Careggi
Verano de 1464
—EL TIEMPO VUELVE.
Fra Francesco empezó la clase con esa afirmación, dirigida a sus alumnos Lorenzo, Sandro y Colombina. Se sentía muy dichoso cuando impartía clase a los tres juntos. Existía una armonía, una sensación de familia y comunidad, que aparecía cuando estos tres espíritus ocupaban el mismo espacio. Era hermoso contemplar el amor mutuo que sentían, pero también se desafiaban de una forma sólo propia de los que confían por completo entre sí.
Ficino era su profesor de materias básicas. Les enseñaba gramática griega y les hacía incesantes preguntas sobre las alegorías y lecciones de Platón, pero todos florecían ante la presencia del Maestro de la Orden del Santo Sepulcro. Era en esos días cuando Colombina se las arreglaba para escapar de casa y reunirse con Lorenzo para asistir a clase.
Como maestro, Fra Francesco tenía que ser muy creativo y atrevido cuando los tres estaban juntos. Era su mayor y más gozoso desafío, por eso había elegido el núcleo de la filosofía de la Orden para su clase de hoy.
—Bien, hijos míos, empecemos. Decidme «El tiempo vuelve» en el idioma de los trovadores.
—Le temps revient —repitió Lorenzo en francés. Si bien no hablaba el idioma con fluidez, había aprendido mucho leyendo poesía trovadoresca y estudiando los ideales del amor cortés.
El Maestro asintió, y después se explayó sobre el tema.
—«El tiempo vuelve» es una de nuestras enseñanzas más preciadas, porque posee muchas capas, y cada una de estas capas apela a un tipo diferente de amor. Para todos nosotros, es la certeza de que el amor terrenal regresa al final al amor divino, y después el amor divino vuelve a reciclarse para concedernos el don de la vida terrenal. Es el ciclo del alma.
Mientras Colombina y Lorenzo tomaban notas, Sandro dibujaba. Era su manera de aprender, de recordar, y después expresaría estas enseñanzas por mediación de la pintura. Mientras el Maestro hablaba, Sandro dibujaba un paisaje con personajes que se movían en una especie de círculo, algo cíclico, del cielo a la tierra y viceversa.
—Ahora voy a enseñaros algo que tal vez no sepáis todavía. «El tiempo vuelve» pertenece a una serie de encarnaciones, desde el principio de los tiempos hasta el final de los tiempos, en las cuales las almas se encarnan con el fin de reunirse con su «familia espiritual», y en concreto con su única y verdadera pareja, la cual, como dice el Libro del Amor, es «su alma gemela».
—Maestro, ¿nosotros formamos una familia espiritual? —preguntó Colombina.
—¿Tú lo crees, querida?
Ella asintió.
—Amo a mi familia de sangre, por supuesto, pero esto es diferente. Cuando estoy con Lorenzo, Sandro, el maestro Ficino y vos, siento algo muy profundo y hermoso. Os quiero muchísimo, y en el fondo de mi corazón sé que somos una verdadera familia.
—«Lo único más dulce que la unión es la reunión» —citó Lorenzo de El Libro del Amor.
—Sí, hijo mío, y está claro para cualquiera que tenga corazón que esto es cierto en vuestro caso. Como escribió uno de los más grandes trovadores, tal amor se creó Dès le début du temps, jusqu’à la fin du temps. Repetidlo conmigo.
Los alumnos repitieron la frase hasta dominar la pronunciación. A partir de aquel día, las palabras de un trovador desconocido, que había interpretado canciones de amor perfecto para su dama, se convirtió en la verdad del vínculo entre Lorenzo y Colombina:
Desde el principio de los tiempos, hasta el final de los tiempos.
Más tarde, Sandro enseñó a Colombina y Lorenzo los dibujos que había hecho durante su clase tan especial. El primero era de Colombina: había plasmado su cabeza ladeada sobre el largo y hermoso cuello, mientras meditaba sobre la lección. Había dibujado con esmero sus largos y adorables dedos, entrelazados alrededor de su pluma.
—Es una postura que te he visto adoptar en otras ocasiones, y he intentado plasmarla de memoria —explicó Sandro.
Como artista magistral con buen ojo para la belleza, adoraba a Colombina como la musa en que se había convertido. De hecho, era la musa de todos ellos. En cada uno inspiraba un aspecto del amor diferente, según los explicaba la Orden. Para Lorenzo era eros y ágape al mismo tiempo, pues inspiraba el amor del corazón, el alma y el cuerpo. Para Sandro, era la musa de la belleza en su principio activo, una fuerza, como Venus, que transforma todo cuanto la rodea. Pero también era una hermana de espíritu, la esencia del amor conocido como philia. Para el Maestro de la Orden del Santo Sepulcro, se estaba convirtiendo en una musa especial, siguiendo el modelo de las mujeres del linaje que la habían precedido, las profetisas y escribas que no sólo conservaban las verdaderas enseñanzas, sino que contribuían a forjar un mundo nuevo. Además, era su hija, que por lo tanto le inspiraba el amor conocido como storge.
Juntos, maestro y alumnos compartían el amor que transforma el mundo mediante la acción y la compasión, llamado eunoia.
—Eres la musa suprema, Colombina. Lo eres todo para todos nosotros. Eres nuestra Magdalena.
Sandro le dio un beso en la mejilla. Pocas veces mostraba su faceta dulce a los demás, pero su alma de artista se había conmovido en lo más hondo mientras la contemplaba en la clase de hoy.
Lorenzo les miraba emocionado. Cogió el dibujo de Sandro y lo admiró de cerca.
—¿Puedo quedármelo? Es muy bonito.
—Temo que no, hermano. —Sandro se lo arrebató—. Lo utilizaré como inspiración para el rostro de futuras vírgenes y diosas de la fortaleza. Pero te aseguro que pintaré a nuestra Colombina muchas veces, en esta postura y en otras.
Careggi
1464
—LORENZO, TENEMOS UN enemigo.
Colombina había ido a reunirse con Lorenzo en el lugar acostumbrado, desde donde se desplazaban juntos a la villa de Ficino para ir a clase. Pero él notó que no era la de siempre. Lorenzo desmontó y la abrazó, mientras ella sepultaba la cabeza en su hombro y se ponía a llorar.
—¿Qué pasa, mi amor? ¿Qué ha sucedido?
Ella hipaba un poco a causa de los sollozos. Lorenzo lo habría considerado adorable en otras circunstancias, pero en aquel momento estaba muy preocupado por identificar y eliminar al enemigo.
—Alguien, ni se me ocurre quién puede ser, ha ido a ver a mi padre y le ha contado lo nuestro.
—¿Qué le ha contado?
Los hipidos se reanudaron, ahora más intensos.
—Oh, Lorenzo, es horrible, Mi padre me ha preguntado hoy si me había entregado a ti por completo. ¿Te imaginas oír semejante pregunta en labios de tu propio padre? Le dijeron que tú me convertirías en tu puta para demostrar el poder de los Médici, sólo para demostrar que puedes hacer cualquier cosa y conseguir todo cuanto deseas.
—¿Qué le dijiste?
—La verdad. ¡No! No me he entregado a ti por completo, aunque no hay nada que desee más en el mundo. Pero me prohibirá verte, Lorenzo. Me va a enviar a vivir a la ciudad, para que no me sienta tentada por ti o por tu bosque. ¿Qué haremos? No puedo soportar estar sin ti, sin Sandro y el Maestro…
Él la abrazó con fuerza y dejó que llorara, mientras le acariciaba el pelo para calmarla.
—No pasa nada, Colombina. Nunca estarás sin mí. Ya se me ocurrirá algo.
En aquel momento, no sabía qué, pero no había nacido Médici en balde.
—Lorenzo, eso está descartado. —Pedro de Médici se mostraba firme en sus afirmaciones. Lucrezia les miraba, angustiada, mientras la discusión continuaba—. No podemos enemistarnos con la familia Donati. Son poderosos y reverenciados, no sólo en Florencia sino en toda Italia.
—En ese caso, deja que me case con ella.
—Eso es imposible, hijo mío. —Pedro estaba exasperado. Él también era un Médici, y como tal no le gustaba perder en ninguna empresa, y ésta la iban a perder sin la menor duda—. Los Donati ni siquiera se pararán a pensarlo. ¿No crees que hablé de dicha posibilidad? Estuvo a punto de escupirme. Para ellos, somos comerciantes, y siempre lo seremos. No permitirán que su hija se case con un hombre que no sea portador de un apellido noble. Son gente anticuada, de miras estrechas.
—Ella es una Esperada —insistió Lorenzo—. Y ya sabes lo que dice el Libro Rosso: «Cuando la Esperada y el Príncipe Poeta se reúnan, alterarán el curso del mundo al unirse. Al igual que Salomón y la reina de Saba, descubrirán los secretos de Dios, y porfiarán en su misión de llevar el cielo a tierra».
—Su familia no cree en esas cosas. Ni siquiera comprenden de qué se trata, y si intentamos explicárselo, se presentarán a las puertas de Careggi con antorchas, pidiendo nuestra cabeza por herejes. Piensa, Lorenzo, piensa. Tenemos demasiado que perder, y no sólo nosotros. Hemos de proteger a la Orden y a nuestra misión. No podemos poner en peligro esas cosas, aunque eso signifique sacrificar tu felicidad.
—Entonces, ¿de qué sirven las enseñanzas de la Orden?
—¡Lorenzo!
Lucrezia no pudo disimular su estupor. Nunca le había visto mostrar falta de respeto por sus tradiciones espirituales.
—Quiero una respuesta, madre. Si el Libro del Amor enseña que Dios nos hizo a Colombina y a mí el uno para el otro en el principio de los tiempos, y que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre, ¿por qué hemos de separarnos?
Pedro intentó contestar.
—Las enseñanzas de Nuestro Señor también dicen que amemos al prójimo sobre todas las cosas, y los Donati son nuestro prójimo. Amenazan con declararnos la guerra y será mejor que les honremos alejándote de su hija. Es lo que hemos de hacer.
Lucrezia probó una táctica más suave.
—Lorenzo, comprendo que creas que la hija de los Donati es tu alma gemela. Los jóvenes sienten el amor con mucha intensidad, pero…
—Sé que es mi alma gemela, madre. Y ella lo sabe. Y Fra Francesco lo sabe. Por lo tanto, es necesario que alguien me ayude a comprender por qué hay que mantener separado tanto amor. ¿Por qué hay tantas historias de dolor y separación? Yo no quiero ser partícipe de una de esas historias. Quiero cambiarlas. Quiero alterar el modelo del universo. ¿No es ése mi destino? ¿No fue por eso que nací bajo una profecía que encarcela cada día de mi vida?
—¡Oh, Lorenzo! ¿Cómo puedes decir eso?
—Porque es verdad, madre.
—A veces, hijo mío —respondió Pedro—, nuestra obligación es ser nobles antes que felices. Mantener la paz con los Donati afecta a todas las familias de Florencia. No podemos volver a las rencillas que hemos dedicado tantos años a intentar eliminar. Si vamos a la guerra, la ciudad quedará dividida, y habrá derramamiento de sangre y conflictos entre los florentinos de generaciones posteriores. Tú y yo sabemos que no podemos permitir que eso suceda.
Todos dejaron de hablar cuando vieron que Cosme había aparecido en el umbral, con aspecto macilento y agonizante. Y aunque faltaban pocos días para su muerte, se erguía sin ayuda y su voz era fuerte. Despidió a Pedro y Lucrezia amable pero firmemente, indicando que deseaba hablar a solas con su nieto. Se acercó con Lorenzo al sofá y se sentó a su lado. Sus huesos crujieron, pero no pareció fijarse en ello. Como siempre, Cosme estaba muy concentrado cuando emprendía una misión.
—Lorenzo, quiero que pienses en algunos líderes de la Orden. ¡La gran Matilde estaba casada en secreto con el Papa! No pudieron estar juntos en público, jamás, en el curso de sus azarosas e importantes vidas. No obstante, descubrieron formas de cultivar su amor lejos de los ojos del mundo.
—¿Qué estás diciendo, abuelo? ¿Qué convierta a Colombina en mi amante, tal como teme su padre?
—Estoy diciendo que el verdadero amor encuentra su camino, Lorenzo. Sufro por ti, hijo mío. Me parte el corazón saber que tal vez nunca conozcas la verdadera felicidad y satisfacción, porque no puedas estar con la mujer que crees hecha para ti por Dios. Estoy diciendo que has de encontrar una forma de estar con ella. Y ella contigo. Has de apartarte de las normas que la sociedad ha creado para ti. Dios no creó esas normas. Lo hicieron los hombres. Lo hizo la Iglesia. ¿Qué normas elegirás obedecer? ¿Las de Dios, o las del hombre? ¿Dices que quieres romper los modelos periclitados y crear uno nuevo? Pues hazlo. Es parte de tu destino, muchacho.
Cosme hizo una pausa para recuperar el aliento, y meditó un momento antes de continuar.
—Hoy me he dado cuenta de que jamás te conté la historia de mi propia Magdalena, la hermosa mujer que es madre de Carlo.
Carlo era el hijo ilegítimo de Cosme, nacido de la escandalosa relación con una esclava circasiana. La esposa de Cosme, Contessina, había recibido al niño en su casa y le había tratado con suma bondad, para que se criara como un Médici y llevara el apellido familiar. Pero era una ley no escrita que no debía hablarse de los orígenes de Carlo.
—No hablo de ello en familia, porque es causa de gran disgusto para tu abuela, pero ya es hora de que sepas la verdad, hijo mío. La madre de Carlo es mi mayor alegría, y mi mayor dolor. Es el amor de mi vida, mi compañera perfecta. Y no obstante, es una esclava extranjera a la que nunca podré reconocer. Dime, Lorenzo, ¿en qué estaba pensando Dios? ¿Por qué creó a alguien tan perfecto para mí, y después hizo imposible que estuviéramos juntos?
Lorenzo se quedó estupefacto. Había creído conocer a Cosme más que nadie, y sin embargo estaba descubriendo ahora aspectos de la vida y carácter de su abuelo que jamás había sospechado.
—La conocí mientras me alojaba en Lucca en un viaje de negocios, hace muchos años. Era la esclava de una pareja noble. Si bien era la cosa más bonita que había visto en mi vida, me tranquilizó ver que el hombre no parecía darse cuenta. Creo que, en fin de cuentas, prefería los hombres a las mujeres. Como resultado, la chica no había padecido abusos a manos de un hombre, al menos desde que había sido vendida a esta familia. La trataban bien y gozaba de buen humor. Como llevaba algunos años en Toscana, su dominio del idioma era bueno. Excelente, incluso. Enseguida me di cuenta de que no era la típica esclava ignorante. Tenía inteligencia y ganas de aprender, como nunca había visto en una mujer. El humor chispeaba en sus ojos, y poseía una sabiduría impropia de su edad y origen.
»Me quedé en la casa una semana, pero después continué encontrando motivos para volver. Al cabo de varios meses me di cuenta de que estaba absoluta y totalmente enamorado de ella. Peor todavía, sabía que aquella mujer era mi «alma gemela», tal como dice la Orden y enseña el Libro del Amor. Pero ¿cómo? ¿Por qué? Al final me di cuenta de que daba igual. Dios la había puesto allí y yo la había encontrado, y ahora era yo quien debía decidir si podía estar con ella o no. Y las reglas del juego (la nobleza, la política, todo eso) decían que no. Yo estaba casado con Contessina. Tenía hijos. Y era Cosme de Médici.
Hizo una pausa para que Lorenzo asimilara la enormidad de sus revelaciones antes de continuar.
—Pero lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. De modo que compré la muchacha a la familia de Lucca por el triple de lo que habría costado en el mercado. Le compré una casa en Fiesole y la instalé allí como mi amante, donde reside a día de hoy. Me negué a llamarla por su nombre de esclava y empecé a llamarla María Magdalena, pues era mi Reina de la Compasión. Cuando las disputas políticas florentinas me agobiaban, me escapaba a casa de mi Magdalena y encontraba consuelo.
»Fue horrible arrebatarle a su pequeño Carlo. ¿No crees que ella deseaba criar a nuestro hijo? Pero también quería lo mejor para él, y sabía que entregarlo a la familia era el mayor don que podía ofrecerle. Y así, Lorenzo, mi Magdalena y yo hemos conocido grandes dolores y sufrimientos, pero… No cambiaría mis momentos con ella por nada del mundo. Es mi musa, mi gran amor. Y un día, cuando el tiempo vuelva, estaremos juntos de una forma diferente. Si Dios quiere y si conviene a su misión.
Lorenzo se quedó sin habla un momento. Se mordisqueó el labio mientras reflexionaba sobre todo lo que Cosme acababa de revelarle.
—¿Qué harías si estuvieras en mi lugar, abuelo? —preguntó.
Cosme respondió sin la menor vacilación.
—Le buscaría un marido.
—¿Qué?
Lorenzo estuvo a punto de chillar. Cosme compuso una expresión irritada.
—Deja de pensar como un crío mimado y empieza a pensar como un príncipe. Como un príncipe Médici. Has de ser más listo que tu enemigo. Siempre has de elegir una estrategia a un año vista, dos años, cinco. Los Donati no dejarán que veas a su hija, y mientras siga bajo el control de su padre, éste dictará cada paso que ella dé. Esto es así. ¿Cómo lo cambias? Alterando las circunstancias a tu favor. El control paterno deja de existir en cuanto se convierte en una mujer casada. Una matrona florentina, sobre todo de la clase social de los Donati, puede tomar sus propias decisiones acerca de cómo pasa su tiempo. Y si bien ya no podrá retozar contigo en Careggi, no existen motivos para que no pueda intimar con la familia Gianfigliazza. De hecho, la adorable Ginevra siempre está organizando actos de caridad, lo cual es un pasatiempo muy aceptable para una joven casada rica como Lucrezia Donati. Lo cual exigiría que pasara mucho tiempo en la Antica Torre de Santa Trinità. ¿Me has oído, muchacho?
Lorenzo asintió. No le gustaba, pero estaba empezando a aceptarlo. Cada día, aprendía más a pensar y actuar como un Médici.
Aquella noche, Lorenzo volvió a casa y se puso a escribir, transformando la tristeza mediante su arte, que era la poesía. Escribió los primeros versos de lo que llegaría a ser conocido como una de sus obras más importantes, el poema llamado «Triunfo».
¡Cuán dulce es la juventud,
y qué deprisa se esfuma!
Dejad que la gente sea feliz,
porque el futuro es inseguro,
el futuro es inseguro.
Cosme llevaba enfermo mucho tiempo. La gota, la gran maldición de los varones Médici durante muchas generaciones, había invadido su cuerpo durante el último año, lo cual dificultaba todo tipo de movimientos. Su incomodidad le irritaba, pero aún más la idea de que quedaba mucho por hacer y le quedaba muy poco tiempo para completar su misión.
Cuando Cosme supo que el final estaba muy cerca, reunió a su familia en la villa de Careggi, y se fue despidiendo de ellos de uno en uno, además de dar sus últimas instrucciones. El amigo más querido de Cosme, Poggio Brancolini, había fundado con él la comunidad platónica de Florencia, y también era un miembro importante de la Orden. Cosme y él habían pasado juntos horas incontables durante más de dos décadas, y habían influido en la sociedad florentina hasta lograr que fuera más culta, más tolerante y más amante del arte. Eran los humanistas esenciales y la inspiración de un mundo nuevo, que se estaba acercando gracias a su liderazgo en Toscana. Poggio fue a leerle la historia de Florencia que había escrito en latín.
—Os he incluido a ti y a tu padre en el libro —dijo Poggio—. Te dedicaré la primera edición, pues eres la historia viva de Florencia. Ha sido un placer llamarte amigo durante todos estos años.
Cosme apoyó una mano sobre la de Poggio.
—El placer es mío, pues has sido el amigo más leal y el compañero más brillante en humanismo y herejía. Rezo para que continúes fomentando la amistad que crece entre tu Jacopo y mi Lorenzo. Me gustaría que Lorenzo conociera en vida la bendición y la fuerza que supone ser amigo de un Bracciolini.
Poggio Bracciolini prometió velar por los dos muchachos y animarlos a estudiar juntos, pues tal vez un día gobernarían Florencia bajo los principios humanistas predicados por la Orden y los neoplatónicos. Perder a Cosme no sólo significaría algo doloroso para los Bracciolini, sino que afectaría a la comunidad florentina interesada en los progresos sociales y artísticos. Lorenzo tendría que asumir la responsabilidad de los Médici cuanto antes, si quería preservar el legado de su abuelo. Poggio confiaba en que su brillante hijo, Jacopo, apoyaría a Lorenzo cuando el joven asumiera el liderazgo de Florencia.
Poggio saludó con una inclinación de cabeza a Marsilio Ficino, quien estaba esperando en la puerta su turno de despedirse de Cosme, y se marchó después de besar a su amigo agonizante en ambas mejillas, mientras reprimía las lágrimas.
Ficino iba cada día para leerle el Corpus Hermeticum que acababa de traducir, el libro de sabiduría egipcia que tanto le gustaba a Cosme. Su cuerpo le fallaba, pero su mente nunca. Hasta el último aliento, Cosme estuvo dotado de una agudeza mental extraordinaria. Después de las lecturas de Ficino, hablaba del futuro de Lorenzo y de los planes para su extraordinaria misión, refundir las enseñanzas del mundo antiguo con las lecciones de la Orden, con el fin de dar a luz la nueva edad de oro.
Cosme pasó la mayor parte de sus últimos días con Lorenzo. Algunas jornadas, sus conversaciones consistían en serias lecciones sobre banca, política y los planes futuros de los Médici. Otros días, Cosme sólo deseaba que Lorenzo le leyera sus últimos escritos. Incluso a su corta edad, su poesía era lírica y profunda. Estaba alimentando el aspecto poético de su título. No cabía duda de que era el producto de una madre dotada, que le había transferido su talento.
—Ningún hombre se ha sentido jamás más orgulloso de un hijo que yo, Lorenzo —susurró Cosme el postrer día de su vida—. Ya me has deparado muchas alegrías, e intuyo tu promesa. Pero también temo que debas hacerte hombre muy deprisa. Tu padre necesitará que te conviertas de inmediato en un Médici hecho y derecho. Él se encargará del banco, pero tú… Has de ocuparte de todo lo demás, porque él ya no tiene tiempo. Trabaja con Verrocchio, mantén viva la escuela y guía a los angélicos. Has reunido ya un gran grupo de talentos. El arte salvará el mundo, hijo mío. Con la protección de los Médici.
El taller de Verrocchio estaba lleno de brillantes y prometedores artistas, todos los cuales habían sido elegidos y reclutados por Cosme y Pedro. Sandro era, por supuesto, la estrella del círculo artístico de los Médici, pero habían llegado nuevas promesas. El joven Domenico Ghirlandaio demostraba gran aptitud con los frescos, y una fuerte rivalidad se estaba gestando entre Sandro y él. Junto con Filippino, el hijo de Lippi, eran los enfants terribles del mundo artístico. Un nuevo y dotado artista de Umbria acababa de hacer acto de aparición, Pietro Vannucci, llamado el Perugino por la ciudad en que había nacido. Y había un muchacho en la cercana ciudad de Vinci que estaba despertando cierta atención. Se llamaba Leonardo. A Lorenzo no le faltaría trabajo.
Tomó la mano de su abuelo y le dio las gracias por todo cuanto le había dado. Sonrió a Cosme, aunque sus ojos oscuros estaban anegados en lágrimas.
—Abuelo —empezó, estrangulado por la tristeza que le embargaba en aquellos días finales—, de todos los dones que me has entregado, el apellido, las enseñanzas, la gran educación de los mejores profesores, ¿sabes cuál aprecio por encima de todos? Los momentos que hemos compartido. Los paseos por Careggi, las charlas sobre libros, la lectura de poemas. Lo que más agradezco es que seas mi abuelo. También será lo que más echaré de menos.
Y entonces, Lorenzo lloró desconsoladamente, mientras Cosme abrazaba a su amado nieto, le acariciaba el lacio pelo oscuro y lloraba con él, hasta que perdió la conciencia y murió.
El funeral de Cosme de Médici fue un asunto de Estado, y asistieron dignatarios de toda Europa para rendir homenaje al gran hombre. Todos los ciudadanos de Florencia se lanzaron a la calle aquel día, siguiendo el cortejo fúnebre que salió del palacio Médici en Via Larga hacia San Lorenzo. La gente cantaba palle, palle, palle, en referencia a las esferas, o bolas, que adornaban el escudo de armas de los Médici. Sirvientes con librea que exhibían el mismo escudo anunciaron la llegada del ataúd de Cosme, que Lorenzo y su padre cargaban a hombros como palafreneros, junto con algunos primos.
Andrea Verrocchio, que había sido llamado a toda prisa para diseñar el monumento funerario a Cosme de Médici, mostró dibujos de un hermoso mosaico de mármol taraceado con los colores oficiales de la Orden, rojo, blanco y verde, que ostentaría el sencillo pero notable epitafio:
PATER PATRIAE. PADRE DE LA PATRIA.
Por primera vez desde Cicerón, un ciudadano italiano había recibido derecho oficial a utilizar dicho título.
Verrocchio iniciaría la construcción del monumento de inmediato, después del entierro de Cosme de Médici debajo del altar de San Lorenzo. Trabajaría solo, pues su viejo amigo y gran maestro, Donatello, estaba tan abatido por la pérdida de su patrón, que había jurado no volver a trabajar.
«Mi único deseo es ser enterrado a los pies del gran Cosme», dijo Donatello ese día en tono doliente y de rodillas. No pudo ahogar un sollozo en la basílica, cuando el ataúd con los despojos mortales de su mecenas pasó delante suyo cuando era llevado a su morada final. «Encontraré un modo de servirle en el cielo para toda la eternidad».
Fiel a su palabra, Donatello no volvió a esculpir jamás, y dio la impresión de perder todo interés por la vida, tan profunda era su devoción por su patrón. Al cabo de dos años de la muerte de Cosme, se dejó morir. Con el fin de respetar su último deseo, fue enterrado al lado de su mecenas y amigo, el gran Cosme de Médici, en la basílica de San Lorenzo.
Careggi
1464
LORENZO HABÍA VISTO por primera vez al muchacho en la carretera que comunicaba la villa de los Médici con el retiro de Ficino en Montevecchio, pero apenas pensó en él cuando pasó a su lado y le saludó con la mano. Lorenzo siempre era amable con los criados. Y el chico tenía que ser un criado, pues ningún campesino se internaría tanto sin permiso en las tierras de los Médici. No reparó en que el muchacho, más o menos de su misma edad, aunque tal vez uno o dos años menor, tenía un rostro dulce y una sonrisa tímida, pero la familia no le habría contratado todavía de manera oficial. Sus ropas eran andrajosas y aún no le habían entregado la librea que utilizaban los demás en casa de los Médici. Sin embargo, un mozo de cuadra nuevo no era algo que fuera a ocupar la mente de Lorenzo, al menos hoy. Tenía muchas cosas de qué hablar con Ficino, y la última no era precisamente los sublimes poemas que acababa de descubrir, obra de un joven y desconocido escritor toscano.
Un mensajero había llegado a Florencia el día anterior con un manuscrito, desde la ciudad montañosa llamada Montepulciano. Contenía una carta de alabanza a Lorenzo y los Médici escrita por un hombre llamado Angelo Ambrogini, el cual afirmaba que su padre había muerto años antes al servicio de Cosme. El hombre apuntaba, con notable elegancia en la redacción, que deseaba ir a Florencia para servir a la familia como había hecho antes su padre. Si bien Lorenzo recibía muchas cartas semejantes, que proclamaban fidelidad inquebrantable a los Médici, ésta en particular le había impresionado sobremanera. Junto con la carta había una colección de poemas, de una calidad inigualable. El poeta, este tal Angelo, hacía honor a su nombre. No cabía duda de que era un angélico, un ser de talento sobrenatural en forma humana. Escribía tanto en latín como en dialecto toscano, al igual que Dante y Boccaccio… y Lorenzo. Hacía referencias a los griegos, tanto desde un punto de vista lingüístico como alegórico, que eran fluidas, literarias y de enfoque muy original.
Jamás una carta había emocionado tanto a Lorenzo. Pues si bien su familia y la Orden buscaban contribuyentes angélicos que defendieran la verdad y la belleza mediante el arte, no habían descubierto a nadie especial en el campo de la literatura. Ningún Dante se oteaba en el horizonte. Hasta ahora.
Descubrir quién era este ángel de Montepulciano, dónde había obtenido una educación tan notable y cómo traerle al redil era el principal objetivo de Lorenzo hoy. Mientras desmontaba, extrajo con sumo cuidado el manuscrito del morral, y entonces oyó la voz sardónica de su infancia detrás de él.
—¿Estudias?
Jacopo Bracciolini había continuado compartiendo las clases de Lorenzo con Ficino, siempre que sus horarios se lo permitían. Pero desde que su padre, Poggio, había prometido a Cosme en su lecho de muerte que fomentaría la amistad entre su hijo y Lorenzo, habían estado juntos con más frecuencia. Una rivalidad había nacido entre ambos muchachos, pues los dos eran brillantes, competitivos y habían sido educados en hogares de hombres famosos por su genio académico.
Lorenzo se dio una palmada en la frente. Había olvidado que Ficino esperaba que ambos le recitaran hoy el texto de La Tabla Esmeralda de Hermes Trismegisto. Y aunque a Lorenzo le gustaba estudiar el hermetismo detestaba memorizar porque sí. Además, le habían distraído tanto los elegantes poemas recibidos la noche anterior, que había olvidado por completo el examen.
La Tabla Esmeralda era un legendario objeto de la Antigüedad, y se creía que contenía los secretos del universo en clave. Los había grabado en una tabla de piedra verde el mismísimo dios Hermes. Un relato antiguo afirmaba que la gran Pirámide de Giza fue construida para albergar las enseñanzas de Hermes, al que los egipcios conocían por otro nombre, Thoth. Este legendario objeto de poderes sin cuento se guardaba en la cámara real. La humanidad había extraviado hacía mucho tiempo la tabla, aunque Cosme había enviado mensajeros por todo el mundo, en vano, para buscar su rastro. Había gastado el equivalente a varias fortunas en la búsqueda del tesoro perdido de Hermes.
Lo más cerca que estuvo Cosme de la legendaria tabla verde fue cuando leyó un documento del siglo X descubierto cerca de Constantinopla, una traducción al latín de los escritos originales. En qué idioma grabó Hermes la Tabla Esmeralda original era también uno de los grandes misterios de la historia. Debía ser un lenguaje simbólico, algo antiquísimo y perdido para la humanidad. No obstante, parte del texto se había transmitido gracias a la tradición oral durante incontables siglos.
Era esta traducción latina del siglo X, perteneciente a la tradición oral, la que los muchachos debían aprender de memoria para la lección de hoy. La tarde era hermosa, y el sol brillaba sobre las losas que conducían a casa de Ficino. Se sentaron en un banco de madera tallada bajo un arco de rosas blancas, enmarcado por naranjos plantados en macetas. El símbolo de los Médici, estos árboles aparecían con profusión en todas las propiedades de la familia. Hoy estaban en flor, y el dulce perfume de los brotes proporcionaba a la atmósfera un toque mágico.
Lorenzo rio.
—Oh, no. No he estudiado. Pero creo que me lo sé bastante bien, lo suficiente para que Ficino no se ponga de mal humor. ¿Y tú?
Jacopo empezó la prueba de memorización, para ver si Lorenzo iba a dar la talla.
—«Tabula Smaragdina. Verum, sine mendacio, certum et verissimum…»
Lorenzo tradujo al instante.
—«La Tabla Esmeralda. Lo que digo no es ficticio, sino digno de crédito y cierto…» —Lanzó el siguiente verso contra Jacopo—. «Quod est inferius est sicut quod est superius, et quod est superius est sicut quod est inferius, ad perpetranda miracula rei unius».
Jacopo sonrió satisfecho cuando tradujo.
—«Lo que está más abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo. Actúan para cumplir los prodigios del Uno».
Empezó a recitar los siguientes versos a Lorenzo, sin vacilar ni un momento.
—«Pater eius est Sol. Mater eius est Luna. Portavit illud Ventus in ventre suo».
—«Su padre es el Sol y su madre la Luna. El Viento lo lleva en su vientre».
Lorenzo se interrumpió, al darse cuenta de que era incapaz de recordar el siguiente verso. Hizo una pausa, mientras se devanaba los sesos para localizar el verso que faltaba y ganar la partida. Se estaba mordisqueando el labio, abismado en sus pensamientos, cuando una tercera voz se sumó al desafío. Era una voz desconocida, de un muchacho más joven, lo cual provocó que ambos pegaran un bote cuando habló desde detrás.
—«Nutrix eius Terra est». «Su nodriza es la Tierra».
Lorenzo lanzó una exclamación ahogada cuando vio que la voz (y el latín intachable) procedía de los labios del mozo de cuadra cubierto de polvo con el que se había cruzado en la carretera. El muchacho bajó la vista con timidez, pero consiguió añadir:
—Me encanta ese verso. Es muy hermoso. Un recordatorio de que la Tierra nos alimenta con su belleza.
Lorenzo extendió la mano y se presentó al muchacho, quien la tomó y estrechó con dulzura. Sus ojos, enormes y brillantes, ojos que habían visto muchas cosas pese a su corta edad, se llenaron de lágrimas.
—Sé quién eres —dijo.
Lorenzo no soltó la mano del chico. En cambio, aferró su hombro con la otra.
—Pues entonces estoy en desventaja, pues ignoro quién es este hermano que tengo delante, quién posee tal don de conocimientos y poesía siendo tan joven.
El chico lloraba sin disimulos, y cayó de rodillas a los pies de Lorenzo.
—He venido a servirte, Lorenzo. Y a estudiar con el maestro Ficino si me acepta.
Jacopo Bracciolini puso los ojos en blanco, exasperado por tanta adulación.
—Levántate, muchacho. No es ni un rey ni el Papa, tan sólo un simple Médici.
Le tomó de un brazo y Lorenzo del otro, y ambos pusieron en pie al muchacho.
—¿Cómo te llamas, hermano? ¿De dónde vienes? —preguntó Lorenzo con dulzura.
Se apartó el espeso cabello de la cara y se secó los ojos.
—Angelo —contestó en voz baja el desconocido—. Me llamo Angelo Ambrogini, y vengo de Montepulciano.
—Ah, chicos, veo que ya os habéis conocido. Maravilloso. Ahora podremos empezar en serio. Eso es bueno, porque al gran Hermes no le gusta esperar.
Marsilio Ficino, sin que le vieran, había presenciado la conversación entre el recién llegado Angelo Ambrogini y los chicos mayores. Le complació ver que Lorenzo aceptaba de inmediato al muchacho, y confió en que Jacopo le imitara, pues necesitaba el estímulo de mentes tan brillantes como la suya. Había pocos intelectos que pudieran resistir la comparación con la de este muchacho. Ficino llevaba años observando a Angelo, a instancias de Cosme. Su padre había sido asesinado en el curso de una reyerta familiar, apuñalado brutalmente delante de Angelo cuando era pequeño. Los Ambrogini habían sido fieles criados de los Médici durante dos generaciones. En la época en que Cosme estuvo exiliado y las reyertas asolaban Florencia, el patriarca de los Médici se había alojado con la familia en Montepulciano. Allí tuvo la oportunidad de observar al tímido pero brillante niño, que ya demostraba poseer un intelecto destacado. Cosme habló de las aptitudes del muchacho con su padre, y se quedó asombrado al saber que ya estaba versado en latín y dominaba el griego. Era como si Lorenzo tuviera un hermano gemelo, nacido unos cuantos años después al otro lado de Toscana.
Tras el brutal asesinato de su padre, Angelo recibió una educación que Cosme sufragó en secreto, y Ficino supervisó. Antes de caer enfermo, Cosme había intentado que el joven Angelo fuera a vivir a casa de los Médici. Las circunstancias se interpusieron, y el joven y brillante intelecto empezó a languidecer en las tierras remotas de la Toscana. Cuando Angelo escribió a Ficino desesperado, el tutor envió las cartas a Lorenzo. Ficino no quiso abogar por el chico, pues prefería ver si Lorenzo seguía los pasos de su abuelo como mecenas indiscutible de las artes. ¿Reconocería el talento angélico desde el primer momento? ¿Era igual, cuando no superior, a su abuelo en lo tocante a descubrir y cultivar talentos?
Ficino se emocionó al comprobar que, a la tierna edad de quince años, Lorenzo era muy capaz de desempeñar el papel único al que sólo él podía aspirar. Estaba convirtiéndose en el Príncipe Poeta en todos los sentidos del título.
Lorenzo y Jacopo miraban fijamente a Ficino, sorprendidos al enterarse de que había estado esperando a Angelo. El preceptor sonrió y les invitó a entrar, mientras Sandro Botticelli se reunía con ellos para la clase. Saludó a Jacopo cuando entró y se presentó a Angelo. Sandro sabía que cada minuto que podía pasar con Ficino le convertía en un pintor mejor, pues adquiría más elementos narrativos para combinar en su obra. Asistía a las clases de Ficino siempre que era posible. Y si bien a Sandro no le caía muy bien el arrogante heredero de los Bracciolini, notó por la expectación reinante que no debía perderse la clase de hoy.
—Bien, chicos. La Tabla Esmeralda nos espera.
Ficino les condujo hasta una antecámara más grande que servía de aula. Repitió la prueba de memorización que Jacopo y Lorenzo habían estado practicando en el jardín. Si bien ambos muchachos superaron el examen, ninguno fue tan rápido o fluido como Angelo Ambrogini, ni en memorización ni en comprensión del contexto.
—«Lo que está arriba es como lo que está abajo» —enunció Ficino—. ¿De qué otra forma podemos expresar esas palabras, cosa que hacemos a menudo?
Lorenzo contestó al punto.
—Así en el cielo como en la tierra.
—Precisamente. ¿Y qué nos dice esta frase sobre la correlación entre las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo y las enseñanzas de los antiguos?
—Que todo es correlación sin separación —terció Jacopo. Era la teoría favorita de Ficino, y todos sus estudiantes la conocían bien.
—¿Y?
Ficino miró a Angelo. Sentía curiosidad e impaciencia por saber adónde conduciría el muchacho a aquel par durante la discusión. Aunque tanto Lorenzo como Jacopo eran brillantes, habían desarrollado una pauta de interacción entre ambos, que muy a menudo era más una cuestión de rivalidad que de aprendizaje. Sandro era un estudiante silencioso, y hablaba muy pocas veces en clase. Un intelecto de más añadido a la mezcla tal vez fuera lo que Lorenzo necesitaba para auparle al siguiente nivel de aprendizaje.
Angelo miró a sus compañeros de clase y vaciló. Era el recién llegado, y el más joven. Era de una clase social muy inferior, y se sentía inseguro. Lorenzo lo intuyó y le animó.
—Adelante. Dile lo que piensas, Angelo.
—Creo que da igual.
Hablaba en voz queda pero firme, y los demás, profesor y estudiantes, guardaron silencio ante su elocuencia.
—Toda sabiduría procede de Dios y es la verdad. Da igual que proceda de Hermes o de Jesús, o quién lo dijo primero o en qué idioma. Por eso la Tabla Esmeralda se abre con las palabras «Lo que digo no es ficticio, sino digno de crédito y cierto». Porque ésa es la naturaleza de toda ley divina.
—¿Significa eso que Jesús era un estudioso de la Tabla Esmeralda? —preguntó Ficino—. ¿Conocía las enseñanzas griegas? ¿Es eso una herejía?
—No soy sacerdote y no puedo deciros si es herejía —se limitó a contestar Angelo—, pero repito que da igual si Jesús obtuvo esta sabiduría de un filósofo helenista o del mismísimo Dios. La verdad pura y perfecta de la vida es que estamos aquí para crear el paraíso en la tierra, para traer la perfección de arriba aquí abajo, y de paso transformarnos de seres humanos en algo grande y hermoso.
Lorenzo estaba inclinado hacia Angelo, en sintonía perfecta con lo que estaba diciendo. Intervino.
—Para convertirnos en anthropos completos. —Se apresuró a explicar el término a Angelo—. Humanos completos, nuestro estado más perfecto. Estar realizado por completo es saber quién eres y qué estás haciendo aquí, cumplir activa y conscientemente la promesa hecha a Dios y a ti mismo, y encontrar al prójimo en tu familia del alma y ayudarle a hacer lo mismo.
—Anthropos es una palabra griega, lo sé —contestó Angelo—, pero ignoro el contexto en que la utilizáis.
—Pues tendremos que enseñarte —dijo Lorenzo—. Del mismo modo que tú pareces enseñarnos a nosotros.
Sandro había guardado silencio durante toda la clase, aunque Lorenzo sabía muy bien, pues le conocía mejor que nadie, que había estado dibujando todo el rato. Sandro volvió la página y reveló que su lápiz estaba bosquejando a Angelo. Había plasmado al muchacho como Hermes mirando al cielo. En una mano sostenía una vara, y daba la impresión de que estaba agitando las nubes con ella.
Angelo enrojeció al contemplar la belleza del dibujo.
—Me honras al compararme con Hermes.
—Dibujo lo que veo, hermano. Y lo que veo es tu genialidad, que nos alerta a los de abajo sobre la belleza de arriba, pero también te veo alterando un poco la tranquilidad de la aburrida Florencia. Que, por cierto, es un elemento delicioso.
Jacopo Bracciolini parecía irritado por las alabanzas vertidas sobre el recién llegado, pero se mordió la lengua. Los Médici eran famosos por adoptar a poetas y filósofos errantes como mascotas.
—Bienvenido a nuestra familia espiritual, hermano —dijo Lorenzo, al tiempo que asía las manos de Angelo. El muchacho estaba decidido a no volver a llorar, pero por primera vez desde la muerte de su padre, Angelo Ambrogini experimentó algo cercano a la alegría.
Mientras la clase continuaba, Marsilio Ficino sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal. No era profeta, pero había visto mundo suficiente para saber que, en presencia de aquellas tres luces resplandecientes (el príncipe, el pintor y el poeta), se hallaba en el umbral de una nueva era. Florencia estaba a punto de renacer, y toda Italia la seguiría, y tal vez el resto del mundo también.
Ficino no había dejado de observar que Jacopo Bracciolini, pese a su inteligencia, era ajeno por voluntad propia a aquella asombrosa trinidad. Jacopo, pese a su padre excepcional, no se integraba en la familia espiritual que se estaba gestando aquí. Era un joven dotado de un gran intelecto, pero Ficino le había observado con detenimiento a lo largo de los años. Había reparado en que, si bien Jacopo ponía a pleno rendimiento su ágil cerebro, parecía absolutamente incapaz de conectar con su corazón.
Florencia
1467
COLOMBINA CORRIÓ AL vestíbulo con el corazón en la garganta. Su hermana, Constanza, le había anunciado sin aliento que el misterioso Fra Francesco se había presentado en la casa de la ciudad de los Donati. ¿Qué estaría haciendo en casa de sus padres? No se trataría de un asunto oficial de la Orden. ¿Le habría pasado algo a Lorenzo?
—¡Maestro! Nos honráis con vuestra presencia. ¿Qué os trae?
—Pasaba por aquí.
Su porte relajado la tranquilizó, y sonrió con afecto al anciano.
—Sois un hombre demasiado grande para ser un buen mentiroso.
Él le devolvió la sonrisa y se encogió de hombros.
—Y tú eres demasiado joven para ser tan sabia. Pero como lo eres, te diré la verdad. ¿Sabías que, cuando te paras en el Ponte Santa Trinità precisamente a mediodía, el sol brilla en el centro del Ponte Vecchio? Vaya coincidencia. Ahora es casi mediodía.
Colombina le guiñó el ojo.
—Una buena chica florentina ha de saber tales cosas. Voy a buscar mi capa, y me lo enseñáis.
Colombina y Fra Francesco pasearon por la orilla del Arno, y atravesaron el barrio de Lungarni que bordeaba el río en dirección al puente de Santa Trinità. Santa Trinità se había convertido en un código para la Orden, teniendo en cuenta su relación con los primeros días de la Orden en Florencia. Era el lugar en que los miembros actuales asistían a ceremonias secretas que celebraban sus preciadas tradiciones. Cuando se hablaba de Santa Trinità, había que proceder con discreción.
El Maestro abordó el delicado problema.
—Me han dicho que tu padre quiere desposarte. Pronto.
Colombina se limitó asentir.
—Sí, y no con Lorenzo.
—Lo suponías.
—Sí, Maestro. Siempre he sabido que no me dejarían casarme con Lorenzo. No es… nuestro destino.
—Mmmm. ¿Qué te hemos enseñado acerca del destino, hija?
—Que las estrellas nos guían, pero no nos imponen su tiranía. Es nuestro libre albedrío lo que determina el resultado de todas las cosas. Dios no nos impone su voluntad, sino que nos informa sobre ella y nos permite elegir si deseamos obedecerla.
—¿Cuál es la frase latina que representa esta idea?
—Elige magistrum. Elige a tu maestro.
—Correcto, y bien dicho. ¿Quién es tu amo, pues? ¿Tu corazón? ¿El destino de Lorenzo? ¿La voluntad de Dios? ¿El futuro de Florencia? ¿Dónde te encuentras en esta situación?
Colombina miró hacia el río. El sol de mediodía se reflejaba en el agua y brillaba en dirección al venerable Ponte Vecchio, tal como había dicho Fra Francesco. Nunca se equivocaba, ni siquiera en esos detalles.
—Dios ha trazado el destino de Lorenzo desde que nació. Desde antes de que naciera. Mis padres han sido sinceros en su actitud hacia mi futuro. Creen que sólo puedo casarme con el heredero de alguna familia aristocrática, y los Médici han de dejar paso. Nuestro libre albedrío consiste en decidir si podemos vivir con esa decisión o no. Hemos de elegir.
Fra Francesco asintió.
—No obstante, Lorenzo me habla, muy en serio, de fugarse. Prefiere elegir el amor y abandonar su destino. Lo tiraría todo por la borda con tal de estar contigo.
—No lo haría, Y yo no se lo permitiría, aunque lo dijera en serio, cosa que no es así.
Las lágrimas acudieron enseguida a los ojos de Colombina, abundantes. Se tapó la cara con la capa y lloró un momento.
—Oh, Maestro, esto es muy duro. Quiero ser fuerte para Lorenzo, pero sólo pensar en verle casado con otra mujer me da ganas de tirarme desde este puente. Soñamos con estar juntos, con escapar de las responsabilidades de nuestro destino, pero ambos sabemos que nunca haríamos algo semejante. Seguirá los pasos del Pater Patriae, tan seguro como que es el nieto de Cosme y un príncipe nacido en enero.
—Las dos circunstancias que has mencionado son obra de Dios, y por consiguiente fruto de la voluntad divina y del destino de Lorenzo. ¿Qué dicta eso a su naturaleza como resultado?
Lucrezia se secó la cara mientras recuperaba la compostura, siempre pensando en complacer a su maestro.
—Está gobernado por Saturno, el planeta de la obediencia y el sacrificio, el planeta del padre y la paternidad. Su principal prioridad es y será siempre su familia y las obligaciones relacionadas. Además, como heredero de Cosme ha de… cargar con todo eso, aparte de gobernar Florencia. Lorenzo siempre sacrificará su felicidad personal con el fin de cumplir sus responsabilidades. Semper. Siempre.
—Sí, hija mía, tienes razón. Dios sabía lo que hacía cuando Lorenzo nació en aquella fecha y en aquel momento. Entregó un príncipe a Florencia que no daría la espalda a su destino. Pero veo que también nos dio una princesa que sería igualmente valiente y fuerte para cumplir el suyo.
»Porque, dulce criatura, tu destino y el de Lorenzo están entrelazados, y por eso naciste en el equinoccio, en la cúspide de Piscis y Aries, el punto alfa-omega del zodíaco, el principio y el fin. Piscis te concede la conciencia inconsciente de oír con claridad y sentir hasta lo más hondo. Aries te concede la fuerza, la determinación y la valentía de cumplir tu misión, incluso cuando es muy difícil.
Colombina asintió, aceptando su papel en aquel drama escrito por Dios.
—No le fallaré. No fallaré a Florencia, y no fallaré… a nuestras creencias. —Miró a posta en dirección a Santa Trinità, y a la torre de piedra de la familia Gianfigliazza que se alzaba al lado del monasterio con su hermosa iglesia, antes de terminar su pensamiento—. La obra de la Orden significa ahora más para mí que cualquier otra cosa. Es lo primordial. Pero Maestro, el dolor es muy intenso.
—Lo sé, querida, lo sé. He venido a repetirte las últimas palabras de Cosme, relacionadas contigo.
Colombina lanzó una exclamación ahogada.
—¿Pater Patriae? ¿Habló de mí cuando agonizaba?
—Oh, sí, querida mía. Me encargo deciros a ti y a Lorenzo que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. Y si bien no podéis casaros según las leyes de los hombres, sois libres para hacer lo que deseéis según las leyes de Dios.
Colombina se quedó estupefacta. No estaría insinuando…
Fra Francesco desvió la vista hacia Santa Trinità.
—Ginevra Gianfigliazza tiene la llave. Mañana por la noche se la puedo entregar a Lorenzo para que se una contigo. Al fin y al cabo, el matrimonio secreto es una especie de tradición dentro de la Orden.
Se refería, por supuesto, a la más infame de las bodas secretas, la de Matilde de Toscana con el papa Gregorio VII. Era una leyenda en Toscana, y una de las historias más sagradas de la Orden.
Colombina tartamudeó, sin saber qué decir. Le estrechó entre sus brazos y se puso a llorar, mientras no cesaba de darle las gracias.
—De nada, querida mía. Y en cuanto al futuro, cuando todo parezca muy oscuro, quiero que sepas que siempre estaré a tu disposición. A vuestra disposición. Semper. Y sobre todo, recuerda esto: cuando reina la oscuridad más absoluta, es cuando las estrellas se ven con más claridad.
Santa Trinità
1467
EL INTERIOR DE la iglesia que había sido el centro secreto de la Orden desde los días de Matilde brillaba a la tenue luz de una docena de velas. Habían decidido celebrar la ceremonia con discreción en una de las pequeñas capillas laterales, en la que estaba plasmado Jesús coronando a su bienamada, María Magdalena, como su esposa y su reina. Lorenzo y Colombina se erguían juntos en el espacio central, uno frente al otro, con las manos extendidas entrelazadas, mientras el Maestro estaba a un lado, con el Libro Rosso abierto por una página del Libro del Amor. Daba la impresión de que leía, aunque no era necesario, pues se sabía el texto de memoria desde hacía más años de los que podía recordar.
Lorenzo, a quien el Maestro había instruido sobre la ceremonia mientras se desplazaban desde Careggi a Florencia, recitó a Colombina el poema de Maximino con todo su amor.
Te he amado antes,
te amo hoy,
y volveré a amarte.
El tiempo vuelve.
Rodaron lágrimas por las mejillas de porcelana de Colombina cuando repitió las mismas palabras a Lorenzo en un susurro. A partir de aquel momento, sucediera lo que sucediera, estaban unidos ante Dios.
Una vez pronunciados los votos, Ginevra Gianfigliazza, respetada maestra de la Orden, conocida como la Maestra del Hierosgamos, empezó a cantar una canción francesa trovadoresca sobre el amor que la legendaria Matilde había incluido en su ceremonia de boda secreta con el papa Gregorio VII. La voz de Ginevra era dulce y clara cuando cantó:
Te he amado durante mucho tiempo.
Nunca te olvidaré…
Dios nos hizo el uno para el otro.
Cuando Ginevra terminó la canción, el Maestro invitó a la pareja a intercambiar los regalos nupciales tradicionales: pequeños espejos dorados, que la Maestra del Hierosgamos había conseguido a tiempo para la ceremonia. Fra Francesco recitó una de las sagradas doctrinas de la unión mientras tanto.
—En vuestro reflejo, encontraréis lo que buscáis. Cuando os convirtáis en Uno, encontraréis a Dios reflejado en los ojos de vuestro amado, y a vuestro amado reflejado en vuestros propios ojos.
El Maestro concluyó la ceremonia con las hermosas palabras del Libro del Amor, que también estaban incluidas en el Evangelio de Mateo: «Así que ya no son dos, sino uno solo. Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».
Se volvió hacia Lorenzo.
—El novio puede dar ahora a la novia el nashakh, el beso sagrado que une los espíritus.
Lorenzo estaba llorando cuando estrechó entre sus brazos a Colombina y la apretó contra sí. El que habría debido ser el momento más gozoso de sus vidas estaba teñido de una profunda tristeza. Pues si bien sabía que sólo Colombina sería la esposa de su corazón, también sabía que pronto llegaría el alba, y que las crueles realidades en las que habían nacido les separarían. Su matrimonio sólo sería válido para ellos. Daría igual cuando salieran de aquella capilla. Era un secreto que compartían, una pequeña muestra de rebelión en la que podrían aferrarse a la verdad de su mutuo amor. Con independencia de lo que les dictara el destino, sabrían que estaban unidos en un vínculo espiritual que sólo Dios podía deshacer.
Pero todavía cierta felicidad esperaba a la joven pareja. Pasarían la noche en la Antica Torre, el hogar de la familia Gianfigliazza, donde la Maestra del Hierosgamos les instruiría en su práctica, antes de cerrar la puerta y permitir que gozaran de su intimidad. La familia Gianfigliazza era una de las más ricas y estimadas de Toscana, de modo que los padres de Colombina no vacilaron cuando Ginevra solicitó que Lucrezia se alojara una noche en su legendaria mansión familiar. Era una invitación social codiciada que los astutos Donati jamás rechazarían.
Y así fue que Lorenzo y Colombina se unieron aquella noche, casados ante los ojos de Dios y de los suyos propios, fundiendo sus espíritus mediante la carne. Ambos lloraron de dicha y éxtasis, y juraron entre lágrimas que nada les separaría jamás.
El Libro Rosso era muy claro en lo referente a las enseñanzas de Salomón y la reina de Saba: «Una vez se consuma el hierosgamos entre almas predestinadas, los amantes nunca se separan en espíritu».
Galería de los Uffizi
En la actualidad
MAUREEN LANZÓ UNA exclamación ahogada cuando entró en el enorme salón conocido como la sala Botticelli, la atracción principal de la colección de los Uffizi. Era abrumadora, engalanada con los cuadros más exquisitos y míticos del Renacimiento. En mitad de la sala había una isla de otomanas, destinadas a contemplar las obras con veneración.
—Recordad que hoy no somos turistas, y no intentaremos asimilar y comprender todos y cada uno de los cuadros de esta sala. Sería una temeridad. Cada uno de estos cuadros merece muchos días por separado, pues están henchidos de conocimiento, intención y emoción. De modo que, por más que os sintáis tentados de pasear y abarcarlo todo, os suplico que no lo hagáis. Prometo que regresaremos cada día de vuestra estancia para continuar las clases con nuevas pinturas. Este planteamiento es el más apropiado. Debéis creerme.
Tammy tragó saliva y dio un codazo a Maureen. Estar en esta sala y no ver todas las obras de arte, aunque sólo fuera en diagonal, sería una especie de tortura para cada uno de ellos.
—En esta sala percibes el talento de ese hombre, su compromiso —dijo Maureen—. Crear este arte en el tiempo que dura una vida es asombroso. Parece increíble.
—Y tan sólo es una ínfima parte de la obra de Sandro —contestó Destino—. Fue mucho más prolífico de lo que la gente supone. Un auténtico ser angélico en el cuerpo de un hombre. En vida pintó cerca de doscientos cuadros. Por contra, Leonardo da Vinci ejecutó unos quince. Y no obstante, el hombre de la calle habla de Leonardo como el artista más grande del Renacimiento. ¡Es un crimen!
Destino era pocas veces categórico, de modo que todos se quedaron estupefactos al oírle desdeñar a Leonardo de aquella manera.
—Nuestro deber es enderezar los yerros de la historia, y el escaso reconocimiento del verdadero genio de Botticelli es uno de ellos —prosiguió el anciano al ver sus expresiones de incredulidad—. Os explicaré, y os enseñaré, más al respecto. Venid aquí.
Guió al grupo hasta detenerse ante la Anunciación de Botticelli. Los cuadros de la Anunciación fueron muy populares en la Italia medieval y renacentista, pues plasmaban el momento del Evangelio de Lucas en que el arcángel Gabriel se aparece a la Virgen para anunciarle que va a dar a luz al Hijo de Dios.
La virgen de la obra maestra de Botticelli poseía una dignidad sin igual: elegante y fuerte, aunque claramente henchida de humildad en el momento de la divina anunciación. El arcángel Gabriel, exaltado como si estuviera en el cielo, estaba de rodillas delante de María, en honor a su gracia y posición.
—Poneos ahí, delante del cuadro. —Destino les guió hasta el lugar más adecuado para percibir la esencia de la imagen—. Permitíos sentir el poder de este momento. No admiréis esta obra de arte sólo con los ojos. Admiradla con vuestro corazón y vuestro espíritu. Dejad que susurre a vuestra alma. Fue creada de forma que lograra inspirar todas estas cosas, para los que tengan oídos para oír.
Todos se quedaron parados ante la Anunciación, y la experimentaron de una forma nueva. Destino les observaba con atención, y percibió que Roland y Maureen conectaban enseguida. Ambos tenían lágrimas en los ojos cuando la enormidad del momento, capturado a la perfección por Botticelli, empezó a insinuarse en su interior. Tammy y Peter no les iban a la zaga. En cuestión de dos minutos, todos tenían los ojos anegados en lágrimas.
—El arte es experimentar. Cuando una fuerza angélica lo crea, trasciende lo visual y llega a ser visceral. ¿No?
—Sí —susurró Maureen, todavía atrapada en el momento expresado en arte, el momento en que una mujer acepta la enormidad de su promesa de dar a luz al salvador del mundo y todo cuanto significará para ella, y para la humanidad.
—Ahora que os halláis en este estado de arrobo, seguidme a la siguiente sala. Vamos a realizar una comparación.
Atravesaron la sala de Botticelli y entraron en la sala 15 contigua. En la pared del fondo había otra Anunciación. Era hermosa, sin duda, pero de una naturaleza muy diferente a la de Botticelli.
—Paraos aquí, delante del cuadro, y decidme qué sentís.
Todos admiraron la hermosa pieza, pero fueron incapaces de recuperar la sensación de arrobo y cercanía que les había inspirado el arte de Botticelli.
—No siento nada —dijo Peter—. Desde un punto de vista intelectual, veo que es bella y puedo admirarla como un gran logro, pero no me evoca ningún sentimiento.
Los demás asintieron.
—No suscita emoción —dijo Maureen—. La virgen es hermosa, pero da la impresión de estar hecha de mármol. Es fría, lejana. No me inspira ningún sentimiento.
En esta versión de la Anunciación, María tenía un libro delante de ella sobre un atril, y su mano descansaba sobre él como si no quisiera olvidar un párrafo.
—Parece que esté más preocupada por olvidar en qué párrafo del libro se encontraba —observó Tammy—, como si el ángel la hubiera interrumpido y esté esperando a que se marche para reanudar la lectura.
—También se echa de menos la reverencia hacia Nuestra Señora —comentó Roland—. Aquí, Gabriel parece un personaje más fuerte, o al menos su igual. El cuadro no transmite la gracia de María.
Destino asintió.
—Es imposible comunicar lo que nunca se ha sentido. Este artista no reverenciaba a las mujeres ni estaba unido emocionalmente a la idea de la Anunciación. Si bien el cuadro está ejecutado a la perfección en términos artísticos, no enseña nada, no afecta ni emocional ni espiritualmente, ni emociona.
—Mientras que con Botticelli —intervino Maureen—, sientes este amor por el tema y por la mujer a la que está pintando.
—Sandro amaba y reverenciaba a las mujeres. Estaba apasionadamente comprometido con la idea de celebrar la divinidad de la feminidad. Eso es algo que sentís en su obra, por eso este artista os deja fríos.
—¿Quién es el artista? —preguntaron Tammy y Maureen al mismo tiempo.
Destino continuó desarrollando la argumentación que había insinuado en la sala de Botticelli.
—Os he enseñado el arte de Sandro Botticelli y el arte de Leonardo da Vinci. Uno era un genio de la técnica, el otro un maestro angélico. Ahora ya sabéis la diferencia.
Destino les condujo de nuevo hasta la sala de Botticelli, y después recorrieron el perímetro, de forma que les fue indicando una serie de Vírgenes, todas las cuales tenían la cabeza ladeada de forma similar, la piel de porcelana y los ojos avellana claro. Una vitrina en el centro de la sala contenía dos pequeños cuadros de la vida de Judit, la heroína del Antiguo Testamento, después de haber asesinado y decapitado al gigante llamado Holofernes, que aterrorizaba a su pueblo. Estaba claro que la misma hermosa muchacha había sido la modelo de la feroz Judit en esta obra.
—¿Es Colombina? —preguntó Maureen. Destino asintió—. ¿Por qué nunca hemos oído hablar de alguien que inspiró tantas obras de Botticelli? Es obvio que estos cuadros plasman a la misma modelo, si te fijas bien.
—Por dos motivos —contestó Destino—. El primero es que Colombina era un personaje demasiado controvertido para que la historia documentara sus actos. El segundo es que Botticelli descubrió más adelante a otra musa, más famosa, que oscureció a las demás.
Les guió hasta otro de los cuadros más míticos de la historia del arte. En El nacimiento de Venus, una hermosa diosa desnuda llega a la tierra, de pie sobre una venera, mientras su pelo dorado flota sobre su cuerpo.
—Amigos míos, permitidme presentaros a una hermana del pasado, Simonetta di Cattaneo Vespucci. Pero podéis llamarla Bella, como hacían entonces.
Génova
1468
EN UNA FAMILIA famosa por la belleza de sus mujeres, la joven Simonetta Cattaneo era la joya de la corona. Nunca habia existido una muchacha más adorable, tan exquisita de facciones y tez. El cabello era el elemento de su apariencia que todo el mundo comentaba: a la edad de diez años, le colgaba hasta la cintura en tupidas ondas albaricoque, un asombroso color melocotón dorado, que no era rojo del todo, ni rubio en el sentido tradicional. Como todas las demás características de la joven conocida por el mote de la Bella, sus ojos también obedecían la orden de Dios de que ninguna mujer viva podría compararse con Simonetta. Eran de un azul casi translúcido con motas cobrizas, y destellaban con la dulzura de su buen humor.
La piel de Simonetta no era la habitual de las mujeres italianas, incluso de un linaje tan antiguo. Era de un tono crema intenso, sembrado de pecas distribuidas en lugares estratégicos del cuerpo y la cara. Su familia las llamaba «besos de ángel», porque eran como dulces signos de puntuación que resaltaban la belleza concedida por la divinidad. Era alta, incluso de niña, de miembros flexibles y esbeltos, y se movía con la gracia de un sauce mecido por las primeras brisas de primavera.
Y no obstante, pese a todas sus perfecciones físicas, Simonetta era igualmente impecable de carácter. Era una muchacha dulce y muy sensible. Durante muchos años, su madre contaría la historia de que había oído llorar a su hija una tarde de primavera, la buscó con desesperación cada vez mayor y oyó que los sollozos de Simonetta se intensificaban. La descubrió llorando como una posesa en la rosaleda, sentada entre un mar de brotes coloridos. Rosas en tonos crepusculares rojos y naranja florecían a su alrededor, enmarcada en un mar de brotes blancos más pequeños. Aquel día había mariposas en el jardín, de grandes alas amarillas con dibujos negros que revoloteaban alrededor de la cabeza de Simonetta. La escena era idílica y hermosa, y la jovencita del reluciente cabello albaricoque había alzado su cabeza al sol. Lloraba sin poder contenerse.
—¿Qué pasa, hija mía?
Madonna Cattaneo corrió hacia su hija y la rodeó con sus brazos, mientras el cuerpo de la muchacha se agitaba contra el de ella. La niña se esforzó en hablar entre lágrimas.
—Es tan… bonito —sollozó Simonetta, mientras se desprendía de su madre para señalar el jardín—. Las flores, las mariposas. Todo lo que Dios ha creado para nosotros. ¿Puede existir algo más bello que esto? Debemos ser muy bienaventurados para que Dios nos quiera tanto.
La niña Simonetta lloraba de alegría por la creación de Dios, y por la belleza del mundo. Permaneció firme en su agradecimiento a la preciosa naturaleza de la vida en la tierra cada día de su existencia. Aquel encanto de su ser interior irradiaba, brillaba como un faro que un día iluminaría el mundo, e influiría en millones de personas durante siglos futuros. Pero aquel día en el jardín, se estaba decidiendo el papel de Simonetta como futura musa del Renacimiento.
La noche anterior, sus padres habían estado sopesando las opciones matrimoniales de su hija. Era una Cattaneo, lo cual bastaba para conseguir el mejor partido en cualquier rincón de Italia. Pero que poseyera una belleza exquisita era una virtud muy superior a joyas y florines. La belleza era necesaria para negociar un matrimonio dentro de una de las familias florentinas estratégicas. Casarse en Florencia no era tarea fácil para una familia forastera. Era una cultura que exigía belleza, inteligencia e ingenio a las mujeres, además de una dote considerable y contactos familiares. Era bastante más fácil casar a una muchacha fea en Roma o en las regiones de Lombardía, siempre que contara con dinero e influencia paterna. No era tal el caso en Florencia.
La familia Cattaneo pertenecía a la realeza de la antigua ciudad de Génova. Descendía de una antiquísima dinastía romana, en el que las mujeres desempeñaban un papel secreto pero poderoso. Eran maestras y sanadoras, profetisas con un legado oculto de oraciones y tradiciones que se remontaban a los albores de la cristiandad. Las mujeres Cattaneo llevaban un símbolo entretejido en su ropa y grabado en sus joyas, representación de su legado. Era un dibujo de estrellas dispuestas en círculo, que bailaban alrededor de un sol. Era el símbolo de María Magdalena, llamado el sello de la Magdalena. Y había sido utilizado por las mujeres de la Orden del Santo Sepulcro durante casi mil quinientos años.
Los miembros de la familia descendían de los legendarios líderes cristianos primitivos, san Pedro y sus numerosas bisnietas llamadas Petronela. Era este elemento del linaje familiar lo que influyó en la decisión de los Cattaneo. El marido de Simonetta debía ser de Toscana, donde la Orden tenía más fuerza, pero más en concreto de Florencia. Habían consultado al Maestro, por supuesto. Y si bien todos habían pensado en desposar a Simonetta con alguien de la dinastía Médici, Lorenzo estaba a punto de comprometerse y estaban reservando a Giuliano para el posible liderazgo de la Iglesia. Por lo tanto, decidieron que Marco Vespucci, hijo de una acaudalada y noble dinastía toscana, sería el mejor marido para Simonetta. Era cariñoso y, al igual que ella, un intelectual. La fortuna y propiedades de su familia se encargarían de que este tesoro único de los Cattaneo estuviera cuidado y protegido. Los hijos de la pareja serían la más noble combinación de linajes, y todo apuntaba a que serían hermosos e inteligentes.
De modo que, el día que Simonetta Cattaneo lloró por la belleza de la creación de Dios, sus padres tomaron la decisión de enviarla a Florencia. Estudiaría con la Orden y con la Maestra del Hierosgamos, Ginevra Gianfigliazza, en vistas a su matrimonio con Marco Vespucci. La familia Cattaneo se sintió feliz al descubrir que Simonetta no estaría sola durante su preparación. Una hija de la familia Donati, también famosa por su belleza, tanto de espíritu como de cuerpo, estaría esperando para recibirla como «hermana». Por mediación de la gracia del Padre y la Madre celestiales, las muchachas trabarían amistad, y la preciosa hija de los Cattaneo no se sentiría tan sola lejos de las flores y las mariposas que tanto amaba.
La bella Simonetta.
Hasta su nombre es arte, y yo lo susurro mientras pinto, tantos años después de que nos abandonara.
¿Algún día la plasmaré como ella merecía? ¿Con la perfección del vivo ejemplo de belleza que era, puro pero real?
Recuerdo la primera vez que la vi, en la Antica Torre, en la celebración que preparó la Orden para darle la bienvenida a Florencia. Me quedé sin habla y respiración mientras la miraba durante las primeras horas que estuve en su presencia. Magia tal etérea no podía existir en carne y hueso. No os equivoquéis, no se trataba tan sólo de perfección física, aunque ella era todo eso y más. Era el brillo que proyectaba, su dulzura divina, y supe que me atormentaría hasta el fin de los tiempos, hasta que la plasmara a la perfección.
Es una búsqueda sin fin. Plasmar a Simonetta es el objetivo que nunca alcanzaré y nunca dejaré de intentar.
Y no obstante, aquella noche en el castillo construido por la familia Gianfigliazza, no la vi como una perfección singular, sino como la conclusión de una trinidad de la esencia femenina divina que yo había llegado a venerar. Aquella noche mágica vi a Simonetta bailar con Colombina y Ginevra. Las dibujé mientras danzaban, más agradecido que nunca por llevar encima mis útiles de dibujo.
Vi que cada una de aquellas tres mujeres representaba un aspecto de la divinidad femenina, y como tal las dibujé: Simonetta era la pureza, Colombina la belleza, y Ginevra el placer. Juntas eran las tres gracias, que bailaban cogidas de la mano como hermanas y representaban el amor en sus formas terrenales.
Nunca olvidaré esa noche mientras viva, y juré pintar a las tres juntas, como si de esa forma pudiera capturar la magia que aquellas mujeres arrojaban sobre nosotros. Lorenzo se hallaba presente, al igual que Giuliano, y ambos estaban igualmente hechizados por la belleza que nos rodeaba. Formábamos una familia espiritual, inmersos en la misión de la que éramos devotos, inmensamente agradecidos por la perfección del mundo.
Cuán pasajera es la belleza, cuán provisional. Más motivos para amarla, reverenciarla y celebrarla de todas las maneras posibles mientras nos acompañe.
Yo continúo,
Alessandro di Filipepi, conocido como «Botticelli»
DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE SANDRO BOTTICELLI
Galería de los Uffizi, Florencia
En la actualidad
—LA PRIMAVERA NO —concluyó Destino—. Hoy no. Más tarde.
Maureen, Peter, Tammy y Roland se rebelaron. Se encontraban en la sala de Botticelli, donde una enorme obra maestra similar a un mural, conocida vulgarmente como la Primavera, o Alegoría de la Primavera, ocupaba toda una pared. Les gustaba tanto el cuadro, que Bérenger tenía una réplica del mismo tamaño instalada en su château. Decirles que no les estaba permitido examinarla de cera se les antojaba casi una crueldad, cuando no una estupidez. ¿Qué tenía de malo?
—Ateneos a vuestra disciplina espiritual, hijos míos. Si ésta es la tarea más dura que os aguarda en esta senda, deberíais estar agradecidos.
Había humor en la voz de Destino, el sentido de sus palabras era inequívoco: si su mayor suplicio espiritual consistía en que no podían ver de cerca un cuadro, debían sentirse agradecidos.
—Todavía no poseéis toda la información necesaria para apreciar lo que es en realidad la Primavera en toda su integridad. Os aseguro que significará mucho más, y su impacto será más duradero, si os resignáis a esperar. Algunas cosas resultan más dulces gracias a la espera, y ésta es una de ellas.
»Pero para arrancaros la espinita, vamos a ver la Virgen del Magnificat.
Siguieron a Destino hasta el cuadro, que había sido encargado por Lucrezia Tornabuoni para su vigésimo aniversario de bodas con Pedro de Médici. Destino señaló los diversos ángeles y explicó cuáles habían sido los hijos de los Médici que posaron como modelos. A la izquierda de Maureen, una joven se iba acercando poco a poco, con la evidente intención de oír los comentarios de Destino. Era joven y atractiva, de pelo oscuro muy corto y enormes ojos dulces. Su delgadez era extrema, como mandaba la moda del momento entre las jóvenes italianas, vestía tejanos y una camisa negra de manga larga. Maureen también reparó en que utilizaba guantes de piel negra y llevaba una libreta (o quizás un cuaderno de dibujo) y una pluma. Debe de ser una estudiante de arte italiana, pensó Maureen, pero prestó escasa atención, pues estaba escuchando a Destino.
Destino estaba contestando a una pregunta de Roland cuando la muchacha de los guantes dio unos golpecitos en el hombro de Maureen. Sorprendió a ésta cuando le habló en un inglés excelente, con un leve acento británico.
—Me han dicho que algunos creen que es María Magdalena, y no la Virgen María —dijo la chica.
Maureen sonrió y se encogió de hombros.
—Bien, es la Virgen más hermosa que he visto en mi vida, con independencia de quién sea —replicó Maureen.
Tenía mucho cuidado de no entablar en público conversaciones controvertidas con desconocidos. Daba la impresión de que la chica era inofensiva, y muy posiblemente una de sus lectoras, teniendo en cuenta que Maureen había apuntado, en su primer libro sobre el tema, la teoría de que esta Virgen era, en realidad, una representación de su Magdalena.
—Las vírgenes más hermosas que he visto son de Pontormo, en su mural del descedimiento que se conserva en la iglesia de Santa Felicita. ¿Las ha visto? —preguntó con entusiasmo la joven—. Su Magdalena lleva un velo rosa, en lugar de rojo. Es asombrosa. Es uno de los pocos cuadros del descendimiento donde se ve a la Verónica al pie de la cruz. Debería ir a verlo, si tiene tiempo. Está al otro lado del río, cruzando el Ponte Vecchio, a diez minutos a pie de aquí.
Maureen dio las gracias a la chica, siempre interesada en descubrir nuevas y hermosas obras de arte. Sin duda Destino sabría algunas cosas sobre el cuadro de Pontormo. Pero lo que más interesaba a Maureen era la mención a la Verónica. Era un personaje importante de las leyendas de la Orden, pero la pasaban por alto con mucha frecuencia.
La chica estaba arrancando una página de su cuaderno, en la cual había escrito la dirección de la iglesia de Santa Felicita. Se la entregó a Maureen, quien le dio las gracias.
—Ha sido un placer. Que disfrute de su estancia en Florencia —dijo la muchacha con dulzura, y con un saludo de su mano enguantada salió de la sala de Botticelli sin mirar ni una sóla obra de arte.
Las manos de Felicity de Pazzi temblaban enfundadas en los guantes cuando salió corriendo de los Uffizi. Lo había hecho, se había obligado a establecer contacto con la malvada usurpadora, con su Némesis. Había sido una extraña sensación encontrarse cara a cara con la mujer que había conjurado en su mente como la Puta de Babilonia, verla en carne y hueso. Al pensarlo, Felicity se quedó decepcionada. ¿Qué había esperado? ¿Algo más… demoníaco? No, Maureen Paschal era una mujer normal, aparte del color de su pelo, que indicaba su pertenencia al linaje contaminado.
Pero debía ser un truco. Satanás era muy astuto. No pondría su semilla en el cuerpo de un demonio reconocible. La crearía a imagen y semejanza de una mujer normal, alguien con quien la gente pudiera relacionarse, para que luego ella fuera capaz de seducirla con sus hábiles mentiras. Felicity no debía ni por un momento subestimar la maldad inherente a la puta Paschal. Era una blasfema, la herramienta de Satanás.
Felicity bajó a toda prisa la escalera y salió al calor de la tarde toscana, en dirección al puente de Santa Trinità. Ignoraba si Maureen mordería el anzuelo, pero esperaba que sí. Entretanto, aquella misma tarde había una reunión del capítulo florentino de la confraternidad en la rectoría. Hoy votarían para decidir si reabrían el caso de la beatificación del monje más santo del Renacimiento, o de cualquier período de la historia, en su opinión: Girolamo Savonarola. Felicity albergaba la intención de controlar dicha votación. Cuando estaba presente, nadie de la congregación osaba oponerse a ella. Además, había llegado el momento de redimir el sagrado nombre de su antepasado, el reformador más importante de la historia de Italia.
Felicity suspiró mientras aceleraba el paso, y corrigió sus pensamientos. El reformador más grande de la historia de Italia… hasta el momento.
Barrio de Ognissanti
Florencia
1468
SE HABÍA VISTO a menudo intervenir a la mano de Dios en los asuntos de Lorenzo de Médici. Fra Francesco decía que, cuando uno vivía en armonía con la promesa hecha a Dios, las oportunidades abundaban y las puertas se abrían sin esfuerzo. Aquella noche no iba a suponer una excepción en la vida de Lorenzo.
La Taverna era una casa de comidas situada en el barrio de Ognissanti, no lejos de la bottega de Sandro Botticelli. Era un lugar donde Lorenzo y Sandro solían reunirse, un refugio donde los dos amigos podían relajarse y hablar del arte y de la vida en una atmósfera efervescente, aunque algo ordinaria. Lorenzo lo prefería a otros locales florentinos más elegantes, donde se encontraba bajo la constante vigilancia de la etiqueta política y social. Aquí, no era el primer ciudadano de Florencia, sino un cliente más. Por otra parte, el refinado Lorenzo ocultaba una faceta mundana que le despertaba un gusto secreto por las salidas procaces y subidas de tono, que podía disfrutar en lugares como éste.
Su hermano pequeño, Giuliano, con quince años cumplidos, le había seguido hoy. Era su primera experiencia en semejante lugar, y sin duda a Lucrezia de Médici no le haría la menor gracia que Lorenzo llevara a su niño al mentado antro. No obstante, Lorenzo consideraba su deber instruir a Giuliano en las costumbres mundanas. Además, iba bien protegido con Lorenzo y Sandro a su lado. Ambos eran hombres altos, fornidos y muy respetados. Juntos, formaban una formidable combinación, a quien ningún florentino sensato plantaría cara.
Un alboroto llamó la atención de Lorenzo. Un hombre moreno y apuesto, muy acicalado y fanfarrón, estaba siendo agasajado por sus amigos. La pandilla gritaba cada vez más, sin duda debido a los efectos de demasiado vino. El pavo real que ocupaba el centro del grupo estaba contando una historia con gran aparato de gesticulaciones, al tiempo que arrojaba dinero sobre la mesa en una ostentosa exhibición de riqueza, buena suerte y carencia absoluta de gusto. Lorenzo le observó con atención durante varios minutos, escuchando la bulliciosa conversación, mientras su hermano prestaba oídos a Sandro, que comentaba los detalles de su último encargo.
—Una Virgen con el niño muy típica. Muy poco interesante, pero me pagan bien. Añadiré algún elemento prohibido al cuadro para sazonarlo un poco, tal vez un libro rojo. —Sonrió con picardía y guiñó el ojo a Giuliano—. Los beatos católicos que lo encargaron nunca se darán cuenta de la diferencia.
—¡No te atreverás!
Giuliano adoraba y reverenciaba a Sandro como si fuera un dios. Estaba pendiente de cada una de sus palabras, y Sandro embellecía sus historias para complacer a su joven amigo.
—Ya lo creo. Siempre lo hago. Nadie se da cuenta, lo cual me divierte mucho. ¿Por qué crees que las visto a todas de rojo? Cuando me divierto en mi trabajo, pinto con más pasión y perseverancia, lo cual siempre acaba redundando en beneficio del cliente. Todo el mundo sale ganando.
Giuliano le propinó un codazo a Lorenzo, quien no estaba prestando atención a la conversación, que en circunstancias normales habría disfrutado: arte y herejía, una deliciosa combinación para toda la casa de los Médici. Lorenzo le hizo callar y se dirigió a Sandro.
—¿Quién es el fanfarrón ése?
Sandro torció el cuello para ver mejor, y después hizo una mueca, acompañada de un encogimiento de hombros teatral, y gruñó cuando reconoció al personaje en cuestión.
—El monumentalmente irritante Niccolò Ardinghelli. Era insufrible incluso antes de embarcarse en una aventura comercial con su tío, pero ahora posee la distinción de ser absolutamente insoportable. Por su forma de comportarse, parece uno de los Argonautas que ha encontrado el Vellocino de Oro.
—Bien, vamos a invitar a nuestro presumido Jasón a que se una a nosotros.
Sandro hizo una mueca espantosa.
—Dime que estás bromeando. Por favor.
—No. Dile que venga.
Al ver que Lorenzo hablaba en serio, Sandro cedió, rezongando. Pese a su amistad fraterna, Lorenzo era su príncipe y su mecenas. El Médici le había dado una orden y debía obedecer. Sandro hizo una reverencia con un burlón ademán majestuoso.
—Como deseéis, Magnífico. Pero me deberéis una.
Sandro se acercó al grupo y algunos hombres le saludaron al reconocerle, incluido Ardinghelli.
—¡Vaya, si es el mismísimo Barrilito en persona! —bramó.
Sandro se tragó la irritación, pero se apresuró a corregirle.
—Es a mi hermano a quien llaman Barrilito, no a mí.
El hermano de Sandro, Antonio, era conocido por este mote tan poco halagador debido a que era bajo y fornido. El menor de los hermanos Filipepi, Sandro, estaba mucho más dotado en lo tocante a la apariencia física: alto, bien formado, de facciones más elegantes y pelo más claro. También había desarrollado una enorme vanidad y no toleraba a los idiotas, de modo que le molestaba terriblemente que le aplicaran también a él el apodo de Barrilito, o Botticelli.
—¿Cómo te va, Barrilito?
Niccolò extendió las manos y aferró las de Sandro a modo de saludo, tal vez con demasiado vigor. Sandro se encogió.
—¡Eh, cuidado con esas manos! —gritó uno de los hombres, muy borracho—. ¡Pinta las ninfas más deliciosas! Si fuera pintor, invitaría a mujeres desnudas a retozar en mi bottega, fingiendo que se trataba de trabajo. ¡Qué buena vida debes darte!
—No tienes ni idea —masculló Sandro.
Niccolò Ardinghelli, consciente sólo de lo que le interesaba, intervino al instante.
—¡Sandro, has de pintar mi último enfrentamiento con los piratas berberiscos! ¡Será un encargo estupendo!
Otro juerguista intervino, y le dio una palmada en la espalda a Niccolò.
—¡Sí, y te pagará el encargo con el dinero que robó de sus cofres después de vencer a la serpiente de mar, mancillar a Afrodita y luchar contra Poseidón!
Los hombres estallaron en sonoras carcajadas de nuevo, pero el hecho de que le prestaran atención animó todavía más a Niccolò.
—¡Más bebida para todo el mundo! ¡Y dadle un barril a Barrilito! ¡Tiene que dejar de estar tan serio!
Sandro se volvió hacia los hermanos Médici, que estaban contemplando con sorna su desdicha. Fulminó con la mirada a Lorenzo y puso los ojos en blanco antes de reemprender su tarea.
—Niccolò, un amigo mío quiere oír tus aventuras con más detalle.
—¡Pues que venga ahora mismo!
—Creo que prefiere que vayas tú.
Niccolò empezó a protestar, e hinchó el pecho como una paloma sobrealimentada en día de mercado, al tiempo que se volvía para ver con quién estaba sentado Sandro. Al reconocer a sus acompañantes, se le bajaron los humos, pero sólo un poco.
—Ah, ya veo. ¿Los hermanos Médici son demasiado finos para reunirse conmigo y mis amigos?
Sandro se volvió para ir a la mesa, al tiempo que mascullaba la respuesta.
—Pues sí. Lo son.
Niccolò Ardinghelli era un bravucón y un presumido, pero incluso después de haber ingerido demasiado vino, no era tonto del todo. Como florentino, sabía cuándo le daban una orden. Se excusó ante sus amigos y se acercó a la mesa donde los Médici constituían el centro de atención.
Sandro se encargó de las presentaciones. Lorenzo fue el primero en hablar, y dio la bienvenida a Niccolò con calidez. Asió el hombro de su invitado con la mano izquierda, al tiempo que estrechaba su mano con la derecha, y miró a los ojos de Niccolò cuando habló. Era un truco de diplomático que Cosme le había enseñado: «Establece contacto físico con ambas manos cuando conozcas a alguien, y concéntrate por completo en la persona con la que estás hablando». Su abuelo había sido preciso: «Sostén su mirada para que se entere de que estás interesado en cada una de sus palabras, como si fuera la única persona de la ciudad que te importa en ese momento. Llámale siempre por su nombre. Es un pequeño detalle, pero este tipo de contacto se da pocas veces, y te conseguirá la lealtad de un hombre en cuestión de minutos».
Lorenzo siempre había seguido su consejo. Para Lorenzo el humanista, estos actos eran sinceros. Dedicaba toda su atención a los ciudadanos con quienes hablaba, y en cuestión de minutos se convertían en la persona más importante de la ciudad. Había aprendido que, con esta táctica, no sólo se ganaba la lealtad de los hombres, sino también un profundo conocimiento de la naturaleza humana. Como un camaleón sobre las piedras de las colinas toscanas en pleno verano, podía cambiar de color para adaptarse al de su entorno. En compañías refinadas, intelectuales y poetas, era tanto intelectual como poeta. Con los embajadores se transformaba en estadista, con los artistas era un hermano en su arte, y hasta podía superar al peor de los canallas en caso necesario, y entregarse a la perversión como cualquiera de ellos. El resultado era que florentinos de todos los estratos sociales se sentían a gusto con Lorenzo. Era uno de los motivos de que, tan joven, ya se le conociera como «el Magnífico».
—Ardinghelli. Un apellido venerable, amigo mío. Sois prácticamente de la realeza.
—Uno de los más antiguos e importantes de Toscana. Me honráis al reconocerlo.
—El honor es mío, Niccolò. Decidme una cosa. ¿Pensáis continuar esta vida aventurera indefinidamente? Me parece… soberbio. Contadme más al respecto, os lo ruego. Ardo en deseos de escuchar vuestras increíbles historias.
Sandro dio una patada a Lorenzo por debajo de la mesa. Con fuerza. Giuliano reprimió una carcajada y derramó su bebida un poco. Niccolò, complacido al contar con público, no se dio cuenta, y Lorenzo continuó concentrado en su presa, sonriente.
—¡No hay vida mejor para un hombre de verdad!
Niccolò continuó refiriendo sus formidables historias, hasta que Lorenzo, quien controlaba por completo la conversación, le interrumpió con otra pregunta.
—¿Cómo es, amigo mío, que siendo de un linaje tan noble vuestro padre no os haya exigido casaros para perpetuar el apellido familiar?
—Puá, el matrimonio. —Niccolò hizo un gesto desdeñoso que hizo juego con la mueca de su cara—. No me interesa en absoluto, aunque tenéis razón, por supuesto. Es nuestra noble obligación. Me veré obligado a contraer matrimonio en uno u otro momento, no hay forma de eludirlo. Pero regresaré a Florencia lo suficiente para engendrar hijos con mi mujer, y después me haré a la mar de nuevo.
Lorenzo asintió con aire pensativo.
—Pero, Niccolò, ¿y si vuestra esposa es de una belleza deslumbrante? ¿Acaso no podría reteneros en Florencia una diosa del amor de piel marmórea si os esperara en la cama? ¿No sería eso suficiente para alejaros del mar?
—¡Jamás! Leéis demasiada poesía y sois todavía joven, Médici. Tenéis que recordar esto: las mujeres son sirenas, que con sus cánticos alejan a los hombres de las aventuras. Y las mujeres florentinas son las peores de todas, con sus ideas y su cháchara. Prefiero un buen revolcón con una esclava circasiana. ¿Os habéis acostado con alguna, Lorenzo? Pelo negro, ojos más negros todavía y labios como granadas. Deliciosas y salvajes. Saben cuál es su sitio y no me aburren con su cháchara después. Os llevaré a Pisa cuando el próximo barco cargado de esclavos arribe, y os buscaremos una. Me daréis las gracias, os lo prometo.
—Sos demasiado bondadoso, Niccolò.
—Acostarse con mujeres hermosas es necesario para hombres como nosotros, Lorenzo. Es nuestro derecho natural. Pero es una emoción pasajera, y me atrevo a decir que sustituible. El mar, por su parte, es eterno. —Sus ojos empezaron a vidriarse mientras se lanzaba a otra rapsodia—. Una aventura sin igual de la que ninguna mujer, ni siquiera la mismísima Afrodita, podría alejarme.
Lorenzo sonrió, con una expresión alegre y radiante.
—Perfecto —dijo, al darse cuenta de que no debía temer que Niccolò le oyera, pues ya estaba perorando sobre el color del Adriático al ponerse el sol.
Lorenzo se volvió y sonrió a Sandro y Giuliano.
—Dios mío, es absolutamente perfecto.
El compromiso de Lucrezia Donati con Niccolò Ardinghelli fue anunciado al cabo de pocas semanas. La familia Donati estaba muy complacida por haber encontrado una casa noble y apreciada en cuyo seno casar a su hija. Como regalo de compromiso, el bondadoso y generoso Lorenzo de Médici ofreció a su gran amigo nuevo, Niccolò, una lucrativa misión en alta mar que le mantendría alejado de Florencia durante la mayor parte del año, y que iniciaría nada más casarse.
Fiel a su palabra, ninguna mujer (ni siquiera la mujer más deseable de Florencia) apartó a Niccolò de sus aventuras.
Lorenzo tenía razón: era absolutamente perfecto.
—Es insufrible.
—Es provisional. Y necesario. Colombina, en cuanto hayáis pronunciado los votos, todo habrá terminado. Embarcará y volverás ser libre.
Lucrezia Donati dio media vuelta y se acercó a la ventana de su habitación de la Antica Torre. Estaba furiosa con Lorenzo por haber intervenido en las negociaciones de su compromiso. Aunque los Médici eran famosos por negociar matrimonios en toda Florencia, no había esperado que Lorenzo se implicara hasta tal punto en el de ella. ¿Cómo podía soportarlo?
—Pero… ¿cómo has podido?
Lorenzo se reunió con ella en la ventana, desde la cual se veía el monasterio de Vallambrosa, con la cruz de Santa Trinità brillando bajo el sol. Pasó una mano tranquilizadora alrededor de su cintura y explicó sus motivos con paciencia.
—¿Y por qué no? Si estoy obligado a compartirte, mi mayor deseo es crear las circunstancias menos opresivas. Un marido ausente durante años seguidos es la solución perfecta. Una solución ideada por Dios. Me siento agradecido por ello, Colombina.
—Pero, Lorenzo, ¿cómo soportaré esa única noche?
—Nos encargaremos de que tu marido se emborrache como una cuba, lo cual me atrevería a decir que no es muy difícil, y todo terminará muy deprisa. Si lo logramos, puede que ni siquiera suceda. Intenté enviar a Niccolò al mar antes y casaros por poderes, pero no consintió. Al menos, no está ciego del todo. Lo máximo que conseguí fue hacerle zarpar al día siguiente. Lo siento, cariño, pero no existe otra manera.
—En ese caso, lo mejor será que me emborrachéis a mí también.
Él la besó en la frente.
—¿No crees que eso me está matando a mí también? Estoy negociando el matrimonio con otro hombre de la mujer que amo. Preferiría arrancarme los dientes. Es quizá la tarea más atroz que he llevado a cabo jamás, pero ha de hacerse por el bien de ambos. Deberíamos dar gracias a Dios por concedernos esta alternativa, poner en nuestro camino al único hombre que complace a tu familia y se quita de en medio al mismo tiempo. Y no es un jorobado o un malvado, sino tan sólo un fanfarrón. Hay mujeres que te envidian, según me han dicho. Creen que es muy atractivo y gallardo.
—Las mujeres de Florencia no me envidian por Niccolò Ardinghelli. —Lucrezia pasó un dedo sobre su nariz aplastada y la besó—. Me envidian por ti.
—Tonterías. Nunca seré tan guapo como Niccolò, con su nariz perfecta.
—Basta. No puedes estar celoso de él. Además, eres el hombre más bello del mundo.
—Mientras tú lo creas, no me importan los demás.
Lorenzo hizo una pausa.
—¿Todo el mundo lo sabe? —preguntó con sincera curiosidad—. ¿Lo nuestro?
Lucrezia lanzó una exclamación ahogada, incrédula.
—Por favor, Lorenzo. Pese a ser tan inteligente, a veces no ves lo que tienes delante de las narices. Todo el mundo lo sabe. ¡Salvo tal vez el pobre Niccolò!
Ambos rieron, pero la mente de Lorenzo estaba concentrada en otra cosa.
—Eso podría ser muy conveniente, Colombina.
—¿Por qué?
Ahora fue él quien le tomó el pelo.
—Pese a ser una mujer tan inteligente, a veces no ves lo que tienes delante de las narices.
Se puso serio y miró por la ventana de nuevo, esta vez en dirección a Santa Trinità.
—Porque si la gente cree que tú y yo nos encontramos en secreto sólo porque somos amantes, no se fijarán en nuestras empresas más peligrosas.
Antica Torre, Florencia
En la actualidad
—¿POR QUÉ ESTÁS haciendo esto? —Petra Gianfigliazza, conocida por su paciencia, estaba intentando no perder la calma con la arrogante belleza que le plantaba cara—. ¿Qué quieres, Vittoria?
—Quiero a Bérenger —replicó Vittoria—. Siempre le he querido. Es mi alma gemela y le he querido desde que era una niña. Ya lo sabes.
—No, no lo sé. —Petra sacudió la cabeza—. No lo creo ni por un momento. Hace demasiado tiempo que te conozco, y demasiado bien. No estás enamorada de él. No estás enamorada de nada, salvo de tu carrera y tu poder. Por eso Destino dejó de darte clases.
—Fui yo quien llamó la atención de Destino sobre Bérenger —se revolvió Vittoria—, la razón de que descubriera a su precioso Príncipe Poeta y a esa miserable pelirroja. Y así es como me da las gracias.
—¿Qué persigues en realidad, Vittoria? Nos ahorrarás tiempo y problemas si eres sincera conmigo.
—Dante es hijo de Bérenger y un Príncipe Poeta —susurró la mujer—. Quiero que mi hijo lleve el apellido de su padre, y con todo el derecho. Es el Segundo Príncipe, Petra. El Segundo Príncipe. ¿Comprendes lo que eso significa? ¿Para todos nosotros? ¿Para el mundo?
Petra asintió.
—Comprendo que quieras que Bérenger se case contigo.
—Es su deber como padre de Dante y heredero de su profecía. Además, quiero que Destino reconozca a mi hijo como lo que es.
—¿Qué más te da si Destino le reconoce o no?
—Porque Dante es el verdadero heredero del poder de la Orden. Los objetos deberían pasar a sus manos cuando Destino muera.
Los objetos. De modo que era eso lo que Vittoria codiciaba en realidad.
Petra formuló la siguiente pregunta sin ni siquiera disimular el tono incrédulo de su voz.
—¿Crees que Destino te dará el Libro Rosso?
—Pertenece al Príncipe Poeta reinante —replicó Vittoria—. Es la ley de la Orden.
Petra meditó un momento. Puede que Vittoria se llamara a engaño, pero no era estúpida.
—La ley de la Orden dice que Destino dicta las leyes de la Orden —contestó—. Es decir, Bérenger es el Príncipe Poeta reinante. Siguiendo tu lógica, él debería poseer el Libro Rosso.
—Pero Dante será su legítimo heredero. Todo debería ir a parar a Dante como hijo de Bérenger y el primer niño en dos mil años que cumple la profecía al pie de la letra. A la perfección.
—¿Por qué? ¿Por qué deseas esto hasta el punto de arriesgar tanto para conseguirlo?
—¿Por qué? —Fue Vittoria la que se mostró ahora incrédula—. ¿Es que has perdido la razón, Petra? Dante será el príncipe más importante de Europa.
—¿Y qué? Estamos en el siglo XXI. Ya el linaje no se encarna en una monarquía en Europa.
—Porque no ha surgido nadie digno de restaurar la monarquía. ¿No lo entiendes? Mi Dante cambiará eso. Concentraremos el poder de todas las familias del linaje bajo Dante: Habsburgo, Buondelmonti, Sinclair. Con nuestras fortunas unidas y el poder combinado en este niño perfecto, mi hijo, gobernaremos Europa.
Petra estaba estupefacta. No se esperaba esto. Durante cientos de años, las sociedades secretas habían conspirado para restaurar la monarquía del linaje en Europa. La estrategia siempre consistía en demostrar que uno de los herederos de las familias del linaje representaba al «rey perdido» que unificaría Europa como superpotencia. Pero el argumento de Vittoria, aunque cogido por los pelos, contaba con escalofriantes posibilidades. Si bien era posible que Dante jamás se sentara en un trono oficial, podía reunir en teoría miles de millones de dólares y un gran poder bajo un sólo programa, pero ¿qué programa sería ése? Y si bien ella no había mencionado el aspecto mesiánico de su plan, sus palabras lo insinuaban. Petra estaba horrorizada, pues pensaba que Vittoria no era lo bastante inteligente para haber fraguado el plan ella sola. ¿Cuál era el alcance de la conspiración? ¿Cuánta riqueza y poder se agazapaban tras aquella terrible idea?
—Vittoria… —Petra probó una nueva táctica y adoptó un tono de voz pedagógico—. Ayúdame a comprender qué deseas. La Orden no es una organización política, sino espiritual. El poder temporal no nos interesa.
Un destello de fanatismo brilló en los ojos de Vittoria cuando habló.
—Destruir la Iglesia es nuestro objetivo, y si estamos unidos podemos conseguirlo. Sacaremos a la luz las enseñanzas del Libro Rosso y se las daremos a Europa de una vez por todas. Acabaremos con las mentiras que han gobernado Roma durante demasiado tiempo. Es una misión bienaventurada, hermana —Vittoria utilizó a propósito la palabra propia de la Orden—. Podemos conseguirlo todos juntos, tú y yo, Bérenger y Destino, y Dante. Daremos inicio a esta nueva era de renacimiento. El tiempo vuelve. Acabaremos lo que Lorenzo empezó. Ésa es la misión.
Petra sacudió la cabeza con tristeza. ¿Cómo podía estar tan desencaminada Vittoria?
—Destruir la Iglesia nunca ha sido nuestro objetivo. Aspiramos a convivir en paz con otros sistemas de creencias, y eso es a lo que siempre hemos aspirado. Es el Camino del Amor.
Vittoria rezongó frustrada.
—Tú eres la Maestra del Hierosgamos, la líder de una tradición agonizante, tal vez la tradición más poderosa de la historia humana. ¿Vas a permitir que muera sin hacer nada, Petra? Yo digo que nos levantemos y le insuflemos vida. Restauraremos las verdaderas enseñanzas con la ayuda de todo el poder y el dinero de Europa. Bérenger y yo gobernaremos juntos, con Dante como heredero, y con la protección de la Orden como máxima prioridad. Si Dante tiene en su poder el Libro Rosso, así como la…
Vittoria se interrumpió antes de terminar la frase, pero Petra, que la conocía demasiado bien, comprendió.
—El Libro Rosso ¿y qué más, Petra? ¿La lanza?
Vittoria había ido demasiado lejos para negarlo.
—Por supuesto —replicó—. La Lanza del Destino es el arma más poderosa de la tierra. Quien posea la verdadera lanza no puede ser derrotado. Hemos de asegurar nuestra victoria. Dante la necesita.
Petra respiró hondo y contestó con cautela.
—La lanza no debe ser utilizada como arma de guerra o dolor nunca más. Hacerlo sería un tremendo error y una tragedia. Destino nunca se separará de la auténtica lanza, al menos hasta que elija a un heredero digno de su poder.
Las palabras de Petra caían en oídos sordos. Vittoria dio media vuelta y se dispuso a salir del apartamento como una furia. Se detuvo en la puerta para lanzar una última advertencia.
—Destino necesita a Dante. La Orden necesita a Dante. Él es ese heredero. No podéis negar su carta astral ni lo que es. Cuanto antes lo comprendáis Destino y tú, más fácil será esto para todo el mundo.
Petra, pese a toda su elegancia y diplomacia, no había llegado a ser una líder de la Orden por falta de fuste. Respondió, enunciando cada palabra con claridad y autoridad.
—Recuerda quién soy, Vittoria, como tú misma has dicho. Soy la Maestra del Hierosgamos. Mi misión y mi destino son enseñar el poder del amor y reconocer almas gemelas. Bérenger y Maureen son gemelos. Han de estar juntos. Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. Ésa es la ley que rige sobre todas las demás.
Vittoria cerró la puerta con estrépito a modo de respuesta. Petra reflexionó sobre la situación. Destino había dejado de dar clases a Vittoria porque siempre se había obsesionado con el poder en lugar del amor. Era el producto de una familia que había extraviado el verdadero significado de la Orden durante su tumultuoso camino a lo largo de la historia. La estrategia perversa que estaba utilizando lo delataba. El fanatismo de todo tipo era algo peligroso.
Y no obstante, estaba la cuestión del niño. Dante Buondelmonti Sinclair era un Príncipe Poeta, y como tal nadie de la Orden podía ignorar su presencia y destino. Aún había que confirmar si era o no el Segundo Príncipe.
Pero ¿y si lo era? ¿Qué harían entonces?
Florencia
Primavera de 1469
—ESTA CHICA DE la familia Orsini es lo más cercano a la realeza que existe en Roma. En su linaje se cuentan numerosos cardenales y varios papas. Son ricos e influyentes, y aportarán un prestigio e influencia a los Médici como nunca habíamos poseído.
Lucrezia de Médici sabía que Lorenzo detestaba aquella conversación tanto como ella, pero tenía que producirse. Acababa de regresar de Roma, donde había ido a buscar una novia apropiada para Lorenzo. Que los Médici fueran a buscar algo fuera de Florencia era controvertido. Que fueran a Roma para buscarle una esposa a Lorenzo era algo inédito en su estirpe.
Lucrezia, que se había convertido en una auténtica Médici durante sus años de matrimonio, continuó.
—No es guapa, pero tampoco fea. No es florentina, de modo que tampoco es culta ni muy divertida.
—¿La descripción va a empeorar, madre? Porque si es así, me voy a beber con Sandro y ya volveré a escuchar el resto cuando no me entere de nada.
—Basta. Considéralo un negocio de la Orden. No es más que eso, Lorenzo. Negocios. Una esposa de la familia más noble cercana al papado es tu siguiente paso. Para todos nosotros, y para lo que deseamos crear. La chica es una yegua de cría. Su propósito es darte hijos de sangre romana que nos ayuden a fortalecer nuestro lugar en el círculo papal. Con la ayuda de la familia Orsini, introduciremos a nuestro Giuliano en el centro de dicho círculo y conseguiremos un cardenal Médici. Si la chica Orsini te da hijos, éstos seguirán la senda que Giuliano abrirá hacia Roma. Piensa en las consecuencias, príncipe.
Lucrezia asió a su hijo mayor de los hombros y le dio dos sonoros besos en las mejillas. No le soltó hasta haber explicado bien sus motivos.
—Comprende esto, Lorenzo. Nuestro objetivo es un papa Médici, nada más y nada menos. Tu padre está demasiado enfermo para guiarte y apuntalar nuestra estrategia. Recaerá sobre mis hombros, como matriarca Médici, llevar a cabo nuestro gran plan, hasta que sigas los pasos de tu abuelo y gobiernes Florencia.
»Un papa Médici, Lorenzo. Imagínalo. Concederá a la Orden acceso a los secretos de Roma, a lo que nos han negado y es nuestro por derecho propio. Puede que hasta nos facilite la posibilidad de cambiar la Iglesia católica. Y tú serás el patriarca que materialice este sueño.
Lorenzo estaba escuchando de una forma nueva. Un matrimonio de conveniencia era inevitable, de modo que ¿qué más daba con quien se casara? Cualquiera que no fuera Colombina se le antojaría aborrecible, así que mejor contraer matrimonio con una mujer capaz de favorecer las ambiciones de su familia y de la Orden.
Respondió con calma.
—Esta chica que padre y tú habéis elegido ya me conviene, madre. Haced lo necesario para anunciarlo de forma oficial. Pero recordad esto: no participaré en una ceremonia oficial de intercambio de votos con ella. Jamás proclamaré ante Dios devoción o fidelidad a cualquier mujer que no sea Colombina. Nos casaremos por poderes. Organizad la fiesta o espectáculo que os parezca adecuado para complacer a esta familia romana y demostrarle respeto, pero no me obliguéis a tomar votos. Decid a los Orsini que estoy demasiado ocupado con los asuntos de Estado para participar en una ceremonia de intercambio de votos, sobre todo ahora que padre está tan enfermo. Lo comprenderán, claro está.
Madonna Lucrezia sabía que no debía insistir. Lorenzo había aceptado a la esposa que le había escogido, y ése había sido el objetivo de la conversación. Había logrado lo que era necesario para fortalecer la gloria de los Médici.
—Claro que lo comprenderán, hijo mío. Me encargaré de los preparativos de inmediato.
Lorenzo fue en busca de Angelo a la mañana siguiente, después de una noche larga e insomne. Sandro estaba con Verrocchio aquella semana, trabajando en diversos encargos importantes, de modo que Angelo era su refugio. El pequeño poeta de Montepulciano y él se habían hecho amigos inseparables. Angelo era tan dulce como inteligente, tan leal como tímido. Estaba dedicado en cuerpo y alma a Lorenzo. Y en Angelo, Lorenzo había encontrado algo más que un confidente de su absoluta confianza: compartía con él su amor por la literatura, y era un poeta de tal talento y discernimiento que impulsaba la escritura de Lorenzo a nuevos niveles.
La segunda gran tristeza de la vida de Lorenzo era no tener tiempo para seguir escribiendo. Poseía un talento extraordinario, y cuando enviaba sus poemas a los muy competitivos concursos de literatura florentinos, siempre obtenía algún tipo de mención. Lorenzo competía en estos concursos con seudónimo, para que los organizadores no le dieran medallas porque era un Médici. Quería que su poesía fuera juzgada por sus propios méritos. El resultado era siempre el mismo: era un poeta de talento excepcional.
Pero cuando Angelo Ambrogini llegó a Florencia, nadie le superaba a la hora de encontrar el giro perfecto de una frase o el uso más lírico del idioma. Lorenzo no se sentía nada celoso, en absoluto. Él había cultivado el talento de su amigo y le había apoyado para que continuara escribiendo. El talento de Angelo como poeta llegó a ser tan famoso, en un período muy corto, que se le conocía por otro nombre en toda Florencia. Era una tradición honrar a los artistas más dotados con un nombre profesional, que consistía en su nombre de pila seguido de una referencia a su ciudad natal. Así nació el nombre poético de Angelo Poliziano: «Angelo de Montepulciano».
Lorenzo encontró a Angelo en el studiolo que le había preparado en el palacio de Via Largo, trabajando en una traducción del griego.
—Angelo, me siento atormentado. Debo casarme con una fea muchacha romana que, al parecer, es una iletrada. ¿Qué voy a hacer?
Angelo sonrió.
—Aprovechar tu desdicha para alimentar tu poesía, como han hecho todos los grandes escritores en el pasado.
—Lo intenté. He estado despierto toda la noche dedicado a tal fin, pero soy incapaz de juzgar si el esfuerzo es digno o sólo autoindulgente.
—Ésa es la belleza del don que hemos recibido, Lorenzo, el propósito de nuestro arte: expresar sentimientos mediante la poesía. Aunque no sea digno y tengas que tirarlo, al menos sirvió al propósito de mantenerte despierto toda la noche. Además, ¿no sería aburrido que la única razón de escribir poesía fuera celebrar la primavera, las flores y los arco iris? Todas esas cosas son adorables, pero no son arte a menos que tengan un contraste. Deja que esta esposa romana te aporte algún contraste. ¿Cómo se llama?
Lorenzo pensó un momento. Sacudió la cabeza.
—No lo sé —contestó—. No lo pregunté. —Lanzó un sonoro gemido—. Me da igual. Angelo, soy incapaz de escribir poemas sobre una mujer que no me inspira.
Angelo era brillante, pero también joven, y nunca había estado enamorado. De eso no cabía duda.
—Sólo puedo escribir sobre alguien que me inspira —continuó Lorenzo—. Y mientras pienso en este tortuoso desastre en el que me encuentro enredado, me doy cuenta de que dolerá todavía más a Colombina saber que voy a casarme. De modo que escribiré un poema sobre ella, para que siempre conozca mis verdaderos sentimientos, sin que importen las circunstancias que el hado nos imponga. Se lo leeré para suavizar el golpe de la terrible noticia. ¿Le echarás un vistazo y me dirás tu opinión?
—Por supuesto —asintió Angelo, y después leyó la última obra de Lorenzo. Guardó silencio un momento, lo cual provocó que éste se sintiera inseguro y aterrado.
—¿Lo detestas?
—No, Lorenzo. Es asombroso. Espléndido. Sólo estaba pensando que si escribes así cuando te sientes desdichado, Dios sabía muy bien lo que hacía cuando te deparó una esposa poco agraciada.
En lo tocante al estandarte de los Médici:
Los Médici decidieron dar un espectáculo en honor del matrimonio de Lorenzo y Clarice Orsini tan elaborado, tan memorable, que el pueblo de Florencia hablaría de él hasta el siglo siguiente. Lorenzo no quiso intervenir para nada, evidentemente. Se sentía desdichado por la idea del matrimonio de conveniencia, y mi deber como hermano era animarle a salir del oscuro abismo al que amenazaba con arrojarse. Inventamos métodos secretos de incorporar nuestras herejías al torneo con el propósito de divertirnos.
Habría una justa y diversos juegos en que los nobles de la ciudad lucharían entre sí, como en las épocas de la caballería. Cada caballero portaría colores y un estandarte, y su dama sería una de las hermosas mujeres de Florencia. En este caso, se decidió que habría una Reina de la Belleza oficial, que se sentaría en un trono con un vestido recargado y presidiría los eventos como la diosa Venus en persona. La reina fue nuestra Colombina, por supuesto. ¿Quién si no? Nadie en Florencia podía discutir su belleza sin igual. Sólo Simonetta podía competir con ella, pero todavía era una presencia nueva en la ciudad, y encima forastera. Y no pertenecía a Lorenzo.
Se nos encargó a mí y a los aprendices del estudio de Verrocchio crear el estandarte que Lorenzo luciría en la justa. Dibujé el boceto a partir del cual íbamos a trabajar, utilizando a Colombina como modelo de Venus e incorporando el símbolo de la paloma en la imaginería, como un guiño al nombre que utilizábamos para llamarla. Lorenzo y yo decidimos que emplearíamos el lema de la Orden de «Le temps revient» en francés, como acto definitivo de herejía.
Y así fue que Colombina se sentó en el trono, desde el cual coronó a Lorenzo con flores, las violetas que habían sido el símbolo de su familia desde la Antigüedad, y ató las cintas de los colores elegidos en la armadura de Lorenzo. Éste intervino en la justa bajo un estandarte pintado con la imagen de la joven y el antiguo lema de la Orden, proclamando a su manera que lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. Fue una declaración pública osada, teniendo en cuenta que Colombina estaba casada con Niccolò Ardinghelli, y todo ello se hizo bajo los auspicios de los trovadores, con el fin de subrayar la idea del amor cortés y la idea de la belleza intocable.
Y de esta forma dio la bienvenida Lorenzo de Médici a su esposa recién llegada de Roma.
Yo continúo,
Alessandro di Filipepi, conocido como «Botticelli»
DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE SANDRO BOTTICELLI