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La villa Médici en Fiesole

1478

LORENZO ESTABA PREOCUPADO por su hermano. Giuliano se estaba comportando de una manera extraña, y por primera vez en su vida no confiaba en él. Había suplicado a Lorenzo que fuera a Fiesole, con la promesa de darle explicaciones en cuanto estuvieran juntos en la casa, lejos de las habladurías de Florencia. Pero hasta el momento, Giuliano no había revelado nada. De hecho, había desaparecido al alba sin decir palabra a nadie salvo al mozo de cuadra, quien le había preparado el caballo.

Lorenzo esperó paciente uno o dos días, mientras disfrutaba de la tranquilidad y de las vistas incomparables de Florencia, con el magnífico Duomo a lo lejos. Cosme había sido la fuerza primordial que había financiado la obra maestra arquitectónica que atraía a nobles de toda Europa para contemplar su magnificencia. En realidad, las grandes obras de arte situadas en el centro de la ciudad eran tributos a las visiones de Cosme. Las enormes puertas de bronce del Baptisterio, la expansión de la catedral y la cúpula sin precedentes, la más grande y alta jamás construida, habían sido instigadas y financiadas en parte con dinero de los Médici.

Lorenzo, feliz de dejar a Clarice y a los niños en la ciudad con su madre, se llevó a Angelo como acompañante. Tal vez encontrarían tiempo para trabajar en sus poemas. En los últimos tiempos, la poesía de Lorenzo se resentía de las complicadas tramas políticas que debía resolver, y ardía en deseos de concentrarse en su forma artística favorita. Y aunque había confiado en encontrar una forma de que Colombina se escapara a Fiesole un día, no lo había logrado. La echaba de menos con desesperación, pero en este momento era casi imposible sacarla de Florencia. Estaba entregada a su trabajo con el Maestro, quien vivía en la ciudad cerca de ella, además de ocuparse del cuidado de su hijo.

Sentía un nudo en el estómago cada vez que pensaba en el niño de ojos oscuros que ya había cumplido tres años, y que mostraba señales de una inteligencia precoz. Lorenzo tenía poco tiempo para reflexionar sobre la enorme tristeza de su vida privada, que colgaba como una bruma constante sobre su existencia, por lo demás privilegiada.

Iba en busca de Angelo cuando oyó un alboroto en el patio de la caballeriza. Muchos gritos, y el relincho de los caballos.

Corrió hacia el alboroto, y su corazón amenazó con paralizarse en su pecho cuando vio que dos mozos de cuadra y un hombre al que no conocía traían a Giuliano en una camilla, inmóvil.

—¿Qué ha pasado? —preguntó a gritos.

—Se cayó del caballo —dijo el desconocido, que a continuación se presentó como el mayordomo de la familia vecina—. Había salido a inspeccionar las tierras y le encontré. Respiraba, y no daba la impresión de haberse roto nada, pero debió darse un golpe fuerte en la cabeza, pues ha continuado inconsciente desde entonces. Hay un médico en el pueblo al que ya hemos mandado a buscar, pero sospecho que desearéis llamar al vuestro.

Lorenzo empezó a proferir órdenes para que fueran a buscar al mejor médico de Florencia. También envió un mensaje a su madre y mandó preparar la casa con el fin de que Giuliano gozara de la máxima comodidad. En cuanto acostaron a su hermano, Lorenzo se sentó a su lado, mientras secaba su cabeza con un paño húmedo y le hablaba en voz baja. Giuliano empezó a removerse, y gimió de dolor cuando recobró la conciencia.

—¿Estás ahí, Giuliano? —bromeó Lorenzo mientras veía parpadear los ojos de su hermano. Aunque Giuliano ya había cumplido veinticinco años, siempre sería el hermano pequeño de Lorenzo.

—Ummm… Me caí. Corría demasiado y había… poca luz. ¡Ay, mi cabeza!

Giuliano se agarró la cabeza dolorida y se removió en la cama.

—¿Qué más te duele?

—La pierna. La izquierda. —Giuliano, que había recobrado por completo la conciencia, palpó la parte de la pierna comprendida entre el muslo y la rodilla—. Puedo doblarla, y no creo que esté rota, pero me he pegado un buen golpe.

—Bien, no montarás durante unos días, de modo que será mejor que te pongas cómodo. Y como no tienes nada mejor que hacer, podrías decirme por qué te estás comportando de una manera tan rara.

—Fioretta —replicó Giuliano por toda respuesta.

Ah. Una mujer. Lorenzo lo había sospechado, pero no estaba seguro. Si bien Giuliano era objeto de deseo de todas las chicas florentinas, nunca había demostrado interés real por ninguna en particular, y había rechazado todos los intentos de casarle. Una vez más, estaba bendecido con los privilegios de los segundones: todos los beneficios y ninguna responsabilidad. Giuliano gozaba de libertad para jugar, y lo hacía. Su vida era despreocupada en comparación con la de Lorenzo, pero no existía envidia por parte de ninguno de ambos. Los dos vivían la existencia a la que habían sido destinados, y eran felices así.

—Fioretta Gorini. Vive en lo alto de la colina. Hija de un pastor, Lorenzo. Pobre. Escasa educación. Nunca podría estar con ella. Pero su dulzura es inigualable. Inocente, adorable… Como un ángel. Sus ojos son del color del ámbar…

Se adormeció un momento, y Lorenzo no pudo decidir si se debía a la caída o al embeleso del verdadero amor.

—Al principio, pensé que era un capricho pasajero. Pero no lo es. Cuando no estoy con ella, no pienso en nada más. Después de haber estado con ella, es peor. —Giuliano intentó sentarse mientras describía sus sentimientos, pero las fuertes manos de su hermano le devolvieron a la posición supina—. Oh, Lorenzo, nunca entendí bien lo de Colombina, pero ahora sí. Lamento todo aquello que te ha sido prohibido, hermano mío.

Lorenzo asintió, sorprendido al sentir que ardían lágrimas detrás de sus ojos, mientras su hermano hablaba de que había experimentado el verdadero amor por primera vez.

—¿Conoces esa sensación, Lorenzo, después de haber estado con la mujer a la que amas? Aún la sientes en tu cuerpo. Está presente en todos los poros de tu piel. Percibes el olor de su piel sobre la tuya y todavía sientes su cuerpo cremoso bajo el tuyo…

Cerró los ojos un momento, extraviado en la magia del amor, antes de continuar.

—Así es Fioretta. Y he venido aquí… Te he traído aquí… porque está embarazada. De mi hijo. Anoche se puso de parto, y partí con las primeras luces del alba para saber si ya había dado a luz. Lorenzo, has de enviar a alguien de inmediato. Por favor. He de saber si se encuentra bien, y si mi hijo ha nacido.

El médico de Fiesole llegó cuando Giuliano terminaba su revelación. Lorenzo condujo al galeno junto al lecho de su hermano.

—Voy a enviar a alguien para averiguar la información que precisas, hermano —dijo al salir de la habitación—. Procura dormir y no molestes al médico.

Lorenzo sabía exactamente a quién iba a enviar, pero antes tenía que hacer un recado.

El hogar de los Gorini era pequeño y modesto, pero conservado con hermosura y toques amorosos. Flores de primavera plantadas con esmero absorbían los rayos del sol de la tarde. El recado de Lorenzo le había ocupado más tiempo del previsto, pero se sentía satisfecho de haber conseguido lo que iba buscando.

Una niña de unos diez años de edad jugaba en el jardín. Sonrió cuando Lorenzo desmontó.

—¿Tu caballo es manso? —le preguntó con desparpajo.

—Sobre todo si le frotas el hocico. —Lorenzo sonrió a la niña—. Bien, yo sujetaré las riendas mientras tú le acaricias con mucha suavidad, aquí. Se llama Argo.

La niña, de huesos finos y delicados, como un pájaro diminuto de largo pelo negro, se acercó a Argo con cautela. Extendió la mano para tocar el hocico aterciopelado del corcel, mientras Lorenzo lo sujetaba. Al cabo de un momento, volvió sus ojos oscuros hacia Lorenzo.

—¿Has venido a ver al niño?

Lorenzo asintió.

—¿Ya ha nacido?

La niña sonrió, animada.

—Esta mañana. Sólo lo he visto un momento. Estaba cubierto de sangre y pegajoso, pero lloraba con mucha fuerza y mamá dijo que eso estaba bien. Fioretta estaba durmiendo, de modo que salí aquí.

El sonido de la puerta principal al abrirse los sobresaltó a ambos. Una mujer anciana llamó a la niña con brusquedad.

—¡Gemma! ¿Con quién estás hablando?

La voz de la mujer enmudeció cuando vio el rostro del visitante. El hombre más famoso de Florencia estaba en su jardín.

—El Magnífico… —Se secó las manos en el delantal (que parecía cubierto de sangre del parto), pero no se movió de la puerta. Dio la impresión de que estaba estupefacta cuando intentó continuar—. Yo… ¡Oh! ¿Habéis venido a llevaros al niño?

Lorenzo no estaba seguro de a qué se refería. Su respuesta fue sencilla.

—He venido a ver a Fioretta para enviarle recuerdos de parte de mi hermano. Cuando venía aquí esta mañana para estar con ella, se cayó del caballo.

La mujer se llevó las manos al rostro y lanzó una exclamación ahogada.

—¿Está…?

—Se pondrá bien, Madonna Gorini. Tiene contusiones y se dio un buen golpe en la cabeza, pero parece que se está recuperando sin problemas. No se ha roto ningún hueso. Pero lo que más le hace sufrir es no tener noticias de Fioretta y el niño.

La mujer intentó hablar, pero después estalló en lágrimas. Corrió hacia Lorenzo.

—Oh, Magnífico, perdonadme, os lo ruego. Yo… le dije a Fioretta que vuestro hermano no vendría. Que nunca se preocuparía de una pobre pastorcilla y su hijo bastardo. No quería que se hiciera ilusiones de que a los Médici les importa la gente como nosotros…

Lorenzo ató las riendas de Argo alrededor del poste de la valla y apoyó la mano sobre el hombro de la madre de Fioretta para tranquilizarla.

—A él le importa. A todos nos importa.

La mujer lloraba con más entusiasmo.

—Os vi aquí y pensé… Santo Dios, ha venido para arrebatar el niño a Fioretta. Eso la matará. El parto ya ha sido bastante doloroso… Está muy débil.

Lorenzo era ahora el que se sentía estupefacto. No había imaginado que Fioretta pudiera estar en peligro a causa del parto.

—¿Cómo? ¿Se encuentra bien?

—Perdió mucha sangre, y el niño es muy grande. Los Médici sois altos, y mi Fioretta tiene los huesos delicados…

Lorenzo pensó un momento en la noticia del parto de Colombina, tres años antes. El niño también había nacido con dificultades a causa del cuerpo diminuto de su madre. Durante semanas estuvo muerto de preocupación, pensando que Colombina no se recuperaría.

—En este momento hay dos médicos en nuestra casa de Fiesole. Enviaré a ambos de inmediato para que se ocupen de Fioretta. ¿Se encuentra lo bastante bien para que pueda hablar con ella? ¿Puedo ver al niño?

Madonna Gorini asintió, mientras se secaba nerviosa las manos en el delantal, e invitó a entrar a Lorenzo el Magnífico en la diminuta casa de pastor donde vivía con sus amadas hijas.

Lorenzo extendió las manos hacia el bulto diminuto y rio cuando depositaron al niño en sus brazos.

—¡Es la viva imagen de Giuliano! Un chico afortunado. Ha heredado lo mejor de la sangre de los Médici sin llevarse lo peor.

Lorenzo siempre se refería a sí mismo como el Médici feo, mientras que Giuliano era el guapo. Pero no cabía duda de que este niño era un Médici: facciones definidas, nariz larga, penetrantes ojos oscuros, lustroso y abundante pelo negro.

Una diminuta voz le interrumpió desde la habitación de al lado.

—¿Giuliano?

La voz sonaba débil y cansada. Y esperanzada.

Lorenzo miró a Madonna Gorini, quien tomó el niño de sus brazos y le indicó que entrara en la habitación para hablar con Fioretta.

—Siento decepcionarte.

El Magnífico sonrió cuando entró en el cuarto. Debía ser la única mujer de Florencia que se llevaría una decepción al ver entrar a Lorenzo de Médici en su alcoba.

—¡Oh! —Fioretta se esforzó por sentarse—. ¡Lorenzo! Yo…

Calló, demasiado débil para hablar. Lorenzo se acercó al borde de la cama y se arrodilló a su lado.

—Descansa, hermana.

Sonrió, y ella le miró de una forma extraña. Aunque estaba muy pálida y débil a causa del parto, Lorenzo comprendió por qué su hermano estaba tan enamorado. La muchacha poseía una belleza en estado puro. Su piel era como la leche, y adivinó que la masa de pelo negro, aunque ceñida a su nuca, era lustrosa y muy larga. Pero fueron sus ojos lo que le fascinaron. Giuliano tenía razón, eran del color del ámbar procedente del mar Báltico. Enormes y claros, ahora le miraba con aquellos ojos.

—Hermana… —susurró ella—. Ojalá lo fuera.

—Ya lo eres —dijo Lorenzo con ternura, al tiempo que le acariciaba la mano—. Eres la madre del hijo de Giuliano, Fioretta. Eso nos convierte en familia. Pero más importante aún es que mi hermano te ame.

—Pero no ha venido.

—Sí que vino.

Lorenzo le explicó los acontecimientos de la mañana, y aseguró a Fioretta que Giuliano se recuperaría. La muchacha sufría al pensar que su amado se había hecho daño.

Los ojos ámbar se llenaron de lágrimas cuando miró a Lorenzo.

—Él es mi vida. Mi corazón, mi alma, todo cuanto soy. Giuliano lo es todo para mí. Le quiero mucho. Ojalá no fuera un Médici. No me odiéis por decir eso, Magnífico. Pero si fuera una persona sencilla como yo, podríamos estar juntos. Nos casaríamos y criaríamos a nuestro hijo…, nuestros hijos, tal vez. —Calló cuando las lágrimas acudieron en tropel—. Sé que nunca podrá ser posible.

Lorenzo sentía los ojos irritados. Conocía muy bien esta sensación de desear morir antes que separarse de la única persona de su vida que representaba el sol, la luna y las estrellas. No había luz sin ella. Ni vida.

—Fioretta, Giuliano me ha enviado para darte algo. Toma.

Lorenzo sacó una pesada bolsa de terciopelo del bolsillo de su jubón y lo entregó a la agotada muchacha. La ayudó a incorporarse sobre un brazo para soltar el cordón. Una cascada ámbar se derramó sobre la sábana de lana.

Fioretta lanzó una exclamación ahogada cuando alzó el regalo entre los dedos. Era una cadena hecha de cuentas de ámbar y perlas sin mácula, el collar de una reina. Valía una fortuna.

—Giuliano dijo que las cuentas de ámbar eran del color de tus ojos, y las perlas representan tu belleza eterna, como la de Afrodita, y que su amor por ti es más profundo que el propio mar.

Fioretta lloró como si su corazón se hubiera partido y apretó las cuentas contra su pecho.

Lorenzo continuó.

—Es la promesa que te hace, Fioretta, su promesa de amor, que no será incumplida. Eres mi hermana, y quiero tanto a tu hijo como al mío propio. Pase lo que pase, dulce muchacha, siempre serás miembro de la familia Médici.

Y para puntuar el juramento de Lorenzo, el niño, a quien llamarían Giulio, lloró para comunicar a su madre que tenía hambre.

Madonna Lucrezia de Médici se hallaba en Fiesole cuando Lorenzo regresó. Estaba mimando a Giuliano, siempre su pequeño. No obstante, Lorenzo percibió la tensión en el rostro de su madre. Pese a su energía, era la mujer de corazón más tierno del mundo en lo tocante a su familia. Ahora se preocupaba por sus hijos más que nunca.

—Aún tienes hijos pequeños, Lorenzo —dijo a su hijo mayor—. Conoces los temores habituales que embargan a un padre cuando sus hijos son pequeños. Pero no creas que se apaciguan, hijo mío. Aumentan a medida que tus hijos crecen. El mundo les resulta más agresivo, y hay más cosas que temer. Lo único que he deseado para vosotros es que fuerais felices y ajenos a los peligros. Y no obstante, ambas cosas son difíciles, incluso para los padres más devotos.

Lorenzo se sintió complacido de que su madre pensara y hablara de la salud y el bienestar de los hijos. Quería abordar un tema delicado con ella, y le había proporcionado la oportunidad.

—Madre, sé que me habéis dado cuanto estaba a vuestro alcance, y que aquello que no me disteis se hallaba fuera de él…

No fue preciso que abundara en la idea. Su madre era muy consciente de la angustia que Lorenzo había padecido como resultado de su separación de Colombina. Había llegado a sostener una relación compatible con Clarice, competente esposa y madre excelente. Pero Lucrezia de Médici sabía que su marido y ella habían sentenciado a su hijo mayor a una vida sin amor cuando negociaron el matrimonio.

—Lo que os estoy diciendo es que tenéis la oportunidad de proporcionar esa felicidad a Giuliano. Dejad que se case con Fioretta. Dejad que ingrese en el seno de nuestra familia y que eduque al pequeño Giulio como un Médici, cosa que es.

Lucrezia se encogió. Cuando le habían hablado de la pastorcilla y su nieto bastardo, no se había sorprendido en exceso. No era raro que chicos de alta cuna se entendieran con alguna campesina. La campiña estaba plagada de hijos sin apellido como resultado. Hasta Cosme había tenido un hijo bastardo con una esclava circasiana. Aquel hijo, Carlo, había sido educado como un Médici, e incluso fue aceptado por la esposa de Cosme, Contessina. Como resultado, Lucrezia llamaba con frecuencia santa Contessina a su suegra.

—Lorenzo, no me opondré a que el niño sea educado en el seno de nuestra familia. Lleva la sangre de Giuliano. Pero no hace falta que se case con la chica para eso. Le adoptaremos y educaremos, y proveeremos a todas sus necesidades.

—No entendéis a qué me refiero, madre —replicó Lorenzo, con más brusquedad de la deseada. La ira que almacenaba a causa de su pasado se filtró en la conversación—. Él la quiere. No se trata de una chica con la que se acostó un día que iba de caza y se topó con ella en el campo. Además, ella no es una meretriz. Están enamorados. Sólo por una vez, ¿no sería formidable que alguien de esta familia se casara por amor? ¿Para compartir por completo y ser fiel a los ideales y creencias que tanto amamos?

»He hecho todo lo que quisisteis. Me casé con quien queríais y he proporcionado herederos a la familia y a la Orden. Giuliano no necesita nada de eso.

—¡Pero está destinado a la Iglesia, Lorenzo!

—Ah, ¿sí? Tiene veinticinco años, madre, y no ha tomado los votos porque no quiere. Tampoco podrá ocupar una posición en la Iglesia mientras ese criminal de Sixto siga ocupando el trono de san Pedro. De modo que tal vez haya llegado la hora de ser sinceros. Dejemos que Giuliano viva su vida de una forma que le haga feliz. ¿No debería uno de nosotros lograrlo, como mínimo?

Madonna Lucrezia se quedó sin habla. Lorenzo pocas veces alzaba la voz a la madre que le adoraba, de modo que cuando sucedía era impactante. Pero ya había soltado su discurso y necesitaba huir de la atmósfera opresiva de la villa. Dejó a su madre rumiando sobre sus palabras y fue a dar un paseo bajo las estrellas de Fiesole.

Lorenzo recordó que la noche siguiente debía celebrar una cena en honor del joven sobrino del Papa y algún miembro de la familia Pazzi. Tendría que enviar un mensajero a Florencia para cancelarla. Giuliano no estaría para visitas hasta pasados unos días.

A Gian Battista da Montesecco le dolía la cabeza, estaba confuso, apesadumbrado y malhumorado.

Había pasado la noche anterior bebiendo en una taberna del barrio de Ognissanti. Con la esperanza de ahogar sus reservas sobre lo que había ido a hacer en Florencia, había entrado en uno de los antros de aspecto más sórdido para distraerse al estilo de los soldados: con vino a raudales y mujeres baratas.

Fue como si Dios se riera en sus narices. Daba la impresión de que todos los clientes, desde el anciano que acunaba su bebida en un rincón hasta la descarada fulana que se levantó las faldas en su honor en una habitación del primer piso, tuvieran una historia que contarle sobre Lorenzo de Médici. Cada uno alababa su magnanimidad más que el anterior. Lorenzo nunca me cobró el préstamo a mi padre; Lorenzo reconstruyó nuestra iglesia cuando el techo se derrumbó; el Magnífico fundó las confraternidades que permitieron a los chicos pobres del barrio aprender un oficio; los Médici eran el motivo de que Florencia fuera la ciudad más hermosa de Europa. Y así durante horas. Los hombres le adoraban y las mujeres se desmayaban de sólo pronunciar su nombre. Era repugnante. Y deprimente.

¿Qué cartas le habían dado, qué terrible destino se hallaba en juego, para haber sido elegido con el fin de asesinar a alguien así? ¿Por qué habían escogido su mano para clavar un cuchillo en el corazón del hombre a quien esta gente llamaba su príncipe? ¿Un hombre que, a juzgar por todas las pruebas, incluidas las observaciones del propio Montesecco, era en verdad un peculiar, noble y generoso servidor del pueblo?

¿Y quién le había elegido? ¿Quién deseaba asesinar a este príncipe? El hijo obeso, arrogante y repulsivo de un pescador que había llegado al trono de san Pedro por medio de la manipulación, y su hijo bastardo, más obeso y repulsivo todavía. Una amargada comadreja humana convencida de que poseer el título de arzobispo le hacía inmune a las leyes de Dios y de los hombres, y un banquero embrutecido y carente de escrúpulos con más ambición que sentido común. En teoría, dichos personajillos debían defender, como líderes, algo noble, incluso santo. Un soldado siempre buscaba un líder, capaz de inspirar a la gente, inflexible e intrépido. Esta cualidad la percibía en Lorenzo de Médici, sin duda. Pero no en el papa Sixto IV ni en nadie de su entorno. Ninguno de esos hombres inspiraría jamás liderazgo. Sólo sabían manipular mediante el miedo.

Mientras caía la noche y Montesecco empinaba el codo, había entablado una conversación que se le antojaba algo confusa en este momento, a la áspera luz del día y con la sensación de que un caballo le había pateado la cabeza. El anciano del rincón le había llamado con un gesto. El extraño viejo, anciano en apariencia, había estado sentado solo toda la noche, como si esperara algo. Montesecco se acercó a su mesa tambaleante y se sentó tal como le había indicado.

—¿Eres soldado? —preguntó al viejo.

El anciano esbozó una sonrisa y asintió. La parte izquierda de su cara se arrugó, pues una enorme cicatriz surcaba su mejilla.

—Eso parece la cicatriz de una batalla, anciano.

—Y lo es, amigo mío. Pues he librado una terrible batalla conmigo y mi conciencia, como tú ahora.

Montesecco estaba borracho, pero no tanto como para dejar de sorprenderse.

—¿Cómo sabes en qué estoy pensando, anciano?

—Porque soy viejo. Y porque conozco el aspecto de un soldado confuso. Te estás preguntando si has elegido sabiamente, ¿verdad? Si estás en el bando correcto de la batalla. Recuerda, soldado, que si bien eres un soldado y obedeces órdenes, Dios te concedió una mente, un corazón y una conciencia para que pudieras tomar decisiones de vida y muerte sin ayuda de nadie. Al final, la única batalla real es entre tú y tu alma. Elige con sabiduría, amigo mío. Elige con sabiduría.

—Soy un mercenario. Sólo existe un bando, y es el del dinero.

—¿De veras? ¿Qué te aportará el dinero si lo ganas todo pero pierdes tu alma? ¿O incluso si mueres en el intento?

—Toda guerra tiene sus riesgos. Morir en el intento va incluido en el lote.

—Sí, pero esta vez las probabilidades están en tu contra, amigo. No puedes ganar esta batalla. Militas en el bando equivocado. Tu contrincante es más fuerte de lo que imaginas.

Montesecco, demasiado borracho para ser discreto, luchaba contra sus propios demonios. Dio una palmada sobre la mesa para subrayar sus palabras.

—¡Pero estoy a sueldo del propio Papa! ¡Lucho por la Iglesia! ¿Quién puede ser más fuerte que ella?

El anciano sacudió la cabeza y suspiró, el sonido entrecortado y decrépito de un hombre que había visto demasiado de esta batalla en concreto.

—Dios es tu contrincante. No puedes ganar esta batalla, soldado, porque tu contrincante es un hombre que se halla bajo la protección de Dios.

Montesecco ya había oído bastante, y lo que aquel desconcertante viejo estaba diciendo le provocaba escalofríos. Se rio en las barbas del anciano cuando se levantó de la mesa.

—Conque Dios, ¿eh? ¡Y ahora me dirás que Lorenzo de Médici es uno de los arcángeles!

Cuando el condottiere dio la espalda al desconocido de la cicatriz en la cara, oyó que el viejo le decía:

—No tienes ni idea de lo acertado que estás.

Y ahora, apenas iniciada la tarde, Montesecco se hallaba de vuelta en la casa y en compañía de Jacopo de Pazzi y su irritante sobrino, contemplando la cara descompuesta del arzobispo Salviati mientras echaba sapos y culebras.

—Los Médici se nos escapan de nuevo. ¡Maldito sea Giuliano, jinete inepto! ¡Los quería muertos a ambos esta noche!

Montesecco pensó en el viejo de la taberna. Tal vez Dios había arrojado ayer a Giuliano de Médici de su caballo para que saliera ileso del intento de asesinato. Sacudió la cabeza para alejar aquella idea, y gruñó para sus adentros a causa del dolor que le provocó el esfuerzo.

—Necesitamos otro plan —dijo Francesco de Pazzi—. Todavía creo que utilizaremos al joven Raffaelo Riario como cebo. Lorenzo siente debilidad por los estudiantes (le gusta aleccionarlos con todas esas tonterías platónicas), y se trata del sobrino del Papa. Enviaremos a Lorenzo otra carta de Raffaelo, diciendo que desea ver la colección de arte del palacio Médici. Raffaelo debe asistir a su primera misa aquí el próximo domingo, de manera que podemos sugerir un banquete en su honor, para coincidir con la misa solemne de la semana que viene.

Montesecco se dio cuenta en aquel momento de que nada deseaba más que plantar un puñetazo en la cara de Francesco de Pazzi.

—El domingo que viene es el de Pascua —dijo, con más calma de la que sentía—. ¿Queréis asesinar a los hermanos Médici el día que se festeja la resurrección de Nuestro Señor?

—Al liberar a Florencia del tirano con el fin de proteger a la Iglesia, cumplimos la voluntad de Dios. Elegir un día santo para nuestra tarea nos dará buena suerte a la hora de llevar a cabo nuestra misión —replicó el arzobispo Salviati.

Jacopo de Pazzi dirigió una mirada cómplice y penetrante a Montesecco desde el otro lado de la sala. Los dos hombres sostuvieron la mirada lo suficiente para saber que cada uno albergaba profundas reservas sobre este plan. No se habían comprometido para eso. Y cada día, daba la impresión de empeorar más.

Una semana después, los conspiradores se hallaban de nuevo en el palacio de los Pazzi, frustrados una vez más. Francesco de Pazzi había ido al palacio Médici, en la Via Larga, para saber cómo iban los preparativos del banquete que se celebraría en honor del joven cardenal. Habían decidido utilizar veneno, de los cuales el arsénico era el más rápido, y para ello era necesario comentar la disposición de los comensales en torno a la mesa con Mona Lucrezia de Médici. La esposa de Lorenzo, Clarice, cuyas costumbres romanas nunca habían sido bien vistas en Florencia, prefería ocuparse de los aspectos de la casa relacionados con sus hijos. Por lo tanto, era todavía la competente y hospitalaria madre de Lorenzo quien organizaba las fiestas de los Médici. Francesco habló con Lucrezia del protocolo y las preferencias a la hora de sentarse. Insistió en que, como Montesecco se había aficionado tanto a Lorenzo, deseaba sentarse a su lado para poder conversar. Además, el arzobispo Salviati deseaba comentar asuntos eclesiásticos con Giuliano, muy versado en la materia. Por supuesto, lo que la matriarca de los Médici no entendía era que Francesco estaba ubicando a los dos asesinos (cada uno de los cuales llevaría arsénico encima) al lado de sus amados hijos y sus copas de vino.

Pero Madonna Lucrezia sorprendió a Francesco cuando le anunció que Giuliano no asistiría al banquete de la noche siguiente.

—Todavía le duele mucho la pierna, y además ha sufrido una inflamación en el ojo, al parecer tan contagiosa que se la ha pasado al pequeño Piero. Lo mejor será que guarde cama unos cuantos días más, en mi opinión.

Francesco de Pazzi procuró disimular su pánico. La conspiración sólo llegaría a buen puerto si ambos Médici eran asesinados la misma noche.

—Pero… —tartamudeó, mientras intentaba pensar a toda prisa—. El joven cardenal arde en deseos de conocerle, y se llevará una decepción si no está presente.

Lucrezia de Médici sonrió. Como Giuliano era tan simpático y encantador, era natural que muchos se sintieran decepcionados si no acudía, pero también era un poco presumido, y no querría aparecer en público con el ojo inflamado. Confió en aplacar a Francesco con su respuesta.

—El cardenal tendrá la oportunidad de ver a Giuliano en la misa solemne. No querrá perderse la ceremonia de Pascua, teniendo en cuenta lo mucho que ha de agradecer, y no desea otra cosa que celebrar la gloriosa resurrección de Nuestro Señor. Pero regresará a palacio nada más acabar, sin duda agotado y dolorido, pues aún no se ha levantado de la cama después del accidente.

Francesco de Pazzi había dejado de escuchar. Todo había vuelto a cambiar. Sólo quedaba una cosa por hacer: el sendero estaba claro. Los hermanos Médici serían asesinados en la catedral durante la misa de Pascua de la mañana siguiente.

—Estáis locos. Locos. —El berrido de Montesecco resonó en las paredes del palacio Pazzi—. No quiero saber nada de ello. Me habéis empujado demasiado lejos. No añadiré el sacrilegio a los crímenes que he cometido. No asesinaré a un hombre, el que sea, durante la misa. En una catedral. El domingo de Pascua. ¿Habéis prestado atención a lo que acabáis de decir? ¿Es que toda decencia os ha abandonado?

Salviati arrugó su nariz de roedor.

—¿Cómo osas hablarnos así? No tenemos otra alternativa, y da la impresión de que Dios no nos ha dejado otra forma de actuar, de manera que ésa debe ser su voluntad.

Jacopo de Pazzi estaba cansado. Era demasiado viejo para esto, y no le gustaba nada el plan.

—Montesecco tiene razón. Esto ha ido demasiado lejos.

Francesco de Pazzi se hallaba al borde de la histeria.

—No lo entiendes. ¡Es nuestra única oportunidad! Montesecco, tú mismo has dicho que las tropas de Imola y las regiones circundantes de Romagna estaban en marcha, y se presentarán ante las murallas de Florencia mañana, al finalizar la misa. Hemos de prepararlo todo para que esas tropas puedan acudir en nuestra defensa de inmediato. Tú te encargarás de Lorenzo en la basílica, y yo me ocuparé de Giuliano.

Jacopo de Pazzi parpadeó varias veces seguidas, como si viera a su sobrino por primera vez.

—¿Tú? ¿Tú blandirás el cuchillo que matará a Giuliano de Médici?

—Por supuesto —dijo Francesco, como si fuera lo más natural del mundo—. Seré aclamado como un héroe, uno de los valientes que fueron capaces de acabar con la amenaza de los Médici y liberar Florencia de los tiranos.

Oh, Dios mío, pensó Jacopo, al tiempo que meneaba la cabeza. Francesco está loco de remate.

Y en aquel momento, cada uno de los hombres implicados en lo que la historia conocería como la Conspiración de los Pazzi se vio obligado a tomar una decisión. Para Francesco de Pazzi y el arzobispo Salviati, cegados por la codicia, la envidia y la ambición desenfrenada, sólo existía una alternativa. Estaban decididos, incluso se sentían entusiasmados, por la idea de asesinar a los hermanos Médici en Pascua. Y si bien Salviati no empuñaría ninguna daga, se había asignado un papel. Sería él quien, cuando recibiera la señal desde la catedral, entraría en la Signoria y se apoderaría del gobierno. Le ayudaría otro conspirador, cuya misión consistiría en dar la señal para que las tropas entraran en la ciudad, al tiempo que acompañaba al arzobispo a exigir el control de la Signoria. Les protegerían mercenarios de la tropa de Montesecco, todos los cuales estarían dispuestos a matar a cualquier miembro del consejo que intentara detenerlos. Se trataba de una revolución. Era una guerra. Moriría gente. El mundo era así.

Pero para Gian Battista da Montesecco, la conspiración había desembocado en el sacrilegio y la demencia. Había estado buscando una manera de abandonarla. Incluso antes de su encuentro con el viejo en la taberna, sabía que militaba en el bando equivocado. No quería matar a Lorenzo de Médici. No sería su mano la que pusiera fin a vida tan noble. De hecho, pasó por su mente en aquel momento matar a Francesco de Pazzi y el arzobispo Salviati, con el fin de prolongar un tiempo más la seguridad de los hermanos Médici. Más tarde, encontraría motivos para desear haber obedecido a aquel instinto.

—Yo abandono. —Montesecco miró asqueado a los otros tres hombres—. Jacopo, creo que tú también te rebelas contra esto, pero eres un hombre y has de tomar tus propias decisiones. En cuanto a vosotros dos —escupió en el suelo mientras se disponía a salir—, os haréis compañía mutua en el infierno. Dadle recuerdos de mi parte al diablo, y decidle que no tardaré mucho en acompañaros.

Y antes de que nadie pudiera protestar, Montesecco abandonó Florencia. No miró hacia atrás mientras su caballo corría lo más rápido posible de vuelta a Romagna.

Jacopo Bracciolini había caído en desgracia.

Cuando eran más jóvenes, había sido el compañero de Lorenzo de Médici en hermetismo y herejía, pero se había transformado en un hombre apuesto, autoindulgente y completamente corrupto. Vivía atormentado por sus propias inseguridades y devorado por la envidia que sentía hacia la gloria de Lorenzo de Médici, el hombre más respetado y deseado de Florencia. El menor de los Bracciolini poseía la agudeza mental de su padre, pero no su nobleza. Era un genio cerebral, pero de una clase peligrosa, un hombre desconectado por completo de su corazón. Si bien era capaz de extraordinarias hazañas intelectuales, no albergaba el menor deseo de utilizar su mente para otra cosa que no fuera la diversión o los pasatiempos. Había robado a su padre para pagar sus deudas de juego, había vendido las joyas de su madre y despilfarrado las dotes de sus hermanas para librarse de los problemas en que no paraba de meterse. Tras autoconcederse el título de Hedonista Supremo de Florencia, organizaba salvajes orgías en que recibía a los elementos más turbios de la ciudad en noches de placeres desenfrenados, con frecuencia impensables. No había nada que no deseara probar, ningún riesgo que no estuviera dispuesto a arrostrar, y era aficionado a comentar que practicaba todos los pecados mortales a diario. Por lo tanto, cuando Francesco de Pazzi le abordó por primera vez para participar en el golpe de Estado que derrocaría el gobierno de Florencia, la perspectiva le entusiasmó.

—¿Qué voy a ganar con ello? —fue su primera pregunta, como sucedía siempre en tales circunstancias. Francesco de Pazzi ofreció al principio una ridícula suma de dinero con el fin de conseguir su atención. Después, enumeró una serie de incentivos adicionales que sin duda atraerían al desaforado hedonista: una casa de campo, esclavas circasianas (vírgenes, por supuesto) y diversos tesoros que apelaban a su vanidad.

Pero Bracciolini, aunque era un narcisista consumado, no era del todo estúpido. Formuló la pregunta clave.

—¿Por qué yo? No entiendo ni de guerras ni de política. Soy erudito de oficio y hedonista de vocación. La única vez que blandí una espada fue en uno de los torneos de Lorenzo, y sólo fue para fanfarronear. ¿Por qué queréis que lidere esta rebelión con vos?

—La Orden del Santo Sepulcro —replicó Francesco de Pazzi, mirando a los ojos de su presa.

Bracciolini había dejado de sonreír en aquel momento. Dios, cómo odiaba a la Orden, y a todos sus miembros. Su sola mención le daba ganas de vomitar.

—Entiendo. Y como Lorenzo es el Príncipe Poeta, el niño mimado de la piadosa Orden, sabéis que no me dará remordimientos verle muerto —insinuó Bracciolini. No mencionó lo que ocupaba en aquel momento su mente: nada le haría más feliz que ver a aquella pequeña zorra a la que llamaban Colombina arrojarse al Arno abatida por el asesinato de Lorenzo. Eso sólo se le antojaba más valioso que todo el dinero prometido.

Francesco asintió.

—Sí, lo sé. Pero hay más. Y si decidís ayudarnos, os aguardan más tesoros de los que podáis imaginar. El Papa en persona solicita vuestra ayuda.

Ah, ya estamos llegando al meollo de la cuestión. Estar en la nómina del pontífice era una garantía de que la recompensa era generosa.

—¿Qué desea de mí?

—Información. Quiere que vayáis a Roma y le contéis todo cuanto sabéis sobre la Orden y sobre los Médici, sus líderes. Quiere cualquier reliquia o documento perteneciente a la Orden que vuestro padre haya conservado, cualquier libro o papel que Cosme haya entregado a vuestro padre.

Poggio, el padre de Bracciolini, había sido el amigo y aliado más íntimo de Cosme de Médici. Había sido un elemento fundamental de la Orden. De hecho, la familia Bracciolini había estado relacionada con la Orden del Santo Sepulcro durante muchas generaciones, y Jacopo había sido educado en sus sagradas tradiciones. Incluso había pasado cierto tiempo en presencia del Maestro, acompañado de Lorenzo, cuando eran niños. Pero él siempre fue diferente, nunca pudo concentrarse ni comprender las lecciones de amor y comunidad que eran elementos capitales del Libro Rosso. No había sido de ayuda que le compararan constantemente con Lorenzo y Sandro, alumnos estelares y devotos iniciados. Bracciolini sentía celos de la posición de Lorenzo y el talento de Sandro, pues no los poseía en igual medida. En un tiempo había deseado ser pintor, pero en los talleres demostró que estaba más capacitado para triturar minerales que para mezclar pigmentos.

Cuando Lucrezia Donati (conocida en la Orden sólo como Colombina) se había unido a la Orden a la edad de dieciséis años, algo se quebró en la mente ya perturbada de Bracciolini. Era la criatura más hermosa que había visto en su vida. En verdad era capaz de creer en las enseñanzas de la Orden acerca de la divinidad de las mujeres cuando miraba a Colombina. Pero su adoración se esfumó cuando resultó evidente que pertenecía a Lorenzo. Un gran privilegio más que Lorenzo poseía y estaba fuera del alcance de Bracciolini. Bullía de odio y envidia. Bracciolini fue a casa de los Donati e informó al padre de Colombina de que el comerciante Médici pretendía convertir a su amada hija de noble cuna en su amante, si no la había mancillado ya. Esta información había sido el motivo de que los Donati hubieran prohibido a Lorenzo seguir en contacto con su hija. Más adelante, Bracciolini fue también el informador que dio la noticia de la relación entre Colombina y Lorenzo a Niccolò Ardinghelli. En repetidas ocasiones. Su información, que incluía una puya cruel con detalles gráficos inventados, condujo a la paliza que recibió Colombina a manos de su enfurecido marido.

Una noche, muy borracho, esperó a Colombina delante de la Antica Torre. Era la nueva princesa de la Orden, su preciosa Esperada, la estudiante predilecta del Maestro. Pero él sabía qué era en realidad. Era la puta de Lorenzo. Y Lorenzo se encontraba en Milán en misión diplomática a instancias de su padre, de modo que a Bracciolini se le antojó lógico que Colombina necesitaría un sustituto durante la ausencia de Lorenzo. La agarró cuando pasó por la callejuela que separaba la Antica Torre de Santa Trinità y le tapó la boca con la mano antes de que pudiera chillar. Ella le mordió hasta que brotó sangre. Eso para empezar. La dulce y frágil Colombina estaba hecha toda una guerrera. Se quitó el broche del manto y se lo clavó. Bracciolini chilló, en voz lo bastante alta para que un miembro de la familia Gianfigliazza saliera de la torre y rescatara a Colombina.

Bracciolini la amenazó, la chantajeó, acudió a todas las ideas repugnantes que pudo inventar para acallarla, pero sin éxito. Colombina, la voz de la verdad, exigió que pagara por su ataque contra ella y se negó a permitir que diera vuelta a la situación y le echara la culpa. No estaba dispuesta a ser víctima de sus mentiras, ni tampoco a que se saliera con la suya y repitiera el intento con otra mujer. No sólo había deshonrado el apellido Bracciolini, sino que había quebrantado todas las normas de la Orden. Para su bondadoso y devoto padre, aquel era el delito más grave imaginable. Como resultado, Jacopo fue condenado al ostracismo y desheredado.

Todos los segundos de dolor que Jacopo Bracciolini había experimentado en su vida eran culpa de Lorenzo de Médici, su putilla y su bendita Orden.

Reflexionó un momento sobre su buena suerte. ¿Era posible? ¿Le ofrecían una generosa paga por destruir a Lorenzo y la Orden?

—¿Cuáles son las intenciones del Papa? —preguntó a Francesco de Pazzi—. ¿Va a declararles herejes?

Sería delicioso. Tal vez quemarían a Lorenzo en la pira, como a aquella zorra francesa chiflada de la que siempre estaban hablando entre gimoteos. Tal vez quemarían también a la fulana de Lorenzo, y él contemplaría la escena. Tal vez se lo recomendaría al Sumo Pontífice. Exageraría el papel de la odiada Colombina tanto de hereje como de adúltera, al tiempo que informaba a Su Santidad de los crímenes cometidos contra la Iglesia por la Orden.

—No soy yo quien ha de decir lo que hará el Santo Padre con la información —respondió Francesco—. Pero imagino que su mayor deseo es eliminar la herejía en todas sus formas.

—Y el mío, Francesco. Consideradme vuestro socio, y decid al Papa que, si prepara alojamientos cómodos, entregaré las pruebas que desea. ¡Y quizá más de las que espera!

Jacopo Bracciolini llevó a cabo una visita inesperada al palacio Médici en Via Larga poco después de su encuentro secreto con Francesco de Pazzi.

Si bien Lorenzo estaba al corriente de la mala reputación del menor de los Bracciolini, y jamás le perdonaría lo que había hecho a Colombina, accedió a ver a su amigo de la infancia en privado en su studiolo, pensando en la antigua relación de ambas familias. Sin embargo, se preguntó cuánto se prolongaría la conversación antes de que Bracciolini le pidiera un préstamo.

—Lorenzo, viejo amigo. —Bracciolini le abrazó y besó en ambas mejillas antes de continuar—. He venido a pedir perdón por los acontecimientos del pasado. Han transcurrido muchos años desde que traté a tu Colombina de una forma imperdonable. Le pediría disculpas en persona, pues los acontecimientos de aquella noche todavía me siguen atormentando, pero sé que ella no quiere saber nada de mí. Confío en que le comuniques cuánto lo siento. Te aseguro que he cambiado.

Lorenzo asintió. La disculpa parecía sincera. Esperaría a ver cómo se desarrollaba el encuentro. Guardó silencio y dejó que Bracciolini hablara.

—Sé que te estás preguntando para qué he venido. Imagino que estás esperando que te pida un préstamo. Bien, si piensas eso, te equivocas. Sólo he venido a pedirte perdón. Y a darte un regalo.

Bracciolini extrajo un libro de hermosa encuadernación de su bolsa y lo entregó a Lorenzo con grandes aspavientos.

La Historia de Florencia, escrita por mi padre, Poggio Bracciolini. Como ya sabrás, la escribió en latín, pero inspirado por tu amor hacia el idioma toscano, he traducido todo el libro a nuestra lengua vernácula. He estado trabajando en ello durante años. Te he dedicado esta versión toscana, por fomentar nuestro idioma y porque ahora ya formas parte de la historia de Florencia como tu abuelo.

Lorenzo estaba estupefacto. Lo último que esperaba de aquel famoso miembro de la nobleza florentina era un obsequio de tal magnitud. Lorenzo pasó las páginas del hermoso libro, una obra maestra de traducción e historia. Tal vez Bracciolini no estaba perdido del todo todavía. Aún era capaz de extraordinarias gestas académicas, pese a su creciente disipación, y había tenido la gentileza de añadir al texto algunos párrafos sobre los logros del Magnífico.

Lorenzo le dio las gracias y sacó varias botellas de su mejor vino. Los dos hombre bebieron hasta bien entrada la noche y hablaron de los tiempos de su juventud. Lorenzo se relajó mientras hablaban de Platón y sus primeros años con Ficino, y rieron de sus travesuras de niños. Estaba tan convencido de que Bracciolini estaba intentando cambiar su vida, que hasta informó a su amigo de la infancia de la situación actual de la Orden y sus planes para el futuro.

Pese a sus años de líder inmerso en los peligros de la política florentina, el Magnífico siempre deseaba buscar lo mejor de las personas. No era escéptico por naturaleza, y creía en que se debía conceder a cada hombre la posibilidad de enmendar su pasado y redimirse en vistas al futuro. Esta característica era fruto de su educación espiritual, pero también era la esencia de su carácter. Era así. Que Lorenzo fuera tan noble y magnánimo le confería nobleza. Pero también vulnerabilidad.

Jacopo Bracciolini cumplió la palabra dada a los conspiradores y proporcionó a Sixto IV más pruebas de la herejía de Lorenzo de las que jamás habría imaginado. Había preparado la estrategia de su visita al Magnífico a la perfección, y le conocía lo bastante bien para estar seguro de que el libro le encantaría. El plan se había desarrollado según lo previsto, y Lorenzo había revelado toda clase de secretos cuando bajó la guardia. Bracciolini verificó durante aquella conversación todo cuanto sabía de la Orden. Lo embelleció un poco cuando envió el informe al papa Sixto, sólo para aumentar su valor. Exigió que le pagaran el doble de lo estipulado como recompensa por unas pruebas tan perfectas de herejía contra los Médici y sus partidarios. Le pagaron en monedas de plata, una pequeña broma de la curia.

Bracciolini se había comprometido seriamente a irrumpir en la Signoria con Salviati, el arzobispo de Pisa, durante el asesinato. Aportaría un toque melodramático, y le entusiasmaba la idea de desempeñar un papel destacado. Casi esperaba que opusieran resistencia para matar a un miembro del consejo como parte del espectáculo. Nunca había hundido una espada en un hombre. Era una nueva y emocionante experiencia que ardía en deseos de vivir.

Una vez comprometido Bracciolini con el plan, Francesco de Pazzi necesitaba encontrar más asesinos. Perder a Montesecco había significado un golpe tremendo, pero no insuperable. Consultó con el arzobispo Salviati, el cual encontró una solución. Era imperfecta, tal vez, pero una solución al menos. El arzobispo había encontrado a dos sacerdotes dispuestos con gran entusiasmo a matar a Lorenzo de Médici. El primero era Antonio Maffei. Era un hombrecillo de Volterra, una posesión civil que había padecido una guerra civil. El sangriento alzamiento había aniquilado a más de la mitad de la población. Maffei había perdido a su madre y sus hermanas a manos de los intrusos que invadieron Volterra. Los intrusos eran mercenarios a sueldo de los Médici que fueron a aplacar los disturbios, puesto que el ejército florentino estaba desperdigado en otras fronteras. Si bien no fue culpa de Lorenzo que los mercenarios resultaran ser bandoleros y criminales, solían echarle la culpa de la devastación de Volterra. Lorenzo visitó el lugar en muchas ocasiones e indemnizó a los supervivientes. Gastó una fortuna de su propio dinero en reconstruir la ciudad. Su culpa le atormentaba. El Magnífico tenía pesadillas sobre Volterra con frecuencia. Era el mayor pesar de su carrera política.

Pero para el joven sacerdote Antonio Maffei, Lorenzo de Médici era un malvado de primera magnitud. Si podía participar en la muerte de ese hombre, sería un héroe para Volterra. Accedió a blandir el cuchillo sin más recompensa que el perdón del Papa, una vez llevado a cabo el asesinato.

A Maffei le ayudaría otro sacerdote, un hombre que estaba muy endeudado con la banca de la familia Pazzi y buscaba una forma de sacarse de encima aquella carga. Stefano da Bagnone accedió a colaborar con Maffei en la gesta, pues sería necesario más de un hombre para abatir a Lorenzo. Como la misa de Pascua era un acontecimiento de Estado, esperaban que Lorenzo acudiría vestido de gala, lo cual en Florencia incluía una espada. Y Lorenzo, atleta y deportista consumado, no llevaba la espada como un simple adorno. Sabía utilizarla. Por consiguiente, el plan consistía en que los dos sacerdotes le atacaran por detrás, antes de que pudiera desenvainar su arma.

Junto con el arzobispo, los dos sacerdotes diseñaron un brillante plan para lograr el éxito. La señal para atacar a los hermanos Médici se produciría durante la misa, cuando alzaran la hostia en el altar antes de la Sagrada Comunión. No sólo era una señal imposible de pasar por alto, punteada por el sonido de las campanillas, sino que todos los devotos florentinos habrían bajado la vista mientras rezaban. Eso concedería tiempo a los asesinos para atacar por detrás sin que nadie se diera cuenta. Dos puñaladas en la garganta de Lorenzo garantizarían el éxito de su empresa.

Que dos sacerdotes y un arzobispo al servicio del Papa prepararan el asesinato de dos hermanos el domingo de Pascua (mientras alzaban la santa hostia en el altar de una basílica), no molestó a la conciencia de los conspiradores.

Tampoco comprendieron la ironía de que el único hombre convencido de que se trataba de una conspiración diabólica, el único hombre que renunció a algo que consideraba malvado, era el asesino profesional.