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Florencia

Junio de 1469

CLARICE ORSINI SE había casado por poderes con Lorenzo de Médici en Roma, donde un representante de la familia florentina había formulado los votos del contrayente en su nombre, provisto de un documento engalanado con el sello de los Médici que le autorizaba en ese sentido. Los papeles fueron firmados y certificados por un enviado del Papa, y la boda fue declarada legal. Fue una transacción comercial muy beneficiosa. Después, acompañaron a Clarice desde Roma a Florencia con un recargado cortejo digno de una princesa. Giuliano de Médici formaba parte del séquito, y se esforzó a fondo para calmar a la nerviosa novia y entablar conversación con ella durante el largo viaje hasta el norte.

No fue tarea fácil. Clarice Orsini, su nueva hermana, no era muy amante de la conversación en el mejor de los casos, y en aquel momento estaba aterrorizada. No le resultó de ayuda que algunos miembros del séquito hicieran comentarios procaces sobre las legendarias proezas de Lorenzo, insinuando los placeres que la novia debía proporcionar. Clarice estaba loca de miedo y vergüenza, y se negó a hablar durante casi todo el viaje.

La fiesta de la boda se celebró en el palacio Médici de Via Larga, y no se escatimó en gastos. Hacía días que se asaban carnes de todo tipo. Había dulces de Oriente y cien barricas de vino. Se habían distribuido por toda la propiedad naranjos plantados en macetas de terracota, el símbolo de la familia Médici.

La novia hizo su ingreso a través del pórtico principal con su trabajado vestido de encaje y damasco, y avanzaron con mucha parsimonia en un esfuerzo por equilibrar el pesado tocado incrustado de joyas que le habían regalado sus padres para la ocasión. Puede que hubieran negado a Clarice la tradicional ceremonia de intercambio de votos, pero los Orsini estaban decididos a que hiciera una aparición radiante el día de la fiesta. Los florentinos deberían aceptar que aquella muchacha romana era su igual, digna de ser la esposa de un Médici y Primera Dama de Florencia.

Clarice se detuvo en seco, al tiempo que lanzaba una exclamación ahogada, cuando vio las estatuas que dominaban el patio central: el David de Donatello, en toda su gloriosa desnudez, se alzaba al lado de la Judit del mismo escultor, plasmada en el momento de decapitar a Holofernes. Eran los símbolos del poder masculino y femenino en su forma exaltada, colocados aquí por uno de los más grandes artistas del mundo, obedeciendo el encargo del mecenas más legendario.

Lucrezia de Médici, que acompañaba a su nuera a la fiesta, se detuvo, temerosa de que la beata muchacha romana fuera a desmayarse.

—¿Qué te pasa, Clarice?

Clarice señaló las estatuas horrorizada.

—Ésas… ¡imágenes horribles! ¿Qué hacen aquí el día de mi boda?

—Siempre están aquí, Clarice. Son grandes obras de arte, parte de la colección Médici.

Clarice se estremeció, con aspecto de ponerse a llorar de un momento a otro.

—¡Son vulgares!

Lucrezia hizo acopio de paciencia, tomó a Clarice con más firmeza por la cintura y la empujó hacia la fiesta. Integrar a una muchacha romana conservadora en la gloriosa cultura artística de Florencia iba a ser más difícil de lo que había imaginado.

Clarice de Médici estaba sentada con un grupo de jóvenes casadas, como era costumbre en las recepciones de bodas florentinas, donde hombres y mujeres se sentaban separados. Clarice estaba agradecida de que la hubieran sentado al lado de una dulce joven noble que le habían presentado como Lucrezia Ardinghelli. La mujer era muy hermosa, observó Clarice, y se mostró muy amable con ella. Por lo visto, conocía muy bien a Lorenzo, pues eran amigos desde la infancia. Aquí tengo una aliada, pensó Clarice. Y como esta pobre Lucrezia Ardinghelli estaba casada con un marino, estaba sola en casa muchos meses seguidos. Tal vez sería su verdadera primera amiga en Florencia.

Clarice se esforzó por ser optimista acerca de entablar amistades hasta el momento supremo de la velada, cuando Lorenzo se acercó a su mesa y saludó a todas las mujeres sentadas a ella. Si bien fue de lo más educado con todas, no apartó los ojos de Lucrezia Ardinghelli en ningún momento, ni ella de él. Existía un vínculo palpable entre ambos.

Puede que Clarice Orsini de Médici fuera joven e inexperta en las costumbres del mundo, pero no ciega.

Había identificado al enemigo.

En la cámara nupcial, criadas de la fiesta vistieron a Clarice con su camisón, tal como era costumbre. Lucrezia Ardinghelli brillaba por su ausencia. Las mujeres presentes le tomaron el pelo de buen humor y charlaron sin ambages sobre la legendaria virilidad de Lorenzo, dieron codazos a Clarice y le recordaron que era la mujer más afortunada de Italia por estar a punto de vivir tal experiencia. Si bien una chica florentina se habría sumado a la diversión frívola, este tipo de conversaciones resultaban escandalosas para la beata princesa Orsini. Las mujeres repararon en que la novia se había sonrojado hasta el punto del desmayo, e interrumpieron sus comentarios. Terminaron a toda prisa de vestirla y dejaron sola a la muchacha romana, mientras sacudían la cabeza al salir de la cámara nupcial.

—Vaya forma de desperdiciar a un hombre magnífico —susurró una de ellas, y las demás estallaron en carcajadas para manifestar su acuerdo. Durante los años venideros correrían muchas habladurías sobre la frígida novia romana, lo cual dio como resultado numerosas ofertas de mujeres florentinas que deseaban deparar a Lorenzo los favores que su esposa le negaba.

Clarice se quedó sola, sentada en el borde de la cama, paralizada de miedo. Estaba casada con un hombre que le envidiaban todas las mujeres nobles de Europa, y ella no deseaba otra cosa que salir huyendo lo más deprisa posible a la seguridad de Roma. Pese a que era la hija de una de las familias más nobles y antiguas de Italia, todavía era una chica de dieciséis años sometida a una intensa presión, rodeada de desconocidos y una cultura que no comprendía. Para ella, Florencia era tan exótica como África o Extremo Oriente. Y ahora, debería afrontar las terroríficas realidades físicas de este hombre viril del que se hablaba en términos míticos.

Cuando Lorenzo entró en la cámara, Clarice estaba llorando de miedo.

Se acercó a ella con verdadera preocupación. Los acontecimientos de la noche habrían sido abrumadores para cualquiera, pero sentía gran compasión por las circunstancias de la joven, sometida al escrutinio de los florentinos. Alguien tan joven y protegido necesitaría cierto tiempo para acostumbrarse.

—¿Te encuentras mal, Clarice? ¿Ha sido esta noche excesiva para ti?

La mujer se armó de valor para lo que se avecinaba, alzó la barbilla con algo de su orgullo romano intacto, y respondió.

—No. Soy una Orsini. No tengo miedo de los florentinos. Cumpliré mi deber contigo como esposa cristiana, Lorenzo. He jurado ante Dios hacerlo y obedecerte, y lo haré.

Se acercó a ella con la misma suavidad parsimoniosa que utilizaría con un ciervo en el bosque. Tocó su pelo con delicadeza, al tiempo que empezaba a quitar los alfileres que lo sujetaban.

—Tienes un pelo adorable, Clarice. Voy a soltarlo.

Ella alzó la mano para detenerle.

—¡No!

Lorenzo se detuvo, y alejó las manos de ella al instante.

—¿Qué pasa?

El corazón de la joven latía como el de un zorro rodeado de lebreles por todas partes. Intentaba retrasar lo inevitable.

—Soltarse el pelo es señal de comportamiento licencioso.

—Ahora soy tu marido, Clarice. Puedes mostrarte a mí sin miedo.

Ella retrocedió cuando Lorenzo avanzó de nuevo, como si la hubiera abofeteado.

Lorenzo respiró hondo e hizo acopio de paciencia.

—Algunas mujeres encuentran esto placentero —explicó poco a poco—. Tal vez llegue un momento en que a ti te ocurra lo mismo, tal como debería ser. Si quieres concederme una oportunidad de ser un buen marido para ti, nuestros años en común como marido y mujer serán mucho más dichosos. Hasta puede que sean placenteros.

Clarice se enderezó de nuevo, tiesa como un huso.

—Mi confesor dice que el destino de la mujer es sufrir, primero en el lecho conyugal, y después al dar a luz. Es la maldición de Eva.

Lorenzo tomó nota mental de enviar al confesor de vuelta a Roma en cuanto amaneciera. En un caballo veloz.

—No ha de ser así, Clarice. Deja que te lo demuestre.

La respuesta de la joven fue altanera.

—Cumplid vuestro deber, esposo mío. Yo cumpliré el mío. Pero no esperéis que lo disfrute.

Lorenzo la dejó perpleja cuando se levantó al punto y dio media vuelta para marchar.

—¿Adónde vais?

—No te tomaré contra tu voluntad, Clarice. Casado o no, soy un hombre decente. Nunca forzaré a una mujer bajo ninguna circunstancia. Cuando puedas acogerme como esposo en nuestro lecho nupcial, volveré a él y cumpliré con mi deber, como tú dices. Te aseguro que esto no es más agradable para mí que para ti. Tampoco pienso permitir que mi propia esposa me convierta en un violador. No es propio de mí.

Clarice se quedó escandalizada por su lenguaje tan directo, y aterrorizada por si había cometido una equivocación imperdonable.

—¡No puedes irte! Me avergonzarás, a mí y a mi familia. —Se puso a gritar—. Mañana vendrán a ver las sábanas, y no estarán manchadas de sangre. Tu gente creerá que no he cumplido mi deber. O… algo peor. Has de quedarte y… —Lorenzo dirigió una mirada anhelante hacia la puerta, y después miró a la virgen aterrorizada que temblaba sentada en la cama. Pensó un momento en las enseñanzas de la Orden. El Libro del Amor subrayaba que concebir un hijo cuando no existía confianza ni conciencia en la cámara nupcial podía condenarlo a una vida difícil. No podía permitir que tal maldición afligiera a sus hijos. Tendría que convencer a esta mujer, a quien el destino le había deparado como esposa, por motivos que sólo Dios sabría.

Respiró hondo antes de volverse hacia ella con paciencia. Se arrodilló al lado de la cama y tomó su mano.

—Clarice, has de confiar en mí como hombre y como marido. Nunca te haré daño, y he jurado protegerte y proporcionarte bienestar con todas mis fuerzas. Eso haré, y más. Ahora eres una Médici, y eres mi familia. Todos los hijos que concibamos serán amados y protegidos con toda mi alma y mi corazón. Y tú también, por ser su madre. Te lo juro.

Los ojos castaños de Clarice se llenaron de lágrimas, pero su expresión se había suavizado.

—Mírame, Clarice. Dime, al menos, que aprenderás a confiar en mí como esposo.

Le acarició la mejilla con el pulgar para secar sus lágrimas, sonriente.

Ella intentó devolverle la sonrisa.

—Yo… confío en ti, esposo mío.

Extendió la mano para tomar su otra mano y la apretó con todas sus fuerzas, mientras intentaba que el miedo abandonara su cuerpo.

Él la abordó con gran ternura e infinita paciencia, con cuidado de no hacerle daño ni asustarla, mientras rezaba para que esta práctica fuera mejorando durante los días de marido y mujer que les aguardaban. Sabía que le rasgaría el himen cuando la penetrara, lo cual provocaría la hemorragia que sería analizada en profundidad por la mañana. Fue lo más dulce posible, pero no había forma de evitarle aquel dolor. Clarice se encogió y volvió la cabeza, y después se quedó muy quieta con los ojos cerrados. Lorenzo, por su bien y por el de ella, se retiró enseguida. Estuvo dentro de ella lo suficiente para cumplir la obligación de la consumación, pues estaba tan horrorizado por las circunstancias como su esposa. Antes de marcharse, Lorenzo le preguntó con mucha delicadeza si se encontraba bien. Ella asintió en silencio, mientras reprimía los sollozos por la indecencia cometida. No podía imaginar cómo alguna mujer consideraba tolerable aquel acto. Su confesor estaba en lo cierto. La mujer estaba condenada a sufrir.

Lorenzo exhaló un profundo suspiro, se puso los pantalones y abandonó la cámara sin mirarla ni decir una palabra.

Sola en su lecho matrimonial, la joven que era ahora Clarice Orsini de Médici, esposa del hombre más magnífico de Italia, se permitió un pensamiento más antes de sumirse en el sueño entre sollozos: su marido no había intentado besarla en ningún momento.

Lorenzo había insistido en que Colombina pasara la noche en el palacio de los Médici después del banquete de bodas. Ella se había negado, pues no deseaba estar en el mismo edificio donde él se vería obligado a yacer con otra mujer, que ahora era todo cuanto ella había deseado ser en su vida. Pero él suplicó, y ella se ablandó, como hacía siempre que Lorenzo insistía. Fue a la cámara donde se había instalado como invitada, y allí se dirigió Lorenzo nada más terminar la pesadilla con Clarice.

Se arrojó con fogosa desesperación a los brazos de la única mujer que amaría en su vida, alimentado y revigorizado por la pasión que encontró en su interior.

—Mi Colombina —susurró, mientras le besaba el cuello y se extraviaba en su tupida y fragante cabellera. Lorenzo empezó a recitarle las sagradas escrituras, el Cantar de los Cantares. Necesitaba el alivio de su tradición compartida, la única vía de escape para eludir el peso de sus responsabilidades. Su boca sembró de besos su clavícula entre las palabras—: Qué hermosa eres, amor mío. Qué hermosa eres. Tus ojos son palomas.

Su voz se estranguló, tan perdido se hallaba en el mal trago de aquella noche.

Colombina conocía, como siempre, el peso de aquellas responsabilidades en su corazón de poeta. Sabía que lo sucedido en su lecho nupcial había sido más difícil para Lorenzo que para Clarice, infinitamente más difícil. Siempre sería responsabilidad de ella dejar que liberara sus sentimientos más profundos y escapara en su interior. Era un papel que adoraba. Respondió a la sagrada canción, y abrazó a Lorenzo mientras cantaba el verso que hablaba de la primavera y del renacimiento con su voz sensual:

Ven, amada mía,

que ya ha pasado el invierno

y han cesado las lluvias.

Ya se muestran en la tierra los brotes floridos,

la estación de las canciones alegres ha llegado,

y se deja oír en nuestra tierra

el arrullo de la tórtola.

Ella le acarició el pelo mientras susurraba con énfasis el último verso entre lágrimas, «Mi amado es para mí, y yo para él».

Lorenzo lloró sin disimulos mientras la acariciaba, la única tregua de confianza y conciencia que conocería jamás. ¿Por qué Dios había creado a alguien tan perfecto para él, y sin embargo no les permitía estar juntos, era el dilema que desafiaba a su fe y le atormentaba cada día de su vida?

Sostuvo el rostro de ella entre las manos y la miró a los ojos cuando la penetró.

—Siempre es primavera cuando estoy contigo —susurró, mientras se movían al unísono con el ritmo perfecto de los amantes predestinados—. Eres la única mujer a la que amo, Colombina. Mi única esposa a los ojos de Dios. Semper.

Y el tiempo de las palabras terminó cuando los labios, suaves y voraces, compartieron el aliento de una forma paralela a la de sus cuerpos y sus almas, reunidas desde el alba de los tiempos.

Los padres de Simonetta Cattaneo se habrían sentido de lo más complacidos con los amigos que esperaban a su querida hija en Florencia. Lucrezia Donati, conocida por sus seres queridos como Colombina, tomó a la hermosa y tímida joven bajo sus alas protectoras. Integró a la adorable Simonetta en su comunidad y observó con no poco sentido del humor que los hombres de la Orden se precipitaban a sus pies cada vez que entraba en la sala.

Colombina compartía con Simonetta las costumbres de la Orden tal como las había aprendido, las hermosas enseñanzas del amor y la comunidad que habían realzado su vida hasta extremos inimaginables. Se sentaba y sostenía la mano de su amiga durante las sagradas clases de unión que daba la Maestra del Hierosgamos, Ginevra Gianfigliazza. Tales lecciones de profundas interacciones físicas entre un hombre y una mujer eran amedrentadoras, incluso aterradoras, para un ser tan delicado como Simonetta Cattaneo. Era un ser romántico y de espíritu bondadoso. También era delicada de cuerpo. Aunque alta, Simonetta era extremadamente delgada y pálida, incluso débil. No comía bien ni con frecuencia, y a veces la asaltaban ataques de tos que la postraban en la cama. Y si bien había consumado su matrimonio con Marco Vespucci, Colombina y Ginevra sabían que era la única ocasión en que se había producido unión física entre la pareja. Simonetta no estaba en condiciones de quedar embarazada. Por suerte, su marido era amable y paciente, y se propuso consultar con todos los médicos de Toscana para curar a Simonetta y conseguir convertirla en una persona sana.

Para una mujer de carácter diferente, la presencia de una perfección física como la de Simonetta habría resultado amenazadora, o al menos incordiante. Pero Colombina no conocía ni sentía los celos. Durante sus estudios con el maestro había aprendido bien los peligros de los Siete Pecados Capitales, y el más corrosivo era la envidia. La envidia era un insulto a Dios. Sentir envidia era creer que no habías sido creado perfecto por tu padre y tu madre celestiales. Sentir envidia era acusar a Dios de querer a otros más que a ti, lo cual no correspondía a la naturaleza de un padre amantísimo. Los padres debían querer a sus hijos por igual, y esto era cierto en lo tocante al padre y la madre divinos.

No, Colombina no sentía envidia por la belleza o las atenciones que Simonetta recibía de los hombres. Sabía muy bien lo que era ser el objeto de una intensa admiración masculina, y no siempre era un papel fácil de interpretar. Las mujeres hermosas, por más virtuosas que fueran, siempre eran objeto de escrutinio y habladurías. Colombina había replicado a más de una matrona florentina a la que había oído arrojar calumnias contra la virtud de su amiga. La enfurecía que las intolerantes (y sobre todo celosas) mujeres de Florencia llegaran de inmediato a la conclusión de que Simonetta era la amante de Giuliano de Médici, sólo porque había rendido tributo a su encanto durante una justa. Los Médici, todos hombres de la Orden, honraban las tradiciones trovadorescas de celebrar la belleza. Durante la giostra de Giuliano, el torneo de justas que celebraba su mayoría de edad, Simonetta fue elegida para representar a la Reina de la Belleza, del mismo modo que Colombina había sido elegida en otra ocasión por Lorenzo. Era algo simbólico, un trono festivo y mítico ocupado por una mujer considerada por los jóvenes de Florencia la encarnación de Venus.

Y desde el día en que Simonetta fue presentada a Sandro Botticelli, los rumores fueron más despiadados todavía.

Sandro estaba fascinado por ella. No dormía por las noches, tan obsesionado estaba con su perfección física. Se convirtió en su única musa, la modelo de todas las ninfas y diosas que pintaba. Dibujaba su rostro sin cesar por las noches, con la intención de capturar sus contornos y la forma mágica en que el pelo le caía alrededor, formando un marco de rizos dorados centelleantes. Imaginaba su cuerpo bajo los pesados vestidos florentinos, a sabiendas de que su perfección era superior a cualquiera que hubiera visto. No era su intención provocar semejante escándalo, pero corrían rumores por toda Florencia de que Simonetta estaba posando desnuda para Sandro. Los enemigos de la Orden emponzoñaron todavía más estas habladurías, y las adornaron hasta crear leyendas de orgías en que Simonetta compartía su cuerpo primero con Sandro, y después con los hermanos Médici.

Colombina se sentía asqueada. Los rumores cambiaron su convicción de que sólo podía actuar mediante el amor. Eran tiempos en que costaba mucho amar a quienes injuriaban a tu familia, y los miembros de la Orden eran su familia, más que sus parientes de sangre. Amaba a Simonetta como a una hermana y quería protegerla de la naturaleza agria de los envidiosos y los intolerantes. No obstante, una de las muchas lecciones que Colombina recibiría durante su vida procedió de la hermosa muchacha de Génova.

Después de escuchar un rumor particularmente injurioso sobre Simonetta en el mercado, reprendió en público a las dos muchachas florentinas que lo habían propagado. Estaba harta de que la dulce Simonetta fuera objeto de constantes habladurías. Además, era muy sensible al problema, pues durante años había sido la víctima de los que hablaban de ella a sus espaldas, llamándola con el mote que circulaba tras las puertas cerradas de Florencia: «la puta de Lorenzo».

Simonetta oyó la historia, que se estaba convirtiendo en una leyenda por toda la ciudad, y fue a ver a su amiga y defensora.

—Dicen que la palomita tiene garras —bromeó con su amiga.

Colombina la abrazó.

—No pude evitarlo. Esas chicas eran tan viles en sus celos, tan odiosas eran las cosas injustas que decían acerca de ti, que me fue imposible contenerme.

Los ojos de Simonetta brillaban, pero no lloró.

—Me molesta menos de lo que piensas, hermana mía, y desde luego menos que a ti. Sé lo que esas mujeres dicen de mí… y de ti. Pero me da igual. Como el Maestro nos ha enseñado, todos los elementos de la belleza han de esforzarse en ser reconocidos y protegidos en este mundo. No debemos permitir que nos hieran o nos conduzcan hacia la ira. ¿Acaso nuestra bienaventurada María Magdalena no fue llamada puta por muchos?

—Y todavía lo es —replicó Colombina.

Que María Magdalena, la amada de Jesús y apóstol de apóstoles, fuera tildada de pecadora arrepentida e incluso de prostituta era una injusticia que enfurecía a Colombina. Fue al estudiar a María Magdalena cuando comprendió por fin la terrible pugna que las enseñanzas del Camino del Amor habían librado durante siglos. María Magdalena se había convertido en un ser peligroso para la Iglesia establecida en Roma en los albores de la cristiandad. Representaba una faceta oculta del cristianismo, un conjunto de enseñanzas que no se sometían a las estrategias políticas ni los objetivos económicos de la Iglesia romana. El Camino del Amor era puro, tal como lo enseñaban el Libro del Amor y las posteriores ediciones del Libro Rosso…, y los maestros eran casi siempre mujeres.

Colombina desempeñaba un papel especial en la Orden. Era la nueva escriba, encargada de verter las antiguas profecías del linaje de la Magdalena bajo la dirección de Fra Francesco. Era responsabilidad de Colombina procurar que las tradiciones orales de la Orden no fenecieran. Su tarea actual consistía en documentar la historia de la profetisa francesa llamada Juana, quien había sido ejecutada en la hoguera por herejía una generación antes. Colombina sentía una especial conexión con la doncella de Lorena, con la cual soñaba periódicamente. A veces, Juana la visitaba en sueños y le hablaba de la verdad y la valentía, pero Colombina sólo hablaba de estas cosas con Fra Francesco y Lorenzo.

Junto con Ginevra, Colombina se estaba transformando en una fuerza muy poderosa y devota en la causa de la herejía en Florencia.

Florencia

1473

—CLARICE DE MÉDICI está embarazada… otra vez. Increíble.

Costanza Donati, la hermana menor de Colombina, estaba ansiosa por darle la noticia. Costanza era una chica bonita pero cotilla, y encima maliciosa por la envidia que sentía hacia su hermana, más hermosa.

—Cómo la envidio —suspiró Colombina—. Me pregunto si se sentirá agradecida. Por llevar su apellido y despertar en sus brazos cada mañana, con la misma naturalidad con la que sale el sol. Por… engendrar sus hijos.

Se le hizo un nudo en la garganta al pronunciar aquellas palabras, pues representaban un terrible dolor secreto del que no hablaba a nadie, y mucho menos a Lorenzo.

—No sabes si despierta en sus brazos. —Costanza adoptó un tono conspiratorio—. Sabes lo que dicen, ¿verdad? Su farmacéutico personal prepara una tintura que aumenta la potencia de Lorenzo, de modo que cuando ha de yacer con su horrible esposa la fecunda de inmediato. Así se libra de estar con ella durante los siguientes diez meses.

—Eso son habladurías estúpidas, hermana. Lorenzo es el hombre más noble que he conocido jamás. Trata a su esposa como a una reina. Es la madre de sus hijos, y él la reverencia por eso.

—Ah, a Madonna Clarice no le falta de nada —dijo Costanza en tono melodramático—, pero es más fría que una losa de mármol de Carrara y sosa como el agua de fregar platos. No puede ser más diferente de ti, y Lorenzo rinde culto ante tu altar. Por decirlo de alguna manera.

Colombina se permitió lanzar una risita, y después continuó con su idea anterior. Costanza no era el público perfecto, pero era de la familia y leal en general, pese a su naturaleza mezquina. Además, Colombina necesita hablar.

—Pero ¿entiendes de qué estoy hablando, Costanza? Clarice vive en su casa y el emblema de él está grabado en el lecho conyugal. Daría cualquier cosa por saber qué se siente con eso.

Aunque pareciera sorprendente, daba la impresión de que Costanza estaba escuchando. Su siguiente comentario fue incluso agudo.

—¿Sabes lo más trágico? Estoy segura de que ella te envidia a ti mucho más. ¿Imaginas lo que es tener a un hombre tan maravilloso como marido y saber que nunca le satisfarás de ninguna manera? ¿Qué cuando cierra los ojos piensa en otra cada vez que te toca? Seguro que nunca la besa.

La expresión de Colombina era triste. Costanza nunca comprendería lo acertada que estaba, ni por qué. Besar se consideraba un gran sacramento en la tradición del hierosgamos, conocido como la comunión del sagrado aliento. Era un acto que unía dos espíritus al combinar la energía de su fuerza vital, y sólo se compartía con los más amados.

—No, estoy segura de que no la besa.

—Bien, eso ha de ser una tortura para una mujer casada con un hombre como Lorenzo, incluso tan despiadada como esa Medea romana.

—No es tan mala. —Lucrezia sentía auténtica compasión por Clarice, quien, a su manera, era tan víctima de las circunstancias como Lorenzo y ella—. Clarice es muy bondadosa bajo esa frialdad romana. Creo que no le importa lo que Lorenzo sienta o con quién se acueste, siempre que sea discreto y mantenga a la familia. Es un experto en ambas cosas. Lorenzo dice que Clarice es muy feliz cuando la deja en paz, lo cual le conviene a la perfección.

—¿Qué opinas de que se haya quedado embarazada de nuevo con tanta rapidez? Has de admitir que el Magnífico es de lo más fértil, en lo tocante a su esposa.

Costanza dirigió una mirada significativa a Colombina, que nunca se había quedado embarazada durante su larga relación con Lorenzo. Lo que Costanza no sabía era que el mismo farmacéutico preparaba una tintura igualmente potente para ella, que había utilizado muchas veces para controlar y provocar sus reglas. Era la misma poción utilizada por las cortesanas de alto rango de Venecia, que no podían permitirse un embarazo que interrumpiera su ocupación. Su clientela, entre la que se contaban nobles y bastantes cardenales, pagaba con generosidad para que sus damas se conservaran bellas y sin mácula. Colombina procuraba no obsesionarse con este detalle, con la idea de que muchos la consideraban en Florencia la cortesana personal de Lorenzo, aunque de rancio y exquisito abolengo. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta por miedo a la ira del Magnífico, pero no era idiota. Colombina sabía lo que decían de ella quienes no apreciaban a los Médici. Y no obstante, dedicaba poco tiempo a tales disquisiciones. Había jurado ser de Lorenzo por toda la eternidad, y nada le importaba más que eso. Que se fueran al diablo los celosos y maliciosos florentinos.

Sin embargo, algunas madrugadas, cuando la niebla cubría el Arno y Florencia gozaba de tranquilidad, antes de que empezara el bullicio del día, paseaba junto a la orilla del río y lloraba por la injusticia que la agobiaba.

Cada vez que tenía la regla, Colombina rezaba a María Magdalena para que la perdonara por violar las leyes de la Orden, y lloraba por la pérdida de un hijo que daría cualquier cosa por dar a luz.

Niccolò había vuelto a Florencia después de su última misión. Éstos eran siempre los peores momentos para Colombina.

Cuando se hallaba ausente, era la dueña absoluta de su destino, y pasaba casi todo el tiempo en compañía de Ginevra y Simonetta, y sus momentos más dulces y secretos ocurrían cuando Lorenzo podía reunirse con ella en la Antica Torre. Allí estaban solos en su mundo particular, juntos como los amigos más íntimos y los amantes más ardientes. Era venturoso.

Pero cuando Niccolò regresaba de sus aventuras marinas, debía estar en casa con él, como una buena esposa. Era horrible.

Aquella noche en concreto, Colombina había pensado que podría mantener su cita con Lorenzo, pues Niccolò iba a ir a la taberna con sus amigos para regalarles los oídos con sus últimas historias de piratas y tesoros perdidos, y probablemente algunos detalles picantes sobre las esclavas y meretrices de Constantinopla. Ninguno de tales detalles la molestaban o interesaban, mientras significaran que Niccolò no iba a exigirle su atención física o emocional. Cuando decidía que deseaba aprovechar sus derechos conyugales, era relativamente rápido, lo cual agradecía Colombina, aunque sentía pena por todas sus hermanas del mundo que jamás conocerían otro tipo de marido, jamás conocerían a un hombre que les hiciera el amor con toda su alma y su corazón, además de con el cuerpo, tal como Lorenzo hacía con ella. Muchísimas mujeres sólo conocían matrimonios de conveniencia con los Niccolò del mundo, a los que tanto les daba tener un agujero en la cama que una esposa de carne y hueso.

Estaba pensando en todo esto mientras volvía a casa de su encuentro tan breve con Lorenzo, en lo bienaventurada que era por haberle conocido y en cómo las enseñanzas de la Orden habían enriquecido su vida. En cómo deseaba compartir estas ideas de amor e igualdad con las mujeres que nunca conocerían nada por el estilo. Ése era uno de los objetivos de la Orden, y por supuesto el sueño de Colombina, la llegada de una época en que los matrimonios de conveniencia serían considerados un delito contra las mujeres, y las hijas ya no serían tratadas como peones en la partida familiar de riqueza y poder.

Cuando Colombina dobló la esquina de su casa, se detuvo. Había luz en el estudio de Niccolò. ¿Por qué había vuelto a casa tan temprano? Tendría que pensar en algo, y deprisa, para explicar su ausencia en una noche como ésta. Sabía que era arriesgado ver a Lorenzo durante los períodos en que Niccolò estaba en casa, pero era mucho más doloroso estar separada de su amado durante demasiado tiempo. Aceptaba el peligro de buen grado, siempre. Apretó los dientes y entró en casa, mientras rezaba para que su marido estuviera ocupado estudiando un mapa o preparando otro viaje.

—¿Dónde has estado hasta tan tarde?

Niccolò la estaba esperando, borracho.

—Estaba con las Gianfigliazza, preparando la fiesta de San Juan. Tenemos tanto trabajo que no me di cuenta de la hora que era. Lo siento, Nicco. ¿Te preparo algo? ¿Más vino? Ven a tomar un poco de vino conmigo y cuéntame tu velada.

Por lo general, era fácil distraerle, pero aquella noche no. Algo, o alguien, había ofendido a Niccolò Ardinghelli.

—¡Eres… una… mentirosa! —gritó Niccolò al tiempo que la abofeteaba, con tal fuerza que ella se tambaleó, mientras continuaba su diatriba y la seguía de un lado a otro de la habitación—. ¿Crees que no sé dónde estabas? ¿Adónde vas cuando no estoy en Florencia? ¿Crees que no sé que ejerces de puta del Médici cada vez que tienes ocasión, y desde hace años?

Volvió a abofetearla. Esta vez cayó al suelo a causa de la fuerza del golpe.

Colombina se incorporó, con una expresión que combinaba dignidad y desprecio. Plantó cara a su marido.

—No ejerzo de puta del Médici —replicó en voz baja—. Me entrego a él de buen grado. Siempre lo he hecho y siempre lo haré. Lorenzo es el dueño de mi corazón. ¿Por qué no puede poseer mi cuerpo también?

Su marido no daba crédito a lo que oía. Parpadeó, mientras intentaba seguir el razonamiento pese a la borrachera.

—Porque… porque eres mi esposa.

—Acabas de decir que soy una puta.

—¡Te comportas como si lo fueras!

Lucrezia dejó que la amargura de sus años de convivencia forzada con él escapara de sus labios por primera vez.

—Tal vez tengas razón al respecto. Una puta se acuesta con un hombre para sobrevivir. Es un acto de apareamiento sin objeto, llevado a cabo por una mujer que no tiene otra elección. De modo que, si soy la puta de alguien, es de ti.

Niccolò farfulló un momento, estupefacto por un acto de desafío que jamás había visto en una mujer, y mucho menos en su esposa. Ciego de rabia, le dio un puñetazo en plena cara. Horrorizado por lo que acababa de hacer, huyó de la habitación y se encerró en el estudio. Colombina se incorporó y tocó con cautela el lugar donde su puño había dejado la marca. Se acercó al espejo que adornaba el vestíbulo de entrada y examinó su rostro. El golpe de Niccolò dejaría un verdugón y un moretón en su pómulo durante días. Y había una asamblea de la Orden dentro de tres.

Colombina acudió tres días después a la asamblea de la Orden en la Antica Torre. Niccolò la había evitado desde la noche de la paliza, debido a una combinación de culpa, ira y humillación. El aspecto positivo de la situación fue que pudo asistir a la reunión sin pedir permiso.

Había hecho lo posible por disimular la marca del golpe, la había frotado con un ungüento del farmacéutico. Si bien se notaba menos, todavía se veía una sombra púrpura, imposible de disimular por completo. Sabía que Lorenzo se daría cuenta al instante y exigiría una explicación. Ya tenía una preparada, no porque quisiera proteger a Niccolò, sino porque quería proteger a Lorenzo, a quien no le faltaban preocupaciones. Por otra parte, creía que su marido sentía verdaderos remordimientos. Aunque era un fanfarrón, Niccolò no era malo de por sí, y estaba convencida de que se trataba de un incidente aislado y nunca más volvería a pegarle. Colombina tenía que perdonarle, pues así lo decía el Camino del Amor. Además, Niccolò pronto volvería a marcharse. Sólo necesitaba ser paciente.

Tuvo cuidado de entrar en la torre en presencia de otros miembros, para no tener que contestar a Lorenzo en privado, aunque sabía que no podría dar largas al problema indefinidamente. Cuando él se acercó para darle un beso, se detuvo de repente y levantó un dedo para pasarlo sobre su cara. Su interrogatorio fue engañosamente amable.

—¿Qué te ha pasado, Colombina?

Ella no podía mirarle a la cara y mentir. Bajó los ojos para contestar.

—Nada. Una mujer de la limpieza descuidada no secó bien los suelos después de lavarlos, y resbalé en el mármol. Me golpeé la cara en la escalera.

Lorenzo no dijo nada. En cambio, utilizó el mismo dedo para alzar su barbilla y obligarla a mirarle. Sostuvo su mirada un momento, y Colombina se estremeció al ver lo que presagiaba. Durante todo el tiempo que llevaban juntos nunca se habían peleado. Su amor era tan fuerte, tan generoso, que nunca había existido mentira ni traición entre ellos. Pero los ojos oscuros de Lorenzo eran como carbones al rojo vivo cuando se clavaron en los de ella. La soltó y se alejó. Durante el resto de la velada, estuvo sentado en el lado opuesto de la sala y se negó a hablar con ella. Se mostró taciturno y habló muy poco. Cuando lo hizo, fue en tono cortante y con frases breves. Todo el mundo se dio cuenta de que el Magnífico estaba de mal humor, y la reunión terminó antes de lo habitual.

Cuando los reunidos se dispersaron, Colombina le miró con los ojos anegados en lágrimas. Detestaba verle así, y detestaba todavía más ser la culpable de su mal humor. Vio que su pecho subía y bajaba con un suspiro cuando caminó con determinación hacia ella. La condujo a un rincón de la sala y le habló por fin. Lo hizo con voz suave, casi un susurro, incongruente con la aspereza de sus palabras.

—Lucrezia…

El hecho de que utilizara su nombre de pila para dirigirse a ella fue un golpe más fuerte que el sufrido a manos de Niccolò. Desde que eran niños en el bosque, sólo la había llamado Colombina, incluso en público. Habían surgido arrugas en su cara, y habló poco a poco y despacio, no con su habitual tono cortante.

—Si bien comprendo por qué me has mentido, rezo para que no vuelvas a hacerlo. Hay pocos seres vivos en los que confío plenamente, y creo que no podría soportar que dejaras de ser uno de ellos.

Ella extendió las manos hacia él con el instinto de los amantes.

—Lorenzo, por favor…

Aquella noche no habría ternura, era imposible con un hombre en pugna con los poderosos demonios que amenazaban con apoderarse de Lorenzo de Médici. Levantó una mano, con ternura pero con firmeza, para impedir que se acercara más.

—Aún no he terminado. Tengo un mensaje para tu marido, y te pido que se lo repitas con exactitud. Dile a Niccolò que has estado conmigo esta noche. Es evidente que ya sabe que tenemos una relación. Dile que esta noche Lorenzo ha hecho un juramento a Dios. Dile que he jurado que si vuelve a pegarte le mataré con mis propias manos.

Antica Torre, Florencia

En la actualidad

MAUREEN LLORABA MIENTRAS Destino relataba la historia de Lorenzo y Colombina, y el terrible dolor de su separación forzada. La había convocado en el apartamento de Petra para que pasara un rato con él después de verla compenetrarse hasta tal punto con las imágenes de Colombina en los Uffizi.

—El tiempo vuelve, ¿verdad? —le preguntó ella—. Colombina y Lorenzo no podían estar juntos de ninguna de las maneras tradicionales debido a sus circunstancias. Y lo mismo es cierto de Bérenger y yo. Una y otra vez, el ciclo se repite. Jesús y Magdalena, Matilde y Gregorio, Lorenzo y Colombina. Y ahora, Bérenger y yo no podremos estar juntos como soñábamos, una pareja más separada por las circunstancias que han de respetar. ¿Es ésta mi prueba?

—¿Qué consideras tu prueba?

—¿Puedo ser tan generosa como Colombina? ¿Puedo aceptar que el destino de Bérenger es ser un Príncipe Poeta, además de educar a otro, y que eso es más importante para el mundo que nuestra felicidad? —reprimió las lágrimas—. Pero ¿por qué? Eso es lo que quiero saber, Maestro. ¿Por qué?

Destino había oído aquella misma pregunta muchas veces a lo largo de los siglos, una pregunta a la que no podía dar una respuesta directa. No debía facilitar a sus estudiantes las respuestas que necesitaban, pues así no podrían aprender, no se produciría un cambio permanente en el alma. Tendrían que encontrar las respuestas sin ayuda y tomar sus propias decisiones. Una y otra vez había padecido el dolor de ver caer a los que amaba, y rezaba para que no volviera a suceder.

—Pero ésa es precisamente la cuestión, querida mía. El tiempo vuelve. Pero no es preciso. Se trata de una elección.

Maureen sacudió la cabeza confusa.

—Me he perdido.

Destino se lo explicó a su manera sabia, siempre procurando compartir esa sabiduría, pero decidido igualmente a no desvelar las respuestas.

—Si tuviera que elegir un factor que dio al traste con nuestro gran plan para el Renacimiento, más que cualquier otro, yo diría que fue la separación forzada de Lorenzo y Colombina.

Maureen se quedó estupefacta.

—¿De veras? ¿Más que la política, el poder y la religión?

—Sí, porque su separación fue provocada por todas esas cosas. Si los Médici se hubieran esforzado en permitir que Lorenzo se casara por amor, antes que por el poder y las alianzas, el mundo sería muy diferente ahora. Sí, los Donati se oponían a la unión, pero creo que habrían cedido. Pedro era débil, y Cosme estaba enfermo, de modo que no defendimos ese matrimonio tanto como habríamos debido. Todos somos culpables de aquel fracaso. No defendimos el poder del amor.

Maureen escuchaba, en pugna con las circunstancias, las ideas, su dolor y frustración.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Qué el tiempo vuelve, pero no debería? ¿Qué vuelve precisamente porque seguimos cometiendo errores?

—Estoy diciendo que lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.

La mañana era radiante y hermosa cuando Tammy y Maureen doblaron a la izquierda por el Ponte Santa Trinità para caminar por la orilla del Arno. Cruzarían el río por el Ponte Vecchio, el pintoresco y antiguo puente de los comerciantes, uno de los lugares más queridos de Florencia.

Las mujeres decidieron cruzar el río para ir a ver la Chiesa di Santa Felicita, la iglesia de la que la estudiante de arte había hablado a Maureen el día anterior en los Uffizi. Maureen había pasado casi toda la noche con Tammy, hablando de su conversación con Destino y tratando de encontrar un sentido a todo. Bérenger la había llamado cinco veces, pero todavía no había hablado con él. Maureen necesitaba tener muy claro lo que iba a hacer antes de contestarle. Aún no estaba segura de ello. Un paseo junto al río se le antojó una buena forma de iniciar el día, mientras continuaba charlando con Tammy.

—Colombina se contentó con ser la amante de Lorenzo, estar con él siempre que pudiera. No sé si yo poseo la misma generosidad.

—Colombina no tuvo que pechar con una zorra insoportable como Vittoria —replicó Tammy.

Maureen se detuvo y miró el reflejo del Ponte Vecchio en el Arno.

—Tampoco tuvo que competir con la Segunda Venida.

—Ni tú.

—¿A qué te refieres? ¿No crees en las profecías?

Tammy se encogió de hombros.

—Creo en las profecías. No creo en Vittoria. Algo huele a podrido en Florencia, pero no sé qué es. Tengo una corazonada.

Interrumpieron la conversación cuando se acercaron a su destino. Santa Felicita era la segunda iglesia más antigua de la región, construida en el siglo IV y dedicada a la santa romana que fue martirizada en el siglo II. Las historias de las mujeres de la Iglesia primitiva siempre fascinaban a Maureen. Había mucho que aprender bajo la superficie de la leyenda si eras capaz de profundizar lo suficiente. El caso de la tal santa Felicita parecía particularmente trágico, una madre que perdió a sus siete hijos a causa de la persecución romana antes de acabar también ejecutada. Maureen quería conocer más detalles. Se encargaría de llevar a cabo más investigaciones si la visita de hoy al templo la inspiraba.

Durante el Renacimiento, la iglesia de Santa Felicita fue adornada con obras de grandes artistas como Neri di Bicci, y El descendimiento de la cruz de Pontormo se consideraba una de las obras más significativas de los primeros tiempos del estilo manierista. Para Maureen, era asombroso que tantas obras de arte italianas pudieran verse en las iglesias que sembraban la ciudad cada pocos cientos de metros. Cada iglesia en la que entraba era como un museo en miniatura.

Santa Felicita no era una excepción. La obra de arte de Pontormo cubría la capilla diseñada por el gran Brunelleschi, el genio responsable del majestuoso e inigualable Duomo. Un fresco que rodeaba la vidriera, obra también de Pontormo, plasmaba la popular escena de la Anunciación, con una hermosa y cordial María que recibía la gozosa nueva del arcángel Gabriel. Pero lo más destacable era el fresco que cubría todo el muro, el cual documentaba el momento en que bajaban el cuerpo de Cristo de la cruz. La versión de Pontormo era en verdad única. Los colores eran intensos y vibrantes, las mujeres vestidas con ropas de un azul profundo y un rosa muy vivo. Eran de miembros largos y elegantes, al estilo manierista primitivo, y daba la impresión de que los personajes se fundían entre sí en una danza de dolor extrañamente lírica. María Magdalena, con un velo rosa, sostenía a Jesús por la cabeza y los hombros, con la ayuda de otros personajes que se identificaban con menos facilidad, mientras su madre se desmayaba de dolor. Santa Verónica estaba presente, de espaldas al espectador, y parecía que extendía una mano hacia la santa madre, mientras sostenía en la otra el velo legendario.

Era una maravillosa obra de arte, pero después de pasar un día en presencia de Botticelli, Maureen y Tammy no se sintieron tan inspiradas como lo habrían estado otro día. Exploraron un poco la iglesia, recorrieron la nave y admiraron el resto del arte y la arquitectura que embellecían el edificio. Tammy, que caminaba delante de Maureen, se detuvo frente a una enorme pintura situada en la pared derecha. Una expresión de absoluto horror se pintó en su cara.

—¿Qué pasa? —preguntó Maureen, mientras se acercaba a su amiga y al cuadro.

—Maureen, te presento a santa Felicita.

La pintura era majestuosa, trágica y escalofriante. La santa se alzaba como una esfinge entre los cadáveres de sus hijos, que yacían diseminados alrededor de ella en diversas posturas de muerte. Felicita se erguía en mitad de todo ello, con los brazos extendidos hacia el cielo. Su postura era de desafío antes que de dolor. Sobre su rodilla se apoyaba el cuerpo de su hijo menor, un hermoso niño de pelo dorado al que la vida había abandonado.

Maureen sintió náuseas. Tammy estaba horrorizada. Pero ninguna podía apartar sus ojos del cuadro.

—Bonito, ¿verdad?

Ambas pegaron un bote al oír el acento inglés que sonaba a sus espaldas, y al volverse vieron a la estudiante de arte de los Uffizi. Maureen observó que aún llevaba los guantes de piel, pese al calor. La muchacha se contempló las manos un momento.

—Eczema —dijo a modo de explicación. A continuación, explicó su aparición—. Trabajo aquí de voluntaria para la Confraternidad de la Sagrada Aparición. El capítulo florentino se reúne aquí. Felicita es una de nuestras patronas. Aunque no era una visionaria, oyó la voz de Dios con claridad suficiente para sacrificar a sus hijos por él. ¿Conocéis su historia?

—Aparte del hecho de que mataron a sus hijos delante de ella, no. No sé el resto.

Felicity se lanzó a contar la historia de la santa, y aportó los detalles de cómo ésta había animado a sus hijos a morir. Concluyó recitando la cita de san Agustín:

Maravillosa es la visión desplegada ante los ojos de nuestra fe, una madre que elige el final de la vida terrena de sus hijos ante ella, algo contrario a todos nuestros instintos humanos.

Tammy ya no pudo aguantar más. En el mejor de los casos, no estaba acostumbrada a morderse la lengua, pero ahora que una nueva vida se estaba formando en su útero, todo su espíritu se rebeló. De manera inconsciente, cubrió su estómago con la mano, como para protegerlo del horror de la historia de Felicita.

—Lo siento, pero todo en esa historia es tan aberrante, que no sabría ni por dónde empezar. Ninguna mujer en su sano juicio permite que su hijo sufra o muera. Ninguna mujer mira cuando están asesinando a su hijo delante de ella, si tiene la capacidad de impedirlo. Tampoco creo que Dios desee eso de ninguna de nosotras.

Felicity entornó los ojos, mientras paseaba la vista entre el cuadro y Tammy.

—¿Crees saber la voluntad de Dios? —preguntó en voz baja.

—Creo que Dios no quiere que permitamos la muerte o el dolor de nuestros hijos, y nos encomienda que seamos madres y protejamos a los inocentes. No creo que Dios quiera sacrificios sangrientos de inocentes. Jamás.

Felicity se negó a mirar a Tammy o Maureen, y clavó la vista en la espantosa escena de Felicita rodeada de los cadáveres de sus hijos. Cuando habló, lo hizo con una extraña cadencia, un mantra repetido de memoria.

No envió a sus hijos a la muerte, los envió a Dios. Sabía que estaban empezando a vivir, no a morir. No le bastó con contemplar la escena, les animó a perseverar. Dio más fruto con su valentía que con su útero. Al verles fuertes, ella fue fuerte, y con la victoria de cada hijo, ella alcanzó la victoria.

Tammy parecía indignada y Maureen se había quedado sin habla. ¿Estaba diciendo aquella joven del siglo XXI que consideraba aquella actitud no sólo aceptable, sino noble? Era inadmisible.

Antes de que pudieran hablar, Felicity dio media vuelta para irse. Habló sin volverse.

—A finales de esta semana celebramos aquí una fiesta en honor de uno de los más grandes héroes de Florencia, el veintitrés de mayo. Es el aniversario de la muerte del bienaventurado hermano Girolamo Savonarola, y promete ser un acontecimiento de suma importancia. Hay folletos en la entrada de la iglesia si deseáis más información. Que disfrutéis de vuestra estancia.

Tammy se apoyó contra uno de los bancos, mientras se sujetaba con ambas manos el estómago, al tiempo que Felicity se alejaba y desaparecía en una zona de la iglesia cuyo acceso no estaba autorizado al público. Exhaló un enorme suspiro.

—Creo que voy a vomitar —dijo a Maureen.

Maureen asintió. El encuentro había sido muy perturbador para ambas.

—Esto —señaló el cuadro de Felicita rodeada de los inocentes masacrados— es el mayor ejemplo del error del fanatismo religioso. Es el ejemplo de cómo se corrompieron y tergiversaron las enseñanzas del Camino del Amor. Esto, amiga mía, es el enemigo.

Estaban caminando hacia la entrada de la iglesia, ansiosas por salir a los rayos del sol florentino. Tammy se detuvo ante una mesita cercana a la pila de agua bendita, donde había boletines de la iglesia diseminados junto con una pila de folletos, que informaban acerca del acontecimiento del que había hablado Felicity. Tammy levantó uno y lanzó una exclamación ahogada.

—No, amiga mía —dijo a Maureen—. Creo que ella era el enemigo.

Señaló hacia el lugar por donde había desaparecido Felicity, antes de entregar a Maureen el insultante folleto. Debajo de los detalles de la conmemoración del martirio del bienaventurado hermano Savonarola había una fotografía del último libro de Maureen, El tiempo vuelve, junto con la osada consigna de «¡Alto a la blasfemia!»

Florencia

1475

LA TABERNA DE Ognissanti estaba aquella noche más tranquila de lo habitual. El tiempo era perfecto: una de esas noches florentinas en que el aire acaricia la piel como una colcha de seda. Para los toscanos, era un crimen encerrarse en casa en una noche tan maravillosa. No obstante, para Lorenzo estas oportunidades de relajarse con Sandro constituían momentos robados, sagrados. Además, Sandro estaba en plena forma, tras un día venturoso en el estudio con Andrea del Verrocchio y los demás artistas.

Botticcelli se encontraba inmerso en una magnífica espiral creativa. Cuanto más pintaba, más lo deseaba. Estaba dedicado por completo a su misión de artista. Pese a su cinismo, Sandro era un hombre de fe profunda y permanente. Daba gracias a Dios cada día, y con frecuencia varias veces a lo largo de la jornada, por el talento recibido y por los medios a su alcance para expresarlo. También daba gracias a Dios por los Médici y por Lorenzo, y rezaba por su bienestar para que la misión de combinar arte y fe se prolongara.

El estudio de Verrocchio era el campo de entrenamiento de los angélicos, y Sandro hacía las veces de ojos y oídos de los Médici en su interior. Informaba con regularidad a Lorenzo de los progresos de los miembros, algunos bien arraigados en el seno de la Orden, mientras otros aún se hallaban sometidos a prueba.

—No cabe duda de que Domenico es el más dotado. Aparte de mí, por supuesto —empezó Sandro. Era muchas cosas; ser humilde no se contaba entre ellas. Sin embargo, no exageraba su talento. No tenía rival en toda Florencia en términos de técnica y rendimiento. Nadie lo podía discutir. Pero como resultado, Lorenzo sabía que podía confiar en cada palabra pronunciada por Sandro sobre los demás artistas que estaban preparando para la Orden.

Se hallaban comentando la obra de Domenico Ghirlandaio, un hombre moreno y apuesto de una notable dinastía artística de Florencia.

—Su técnica para los frescos no tiene parangón. Los frescos en los que está trabajando para la familia de tu madre en Santa Maria Maggiore son asombrosos. Has de ir a verlos en estas primeras fases, porque verle trabajar es muy inspirador. Además, posee el rostro y el porte de un ángel, lo cual aumenta el placer de observarle mientras crea. Le utilizaría como modelo si no fuera tan propenso al autorretrato. Es un poco pavo real. Un pavo real tranquilo, pero que de todos modos se pavonea. Dicho esto, no es tan insufrible como ese extraño pájaro de Vinci.

—¿Leonardo?

Sandro asintió e indicó con un ademán a la posadera que trajera más cerveza.

—Mmmm. Leonardo. No sé qué pensar de él, Lorenzo, aunque sus dibujos son extraordinarios y posee una precisión técnica que merece la pena observar. Aún no sé cómo describirle. Es… raro. No es uno de los nuestros.

—¿No crees que posea talento angélico?

—No creo que posea temperamento angélico.

—Ni tampoco tú, casi nunca.

—Ja. Muy gracioso. Menos mal que invitas a las cervezas, porque de lo contrario no te aguantaría. Leonardo es diferente de los demás, diferente de mí, sin duda. Es un solitario. Eso en sí no es ningún delito. Donatello estaba loco, aparte de ser un solitario, pero no dejaba de ser angélico. La diferencia se nota más cuando les ves crear. Cuando Donatello se paraba ante una pieza de madera o piedra, veías que transpiraba divinidad cuando tomaba contacto inicial con la fuente de su arte. Fra Lippi es igual, como ya sabes. Dios trabaja por su mediación cuando pinta, de tan tangible casi puedes verlo brotar de sus dedos. Pero sobre todo, sé cómo lo siento yo. Es algo que engrana el corazón y el espíritu con la mente, antes de afluir a los dedos.

—¿Y a Leonardo no le pasa?

—No puede. Le observo, y sólo trabaja del cuello hacia arriba. También se ha forjado una opinión muy alta de sí mismo y no hace caso a nadie.

Lorenzo se sentía un poco irritado por el hecho de que Sandro despreciara el talento de Leonardo debido a conflictos personales…, o celos.

—Andrea dice que Leonardo crea los dibujos más perfectos, desde el punto de vista técnico, que ha visto en su vida —contestó—. Necesitamos ese tipo de talento, Sandro. Hemos de trabajar con él. El Maestro necesita ese tipo de talento para lo que estamos creando.

—Yo crearé todo cuanto necesite Fra Francesco —replicó Sandro—. No necesita los servicios de alguien que no reverencia a nuestro Señor.

—¿Qué significa eso?

—Ya te lo he dicho. Leonardo no es uno de los nuestros. No puede engranar su corazón cuando se le adjudican tareas relacionadas con nuestro Señor o nuestra Señora. Es baptista, Lorenzo. Del bando más radical. Cree que Juan fue siempre el verdadero mesías.

—No dijo eso cuando le entrevistamos para que ingresara en nuestro estudio.

—Ya he dicho que es raro, pero no idiota. Sabe que existen más oportunidades aquí que en cualquier otro lugar de Italia, y también sabía que jamás sería admitido en el Gremio de San Lucas si no te complacía.

El Gremio de San Lucas era el enclave artístico responsable de supervisar todos los grandes encargos de pinturas en Florencia. Para hacerse un nombre, y vivir bien como artista, era preciso ser miembro del Gremio. Teniendo en cuenta sus lazos con la Orden y los Médici, estar a buenas con ambos era algo necesario para los miembros.

—Pero habrá que poner fin a eso. Puede que sea brillante, pero no trabaja con rapidez ni competencia cuando el tema no es de su agrado. Ha estado trabajando en un dibujo de los Magos durante meses. Y si bien continúa añadiendo figuras, no va a ninguna parte. Apostaría todos los florines que han pasado por mis manos a que nunca llegará a convertirse en un cuadro. Ese tipo de genio no nos conviene, Lorenzo, si no lo canalizamos hacia nuestros propósitos. Yo puedo pintar diez veces lo que él dibuja en un mes.

Lorenzo asintió. Sandro estaba muy orgulloso de su talento, pero tenía motivos para ello. No sólo era un genio creativo, y que comprendía en profundidad las enseñanzas de la Orden, sino que también era inigualable en su productividad. Era más prolífico que cualquier artista conocido de Lorenzo. Y uno de los principios de la Orden era crear para Dios, tan a menudo como fuera posible, y con tanta pasión y entrega como pudiera canalizarse en el arte. Los artistas angélicos no sólo estaban dotados en términos de calidad, sino que eran capaces de producir en cantidad sin sacrificar su arte.

—Leonardo no es trabajador. Mientras los demás creamos frescos y obras importantes, él todavía está dibujando máquinas extravagantes en su cuaderno: herramientas gigantescas para excavar, o armas de guerra capaces de hacer pedazos a un hombre. Tal vez sean útiles e interesantes, pero no sirven a nuestra misión. Además, no le interesan las enseñanzas de la Orden y no hace caso a Andrea cuando le transmite ciertos secretos.

Sandro gozaba de toda la atención de Lorenzo, como sabía que sucedería. Que Leonardo no seguía las enseñanzas de la Orden, y que tal vez era contrario a las verdaderas enseñanzas, era importante. El propósito de cultivar a estos artistas no era sólo con objetivos artísticos. Se trataba de crear un grupo de escribas inspirados por Dios capaces de traducir las enseñanzas sagradas a obras maestras, dirigidas a las generaciones futuras.

—¿Crees que es peligroso? ¿Un espía?

Sandro negó con la cabeza.

—No veo engaño en él, pero eso no significa que no pueda ser utilizado por los que cuentan con recursos ilimitados. Sólo creo que no está capacitado para ser leal a ti o a la Orden. No somos su prioridad, y creo que nunca lo seremos.

Lorenzo reflexionó unos momentos.

—Jacopo me dice que Leonardo es el artista más grande que ha existido jamás —comentó.

—¿Bracciolini ha dicho eso? —Sandro no intentó ocultar su desdén—. No me extraña. Son parecidos. Cerebrales. Genios mentales aislados por completo de algo que esté por encima de su cabeza.

—Por lo tanto, no crees que Leonardo deba ser ascendido al siguiente nivel, para ver cómo va —insinuó Lorenzo—. Iba a enviarle a una reunión privada con el Maestro para que le evaluara.

Sandro se encogió de hombros.

—No iría mal saber lo que Fra Francesco opina de él. Es la persona más idónea para juzgar el carácter de alguien en esta tierra de Dios. Pero yo no depositaría grandes esperanzas en este Leonardo. ¿Te he dicho que escribe al revés, como en un espejo? Si bien es una hazaña interesante, ¿cuál es el objetivo de tal empresa, salvo un truco de salón? Me gustaría saber qué pasaría si aplicara esa mente suya a otras cosas.

Lorenzo asintió. Esta información le turbaba. Leonardo da Vinci era un talento peculiar, un genio extraordinario. Lorenzo albergaba grandes esperanzas de llevarle al redil. En ocasiones, cuando se encontraban, Leonardo siempre se mostraba elegante y educado, un joven bienhablado de extraordinaria inteligencia e intuición. Averiguar estos problemas inesperados era perturbador. Tendría que hablar de ello con Andrea y con Fra Francesco.

—Ah, y hay una cosa más que no te había dicho. Odia a las mujeres.

—¿Qué quieres decir?

—Desprecia al sexo femenino. No puede soportar verlas. Me dijo que, en su opinión, eran unas putas mentirosas y embaucadoras. Habla como un hombre que fue abandonado en la cuna, y tal vez haya sido así. No ha conocido el amor maternal, cosa patente cuando ves que es incapaz de dibujar una Virgen que esté conectada con su hijo. No entiende el vínculo madre-hijo. Y se va de la sala si la modelo es femenina. De modo que no creo que le vayan a entusiasmar las enseñanzas de la Orden cuando le exijan devoción por nuestra Señora.

»Así que, si bien puedes conseguir que pinte unos cuantos cuadros decentes de Juan el Bautista, tal vez no sea el mejor retratista de nuestras queridas Vírgenes.

Leonardo da Vinci proyectaba una energía controlada pero tangible. Lorenzo, después de pasar varias horas con él en el estudio, había llegado a la conclusión de que Leonardo era un angélico. Su talento era impresionante. Contemplar sus bosquejos significaba quedarse asombrado por la precisión con que trabajaba. Y como los demás que Lorenzo, y su abuelo antes que él, habían identificado, Leonardo poseía un carisma que se encontraba en todos los artistas inspirados por Dios. De puertas afuera, no había nada en este hombre que no fuera emocionante y prometedor para todos quienes valoraban el talento artístico. Además, era de lo más cortés con Lorenzo y el Maestro. Mientras Sandro y los demás artistas se habían quejado de que el temperamento de Leonardo dejaba traslucir con frecuencia un orgullo desmedido, Lorenzo aún no había sido testigo de ello.

—Me honráis, Magnífico —dijo Leonardo con voz cálida, en la que se apreciaba cierto acento del sur de Toscana—. Deseo crear de una forma que os complazca.

Lorenzo dio las gracias a Leonardo mientras comentaban sus bocetos. El dibujo de la Adoración de los Magos, del que Sandro se había quejado, era el centro de su discusión. Era un boceto con muchos personajes, pero también majestuoso. La ambición artística era magnífica, y existía una compleja narrativa entrelazada en la obra. Era hermosa y potente, pero mientras Lorenzo la examinaba, empezó a comprender lo que quería decir Sandro cuando comentó que siempre quedaría incompleta.

—¿No os gusta, Magnífico?

Leonardo da Vinci estaba muy preocupado. Una vez más, Lorenzo no era testigo del gran orgullo del que le acusaban otros artistas, y tampoco daba la impresión de que Leonardo se estuviera haciendo el inocente con su patrón. No obstante, algo estaba pasando con este artista que Lorenzo no había experimentado con los demás angélicos. Con los demás artistas, incluidos los muy temperamentales, la comunicación era fácil. Todo se reducía a una gran pasión por el arte y el proceso de transmitir lo divino a la obra, que todos compartían y celebraban. Esa pasión no se veía en Leonardo, pese a todo su extraordinario talento.

Lorenzo contemplaba la Adoración de los Magos, mientras rogaba a su mente y su espíritu que trabajaran en equipo para ayudarle a identificar qué faltaba en el dibujo. Tal como Sandro había señalado, no existía sentimiento ni relación entre la Virgen y el niño. Pero había algo más inquietante, y Lorenzo estaba intentando captarlo. Leonardo estaba esperando su respuesta, y era cruel dejar creer al artista que no apreciaba su obra.

—La verdad es, Leonardo, que me gusta mucho. Lo que has creado aquí, este fondo con la escalera, los caballos que contribuyen a crear una perspectiva, la utilización de los reyes situados en primer plano a cada lado…, es asombroso. Es que…

Lorenzo pasó el dedo sobre los bordes del papel mientras reflexionaba, y después pegó un bote cuando se cortó con una esquina y brotó sangre de su dedo. Se chupó el dedo para que dejara de sangrar, y en ese momento comprendió lo que quería expresar.

—Es que… da la impresión de que todas esas figuras están asustadas. Es la escena del acontecimiento más sagrado de la historia humana, el nacimiento de nuestro Señor, el príncipe que nos enseñará el amor más divino. Y no obstante, me parece que todos quienes asisten al santo acontecimiento muestran una expresión de miedo.

Leonardo guardó silencio un largo rato antes de contestar.

—Yo no veo miedo. Yo veo temor reverencial.

Lorenzo meditó un momento antes de responder.

—¿Temor reverencial? ¿De veras? Pero fíjate en esta figura, la del rey Baltasar —señaló Lorenzo, más animado por su descubrimiento—. Se encoge de miedo ante el niño Jesús. Es más miedo que temor reverencial. Y en esta figura que flota sobre el niño. Da la impresión de que se halla casi aterrorizada. Temo, amigo mío, que no capto la celebración del nacimiento de nuestro Señor.

Leonardo se encogió de hombros, torció la boca un poco y bajó la guardia por primera vez. Tal vez fue debido al sincero análisis de Lorenzo. Cuando contestó, habló con voz suave pero segura, aunque no miró a los ojos de Lorenzo.

—Tal vez no todo el mundo cree que el nacimiento de Jesús es algo digno de celebrarse. Tal vez para algunos fue un acontecimiento temible, o incluso despreciable. Si el arte significa ser sincero, yo lo pintaría así.

Lorenzo se quedó estupefacto por la herejía. Miró a Fra Francesco, quien guardó un silencio absoluto, un observador del gran drama que estaba teniendo lugar en el estudio de Andrea Verrocchio.

—¿No crees que el nacimiento de Jesús sea un acontecimiento digno de celebrarse, Leonardo?

Lorenzo habló con voz calma y sosegada. Quería una respuesta sincera, no una reacción.

—Da igual lo que yo crea, Magnífico. Si vos sois mi patrón, y queréis figuras que sonrían ante el nacimiento de Jesús, mi trabajo consistirá en complaceros. Os aseguro que, cuando estas imágenes sean trasladadas a la pintura, adaptaré las expresiones faciales de forma que satisfagan vuestros requerimientos.

Fue una respuesta cautelosa, y brillante. Leonardo no contestó a la pregunta de qué creía o dejaba de creer. La esquivó a la perfección, y dio la respuesta capaz de complacer a su patrón.

Lorenzo sonrió y le dio las gracias, y aseguró de nuevo a Leonardo que era un artista de supremo talento, y que él, Lorenzo, ardía en deseos de ver sus futuras obras. Cuando el pintor se marchó, le pidió a Andrea que se reuniera con él y el Maestro aquella noche en el palacio de Via Larga, para cenar y comentar lo que ahora llamaban el problema Leonardo.

Andrea del Verrocchio había sido leal a tres generaciones de Médici, pero no iba a desprenderse del mejor artista que había tenido bajo su tutela sin luchar.

—Leonardo es un talento poco común. Es un genio.

—Soy consciente de eso. Tengo ojos, Andrea, y también oídos. ¿Has oído lo que dijo acerca de que el nacimiento de nuestro Señor era un acontecimiento temido y despreciado? Puede que sea un genio, pero por desgracia no es nuestro genio.

—Concédeme más tiempo con él. Trabajamos bien juntos. Tal vez podamos convencerle…

—No puedes convertir a una persona en lo que no es. —Lorenzo sonrió sin alegría al hombre al que tanto amaba y en quien tanto confiaba—. Incluso tú, amigo mío, pese a ser un brillante profesor, no puedes transformar a un hombre que no quiere cambiar. Ninguna persona alcanzó la verdadera grandeza utilizando tan sólo su mente. Hay que emplear también el corazón. No creo que Leonardo lo haga, porque no lo desea.

Andrea miró a Fra Francesco, quien les había enseñado el significado del amor tal como lo habían transmitido las enseñanzas de Jesucristo.

—¿Y tú qué opinas, Maestro?

Fra Francesco contestó con cautela.

—¿Qué opino yo? ¿O qué siento? Porque todo se reduce a eso, ¿no? Leonardo sabe pensar, pero no sabe sentir, y prefiere quedarse en ese lugar aislado. Creo que nadie le sacará de esa elección, pues está muy arraigada. Hay una gran oscuridad en su corazón, una oscuridad que nace de la tristeza. No es culpa de él, pero da igual.

—¿Crees que es un angélico? —preguntó Lorenzo.

—Sin la menor duda —contestó el Maestro, y sorprendió a ambos con su seguridad. Nunca habían prescindido de un artista, por difícil que fuera, si decidían que había nacido con dotes angélicas. ¿Por qué Fra Francesco iba a insistir en conservarlo?

—Pero creo que es un ángel perjudicado por sus experiencias humanas, y esto ocurrió a una edad muy temprana. Sería necesario mucho amor para abrir su cascarón y liberar la divinidad en estado puro atrapada dentro de su espíritu. No preveo que eso suceda. Sin embargo, las oraciones más importantes nos enseñan que el perdón ha de alcanzar a todos los hombres, y por lo tanto hemos de permitir que Leonardo continúe un tiempo más bajo la tutela de Andrea. Le trataremos con amor, tolerancia y perdón, tal como nuestro Señor nos ha enseñado mediante sus mandamientos, y veremos si eso le cambia.

—¿Y si no? —preguntó Lorenzo.

—Si no —dijo Fra Francesco con una leve sonrisa—, le encontraremos un nuevo mecenas, en otra parte de Italia, alguna familia noble cuyos favores desees reafirmar, y que celebrará el nombre de los Médici por confiarle generosamente a su artista de más talento como gesto de amistad.

Lorenzo alzó su copa en dirección al anciano de la cara marcada. Eso sí que era genio.

El año 1475 estaba resultando muy importante para Lorenzo, pues las bendiciones de Dios llovían sobre toda la Toscana gracias a la llegada de varios niños, potencialmente provistos de dotes angélicas, basándose en su parentesco combinado con la posición de las estrellas en el momento de su nacimiento. Las predicciones astrológicas y numerológicas de los Magos habían predicho que sería un año muy favorable. De hecho, Clarice estaba embarazada de nuevo. El parto estaba previsto para diciembre, y los Magos habían anunciado un hijo cuyo destino sería lanzar la Orden hacia el futuro. Lorenzo había depositado grandes esperanzas en este hijo, pues su primogénito, el pequeño Pedro, ya estaba dando muestras de ser un producto de su madre. Era hosco y mimado, y Lorenzo discutía cada dos por tres con Clarice sobre la educación inminente del niño. Todavía era demasiado joven para que estas batallas importaran demasiado, pero dentro de pocos años Lorenzo tendría que guiar con firmeza la educación de Pedro. Clarice quería que aprendiera a leer y escribir sólo a partir de las enseñanzas de la Iglesia. Lorenzo, por supuesto, deseaba que se sumergiera de inmediato en los clásicos.

La mayor alegría de Lorenzo como padre procedía de sus hijas. La mayor, llamada Lucrezia en honor a su abuela, era una dulce niña a quien encantaba cantar con su padre. Pero la alegría de su vida era la pequeña María Magdalena. Madi era precoz y juguetona, y su padre se desvivía por complacerla. Lo primero que hacía Lorenzo cuando entraba en el palacio al final del día era subirla en brazos y darle vueltas hasta que la niña chillaba de placer. Magdalena era especial, no sólo por su personalidad risueña y decidida (había nacido bajo el signo de Leo, el 25 de julio), sino porque había curado el corazón partido de Lorenzo después de la pérdida de los gemelos. El año anterior, Clarice había dado a luz gemelos, pero eran diminutos y débiles, y no sobrevivieron más de unos cuantos días. La pérdida le destrozó, al igual que a Clarice. Pero la llegada de Magdalena le reanimó. Curiosamente, Clarice sufrió la reacción contraria, y parecía menos inclinada hacia Magdalena que hacia los demás hijos. Esto provocaba que Lorenzo mimara a Madi mucho más.

De todos modos, la dinastía de los Médici necesitaba chicos para continuar con su grandioso plan, sobre todo uno al que pudieran destinar a la Iglesia. No parecía que Pedro fuera a poseer la personalidad, el temperamento o la inteligencia de su padre. Era lo bastante joven para cambiar, quizá, pero estaba tan dominado por Clarice que parecía improbable. Lo que Lorenzo necesitaba era un hijo con la inteligencia y el temperamento de Magdalena. Cada día rezaba por el feliz parto de su nuevo hijo. Y también rezaba por el otro.

Colombina también estaba embarazada.

Ya no se molestaban en mantener la farsa ante Niccolò, pero por Florencia y el bien del apellido y el futuro de ese niño, había sido necesario conseguir que Niccolò Ardinghelli se quedara en Florencia el tiempo suficiente para dar la impresión de que había dejado embarazada a su esposa. Después, Lorenzo le embarcó de nuevo. Había llegado a un acuerdo con Niccolò, muy lucrativo para la familia Ardinghelli. Como resultado, Niccolò mantenía la apariencia de que Colombina y él eran marido y mujer, y se comportaban en público como había solicitado Lorenzo. Sobre todo, éste insistió en que Colombina gozara de absoluta libertad para vivir como le diera la gana.

Aun así, corrían numerosos rumores en Florencia de que el matrimonio Ardinghelli era una farsa. Los partidarios de los Médici lo defendían, pero sus detractores esparcían habladurías y señalaban las diversas pruebas de que Lorenzo y Madonna Ardinghelli eran adúlteros y lo habían sido desde hacía años. Sandro estuvo a punto de ir a la cárcel por romperle la nariz a uno de esos hombres parlanchines, un antiguo compañero de borracheras de los días de soltero de Niccolò, en la taberna de Ognissanti. El gañán había gritado, en respuesta a la noticia de que Colombina estaba embarazada, «Las pelotas de los Médici están por todas partes en Florencia, ¡pero sobre todo en Lucrezia Ardinghelli!»

El patán se lo había ganado a pulso, se limitó a decir Sandro en su defensa. Además, era peligroso para un pintor dar puñetazos tan fuertes. Sandro ya había sufrido bastante a causa de la ofensa. El juez, de una larga línea de partidarios de los Médici, le dio la razón y soltó a Sandro sin castigarle, pero condenó al demandante por intentar mancillar el buen nombre de Madonna Ardinghelli. Más adelante, un agradecido Sandro regaló al juez un encantador retrato de su esposa.

El compromiso de Lorenzo con su único y verdadero amor jamás flaqueaba, y era desolador para él no poder acompañarla durante el embarazo. Colombina preñada era lo más hermoso que había visto en su vida. Lorenzo envió a Sandro para que la dibujara, pues quería capturarla en toda su madura belleza, como la encarnación de Venus. Los dibujos que le llevó Sandro eran asombrosos, y Lorenzo y ambos los examinaron durante horas, intentando decidir cómo podrían incluirlos en un cuadro que adornaría el estudio privado de Lorenzo.

Pero la abundancia de niños bienaventurados no se limitaba tan sólo a Florencia. Los Magos habían predicho el nacimiento de un niño asombroso en el seno de la familia Buonarroti, en el sur de Toscana. Los Buonarroti, descendientes de la gran Matilde de Toscana, estaban sometidos a vigilancia continuada de la Orden, pues sus hijos solían poseer grandes talentos. Había un Buonarroti entre los Magos, y se trataba del mismo astrólogo que realizó la carta astral del niño que llegó al mundo el 6 de marzo de 1475, cerca de Arezzo. El horóscopo de este niño era tan exaltado, que los Magos recomendaron que recibiera un nombre especial para identificarle como angélico desde el momento de su llegada. De esta forma, el niño fue bautizado con el nombre inusual que evocaba al arcángel Miguel.

Miguel Ángel.

Sería interesante seguir de cerca a aquel niño, y Lorenzo y la Orden habían compensado con generosidad a la familia Buonarroti para lograr que se trasladaran a Florencia, donde podría ser educado y observado. Lorenzo estaba muy entusiasmado con las perspectivas. Un niño con el nombre del más grande de los arcángeles albergaba promesas extraordinarias para la Orden.

Le temps revient.

Durante años, Lorenzo y yo habíamos hablado de los méritos de crear una obra de arte definitiva que contuviera todas nuestras enseñanzas queridas, y que titularíamos El tiempo vuelve. Tendría que ser lo bastante grande para contener todas nuestras ideas, y al final encargó un mural que cubriría casi toda la pared de su studiolo privado.

Fue el embarazo de Colombina lo que inspiró dicho cuadro. Estaba inenarrablemente bella en todo su esplendor, la esencia de la diosa madre en flor. Cuando la dibujé, lloré a causa de la belleza tan evidente en este estado de inminente parto. Así que coloqué a Colombina, como aspecto femenino de Dios, en el centro de la obra. Llamadla como queráis, da igual. Es Venus, es Asherah, es nuestra madre que nos guía y alimenta, no importa el nombre. Es la Belleza Divina. Le he pintado la capa roja de Nuestra Señora Magdalena, que está bordada con los diamantes de la divina unión, y calza las sandalias de las que habla el Cantar de los Cantares: «Qué bellos son tus pies con las sandalias, amor mío», dice el santo novio a su eterna novia.

Nuestra Señora preside el ciclo de almas mientras experimentan la belleza del amor humano en la tierra antes de ascender al amor de Dios, para después regresar de nuevo a la Tierra y empezar todo otra vez. Su jardín es exuberante y mágico, plagado de símbolos de la familia Médici y las flores y plantas que crecen en los jardines de Careggi que tanto amamos. Nos bendice con la mano derecha, pero también indica que desviemos nuestra atención hacia la danza de las tres Gracias. Es la danza de la vida, una celebración del amor terrenal en sus tres aspectos: pureza, belleza y placer. La pureza, o castidad, no debería perdurar una vez el verdadero amor ha llegado a la mezcla, y por eso la figura de Cupido planea sobre la escena, con el arco apuntando a la Castidad. Pronto se transformará en Belleza, y después en Placer, mientras recorre el ciclo triple del amor.

He utilizado, por supuesto, los dibujos que hice de Ginevra, Simonetta y Colombina la noche que bailaron juntas así en la Antica Torre.

Otro dibujo que he utilizado para este retrato de familia es uno que hice de nuestro Angelo el día que llegó a Careggi, y le he plasmado como Hermes, revolviendo cosas para nosotros. Utilicé la idea de Angelo, pero combinada con el rostro y la figura de Giuliano de Médici, que es el modelo más hermoso de un dios. Aquí, Mercurio/Hermes está revolviendo el tiempo, pero también está actuando como el conducto entre el cielo y la tierra. Es la encarnación de sus propias enseñanzas en la Tabla Esmeralda: lo que está arriba también está abajo, mientras todos nos unimos para llevar a cabo el milagro del Uno.

¿Y qué es el Uno? Es crear el cielo en la tierra mediante la absoluta apreciación de la Belleza en todas sus formas, a través del velo del amor. Éste es el Camino.

A la derecha del cuadro continué rindiendo tributo a la Tabla Esmeralda de Hermes con la imagen del viento, Céfiro. «El viento lo lleva en su vientre» es una alegoría del milagro de la vida, que devuelve el alma a la tierra. Aquí, Céfiro está dando a luz a Cloris, quien es su verdadera bienamada. Según los maestros griegos, Céfiro y Cloris eran almas gemelas creadas por Dios para gobernar el tiempo juntas, y por eso las utilicé para ilustrar lo que ocurre cuando se reúnen los verdaderos amantes. Renacen. Como Cloris, ella está haciendo la transición desde los reinos celestiales a los reinos terrenales. Encarna en última instancia a Flora, y muestra todo el ciclo de la encarnación cuando asume su papel de mujer plenamente realizada. Flora es anthropos, es humanitas, es todo cuanto es hermoso en la humanidad de carne y hueso. Las flores del mandil que sostiene sobre el útero indican fertilidad, porque está pletórica de vida. Arroja a su alrededor las flores, esparce goce mediante la comprensión y celebración de la Belleza en su forma más exaltada.

Simonetta, por supuesto, era mi modelo de Flora, pues su delicada belleza me inspira como siempre. Me he tomado licencias artísticas con su figura, y la he dotado de reciedumbre y salud, esperando al mismo tiempo crear la alquimia de la magia sanadora y convertir a nuestra Bella en la viva imagen de la plenitud. Pero ay, regresó a su lecho pocas horas después de posar para mí. Aún ha de recuperar sus fuerzas, pero nuestras esperanzas sobre su curación son tan eternas como la primavera del cuadro.

Y así concluí la obra maestra de mi vida, en la cual insuflé mi corazón y mi alma. Plasmé a la gente que más amaba, llevando a la práctica las enseñanzas que venero. Lorenzo se volvió loco de alegría, más que ante cualquier otra obra de arte. Ordenó instalarla en su studiolo de inmediato, y me dijo que nada, aparte de la propia Colombina, le había procurado tal discernimiento de la Belleza.

Yo continúo,

Alessandro di Filipepi, conocido como «Botticelli»

DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE SANDRO BOTTICELLI

Florencia

En la actualidad

—¿QUÉ ES EL GENIO? —El Maestro planteó la pregunta a todos, mientras bebían chianti en la azotea del hotel—. ¿Era Leonardo un genio sólo porque superaba en competencia a todos los demás artistas? Desde luego, poseía una capacidad mental que pocas veces se ha visto en la historia. ¿Es suficiente, pues, para recibir ese calificativo?

Tras asistir al enfrentamiento entre Botticelli y Leonardo en los Uffizi a principios de semana, nadie del grupo iba a defender que Leonardo era un genio.

—Ningún hombre alcanzó la grandeza jamás utilizando tan sólo la mente —añadió Petra—. Hay que emplear también el corazón.

—Es cierto, por supuesto —prosiguió el maestro—. La producción de Leonardo era esporádica e incompleta. Era incapaz de acabar casi todo lo que empezaba, pero nadie habla de ese aspecto de su carácter. ¿Acaso un genio o un gran hombre abandona la mayoría de sus proyectos mucho antes de concluirlos? No lo creo así. Leonardo era incapaz de producir al nivel de Ghirlandaio y Botticelli. Y no obstante, se le concede más genio que a los dos juntos y multiplicado, la gran mente del Renacimiento. Es una de las injusticias más notables de la historia.

—¿Qué ocurrió entre Leonardo y Lorenzo? —preguntó Maureen.

Destino continuó su relato.

—Lorenzo mantuvo su promesa, como siempre, en este caso a mí y a Leonardo, al permitir que se quedara en Florencia durante varios años. Pese al hecho de que nunca fue productivo para los Médici y no creó nada que la Orden pudiera utilizar. Al final, fue muy desleal con Lorenzo, aunque éste nunca le fue desleal. De hecho, Leonardo tenía grandes motivos para amar a los Médici, aunque su corazón nunca le guió en esa dirección.

»Estaba claro que Leonardo ya no les convenía. Incluso Andrea, que le defendió durante años, no podía tolerar el vitriolo que segregaba con regularidad. Duró mucho tiempo, pero en 1482 fue necesario expulsarle de Florencia de una vez por todas. Le enviamos a Milán, como regalo para la poderosa familia Sforza. Se convirtieron en aliados durante toda la vida de Lorenzo, como resultado de este generoso regalo, el artista más grande, a Milán.

—¿Y la historia acaba ahí? —preguntó Peter.

Los ojos de Destino se nublaron cuando su memoria revivió el aspecto desagradable de la situación.

—Temo que no. Descubrimos, años después y demasiado tarde, que Leonardo había sido un verdadero enemigo en nuestro seno. Era un espía de Roma, que filtraba secretos de la Orden al Vaticano. Nunca sabremos con seguridad cuáles eran sus motivos. A día de hoy, todavía ignoro si lo hizo por dinero, por rencor, o por alguna retorcida convicción religiosa, con la intención de provocar la caída de nuestra Orden. Tal vez el mayor genio de Leonardo resida en que continúa siendo un tremendo enigma.

»Leonardo da Vinci nos dio una gran lección a todos nosotros. Durante años hice penitencia por la noche en que insistí a Lorenzo para que no se lo quitara de encima. De haberle expulsado en cuanto descubrimos que significaba un peligro para nosotros, tal vez el acontecimiento horrible que sucedió a continuación se habría podido evitar. Tal vez el villano Sixto habría carecido de municiones suficientes para atacar a los Médici. Pensé que el perdón se había convertido en falta de buen juicio. Y ésta es la lección, hijos míos: siempre debéis perdonar y tratar a los demás con amor. Pero eso no significa que debáis aceptar a un lobo entre corderos.

»Porque Leonardo, aunque traicionero, no fue el máximo traidor. Había uno mucho mayor y mucho más peligroso entre nosotros.

Florencia

Diciembre de 1475

CLARICE NO PODÍA localizar a Madonna Lucrezia y el pánico se había apoderado de ella. Había dado a luz suficientes veces para saber que el niño estaba a punto de llegar, y que iban a necesitar una comadrona. Era una semana de festividades, y los miembros de su servidumbre habitual tenían la semana libre, de modo que había poca gente que la ayudara con los niños y la casa. Lorenzo era demasiado generoso con los criados, y como resultado era ella la que siempre trabajaba más de la cuenta. Pocas veces se quejaba al respecto, a sabiendas de que el destino de una esposa era sufrir, pero en su noveno mes de embarazo se le había agotado la paciencia.

Sabía que tenía prohibida la entrada en el estudio de Lorenzo. Era una tradición florentina que las esposas no pudieran entrar en los espacios particulares de sus esposos, y Clarice había observado esta norma sin rechistar hasta ahora. Pero en su estado de pánico actual, necesitaba ayuda y estaba desesperada por localizar a Lorenzo. Corrió hacia su studiolo y abrió la puerta sin llamar.

Se detuvo en seco y palideció cuando vio ante ella una enorme imagen de una Lucrezia Donati embarazada, que dominaba un mural de tal paganismo que Clarice se sintió segura de que todos irían a parar al infierno como resultado de su presencia en la casa.

Lorenzo levantó la vista de los libros de cuentas de la banca Médici de Lyon. Se quedó sorprendido al ver a su mujer, y también algo preocupado.

—¿Te encuentras bien, Clarice? ¿Es el niño?

Clarice apoyó las manos sobre su abdomen hinchado y asintió, pero no podía apartar los ojos de la obra maestra de Sandro Botticelli, pues cubría la pared. Cuando habló por fin, lo hizo con voz temblorosa.

—Lorenzo, no permitiré que eso esté en mi casa.

—Es mi casa, Clarice. —Lorenzo se mostraba irritado casi siempre con ella, pero se contuvo—. Y esto es mi estudio privado. Yo decidiré qué tendré o no en él sin necesidad de la opinión o la ayuda de los demás. Te permito decorar el resto de la casa. Éste es el único espacio que controlo por completo. Déjame en paz.

—¡Pero eso no es justo, Lorenzo! —gritó la mujer, presa de una histeria cada vez mayor debido a su estado—. Pedir que soporte eso es excesivo. Es una crueldad. Te enorgulleces de tu sentido de la justicia y la humanidad. ¿Por qué no has sido capaz de aplicarme jamás esos mismos principios, siendo como soy tu esposa?

Había pasión en su exabrupto, un sentimiento que Lorenzo nunca había visto en todos los años que llevaban juntos.

—No hay día de mi vida que no sufra el tormento de saber que nunca me amarás. Hay tres personas en este matrimonio, y yo soy la menos importante. Lo sé, vivo con ello, y procuro no marchitarme por culpa del invierno constante en el que vivo como resultado. A cambio, encuentro sol en mis hijos. Nuestros hijos. No pido mucho, Lorenzo. Pero si no sacas esa espantosa obra pagana de aquí, regresaré a Roma y me llevaré a tus hijos conmigo. Incluida tu preciosa Maddalena.

Lorenzo no solía inmutarse ante amenazas o coacciones, pero las palabras de Clarice acerca de la justicia habían dejado su huella. Nunca había pensado en su dolor durante todos esos años. Ni siquiera se le había ocurrido que a ella le importara, tan indiferente se mostraba hacia su matrimonio. Soportaba la necesidad de copular con él para poder poblar la dinastía de los Médici del mismo modo que abordaba las tareas de preparar la comida o remendar un almohadón: eran tareas que la esposa debía llevar a cabo.

Pero gracias a aquel exabrupto se dio cuenta de que estaba ofendida, y que era él quien la había ofendido. Su remordimiento fue sincero.

—Lo siento, Clarice —contestó en voz baja, y con cierta ternura.

Las lágrimas se desataron, ansiosa de que su marido la abrazara, le proporcionara la ternura y el consuelo que soñaba encontrar en él cuando llegó a Florencia como una aterrorizada forastera que iba a casarse con un desconocido. Pero habían llegado demasiado lejos para tales exhibiciones. Su guerra silenciosa se había prolongado demasiado. Lo máximo que Lorenzo podía concederle era respetar sus deseos. Su respuesta fue educada, casi tierna.

—Ordenaré que trasladen el cuadro mañana. Buenas noches, Clarice.

En el momento más osado de su vida conyugal, Clarice tomó una iniciativa que le costaría cara.

—Lorenzo, ¿no puedes…? ¿No puedes dirigirme ni siquiera una palabra de amor?

Lorenzo se quedó perplejo.

—¿Amor, Clarice? En todos nuestros años de casados jamás te he oído utilizar esa palabra. Deber, sí. Amor…, nunca. Perdona si no puedo complacer tu petición.

—Lorenzo, eres mi marido… y yo… te quiero.

Lorenzo suspiró, al tiempo que experimentaba una mezcla de compasión y tristeza por el papel que había desempeñado en la desdicha que el destino había infligido a aquella mujer. Pese a todos sus defectos, no era una mujer odiosa. Era un simple producto de su familia y su fe. Su respuesta, aunque no fue cruel a propósito, era la única que podía ofrecerle.

—En ese caso, Clarice, no sabes cuánto lo siento.

Ella salió corriendo del studiolo, sollozando, y volvió a la casa principal, donde Madonna Lucrezia la encontró y devolvió a la cama, mientras esperaban a la comadrona.

Al día siguiente, Lorenzo ordenó trasladar del palacio de Via Larga la obra maestra que Sandro y él denominaban El tiempo vuelve. El Magnífico le había cambiado el marco, transformándola en el respaldo de un recargado mueble que había decidido obsequiar a su primo, Lorenzo di Pierofrancesco, con motivo de su matrimonio. Este otro Lorenzo era también un estudiante de los clásicos, y sin duda apreciaría los elementos mitológicos de la obra. Lorenzo pidió a Sandro que la personalizara de alguna manera, para que diera la impresión de que el cuadro había sido pintado para la rama de los Pierofrancesco. Como el emblema de su familia era una especie de espada, Sandro se limitó a pintar esta arma colgada de la cintura de Hermes.

Lorenzo di Pierofrancesco y su novia se sintieron abrumados por la generosidad de este regalo de boda.

Por su parte, Lorenzo de Médici se sentía destrozado por la pérdida de la mayor obra de arte que Sandro Boticelli había pintado jamás. Su consuelo fue que Clarice dio a luz a un niño sano y espabilado el día 11 de diciembre. Le llamaron Giovanni.

Colombina dio a luz a su hijo en compañía de su hermana, Costanza, y de Ginevra Gianfigliazza. Niccolò se hallaba en alta mar.

El padre biológico del niño no pudo asistir al acontecimiento.

Colombina lloró durante los dolores de parto, pero todavía más cuando acunó al hermoso bebé contra su cuerpo ya más avanzada la noche. Tenía una nariz perfecta y hermosas facciones, y parecía una versión masculina de ella. Por suerte para todos, el niño no había nacido con el prognatismo de los Médici o la nariz aplastada de los Tornabuoni. No sería etiquetado como el hijo bastardo de la puta de Lorenzo debido a sus facciones irregulares. Colombina agradecía que le hubieran ahorrado esa desgracia.

Y no obstante, mientras le miraba, deseó que el niño se pareciera un poquito a Lorenzo.

Florencia

Abril de 1476

GINEVRA GIANFIGLIAZZA ESTABA sentada en el antepecho de la ventana, mirando el Arno. Hacía un día nublado y oscuro, y sentía la humedad en los huesos. No se levantó cuando Colombina entró. Compartían demasiada intimidad para tales formalidades, y cada una comprendía los estados de ánimo de la otra como sólo saben hacerlo las mujeres jóvenes que han compartido muchos secretos. Colombina no saludó a su amiga con una frase, sino que le dio un beso en la mejilla y se sentó frente a ella, en un punto desde el que también tenía una buena vista del río.

Ginevra alzó la vista por fin, con los ojos rojos e hinchados. Vio sorprendida que los de Colombina presentaban el mismo estado.

—Tú también te has dado cuenta —se limitó a decir Ginevra.

Colombina asintió y estalló en lágrimas. Apoyó la cabeza en las manos un momento y dejó que la emoción se calmara antes de intentar hablar.

—Está muy enferma, Ginevra. Ella lo sabe, pero no habla de ello. ¿Por qué no le dice a nadie que se está muriendo? ¿Cómo es que los demás no se dan cuenta?

Ambas mujeres habían ido a casa de los Vespucci por separado para ver a Simonetta, quien había estado postrada en la cama durante los últimos días. No paraba de toser y escupía sangre. Aun así, su familia parecía indiferente al hecho de que Simonetta estuviera gravemente enferma. La trataban como si su estado fuera el de esperar, teniendo en cuenta su constitución débil.

—Porque lo disimula muy bien. Y Simonetta es tan hermosa que las sombras de su rostro sólo sirven para acentuar la palidez de su piel. Ese brillo no parece de fiebre. Antes al contrario, destaca el color peculiar de sus ojos.

Colombina asintió.

—No sé qué haremos con Sandro. Ni con Lorenzo y Giuliano, a ese respecto. Se pondrán muy tristes, como todos nosotros, pero al menos tú y yo estamos preparadas. Hemos visto que la muerte la ha acechado durante los últimos años, hemos visto que se acercaba cada vez más a nuestra dulce muchacha. Pero nuestros hombres no están preparados. Saben que es frágil, pero creo que ninguno de ellos ha asumido que la vamos a perder.

—Y pronto.

Ginevra se estremeció.

—¿Cuánto tiempo, me pregunto? He de estrecharla contra mí una vez más, y decirle que es mi hermana espiritual y cuánto la quiero.

—En ese caso, sugiero que lo hagas de inmediato, Colombina. Después de verla hoy, creo que no queda mucho tiempo. Tal vez deberíamos enviar un mensajero a Lorenzo y Giuliano. Ellos también querrán verla.

Colombina palideció.

—Oh, Dios, no están aquí. Están en Pisa por negocios, los dos. Pero regresarán dentro de unos días, y ordenaré que un mensajero les esté esperando en cuanto vuelvan a Florencia. ¿Crees que… la perderemos tan pronto? No me lo digas, te lo ruego.

Ginevra, por lo general un pilar de energía, se puso a llorar. Simonetta era como una hermana pequeña para ella, y con los años había aprendido a quererla cada vez más. Perderla sería una tragedia para ellos, para todo en lo que creían. ¿En qué había estado pensando Dios cuando donó al mundo tal belleza, para luego arrebatársela así?

El mensajero que Colombina había preparado para enviarlo a Lorenzo y Giuliano hizo el viaje a Pisa con el mensaje más temido: Simonetta Cattaneo de Vespucci había muerto de repente aquel mismo día, 26 de abril de 1476.

Nadie tuvo la oportunidad de despedirse de ella.

Lorenzo y Giuliano dieron un largo paseo juntos aquella noche, para hablar de Simonetta y compartir su dolor por la joven que los había conmovido a todos con su pureza y dulzura. Todos la amaban sobremanera. Se había convertido en la hermana pequeña oficial de la Orden.

—Veintiséis de abril. Siempre será un día triste para nuestro mundo, Giuliano. Hemos de honrarla en este día.

Giuliano asintió y señaló el cielo.

—¿Ves eso? ¿No es esa estrella más brillante que las demás? ¿No es Venus?

—Tal vez —contestó Lorenzo—. O tal vez nuestra Simonetta se ha reunido con Dios, y la luz de su alma se ha fundido con la de esa estrella para crear algo tan hermoso y brillante como fue ella.

—Jamás poseeré tu don para la poesía, hermano. Sólo puedo decir que la quería y la echaré de menos, y rezaré para que esté rodeada ahora de la misma belleza y gracia que derramó sobre todos nosotros.

Lorenzo sonrió a su hermano menor.

—¿Quién ha dicho que no eras poeta?

Lorenzo, cuando regresó a su habitación aquella noche, lloró por la pérdida de su bella hermana pequeña. Como Angelo le aconsejaba siempre, utilizó su dolor como inspiración de un poema, que se convertiría en uno de los favoritos del pueblo de Toscana, «O Chiara Stella».

Ahora, Simonetta era un fragmento de cielo.

El funeral de Simonetta Cattaneo de Vespucci fue un acontecimiento desmesurado y sombrío. Su ataúd fue portado a hombros desde su casa hasta la iglesia de Ognissanti por los Vespucci y los Médici que la querían. Miles de personas salieron a las calles de Florencia para despedirla. Tal vez la enorme muchedumbre que asistió a su funeral fue una indicación de que, al final de su breve vida, el pueblo de Florencia comprendió por fin que había perdido un tesoro único.

Marco Vespucci la lloró, pero volvió a casarse enseguida. Su nueva esposa era sencilla pero robusta, una mujer de la tierra con la que podría copular salvajamente y procrear sin tregua. Mientras bebía en la taberna de Ognissanti una noche, le oyeron decir: «Hay que venerar a las diosas, pero no están hechas para ser esposas. Simonetta no estaba hecha para mí. Era del mundo. En última instancia, era de Dios, y Éste la llamó de vuelta a casa, pues el cielo estaba incompleto sin ella».

La Bella Simonetta.

Era el ser más exquisito que he visto en mi vida. Era la musa del trovador, perfecta, intocable, divina.

La gente dice que yo estaba enamorado de ella. Pues claro que sí. Como todo el mundo en la Orden. Simonetta encarnaba el amor, y cualquiera que la conocía experimentaba ese amor. Pero no era algo tan sencillo de definir como Eros. No era un anhelo físico de poseer algo tan adorable. Simonetta nos conmovía más allá del deseo, nos conducía a comprender la naturaleza del aspecto femenino viviente de Dios en la tierra. Creo a pies juntillas, con toda mi alma y mi corazón, que Simonetta era la verdadera encarnación de Venus. Y yo la pinté así.

En el jardín de Lorenzo hay una estatua de la antigua Roma que se llama la Venus de los Médici. Es la desnudez perfecta, con la mano derecha se cubre los senos en parte, y deja la izquierda descansando sobre la zona femenina más íntima. Utilicé la estatua como modelo para el cuerpo de Simonetta, pero lo demás es de ella: el largo pelo dorado, la piel cremosa, los ojos veteados de cobre. Se alza del mar en una venera, símbolos de Asherah, nuestra madre que está en los cielos, que es la Belleza, y que más tarde fue conocida como Afrodita por los griegos y Venus por los romanos.

A su izquierda, Céfiro y Cloris le insuflan vida, la ayudan a encarnarse mientras se traslada desde el cielo a la tierra. Está rodeada de toques de oro auténtico, un recordatorio al espectador de que lo que está viendo, la Belleza Verdadera, que también es Amor, posee un valor incalculable y ha de ser atesorado.

A su derecha, una mujer llega para cubrirla con una capa roja engalanada con flores. La mujer es Colombina, que representa aquí a la hermana que deseaba protegerla de las penurias del mundo. Aunque Colombina sabe que es hermosa en su desnudez, también sabe que el mundo no lo comprenderá y la castigará por ello, y su intención es protegerla de los ojos de un mundo que no la merece.

He envuelto a Colombina con el símbolo de Lorenzo, las hojas de laurel, y le he pintado un cinturón de claveles rosa. Estas flores son simbólicas, pues llevan la raíz de la palabra «encarnación» en su nombre.[3]

El Nacimiento de Venus es mi tributo no sólo a Simonetta, sino a la hermosa hermandad que existe en el seno de la Orden. Es el amor personificado.

He pedido ser enterrado a los pies de Simonetta, del mismo modo que Donatello decidió pasar toda la eternidad al lado de Cosme. Presentaré la solicitud por escrito a Marco Vespucci para demostrar que lo digo muy en serio. No me cabe la menor duda de que hasta sus huesos serán hermosos y me inspirarán por toda la eternidad.

En verdad era la Sin Par.

Yo continúo,

Alessandro di Filipepi, conocido como «Botticelli»

DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE SANDRO BOTTICELLI