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Florencia

En la actualidad

—LOS PREPARATIVOS YA están hechos, Bérenger. Reúnete conmigo mañana a las dos de la tarde en el palacio Vecchio —le informó Vittoria por el móvil—. El magistrado de la Sala Rossa nos casará. Era el dormitorio de Cosme. Concibió a sus hijos en él. Muy apropiado, ¿verdad?

—¿A qué vienen tantas prisas, Vittoria? ¿Por qué hemos de hacerlo mañana? Necesito tiempo. Por el amor de Dios, mi hermano está en la cárcel y en mi familia reina el caos.

—Ya te he dicho, Bérenger, que se trata de una simple ceremonia civil en el ayuntamiento. Algo entre tú y yo. Necesito sellar tu compromiso con nuestro hijo y su destino. Nadie más se ha de enterar. Todavía. Prepararemos una boda de la que todo el mundo hablará para más adelante. Octubre es hermoso en Toscana.

—Por favor, Vittoria. Necesito…

Ella no quiso ni escucharle.

—No voy a permitir que me sobornes, ni que te lleves a mi hijo. Formamos un paquete, Bérenger, y te vas a llevar a los dos. Deberías estar agradecido. ¿Sabes cuántos hombres matarían por poder casarse conmigo?

Bérenger probó otra táctica.

—Vittoria, quiero verte esta noche, antes de la boda. Sólo para hablar. ¿Puedo ir a tu casa? ¿Poco después de las diez?

La insinuación de una cita nocturna con Bérenger en su apartamento deleitó a Vittoria. Por fin estaba aviniéndose a razones, como sabía que haría. Los hombres siempre lo hacían. Siempre.

El tiempo vuelve. Era la frase favorita de los herejes, ¿no? Era su irritante lema, que se remontaba a antes del anticristo Lorenzo de Médici y su puta adúltera. Hubo un tiempo en que su tío, el padre Girolamo, ni siquiera podía pronunciar el apellido Médici sin atragantarse con su propia bilis, tan aberrante era el legado de esa familia para él y sus antepasados. Y combatir el legado herético era la razón de que esta sagrada confraternidad se hubiera creado tantos años atrás en Florencia. La había creado su tocayo Girolamo Savonarola.

El diminuto fraile dominico llegó a Florencia en 1490, irónicamente gracias a una invitación del propio Lorenzo de Médici. La historia no aclara por qué Lorenzo llamó al fanático predicador y le instaló como abad del monasterio de San Marcos, el retiro tan amado por Cosme de Médici. Los sermones de Savonarola contra el pecado y la frivolidad escandalizaban a los florentinos, quienes no estaban acostumbrados a que les lanzaran encima la ira de Dios como lo hacía Savonarola. Lorenzo llegaría a arrepentirse de su decisión en cuanto Savonarola calificó de tiranos a los Médici, al tiempo que predicaba sobre la maldad del arte. La Virgen estaba pintada como una puta de lujo, gritaba, condenando a Botticelli por su trabajada y hermosa Virgen del Magnificat. Su campaña se intensificó con las infames hogueras de las vanidades, mofas de los recargados acontecimientos festivos que habían hecho famosos a Florencia y a los Médici. En la Florencia de Savonarola, la «fiesta» consistía en que sus seguidores iban llamando a las puertas de las casas y exigían objetos vanidosos, lujos de cualquier tipo, que fueran donados para las hogueras que se alzarían en la plaza de la Signoria. Pero lo más codiciado por los seguidores de Savonarola, a quienes los habitantes acobardados de Florencia llamaban los Piagnoni (los «plañideros») eran el arte y la literatura. Nada alimentaba las llamas de Savonarola como los cuadros y los libros. Estos instrumentos de herejía debían ser desterrados a toda costa. Y Girolamo Savonarola había sido un experto en destruir cientos de obras de arte, que hoy valdrían incontables millones.

Vamos a librarnos de esa basura, pensó Felicity. De hecho, demasiado arte había sobrevivido.

Ahora que su tío había perdido la fe, era responsabilidad de Felicity seguir adelante con la guerra santa contra aquellos que proseguían con la blasfemia iniciada por los Médici quinientos años antes. Ella continuaría la obra de Savonarola. Habría un nuevo Renacimiento, sin la menor duda, pero no sería el de la herejía de Lorenzo gracias a las blasfemias de la puta Paschal. Sería una resurrección de los grandes esfuerzos de Savonarola por limpiar Florencia del pecado. Ella recrearía la hoguera de las vanidades, empezando con la conmemoración que la confraternidad iba a celebrar esta semana en honor del aniversario de la muerte de Savonarola.

Tras haber logrado el permiso para encender una hoguera en el patio situado detrás de Santa Felicita, Felicity estaba animando a los miembros de la confraternidad a recoger objetos de vanidad, sobre todo libros considerados heréticos y blasfemos, que serían pasto de las llamas. Ella aportaría copias de todo cuanto Maureen Paschal había publicado. Tenía versiones en inglés e italiano.

Entretanto, la campaña norteamericana había funcionado a las mil maravillas. Los miembros de la confraternidad de Italia habían movilizado a sus organizaciones hermanas de Estados Unidos, con el fin de atacar a Maureen Paschal en todos los foros de Internet posibles. Algunos eran mercenarios, otros simples seguidores ansiosos por hacer lo que fuera para erradicar tal blasfemia. Pero habían sido rápidos y eficaces a la hora de propagar los rumores creados en Roma contra Maureen, y de inspirar las amenazas de muerte. Las amenazas de muerte eran la guinda del pastel, el elemento dulce definitivo. Cuando los medios publicaran la historia de que la escritora había recibido amenazas, el equipo de la confraternidad atacaría en Internet de nuevo con el rumor de que el agente publicitario de la autora había inventado los rumores para conseguir más publicidad y simpatía. Era un círculo vicioso maravilloso, que por lo visto estaba dañando la reputación de Maureen. Y esto sólo era el principio. Había mucho por hacer.

Después del último encuentro de Felicity con la blasfema y su cohorte, estaba más decidida que nunca a proseguir su campaña contra la impía. Por desgracia, la Antica Torre, donde vivían en Florencia, era casi inexpugnable. Aún estaba pensando en cómo llevar a cabo la segunda fase de su plan, gracias al cual eliminaría la blasfemia por completo…, eliminando a la blasfema.

¿El tiempo vuelve?, pensó. Ya lo creo.

Confraternidad de la Santa Aparición

Ciudad del Vaticano

En la actualidad

EL PADRE GIROLAMO de Pazzi estaba llevando a cabo los últimos preparativos para partir hacia Florencia. Se sentía cansado, muy cansado, y no deseaba otra cosa que acabar el resto de sus días en la soleada santidad de Roma. Pero en Toscana había demasiados problemas urgentes que debía resolver, y ya no podía quedarse sentado sin hacer nada cuando sabía tantas cosas.

Habría que encargarse de Felicity, pero ésa no era la principal prioridad. Sabía que iban a tomarse medidas para eliminar el problema Buondelmonti, y tendría que estar en Florencia para lidiar con las repercusiones. La Confraternidad de la Santa Aparición había existido durante casi quinientos años, y si bien su propósito oficial era estudiar y celebrar las visiones de la Virgen María, existía otro propósito secreto. La institución se había convertido en un elemento disidente que operaba al margen del Vaticano, y que tomaba sus propias decisiones en lo tocante a proteger a la Iglesia. Si percibían una amenaza, esa amenaza se eliminaba de forma sistemática.

Antes de su apoplejía, Girolamo de Pazzi había sido el líder más eficaz y despiadado de la confraternidad durante el último siglo. Hubo un tiempo en que firmar la sentencia de muerte de cualquier enemigo de la Iglesia no le costaba el menor esfuerzo. Proteger la fe era necesario, una santa misión que no pensaba abandonar. Y si bien aún creía apasionadamente en la Iglesia, los acontecimientos de los últimos tres años le habían cambiado. Ya no deseaba segar vidas con tanta celeridad y facilidad. Eso era lo que había causado su alejamiento de Felicity, y entre Girolamo y el resto de la institución. Le habían jubilado, en esencia, una vez decidieron que había sido demasiado blando con Maureen Paschal cuando el fiasco del Libro del Amor.

Era todavía un venerable anciano digno de respeto, pero la confraternidad le había prohibido tomar decisiones operativas. Aun así, los nuevos líderes en Roma le habían consultado sobre el problema de Vittoria Buondelmonti. El padre Girolamo era un experto en las familias de linaje, la Orden y todos sus secretos. ¿Creía que Vittoria Buondelmonti era peligrosa para la Iglesia oficial? ¿Qué se proponía hacer esa mujer con aquellas declaraciones públicas sobre su hijo? ¿Por qué era tan importante la paternidad del niño? Su servicio de inteligencia era lo bastante eficaz para comprender que la mujer suponía un peligro para ellos, pero no entendían del todo los matices de su conspiración.

El informe que entregó Girolamo de Pazzi fue inquietante. Por lo visto, existía una conspiración de alto nivel entre varias familias nobles de Europa para unirse alrededor de este niño, de quien afirmaban que era un mesías, tal vez incluso encarnaba la Segunda Venida de Cristo, y esta estrategia significaba una clara amenaza para la Iglesia. Se trataba al parecer de una amenaza muy grave, pues las familias en cuestión tenían acceso a numerosos secretos de suma importancia sobre los orígenes del cristianismo. También se encontraban en posesión de reliquias sagradas de incalculable valor. Fuerzas de la confraternidad habían intentado durante cientos de años apoderarse del Libro Rosso y la Lanza del Destino. Su objetivo era impedir que su existencia se hiciera pública más allá de las sociedades secretas, impedir que su autenticidad fuera demostrada. El Libro Rosso era la prueba existente más perjudicial contra la autoridad de la Iglesia, mientras que la Lanza del Destino albergaba el poder de la victoria sobre cualquier oposición. Valía la pena luchar por la posesión de ambos objetos, con independencia de los daños colaterales.

La amenaza Buondelmonti era real, y por lo tanto decidieron que debían eliminar a Vittoria y a su hijo. La institución había seguido y vigilado los movimientos de Vittoria desde el anuncio sobre su hijo. Cuando los agentes de la confraternidad averiguaron que Vittoria iba a encontrarse con Bérenger Sinclair aquella noche, se puso en marcha un plan.

Podían matar tres pájaros de un tiro.

Girolamo de Pazzi no quiso dar la orden de eliminar a Bérenger, Vittoria y el niño. Aquellos días habían terminado para él. Pero sabía que siempre habría alguien en la dirección de la confraternidad decidido a hacer lo que fuera necesario para proteger el status quo y acabar con cualquier amenaza. Por eso la institución atraía a los elementos más fanáticos, los soldados voluntarios de Cristo que harían cualquier cosa con tal de proteger a su Iglesia.

Vittoria Buondelmonti había ido demasiado lejos, y moriría como resultado, así como el niño y su padre. No le cabía la menor duda, ni tampoco podía impedirlo.

Se les consideraba una trinidad impía que amenazaba a la Iglesia, y que sería erradicada sin piedad.

Florencia

1477

LORENZO EXHALÓ UN profundo suspiro y tomo otro sorbo del potente vino que bebía de una elegante copa, con cuidado de no derramar ni una gota sobre el documento oficial que, en aquel momento, reclamaba toda su atención. Aquel fragmento de pergamino en particular representaba una de las intrigas diplomáticas más difíciles de su vida.

En su papel de director de la banca Médici, ahora la institución bancaria más rentable y poderosa del mundo, Lorenzo solía recibir solicitudes de préstamos, tanto arriesgados como inusuales. Muy a menudo, estas solicitudes procedían de personajes poderosos: reyes, cardenales o comerciantes influyentes que sabían ejercer su autoridad. Lorenzo había aprendido viendo a su abuelo sortear con maestría estos difíciles problemas. Del mismo modo, había aprendido viendo a su padre cerrar en falso dichas negociaciones y crearse formidables enemigos. Lorenzo comprendía que el equilibrio era fundamental. Y esta solicitud en particular, llegada nada más y nada menos que de Francesco Della Rovere, iba a ser la más difícil de resolver.

El porte de Francesco Della Rovere no tenía nada de majestuoso. Era un hombre grande, grosero y casi desdentado por completo. La obesidad era fruto de su incontinencia. Su discurso difícilmente habría podido calificarse de elocuente, pese al hecho de que había recibido una buena educación. Era inteligente al estilo que había hecho famosos a los Della Rovere: astutos, manipuladores, ambiciosos en exceso y egocéntricos. Esta inteligencia les había sacado del miserable pueblo de pescadores que era su origen y lanzado a la posición elevada que ahora ocupaban en la sociedad romana. Y nadie del clan había llegado tan alto como el zafio, desagradable y monstruosamente narcisista Francesco Della Rovere.

De hecho, ya no se le conocía como Francesco Della Rovere. Desde 1471, se le conocía como el papa Sixto IV.

Durante su ascensión al trono de san Pedro, el hombre conocido ahora como Sixto había sobornado, engañado y avanzado a base de promesas entre el laberinto de la política romana. Nadie se había beneficiado más que sus familiares, sobre todo los parientes de su hermana, la familia Riario. Al cabo de pocos meses de ser coronado Papa, otorgó el título de cardenal a seis de sus sobrinos. Esta acción acuñó una palabra que sería utilizada a partir de aquel momento para ilustrar la corrupta práctica de recompensar a familiares indignos con cargos y poderes que otros merecían mucho más. A partir de la palabra italiana que significaba sobrino, nipote, nació el término nipotismo, nepotismo.

Era uno de estos «sobrinos» el motivo de la preocupación de Lorenzo. Cuando se hablaba de Girolamo Riario, la gente solía sonreír. Si bien era reconocido como un miembro más de la enorme colección de sobrinos de Sixto, se susurraba que Girolamo era, en realidad, el hijo ilegítimo del Papa. Al contrario que los demás Riario, que poseían cierto encanto y cultura, aunque ostentosos y fanfarrones, Girolamo era burdo y ordinario, propenso a la corpulencia de una forma que recordaba mucho a su «tío» el Papa. Se comentaba con frecuencia, aunque entre susurros, que la apariencia y las costumbres de Girolamo demostraban que la manzana no había caído demasiado lejos del árbol.

Que su hermana hubiera protegido su escandaloso secreto afirmando que Girolamo era hijo suyo se contaba entre las numerosas razones de que Sixto estuviera en deuda con ella, y ansioso por hacer favores a sus sobrinos.

Y ahora, la retorcida y a menudo sucia política familiar de los Della Rovere y la familia Riario se había materializado ante la puerta de Lorenzo. Esta gente y su corrupción le asqueaban, pero ahora formaban la primera familia de Roma. Lorenzo se había desplazado al Vaticano cuando Sixto ascendió al trono, con el fin de presentarle sus respetos y reafirmar la posición de los Médici como principales banqueros de la curia. Era así desde hacía tres generaciones, desde los tiempos en que su bisabuelo Giovanni había influido en la política papal al proporcionar estratégicos préstamos a la Iglesia. El papa Sixto había abrazado a Lorenzo, dándole la bienvenida y asegurándole que la posición de los Médici en Roma era tan fuerte como siempre.

Lorenzo necesitaba que eso siguiera igual. Ser banquero de la Iglesia constituía la piedra angular de los beneficios de los Médici. También fortalecía su posición en otras zonas de Europa.

Todos estos factores pesaban en la mente de Lorenzo mientras meditaba sobre la petición papal que tenía delante, la cual había llegado vía mensajero desde Roma aquella mañana. El papa Sixto IV solicitaba un préstamo de cuarenta mil ducados (una suma enorme) para su presunto sobrino Girolamo. Era un tipo de préstamo de bienes raíces, pues el ambicioso Girolamo deseaba comprar la ciudad de Imola para añadirla a sus propiedades.

El dinero no significaba ningún problema. La banca podía permitirse el préstamo, que sería garantizado por la autoridad papal, de modo que en ese sentido no existía peligro. El factor delicado era el emplazamiento de Imola y la naturaleza inestable y agresiva de Girolamo. Imola ocupaba una posición estratégica, a las afueras de Bolonia, y por lo tanto entre Florencia y la rica región de la Emilia-Romagna. Era la base perfecta desde la cual aumentar las propiedades, si uno se sentía inclinado a conquistar y adquirir territorios. Y por lo que Lorenzo sabía de Girolamo Riario, éstas eran precisamente sus intenciones. Además, la carretera más importante que comunicaba Florencia con el norte atravesaba Imola, y por lo tanto sería controlada por el señor de Imola.

En esencia, si Lorenzo concedía este préstamo a Girolamo Riario, ponía en peligro los territorios circundantes, que se encontraban bajo la protección de Florencia, y eso era algo que jamás haría, ni siquiera bajo amenazas de la curia.

Lorenzo negó el préstamo. Envió un mensajero a Roma con una carta redactada en términos muy cautelosos, indicando que la banca Médici estaba sufriendo una serie de cambios estructurales, y como resultado los préstamos de aquella cantidad se suspendían de forma temporal. Estaba dándole largas al asunto, y todo el mundo lo sabía…, incluido el papa Sixto IV.

Roma

1477

—¡ESE MERCACHIFLE HIJO de un idiota aquejado de gota y una puta florentina!

El papa Sixto rugió de ira cuando le entregaron la respuesta de Lorenzo. Golpeó el cuenco de fruta que tenía delante, y uvas y cerezas salieron volando por los aires, mientras gesticulaba como un loco.

—¡Cómo se atreve a negarme lo que le pido!

Girolamo Riario estaba de mal humor. Recogió una uva y la lanzó al otro lado de la sala.

—Quiero Imola. ¡Necesito Imola!

—Lo sé, ingrato —replicó el Papa—. ¿No ves que estoy en ello? Los Médici no son los únicos banqueros de Italia. Escribe a los Pazzi. Siempre les gusta recoger los descartes de Lorenzo.

Los Pazzi, que traducido del toscano significaba los «dementes», eran una familia de banqueros rivales de Florencia, que sentían una gran envidia del monopolio de los Médici. No cabía duda de que los Pazzi aprovecharían la oportunidad de reconciliarse con el círculo papal. Se trataba de una familia plagada de villanos, exacerbados por la envidia y la codicia. Una elección perfecta para lo que Sixto necesitaba en aquel momento.

—Escribiré a los Pazzi, pues —rezongó Girolami con su voz aguda—. Pero eso no es suficiente. Quiero que Lorenzo sea castigado por la ofensa que me ha infligido…, quiero decir, que te ha infligido. ¿Cómo se atreven los Médici a ponerse por encima de Su Santidad?

«En efecto, cómo se atreven» —pensó Sixto, mientras Girolamo se marchaba.

El Papa meditó sobre la situación largamente. Si bien hubiera sido mucho más sencillo que los Médici hubieran accedido a plegarse al plan, este giro de los acontecimientos podía depararle ciertos beneficios. Lorenzo era demasiado poderoso, y disfrutaba del mismo respeto que su abuelo. La expansión de la banca Médici hasta Brujas y Ginebra, y ahora que también se hablaba de Londres, era la demostración de que su riqueza se estaba convirtiendo en un grave problema. Y eso no era lo peor de todo. Había que pensar en el gran secreto de los Médici que les protegía en todo el continente, aquellos vínculos con la realeza que se extendían desde París a Jerusalén, y llegaban hasta Constantinopla. Hasta el rey de Francia llamaba «primo» a Lorenzo, y los malditos mercachifles de Florencia tenían permitido utilizar la flor de lis en su emblema familiar. Era la forma que el rey de Francia empleaba para demostrar su inquebrantable lealtad a los Médici. Pero ¿por qué?

El papa Sixto IV sabía el por qué. Se había propuesto conocer el motivo. No te alzabas al trono más poderoso del mundo sin convertirte en un maestro de las redes de espionaje.

Sixto IV tenía espías infiltrados en la Orden del Santo Sepulcro.

En la extensa ciénaga de enemistades familiares y celos radicales que envilecía la historia de Florencia, encontrar a alguien que traicionara a los Médici no había sido difícil…, ni demasiado caro. Sixto utilizaría la información almacenada sobre la terrible herejía de los Médici como arma definitiva contra ellos cuando llegara el momento adecuado, y cuando más beneficios pudiera ocasionarle. Derribaría a Lorenzo, y de esa forma lograría su objetivo más querido: poner de rodillas a la orgullosa e independiente república de Florencia y convertirla en Estado papal. No existiría mayor adquisición en la historia del papado. Florencia sería la joya de la corona papal. Sería suya, y ningún Médici podría impedirlo.

Y sabía muy bien por dónde empezaría. Golpearía a Lorenzo en un sitio muy personal, sólo para llamar su atención y recordarle quién ostentaba el verdadero poder en Italia.

Florencia

1477

ANGELO POLIZIANO IRRUMPIÓ sin aliento en el studiolo.

—Lorenzo, un mensajero. Sixto… Intenta apoderarse de Sansepolcro.

Lorenzo invitó a su amigo a entrar y apoyó una mano tranquilizadora sobre su hombro, mientras le guiaba hasta una silla.

—Siéntate, Angelo. Respira. Bien, empieza por el principio.

Angelo asintió.

—Ha llegado un mensajero de Sansepolcro. El Papa ha enviado fuerzas a Città di Castello. Ha excomulgado a Niccolò Vitelli por herejía y ha anunciado su intención de nombrar en su lugar a un hombre de su confianza. Afirma que es propiedad del papado.

—No quiere Città del Castello —repuso Lorenzo—. Y no tiene nada en contra de Vitello. Quiere vengarse de mí, y de Florencia. La ciudad de Città del Castello, si bien de interés estratégico, situada en la frontera sur de Toscana, era más importante para Lorenzo por otro motivo: era el puesto avanzado más cercano a Sansepolcro. Sixto lanzaba una advertencia a los Médici mediante una amenaza a la Orden. No se atrevía a invadir Sansepolcro directamente, pues era posesión de Florencia, lo cual sería considerado un acto de guerra, pero apoderarse del puesto avanzado más cercano, e insultar al jefe militar de la región, aliado de los Médici, era un ataque calculado con mucho detenimiento.

—¿Qué vas a hacer?

Lorenzo ni siquiera tuvo que pensarlo. Si Sixto iba a declarar la guerra nada más iniciado su reinado, allá él. Florencia no permitiría que invadieran sus territorios ni humillaran a sus aliados. Convencería al consejo de que debían defender a Vitelli y a la ciudad de Città di Castello. Seis mil soldados florentinos bastarían para empezar.

Pese a los esfuerzos de Lorenzo y Florencia por defender a Vitelli, Città di Castello cayó en poder de las fuerzas del Papa. El derrotado Niccolò Vitelli fue recibido en Florencia como un héroe, lo cual fue considerado por el papado como un acto de guerra más. Ya no importaba. Nada que Lorenzo, o Florencia, hiciera serviría para calmar el odio de Sixto IV. Lorenzo de Médici se había convertido en una obsesión casi singular para él. El arrogante banquero de Florencia continuaba insultando su riqueza y poder de maneras que Sixto consideraba como insultos personales y continuados contra su santa persona y su estimada familia.

La brecha entre Florencia y Roma se convirtió en un gran abismo cuando uno de los sobrinos Riario murió de repente. Piero Riario, arzobispo de Florencia, había sido el último punto de apoyo de los Della Rovere en la república. Su muerte causó gran conmoción, y significó un golpe inesperado para los planes del papa Sixto IV. Antes de que Roma pudiera intervenir en los asuntos de Florencia, Lorenzo nombró nuevo arzobispo de Florencia a Rinaldo Orsini, hermano de Clarice. Ocurrió tan deprisa, que un Orsini ocupó el cargo antes de que la intención fuera anunciada.

El Papa se indignó porque no le habían consultado. Nombró a uno de los suyos, Francesco Salviati, nuevo arzobispo de Pisa como venganza. Pero la lucrativa ciudad portuaria de Pisa era un baluarte florentino, y las leyes de la república dictaban que el pontífice romano no podía intervenir en asuntos de su democracia sin expreso consentimiento de la Signoria. Tal consentimiento fue rechazado, y se comunicó al Papa con absoluta claridad que Francesco Salviati no sería bienvenido como arzobispo de Pisa. De hecho, la Signoria prohibió pisar el territorio al delegado papal.

Lorenzo había sumado otro encarnizado enemigo a la lista. Francesco Salviati, a quien se le había denegado el cargo de arzobispo de Pisa, para así poder destinar sus fieles servicios al papa Sixto, se quedó en Roma, hirviendo en su propia bilis. La fanfarronería de los Médici había ido demasiado lejos. Tenía que hacer algo para castigarles por sus afrentas.

Pero Lorenzo no creía haberse excedido. Después de que el Papa amenazara a su querido Sansepolcro, dedujo que Sixto estaba enterado de las maquinaciones de la Orden. Descubrir al traidor de Florencia que estaba pasando información a Roma era uno de los muchos problemas que Lorenzo debía resolver, pero antes que nada, debía proteger su república y su democracia de las incursiones del pontífice. Convocó una reunión de líderes de Milán y Venecia, y propuso una Alianza del Norte dominante y amedrentadora. Se firmó el acuerdo, y el mensaje fue inequívoco: las repúblicas italianas del norte, Florencia, Milán y Venecia se opondrían a cualquier amenaza de la tiranía papal. Además, el mensaje contenía otro encubierto, que el papa Sixto IV no pasó por alto: Lorenzo de Médici era más importante para los gobernantes de Europa que él.

Los Pazzi constituían una de las familias más antiguas de Florencia, y una de las más ricas. Habían forjado su fortuna en la banca, del mismo modo que los Médici, pero no habían tenido tanta suerte a la hora de utilizar dicha fortuna para conseguir poder político e influencia social. Eran derrochadores, y gastaban insultantes cantidades de dinero en construir monumentos a la gloria familiar, lo cual contrastaba con el modelo de los Médici, que invertían en la comunidad florentina de tal forma que despertaban el orgullo civil, estimulaban la economía y protegían las artes.

Jacopo de Pazzi, el actual patriarca de la familia, no albergaba el menor afecto por ninguno de los Médici, aunque había conocido bien tanto a Pedro como a Cosme, sin enemistarse nunca con ellos. Eso importaba poco. Era mejor ser aliado de los Médici que enemigo. Jacopo no era un hombre muy ambicioso. No deseaba expandir la fortuna de los Pazzi más allá de lo que ya poseían, siempre que gozara de una buena posición económica. Además, era un famoso jugador, un pasatiempo que consumía una parte significativa de sus energías.

Por lo tanto, cuando su sobrino Francesco de Pazzi llegó a Florencia con informes de la banca Pazzi de Roma, al viejo Jacopo no le interesó satisfacer sus deseos de derrocar a los Médici. Era una idea ridícula, fruto de la juventud e inexperiencia de Francesco.

—Pero, tío, ¿es que no te das cuenta? —El joven, nervioso y tenso, paseaba de un lado a otro de la habitación—. Podemos deshacernos de los Médici de una vez por todas. Liberar a Florencia del tirano Lorenzo.

Jacopo se encogió de hombros.

—Lorenzo no es un tirano, y tú lo sabes. El pueblo de Florencia tampoco lo cree. Eso son tonterías, Francesco, y peligrosas. Nos hemos quedado con el negocio de Sixto para nuestro banco, y eso me satisface.

Francesco palideció.

—¡Yo me he quedado con el negocio! Yo, porque vivo en Roma y conozco lo que se cuece allí. Sé lo que Sixto desea, y lo que desea es acabar con los Médici. Ésta es la mayor oportunidad que hemos tenido jamás.

—¿De qué?

—De matar a Lorenzo.

Jacopo escupió el vino que acababa de llevarse a los labios.

—¿Quieres asesinar a Lorenzo de Médici? Eso suena a locura. Y aunque no lo fuera, si tuviera que pararme a pensarlo un momento, cosa que no pienso hacer, Lorenzo tiene un hermano. Si matas a Lorenzo, Giuliano le sucederá, y encima contará con las simpatías del pueblo de Florencia. Y ese pueblo no te apoyará.

—Los mataremos a los dos. Acabaremos para siempre con la amenaza de los Médici.

—No quiero oír hablar más de eso en mi casa. Vuelve a Roma, Francesco. Esas conspiraciones no son dignas de nuestra república.

—Nuestra familia jamás alcanzará ningún poder en este Estado mientras gobiernen los Médici. Como católicos, además, hemos de defender al Papa. Lorenzo ha ofendido en lo más hondo al Santo Padre. Es un hereje que insulta a la curia siempre que puede, e impide que el legítimo obispo de Pisa ocupe su puesto de ministro de las almas toscanas.

Jacopo se levantó para acompañar a su sobrino hasta la puerta. Ya había oído bastante. Además, le estaban esperando para jugar a los dados en su taberna favorita de Oltrarno.

—Reserva tus santurrones discursos para alguien que no te conozca desde que naciste, Francesco. No apoyaré ninguna conspiración de asesinato, no porque los Médici me despierten un gran afecto, sino porque están condenadas al fracaso. No me hables más de esto, y fingiré que no te he oído.

—Pero tío…

—¡Vete!

Jacopo sacó de un empujón a su sobrino de la habitación y cerró la puerta de golpe. Confiaba en no tener que escuchar nunca más aquella ridícula idea de un golpe de Estado contra los Médici.

Aposentos privados del papa Sixto IV

Roma

1477

GIAN BATTISTA DA MONTESECCO se sentía incómodo. Para empezar, era un hombre enorme sentado en una silla demasiado pequeña, y se veía obligado a removerse cada uno o dos minutos para adaptar su corpachón y evitar caer. Pero su incomodidad no sólo era física, y ya se había extendido a su mente y su espíritu.

Montesecco era un soldado veterano, un mercenario que no conocía otra cosa que batallas y sangre. Había estado al servicio de la curia durante toda su vida adulta, pues se había hecho cargo de la protección de la familia Della Rovere después de la ascensión al trono de Sixto IV. La mayor parte de los últimos años los había dedicado al servicio del exigente y lloriqueante sobrino del Papa, Girolamo, que ahora era el señor de Imola y no permitía que nadie lo olvidara. Era este «señor» en particular el que estaba quejándose ahora.

—¡Mi señorío de Imola no vale un puñado de alubias mientras Lorenzo siga con vida! Me lleva la contra en todo. Gracias a él se me han cerrado todas las puertas en Emilia Romagna.

Montesecco guardó silencio. Como condottiere, jefe militar, sabía que la única estrategia en tal ambiente era averiguar la postura de cada hombre presente en la sala antes de hablar. ¿Por qué causa moriría un hombre? ¿Por qué causa mataría un hombre? Hasta saber las respuestas a esas preguntas, era peligroso hablar. Miró a los otros dos hombres sentados en la antecámara de los aposentos privados de Sixto IV. Uno, Francesco Salviati, era el arzobispo expulsado de Pisa. No era sorprendente para Montesecco que aquella comadreja de hombre se le antojara muy poco santa. Los ojos diminutos de Salviati, demasiado juntos sobre una nariz ganchuda y una barbilla prominente, le concedían una apariencia de roedor que le distraía cuando hablaba.

—¡El pueblo de Florencia se alzará contra los tiranos Médici si nosotros les guiamos! ¡Les liberaremos de Lorenzo y sus hordas!

Era el roedor quien hablaba.

Montesecco era un soldado, pero no un ignorante. Sabía que su pueblo amaba a Lorenzo, y le llamaban el Magnífico desde que era un adolescente. Los Médici siempre se habían llevado bien con la plebe, y habían hecho generosas donaciones para los necesitados. ¿De qué hordas estaba hablando Salviati, contra las cuales creía que se levantarían los florentinos? ¿De artistas? ¿De filósofos? ¿De poetas? Pero la comadreja continuaba perorando. Por fin, un irritado Montesecco le interrumpió.

—Cuidado con hablar de Florencia en general. Es un lugar… grande y difícil de controlar para los que no están dentro. Y nadie está más dentro que Lorenzo de Médici.

Salviati arrugó la nariz asqueado, lo cual exageró su cara de roedor.

—¿Osas llevarme la contraria sobre los asuntos de Florencia? ¡Soy el arzobispo de Pisa! ¡Un toscano! Conozco Florencia mejor que cualquier hombre de Roma, y hablo en nombre del pueblo cuando afirmo estar seguro de que nos considerarán libertadores si destruimos a los Médici.

Montesecco asintió, pero no dijo nada. Esperaría hasta que les llamaran a los aposentos papales para su reunión con Sixto. En última instancia, era el mercenario del Papa, y obedecería la voluntad de la curia. Si Sixto le ordenaba matar a Lorenzo, éste era hombre muerto. Sin embargo, teniendo en cuenta la catadura de los hombres presentes en la cámara, que accederían al poder si destruían a los Médici… Bien, que Dios se apiadara de los florentinos.

Los tres hombres fueron acompañados a los aposentos papales, donde Montesecco se sintió muy complacido de poder estirar las piernas y sentarse en un banco tapizado más cómodo y bastante más ancho. Girolamo Riario se sentó en la butaca más cercana a su tío, derrumbado en su típica postura malhumorada, mientras el arzobispo Salviati ocupaba el banco contiguo al de Montesecco. El papa Sixto IV estaba sentado tras un escritorio dorado, mientras comía una granada y escupía las pepitas en un cuenco de plata entre frase y frase.

—Bien, caballeros, sobre ese asunto de Florencia… Montesecco, cada vez estoy más angustiado por encontrar una forma de…, digamos…, neutralizar la terrible amenaza que el pernicioso hereje Lorenzo de Médici ha lanzado contra mí y contra la Santa Sede.

Resbalaba jugo de granada de su barbilla cuando se volvió hacia Salviati.

—¿Qué decís vos, arzobispo?

—Yo digo, Santo Padre, que sólo existe una forma de neutralizar a la familia Médici, y es mediante la muerte de ambos hermanos.

El papa Sixto IV dejó caer la granada y se dio un golpe melodramático en el pecho con la mano abierta.

—No puedo aprobar el asesinato, arzobispo. No es digno de mi santo cargo. Y si bien Lorenzo es un villano espantoso, y todos los miembros de su familia son herejes, no puedo pedir la muerte de nadie. Sólo pido un cambio en el gobierno de Florencia.

Girolamo se irguió en su silla y le coreó con su gimoteo agudo.

—Pues claro, tío, ya nos damos cuenta de que no nos estás pidiendo que matemos a Lorenzo. ¿Verdad, caballeros? —Esperó los obligatorios cabeceos de aprobación antes de continuar—. Pero sólo queremos preguntar si, en caso de que algo similar ocurriera de forma accidental, mientras intentamos cambiar el gobierno de Florencia…, ¿perdonarías a cualquiera que estuviera directa o indirectamente implicado en la muerte de los Médici?

El papa Sixto IV miró al hombre que parecía una versión más joven de él. La expresión de su cara era de suprema repulsión, como si no deseara otra cosa que arrojar el resto de la granada a Girolamo Riario.

—Eres un idiota, e insistiré en que no digas ni una palabra más sobre esto en presencia de mi santa persona. —Volvió la vista hacia Salviati y Montesecco—. Ya me habéis escuchado con claridad, caballeros. Bajo ninguna circunstancia aprobaré yo, heredero de san Pedro, el asesinato. Sólo he dicho que un cambio en el gobierno, que expulse del poder a la venenosa familia Médici, sería de lo más agradable para la Santa Madre Iglesia. Montesecco, he depositado una gran fe en tus capacidades para lograr que eso suceda, y dejaré tales detalles en tus hábiles manos. Te proporcionaré las tropas que necesites para respaldar tal empresa. Eso es todo. Y ahora, marchaos. —Miró intencionadamente a Girolamo—. ¡Todos!

Los tres conspiradores se trasladaron a los aposentos del arzobispo Salviati para empezar a planificar el ataque contra los Médici. Los tres se mostraron de acuerdo en que habían oído lo mismo en los aposentos papales: matad a Lorenzo y a los miembros que haga falta de su familia si debéis, siempre que la sangre no se filtre hasta la puerta trasera del Vaticano.

Montesecco fue enviado a la región de Romagna para empezar a reunir tropas que respaldaran el ataque a Florencia, en el caso de que el análisis de Salviati de que los ciudadanos de la república apoyarían con entusiasmo el asesinato a sangre fría de su príncipe favorito no fuera acertado. En su deseo de tomar la medida al hombre que iba a asesinar, Montesecco llevaría una carta de Girolamo Riario a Lorenzo, en la cual extendería su mano en señal de amistad y perdón como señor de Imola. Esto concedería al condottiere la oportunidad de ver a Lorenzo en su casa y analizar el carácter de su objetivo, al tiempo que tomaba nota de sus posibles puntos débiles.

Lorenzo se encontraba en su villa de Caffagiolo con miembros de la familia Orsini, pues uno de los hermanos de Clarice había fallecido de forma repentina. Pese a la atmósfera de tristeza que reinaba en la mansión, Lorenzo dio la bienvenida a su inesperado visitante, y se mostró como el anfitrión más hospitalario y cortés. Invitó a Montesecco a cenar y se enzarzó con el hombre en una larga e interesante conversación sobre su historia militar. Era el Lorenzo espontáneo de siempre: su interés por la naturaleza humana era una de sus grandes cualidades, tanto de príncipe como de poeta. Durante toda su vida, su filosofía había consistido en que cada ser humano contaba con la oportunidad de aprender algo único a través de los ojos de esa persona. Lorenzo, al igual que su abuelo, coleccionaba personas y experiencias.

Montesecco se quedó estupefacto por su inesperada reacción ante Lorenzo de Médici. No era fácil seducir a soldados veteranos que mataban para ganarse la vida. Pero este hombre, este príncipe florentino, no se parecía a nadie que hubiera conocido. Ninguno de los autoproclamados hombres santos de la curia para los que había trabajado poseían aquella gracia, elegancia y hospitalidad impecables. Durante aquella velada en Caffagiolo, Montesecco vio a Lorenzo jugar con sus hijos, demostrar afecto a su querido hermano, tratar a su madre con extraordinario amor y respeto, y ocuparse de una casa llena de invitados y criados sin el menor esfuerzo aparente. El condottiere tuvo que recordarse todo el rato que aquel hombre era su enemigo. Su debilidad reside en su familia. No porta armas y se siente relajado y a gusto en su ambiente. Estaba claro que lo mejor sería matarle (así como a su tímido y amable hermano menor, Giuliano) dentro de la falsa seguridad de su propia casa. No le costaría mucho introducir armas en una cena de los Médici, teniendo en cuenta lo que había presenciado aquella noche.

Pero a pesar de todos sus planteamientos, Montesecco no podía liberarse del pesar de haber sido elegido para matar a un hombre semejante. Lorenzo era un ser divertido y accesible, además de un brillante conversador. Cuando hablaba del pueblo de Florencia, no lo hacía con altivez ni desprecio, sino con verdadera preocupación, incluso con amor. En suma, era digno del nombre que el pueblo le había concedido.

Lorenzo resplandecía en su magnificencia.

Montesecco era un soldado y un mercenario, y aquella combinación de obediencia y materialismo le ayudó a superar su extraña sensación de pesar por tener que asesinar a Lorenzo. Tenía que seguir adelante y cumplir su cometido, que era provocar un cambio en el gobierno de Florencia. Eso sólo podría lograrse eliminando a Lorenzo de Médici y a su hermano.

Se llevaron a cabo una serie de reuniones en casa de los Pazzi, a las que asistió Jacopo, el viejo patriarca. Había continuado oponiéndose a la idea de asesinar por el beneficio personal de su familia, hasta que Montesecco le convenció de que la empresa contaba con la bendición del Papa. Este hecho lo demostraba el número de tropas trasladadas hacia Florencia con el fin de reprimir los disturbios que sin duda tendrían lugar en las primeras fases de caos posteriores al golpe de Estado.

Jacopo de Pazzi cedió por fin a los deseos de los conspiradores. Si bien no le entusiasmaba la idea del asesinato, era lo bastante oportunista para aceptar la conspiración si el Sumo Pontífice la sancionaba. Las muertes de Lorenzo y Giuliano lograrían que la familia Pazzi monopolizara casi toda la banca italiana y se estableciera como primera familia de Florencia bajo la guisa de «libertadores». Hasta permitió que su sobrino Francesco le convenciera de que tal vez merecían ese título. El pueblo de Florencia se daría cuenta de que había estado bajo la bota de un déspota en cuanto fuera liberado.

Jacopo recomendó el primero de varios planes fallidos para matar a los hermanos Médici. Era de la opinión que asesinar a Lorenzo en Roma sería mucho más eficaz, y provocaría menos disturbios en las calles de Florencia. Además, al separar a los hermanos y utilizar dos bandas de asesinos, habría menos oportunidades de fallar con uno de ellos. Por desgracia para Jacopo, Lorenzo declinó todas las invitaciones de ir a Roma. La presión de los negocios era intensa, y lo último que necesitaba era viajar al sur, a un lugar que las más de las veces consideraba aburrido.

Tras rechazar esta posibilidad, Montesecco reiteró sus observaciones de que la familia Médici estaba desprotegida por completo en su territorio, y recomendó eliminar a los dos hermanos al mismo tiempo en alguna fiesta celebrada en una de las villas. Conociendo la fama de hospitalario de Lorenzo, y tras haberla experimentado de primera mano, recomendó aprovechar alguna ocasión en que el Magnífico debiera recibir a una multitud numerosa.

Fue el antes reticente Jacopo de Pazzi quien aportó una nueva idea. Sugirió invitar al sobrino más joven del Papa, Raffaelo Riario, de diecisiete años, a Florencia para celebrar el hecho de que acababa de ser nombrado cardenal. El cargo era ridículo para alguien tan joven, pero por lo visto era imposible ser sobrino de Sixto IV y no poseerlo. Rafaello estaba estudiando en la Universidad de Pisa, de modo que se había establecido en la Toscana. También era demasiado joven e inocente para comprender que era el cebo de una trampa emponzoñada. El Riario más joven llegó a Florencia muy contento, emocionado por ser el centro de una atención tan notable. Una vez instalado confortablemente en casa de Jacopo de Pazzi, envió una carta de presentación a Lorenzo de Médici.

Como de costumbre, Lorenzo invitó de inmediato a Raffaelo a su villa de Fiesole, donde se había instalado unos días con Giuliano, a instancias de su hermano. La conspiración para asesinar a los Médici estaba en marcha. Todos los conspiradores tenían que decidir todavía el medio del asesinato: ¿arsénico o una puñalada en el corazón?