Lorenzo acompañó a su abuelo al estudio de Donatello para informar al artista del resultado positivo. No abrió la puerta del taller el temperamental artista en persona, sino un rostro calmo y cordial, un hombre con el que Lorenzo se había encontrado en otras ocasiones, y que le caía muy bien. Era Andrea del Verrocchio, un escultor magistral y profesor de arte por derecho propio, pero aún más importante, un miembro fundamental de la Orden y uno de los artistas en los que Cosme más confiaba. Verrocchio había sido aprendiz de Donatello, uno de los pocos que había sobrevivido a su carácter.
—¡Andrea, qué maravillosa sorpresa! —Cosme abrazó al alto hombre con afecto—. ¿Qué clase de tormento te infliges a ti mismo, volviendo con tu antiguo maestro para que te maltrate?
—¡Te he oído!
La inconfundible voz de Donatello resonó en la habitación contigua.
—Ha sido a propósito —replicó Cosme—. ¿Vas a informarnos de si pretendes honrarnos con tu presencia? Traigo un encargo para ti, pero se lo puedo traspasar a Andrea, si así lo prefieres.
Oyeron gruñidos y pataletas en la otra habitación. Pese al temperamento de Donatello, éste adoraba a Cosme y nunca le hacía esperar demasiado.
Verrocchio se volvió para llamar a un joven, un adolescente que estaba moliendo pigmentos al otro lado de la habitación. El joven era hermoso. Los rizos dorados de la cabellera y los ojos hundidos de color ámbar, le conferían la apariencia de un cachorro de león. El joven se levantó y dedicó una sonrisa torcida y encantadora a los visitantes. Avanzó, hizo una reverencia en homenaje a los respetables recién llegados, y después bajó la vista hacia sus manos como disculpándose.
—Bermellón —dijo—. Estoy manchado, de modo que no me atrevo a tocar a nada ni a nadie.
Verrocchio se encargó de las presentaciones.
—Cosme y Lorenzo de Médici, os presento a Alessandro di Mariano Filipepi. Le llamamos Sandro. Pronto oiréis hablar de él, pues estoy en condiciones de afirmar con absoluta certeza que jamás había visto tal talento nato en un aprendiz.
Sandro, muy consciente de su talento pero decidido a aparentar humildad, dedicó una mueca a Lorenzo y se encogió de hombros. Era un gesto de modestia, pero extrañamente confiado para alguien tan joven. Lorenzo rio, pues le había caído bien al instante, y pidió al chico que le enseñara cómo hacía el pigmento bermellón. Lorenzo había crecido salpicado de pintura, contemplando admirado a todos los grandes artistas habituales del hogar de los Médici, y protegidos tanto por Cosme como por Pedro. Siempre le había fascinado la pulverización de los minerales en el mortero y la complicada mezcla que participaba en la creación de la pintura, y le entusiasmaba la perspectiva de ensuciarse un poco las manos.
Cosme enarcó una ceja inquisitiva en dirección a Sandro, mientras los muchachos se alejaban. Verrocchio explicó en voz baja.
—Es extraordinario. Nunca había visto nada igual. No se trata sólo de talento, sino de intuición. Es algo innato.
—¿Un angélico?
Verrocchio asintió.
—Puede que sea el angélico que estábamos esperando. Sus aptitudes son anormales. Sobrenaturales. Trabajaré con él en los preliminares, pero si todo sale como yo creo, necesitará más preparación. Creo que es digno del Maestro.
Cosme miró a los dos chicos mientras trabajaban con el pigmento. Lorenzo molía y aplastaba con mortero y mano, mientras Sandro le enseñaba la técnica. Había un aura alrededor de los dos, una sensación de complicidad que no escapaba ni a Cosme ni a Andrea. Aquellos chicos estaban destinados a ser amigos. De hecho, daba la impresión de que ya lo eran.
—Si es lo que dices, le trasladaré a palacio y le educaré como a un Médici.
La ruidosa y aparatosa entrada de Donatello interrumpió la conversación.
—Ay, mi mecenas, mi salvador. Decidme que habéis venido para traer la buena nueva de mi absolución a vuestro pobre y humilde artista, libre de las garras de los zotes florentinos.
—Ni eres pobre, gracias a mí —replicó Cosme—, ni humilde, gracias a tu talento. Pero sí eres libre. Sí, has sido absuelto y vivirás para esculpir un día más.
Donatello rodeó a Cosme entre sus brazos.
—¡Gracias, gracias! Nunca ha existido un mecenas más amable o más amado que mi magnánimo Médici.
—De nada, Doni, pero ahora creo que hemos de convenir en que no volverás a aceptar encargos vanidosos, pues no interesan a nadie. Además, he decidido monopolizar tu tiempo con un encargo propio. Quiero que crees una escultura de Nuestra Señora, la Reina de la Compasión.
—¿María Magdalena?
—Sí. De tamaño natural. Será un regalo para el Maestro de todos nosotros.
Donatello asintió.
—¿Cuáles son las indicaciones?
—Ninguna te daré, salvo que utilices tu corazón cuando la esculpas y derrames tu amor por Nuestra Señora en esa pieza. Me da igual qué medio utilices, y las decisiones artísticas sólo dependerán de ti. Consigue que sea magnífica y memorable, un verdadero símbolo de la Orden y lo que defendemos. Por supuesto, te pagaré por adelantado para que no sientas la tentación de aceptar otros encargos, cosa que te distraería y terminaría en un desastre seguro. ¿Trato hecho, Doni?
El artista volvió a abrazar a Cosme.
—¡Sí, dulcísimo mecenas! Nuestra Señora como jamás ha sido vista. ¡Dejadlo de mi cuenta!
Donatello dedicó la mayor parte del año a la escultura de María Magdalena. Tomó la decisión de hacerla en madera, un notable desafío para una creación de tamaño natural. Eligió álamo blanco por su flexibilidad, y encontrar la pieza de madera lo bastante grande para concretar su visión fue en sí una tarea que le llevó varios meses.
Esculpió en absoluta soledad y secreto. Nadie, ni siquiera sus ayudantes más íntimos, obtuvo permiso para entrar en la habitación donde tallaba y esculpía la figura de María Magdalena. Cuando Cosme preguntaba por sus progresos, Donatello se limitaba a sonreír, con un brillo soñador en los ojos.
—Ya lo verás —se limitaba a responder.
Llegó el día de descubrir la escultura, y Cosme ordenó que la trasladaran, bajo la dirección de Donatello, a la villa de Careggi, donde se celebraría una asamblea de la Orden. El Maestro acudiría aquella noche para la presentación de la obra. Donatello estaba muy nervioso, y al mismo tiempo se sentía un poco aprensivo. Aunque era famoso por la enorme fe que tenía en su talento, más que justificada, este encargo en particular había sido el más difícil de su vida artística. Había insuflado su corazón y su alma en esta pieza, y como todos los artistas de la Orden utilizaba la técnica llamada «infusión», con el fin de transferir su intención a los materiales utilizados. Si la infusión se ejecutaba como era debido, el efecto iba más allá de lo meramente visual, y la obra de arte evocaba en el espectador las intenciones espirituales y emocionales del artista. Era una alquimia artística, algo que sólo podían lograr maestros como Donatello, quien había perfeccionado el proceso.
Por lo tanto, su María Magdalena estaba infundida de toda la devoción y conocimientos que poseía de ella. Sabía que, si se presentaba la oportunidad, ella transmitiría su esencia a quienes la miraran. Pero antes tendrían que superar lo que veían con los ojos, porque su Magdalena no se parecía a nada que hubiera creado antes.
No había querido plasmarla de aquella manera. Pero ella había insistido. Lo notaba cada vez que sus manos tocaban la madera. Casi le manifestaba a gritos lo que era, el aspecto que deseaba adoptar. Y él había jurado, como todos los artistas de la Orden antes que él, empezando con el propio Nicodemo, proteger el legado de María Magdalena a toda costa. Lo hizo creando un arte puramente expresivo, escuchando lo que ella le pedía.
Fra Francesco, el Maestro, pidió silencio a la asamblea, bendijo a los reunidos y rezó la oración de la Orden del Santo Sepulcro:
Honramos a Dios mientras rezamos por un tiempo
en que estas enseñanzas sean bienvenidas
en paz por todo el mundo
y ya no haya más mártires.
Tras la oración, Cosme pronunció un breve discurso y dedicó esta nueva obra de arte a Fra Francesco, al tiempo que alababa a Donatello por su compromiso y su genio.
Pero, tal como temía Donatello, se hizo un silencio sepulcral en el gran comedor de Careggi cuando descubrieron la escultura. Si los miembros de la Orden presentes esperaban ver a la Reina de la Compasión plasmada en toda su luminosa belleza, se llevaron una decepción mayúscula y se quedaron algo más que escandalizados.
En la escultura de Donatello, María Magdalena estaba hecha una piltrafa.
Su cuerpo estaba consumido y desnudo y una inmensa cabellera la cubría casi en su totalidad y le caía hasta los pies. Era extraordinario que, incluso en la talla de la madera y sin pintura, el artista hubiera transmitido a la perfección que Magdalena estaba sucia, con el pelo pegoteado a la cabeza. Tenía los ojos alucinados y la mirada vacía, y le faltaban casi todos los dientes.
—¡Parece una mendiga! —susurró una voz femenina.
—¡Es una blasfemia para la Orden! —protestó un hombre, en voz algo más alta.
El Maestro de la Orden del Santo Sepulcro se levantó de su silla y se acercó a la escultura. Pasó los dedos sobre el cabello enmarañado de la terrible y trágica escultura. Después de meditar durante un largo momento, se volvió hacia Donatello.
—Es perfecta. Es arte. Gracias, hijo mío, por esta bendición sin igual que nos has concedido a todos.
Donatello empezó a llorar delante de todo el mundo, conmovido por el amor del Maestro. Las presiones del último año, la necesidad de perfeccionar esta escultura, habían socavado su espíritu. Sabía que existían tremendas probabilidades de ser incomprendido, y desde los primeros comentarios susurrados así lo temía.
Fue un niño quien acudió en su rescate. Con la ayuda de su inteligencia extraordinaria y sensibilidad de espíritu, fue Lorenzo de Médici, de nueve años, quien interpretó la obra de arte para aquellos que no tenían ojos para ver. Caminó hacia la escultura como hipnotizado y se paró ante ella, al tiempo que ladeaba la cabeza para mirar a María Magdalena, de quien era ferviente devoto. La Orden congregada contempló a Lorenzo en un silencio absoluto. Era su Príncipe Poeta, y su interpretación sería fundamental.
Donatello se acercó más a la escultura.
—La oís, ¿verdad? —susurró a Lorenzo.
Lorenzo asintió, sin apartar los ojos de la escultura ni un momento. Dio la vuelta a la pieza, examinándola desde todos los ángulos, y al mismo tiempo daba la impresión de prestar oídos a una voz fantasmal que nadie más en la sala oía. Por fin, se detuvo y se volvió hacia la asamblea. Una sola lágrima resbaló sobre su mejilla.
—Dinos lo que ves y oyes, Lorenzo
Era la voz del Maestro, afectuosa y alentadora.
Lorenzo carraspeó, pues no quería llorar delante de los reunidos. Empezó vacilante al principio, pero encontró la voz cuando continuó.
—Ella está… plasmada tal como pidió. Porque así es en verdad para mí y para vosotros. Para nosotros es la mujer más hermosa del mundo. Es nuestra reina. Pero el mundo no la ve así. No es como la Iglesia quiere que el mundo la vea. La insultan de manera terrible, cuentan mentiras sobre ella. Le arrebatan su vida, su amor, sus hijos. La convierten en pecadora. Toman a esta mujer que nos salvó a todos con su valentía, sabiduría y amor, y la convierten en una mendiga.
»La Magdalena que Donatello ha esculpido es una piltrafa, porque así la han transformado los que no tienen ojos para ver ni oídos para oír. Nosotros debemos cambiar eso, devolverla al trono de la Reina de los Cielos. Y a tal fin, hemos de recordar cómo la ven los demás, no cómo la vemos nosotros.
Lorenzo reprimió un sollozo cuando la devoción fue más fuerte que él. Todos los ojos continuaban clavados en el niño mientras pronunciaba su histórica declaración, confirmando lo que casi todos los congregados ya sabían: Lorenzo de Médici se estaba transformando en un príncipe mucho más notable de lo que habían imaginado.
—Creo… —Lorenzo reprimió las lágrimas y miró a Donatello—. Creo que es la obra de arte más hermosa que he visto en mi vida.
Y para subrayar esta afirmación, Donatello se postró de hinojos y lloró de alivio. La infusión había salido bien. Su arte había sido comprendido. Sobre todo, el mensaje de ella había sido comunicado.
Sede central de la Confraternidad de los Magos
Florencia
6 de enero de 1459
—¿QUÉ ASPECTO TENGO, madre?
Lucrezia de Médici miró a su hijo, que acababa de celebrar su décimo cumpleaños, y reprimió las lágrimas. Eran lágrimas de alegría y orgullo, mientras alisaba la chaqueta bordada de oro para que colgara a la perfección sobre los calzones que llevaba el muchacho. Siempre pensaba que su hijo mayor era la perfección personificada, pese a que había heredado la nariz aplastada de la familia Tornabuoni y el prognatismo de los Médici. Si bien la belleza de Lorenzo no era tradicional, le rodeaba un aura innegable. Además, era siempre cortés y muy responsable para su edad.
Y era este sentido de la responsabilidad el que le estaba reconcomiendo mientras se retorcía en el complejo atavío de seda y damasco, que llevaría hoy en el desfile de los Magos. Era la fiesta de la Epifanía, el día en que llegaban los tres reyes magos para adorar al niño Jesús en el pesebre. Cada año se representaba este acontecimiento en Florencia, organizado por la Confraternidad de los Magos, con un magnífico desfile que recorría las calles de la ciudad, seguido de una fiesta. La celebración sería aún más majestuosa este año, más recargada y lujosa. Cosme así lo había exigido y había cuidado de todos los detalles. Como los Médici eran los fundadores y líderes de esta confraternidad, Lorenzo interpretaría hoy el papel de joven rey, el rubio llamado Gaspar. Se tomaba la tarea muy en serio, sabiendo que portaba un peso sobre sus esbeltos hombros. No se trataba tan sólo de interpretar una obra durante la cabalgata. Él lo sabía, y el pueblo de Florencia también. No, era la fiesta de presentación de Lorenzo, el anuncio al mundo de que Lorenzo se estaba preparando para asumir su responsabilidad de Príncipe Poeta. La corona que portaba hoy pesaba mucho. Sin duda le dejaría marcas en la cabeza durante días.
En Toscana, las confraternidades se habían integrado en la sociedad, convertidas en el corazón espiritual de sus ciudades. En algunas de las poblaciones principales (con Florencia a la cabeza), las confraternidades constituían fuerzas tanto de poder político como de bienestar social. El tipo de confraternidad al que alguien pertenecía era muy reveladora sobre su familia y cuáles eran sus lealtades e intereses. La primera confraternidad fundada en Florencia estaba dedicada al arcángel Rafael, y sus miembros hacían obras de caridad relacionadas con la salud. Otras confraternidades habían sido fundadas en honor de la memoria de algún santo concreto. Las más radicales se basaban en la penitencia y exigían actos de mortificación de la carne.
Los Médici habían sido los cofundadores de la Confraternidad de los Magos, con el fin de disponer de un vehículo para exponer sus creencias esotéricas sin ofender a la población católica. Pese a sus herejías secretas, todos los líderes de la familia Médici desde Carlomagno habían sido expertos en guardar las apariencias. Cosme pertenecía a no menos de diez confraternidades, y hacía poco había reservado una celda para su uso propio en el monasterio dominico de San Marco. De vez en cuando, se retiraba a él para meditar y rezar por sus hermanos. El que hubiera gastado una fortuna en ampliar los edificios y contratar al discreto pero brillante Fra Angelico para pintar frescos en el palacio no había escapado a la atención de la agradecida población católica de Florencia. De puertas afuera, Cosme de Médici era el más devoto de los católicos, y siempre se mostraba ansioso de demostrar dicha devoción mediante su extraordinaria generosidad.
Pero la fiesta de la Epifanía no era un día para mostrarse solemne o penitente. Era para repartir generosos donativos a las cofradías y comités de toda la ciudad en honor del acontecimiento, y en nombre de su nieto. A la edad de diez años, Lorenzo era ahora uno de los más generosos donantes de Florencia. El pueblo conocía su generosidad y le deparaba su amor.
Lucrezia de Médici enderezó la corona incrustada de joyas de Lorenzo por última vez y le besó en la frente, antes de entregarlo a su padre, quien le acompañaría hasta el corcel blanco lujosamente engualdrapado que esperaba al joven Gaspar. La mujer suspiró cuando le vio partir, su cuerpo desmañado bajo las pesadas sedas que le agobiaban. Pese a ser el hijo de una profecía divina, continuaba siendo su niño pequeño.
—Lorenzo, hijo mío —le dijo—. ¡No olvides divertirte!
Florencia, ciudad famosa por sus recargadas, incluso decadentes, festividades nunca había visto nada comparable a la fiesta de la Epifanía de 1459. El desfile de los Magos fue asombroso, con Cosme al frente a lomos de una mula de un blanco inmaculado, en su papel de rey Melchor. Le seguía una cabalgata de carrozas cargadas de cofres enjoyados y sedas multicolores, al igual que un camello traído de Constantinopla en una galera. Un séquito de partidarios de los Médici, todos ellos miembros secretos de la Orden, participaban como acompañantes de Cosme. El amigo más leal de Cosme, el famoso escritor y humanista Poggio Bracciolini, iba al frente del séquito. Su hijo, Jacopo Bracciolini, era de la misma edad de Lorenzo, y por lo tanto había sido elegido para desfilar al lado del príncipe Médici. Los dos chicos eran amigos y habían tenido como maestros a los mismos grandes hombres de Florencia. Jacopo era un hermoso muchacho, de pelo dorado y facciones tan delicadas que eran casi adorables, y cuerpo flexible y ágil. Su físico contrastaba con el corpulento y moreno Lorenzo.
Jacopo había acogido de mal humor el hecho de haber sido elegido para desfilar como criado de Lorenzo, de modo que para aplacar su ego le concedieron el papel de Domador de Gatos. Como tal, le habían permitido participar con uno de los exóticos servales africanos, un felino salvaje de muy mal genio que parecía un leopardo encogido.
—¡Lorenzo, fíjate en lo que le obligo a hacer! —gritó Jacopo a Lorenzo, montado en un enorme corcel blanco. Tiró con fuerza de la correa de terciopelo del felino, sujeta a un collar enjoyado. El felino protestó, pero se levantó y caminó sobre las dos patas traseras. Dio unos pasos como si caminara erguido. Jacopo estalló en carcajadas de placer.
Lorenzo rio para satisfacer a su amigo, pero por dentro temía que el animal padeciera tanta incomodidad como humillación. Intentó distraer a Jacopo señalando otros animales del desfile, pero sin éxito. Jacopo había encontrado público para sus excentricidades con el serval, y estaba claro que le encantaba llamar la atención.
—¡Mirad! —se puso a gritar—. ¡Soy el Domador de Gatos!
Y cada vez tiraba de la correa del animal.
Lorenzo continuó la ruta trazada, erguido en toda su estatura y orgulloso como un joven rey, y dejó atrás a Jacopo, haciendo el payaso. Era la estrella sin competencia del desfile, la figura que provocaba los vítores de los florentinos. Cuando Lorenzo pasaba, montado sobre el caballo blanco y ataviado como un joven rey, las multitudes le colmaban de halagos. Lorenzo, al principio muy serio en su papel, se dejó llevar por el entusiasmo y boato del momento. Sonrió al pueblo, su pueblo, con la sonrisa contagiosa que le haría famoso de adulto. Saludaba a los florentinos, y ellos le devolvían el saludo, al tiempo que gritaban bendiciones y le arrojaban rosas.
—¡Es magnífico! —gritó una mujer entre la muchedumbre, y otras empezaron a repetir el cántico—.¡Magnífico! ¡Magnífico!
Cuando el desfile llegó a su destino, el monasterio de San Marcos, donde habían creado una natividad viviente, Lorenzo se había ganado un puesto en el corazón de los florentinos.
Desde aquel momento sería conocido por el nombre que era tanto una profecía como una alabanza, pues estaba destinado a ser conocido en todo el orbe:Lorenzo el Magnífico.
Nueva York
En la actualidad
EL PITIDO DE un mensaje de texto despertó a Maureen Paschal en la madrugada del día 22 de marzo. Extendió la mano hacia la mesita de noche hasta que localizó el origen del inoportuno ruido. En realidad, no estaba irritada, pese a la falta de sueño. Sin duda se trataba de alguno de sus amigos de Europa, ansioso por ser el primero en ponerse en contacto con ella aquel día tan especial, y que había calculado mal la diferencia horaria. Apretó el botón del móvil para leer el mensaje. Rezaba:
FELIZ CUMPLEAÑOS. TENGO UN REGALO PARA TI.
Maureen se incorporó en la cama. Se frotó los ojos para despejarse y se preguntó quién habría enviado el mensaje. No reconoció el número. El mensaje de texto había llegado de Europa. Iba adjunto a un número telefónico italiano.
Maureen se encaminó a la diminuta cocina para preparar café. Primero, la cafeína. Todo tenía su orden. Buscó dormida en los armarios. Café en grano, un molinillo y una cafetera de émbolo francesa conseguirían que se pusiera en marcha, y estaba segura de que habría de todo en el apartamento.
Maureen sonrió para sí cuando pensó en ello. Había dos cosas que, estaba convencida, Bérenger tendría a mano en todo momento, y esas cosas eran un café excelente y un vino mejor. Tenía razón. La noche anterior había echado un rápido vistazo a la breve pero exquisita selección de vinos que guardaba en el enfriador hecho a medida que había junto al comedor. No la sorprendió descubrir que había botellas de varias bodegas particulares del Languedoc, cosechas elegantes y limitadas que no se exportaban en circunstancias normales. Pero el propietario de esta colección de vinos no era un cliente normal.
Bérenger había adquirido el apartamento de la Quinta Avenida años antes, debido a su extraordinario emplazamiento: la fachada del edificio daba a la entrada del Museo de Arte Metropolitano. Bérenger era un devoto del arte, y se había propuesto adquirir propiedades por todo el mundo que estuvieran cerca de magníficos museos. Tenía un piso en la rue de Rivoli, frente al Louvre, y un estudio en Madrid, contiguo al Museo del Prado. Pero Bérenger sentía una pasión especial por el Met. Su agenda le permitía en raras ocasiones ir a Nueva York, de modo que se sintió complacido de entregar las llaves del pied-à-terre de la Quinta Avenida a su amada Maureen, quien las aceptó con idéntica complacencia. Su carrera de autora la llevaba a Nueva York con frecuencia, y el apartamento le proporcionaba un lugar especial donde sentirse como en casa.
Maureen abrió la bolsa de una marca italiana de café en grano importado que había encontrado en el segundo armario y aspiró el intenso aroma. Sólo el olor del café bastó para despertar sus sentidos, y ya pudo pensar con más claridad. ¿A quién conocía en Italia enterado de que hoy era su cumpleaños? ¿Podría ser su mentor espiritual, el enigmático profesor conocido como Destino? En Florencia, era propenso a mensajes misteriosos y a un comportamiento reservado.
Puso agua a hervir y cogió el móvil. Apretó el botón de respuesta y envió un mensaje de texto.
GRACIAS. ¿QUIÉN ERES?
Maureen levantó el mando a distancia del televisor y puso un programa nacional matutino. Transmitía la habitual mescolanza de cultura pop y noticias diarias, y lo dejó encendido mientras preparaba el café. La distrajo un momento un reportaje que tenía encandiladas a todas las mujeres del estudio. La supermodelo y frecuentadora de la jet set Vittoria Buondelmonti iba a anunciar algo hoy por lo que los tabloides ya se hacían la boca agua. La reina de las pasarelas italianas era madre de un niño de dos años que, hasta la fecha, había mantenido apartado de la prensa. La paternidad del niño había sido objeto de especulaciones desde los primeros días del embarazo, y Vittoria se había negado a revelar quién era el padre del niño. Había mantenido una larga lista de relaciones de alto nivel antes del nacimiento de su hijo, y los tabloides habían especulado sin cesar sobre el asunto de la paternidad, publicando fotografías de Vittoria con los numerosos hombres con los que había salido a cenar: una estrella de fútbol internacional, un ídolo del rock, un corredor de Fórmula 1, un multimillonario griego, un magnate del petróleo, el novio de su infancia en Florencia.
Mañana, Vittoria Buondelmonti revelaría la identidad del padre del niño a la prensa internacional. No estaba claro por qué había decidido hacerlo ahora. Pero mientras Maureen zapeaba para ver si algo más interesante o importante había sucedido en el mundo, descubrió que Vittoria y el fruto de sus amoríos eran el tema candente de todos los programas matutinos. Apagó el televisor con el mando a distancia, al tiempo que emitía un gruñido.
Se olvidó del drama de la paternidad de Vittoria cuando su móvil pitó, anunciando que había recibido un mensaje de texto en respuesta a su pregunta.
SOY AMIGA DE DESTINO. Y DE BÉRENGER.
NOS VEREMOS ESTA NOCHE.
—Cada vez más peculiar —dijo en voz alta.
Maureen había citado con frecuencia a Lewis Carroll durante los últimos días, porque tenía la impresión de haber caído en el pozo del conejo, y tal vez no regresaría jamás a la realidad. Por lo visto, la realidad era algo del pasado. No estaba segura de poder acostumbrarse a los bandazos surrealistas que su vida iba dando.
El viaje había empezado unos años antes, cuando Maureen conoció a Bérenger Sinclair, el cual la introdujo en el mundo misterioso de herejías e historia que presidía en el sudoeste de Francia desde su hogar ancestral. La vida de Maureen había experimentado una revolución al descubrir un antiquísimo manuscrito en la localidad francesa de Arques, un evangelio legendario escrito por María Magdalena. Mientras otros habían estado buscando este documento durante casi dos mil años, muchos creían que el único destino de Maureen era encontrarlo. En el seno de este mundo de historia cristiana secreta, que se iba abriendo ante Maureen a medida que iba ahondando en los misterios de las sociedades secretas de Europa, existía una serie de profecías transmitidas de generación en generación. La profecía de la Esperada hablaba de una mujer que volvería a descubrir las verdaderas enseñanzas inéditas de Jesús y sus descendientes, y las revelaría al mundo cuando llegara el momento adecuado.
Maureen era la Esperada.
Fue una experiencia vertiginosa, electrizante y, con frecuencia, peligrosa. El descubrimiento de Maureen de lo que se conocía ahora como Evangelio de Arques, la había conducido a escribir su primer súper éxito de ventas internacional sobre el legado de María Magdalena. El manuscrito era un documento explosivo, el cual afirmaba que María Magdalena era la esposa legítima de Jesús y madre de sus hijos. Pero tal vez la revelación más importante no giraba en torno a la sangre o el matrimonio, sino sobre el legado espiritual. El Evangelio de Arques de María Magdalena proclama que ella era la sucesora elegida de Cristo, la apóstol a quien había confiado sus enseñanzas más sagradas. Y antes de morir en la cruz, éste había entregado a María Magdalena un manuscrito del que era autor. Lo llamaba el Libro del Amor.
Que Jesús hubiera escrito un evangelio de su puño y letra era la revelación más controvertida con la que Maureen había topado. ¿Cómo era posible que Cristo hubiera escrito un libro al que confiaba sus enseñanzas, y nadie hubiera oído hablar de él? Mientras investigaba este enigma, descubrió que el Libro del Amor era tan controvertido, tan impactante, que quienes lo reverenciaban (y también quienes lo despreciaban) habían considerado necesario mantenerlo en el más absoluto secreto. Su investigación del libro la condujo a estudiar documentos de la Inquisición, así como la historia de Francia e Italia. Maureen descubrió que una sociedad secreta llamada la Orden del Santo Sepulcro había protegido el Libro del Amor, y jurado conservarlo y propagar sus enseñanzas. Fue el descubrimiento de esta misteriosa orden (que todavía existía en la actualidad) lo que la condujo al descubrimiento de Matilde de Canossa, una condesa toscana que había vivido en el siglo XI.
Matilde era hija de este legado secreto. Nacida bajo la profecía de la Esperada en el equinoccio vernal, poseía los mismos poderes proféticos que habían atormentado a Maureen desde su infancia. Matilde había sido educada en el mensaje herético del Libro del Amor. Conservaba con devoción una versión de este evangelio, una copia hecha en el siglo I por el apóstol Felipe, transportada después a Italia. Para Matilde y las posteriores generaciones de herejes italianos, el evangelio se conocía también como Libro Rosso. Contenía también una serie de profecías transmitidas por las mujeres de la línea sucesoria, así como sus historias personales y documentos acerca del linaje. El Libro Rosso, con sus enseñanzas espirituales de amor y sus profecías dirigidas a la humanidad, junto con el hecho de que había protegido para la posteridad los detalles dinásticos de los descendientes de Jesús, era el libro más valioso de la historia humana. Había estado en posesión de Matilde, y ésta lo había utilizado para cambiar el mundo.
Mientras investigaba a Matilde, había momentos en que Maureen experimentaba la sensación de que se estaban fundiendo hasta transformarse en una misma persona. Sentía el dolor y la alegría de Matilde, observaba su vida con vivido detallismo mientras escribía. Era como si estuviera escribiendo sus propias memorias, recordando momentos íntimos de sus amores más profundos y sus amistades más queridas, comprendiendo de primera mano sus anhelos y temores más secretos. De alguna manera, se habían combinado la conciencia y los recuerdos de ambas, hasta convertirse en una sola persona.
No era la primera vez que experimentaba tal sensación. Maureen había vivido la misma estimulante pero inquietante experiencia mientras escribía sobre María Magdalena en su primer libro. Ver el siglo I a través de los ojos de María Magdalena había conseguido que Maureen estuviera a punto de perder la razón. No era que afirmara haber experimentado algo tan glorioso como ocupar el lugar de María Magdalena en una vida anterior. No, lo que experimentaba era algo muy diferente, un don extraño pero mágico de contar historias que había sido transmitido a las mujeres de su linaje durante miles de años. Lo entendía como una especie de memoria genética, una conciencia colectiva que existía en el ADN de estas mujeres con las que estaba relacionada, una memoria a la que podía conectarse. Por tanto, era una memoria eminente en un sentido único. Conseguía que el paso del tiempo no importara, como si pudiera acceder a todos los períodos al mismo tiempo, como si estuvieran sucediendo a la vez.
Fue un milagro de una belleza terrible en aquel momento, una responsabilidad de enormes proporciones. No podía maldecir la experiencia, al parecer un regalo de Dios, pero había dedicado la mayor parte de los cuatro años posteriores a intentar comprenderla. Maureen vacilaba en hablar de ello con nadie que no fuera Bérenger, pues sólo él la comprendía (además de todo lo relativo a ella) a la perfección. De esta forma había descubierto que era su auténtica alma gemela, la otra mitad de su corazón y espíritu, y se comunicaban con tal facilidad que todavía se maravillaba y asombraba de ello. Bérenger se había convertido en su último refugio en un mundo incapaz de comprender su don, y que en consecuencia trataba con frecuencia de destruirlo.
Matilde de Canossa había obsesionado a Maureen durante la mayor parte de los dos últimos años. Se había apoderado de ella cuando leyó la autobiografía de la controvertida condesa, y después mientras escribía su libro en honor de aquella mujer sin igual. El tiempo vuelve: el legado del Libro del Amor detallaba las aventuras y logros de Matilde. Hoy, día de su cumpleaños, era la fecha oficial de su publicación en Estados Unidos, por eso Maureen había ido a Nueva York. Aquella noche se celebraba una fiesta de lanzamiento en los Claustros, el departamento medieval del Met, en honor de Maureen y Matilde.
Los Claustros reinan sobre el extremo norte de Manhattan, con vistas inigualables del Hudson. Es la hermana elegante del Museo de Arte Metropolitano. Su asombroso despliegue de arte y arquitectura de la Europa medieval se conserva en un edificio magnífico y único, creado mediante el uso de elementos arquitectónicos auténticos importados de monasterios medievales franceses. Si bien hay muchos tesoros entre los casi cinco mil objetos que se exhiben en los Claustros, la principal atracción eran los tapices de los unicornios. Los siete magníficos tapices, creados en Flandes durante el Renacimiento, plasman con vívidos detalles la historia de la porfiada cacería (y como colofón la brutal matanza) de un majestuoso unicornio.
Maureen había visto réplicas de esos tapices en Francia, cuando conoció al enigmático maestro espiritual conocido como Destino en la sede central de la Orden del Santo Sepulcro. Para la orden, el unicornio era un símbolo de las enseñanzas puras de Jesucristo, transmitidas a sus descendientes mediante el Libro del Amor. La serie de La caza del unicornio era una especie de libro de texto para la Orden, un hermosísimo manual de enseñanza tejido con hilos de lana para ilustrar esta terrible tragedia, que tiene lugar cuando la belleza en estado puro es destruida y la verdad se pierde. Cuando escribir la verdad con palabras sencillas era herejía y significaba una muerte segura, la Orden encontró otros medios de comunicarse mediante símbolos y secretos, para los que tenían ojos para ver y oídos para oír. La caza del unicornio representaba la destrucción de las enseñanzas verdaderas de Jesús, el Camino del Amor, contadas mediante símbolos.
Maureen dedicó un buen rato a contemplar los exquisitos tapices de los Claustros antes de plegarse a sus deberes como invitada de honor de la fiesta de lanzamiento.
Pensaba, mientras su agente de publicidad la recibía y devolvía a la realidad del trabajo que la aguardaba esta noche, que esta serie de exquisitos tapices de valor incalculable constituía un trágico recordatorio de que vivimos en una realidad en que el amor no recibe los honores que debería, y en que los hombres son excesivamente propensos a matar unicornios.
Maureen la intuyó antes de verla. Esa extraña intuición que la había salvado en tantas ocasiones era ya parte de su vida. El estremecimiento que llamó su atención mientras firmaba un libro para una ávida lectora la alertó de que algo importante iba a suceder.
La cola de gente que esperaba la firma de Maureen atravesaba el claustro y los asombrosos jardines, que contenían la misma flora y fauna plasmada en los tapices de los unicornios. Al otro lado de la cola, vio a la mujer que era diferente de los demás.
Con su metro ochenta de estatura, al que había que sumar otros diez centímetros de los zapatos con tacones de aguja, la mujer era asombrosa, una diosa reencarnada. Caminaba con la gracia y autoridad de alguien convencido de que todo el mundo se pararía y miraría cuando ella se acercara. Siempre había sido así, y siempre lo sería. El pelo negro lacio y brillante le colgaba hasta la cintura y enmarcaba un rostro de ángulos perfectos. Los ojos de gata color ámbar perfectamente delineados contemplaban a Maureen desde el fondo de la sala, sin parpadear, mientras se acercaba.
Maureen contuvo el aliento cuando reconoció a la mujer que era la actual favorita de los medios. Vittoria Buondelmonti se deslizaba con majestuosidad ante los vulgares mortales que esperaban haciendo cola el autógrafo de Maureen. Todo el mundo reconoció a la celebridad del momento, y varias personas osaron fotografiarla con sus teléfonos móviles. Vittoria hizo caso omiso de la concurrencia, y se plantó con movimientos elegantes ante Maureen con un sobre de papel manila grande. Su acento italiano brotó como miel de sus labios.
—Feliz cumpleaños, Maureen. Aquí tienes el regalo que te prometí. Pero te recomiendo que no lo abras hasta que estés sola.
Maureen vio que el sobre estaba cerrado con cinta gruesa. No podría abrirlo ahora sin un cuchillo o tijeras, aunque la curiosidad la embargaba. El anterior mensaje de texto inspiró su pregunta.
—¿Eres amiga de Destino? ¿Y de Bérenger?
—Por supuesto. Los conozco muy bien. Encontrarán este regalo tan interesante como tú. —Indicó la cola con un gesto de sus elegantes y largos brazos—. Felicidades por tu éxito. Bérenger me ha dicho que eres… auténtica. —Arrugó la nariz, como para indicar que era escéptica al respecto, antes de dar una media vuelta impecable para marcharse—. Buona sera y buon cumpleanno —dijo sin volverse, y avanzó hacia la puerta sin mirar atrás.
El sobre exigió a gritos a Maureen que lo abriera durante las dos insoportables horas que estuvo sentada firmando libros y hablando con los lectores. Era imposible no dejarse distraer por el posible significado del contenido. Vittoria no había sido cordial ni sincera al felicitarla, y no obstante había afirmado ser amiga de Bérenger, el amor de su vida, y de Destino, su maestro.
Una vez firmado el último libro, Maureen corrió hacia la limusina que la esperaba, la cual la conduciría de vuelta a la Quinta Avenida. Utilizó las tijeras de cortar uñas de su bolso para abrir el sobre. Extrajo con cuidado lo que parecía ser un periódico doblado. Lo desdobló y descubrió que era un ejemplar anticipado de un tabloide británico que saldría a la venta al día siguiente, a juzgar por la fecha. El titular bramaba:
Vittoria afirma: ¡Heredero de la compañía petrolera Sinclair es el padre de mi hijo!
Una fotografía ocupaba el resto de la primera plana. Plasmaba a Vittoria en los brazos de Bérenger Sinclair.
—Es mentira, Maureen.
Maureen intentó no llorar durante la conferencia transatlántica, mientras explicaba los preocupantes sucesos del día de su cumpleaños a Bérenger. Éste lo negó todo.
—Conozco a Vittoria, pero no me he acostado con ella. Y puede que no lo creas, pero no albergo el menor deseo de hacerlo. Te quiero a ti. Quiero estar contigo.
Maureen suspiró, reprimiendo todavía las lágrimas.
—Puede que eso sea cierto ahora. Pero estuvimos separados mucho tiempo…
—Estuvimos separados porque tú lo pediste. Yo te concedí ese espacio… y te esperé.
Maureen no podía discutirle en ese punto. Ella había sido la testaruda decidida a mantener a Bérenger a distancia en los primeros tiempos de su relación. Después, continuó temerosa del poderoso vínculo que se había forjado entre ellos. Amenazaba con abrumarla, y huyó. Estuvieron separados casi un año.
—La edad del niño coincide a la perfección —continuó ella—. Fue concebido mientras tú y yo estábamos separados.
Bérenger explotó debido a la tensión, más de lo que deseaba. La revelación de Vittoria le había pillado por sorpresa, y aún estaba furioso.
—Te veo muy dispuesta a condenarme, aunque yo me esfuerzo por decirte que Vittoria no significa nada para mí, ni ahora ni nunca. Tú eres la única mujer en el mundo para mí. El amor de mi vida. Mi corazón y mi alma.
—¿Qué me dices de las fotos en la portada del News of the World? ¿Y en el Daily Mail?
Bérenger contestó con exagerada paciencia.
—En primer lugar, sólo existe una foto, y yo la estoy abrazando en ella. No estoy practicando el sexo con ella. Fue tomada en Cannes delante de unas quinientas personas. Yo estaba con mi hermano en representación de los intereses familiares a causa de una película independiente sobre la herencia mística escocesa. Vittoria también fue. Nuestras familias se conocen desde hace mucho tiempo. Ella es del linaje.
—¿Cómo?
—¿No lo sabías? Vittoria es una princesa de la línea sucesoria. Su madre es una baronesa austríaca, del linaje Habsburgo. La baronesa fue quien me facilitó el acceso al museo de Austria cuando investigaba la Lanza del Destino. Su padre es de los Buondelmonti, una familia muy antigua y rica, procedente de Toscana. Vittoria y yo hemos coincidido en los mismos círculos sociales y esotéricos de Europa.
Su explicación empeoraba todavía más las cosas. Mucho más. No sólo era Vittoria una de las mujeres más hermosas del mundo, sino que también era hija de una herencia noble fascinante. Ambas ramas de la familia pertenecían a la línea sucesoria que afirmaba descender de la unión entre Jesús y María Magdalena. No por casualidad, estas familias (incluidos los Sinclair) eran algunas de las más ricas e influyentes del mundo. Bérenger y Vittoria tenían muchas cosas en común, lo cual conseguía que Maureen se sintiera como una vulgar forastera.
—Vittoria afirma conocer a Destino.
Era doloroso pensar que aquella mujer tenía acceso también al querido profesor de Maureen.
—Es muy posible. Yo desconocía la existencia de Destino la última vez que la vi, de modo que no te lo puedo confirmar. Escúchame, Maureen. No he tenido el menor contacto con Vittoria desde que tomaron esa foto, lo cual nos deja con varias preguntas importantes.
—¿Y cuáles son esas preguntas?
—¿Por qué miente sobre esto? ¿Y por qué montó el número de presentarse ante ti?
Bérenger hizo una pausa y Maureen le oyó respirar pesadamente mientras reflexionaba. Continuó.
—No sé la respuesta a estas preguntas, pero te juro que las averiguaré lo antes posible. Lamento que te hayas visto arrastrada a esto, pero mientras tanto necesito que creas en mí. Te quiero, y no voy a permitir que nada se interponga entre nosotros. Confío en que tampoco suceda en tu caso.
—De acuerdo —susurró sin convicción Maureen. Estaba agotada y herida por los acontecimientos del día de su cumpleaños y necesitaba tiempo para pensar. Al día siguiente, por la tarde, ya se atormentaría en el avión mientras cruzaba el Atlántico con las diversas posibilidades, la mayoría de las cuales estaban protagonizadas por el amor de su vida enredado entre las piernas imposiblemente largas de la supermodelo más seductora del mundo.
Sede central de la Confraternidad de la Sagrada Aparición
Ciudad del Vaticano
En la actualidad
FELICITY DE PAZZI apretó los dientes mientras hundía el afilado clavo en la palma de la mano izquierda. Ahora sangraba más profusamente, lo cual produciría la costra reseca que necesitaría aquella noche. Los estigmas debían aparecer en el momento adecuado. Exigían algunas horas para formar costras, con el fin de que las heridas volvieran a sangrar cuando las abriera durante su aparición pública. La mano izquierda necesitaría una hora o así antes de envolverla y empezar el proceso de atacar la mano derecha.
Felicity vio los primeros signos de estigmas cuando estaba en el colegio de Inglaterra. Tenía visiones con regularidad, y caía al suelo en éxtasis cuando el Espíritu Santo se apoderaba de su cuerpo. La directora, sin embargo, no se quedaba ni convencida ni divertida por lo que ella denominaba los ataques de Felicity. Fue después de enviarla a orientación psicopedagógica y amenazarla con la expulsión cuando los estigmas se manifestaron por primera vez.
El día en que las heridas sanguinolentas empezaron a aparecer en las palmas de Felicity, lloró de gozo. Por fin, contaba con las pruebas físicas de que había nacido para ser instrumento de Dios. Todo el mundo se vería obligado a creerla. ¿Cómo iban a negarlo? Lo tenían delante de sus ojos.
Y no obstante, cuando Felicity las enseñó a sus compañeras de clase, a la directora y, por fin, al asesor psicopedagógico, todos la miraron con una mezcla de compasión y horror. Nadie veía sus estigmas.
Al principio, Felicity se sintió desolada y lloró hasta que casi se ahogó de rabia y decepción. ¿Cómo podía Dios traicionarla de aquella manera? ¿Cómo era posible que ella viera con tanta claridad las heridas de Dios en sus manos, y los demás no?
Y en la hora más tenebrosa de su noche más dolorosa, Felicity comprendió. La mayor parte de la gente que la rodeaba era atea. No gozaban del don de la visión divina como ella. No podían ver una visión de algo tan sagrado que el mismísimo Jesucristo se la había concedido. Era su don especial, compartido con su salvador. No obstante, tendría que contar con esa gente vulgar si quería asumir su lugar de hija predilecta de Dios. Y entonces, supo lo que debía hacer.
Tendría que ayudar a las masas ignorantes a ver las heridas sanguinolentas producidas por clavos de hierro afilados, para que no cupiera la menor duda sobre su autenticidad.
Felicity empezó aquella noche en el cuarto de baño de su habitación. Como no tenía acceso a clavos, robó la hoja de una máquina de afeitar del neceser de una compañera. La hoja no era la más adecuada, pues hacía falta un poco de trabajo y sentido artístico para crear el aspecto de un agujero producido por un clavo, pero se las apañó bastante bien. Por desgracia, se desmayó al primer intento. Eso provocó su expulsión del colegio, seguido por un apresurado regreso a casa de su familia en Italia.
Ya había perfeccionado la técnica, después de más de diez años de práctica. Cuando aparecía ante las masas cada vez más numerosas que acudían a verla, comunicaba pasión y lograba atraer la atención de todos los presentes sin excepción. Cuando hablaba por boca propia, era carismática y convincente. Fanática, sí, pero era difícil darle la espalda si eras propenso a creer en un Dios cruel y había poco tiempo para salvarse. Pero cuando hablaba de tú a tú al Espíritu Santo, empezaba el drama, lo cual le dio muy mala fama en toda Roma y causó que se formaran colas ante la puerta de la confraternidad durante horas, antes de que empezaran las asambleas. Era al comunicarse con el Espíritu Santo cuando Felicity caía al suelo y se retorcía de una forma horrible, cuando los estigmas se formaban en sus manos y empezaban a sangrar. En otras ocasiones, hablaba con la voz de santa Felicita, presa del éxtasis.
Algunos miembros de la confraternidad la llamaban santa Felicity, convencidos de que aquella pequeña profetisa era una verdadera mensajera de Dios.
Felicity, una experta en hacer lo necesario para ganarse la atención de quienes iban a escucharla, podía manipular a las masas en cuestión de minutos. Y sabía producir agujeros dentados en su carne, para que los ateos comprendieran por fin cuánto sufría con sus visiones. Para Felicity, este sufrimiento era fundamental. Ser profetisa de Dios era tarea de mártires, exigía agonía y penitencia constantes. Sólo mediante la mortificación de la carne, de la castidad absoluta y el compromiso total con la experiencia física de sufrir podía estar segura de que las visiones eran puras.
Era preciso que la gente comprendiera cuánto dolor se necesitaba para oír con claridad a Dios.
París
En la actualidad
MAUREEN SE REUNIÓ con Tammy en su hotel de París, un tranquilo establecimiento que era su hogar en la capital francesa. Le encantaba el hotel, ubicado en lo que había sido un cobertizo situado en el extremo este del palacio del Louvre. Era encantador, desconocido para los turistas, y se podía ir a pie desde él a todos los lugares que le interesaban.
Con las ventanas de la habitación abiertas, daba la impresión de que las gárgolas saltaban desde la iglesia medieval contigua hasta el interior de la habitación. Cada gárgola poseía una personalidad única. Algunas eran feroces, otras cómicas. Todas eran amigas de ella, y se sentía extrañamente protegida cuando dormía bajo su mirada. La callejuela que separaba los edificios era tan estrecha, que casi podía tocar sus perros guardianes góticos. Era la característica favorita de Maureen de las habitaciones de este lado del hotel.
Se sentó en la cama la tarde de su llegada, mientras miraba por la ventana la lluvia que caía sobre París. Estaba esperando a Tammy, que se estaba vistiendo en la habitación de al lado.
Cuando llovía, las gárgolas escupían agua. Maureen se maravillaba de los conocimientos de ingeniería de los arquitectos medievales que habían creado las gárgolas no como un adorno, sino como un sistema de desagüe. Las cañerías descendían desde el tejado, con aberturas para expulsar la lluvia que corría a través de las gárgolas y terminaba en sus bocas abiertas. Había averiguado que la palabra gárgola, en francés, estaba relacionada con gargouille, que significaba «garganta».
La llamada a la puerta la sobresaltó, y se levantó para abrirle a Tammy.
Su amiga aferraba en la mano una carpeta cuando entró con movimientos elegantes. Su largo cabello negro estaba recogido en una cola de caballo, e iba vestida con tejanos y una camiseta blanca que llevaba estampadas en letras negras «Heresy Begins with HER». Las dos mujeres no habrían podido ser más diferentes: Tamara Wisdom, la belleza escultural de piel olivácea, impetuosa, deslenguada y vivaracha. Maureen, la pelirroja de piel clara que, aunque divertida a su manera irlandesa, era más reservada a la hora de expresarse. No obstante, desde el punto de vista espiritual, eran hermanas que compartían un gran amor, tanto por su trabajo como la una por la otra.
—¿Quieres hablar antes de Bérenger? —Tammy nunca se mordía la lengua ni evitaba los temas conflictivos—. Porque me inclino por una versión.
—Estoy segura, y supongo que es la de él.
Tammy y Roland vivían en el château con Bérenger, y todos se consideraban miembros de la misma familia. Protegía con ardor a Bérenger, pues había sido muy generoso con ella, tanto en el aspecto económico como en el espiritual, desde que se habían hecho amigos. Era raro que no le defendiera, y eso era lo que Maureen esperaba de ella en aquel momento.
—Basta. Él te ama. Y sólo a ti. Total, eterna, completamente. Y tú lo sabes. Dios os hizo el uno para el otro, cosa que también sabes. Si se acostó con Vittoria durante la época en que no estabais juntos, ¿qué más da? Es un hombre, y sano. Suele pasar.
Maureen reflexionó un momento.
—Sí, pero… Me amaba en la época en que lo hizo. De haber sucedido antes de conocernos, lo aceptaría sin problemas. Pero el ya estaba seguro de que yo era su alma gemela, repetía con frecuencia que yo era la única mujer que querría en toda su vida. Por lo visto, se olvidó de mencionar la excepción de las supermodelos italianas.
—Le hiciste daño, Maureen, ¿te acuerdas? Insististe en separarte de él, y le destruiste en aquel momento.
—Ajá. Hasta tal punto que le hizo un hijo a Vittoria durante aquellos meses de separación para consolarse. Debe de ser una costumbre europea que desconozco.
Tammy la miró irritada.
—Cometió un error. Y como resultado de ese error, nació un niño, que no tiene la culpa de nada.
Maureen sacudió la cabeza.
—No, claro que no. Si el niño es de Bérenger, tendrá que responsabilizarse de él y ejercer de padre.
—¿Qué vas a hacer tú?
Maureen sacudió la cabeza.
—Dependerá de lo que haga Bérenger. Niega haberse acostado con Vittoria, pero yo no le creo. Le conozco demasiado bien, y sé cuándo me miente. Preferiría que fuera sincero y reconociera su error. Por cierto, ¿por qué iba a mentir Vittoria al respecto?
—¿Estás de broma? Se me ocurren millones de motivos para ello.
Maureen sacudió la cabeza.
—Es heredera por ambas ramas de la familia, y encima tiene una carrera muy bien pagada. El dinero no es el motivo. Y si la hubieras visto… No puedo explicarlo, Tammy, pero me miró de una forma muy peculiar cuando me dio el sobre. No fue con maldad, pero era la mirada de una mujer decidida a cumplir una misión. Y en aquel momento, herirme era su única misión. Además, ¿por qué eligió el día de mi cumpleaños, en público, para hacer acto de aparición?
—Esa zorra —replicó Tammy—. Siento que tuvieras que soportar eso. Pero tienes razón, lo calculó muy bien. A mí me parecen celos. La mitad de las famosillas de Europa te desprecian por haberle echado el guante a Bérenger. No te lo tomes como algo personal.
—Procuro no hacerlo…
Maureen interrumpió su frase cuando reparó en que una expresión extraña había aparecido en el rostro de Tammy. Sin más palabras, Tammy entró corriendo en el cuarto de baño y cerró la puerta a su espalda. Maureen oyó que vomitaba, de repente y con violencia. Preocupada, llamó con los nudillos a la puerta al cabo de un momento.
—¿Te encuentras bien?
Oyó que tiraba de la cadena, y Tammy salió poco después, con la cara mojada.
—¿Qué suelen decir las esposas veteranas? ¿Qué cuanto peor te encuentras es un niño? ¿O es una niña? Nunca me acuerdo.
Maureen chilló y abrazó a su amiga.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No me pareció el momento más oportuno. No creí que la palabra «hijo» te hiciera mucha gracia en ese momento. Pero… te lo digo ahora.
Las dos mujeres se abrazaron mientras Maureen ametrallaba a preguntas a Tammy, que contestaba con paciencia. Sí, Roland y ella eran muy felices, aunque el embarazo no estaba planeado ni era esperado. Sí, Bérenger lo sabía y le habían ordenado no decir nada a Maureen, cosa que le estaba atormentando, pero Tammy había querido decírselo en persona. Y sí, Tammy se encontraba muy mal casi siempre, pero confiaba en que la cosa cambiaría cuando entrara en el segundo trimestre.
Y sí, habían hecho planes para casarse a principios de verano, antes de que Tammy se pusiera demasiado gorda para llevar un vestido fabuloso.
Maureen dejó a Tammy en el hotel para que echara una siesta y fue a pasear por la rue de Rivoli bajo la lluvia. Pasó ante el Louvre y las tiendas de recuerdos camino de las sacrosantas salas abarrotadas de libros de Galignani. La primera librería en lengua inglesa establecida en el continente, en 1801, Galignani había sido una adicción literaria de Maureen desde su primera visita a París, cuando era adolescente. Aquí podía encontrar tesoros dentro de las páginas dedicadas a los grandes personajes históricos de Europa, y con frecuencia se topaba con peculiares joyas que valía la pena investigar, las cuales no se hallaban a su disposición en las librerías norteamericanas.
Cuando estaba cerca de Galignani, Maureen paró en seco y lanzó un gritito involuntario. En el escaparate de la más elegante librería en lengua inglesa de la Europa continental estaba la edición inglesa de su último libro, El tiempo vuelve. Su novela estaba en una estantería al lado de una versión comentada de las Obras Completas de Alexandre Dumas, y justo debajo de la obra maestra romántica de Emily Brontë Cumbres borrascosas. Con la esperanza de que la lluvia disimulara sus lágrimas inesperadas, se quedó ante el escaparate durante todo un minuto para admirar la estampa. Estar en una estantería junto con Dumas y Brontë en esta librería… Bien, era más de lo que podía pedir, la realización perfecta de su sueño de convertirse en escritora desde que había ganado su primer concurso cuando era pequeña. Dumas era uno de sus héroes literarios. Maureen se había iniciado con las aventuras de D’Artagnan y los Mosqueteros, del conde de Monte Cristo y del desgraciado Hombre de la Máscara de Hierro. Y Emily Brontë había conseguido que llorara durante horas seguidas, como tantas jóvenes desde la publicación de su novela clásica. Maureen había llegado al extremo de aprenderse de memoria fragmentos de la conmovedora historia de Heathcliff y Cathy, al tiempo que se preguntaba si una pasión tan inmortal y épica podía existir en el mundo actual.
Él nunca sabrá cuánto le amo… porque es más yo que yo. No sé de qué están hechas nuestras almas, pero la de él y la mía son la misma… Siempre, siempre está en mi mente, no como un placer, sino como mi propio ser… Atorméntame, vuélveme loca… ¡Pero no me dejes en este abismo, donde no puedo encontrarte!… ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!
Tan hermoso, pero tan desgarrador. ¿Por qué el amor iba acompañado con tanta frecuencia de dolor? ¿Por qué recordaba y atesoraba por encima de las demás las novelas románticas trágicas? Era la predestinación que resonaba en las profundidades de nuestro espíritu.
Maureen vislumbró por un breve momento el rostro aristocrático de Bérenger Sinclair, acompañado por la fugaz certeza de algo más, algo sobre el pasado y una promesa, algo sagrado y eterno.
No sé de qué están hechas nuestras almas, pero la de él y la mía son la misma…
—Sí, lo son —susurró para sí. De eso estaba segura. Daba igual lo que Bérenger hubiera hecho en el pasado, sabía con toda su alma y su corazón que la amaba y que ella le amaba. Ése sería su reto, y lo sabía: ¿permitiría que el amor se impusiera a los desafíos que deberían afrontar a la luz de aquel nuevo escándalo?
Cerró el paraguas y alzó la cara hacia el cielo, para dejar que la tenue lluvia la bañara un momento. Había momentos en la vida en que era preciso someterse al poder de algo más grande que nuestra limitada humanidad. Dios tenía un plan, y era lo bastante bondadoso en su amor y gracia para enviar a Maureen señales de que seguía el camino recto. Hoy era uno de esos días, y éste era uno de aquellos momentos que la impulsaban a continuar, cuando sólo contaba con la fe en tantas cosas todavía desconocidas e imposibles de conocer.
—Gracias —susurró al cielo, cuando un rayo de sol se abrió paso entre las nubes. Tal vez era un engaño de la luz, pero dio la impresión de que iluminaba en concreto la cubierta de su libro sobre el amor, exhibido en el escaparate de una calle parisina.
Château des Pommes Bleues
Arques, Francia
En la actualidad
LA LANZA DEL Destino.
Era la legendaria arma del centurión Longinos, con la que éste atravesó el costado del Cristo crucificado. Bérenger Sinclair había dedicado una parte de su biblioteca a dicho objeto, pues le había obsesionado desde la adolescencia. Poseía todos los libros que se habían escrito sobre el tema en distintos idiomas, había participado en equipos de investigación que autentificaban objetos cuyos propietarios afirmaban que eran auténticos fragmentos de la lanza, y hasta coleccionaba múltiples réplicas.
Era una de las más importantes leyendas de la historia de la cristiandad, y ahora tenía la oportunidad de ir directamente a los orígenes y descubrir la verdad. Destino podía decirle lo que había sido de la verdadera Lanza del Destino, pero ¿divulgaría ese secreto después de tanto tiempo?
La lanza se había convertido en un objeto buscado a lo largo de la historia, pertenecía a la misma categoría que el Santo Grial y el Arca de la Alianza, aunque se creía que poseía enormes poderes de influencia negativa. Algunos llegaban al punto de afirmar que estaba poseída por un demonio malvado. Malvado o no, era codiciada por líderes militares convencidos de que entrar en posesión de ella les conduciría a la victoria en las batallas. La leyenda decía que Carlomagno había utilizado la lanza como talismán secreto para ganar más de cuarenta batallas, hasta que el más grande de todos los emperadores europeos tiró la lanza en el campo de batalla durante la escaramuza que hacía la batalla número cuarenta y ocho. La perdió en el fragor del combate. Fue una pérdida fatal, pues Carlomagno murió en esa misma batalla. Su destino potenció el aura legendaria del gran objeto. Se creía ahora que la posesión de la Lanza del Destino podía conducir a victorias sin cuento, incluso a conquistar el mundo. Pero perderla significaría la fatalidad para el hombre que la dejara escapar de sus manos.
Adolf Hitler había codiciado la lanza y se había comprometido a obtenerla para los nazis. Hitler contaba la historia de que había visto por primera vez el objeto cuando visitó el palacio imperial de Hof-burg, en Austria. Se sintió literalmente embrujado por ella, y experimentó la sensación de que perdía la conciencia cuando el poder de la lanza se proyectó hacia él. Se citaba la siguiente frase de Hitler: «Me sentí como si hubiera sido mía en algún siglo anterior de la historia. Como si hubiera sido mi talismán de poder y hubiera tenido el destino del mundo en mis manos».
Tras dicha experiencia, Adolf Hitler se había obsesionado con la Lanza del Destino. Creía que era necesario hacerse con ella con el fin de lograr sus objetivos de dominar el mundo. Algunos decían que apoderarse de la lanza era su fijación personal más arraigada. Nada más caer Austria en poder de los nazis, en 1938, Hitler ordenó que le llevaran la lanza a Nuremberg. Cuando los aliados fueron ganando terreno en Europa, ordenó que trasladaran la lanza a un búnker subterráneo construido especialmente para protegerla junto con otros objetos. En 1945, tropas norteamericanas ocuparon el búnker y confiscaron la Lanza del Destino. Al cabo de dos horas, Adolf Hitler había muerto.
El líder militar norteamericano de aquel tiempo, el general George Patton, estaba convencido de que el poder de la lanza era real, de modo que la estudió en profundidad, rastreó su historia y contó las historias que se decían de ella. Hasta le dedicó algunos poemas. Pero la Lanza del Destino regresó al fin con el resto de la colección Hofburg al museo de Austria, y allí se quedó.
Bérenger Sinclair había sido miembro del equipo de investigación que trabajó en Viena para estudiar la edad y autenticidad de la Lanza del Destino, integrada en la colección del Hofburg, una década antes. La madre de Vittoria Buondelmonti, la baronesa von Habsburgo, había financiado la investigación, y se había ocupado de que Bérenger participara en los trabajos junto con su hija. Fue allí donde se conocieron. De hecho, Bérenger y Vittoria habían intimado mucho durante aquel verano en Austria. Pese a la diferencia de veinte años entre la joven belleza y el multimillonario del petróleo escocés, la familia de Vittoria estaba más que ansiosa por negociar una boda entre ambos. Sería un enlace efectuado en el seno de una sociedad secreta, que combinaría las líneas sucesorias más acaudaladas y puras de Europa, y contribuiría a proteger secretos seculares. Además, existía auténtica compatibilidad entre Bérenger y Vittoria, al menos de puertas afuera. Ella estaba muy metida en las investigaciones, y ambos compartían la pasión por los objetos religiosos y su aplicación potencial a la historia de sus familias.
Se había producido un drama al conocerse los resultados de los análisis científicos, pues resolvieron que la lanza de la colección del Hofburg no era lo bastante antigua para ser la auténtica arma esgrimida por el centurión Longinos. El metal no había sido forjado antes del siglo VII. Nadie se sentía más amargamente decepcionado que la baronesa, la cual consideraba un honor que los Habsburgo hubieran custodiado la lanza durante siglos. Bérenger recordaba que Vittoria también se había sentido muy dolida por los resultados. Había llorado cuando dictaminaron que la lanza era una falsificación, en el peor de los casos, y una réplica, en el mejor.
Cuando el proyecto finalizó, Bérenger regresó a Francia y Vittoria a Italia. Él no estaba interesado en continuar una relación con la chica, pues eso era: una chica. Apreciaba su belleza y espíritu, pero le doblaba la edad. Había seguido con interés su carrera de modelo, que la había catapultado a las portadas de revistas de todo el mundo, pero no la volvió a ver hasta aquel fatídico encuentro en Cannes de hacía casi tres años.
Estaba pensando en ese encuentro, cuando su teléfono sonó.
—¿A qué estás jugando, Vittoria? —dijo enfurecido Bérenger cuando reconoció el número telefónico. Había intentado localizarla durante horas, y la había ametrallado a mensajes desde su frustrante conversación con Maureen.
—No estoy jugando a nada. Es cierto. Dante es tu hijo.
—No soy idiota. Las fechas no coinciden. Nació el uno de enero de hace dos años. La última vez que tú y yo estuvimos juntos fue el mayo anterior en Cannes. Bonito intento, pero no cuadra. Significa que ya estabas embarazada cuando me sedujiste.
Vittoria lanzó una risita, impertérrita.
—¿Qué yo te seduje? Venga ya, Bérenger. Hablas como si hubiera sido una estrategia, un esfuerzo. Algo difícil, incluso. No finjas que nunca hubo química entre nosotros.
—No te salgas por la tangente. Dante nació demasiado pronto para ser hijo mío.
—Tienes razón en una cosa. Dante nació prematuramente. Tengo la partida de nacimiento que lo demuestra, pues dice que pesó un kilo seiscientos al nacer. Pero la verdadera prueba llegará cuando le veas, Bérenger. Nadie que tenga ojos en la cara podrá negar que este niño lleva la sangre de los Sinclair. Te he estado protegiendo mientras he podido, pero se está haciendo mayor y empezará a hacer preguntas sobre su padre. Ha llegado el momento de que lo sepas, y él también.
—¿Por qué no me abordaste de una forma civilizada? ¿Por qué has arrastrado a Maureen a esta historia? ¿Tienes idea de lo que le has hecho?
Vittoria resopló.
—Ella es el motivo de que lo haya hecho así. Te he hecho un favor. Ella no te conviene, Bérenger. No es como nosotros. No nació en nuestro mundo. Tú y yo somos iguales. —Bajó la voz hasta convertirla en un ronroneo—. Si recuerdas, hemos pasado muy buenos momentos juntos. Mi familia te adora y siempre ha albergado la esperanza de que acabemos casándonos. No existen motivos para no intentarlo y criar a Dante juntos.
—Existe un motivo excelente. Estoy enamorado de otra persona, con independencia de lo que tú opines de ella, y nunca la dejaré. Vittoria, si Dante es mi hijo, me haré responsable de él, pero tendrás que demostrarlo. Quiero la prueba del ADN, y quiero hacerla fuera de Italia.
—¿Por qué?
—Por el mismo motivo que tú quieres hacerla en Italia. Los resultados pueden comprarse. Y en Italia, tu familia puede comprarlo todo.
—No necesito comprar los resultados. Sé que Dante es hijo tuyo, y lo demostraré. Y cuando lo consiga, Bérenger, ¿qué vas a hacer? ¿Se te ha ocurrido que este hijo nuestro reúne las tres líneas sucesorias santas? Habsburgo, Buondelmonti, Sinclair. Nuestro hijo tiene la sangre más azul de Europa en este momento de la historia.
Bérenger calló, sin habla debido a las implicaciones potenciales. Formuló su siguiente pregunta con cautela.
—¿Qué estás diciendo? ¿Me estás diciendo que fue a propósito? ¿Qué me tendiste una trampa para engendrar un hijo que combinara nuestras líneas sucesorias?
—Deja de fingir que no disfrutaste. No recuerdo que te quejaras mucho en el momento de la concepción. Piensa, Bérenger, piensa. Dante es un niño muy especial. Es hermoso y brillante a la vez. Y es un príncipe.
Esperó un momento antes de anunciar la siguiente noticia.
—De hecho, es un Príncipe Poeta. Por eso le llamé Dante, por nuestro gran poeta toscano. Echa un vistazo a tu correspondencia, Bérenger. Te envié un paquete desde Nueva York vía FedEx. Llámame después de haberlo examinado.
Bérenger se quedaba muy pocas veces sin habla, pero Vittoria le había sumido en el silencio después de su última andanada. La joven bajó la voz y adoptó el ronroneo meloso que los medios italianos devoraban.
—Sabes lo que eso significa, ¿verdad, querido? ¿Un Príncipe Poeta cuyo padre también lo es?
No le dio tiempo a contestar.
—Bien, si me excusas, he de ir a dar de comer a nuestro hijo, al que tal vez oigas chillar al fondo. Puede que tenga aspecto de Sinclair, pero en lo relativo al temperamento es un Buondelmonti de pies a cabeza… y todo un príncipe.
Bérenger estaba sentado en su estudio con su amigo más íntimo, Roland Gelis. Roland quería a Bérenger como a un hermano, pero estaba muy irritado con él, y se pasó una gigantesca mano sobre la frente exasperado.
—O sea, que encima le has mentido a Maureen.
Bérenger asintió débilmente. Dios, cómo detestaba lo que estaba ocurriendo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque la amo con locura y tengo miedo de perderla. Sabía que las fechas no coincidían y que el niño había nacido demasiado pronto para ser hijo mío. Como estaba seguro de que la prueba del ADN confirmaría mis sospechas, decidí que la mejor estrategia era decirle a Maureen que nunca había sostenido relaciones sexuales con Vittoria. No era necesario que lo supiera si no podía demostrarse. Le haría daño de forma innecesaria. Además, ahora estamos muy unidos, y nunca volveré a engañarla. Jamás.
—Pero sostuviste relaciones sexuales con Vittoria.
—Sí. Y… Si dice la verdad acerca de que Dante nació prematuro, podría ser mío. Afirma que se parece a mí, pero todavía no he visto fotos. No me cabe duda de que Vittoria se reserva las fotos como uno de los ases en la manga que guarda para la prensa. Sólo Dios sabe cuándo y dónde las hará públicas.
Roland fulminó con la mirada a su amigo, al tiempo que señalaba la mesa.
—Y ahora… hemos de apechugar con esto.
Sobre la mesa del estudio, entre ambos, descansaba el contenido del paquete de FedEx enviado por Vittoria. Era la partida de nacimiento que confirmaba el escaso peso del bebé al nacer por ser prematuro, y una carta astral con un análisis adjunto. Bérenger se encogió cuando vio el encabezamiento de la página: «Información del nacimiento de Dante Buondelmonti Sinclair».
Los dos hombres volvieron a leer los resultados. En las antiguas profecías de la Orden se especificaban los requerimientos astrológicos de un Príncipe Poeta:
Él, espíritu de la tierra y el agua nacido,
en el reino compuesto de la cabra marina
y el linaje de los bienaventurados.
Él, que amortiguará la influencia de Marte
y exaltará la influencia de Venus,
para encarnar la gracia por encima de la agresividad.
Según este documento, si había que creer a Vittoria, Dante cumplía todos los requisitos de la profecía, del mismo modo que Bérenger. Había nacido bajo el signo astrológico de Capricornio, y su carta astral era una mezcla de elementos de tierra y agua. El planeta Marte estaba «amortiguado» por el signo de agua de Piscis, y Venus estaba en posición «exaltada» en el momento del nacimiento de Dante. Además, había nacido el 1 de enero, como el Príncipe Poeta más importante de todos: Lorenzo de Médici.
—Bérenger, no hace falta que te diga lo grave que es esto. Eres un servidor del Grial. No puedes hacer caso omiso, pese a lo que te cueste personalmente.
Sinclair sacudió la cabeza contrito. No podía ignorar a un hijo de su propia sangre bajo ninguna circunstancia. Pero si se demostraba que Dante era su hijo, y si esta carta astral reflejaba con exactitud la posición de los planetas cuando el niño nació, la situación se complicaba de una manera nueva e inesperada. Bérenger Sinclair era el heredero de algo más que un imperio petrolífero. También era el heredero de una poderosa tradición espiritual que se remontaba a Jesús y María Magdalena, transmitida por las familias más importantes de la historia de Europa. Su devoción a las enseñanzas del linaje era absoluta, y había jurado proteger y defender con su vida dichas tradiciones cuando fue nombrado caballero del Grial bajo la guía de su abuelo. Era un juramento que había hecho en aquel mismo castillo, arrodillado al lado de Roland cuando eran adolescentes.
Si Dante era el hijo de esta profecía, Bérenger necesitaría implicarse activamente en la educación del niño con el fin de cumplir su promesa. Su implicación sería un imperativo moral y espiritual.
¿Era posible que le pidieran sacrificar su felicidad con el fin de hacer lo correcto? Ni siquiera estaba seguro de qué era lo correcto en este momento. Pero su estómago revuelto le condujo a una desdichada certeza: era muy posible que su deber consistiera en casarse con Vittoria y educar a Dante para cumplir su destino de Príncipe Poeta.
Porque había otra cosa en juego de la que no habían hablado, un elemento del que Vittoria debía ser muy consciente y que Bérenger temía más que a nada. Había una segunda parte en la profecía del Príncipe Poeta, una predicción adicional acerca de que el futuro de la humanidad descansaba sobre los hombros del muchacho… y de Bérenger Sinclair.
Bérenger no tuvo tiempo de reflexionar sobre esta desdichada posibilidad, porque su teléfono sonó. Reconoció al instante el número de la mansión familiar de Escocia y descolgó el teléfono.
Distrito del Marais
París
En la actualidad
LA TARJETA ERA típica de Destino (su papel de carta favorito llevaba estampado en relieve el logo A&E en celebración de Asherah y El), así como el mensaje, una especie de acertijo. El Maestro había garabateado
¿Sois tan sabios como Salomón?
En tal caso, la Edad de Oro os aguarda. Venid a Florencia, todos a una, mientras la Primavera se halla en su máximo esplendor.
Venid todos a una, decía. A Peter no le cabía la menor duda de que su prima Maureen y todos sus camaradas en esta gran aventura en que se había convertido la vida acudirían a la llamada de Destino. El papel de Maureen estaba definido y era fundamental, así como el de Bérenger. Tenían mucho que explorar juntos y por separado acerca de sus destinos. Cada uno era el hijo de una antigua profecía en un mundo moderno. Cada uno albergaba un gran deseo de desvelar la verdad y mejorar el estado de la humanidad mediante su trabajo. Tammy y Roland compartían esas pasiones, y los cuatro se habían convertido en una fuerza dinámica de investigación y exploración.
Pero Peter todavía se mostraba inseguro acerca de si desempeñaba un papel en esta aventura.
Destino, guiado por su intuición, se dirigía a Peter de forma individual en la siguiente línea, a sabiendas de que necesitaría algo de estímulo para sumarse a este encuentro tan particular.
Ven, Peter, y sigue los pasos de Lorenzo, a ver dónde te conduce este sendero.
¿Adónde, en efecto, le conduciría este sendero?
Su vida había cambiado de manera drástica durante los dos últimos años, y todavía se sentía inseguro. Después de una vida dedicada a su trabajo en la Iglesia y a la enseñanza en instituciones jesuitas, Peter era ahora un exiliado del Vaticano. Dos años antes, él y un pequeño equipo de cardenales italianos habían robado el Evangelio de Arques de María Magdalena de las cámaras acorazadas de su propia Iglesia. Temían que las fuerzas gobernantes de Roma intentarían desacreditar el Evangelio de María Magdalena, o todavía peor, destruirlo. Peter había estado presente cuando fue descubierto, y fue el primero en traducirlo. Sabía que era auténtico y conocía su contenido. Sobre todo, comprendía a la perfección lo que Maureen había padecido para descubrir el evangelio y transmitir su mensaje de amor y perdón al mundo. En conciencia, no podía permitir que volvieran a ocultar su existencia, al menos mientras le quedaran fuerzas para impedirlo. Por lo tanto, juró defender la verdad a toda costa, al igual que los demás hombres que le respaldaban.
Y el precio fue muy alto.
Peter había pasado dieciocho meses en una prisión de Francia por hurto mayor. Sus cómplices, hombres ancianos a los que Peter reverenciaba, sólo cumplieron seis meses de condena. Peter había accedido a cargar con las principales acusaciones para salvar a los demás. Al principio, las sentencias habían sido mucho más duras. Se habían producido intensas negociaciones, y quizá cierto chantaje implícito, con el fin de reducir su castigo. Peter sabía dónde estaban enterrados algunos cadáveres en las inmediaciones de Ciudad del Vaticano. Y si bien la Iglesia estaba decidida a hacerle pagar su crimen, al final no se atrevió a ir demasiado lejos. Sobre todo, el Evangelio de Arques de María Magdalena estaba a salvo, bajo la discreta protección de una familia de Bélgica vinculada fielmente a la Orden desde hacía mil años.
Desde que había salido de la cárcel, Peter había ayudado a Maureen y Bérenger en sus investigaciones durante los últimos seis meses, mientras continuaban su labor de descubrir y proteger la verdad de las enseñanzas perdidas de Jesús. Se había entregado por completo a esta tarea, como un perro guardián de Maureen en vistas a la publicación del controvertido libro nuevo. Sonrió cuando pensó en su prima, que era más como una hermana para él. A veces, era muy ingenua. ¿De veras creía que lograría publicar un libro, que afirmaba contener las enseñanzas secretas de Jesús, sin sufrir las repercusiones? En ocasiones, era una de las cosas de ella que más le gustaban: tan decidida estaba a contar la verdad, que no se le ocurría otra alternativa. Maureen era incapaz de comprender que alguien considerara tales enseñanzas peligrosas y ofensivas. Eran hermosas lecciones de amor, fe y convivencia. ¿Por qué consideraría alguien perniciosas esas ideas?
Una buena pregunta, pero Peter había sido sacerdote toda su vida adulta, y conocía la respuesta personal y visceralmente, de una forma que Maureen jamás podría comprender: porque tales ideas desafiaban valores ya establecidos. Representaban un terremoto en potencia que podría servir para derribar dos mil años de imperio fundado sobre el dinero, el poder, la política, la superstición y el egocentrismo. La obra de Maureen amenazaba a todos quienes formaban parte de dichas instituciones…, instituciones como el Vaticano.
Como resultado, Maureen había recibido amenazas, muchas más de las que tenía conocimiento. Peter había detectado diecinueve amenazas de muerte diferentes sólo durante los últimos seis meses. La mayoría parecían falsas amenazas sin sustancia, pero había algunas que necesitarían ser investigadas más en profundidad.
Le tranquilizó que ya estuviera de camino, y todavía más de que fueran todos juntos a Florencia. Si Maureen iba flanqueada en todo momento por Peter y Bérenger, sería más fácil protegerla. Y si bien en las circunstancias presentes daba la impresión de que las peores amenazas procedían de Estados Unidos, Maureen nunca estaría a salvo en Italia, y todos lo sabían.
Peter tenía la televisión sintonizada con la CNN en inglés. No le había prestado mucha atención, hasta que oyó al comentarista pronunciar el apellido Sinclair. Alzó la vista y vio las imágenes de un hombre que salía esposado de un elegante edificio de oficinas.
—Ha sido una semana difícil para la familia Sinclair en Escocia —dijo el locutor—. Hoy, Alexander Sinclair, presidente de Sinclair Oil, ha sido detenido acusado de corrupción en el Reino Unido. Se trata de una noticia de última hora, y los detalles concernientes a la presunta actividad criminal son escasos. Tal vez recuerden que el mayor de los hermanos Sinclair, Bérenger, saltó a los titulares ayer cuando la supermodelo italiana Vittoria Buondelmonti anunció que era el padre de su hijo.
Peter permaneció inmóvil un momento. Estaba estupefacto. Bérenger adoraba a Maureen, moriría por ella. O al menos eso pensaba él. Peter, que había hecho voto de castidad, no comprendía siempre el comportamiento de los hombres en tales asuntos. Tenía el móvil en las manos al instante siguiente, pero no localizó a Maureen. Probó con Bérenger a continuación, pero se conectó enseguida el buzón de voz.
Levantó de nuevo la invitación de Destino y contempló la pregunta «¿Sois sabios como Salomón?» Su respuesta inmediata fue un «no» sin reserva. En momentos como éste, no sabía qué hacer y cómo ayudar a la gente que quería. El sacerdocio no le había preparado para muchos de los problemas más complicados de la vida, incluidos los relativos a las relaciones y la sexualidad.
Pero Peter también sabía que, en lo tocante a Destino, cualquier pregunta era una pregunta con trampa.
La Confraternidad de la Santa Aparición
Ciudad del Vaticano
En la actualidad
—¡LA SANTA VIRGEN María permitió que su único hijo muriera entre dolores! ¡Y murió por todos vosotros, transido de dolores!
Felicity chilló a la multitud que atestaba el salón de actos. Esta noche había más público que nunca. Estaba tan lleno, que la confraternidad había prohibido la entrada a más gente por temor a que se presentaran los bomberos y suspendieran la asamblea. Extendió un brazo y señaló a los congregados.
—¿Cuántos de vosotros haríais lo mismo? ¿Cuántos sufriríais por Dios?
No hubo tiempo para respuestas. Mientras Felicity formulaba a gritos la última pregunta, puso los ojos en blanco. La muchedumbre guardó silencio, a la espera de lo que iba a suceder. Esto era lo que habían ido a ver: el momento en que los santos y el Espíritu Santo poseían a la mujer.
Felicity empezó a hablar en camelo.
—¡Habla en lenguas desconocidas! —gritó alguien, pero fue silenciado por el resto, impaciente. Nadie se había dado cuenta de que la voz pertenecía a la hermana Ursula, la monja anciana responsable de la Confraternidad de la Santa Aparición. Ella, junto con Felicity, había resucitado a la organización después de que Girolamo de Pazzi se quedara incapacitado tras su enfermedad. Había protegido a la muchacha y alimentado sus visiones bajo su atenta supervisión desde hacía diez años. En las apariciones públicas desempeñaba un papel fundamental al encargarse de conducir al público en la dirección emocional conveniente. Otros miembros de la confraternidad estaban distribuidos estratégicamente por la sala a tal efecto.
Un gruñido visceral surgió de la garganta de Felicity, seguido por un grito tan conmovedor y pletórico de dolor, que las ventanas de la sala vibraron.
—¡Hijos míos! —aulló de nuevo, y el entusiasmo aumentó en la sala. Habían ido por ese motivo, la llegada de santa Felicita, que hablaba a través del recipiente que había elegido para comunicar su mensaje—. ¡Mis hijos no murieron en vano! Entregué mis hijos a Dios como sacrificio a su santo nombre. ¡Cada uno sufrió y se desangró por el honor de ser mártir en nombre de Jesucristo!
Cayó de rodillas, aulló y se mesó el cabello mientras continuaba su diatriba.
—Las que sois madres, ¿lloráis por mí?
Hubo murmullos y gritos entre la multitud de «¡Sí! ¡Por supuesto!» y «¡Dios te bendiga!»
—¡No lo hagáis! —rugió Felicity—. Yo me sentí dichosa el día que mis valientes hijos prefirieron morir antes que negar a su Dios. Como la Virgen María antes de mí, me sentí extasiada por la muerte de mis hijos. ¡Mis hijos vivirán eternamente!
Felicity volvió a poner los ojos en blanco y cayó al suelo, pataleando. Arqueó la espalda y golpeó con la mano el suelo de cemento, de manera que las heridas de sus estigmas se abrieron. La multitud lanzó una exclamación ahogada cuando gotas de sangre salpicaron a los que se encontraban más cerca de ella. Cuando sus convulsiones cesaron, estaba poseída por una nueva voz.
—Todos vosotros debéis empezar los preparativos. ¡No penséis más en esta vida terrenal, que no significa nada! La otra vida es mucho más dulce de lo que podéis imaginar en esta terrible tierra.
—¡Es la voz del Espíritu Santo! —gritó sor Ursula—. Alabad a Dios por esta bendición. ¡Alabad a Dios por esta santa que sufre por nosotros!
La multitud la apoyaba, poseída por la atmósfera frenética que había seguido a la aparición de santa Felicita. Se pusieron a gritar.
—¡Alabemos a Dios! ¡Alabemos a sus santos!
Felicity rodó de costado, agotada y cubierta de sangre, pero seguía predicando en su extraño gruñido.
—Podéis proteger el lugar que ocuparéis en el cielo, pero debéis demostrar a Dios que sois dignos de él. Tenéis que defenderle, a Él y a Su santa verdad. Todos los que luchéis para derrotar al mal y destruir la blasfemia recibiréis vuestra recompensa. Pero hay un mal mayor que amenaza nuestro sendero santo, una herejía que debemos detener…
La energía la estaba abandonando, mientras se preparaba para caer inconsciente y sumergirse en la negrura.
—Detened a la blasfema —susurró, justo antes de que su cabeza rodara hacia atrás—. Detened a los fornicadores que mienten sobre la castidad de nuestro Señor. Debéis… detener…
Felicity se sumió en la inconsciencia antes de poder terminar la frase. Miembros de la confraternidad, bien entrenados para estas circunstancias, empujaron una camilla hasta la parte delantera de la sala y se llevaron a la poseída entre el frenesí y el entusiasmo de los reunidos.
Sor Ursula aprovechó el momento y se apoderó del micrófono del podio.
—¡Hermanos y hermanas, no os vayáis sin comprender la advertencia que el Espíritu Santo nos ha dirigido! Una gran blasfemia nos amenaza, una maldad, un demonio de mentiras y engaños que ha de ser destruido.
Al instante, un grupo de voluntarios de la confraternidad empezó a repartir panfletos entre el público, mientras sor Ursula continuaba gritando en el micrófono para hacerse oír.
—¡Os conmino a recoger esta información y a actuar! Vuestro lugar en el cielo depende de ello. ¡Impedid que Satanás propague más mentiras! ¡Ayudadnos a aplastar al diablo! Nos reuniremos aquí todas las noches de esta semana para discutir el plan de acción trazado.
Los miembros del público se apoderaban ávidos de los panfletos, más motivados que nunca para ganarse su lugar en el cielo.
Los panfletos ostentaban la enérgica orden «¡Detened la blasfemia!»
Debajo había una fotografía del nuevo libro de Maureen Paschal, El tiempo vuelve, y otra de ella, el demonio fornicador en persona.
Careggi
Primavera de 1463
EL SOL CALENTABA las piedras de Careggi y las pintaba de un dorado tostado cuando Lucrezia Tornabuoni de Médici vio alejarse a su hijo mayor a lomos de un caballo. Se quedó en la ventana hasta que se perdió de vista, con su lustroso cabello negro ondeando a la espalda. Como si presintiera la mirada de su madre, Lorenzo se volvió en la silla y saludó con la mano hacia la casa con una sonrisa deslumbrante, antes de internarse en el bosque. A los catorce años, Lorenzo se había convertido en un joven singular. Era alto y corpulento, atlético, absolutamente encantador. Estaba poseído por una rara combinación de mente brillante y buen corazón, y Lucrezia seguía de cerca los progresos de su educación para vigilar que aquellos atributos se protegieran y desarrollaran.
Lucrezia se había transformado en una mujer muy piadosa, si bien, en sus propias palabras, «nada aburrida». Escribía poesía devota que brotaba de su corazón y su espíritu, pues se sentía en deuda con el Señor por los dones que había concedido a su familia. Había bordado una cita del Salmo 127, la cual adornaba el dormitorio que compartía con su esposo, Pedro.
Los hijos son un regalo del Señor, el fruto del vientre es una recompensa.
Lo eran, en efecto, y Dios la había recompensado con generosidad. Tenía cinco hijos florecientes: tres hijas, Maria, Bianca y Nannina, cada una más bella e inteligente que la siguiente, y dos hijos de lo más notable. Lorenzo era el mayor, y el que más se parecía a ella en apariencia e intelecto. Lucrezia Tornabuoni no era una mujer hermosa, pero poseía una gracia y una presencia que trascendían cualquier idea tópica de perfección física. Había legado a Lorenzo el rasgo físico más desafortunado de la familia: la nariz aplastada que les privaba a ambos del sentido del olfato y cualquier esperanza de cantar. Pero Lorenzo también había heredado algunas de sus grandes características, incluida su estatura y el porte majestuoso, combinadas con la extraordinaria agudeza mental que la convertía en la matriarca florentina más dotada. Desde el punto de vista intelectual, Lorenzo no tenía parangón. Su ansia de aprender era insuperable, su facilidad para los idiomas casi sobrenatural, y su capacidad para memorizar y asimilar las lecciones más complejas asombrosa. Su primer maestro, el famoso intelectual Gentile Becchi, dijo en una ocasión que «no había suficientes superlativos para describir a Lorenzo como erudito».
Al igual que su madre, Lorenzo estaba poseído también por un extraordinario carisma que se imponía a sus defectos físicos. Su rostro siempre estaba animado, debido a su pasión por la vida, y resultaba encantador. Era inmensamente popular entre el pueblo de Florencia que, pese a su cinismo, le llamaba con cariño «nuestro príncipe». Incluso a una edad tan temprana, Lorenzo ya había llevado a cabo destacadas misiones diplomáticas, tanto para la familia como para el estado florentino.
—Mamá, ¿adónde va Lorenzo?
La voz llegada desde la puerta provocó que Lucrezia se volviera con una sonrisa. Su hijo menor, Giuliano, cuatro años más joven que Lorenzo, estaba malhumorado. Las lágrimas se agolpaban en sus enormes ojos castaños.
—El palafrenero mayor ha venido a casa para decir a Lorenzo que su mimado caballo está inquieto y sólo quiere comer de la mano de su amo. Lorenzo ha ido a darle de comer y a hacer un poco de ejercicio.
—Dijo que hoy me llevaría a montar —contestó Giuliano, haciendo un puchero—. ¡Lo prometió! ¿Por qué no me ha llevado?
—Si lo prometió, estoy segura de que volverá a buscarte. Lorenzo nunca incumple una promesa.
Era cierto. Lorenzo jamás traicionaba su palabra, sobre todo cuando la daba a su hermano pequeño, al cual adoraba de manera incondicional.
Lucrezia desordenó los rizos oscuros del niño con afecto. Giuliano había recibido todas las bendiciones físicas de las que Lorenzo carecía. Era un niño guapo y dotado de una naturaleza dulce y muy sensible. No obstante, a Pedro le gustaba decirle en la intimidad de sus aposentos, «Dios sabía lo que hacía cuando nos dio a Lorenzo como príncipe. Lorenzo fue creado con este fin. Giuliano, por su parte, nunca tendrá dotes de liderazgo de ningún tipo. Es demasiado dulce, demasiado blando».
Observaban con atención a Giuliano por si manifestaba vocación de sacerdote, lo cual convendría sobremanera a los propósitos de los Médici en multitud de aspectos. No obstante, Lucrezia era fundamental a la hora de tomar decisiones en el seno de la familia más poderosa de Florencia, pero también una madre devota que deseaba para su hijo la felicidad en un mundo con frecuencia duro. No obligaría a Giuliano a entrar en la Iglesia, sino que le permitiría tomar la decisión si sentía la vocación. Una vez más, era el privilegio de haber nacido segundo y libre del peso de una enorme e inminente profecía. Giuliano podría tomar muchas más decisiones acerca de su futuro que su hermano mayor. No obstante, Lucrezia comprendía mejor a Lorenzo que su padre, lo cual la aterraba en ocasiones. Detectaba el corazón sensible bajo el sentido de la responsabilidad. Veía y comprendía que existía un delicado poeta detrás del príncipe poderoso. Si bien Dios había trazado un plan para Lorenzo, Lucrezia temía por su felicidad. ¿Sería capaz de cumplir el papel de gobernante Médici, de banquero, político y hombre de Estado, al tiempo que encontraba la paz y la alegría?
Pero existía sobre todas las demás otra responsabilidad, de la que sólo se hablaba con los miembros de más confianza de su círculo íntimo: la asombrosa y sobrecogedora profecía para cuyo cumplimiento Dios había elegido a Lorenzo. De que era un Príncipe Poeta no cabía la menor duda desde el día de su perfecta concepción y nacimiento en enero, bajo el signo de Capricornio y con Marte sumergido en Piscis, tal como los Magos habían especificado. Lorenzo estaba a punto de iniciar su adoctrinamiento. Cosme de Médici, el legendario patriarca de la familia y abuelo de Lorenzo, estaba ultimando el plan con la Orden.
Incluso a una edad tan temprana, el peso de su destino empezaba a posarse sobre los anchos hombros de Lorenzo. Cosme estaba agonizando, y su heredero, Pedro, no gozaba de buena salud. De hecho, nunca había sido muy sano, por eso en toda Florencia se le conocía por el sobrenombre de Pedro el Gotoso.
Lucrezia suspiró mientras salía por la puerta con Giuliano. Éste nunca sabría lo afortunado que había sido al nacer con todos los privilegios y sin grandes responsabilidades. Pero no podía decirse lo mismo de Lorenzo. Ay, mi pobre príncipe. Miró hacia la ventana desde la cual le había visto por última vez. Disfruta de tu libertad mientras puedas, hijo mío. Antes de que la realidad de quién eres y lo que has de lograr te absorba por completo.
Se volvió hacia Giuliano y tomó su mano.
—Ven, pequeño mío. Es hora de que te sientes con Sandro para que pueda terminar nuestro hermoso cuadro. ¡Y esta vez, te estarás quieto!
Lorenzo de Médici aplicó la mínima presión a sus talones y animó a Morello a adoptar un medio galope. Nunca espoleaba o azotaba a sus caballos. De hecho, los respetaba, y algunos decían que poseía la habilidad de comunicarse con ellos. Marsilio Ficino, el médico y astrólogo de Cosme, atribuía a la carta astral de Lorenzo dicho talento. Lorenzo era de un signo de tierra, gobernado por la mítica cabra marina llamada Capricornio. Ficino decía que este signo, combinado con otros auspiciosos elementos de la carta astral de Lorenzo, le dotaban de una extraordinaria afinidad con los animales, y añadía que intervendrían en su destino de formas inesperadas.
Lorenzo se sentía muy a gusto con los caballos, y daba la impresión de que los animales le devolvían su amor. Era cosa sabida que los caballos de los Médici relinchaban cuando detectaban que Lorenzo se acercaba a los establos. Su montura favorita, el brioso Morello, se negaba a comer de otra mano que no fuera la de Lorenzo, si detectaba la presencia de su joven amo en el retiro campestre de la familia en Careggi.
Lorenzo condujo a Morello hacia el bosque y siguió una senda que conocía bien. Había prometido a su hermano pequeño que le llevaría a montar aquella tarde, de modo que no podía prolongar demasiado su paseo. Sabía que le partiría el corazón a su hermano si no cumplía su promesa, y eso era algo que no podía soportar. Giuliano le adoraba, y él no le daría motivos para lo contrario. Pero Lorenzo necesitaba estar un rato a solas, cabalgar bajo el sol y sentir el calor en su pelo, escuchar los sonidos de la primavera en el bosque. En secreto, estaba componiendo un soneto a la estación, y quería saborearla un poco más antes de terminarlo. La primavera, la estación de los nuevos comienzos, el tiempo de las promesas. Los florentinos celebraban el Año Nuevo con la llegada de la primavera, pues su calendario empezaba el 25 de marzo, la fiesta de la Anunciación. Faltaban tres días para el evento, y Lorenzo tendría su soneto terminado para la celebración.
¿Qué era aquel sonido?
Tiró con suavidad de las riendas de Morello para detenerle y escuchar. Lo oyó de nuevo, un sonido transportado por el viento, desconocido en aquel lugar. Lorenzo se puso rígido en su silla, los cinco sentidos alerta. Se hallaba en tierras de los Médici, y si bien casi siempre se sentía seguro aquí, una familia de tal poder y riqueza siempre tenía muchos enemigos. Cualquier precaución era escasa. Oyó de nuevo el sonido (sin duda un sonido humano), pero se relajó un poco en la silla mientras escuchaba. El sonido era tenue y triste, no amenazador. Dirigió a Morello poco a poco hacia el sonido y se detuvo de repente cuando oyó una exclamación ahogada.
Sentada en el suelo, con la vista clavada en él, estaba la criatura más hermosa que había visto en su vida.
Más o menos de su edad, acaso un poco más joven, la muchacha parecía una de las ninfas que Sandro dibujaba para él cuando hablaban de las grandes leyendas griegas que ambos amaban tanto. El bellísimo rostro en forma de corazón, las facciones delicadas y la boca de labios perfectamente perfilados estaban enmarcados por una nube de rizos castaños veteados de oro cobrizo. Llevaba hojas en el pelo y su ropa estaba desaliñada, pero no cabía duda de que el atuendo era nuevo y caro, pese a su actual estado deplorable. Los ojos de la muchacha brillaban a causa de las lágrimas, que resaltaban el extraordinario color avellana claro. Lorenzo averiguaría más adelante que esos ojos cambiaban de color según el estado de ánimo, a veces ámbar, otras del verde salvia más claro. Pero en aquel momento, la joven constituía el misterio más exquisito.
—¿Por qué lloras?
Ella se movió para enseñarle que sostenía algo, un pájaro que agitaba sus alas blancas y zureaba.
—¿Una paloma? ¿Has atrapado una paloma?
—Yo no la he atrapado —replicó ella irritada, lo cual le sorprendió—. La he rescatado. Había caído en una trampa, en lo alto de aquel árbol. Pero está herida. Creo que tiene el ala rota.
Lorenzo examinaba a la ninfa de los bosques mientras hablaba, con la paloma apretada contra su cuerpo frágil, hasta que la extendió para que él la viera. Que la paloma hubiera caído en la trampa de un cazador furtivo era una información que comunicaría a su padre más tarde, pero un asunto más urgente le requería en aquel momento. Desmontó con gracia y apoyó la mano sobre el ave para acariciarle el cuello.
—Shhh, pequeña. No pasa nada.
Ante la sorpresa de la muchacha, la paloma se calmó y dejó que Lorenzo la acariciara.
—Lorenzo de Médici —dijo la ninfa, con un toque de admiración en su voz lírica.
Era el sonido más bello que había oído en su vida: su nombre en los labios de la muchacha.
—Sí —dijo con una timidez que casi nunca sentía—. Pero tú me llevas una buena ventaja, pues sabes quién soy y yo no te conozco.
—Todo el mundo en Florencia te conoce. Te vi durante el desfile de los Magos, montado en ese mismo caballo. —Hizo una pausa antes de continuar—. ¿Vas a detenerme por entrar en tus tierras?
Formuló la pregunta con la mayor seriedad del mundo.
Lorenzo reprimió una carcajada y mantuvo una expresión muy severa.
—¿Todo el mundo en Florencia dice que soy un tirano?
—¡Oh, no! No quería decir eso. Es que… Oh, lo siento, Lorenzo. Todo el mundo en Florencia dice que eres… magnífico. Yo sólo sé que mi padre me dice que no salga de nuestras propiedades, pero tu bosque es mucho más invitador, así que vengo a pasear de vez en cuando si nadie vigila, y…
Él la interrumpió en un esfuerzo por aliviar su evidente incomodidad.
—¿Podrías decirme quién es tu padre?
—Soy una Donati. Lucrezia Donati.
Hizo una breve reverencia, al tiempo que acariciaba a la paloma. No cabía duda de que era una muchacha de extraordinaria educación.
—Ah. Una Donati.
Tendría que haberlo adivinado por la calidad de su indumentaria. Las tierras de los Donati eran comparables a las de los Médici, incluso eran más extensas en materia de hectáreas útiles. Eran lo más cercano a la realeza en Toscana, con una ilustre herencia que se remontaba a la antigua Roma. El venerado poeta Dante se había casado con una Donati, añadiendo así más prestigio al eminente apellido familiar.
—Bien, Su Alteza. —Lorenzo le dedicó una profunda reverencia mientras sonreía—. Teniendo en cuenta que vuestra familia es una de las más aristocráticas de esta parte de Italia, no parece que un simple Médici goce de muchas oportunidades de arrestaros. Aunque me muriera de ganas. En cambio, vuestro castigo consistirá en entregarme esa paloma.
—Pero… ¿qué vas a hacer con ella? No pensarás comértela, ¿verdad?
—¡Pues claro que no me la comeré! Dios mío, ¿qué pensarás de mí? Se la llevaré a Ficino. Es uno de mis profesores, pero también es médico. Es un maestro en muchas artes. Si alguien puede curar esta ala, ése es Ficino. Vive en Montevecchio, detrás de nuestra mansión.
Lucrezia le miró con aire pensativo.
—Te acompaño —dijo por fin—. Después de todo, me caí de un árbol para rescatarla. Yo diría que merezco acompañarte. Además, hoy es mi cumpleaños y sería una terrible crueldad impedírmelo.
Lorenzo rio de nuevo, fascinado por aquella encantadora y enérgica criatura.
—Señora Lucrezia Donati, dudo que algún día tenga fuerzas para negaros algo. No te harías daño al caer del árbol, ¿verdad?
—No podrá compararse con lo que me hará mi madre cuando vea cómo he dejado el vestido nuevo.
Sacudió la tierra y las hojas, y se enderezó al mismo tiempo. Lorenzo la estudió, utilizando la excusa de caminar en torno a ella para examinar hasta el último centímetro de su belleza.
—Creo que esta vez has tenido mucha suerte —observó con burlona seriedad—. Con un par de arreglos tu vestido quedará impecable. —Habló en un tono más ligero—. Y si Mona Donati te hace preguntas, dile que tu torpe vecino Lorenzo de Médici se cayó del caballo y acudiste en su ayuda. Yo contaré a mi padre lo mismo, y todo el mundo te colmará de regalos el día de tu cumpleaños.
Ahora le tocó reír a Lucrezia, lo cual reveló sus delicados hoyuelos.
—Un buen plan, Lorenzo, si no fuera porque has olvidado una cosa. Tus dotes para la equitación son legendarias, y nadie creerá ni por un momento que te caíste del caballo…, sobre todo de ese caballo. No, he de pagar mis culpas. Además, soy muy mala mentirosa. La sinceridad me gusta más.
—En tal caso, eres una mujer noble en todos los sentidos de la palabra. ¿Sabes montar?
Ella agitó su cabello castaño y levantó la barbilla.
—Pues claro que sé montar. ¿Crees que tu familia es la única de Florencia que educa a sus hijas? —La paloma aleteó en sus brazos de nuevo y la joven se calmó—. Aunque puede que sea difícil sujetando a nuestra amiguita.
Lorenzo improvisó una solución. Ayudó a Lucrezia a montar en Morello, que se mostró muy colaborador. Montó detrás de ella, con los brazos alrededor de la espalda de la muchacha para mantenerla en equilibrio mientras apretaba la paloma contra su cuerpo. Juntos, se alejaron poco a poco bajo el sol primaveral, con un aspecto muy similar al que presentan los adolescentes que se enamoran por primera vez desde los albores de la civilización.
Marsilio Ficino estudió a Lorenzo con detenimiento, aunque subrepticiamente, mientras examinaba al ave herida. Había sido responsable del bienestar físico e intelectual de Lorenzo desde su más tierna infancia, y conocía y quería al muchacho como si fuera su propio hijo. Nunca le había visto así, tan cohibido y aturdido como ahora en presencia de la heredera Donati. Al menos, era digna de él, y no la hija de algún agricultor de Pistoia. Por otra parte, esta pareja traería complicaciones. ¿Qué opinaría el patriarca Donati de que su adorada hija retozara en el bosque con el heredero de los Médici? Si bien la familia de Lorenzo era la más rica y, por consiguiente, la más influyente de Florencia, no era noble. Para la élite regia de Italia, los Médici eran comerciantes que se habían enriquecido, mientras que los Donati procedían de un linaje antiguo y trufado de historia. La clase mercantil contra la aristocracia. Era improbable que los Donati aprobaran algo que sobrepasara la amistad entre estos niños. Tal vez ni siquiera eso.
—Tiene el ala rota, pero he visto cosas peores —anunció Ficino con voz dulce. Vio que la cara de Lucrezia se iluminaba.
—¿Podréis salvarla? ¿Podréis curarla?
La esperanza que proyectaba la muchacha era contagiosa. Ficino, pese a todo, se ablandó debido a su ternura. Sonrió.
—Depende de la voluntad de Dios que este animal se cure, querida, pero haremos el mejor uso posible de nuestras aptitudes humanas, a ver qué pasa. Lorenzo, sujétala un momento mientras voy a buscar algunas cosas.
Ficino entregó el ave a Lorenzo, quien la cogió con cautela, al tiempo que la arrullaba. Alzó la vista y vio los ojos de Lucrezia, brillantes otra vez a causa de las lágrimas. Se apresuró a tranquilizarla.
—Se pondrá bien, ya lo verás. El maestro la ayudará, y tú y yo… rezaremos juntos para que se cure.
Ficino regresó con dos palitos y unas tiras de hilo, y ató el ala de la paloma a su cuerpo. Lorenzo mantuvo sujeta el ave mientras su maestro la curaba. Lucrezia les miraba a los dos con los ojos abiertos de par en par, fascinada.
—Me la quedaré aquí hasta que sane, pero habrá que alimentarla —explicó Ficino con fingida irritación—. Yo no tengo tiempo para hacer de niñera de esta paloma, de modo que deberéis ocuparos los dos de alimentarla.
Lorenzo miró a Lucrezia, quien asintió con solemnidad.
—Vendré cada día, si puedo.
Su padre pasaba los días en Florencia, y su madre era tolerante con su hija cuando vivían en su villa campestre. Lucrezia podía escaparse casi todos los días, siempre que no diera a su familia motivos para preocuparse por ausentarse demasiado rato.
—Yo también vendré —prometió Lorenzo—. Me encontraré con Lucrezia en el límite de sus tierras y la traeré aquí a lomos de Morello.
Ficino asintió y emitió un gruñido.
—Estupendo. Ahora, largaos, pues este viejo tiene trabajo que hacer. Estoy traduciendo algo de suma importancia para tu abuelo, y la enfermedad no ha aplacado en lo más mínimo su legendaria impaciencia. Y no os metáis en más líos por hoy, al menos.
Lorenzo tomó a Lucrezia del brazo y la acompañó fuera.
—Por aquí —susurró.
—¿Adónde vamos?
—Shhh. Ya lo verás.
La guió por un sendero serpenteante invadido de malas hierbas, mientras apartaba las ramas bajas de los árboles que amenazaban con impedirles el paso. Era su lugar favorito del mundo, y así continuaría el resto de su vida. Doblaron un último recodo y él la condujo a través de una abertura del muro.
—¿Qué es este lugar?
Se hallaban en el borde de un jardín circular grande y cerrado. En mitad de las flores enredadas se alzaba un templo de estilo griego, una cúpula sostenida por columnas. En el centro había una estatua de Cupido erguido sobre una columna. Una placa fija a la columna tenía inscrito el lema Amor vincit omnia.
—«El amor lo puede todo» —tradujo Lorenzo—. Virgilio. Eso dice la inscripción. Y… también algo más. Pero el templo fue construido por el gran Alberti.
—¡Es pagano! —exclamó Lucrezia, escandalizada.
—¿De veras? —rio Lorenzo—. Ven aquí.
Lorenzo la guió hasta un lado del jardín, donde habían erigido un altar de piedra. Era la base de una asombrosa escena de la crucifixión en mármol.
—Obra del maestro Verrocchio. Cristiano.
—Asombroso. —Lucrezia estaba atónita—. Pero… no lo entiendo.
Lorenzo sonrió. Estaba absolutamente prohibido llevar a alguien que no perteneciera a la Orden a aquel lugar, pero Lorenzo deseaba compartir aquel espacio mágico con ella. Sabía instintivamente que aprendería a quererlo tanto como él…, y que era digna del lugar. Lo había sabido desde que la vio por primera vez. Adonde él fuera, ella debía acompañarle por derecho propio.
—Ficino enseña que la sabiduría de los antiguos y las enseñanzas de Nuestro Señor deberían convivir en armonía. Que todo conocimiento divino procede de la misma fuente y debería ser celebrado por todos, para convertirnos en mejores seres humanos. Anthropos. Es una palabra griega. Significa convertirse en el mejor ser humano posible. Es similar a humanitas en latín. Mi abuelo ha dedicado su vida a esta fe, y yo espero seguir sus pasos.
Lucrezia lanzó una risita.
—Mi abuelo diría que es una herejía.
—Y mi abuelo diría que es armonía. Pero aquí hemos venido a rezar, porque es un lugar muy santo. Por eso te he traído aquí. Para rezar por nuestra paloma. Pensé que sería… lo apropiado.
Lucrezia admiró la hermosa escultura que se alzaba ante ella. Pasó una mano sobre la fría base de mármol y la subió por el lado de la cruz lo máximo posible, para luego bajarla de nuevo. Intentó hablar, pero la timidez se impuso y calló. Lorenzo, que viviría en armonía con sus estados de ánimo durante el resto de sus días, se dio cuenta.
—¿Qué pasa?
Ella alzó la vista hacia la hermosa cara de Nuestro Señor, esculpida por un artista genial.
—He soñado con ella.
—¿Con qué?
—Con la crucifixión. Como si estuviera allí. Está lloviendo, y lo veo todo a través de la lluvia. Lo he soñado tres veces, que yo recuerde.
Lorenzo la miró de una forma extraña durante un momento, pero tardó en contestar.
—Acompáñame —dijo por fin.
La guió a través de los arbustos y fragantes rosales hasta otro pequeño altar, coronado por la estatua de mármol de una mujer. Una paloma descansaba sobre su mano extendida.
—¡Qué hermosa! —exclamó Lucrezia—. ¿Quién es?
—María Magdalena. Nuestra Señora, la Reina de la Compasión.
Lucrezia lanzó una exclamación ahogada.
—¡Oh! ¡Ella también aparece en mi sueño!
—¿También sueñas con María Magdalena?
Fue Lorenzo esta vez quien emitió una exclamación ahogada.
Ella asintió con solemnidad.
—¿Eso es malo? —preguntó.
—No —rio Lorenzo—. ¡Creo que es estupendo!
Lorenzo tomó su mano de nuevo y se arrodilló delante de la estatua, al tiempo que le indicaba que le imitara. Lucrezia obedeció sin soltar su mano. No comprendía la extraña mezcla de paganismo y cristianismo, pero el lugar la fascinaba. Era mágico, existía la armonía de la que Lorenzo hablaba. Y si venía aquí a rezar, no podía ser un mal sitio.
—Lorenzo, ¿me explicarás el significado de todo esto?
Él sonrió y asintió.
—Reza conmigo. En primer lugar, daremos gracias a Dios por haber salvado la vida a la paloma. Y después… —Hizo una pausa, vencido por la timidez. Cuando continuó, las palabras salieron aceleradas, de modo que no pudo detenerse—. Daremos gracias a Dios por habernos reunido.
—Rezaré con alegría por ambas cosas, y daré gracias a Dios por amarme hasta el punto de haberme dejado conocerte el día de mi cumpleaños.
Lucrezia Donati se ruborizó violentamente mientras apretaba la mano de Lorenzo, y después agachó la cabeza para rezar. Lorenzo la imitó, y en aquel momento el sol cayó sobre el mármol e iluminó la estatua. A lo lejos, ambos oyeron el zureo de una paloma.
Lucrezia Donati fue fiel a su palabra. Encontró una forma de escapar casi cada día para encontrarse con Lorenzo en el límite de las propiedades de su padre, y para ir con él a caballo para ver a Ficino. Daban de comer a la paloma. Al parecer, se estaba recuperando bien gracias a sus cuidados. Cada día terminaban acudiendo al jardín secreto, el Templo del Amor, como lo llamaban los Médici.
Cada día, Lorenzo compartía con ella alguna faceta de su educación clásica. Lucrezia era una alumna ávida y capaz, aprendía de memoria todo cuanto Lorenzo le enseñaba y le asaeteaba a preguntas.
Uno de esos días Lucrezia le sorprendió con una petición.
—Lorenzo, quiero que me enseñes griego.
—¿Quieres aprender griego? ¿De veras? ¿Por qué?
—Sí, de veras. Para ser una chica, he recibido una buena educación, y verás que soy una buena estudiante —dijo, con una altiva inclinación de cabeza, mientras Lorenzo pensaba que era lo más bello que había visto en su vida—. Quiero aprender porque a ti te gusta, y quiero conocer todas las cosas que amas. Quiero experimentarlas y compartirlas contigo. ¿Me enseñarás griego, Lorenzo?
—Te enseñaré todo cuanto tu corazón desee. Empezaremos mañana, después de ir a ver a nuestra paloma.
Al día siguiente, Lorenzo iba preparado con el regalo de un manual de griego envuelto con una cinta de seda rosa. Recibió la recompensa de una de las deslumbrantes sonrisas de Lucrezia que revelaban sus hoyuelos, además de su contagioso entusiasmo. Las lecciones empezaron muy en serio, y descubrió que, en efecto, era una estudiante asombrosa. A finales de la cuarta semana, Lorenzo entregó a Lucrezia un texto en griego que había escrito en un pergamino.
—¿Qué es esto?
—La lección de hoy. Quiero que me traduzcas la pregunta, y después quiero que la contestes. En griego, por supuesto.
Lucrezia arrugó el entrecejo, concentrada. Estudiaba con ahínco, pero sólo habían transcurrido unas pocas semanas. Tuvo problemas con algunas letras, pero dejó que Lorenzo la corrigiera con ternura. Por fin, comprendió el significado de la frase y lanzó un gritito de placer.
El texto decía: «¿Puedo besarte?»
Contestó en griego, con una de las pocas palabras que conocía bien.
—Nai.
Sí.
A finales de la tercera semana, Ficino anunció a ambos su convencimiento de que la paloma estaba curada y podían soltarla al viento. Lorenzo y Lucrezia estaban locos de emoción por su triunfo. A imitación de su primer encuentro, Lucrezia iba montada delante de Lorenzo, rodeada por sus brazos, con la paloma apretada contra el pecho. Morello les condujo hasta la linde del bosque, donde desmontaron. Lorenzo quitó con delicadeza las tiras de hilo del ave, mientras Lucrezia la sujetaba. Los palitos cayeron y la paloma ejercitó el ala, al tiempo que zureaba en honor de la pareja.
—Está expresando su gratitud —observó asombrado Lorenzo.
Lucrezia acarició la nuca del ave, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Adiós, amiguita. Te echaré mucho de menos.
Sus lágrimas cayeron sobre el ave curada. Cuando alzó la vista, vio que también había lágrimas en los ojos de Lorenzo.
—¿Preparada? —susurró.
Lucrezia asintió, y juntos alzaron al aire la paloma. Aleteó varias veces, extendió el ala curada, volvió a zurear, y después se elevó como una nube de plumas blancas. La vieron volar, al principio un poco insegura, pero después con mayor energía y confianza. Por fin, se posó sobre la rama de un árbol y zureó.
—¡Mira, Lorenzo! ¡Se ha posado sobre un laurel!
Lorenzo sacudió la cabeza estupefacto, tanto por la elección del ave como por la aguda percepción del simbolismo por parte de Lucrezia. El laurel era su emblema personal, pues la palabra laurel y la versión latina de su nombre, Laurentius, procedían de la misma raíz.
—Te está honrando por haber salvado su vida.
Lorenzo se volvió hacia la hermosa joven.
—Fuiste tú quien la salvó. Una parte de tu espíritu reside en esa paloma.
Tomó su barbilla en la mano y la besó con mucha ternura. Al cabo de un instante se enderezó.
—Se me acaba de ocurrir algo.
—¿Qué? —preguntó ella, sin aliento como siempre que la besaba.
—He estado pensando en cómo te voy a llamar. Mi madre también se llama Lucrezia, y no me parece adecuado que te llames como ella. Pero la paloma lo ha solucionado. Te llamaré Colombina. Mi palomita.
—Es el nombre más hermoso que he oído jamás —susurró ella.
Esta vez, fue ella quien le besó, poniéndose de puntillas para llegar a sus labios. En aquel momento, en el bosque, con la promesa de la primavera y la renovación de la vida a su alrededor, hablaron en voz alta de su mutuo amor por primera vez. Era un amor que perduraría durante sus turbulentas vidas y el sendero, con frecuencia difícil, que Dios les preparaba, juntos y por separado.
El suyo era un amor eterno. Desde el principio de los tiempos hasta su final.
En relación a la Madonna de Humilitas, también llamada la Virgen del Magnificat.
Madonna Lucrezia me encargó crear un retrato de su familia, un regalo que conmemoraría los veinte años de su unión con Pedro.
La he pintado como la Virgen. ¿Por qué la Virgen? ¿Importa en algo? ¿No son todas la misma, a fin de cuentas? La madre eterna, nuestra señora de la compasión y la humildad. Y no obstante, se trata de una celebración de la maternidad de una forma que no puede lograrse con una virgen, y de hecho esta Virgen es nuestra señora Lucrezia plasmada como la Magdalena. Escribe el Magnificat, un himno de alabanza a Dios, porque Lucrezia es una gran poetisa, y existe una gran leyenda relativa a los escritos de la Magdalena. He pintado el cabello de la Virgen con oro puro, para que el mundo conozca el resplandor de las mujeres que inspiraron la obra.
¡Es estupendo tener a los Médici como mecenas!
De los ángeles que rodean a Nuestra Señora, he pintado a Lorenzo como el que sostiene el tintero, pues él es el Príncipe Poeta del que fluirá la nueva inspiración. Dibujé a Lorenzo de perfil para este cuadro durante una de nuestras clases, cuando no sabía que le estaba mirando. Se hallaba con la vista clavada en el Maestro mientras nos contaba la leyenda del centurión Longinos. Quería capturar a Lorenzo en un momento de devoción, para que la energía de esta emoción se transmitiera a la obra. Y de perfil, Lorenzo está muy guapo.
El angelical Giuliano ayuda a sostener el libro y mira a su hermano mayor para que le guíe. Ése será siempre el papel de Giuliano: ayudará a Lorenzo y cuidará de él. Si es sabio, aprenderá de él. Giuliano tiene un rostro de ángel, y así he plasmado su cara. Conseguir que estuviera quieto el tiempo suficiente para capturarle desde este ángulo no es tarea fácil, y precisó algunos sobornos y la ayuda de Madonna Lucrezia. Tiene una edad en que la inmovilidad es anormal en un chico.
La hermana mayor, María, apoya sus manos sobre cada uno de sus amados hermanos, como para protegerlos, pues ésa es su naturaleza. Las otras dos muchachas, Nannina y Bianca, son los ángeles que sostienen la corona sobre la cabeza de la Virgen. La primera nieta de Pedro y Lucrezia representa a todos los hijos afortunados de la floreciente estirpe de los Médici. La mano de la niña reposa sobre la palabra «Humilitas». Es una de las mayores virtudes según el Libro Rosso, lo contrario al orgullo y la altivez. Es el mensaje que Madonna Lucrezia ha elegido como más importante en este momento de cara a los niños. Ser un gran líder significa conocer la humildad.
La niña sostiene una granada. Tal como el Maestro nos ha enseñado, y Ficino confirma mediante sus profundos estudios de los griegos, la granada es el símbolo del vínculo matrimonial indisoluble. Es el emblema del matrimonio indestructible. Porque lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.
El matrimonio de Pedro y Lucrezia es el más indisoluble que he visto en mi vida. En verdad siguen los pasos de nuestro Señor y nuestra Señora.
Fue una alegría para mí pintar las facciones de Madonna Lucrezia como nuestra amada Magdalena. Me he tomado libertades con el colorido y la he suavizado un poco, plasmando a Lucrezia de Médici tal como la vemos los que la reverenciamos: es radiante, es dorada, es «perfecta».
Al fondo he pintado el río subterráneo que corre hasta Careggi, pues ese lugar es la sede del saber más grande y un refugio para aquellos que aprenden a abrir los ojos y prestar oídos a las grandes verdades. Emana de las mujeres del linaje como una arteria de vida y belleza para todos los que tenemos ojos para ver y oídos para oír.
Yo continúo,
Alessandro di Filipepi, conocido como «Botticelli»
DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE SANDRO BOTTICELLI
Montevecchio
1463
DURANTE SU ESTANCIA en Careggi, Lorenzo llevó a Lucrezia con él hasta el retiro colindante de Ficino en Montevecchio, la pequeña villa que Cosme le había construido para convertirse en sede de la Academia Platónica. La academia florecía bajo la guía de Ficino, y se había convertido en un sólido centro educativo para sus colegas florentinos que deseaban estudiar a los clásicos en un entorno social relajado, en que el diálogo y el debate auténticos tenían lugar. Poetas, filósofos, arquitectos, artistas y eruditos se precipitaban en masa al retiro de Ficino cada vez que anunciaba que se iba a celebrar una reunión de la academia. En el ínterin, Ficino utilizaba Montevecchio como escuela para Lorenzo, y a veces para Sandro, cuando este último no estaba en Florencia aprendiendo con Verrocchio. Sandro iba a pasar más tiempo en Careggi, a instancias de Cosme, pues el patriarca de los Médici quería que Sandro conociera las particulares técnicas de infusión artística de Fra Filippo. Y mientras Sandro se alzaba a nuevos niveles de logros artísticos, Cosme opinaba que era el momento adecuado para ampliar su educación clásica.
Lucrezia Donati, a quien todos llamaban ahora Colombina, había convencido a sus padres de que se quedaba con tanta frecuencia en Careggi para que Madonna Lucrezia la enseñara a bordar, en compañía de sus hijas. Mona Lucrezia era famosa por su talento, y tener una profesora tan ilustre era un tanto que se apuntaba la heredera de los Donati. Sus padres estaban mucho más preocupados por su posición social en la ciudad para interesarse demasiado por el paradero de su hija. Mientras creyeran que estaba dedicada a un pasatiempo femenino adecuado, en compañía de otras mujeres influyentes y respetables, la dejarían en paz.
Lorenzo, Sandro y Colombina habían formado una especie de trinidad, y solían pasar el rato juntos antes y después de clase. Sandro adoraba a Colombina (como todo el mundo, al parecer) y la dibujaba con frecuencia como inspiración de las diversas vírgenes en las que estaba trabajando en el estudio. La anterior reticencia de Ficino hacia Colombina se había fundido desde hacía tiempo al calor de la brillantez e interés de la muchacha por los clásicos. Por encima de todo, tenía facilidad para los idiomas. Además, Colombina sacaba lo mejor de Lorenzo, quien aún estudiaba con más ahínco para impresionarla. Era justo reconocer que Lorenzo nunca dejaba de animar a la muchacha y se mostraba orgulloso de sus logros, que eran numerosos y cada vez más frecuentes.
A Ficino le gustaba repetir a Colombina que, de haber nacido hombre, con una mente tan rauda y un espíritu tan osado, habría gobernado el mundo. De todos modos, por ser uno de los guardianes extraoficiales de Lorenzo, procuraba no alentar su compromiso mutuo más allá de un platonismo literario. Les llamaba Apolo y Artemisa, subrayando su relación fraternal, un dúo capaz de iluminar Florencia mediante el sol masculino y la luna femenina. Esperaba que este continuado énfasis les ayudaría en el futuro, cuando tuvieran que enfrentarse por fin a las duras realidades de los matrimonios de conveniencia y las alianzas políticas que esperaban a los florentinos acaudalados. Si eran capaces de descubrir el goce en su condición de hermanos espirituales, tal vez podrían canalizar esa energía hacia su trabajo por la causa común de la Orden, que sin duda abrazaría Colombina con extraordinario celo en cuanto fuera introducida en ella.
En ocasiones, Jacopo Bracciolini se sumaba a las clases. Lorenzo conocía a Jacopo desde que eran pequeños, y participaba en justas con él a lomos de ponis, se revolcaban en el barro jugando a caballeros de las Cruzadas, provistos de escobas a modo de lanzas, y marchaba con él en los desfiles. Jacopo había sido el Domador de Gatos en la cabalgata de los Magos, cuando ambos contaban diez años de edad. Había continuado desarrollando su peculiar sentido del humor y su insaciable necesidad de atención durante sus años de adolescencia.
A veces, era muy divertido, y en otras irritante. Sandro apenas toleraba a Jacopo, pero Lorenzo le consideraba un hermano de espíritu y le defendía de las pullas de Sandro. No sólo era uno de sus más viejos amigos, sino que el padre del chico, Poggio, era el miembro más importante de la Orden después de Cosme. Este hecho solo le convertía en un miembro de la familia, y Lorenzo protegía todos los aspectos de la familia.
Colombina era amable con todo el mundo, y pese al hecho de que Jacopo era un bromista impenitente y siempre gastaba bromas pesadas, sentía debilidad por él. Ansiaba llamar la atención, pero poseía una mente brillante y era capaz de entablar profundas e intuitivas conversaciones. En una ocasión, Jacopo introdujo una rana diminuta en el tintero, y estalló en carcajadas cuando el pobre animal se liberó por fin, dejando pequeños manchones de tinta en forma de rana sobre las importantes traducciones de maese Ficino. No obstante, Jacopo se ponía muy serio cuando hablaba de la gloria de Florencia y de su importancia en la historia de Europa. Los Bracciolini eran una familia florentina noble y de rancio abolengo, y Jacopo se sentía orgulloso de su herencia.
No obstante, su presencia alteraba la química de la pequeña trinidad, una de las razones de que a Sandro le irritara. Salió a relucir especialmente hoy, durante la clase de Ficino sobre las Égoglas de Virgilio.
—El amor lo puede todo; entreguémonos al amor.
Ficino citó el verso más famoso de Virgilio y pidió a cada estudiante que aportara su interpretación de la idea subyacente. Colombina explicó que el amor era la mayor fuente de poder del universo. Lorenzo, cosa poco sorprendente, se mostró de acuerdo con ella, y después habló del contraste entre conquistar y entregarse. Jacopo, sin embargo, no les siguió la corriente y se puso a jugar con las palabras.
—El amor puede con los idiotas; no nos entreguemos a nada —bromeó.
Aquel día, el joven Bracciolini parecía singularmente agresivo, como si la lección sobre el amor fuera una espina clavada en su costado. Ficino discutió con él unos momentos, pero después decidió que no estaba de humor para aguantar las excentricidades del muchacho. Le esperaban montones de traducciones para Cosme. Despidió a sus estudiantes antes de la hora y tomó nota de que Jacopo se marchaba corriendo sin mirar atrás ni despedirse.
No era fácil quitarse de encima a Lorenzo, sin embargo. Le había estado pidiendo con insistencia a Ficino que le presentara a Colombina al Maestro de la Orden del Santo Sepulcro para que le diera su aprobación. Ficino sabía que era inevitable, pero con Cosme cada día más débil, tenía poco tiempo para lo que no fuera terminar las traducciones pendientes de manuscritos antiguos para su mecenas y dar clases a Lorenzo. Cosme había abierto la biblioteca de los Médici a los estudiosos de Florencia. Era la primera vez que una biblioteca privada se abría al público. Deseaba añadir más manuscritos, traducciones de algunos documentos griegos excepionales que habían sido desenterrados por las expediciones de los Médici a Oriente Próximo. Ficino estaba sometido a presión para acabar las traducciones encargadas por Cosme. El acuerdo no verbalizado entre ellos era que Cosme quería leerlas antes de pasar a mejor vida.
Lorenzo había asistido a una clase de astrología antes de la debacle de Virgilio, lo cual le condujo a pedir a Ficino que investigara los aspectos de su carta astral combinada con la de Colombina. Ficino rezongó de buen humor, al tiempo que localizaba una valiosa efemérides, un regalo de Cosme. Pasó las páginas del enorme libro, una enciclopedia que detallaba la posición de los planetas, y tomó nota de en dónde se encontraban los cuerpos celestes en el cielo cuando ambos niños nacieron. Garabateó palabras y analizó las cifras durante un rato, y al final anunció sus descubrimientos.
Ficino carraspeó y se puso muy serio. La astrología era su pasión, y su entusiasmo natural aumentaba cuando hablaba de ella en detalle. Al ser un hombre íntegro de pies a cabeza, también sabía que debía decir la verdad sobre sus pesquisas, pese a sus vacilaciones personales.
—Veo algo aquí que es… único. Vuestro amor mutuo no hará más que aumentar con el paso del tiempo, y durará… una eternidad. Es amor divino. Un don de Dios. Dios os hizo el uno para el otro. Y ningún hombre, ni mujer, os lo podrá arrebatar.
Lorenzo asió la mano de Colombina y se la llevó a los labios, al tiempo que besaba impulsivamente sus hermosos y largos dedos.
—Yo te lo habría podido decir sin la ayuda de las estrellas.
Colombina sonrió, pero se volvió hacia Ficino, serio de repente.
—Nos has dado una noticia maravillosa. Palabras sobre Dios, y sobre el amor divino que dura toda la eternidad. No obstante, lo has dicho con tristeza. ¿Por qué, Maestro?
Ficino apoyó un dedo bajo la barbilla de la joven y ladeó su cabeza, como un escultor dispuesto a trabajar, antes de contestar en tono pensativo y titubeante.
—Porque, querida hija, las circunstancias en las que habéis nacido no favorecerán vuestro amor. Tendrá que afrontar muchos desafíos durante vuestras vidas, y vosotros también. El destino de Lorenzo… —Calló cuando reparó en uno de los garabatos del papel, y después emborronó la tinta con la yema del dedo—. Hay otros que tomarán esas decisiones por vosotros.
El vértigo anterior de Lorenzo se evaporó cuando miró a su amor con una nueva tristeza.
—Mi padre —se limitó a decir Colombina.
—Estás en lo cierto. Y no obstante… Os apremio a recordar una cosa, hijos míos: lo que Dios ha unido… no lo separe el hombre.
Marsilio Ficino, acongojado, vio marchar a sus alumnos más queridos. Sabía mucho más de lo que había revelado a los jóvenes amantes. Pero pese a toda su sabiduría, se daba cuenta de que estaba sucediendo algo que superaba en mucho a su cultura y experiencia. Sólo había un hombre vivo que pudiera ayudarles, el único hombre que merecía el apelativo de Maestro.
Ficino cogió su capa y fue en busca de Fra Francesco.
Marsilio Ficino no tuvo que ir muy lejos para encontrar a Fra Francesco, pues se había instalado en su diminuta ala de Montevecchio, y raras veces se aventuraba más allá de los jardines, donde había instalado un elegante laberinto hecho de baldosas. Fra Francesco utilizaba dicho laberinto como herramienta de oración, y también impartía clases en su interior. Pero hoy estaba en su estudio, como si anticipara la llegada de Ficino.
—¿Cómo es posible que desconociéramos la existencia de esta Donati?
La pregunta de Fra Francesco a Ficino no era una reprimenda, pues eso era impropio de su naturaleza. Se trataba de una pregunta sincera impulsada por la curiosidad.
De todos modos, fastidiaba a Ficino no haberse dado cuenta antes. ¿Por qué no había pensado en mirar antes su carta astral? Las estrellas eran muy claras.
—Los Donati son tradicionalistas —replicó—. No comparten nuestras creencias y no aceptarían de buen grado nuestras enseñanzas. Son católicos acérrimos, y considerarían nuestra fe una grave aberración.
—Es una desgracia, teniendo en cuenta que su hija es probablemente una Esperada. ¿Estás seguro de que no podremos influir en ellos?
Ficino se enderezó, sorprendido de que Fra Francesco hubiera lanzado aquella afirmación sin ni siquiera conocer a la muchacha. El Maestro captó la sorpresa y continuó.
—Es de lógica que lo sea, teniendo en cuenta la obsesión de Lorenzo con ella. Procede de una noble familia toscana, de rancio abolengo, con una de cuyas mujeres se casó Dante. Todas las familias toscanas de rancio abolengo son de la línea de sangre, Marsilio, no lo olvides. Las tres grandes dinastías del linaje sagrado se establecieron en Toscana y Umbria, el único lugar de Europa en que eso ocurrió. Por eso este lugar es más eminente que ninguno.
—Por eso también abundan tanto las enemistades mortales y las rivalidades familiares —observó Ficino.
—Sí, sí, es una triste verdad, pero también estamos intentando arreglar eso con los matrimonios que hemos patrocinado. ¿Quién habría pensado que los Albizzi y los Médici formarían algún día una sola familia mediante el matrimonio? ¿Y los Pazzi? Pero está ocurriendo. Tal vez podamos convencer a los Donati de que entreguen a su hija en matrimonio a Lorenzo.
Ficino sacudió la cabeza con tristeza.
—Podemos intentarlo, pero no soy optimista en cuanto al resultado. No porque exista una enemistad mortal. Los Donati y los Médici se llevan en paz como vecinos, aunque creo que los Donati no son dignos de confianza. Son tan elitistas como católicos. Una combinación difícil. Aunque los Médici son una de las familias más ricas e influyentes de Europa…
—Y la verdadera realeza de este país —le recordó Fra Francesco, en referencia al antiguo linaje de la familia, así como al bienaventurado nacimiento de Lorenzo.
—Sí, pero no conseguirías que los aristocráticos Donati te dieran la razón. Desde su punto de vista, los Médici son comerciantes y están muy por debajo de ellos en la jerarquía de la humanidad.
—¿Dices que esta chica también es inteligente?
Ficino asintió.
—Está a la altura de Lorenzo, Maestro. Sólo te lo diría a ti, pero así es. Aparte de su horóscopo, veo que es su alma gemela por la forma en que aprende y los temas en que destaca. Son tan similares, que a veces lo encuentro inquietante. Existe una simetría, una perfección en su unión. Y sin embargo… También veo que su destino no es estar juntos. Tales cosas me llevan a formularme preguntas sobre Dios y la fe.
Fra Francesco asintió.
—Muy bien, hijo mío, muy bien. He visto cosas durante mi larga vida que me llevaron a cuestionar la voluntad de Dios, y la mayoría están relacionadas con los derroteros del amor. ¿Por qué dos almas están hechas la una para la otra, pero viven separadas? Es la pugna del amor, Marsilio. La pugna del amor en el sueño que llamamos vida. Pero todo tiene su propósito, y ese propósito es buscar la unión. Nos ponen a prueba para ver si poseemos el valor de combatir la ilusión y encontrar el amor al final del sueño. Y cuando lo conseguimos, el sueño se transforma en realidad. Después, no existe nada más hermoso.
Ficino, quien jamás se había enamorado, se limitó a asentir, pues no tenía nada que añadir. Era un alma singular, felicísima cuando se sumergía en sus estudios y libros, a la que los anhelos del amor eran incapaces de distraer. No le apetecía.
—El amor terrenal no es una misión para la que todo el mundo está capacitado, por supuesto —continuó Fra Francesco—. Existen ángeles, como tú, que han venido para trabajar con un propósito concreto. No anhelas el amor porque careces de alma gemela. No buscas a nadie, porque no hay nadie para ti.
—Soy feliz como estoy, Maestro.
—¡Pues claro! Nuestro padre y nuestra madre que están en el cielo no cometen equivocaciones, y nunca son crueles. No te enviarían aquí sin una pareja, para luego inspirarte terribles anhelos de encontrar una. En cambio, te enviaron sólo para que pudieras concentrarte en tu trabajo, que es tu único y verdadero amor. El cual consigue que seas feliz por completo, tal como estaba previsto.
El Maestro rio, y la cicatriz mellada que ocultaba su barba se movió arriba y abajo.
—Por eso tu misión es enseñar los clásicos y la filología, mientras que mi trabajo es enseñar el amor. Lo cual nos reconduce al tema del que hablábamos. ¿Qué vamos a hacer con esta deliciosa Esperada nueva que es el único y verdadero amor de Lorenzo? ¿Has hablado de ello con Cosme?
Ficino negó con la cabeza.
—La salud de Cosme es preocupante, y no deseo abrumarle con esto, hasta que estés seguro de que ella es lo que creemos.
—Bien, pues sólo falta por hacer una cosa. Tráemela lo antes posible para que pueda decidir de una vez por todas.
Colombina se reunió con Lorenzo en Montevecchio al día siguiente, para ser llevada a presencia del Maestro por primera vez. Había oído hablar mucho de él, por supuesto, y Lorenzo le reverenciaba como el hombre más sabio y bondadoso que había pisado jamás este mundo. La había advertido de su aspecto anciano y rudo, pero tales cosas no la afectaban. Colombina era un espíritu puro, y veía a los demás tal como eran en su interior, sin dejarse influir por la superficie.
Pasaron la primera hora juntos en el salón de casa de Ficino. El Maestro vio a Colombina interactuar con Lorenzo y Ficino, interesado en observar su naturalidad. Mientras la contemplaba, cayó en la cuenta de que no albergaba el menor artificio.
El Maestro sonrió al pequeño cónclave, pero después anunció que había llegado el momento de hablar con Colombina a solas. Ficino se excusó y se llevó a Lorenzo con él. Les aguardaban muchos preparativos para la asamblea de la Academia Platónica al final de la semana.
—Bien, querida mía —dijo el Maestro, una vez se fueron Ficino y Lorenzo—. Lorenzo me ha dicho que sueñas con la crucifixión y con Nuestra Señora Magdalena. ¿Cuándo empezaron estos sueños?
Colombina asintió obediente.
—La primera vez fue el año pasado, la noche que conocí a Lorenzo. Lo recuerdo porque era la víspera de mi cumpleaños y me desperté llorando. Mi madre se enfadó muchísimo. «¿Por qué lloras, si es el día de tu cumpleaños y el inicio de la primavera?», me preguntó. Le dije que había tenido una pesadilla, pero no se la expliqué. Mi madre es muy religiosa, y no me cabe duda de que, si le hubiera explicado el sueño, me habría enviado a un convento.
—¿Me lo contarás a mí?
—Oh, sí. No creo que me enviéis a un convento —rio la joven.
Fra Francesco coreó sus carcajadas.
—Te aseguro que eso nunca sucederá.
—Bien, vi a Nuestro Señor en la cruz, y llovía con fuerza. Vi a María Magdalena al pie de la cruz, y lloraba muchísimo, y yo me puse a llorar con ella. Vi también a otras mujeres: la Santa Madre y las demás Marías. Todas lloraban, pero a ninguna la sentía tanto como a Magdalena. Yo…
Hizo una pausa y contempló sus manos enlazadas sobre el regazo, reticente a referir la parte del sueño que podía enviarla a un convento sin posibilidad de escape.
—Continúa, querida. No has de temer nada de mí.
Ella sonrió, mostrando la deslumbrante sonrisa de los hoyuelos que fascinaba a todos los que entraban en contacto con ella.
—Lo sé, Maestro. Lo he sabido desde el momento en que entré por esa puerta. Es que la siguiente parte del sueño no es tan fácil de explicar. Pero… Siento lo que Magdalena siente en el sueño, como si fuera ella, aunque sé que no lo soy. Pero es como si ella quisiera que conociera sus pensamientos y su corazón, porque desea compartirlos conmigo. Ya sería bastante raro si sólo lo hubiera soñado una vez, pero el sueño se ha repetido tres veces.
Fra Francesco asintió.
—Un sueño muy peculiar, palomita. Un sueño bienaventurado. ¿Ves algún soldado romano en el sueño, por casualidad? ¿Les ves la cara?
Ella negó con la cabeza.
—No, no se ve muy bien. Soy consciente de que están allí, pero no los veo. Es sobre todo Magdalena la que centra mi atención.
El Maestro asintió satisfecho. Colombina tenía el idéntico sueño de la crucifixión que todas las Esperadas habían experimentado. Y si era incapaz de ver el rostro de los centuriones, tanto mejor. Le evitaba tener que explicar por qué la cara de Longinos Gayo era una versión más joven de su propio rostro, con la terrible cicatriz que surcaba la mejilla izquierda.
No cabía duda de que Colombina era auténtica, una hija de la santa profecía. Y como todas las profetisas del linaje, no sólo veía a la Magdalena, sino que la sentía. Pero ¿cómo lograrían arrebatarla a sus padres para educarla en el seno de la Orden? ¿Qué papel podía desempeñar esta muchacha si no podía casarse con Lorenzo, algo muy improbable?
Fra Francesco abrazó a la muchacha, y después la dejó marchar para que pasara el resto de la tarde con su amado Lorenzo. Sonrió cuando se alejaron por el jardín, tomados de la mano. Ver a ambos juntos era algo maravilloso. Le confería esperanza y henchía de amor su viejo corazón, pese a las siniestras predicciones de Marsilio.
—El amor lo puede todo, hijos míos —susurró—. El amor lo puede todo.