguien esperándola?

—Exacto. Dios es bueno en todo momento, Maureen. No permitiría que nos encarnáramos en el dolor, y sintiéramos el anhelo de una pareja que nunca podríamos encontrar.

Peter señaló a Roland y Tammy.

—No me cuesta nada creer que esos dos nacieron para estar juntos, pero ¿son simples afortunados? ¿Hay algunos más bienaventurados que otros? ¿Debo creer que todo el mundo tiene posibilidades de experimentar el mismo tipo de dicha?

Petra respiró hondo y se sentó muy rígida, mientras se preparaba para contestar. Era una profesora nata. Peter, que había dado clases durante veinte años, reconocía dicha virtud en los demás.

—Todos estamos destinados a encontrar nuestra alma gemela, del mismo modo que estamos destinados a alcanzar nuestro destino más elevado. Pero no siempre logramos ambas cosas, y están relacionadas entre sí. Lo que quiero decir es lo siguiente: es inútil salir en pos de tu alma gemela, porque así nunca la encontrarás. La única forma de encontrar a tu alma gemela es encontrarte a ti mismo antes.

Petra continuó la lección.

—Te contaré algo personal sobre mí. Yo no he experimentado la bendición del amor divino en esta vida, pero tengo fe en que me espera. Sé que, al enseñar las lecciones del hierosgamos y lograr que sean comprensibles para aquellos que han encontrado a su amado, abro el camino para que mi alma gemela entre por la puerta. De haberme quedado en el mundo de la moda, que no era mi verdadera vocación, es muy probable que me hubiera quedado sola o hubiera acabado con alguien que no era mi verdadera pareja.

Peter reflexionó sobre sus palabras un momento. Todo era nuevo para él. Extraño, pero excitante.

—¿Le conocerás cuando le veas? ¿Será amor a primera vista?

—Hay un velo que cubre estas cosas, Peter —contestó Destino—. Con frecuencia, un miembro de la pareja reconoce al otro mucho antes.

Mientras se preparaban para marchar, Petra se acercó a Tammy.

—¿Puedo poner las manos sobre tu abdomen? —preguntó—. Quiero saber si ya puedo sentir al bebé.

—Claro —contestó Tammy—. Pero es demasiado pronto para sentir algo.

—Salvo si eres Petra —intervino el Maestro.

Petra apoyó las manos con suavidad sobre el abdomen de Tammy y cerró los ojos. Movió las palmas muy despacio, hizo una pausa, respiró hondo y reanudó los movimientos. Los repitió durante un minuto más, y después abrió los ojos. Sacudió la cabeza apenas, como para despejarse y volver al presente.

Serafina —se limitó a decir, mientras sonreía con afecto a Tammy.

—¿Serafina?

Petra asintió.

—Es una niña. ¿No lo sabías?

Tammy negó con la cabeza y miró emocionada a Roland.

—¡Te dije que era una niña! —exclamó.

—Lo es. Una angélica. Es un serafín, los ángeles resplandecientes que rodean el trono de nuestra madre y padre que están en los cielos. La palabra seraphim significa «fogosa», y si estudias tu Libro Rosso, te darás cuenta de que era el nombre original de la reina de Saba. Makeda, la fogosa. Pues fue un serafín encarnado en la tierra, que vino a cambiar el mundo con su alma gemela. Como hará esta niña.

—¿Me estás diciendo que mi hija es la reencarnación de la reina de Saba?

Petra rio.

—Algo por el estilo. Una energía similar, en cualquier caso. En italiano, un ángel femenino de este orden recibe el nombre de serafina y es algo muy bienaventurado.

—Serafina…

Tammy sonrió a Petra mientras bajaba las manos hacia su vientre, y estalló en lágrimas de gozo.

Cuando Petra acompañó a los demás a la puerta, le pidió a Peter que no se marchara.

—Para los demás, esta conversación sobre almas gemelas es entretenida, pero no útil. Se han encontrado el uno al otro, al fin y al cabo. Pero para ti, creo que es mucho más importante. Si te apetece continuarla, deberíamos proveernos de una botella de vino.

Peter rio.

—¿Cómo puedo rechazar semejante oferta?

—Esperaba que no lo hicieras —contestó Petra.

Maureen se dirigió a la azotea y absorbió la belleza panorámica de la línea del horizonte de Florencia. Se detuvo en seco cuando vio una figura inmóvil al fondo. Le daba la espalda porque estaba contemplando el Duomo, pero no necesitó ver su cara para saber quién era. La brisa tibia agitaba sus rizos oscuros, y bajo la camisa, sus anchos hombros se fundían con una espalda y una cintura perfectas.

—Hola.

Fue lo único que se le ocurrió decir cuando se acercó a él y apoyó la mano sobre su espalda.

—¡Santo Dios! —exclamó el hombre sorprendido, porque no la había oído acercarse. Maureen se sintió confusa al principio, cuando él se apartó de ella con brusquedad. Le miró y parpadeó, al tiempo que sacudía la cabeza. El hombre que tenía delante parecía una copia casi perfecta de Bérenger. Pero…

—Tú no eres Bérenger —dijo avergonzada—. Lo siento…

El hombre rio.

—No tienes por qué. Es mi sino. Soy Alexander Sinclair, el hermano de Bérenger. Tú debes ser Maureen.

Maureen seguía estupefacta.

—Podríais ser gemelos.

—Bérenger es dos años mayor, pero siempre nos han confundido. Jugábamos así cuando éramos pequeños, hasta que Bérenger se dio cuenta de que siempre salía perdiendo, pues yo era el que siempre se metía en líos.

—¿Sabe que estás aquí?

—Lo sabe —dijo una voz similar, cuando Bérenger salió a la terraza.

—Las acusaciones eran una completa invención —explicó Alexander a su hermano. Maureen les había dejado a solas para que hablaran en privado en la terraza, después de la sorprendente aparición de Alex. Bérenger se moría de ganas de hablar con ella, pero la aparición de su hermano le había desconcertado. Maureen, agotada, se fue a dormir con la promesa de que desayunaría con él por la mañana. Necesitaba dormir un poco antes de tomar decisiones importantes sobre su futuro.

—Está claro que no prosperarán, por eso me dejaron en libertad con tanta rapidez. Nunca tendrían que haberme detenido, y lo saben. Ahora, hemos de averiguar quién fue el responsable de ese caos. Y quién fue la persona poderosa que ordenó mi detención.

»Y por qué. —Bérenger le escuchaba con atención, intentando ordenar las piezas del rompecabezas. Alexander era el presidente de Sinclair Oil, pero era una figura mucho menos controvertida que Bérenger. Si bien Alex era poderoso en el sector y la sociedad, no tenía fama de granjearse enemigos. Además, detener a un líder del mundo empresarial británico no era empresa fácil. Exigía pruebas incontrovertibles, que en este caso no existían.

—¿Tienes alguna idea de los motivos, Alex? Alguien quería dejarte fuera de juego, aunque fuera por una temporada. ¿Quién?

Alexander contempló sus zapatos un instante, avergonzado.

—Para eso he venido. No sólo para verte, sino para aclarar las cosas con Vittoria.

—¿Vittoria? No comprendo.

Alex se hizo de rogar un poco.

—Vittoria y yo nos acostamos juntos hace tres años. En marzo, después de una fiesta en Milán. Eso fue cuarenta semanas antes de que Dante naciera, Bérenger. Y dos meses antes de que te sedujera.

—¿A dónde quieres ir a parar?

—Estoy diciendo que Dante es un auténtico Sinclair, pero no es tu hijo. Es mi hijo. Vittoria estaba embarazada de dos meses en Cannes, y creo que te sedujo porque quería obligarte a casarte con ella y aceptar a Dante como heredero.

—Pero tú también eres un Sinclair.

—Sí, pero no soy Bérenger Sinclair. Tú eres el hombre encantador y misterioso, no yo. Soy un aburrido hombre de negocios. Ella siempre se ha sentido atraída hacia ti, y sé que el único motivo de que me deseara fue que yo era una fotocopia de ti. Además, eres el heredero esotérico, ¿no? El Príncipe Poeta.

Bérenger se sentó un momento y asimiló la realidad de lo sucedido. Si Dante no era de él, todo cambiaba. El niño era un Sinclair y un Príncipe Poeta, pero no el heredero de un elemento mucho más inquietante de la profecía.

—Pero el niño… fue prematuro. En ese caso, podría ser mío.

—No fue prematuro. Pesó menos de lo normal. Vittoria es modelo. Apenas comía, y fumó durante el embarazo. Dante era menudo y estaba enfermo cuando nació, pero lo hizo a término.

—¿Cómo sabes todo esto?

—No soy idiota y sé sumar dos y dos. Cuando Dante nació supe que era mío, pero Vittoria no me devolvía las llamadas, y tampoco ahora. Creo que me detuvieron por su culpa.

—No te sigo.

Alexander se explicó con paciencia.

—Me detuvieron el día en que anunció que eras el padre de Dante. Vittoria sabía que te llamaría de inmediato para decirte la verdad, de modo que inventó algo para quitarme de enmedio. No me cabe duda de que su familia movió algunos hilos para que eso sucediera. Son muy capaces.

Bérenger asintió para mostrar su acuerdo.

—Pero no calcularon que salieras tan deprisa. Y mucho menos antes de mañana a las dos de la tarde.

Bérenger pensó en el sino que le esperaba en la Sala Roja del Palacio de la Signoria y se estremeció.

—Está claro. He venido porque sabía que estabas aquí, y por lo tanto era probable que Vittoria también. ¿La has visto?

—No. Me ha ametrallado con peticiones de vernos, pero le he dado largas. Quería disponer de algunos días para preparar mi estrategia. Pero esta noche estoy citado con ella.

—¿Dónde?

—Tiene un apartamento en esta misma calle, frente a la Via Tornabuoni.

Alexander sonrió con aires de conspirador.

—¿Te importa si acudo a la cita en tu lugar?

—En absoluto. ¿Qué piensas hacer?

Alexander vaciló un momento.

—Sé que es una locura después de todo lo ocurrido, pero voy a pedirle que se case conmigo.

—¿Qué? ¿Has perdido la razón? Esa mujer es veneno puro. Un peligro mortal.

Alexander sacudió la cabeza.

—No, Bérenger, no lo creo, incluso después de todo lo que me ha hecho. Creo que está desorientada, y creo que sus padres le han lavado el cerebro, y a su manera es una víctima de esta locura de sociedades secretas que todos conocemos tan bien.

Alexander no compartía la pasión ni el compromiso de Bérenger con su herencia familiar herética. Nunca lo había hecho. Alex había sido testigo de que Bérenger marchaba a Francia todos los veranos de su infancia para un «aprendizaje» que ni comprendía ni recibía. Bérenger era el predilecto, el Príncipe Poeta, y Alex un niño normal. Si bien nunca había culpado a su hermano de ocupar un lugar secundario, le había dejado una huella indeleble.

—Vittoria también es la madre de mi hijo. Quiero compartir su vida, y la mejor forma de conseguir que reciba la mejor educación posible es casarme con ella. Quiero protegerle de la locura y darle una vida normal. Y aunque te parezca una estupidez, estoy loco por ella. Siempre lo he estado. Podría hacer cosas peores que casarme con la mujer más bella del mundo.

Bérenger dedicó casi toda la hora siguiente a intentar disuadir a Alex de aquella idea, pero fue inútil. Estaba atrapado en la telaraña de Vittoria y era imposible salvarle. ¿Cuántas veces había visto hombres brillantes perder el seso por la belleza física de una mujer? También se daba cuenta de que existían otros elementos en juego. Tal vez Bérenger nunca había comprendido del todo la profundidad de los celos de su hermano. De esta forma, Alex podía obtener algo de la rama del linaje de la familia. Su hijo era ahora el príncipe con la sangre más azul de Europa. Casarse con Vittoria y criar a Dante, que para Bérenger significaba una pesadilla, era un sueño convertido en realidad para Alexander.

Bérenger dio a Alex la dirección y la hora de la cita. Alexander iría en su lugar a las once de la noche y sorprendería a Vittoria.

Bérenger Sinclair abrazó a su hermano y le deseó suerte. Pero cuando Alexander se fue, continuó pensando que era una idea muy mala.

Maureen tenía dolor de cabeza y estaba agotada tras días de insomnio y confusión. Se hallaba demasiado inquieta para descansar a gusto, de modo que durmió a ratos y despertó con frecuencia. Para colmo, siempre había tenido sueños muy vívidos. Muchos de dichos sueños eran proféticos y la habían conducido a descubrimientos asombrosos a lo largo de su vida, de modo que no había mal que por bien no viniera.

Daba la impresión de que esta noche no iba a ser una excepción.

—¡Oh!

Maureen chilló y se incorporó en la cama. Se pasó las manos sobre la cara y miró el reloj. Las once menos diez de la noche. Llevaba acostada una hora. Su móvil estaba sobre la mesita de noche, a su lado. Lo cogió y marcó el número de Bérenger.

Él contestó al primer timbrazo, sin duda emocionado por el hecho de que ella le llamara. Pero no había tiempo para largas conversaciones.

—Una pesadilla. Bérenger, algo va mal y Vittoria está relacionada con ello.

—¿Por qué? ¿Qué has visto?

—Fuego. Una especie de explosión. Al principio, pensé que eras tú. Te vi por detrás. Pero el hombre se dio la vuelta y vi que era Alexander el que estaba con ella.

—¿Y crees que está pasando ahora? ¿Aquí, en Florencia?

El sueño había poseído una intensidad, una urgencia, que Maureen no había experimentado jamás.

—Sí. Llámales, ahora mismo. Hemos de advertirle. Y a Vittoria también. ¿Sabes el número?

Bérenger dijo que sí y llamó de inmediato a Alex. Sus esperanzas aumentaron cuando el teléfono sonó, pero después de cuatro timbrazos se disparó el buzón de voz. Envió un mensaje de texto a Alex, con la esperanza de comunicarse con él más deprisa. Con frecuencia, era difícil tener cobertura detrás de los gruesos muros de piedra de edificios europeos antiguos, como el palacio Tornabuoni.

A continuación, llamó a Vittoria. Siempre costaba localizarla, pues sólo conectaba el teléfono si quería llamar a alguien, y nunca contestaba. Marcó su número, pero el teléfono se conectó de inmediato con su buzón de voz bilingüe.

—Dante —exclamó de repente Bérenger, al caer en la cuenta de que el niño corría peligro también.

Llamó a Maureen.

—Voy a su casa. Está a unas cuantas manzanas de distancia, en esta misma calle. He de avisarles.

Nunca dudaba de Maureen ni de sus visiones. Creer en ella era tan normal para él como el instinto de salvar a su sobrino y a su hermano. Maureen aún no sabía la historia de Alex y Vittoria, lo cual conseguía que el sueño fuera más estremecedor por su exactitud.

Ya estaba fuera de la habitación antes de colgar.

Bérenger Sinclair dejó atrás las tiendas chic, y después cruzó en dirección a la antigua iglesia engalanada con el enorme blasón de los Médici, mientras corría por la Via Tornabuoni. El antiguo palacio, en otro tiempo hogar de Lorenzo de Médici, había sido reconvertido en un edificio de apartamentos muy caros. Aún se encontraban en construcción, y sólo se habían terminado unos cuantos pisos de lujo. Vittoria Buondelmonti fue una de las primeras en comprar, una inversión de futuro. Pocas veces se alojaba en el complejo, porque los ruidos de la construcción eran de lo más irritante, pero seguía siendo más conveniente e íntimo que hospedarse en hoteles. Vittoria vivía para los paparazzi, pero también le gustaba controlarlos. Había momentos, sobre todo con Dante, en que deseaba escapar de su fama y vivir con discreción. Se lo había confesado a Bérenger mientras describía el edificio y le indicaba la entrada oculta de la calle, por eso él supo dónde debía girar cuando dejó atrás los primeros andamios de la obra.

No consiguió acercarse más. La bola de fuego estalló en el cielo nocturno, e iluminó Florencia con un resplandor amarillo gaseoso, mientras los cascotes llovían sobre Bérenger Sinclair.