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La villa de Careggi, en las afueras de Florencia

4 de julio de 1442

COSME DE MÉDICI paseaba de un lado a otro, a la espera de que llegara su estimado invitado. La visita de Renato de Anjou a Florencia era un asunto de Estado, y todos los miembros del consejo de la república, la Signoria, la llevaban preparando desde hacía meses. También se llevaron a cabo preparativos políticos, obviamente: Renato era muy popular en Francia, donde ostentaba una serie de títulos, cada uno de los cuales testimoniaba el tremendo poder que podía ejercer en caso necesario. Era duque de Provenza y rey de Nápoles y Jerusalén, territorios muy valiosos como aliados en el caso de que la república florentina necesitara ayuda foránea en momentos de crisis. El poder militar de Nápoles, en concreto, era de extrema importancia para las alianzas italianas.

No obstante, pese a su fama de bondadoso, y a que fuera conocido como «Renato el Bueno», se trataba de honores otorgados por sus compatriotas franceses. Los florentinos eran escépticos por naturaleza en lo tocante a los forasteros, pero no se fiaban en absoluto de las manos codiciosas de la nobleza francesa. El hecho de que Nápoles estuviera en manos francesas mortificaba a muchos italianos, pero los florentinos también eran conscientes de que habría podido ser peor: la Corona de Aragón, más agresiva en lo político y represora en lo religioso, también ansiaba el control de Nápoles. Al menos, el rey Renato era un joven encantador, culto, de buen gusto e ideales humanistas progresistas, cualidades que la gente culta de Florencia tenía en gran estima. De todos modos, negociar con el noble exigiría mucha diplomacia y mano izquierda.

Las ventajas y desventajas políticas de una alianza con Renato el Bueno se discutían en la Signoria al mismo tiempo que se abrían las arcas para dar lugar a un lujoso espectáculo de bienvenida por parte de la República de Florencia. Cosme de Médici observaba todo, pero no se esforzaba en participar en las maquinaciones públicas y políticas. Era el florentino más poderoso e influyente, pero su interés por Renato de Anjou era exclusivamente personal… y secreto. Con independencia del resultado de las tomas de postura políticas que tendrían lugar durante los siguientes meses, Cosme sabía que Renato nunca le fallaría si alguna vez le necesitaba. Su encuentro de hoy en la intimidad de la villa Médici en Careggi, lejos de los ojos vigilantes que acechaban dentro de los muros de la ciudad, daría fe de ello. Si bien la entrada oficial en Florencia del rey Renato, seguida de la recepción, tendría lugar dentro de diez días, había cruzado hoy la frontera de la región disfrazado, en misión secreta. Era una visita que desconocían los ciudadanos de Florencia, una reunión sin más testigos que unos pocos elegidos y las antiguas piedras que formaban los muros del elegante retiro de Cosme.

—¡Primo! Cuánto me alegra reunirme contigo.

El noble francés, conocido por su cordialidad, abrazó a Cosme en cuanto la puerta se cerró a su espalda.

Cosme sonrió cuando Renato utilizó el saludo familiar, y se lo devolvió.

—La alegría es toda mía, primo. Gracias por venir.

Cualquier florentino que hubiera presenciado el encuentro se habría quedado perplejo. Renato de Anjou era heredero del linaje real más importante de Francia. Era hijo de dos de las líneas de sangre reales más inmaculadas de Europa, la dinastía francesa de los Anjou y la de Aragón española, y poseedor de múltiples títulos hereditarios. Por el contrario, Cosme de Médici era un plebeyo, uno de los plebeyos más acaudalados e influyentes de Europa, pero comerciante a fin de cuentas. Por qué un príncipe de dinastías tan majestuosas y elitistas llamaba primo al banquero italiano era un secreto más valioso que el oro, un secreto de vida y muerte para todos los implicados.

Renato explicó su reciente viaje, en tanto Cosme le invitaba a entrar en su elegante studiolo. Las puertas de su biblioteca privada se abrían sólo para sus amigos y familiares más íntimos y de confianza. Como era tradicional en muchas familias acaudaladas florentinas, ni siquiera las esposas gozaban de libre acceso al estudio privado de sus esposos. Cosme había conservado esta tradición durante todo su largo matrimonio con una mujer a la que amaba, y sus secretos estaban a salvo dentro de estos muros.

—Acabo de llegar de Sansepolcro. Me han dicho que te has apoderado del territorio por completo.

Cosme asintió. Había adquirido Borgo Sansepolcro para añadirlo a los territorios florentinos de Toscana, pero para ello había utilizado dinero particular de los Médici. No se trataba de una mera estrategia política a favor de Florencia. Se trataba de algo personal. La ciudad medieval amurallada, fundada en el siglo X, era suelo sagrado para los Médici, pues en él habían habitado los Magos durante quinientos años.

—¿Cómo está nuestro bienamado Maestro? ¿Va a venir? —preguntó Cosme.

—Fra Francesco está bien y viene pisándome los talones. Es asombroso que no haya cambiado nada desde que yo era pequeño.

Cosme sonrió antes de contestar. La sonrisa torcida transformó su rostro, serio y sardónico con frecuencia, en un paisaje en que inteligencia y comprensión compartían el espacio. Los recuerdos de su Maestro y el tiempo sagrado compartido con él siempre conseguían que sonriera. El anciano conocido como Fra Francesco había dado clase a los dos hombres e inculcado en ellos la idea de que eran primos de una sangre y espíritu antiquísimos. Fra Francesco era un ser único. Era el bondadoso pero formidable Maestro de una antigua sociedad a la que ambos hombres habían jurado lealtad hasta la muerte, la Orden del Santo Sepulcro. La Orden y sus enseñanzas estaban firmemente protegidas a un día de distancia de Florencia, en la diminuta ciudad amurallada que llevaba su nombre y era ahora posesión de los Médici: Sansepolcro.

—Me atrevería a decir que nunca cambiará, como bien sabes tú —respondió Cosme—, pero me alegro de que hayas accedido a venir en esta fecha concreta. Hay mucho que hablar y planificar.

—¿Cómo iba a negarme? La fecha está escrita en las estrellas, y hemos de procurar honrarla como es debido. Es una cuestión que emociona sobremanera a los miembros de la Orden, y cumpliré mi deber tal como se decidió. ¿Cuándo está previsto que nazca el niño?

—Hemos recopilado todas las previsiones de los Magos, siguiendo el consejo de Fra Francesco. Todas se muestran de acuerdo en que las estrellas indican con claridad 1449, debido a la ubicación de Marte en Piscis que sucede ese año. Si todo va como debiera, nacerá el primer día de enero, para que pueda ser bautizado cinco días después, festividad de la Epifanía. Exigirá una gran planificación, pero como sabes, ya se ha hecho antes con éxito. Y esta vez… hemos de proceder con absoluta exactitud. Tal nacimiento le concederá las influencias astrales que cumplirán por completo los requisitos de la profecía. Por eso hemos de empezar los preparativos hoy, con mucha antelación, a fin de asegurar el éxito. Puede que tardemos años en encontrar a la mujer perfecta que engendre a ese niño.

Nadie conocía mejor el poder de aquella antigua profecía que Renato de Anjou. Era el Príncipe Poeta reinante, el hijo predilecto reconocido por la Orden a causa de su nacimiento y destino divinos. Su línea de sangre, combinada con la fecha de nacimiento, habían predeterminado su camino, y él había hecho lo imposible por estar a la altura de las exigencias. La referencia de Cosme a «proceder con absoluta exactitud» provocó que Renato se encogiera. Era una referencia a su propio nacimiento, que se había producido dos semanas demasiado tarde. Si bien la posición de las estrellas, en el momento del nacimiento de Renato, cumplía todavía los requisitos de la profecía, desde muy pequeño había sabido que siempre supondría una pequeña decepción. Sí, era un Príncipe Poeta. Pero no era el Príncipe Poeta. Y este desafortunado aspecto de su nacimiento le atormentaba cada vez que cometía un error o alguien consideraba que no había cumplido de manera satisfactoria sus deberes para con la Orden y su divina misión.

Renato cerró los ojos y recitó la profecía del Príncipe Poeta, que había teñido su vida con tonos de luz y oscuridad extremas desde que su nacimiento había sido predicho por los Magos:

El Hijo del Hombre decidirá

cuándo vuelve el tiempo para el Príncipe Poeta.

Él, espíritu de la tierra y el agua nacido,

en el reino compuesto de la cabra marina

y el linaje de los bienaventurados.

Él, que amortiguará la influencia de Marte

y exaltará la influencia de Venus,

para encarnar la gracia por encima de la agresividad.

Él, que inspirará los corazones y mentes de la gente

para iluminar el camino de la disposición

y enseñarles el Camino.

Éste es su legado.

éste, y conocer un gran amor.

El rey Renato el Bueno miró a su viejo amigo con ojos nublados a causa de las lágrimas.

—Como ya sabes, no he sido el príncipe más perfecto. He recibido la bendición de conocer un gran amor, en efecto, he engendrado una hija nacida en el equinoccio, que cumple una profecía propia, y he intentado terminar todas las tareas que se me impusieron en beneficio de la Orden y con el fin de proteger nuestras costumbres. Pero debo admitir que no me duele renunciar al título. Dormiré mejor una vez haya nacido este niño, nacido a la perfección para seguir el plan trazado por Dios y escrito en las estrellas. Tal vez entonces duerma de una vez por todas.

—No hables así, Renato —le reprendió Cosme, mayor que él—. Eres un hombre muy joven. Grandes cosas te aguardan en esta vida.

El rey Renato de Anjou había ido a Florencia a instancias de Fra Francesco, conocido por el eminente título de Maestro de la Orden del Santo Sepulcro, con el fin de renunciar a su título de Príncipe Poeta reinante, que iría a parar al niño cuya llegada se había predicho. La fecha de este encuentro había sido calculada con toda minuciosidad por los astrólogos de la Orden, conocidos como los Magos en honor de los tres reyes sacerdotes que predijeron el nacimiento de Jesús. De hecho, el legado de los Magos abarcaba los mil quinientos años transcurridos desde la aparición de la estrella de Belén. Estos Magos modernos conocían al dedillo las enseñanzas de los antiguos, estaban versados en las enseñanzas de Zoroastro y la Cábala, y eran expertos en el estudio de los Oráculos de la Sibila. Dominaban el misticismo egipcio, la numerología caldea y, sobre todo, la influencia de los planetas en la suerte de la humanidad. Los Magos entendían que la astrología era un don de Dios, un cetro de poder cuando el intelecto, el espíritu y el libre albedrío de aquellos lo bastante esclarecidos para utilizarlo como era debido aumentaban su potencia. Era la herramienta definitiva que podía utilizarse para llevar a cabo la voluntad de Dios.

Los Magos actuales vigilaban de manera constante la aparición de los niños especiales que las profecías anunciaban para esta generación. En la Orden, «El tiempo vuelve» era el antiguo lema al que su vida se ceñía, y las estrellas indicaban que las siguientes décadas traerían consigo a los hombres y mujeres más dotados y bienaventurados. Existían ciclos de grandeza específicos en la historia, eras predeterminadas por Dios, con el concurso de las estrellas, que producían almas angélicas y evolucionadas capaces de hacer progresar el estado de la humanidad. Los Magos, junto con los ancianos de la Orden, no se contentaban con dejar esto al azar, jamás lo habían hecho. Mediante el uso meticuloso de la astrología, eran capaces de conseguir que ciertos niños fueran concebidos en el momento adecuado y en la forma inmaculada que predeterminaría bendiciones divinas en el nacimiento y durante toda su vida. Con orientación y sabiduría concretas, esta nueva generación daría a luz una nueva edad de oro, un renacimiento de la humanidad que combinaría la sabiduría antigua con las ideas progresistas que catapultarían a la humanidad a un tiempo luminoso de paz y prosperidad. Era una visión divina de unidad, de una era en que todos los hombres y mujeres comprenderían lo que significaba ser anthropos (seres humanos realizados y satisfechos por completo), tal como definía el texto más sagrado de la Orden, el Libro Rosso.

El Libro Rosso, el gran libro rojo, era un texto protegido que pasaba de generación en generación dentro de la Orden. Contenía una copia perfecta del asombroso evangelio perdido escrito por Jesús, denominado el Libro del Amor. La leyenda de la Orden afirmaba que Jesús había legado este documento de valor incalculable a María Magdalena, para que ella pudiera predicar sus palabras cuando él se marchara. Si bien el evangelio original, escrito de puño y letra del mismísimo Señor, había desaparecido en el curso de la historia, el apóstol Felipe había hecho una copia perfecta en presencia del primer libro. Esta copia estaba ahora encuadernada dentro de la cubierta de piel dorada del Libro Rosso. El sagrado libro rojo contenía también la historia de la Orden, incluidas vidas de santos, muchos de los cuales no estaban reconocidos por la Iglesia tradicional, y otros con historias muy diferentes de las «aceptadas» por Roma. Por fin, el libro contenía una serie de profecías, incluida la del Príncipe Poeta. El Libro Rosso había estado en posesión de la realeza francesa durante siglos, y ahora se hallaba en manos del rey Renato el Bueno, heredero reinante de la profecía.

Renato se pasó las manos por el pelo mientras se acomodaba en una de las butacas forradas de terciopelo de Cosme. Exhaló un profundo suspiro antes de continuar.

—Ay, este niño, este niño… Has de saber que es tanto una bendición como una maldición, Cosme. No…, no es fácil vivir con la profecía. Y no obstante, los que estamos obligados a ello, hemos de recordar en todo momento que fuimos elegidos por Dios. Es una responsabilidad que jamás hemos de perder de vista.

Los augurios indicaban que el siguiente niño que cumpliría la profecía, el Príncipe Poeta que daría paso a esta nueva era de esclarecimiento, estaba destinado a ser el hijo del hijo mayor de Cosme, Pedro. Ahora, debían concentrarse en encontrar a la «María» adecuada que se casara con Pedro, concibiera el niño y le educara en vistas a su destino.

—Nuestro Maestro ha de ser el preceptor de este nieto tuyo, del mismo modo que nosotros fuimos sus alumnos…, pero sin descuidar nada. Hemos de aprender de nuestros errores.

Cosme asintió.

—Cualquier consejo que debas darnos para ayudarnos a educar a este niño con el fin de que cumpla su destino, será considerado de lo más valioso.

Renato había pensado en esto mientras viajaba hacia el norte desde Sansepolcro el día anterior. En cuanto el Maestro le dijo que el nuevo Príncipe Poeta debía nacer en el seno de la familia Médici, comprendió que había llegado el momento de traspasar la carga que había llevado durante tantos años. Sería un alivio deshacerse de ella. Era joven todavía, pero en ocasiones se sentía un anciano, agotado por las responsabilidades de su herencia. La carga se había hecho demasiado pesada, y le gustaría deshacerse de ella. Y si bien su vida había estado repleta de las bendiciones reservadas a los muy privilegiados, Renato de Anjou también había padecido bastantes tragedias. Una, en particular, le atormentaba cada día de su vida, y así continuaría hasta que exhalara el último suspiro y pudiera suplicar perdón en el cielo.

Juana.

Se la conocía por muchos nombres a medida que su leyenda continuaba creciendo, desde aquel día terrible de la ejecución ocurrida once años antes. Era la Doncella de Orléans, era Juana de Arco. Hasta los ingleses se persignaban cuando hablaban de ella, la llamaban la Hija de Dios, mientras susurraban que la Iglesia había cometido una espantosa equivocación al ejecutarla por hereje. Pero para el rey Renato, Juana había sido mucho más: era su hermana espiritual, la protegida de su familia, la Esperada, la esperanza de Francia… y su mayor fracaso. El que no pudiera protegerla al final era imprevisible. Que no tuviera el valor de hacerlo era imperdonable. Y éste era el origen del odio hacia sí mismo que torturaba sus noches de insomnio desde aquel desdichado día de mayo de 1431, cuando habían quemado viva a Juana por el delito de escuchar voces de santos y ángeles con demasiada claridad.

Si Renato era sincero consigo mismo, con sus hermanos de la Orden y con Dios, era su valentía lo que le había fallado, con una buena ayuda de su ego y su amor por los placeres terrenales. Culpaba a su juventud de este tremendo fracaso. Sólo contaba veintidós años en aquel tiempo, tres más que Juana. Era lo bastante joven para ceder bajo aquella carga tan pesada. No había querido poner en peligro todo cuanto poseía, todo cuanto era, con el fin de intentar salvar a la muchacha a la que amaba más que como a una hermana, la profetisa que era un ángel en el cuerpo de una muchacha. Sabía que había sido concebida y educada para ser la Hija de Dios, pero había permitido que muriera gracias a su absoluta pasividad, cuando ella más necesitaba que la salvara.

El rey Renato el Bueno vivía en un infierno autoimpuesto cada día de su vida. No deseaba lo mismo al niño inocente que nacería para cumplir aquella terrible profecía.

Renato carraspeó.

—Dile a ese futuro nieto… que ha de tener la valentía de diez mil leones, y sobre todo no ha de temer a Roma ni a sus amenazas. Los ángeles e inocentes que viven entre nosotros han de ser protegidos a toda costa. —Renato guardó silencio un instante, mientras recordaba de nuevo su fracaso—. Como ya sabes, los Magos dicen que nacerán más seres angelicales y especiales, a medida que el tiempo vuelva. Hay que cuidar de ellos. Tu joven príncipe nacerá para liderarlos, y nunca ha de vacilar en llevar a cabo la acción que considere correcta, pues un paso en falso podría dar al traste con todos los planes de Dios. Yo he sido testigo de ello.

—Pues si bien Dios nos facilita el resumen de nuestro destino…

Cosme terminó la frase, una de las verdades fundamentales de las enseñanzas de la Orden.

—… también nos concede el libre albedrío para cumplir nuestro destino… o no.

Mientras su entrañable amigo continuaba, Cosme escuchó con atención para grabarlo en su afilada memoria. Vio los profundos surcos en el rostro de Renato, un lugar donde antes sólo reinaban la risa y las ocurrencias. Pero once años de terribles remordimientos le habían envejecido brutal y prematuramente.

—Cedí bajo las presiones de los chacales de Roma, Cosme, y de sus esbirros de París. Despreciaba su corrupción, reconociéndola por lo que era y siempre ha sido, pero al final temí más su poder. —Su voz se quebró mientras hablaba, consolado en presencia de su viejo amigo, un hombre con el que todos los secretos que compartía eran sacrosantos—. Yo… Yo podría haberla salvado… Yo…

No pudo continuar. Los años de culpabilidad y agonía se desbordaron como un río cuando el rey de Nápoles y Jerusalén sepultó la cabeza en las manos y lloró sin poder contenerse. Cosme guardó silencio y esperó con respeto a que su amigo, su primo de sangre y espíritu, superara su dolor.

Renato levantó la cabeza al cabo de unos momentos, y se secó los ojos mientras hablaba.

—Le fallé a ella, fallé a la Orden y fallé a Dios. Fra Francesco dice que ya he sido perdonado, pero yo no lo acepto, porque yo todavía no me he perdonado. Tú puedes ayudarme a enmendar mis errores, viejo amigo, educando a este niño para que llegue a ser el verdadero Príncipe Poeta de nuestra profecía. Deja que aprenda de mis errores y jura que no los repetirá. Como regalo a todo lo que puede llegar a ser, le dejaré un gran legado, incluido nuestro sagrado Libro Rosso, pues ha de ir a parar a manos de alguien digno de él. Quiero que sea suyo.

Renato se llevó las manos a la nuca para desabrochar el cierre de una larga cadena de plata que colgaba bajo su ropa. Cuando se quitó el collar, Cosme vio que era un colgante, un pequeño relicario de plata. El rey se levantó de su butaca para depositarlo en la mano de Cosme, y después paseó por la habitación mientras se explicaba.

—Era de Juana —se limitó a decir, dejando que la importancia de sus palabras sedimentara antes de continuar su explicación—. Era su amuleto protector. Había pasado de generación en generación dentro del seno de la Orden, y se lo regalaron al nacer, el día del equinoccio, cuando se decidió que era… quién y lo que era. Juana lo llevó encima cada día de su vida, en cuanto fue lo bastante mayor para comprender su propósito. El día que la prendieron se le había caído, y lo encontraron más tarde en el suelo, donde se había vestido por última vez. La cadena estaba rota. No debió darse cuenta de que se le había caído, pues nunca se habría ido sin él. Sostengo que no la habrían detenido de haberlo llevado. Hoy, estaría con nosotros. Se dice que sus poderes protectores son ilimitados. Bien sabe Dios que lo llevó a batallas en que no habría podido sobrevivir, y no obstante siempre acabó victoriosa e incólume.

Renato se acercó y apoyó la mano sobre la de Cosme para imprimir énfasis a sus palabras.

—Este amuleto posee un gran poder, Cosme. Procura que ese niño lo comprenda, y que lo lleve siempre. Es un escudo más poderoso que una armadura. Puede que un día le salve la vida, como habría salvado la vida de Juana.

Cosme se acercó al farol que descansaba sobre el escritorio para echar un vistazo al amuleto.

Era ovalado y en forma de medallón, pero con una tapa que se deslizaba sobre la parte superior, como la tapa de una caja diminuta. La tapa cubría el sello de cera roja utilizado para proteger y autentificar objetos religiosos. En este caso, el sello era tan antiguo y estaba tan deteriorado que resultaba imposible determinar el aspecto de la imagen original en su totalidad, pero se distinguían diminutas estrellas formando un círculo grabado en la cera.

Si bien era más pequeño que la uña del pulgar de Cosme, el estuche contenía gran cantidad de detalles y estaba bien conservado. Estampada en la tapa de plata había una escena de la crucifixión en miniatura. Al pie de la cruz, una María Magdalena de pelo largo arrodillada se aferraba a los pies de su amado agonizante. Aunque pareciera extraño, el otro elemento, plasmado con minuciosidad, era un templo con columnas erigido sobre una colina, detrás de la crucifixión. El templo parecía de estilo griego, evocaba a la Acrópolis de Atenas, y el santuario había sido construido en honor a la sabiduría y energía femeninas.

Cosme dio la vuelta al estuche para ver la reliquia. Era minúscula, casi invisible. Una mota de madera pegada con alguna especie de resina en el centro de una flor dorada. Debajo de la reliquia había un fragmento de papel, escrito a mano con letra meticulosa:

V. CROISE

Era una abreviación que el culto Cosme comprendió, aun escrita en el francés anticuado de los trobadores. Vraie Croise. Miró a su amigo.

—Es un fragmento de la Vera Cruz. La reliquia más sagrada de nuestra Orden.

—En efecto. Protegerá a tu nieto en un mundo casi siempre hostil a los que nos esforzamos por cambiarlo.

Cosme aceptó con gratitud el amuleto, consciente de que las últimas palabras de Renato sobre el objeto recordaban demasiado a una profecía.

—Salvará su vida, aunque los demás estén decididos a acabar con ella.

Faltaban varias horas para que el resto de cofrades llegaran y se celebrara la asamblea oficial de la Orden. Cosme, en previsión de la melancolía que padecería Renato durante todo el día, había planeado una diversión para su amigo que, sin duda, agradecería sobremanera. Condujo al rey a través de los terrenos de Careggi, bajo el dorado calor de la tarde toscana, en dirección a un sótano dedicado a almacenar manzanas que había debajo de las caballerizas. Renato se quedó perplejo, pero le siguió con interés. No albergaba la menor duda de que Cosme de Médici guardaba algo extraordinario en aquel sótano, y estaba bastante seguro de que no eran manzanas.

—El arte salvará el mundo —dijo Cosme con una sonrisa, y Renato repitió la frase. Pasada de generación en generación, se creía que había sido pronunciada por el santo Nicodemo, el primer hombre que creó una obra de arte cristiana. Su hermosa escultura del Cristo crucificado era la materia de la que estaba hecha la leyenda de Toscana, y estaba expuesta de manera permanente en la antigua ciudad de Lucca. Tanto Nicodemo como su mecenas, José de Arimatea, estuvieron presentes en la crucifixión y ayudaron a bajar el cadáver de Jesús de la cruz. Después de presenciar los acontecimientos del Viernes Santo, Nicodemo talló el primer crucifijo, en este caso una versión a tamaño natural de la imagen que no podía borrar de su mente. El rostro de Jesús que talló se consideraba tan sagrado, que la obra de arte mereció el título de Volto Santo, la Santa Faz.

El día de la primera Pascua, José de Arimatea y Nicodemo, junto con otro reverendo artista que la historia conocería como san Lucas, fundaron la Orden del Santo Sepulcro. Juraron que, por mediación de la Orden, protegerían las enseñanzas del Camino tal como predicaba Jesús en el evangelio escrito de su puño y letra, el Libro del Amor. Cuando Jesús anunció su resurrección a María Magdalena aquel domingo santo, los tres hombres comprendieron sin el menor asomo de duda que ella era la sucesora elegida de su mesías. Las enseñanzas del Libro perdurarían bajo su guía, y la Orden recién fundada juraría proteger a esta mujer, a sus hijos y a sus descendientes por los siglos de los siglos. Sobre todo, jurarían proteger las verdaderas enseñanzas, el Camino del Amor que Jesús había trazado en exclusiva para sus seguidores. Con frecuencia, la Orden protegería estas enseñanzas mediante un simbolismo secreto, codificado en el arte y la literatura.

Como resultado, al igual que Cosme y todos los nobles de la Orden, Renato era un entusiasta mecenas de las artes. Ansiaba la llegada de un tiempo en que pudiera concentrarse por completo en el arte, la música y la arquitectura, y menos en la política. Como el arte era el lenguaje que los miembros de la Orden utilizaban para comunicar la verdad, tanto Cosme como Renato buscaban sin cesar nuevos medios de aprehender la belleza de las enseñanzas secretas expresadas mediante ésta.

Cuando los hombres se acercaron al sótano, Renato se paró al escuchar un sonido melódico que surgía de detrás de la puerta. Miró divertido a Cosme.

—¿Cantan? ¿Tienes manzanas mágicas en las profundidades de la Toscana, Cosme, con el poder de cantar?

Cosme rio a su vez.

—No, tengo artistas caprichosos, lentos en la realización de sus encargos, que poseen el poder de pintar.

Renato se quedó estupefacto. Cosme tenía fama de ser el más benevolente de los mecenas, generoso con sus artistas, hasta el punto de mantenerlos a ellos y a sus familias, al tiempo que animaba a otros mecenas para que fueran más magnánimos.

—¿Tú, de entre todos los mecenas? ¿Encierras a tus artistas en un sótano?

—Bien, en circunstancias normales no. Pero Lippi es la excepción a todas las normas.

Renato lanzó una exclamación ahogada.

—¿Tienes a Fra Filippo Lippi encerrado ahí?

Cosme asintió como sin darle importancia.

—Sí, pero no parece muy disgustado, ¿verdad?

Renato meneó la cabeza asombrado. La voz poderosa que surgía del sótano sonaba exaltada y pletórica. Que dicho sonido emanara de Filippo Lippi, el artista más impresionante que trabajaba en Florencia, era sorprendente. Los frescos de Lippi se consideraban tan inspirados por Dios, que hasta el rey de Francia estaba interesado en encargarle algo. Pero Lippi jamás abandonaría a Cosme ni Florencia, por nada del mundo: ni por el rey de Francia, el rey del mundo o la suma más descomunal. Pese a todas sus excentricidades, Fra Filippo Lippi era leal al mecenas que le protegía de los peligros del mundo.

Lo que convertía en trascendente el arte de Lippi era su extraordinaria facilidad para captar lo divino gracias a comunicarse con él directamente. Era miembro de lo que Cosme denominaba su «ejército de ángeles», un grupo de artistas superdotados que poseían el talento de traducir las inspiraciones y enseñanzas divinas al lienzo y al mármol. En el seno de la Orden se les llamaba «angélicos». La llegada de estos escribas de una nueva era también había sido predicha por los Magos. Cosme sentía pasión por buscar y cultivar a estos artistas, y había triunfado plenamente con el descubrimiento de Lippi, así como con el notable escultor conocido en Florencia por el nombre de Donatello. Eran genios poseídos por la inspiración divina y, en consecuencia, ninguna autoridad terrena conseguía impresionarles. Las cualidades angélicas que encarnaban no siempre daban pie a una vida armoniosa en la tierra. Lippi y Donatello eran personas difíciles y temperamentales. De hecho, ningún mecenas florentino, salvo Cosme, había conseguido trabajar a gusto con ninguno de ambos. Pero ningún mecenas, salvo Cosme, comprendía a la perfección quiénes y qué eran.

Como miembro de la Orden del Santo Sepulcro, Renato de Anjou comprendía y estaba fascinado. Hasta aquel momento de su vida, no había gozado del lujo de cultivar dicho talento y trabajar con artistas de esta naturaleza, y quería saber más.

—¿Lippi es uno de los angélicos anunciados?

Cosme asintió.

—Por supuesto. Ardo en deseos de proporcionarle algo de disciplina, muy necesaria, para que algún día pueda dar clases a artistas prometedores más jóvenes…, sin contagiarles sus malas costumbres.

Cosme sacó del bolsillo la llave de la sólida cerradura de hierro.

—El que esté encarcelado aquí es por su propio bien, y él lo sabe. Hay que proteger a Lippi de sí mismo.

Renato comprobó de inmediato que el sótano no era una mazmorra fría y húmeda. Entraba luz por todos lados, gracias a claraboyas estratégicamente situadas, y Lippi pintaba muy contento, rodeado de todo cuanto podría necesitar para su trabajo. El artista sonrió cuando los dos hombres entraron, y se dirigió a su mecenas.

—Ah, me alegro de que hayas venido ahora, Cosme. Mira lo que he hecho. He añadido algunos toques a los ángeles, y mira dónde he colocado el libro. Nadie se dará cuenta.

Cosme les presentó, pero el artista estaba demasiado absorto en su actual obra maestra para preocuparse por el hecho de que el rey de Jerusalén y Nápoles estuviera en su presencia. Continuó lanzando preguntas a Cosme.

—¿Qué opinas? ¿Me atrevo a pintar de rojo la cubierta del libro? ¿Lo convierto en un auténtico Libro Rosso?

—A estas alturas, Lippi, me da igual si lo pintas de violeta con franjas rosa, siempre que lo termines cuanto antes. El arzobispo está pidiendo a gritos tu cabeza. No podré protegerte de su ira mucho más tiempo.

Cosme se volvió hacia Renato y explicó.

—Lippi siempre se retrasa con sus encargos, porque se distrae con el vino y las mujeres.

—¡Oh, no, no! —Lippi alzó una mano—. Una mujer, Cosme. Nada de mujeres en plural. Mujer, en singular. Sólo existe una mujer perfecta para mí, creada por Dios en el alba de los tiempos de mi propio ser, mi alma gemela, y sí, me distrae por completo…

Cosme continuó hablando con Renato, mientras Lippi seguía perorando sobre su único y verdadero amor.

—Entretanto, Lippi va retrasado con este retablo para Santa Annunziata, destinado a un eclesiástico que ya le recrimina haber abandonado los votos. Si no lo entrega a tiempo, el arzobispo retirará su encargo y le mandará encerrar…, en una celda de verdad. Como ves, lo que hago con él es una obra humanitaria.

Lippi se encogió de hombros y asintió, como si lo hubiera pensado mejor.

—Tienes razón. Aunque podrías ser más generoso con el vino.

—Te doy más que suficiente. —La sonrisa de Cosme era afectuosa, pese a la tirantez de sus palabras—. No recibirás más que pan y agua en una celda tétrica si no terminas este encargo, así que deja de quejarte.

Cuando Cosme se disponía a marchar, habló sin volverse.

—Y deberías pintar de rojo el libro, por supuesto. Eso es lo que cuenta, ¿no?

Lippi le guiñó un ojo y regresó a su obra maestra, al tiempo que entonaba una canción procaz sobre hacer el amor en las orillas del Arno en primavera, mientras mezclaba pigmentos rojizos para crear el perfecto rojo herético para la cubierta del libro del desprevenido arzobispo.

Florencia

1448

LA PRIMERA DE las numerosas cosas que Lucrezia Tornabuoni de Médici llevaría a cabo con absoluta perfección fue concebir un hijo durante la sagrada ceremonia de la Inmaculada Concepción con su marido, Pedro, en la primavera de 1448.

El reto afrontado por Cosme de Médici, junto con la jerarquía femenina de la Orden, había sido encontrar a la mujer perfecta, procedente de una familia florentina, que engendrara el niño de la profecía. No se trataba de una simple cuestión de linaje, sino de temperamento y potencial espiritual. La joven elegida para ser madre de este niño especial debería someterse a una exigente preparación en las costumbres de la Orden, y era fundamental que no se rebelara contra la herejía, en ocasiones radical, representada por las enseñanzas contenidas en el Libro Rosso. La chica apropiada de una familia aceptable reconocería la belleza y la verdad de las enseñanzas de la Orden, y por lo tanto se entregaría a su papel de nueva María que alumbraría la Edad de Oro. Del mismo modo que el niño nacería cuando estaba predicho, «María» le daría a luz en el momento adecuado.

Lucrezia Tornabuoni se convirtió en la elección aclamada por unanimidad para ingresar por matrimonio en la dinastía de los Médici y ser la madre del Príncipe Poeta. Adorada y culta hija de una eminente familia florentina, Lucrezia era famosa tanto por su brillante intelecto como por su extraordinario sentido común. También era reconocida en los círculos literarios de la élite florentina como una dotada poetisa, una valiosa característica para la madre de este príncipe. Lo mejor de este matrimonio de conveniencia fue que Pedro y Lucrezia consiguieron enamorarse profundamente mientras se llevaban a cabo los preparativos de su unión.

Pedro y Lucrezia de Médici llevaban casados casi cinco años cuando se sometieron al ritual de concebir al Príncipe Poeta. Habían contraído matrimonio a principios de 1444. Los Magos habían elegido la fecha y el momento de la boda con el fin de que la suerte les sonriera. El propio año se consideraba una gran bendición, pues contenía el número 444, llamado «la manifestación de los ángeles» en la numerología antigua. De hecho, dio la impresión de que la unión había aportado bendiciones angelicales a la creciente familia Médici. Hasta el momento, en el curso de su plácido y satisfactorio matrimonio, Pedro y Lucrezia habían concebido tres hermosas y saludables hijas.

Lucrezia y Pedro de Médici siguieron el rito de la Inmaculada Concepción tal como les había enseñado la Maestra del Hierosgamos. Este enfoque de la cópula en la cámara nupcial era el sacramento supremo de la Orden, y los dos habían recibido clases intensivas sobre la sagrada unión. Entendían que la Inmaculada Concepción era la concepción consciente de un hijo muy deseado. La enamorada pareja entró en la cámara nupcial en una atmósfera de amor absoluto y confianza mutua, a sabiendas de que iban a unirse en un acto sagrado del que nacería un niño, Dios mediante. Durante el acto de la cópula, cada uno debía rezar por la concepción del niño en el cuerpo de la madre.

Era una ceremonia hermosa, en la que se invocaban los sentidos con el fin de crear un entorno celestial en la tierra, en el interior de una cámara nupcial transformada en espacio sagrado. Velas blancas arrojaban suaves sombras sobre las paredes, y la cama estaba cubierta con los hilos y sedas más blancos y suaves. La habitación estaba llena de jarrones con lirios blancos enormes y fragantes, pues se creía que el perfume de los lirios estimulaba los sentidos como un recordatorio de la divinidad. Durante siglos, los lirios habían sido el símbolo de la Inmaculada Concepción, y solían encontrarse en cuadros que reproducían el bienaventurado momento de la concepción de María, pero nadie ajeno a la Orden sabía que era una referencia al> hierosgamos, el ritual de la cópula sagrada. Los lirios representaban el aroma del cielo.

Lucrezia Tornabuoni acudió a su marido aquella noche ataviada con un camisón de seda blanco ribeteado de oro. Juntos rezaron una oración a los ángeles para que protegieran y guiaran el alma de aquel niño hacia el cuerpo de Lucrezia. La oración imploraba que una congregación especial de seres angelicales se reuniera para cuidar de esa pequeña alma, para guiarla y protegerla, de modo que llevara a cabo el mandato de Dios durante sus días terrenales.

Delante de la cámara nupcial, un músico pulsaba las cuerdas de una lira y cantaba en voz baja melodías que la pareja oía durante su unión. Las canciones pretendían evocar la presencia angelical mediante el sonido, y de esta forma estimular otro sentido de una manera divina. Habían erigido un altar en una esquina de la habitación, sobre el cual descansaba el libro sagrado de las verdaderas enseñanzas, el Libro Rosso. Había sido el regalo más valioso de Renato de Anjou a la familia Médici, destinado al príncipe profetizado que daría paso a un renacimiento de la verdad y el esclarecimiento. El regreso del Libro Rosso a Toscana anunciaba que la familia real francesa reconocía a los Médici, incluido el primo de Renato, Luis XI, como legítimos herederos del poder europeo. Luis XI también concedía a Pedro y a sus descendientes el derecho a utilizar a perpetuidad el emblema real de la flor de lis en el blasón de los Médici, como parte de este regalo de la familia espiritual de la Orden.

Y así fue como, mientras escuchaba el adorable sonido de la música angelical, mecida por el perfume embriagador de los lirios, y en presencia del libro más sagrado, Lucrezia de Médici concibió un hijo en el preciso momento determinado por las estrellas y anunciado por los Magos.

De acuerdo con la fama de Lucrezia de llevar a cabo a la perfección cualquier tarea que se le fijara, dio a luz al pequeño príncipe, sano, lloroso y con una cabeza bien formada cubierta de lustroso pelo negro, precisamente el 1 de enero de 1449. Los padres bautizaron al niño con el nombre del santo que había inspirado la basílica de su familia, y que era una de las grandes inspiraciones de la historia de la Orden, san Lorenzo. Los archivos de la Orden contenían la información de que san Lorenzo había sido concebido de forma inmaculada. Fue uno de los primeros en llevar el título de Príncipe Poeta. Su nombre era una clave importante de su legado. Lorenzo procedía de la raíz Laurentius, en referencia al laurel. Desde la Antigüedad, en Grecia, y después también en Roma, se utilizaban hojas de laurel para confeccionar coronas en honor de los mayores poetas de su tiempo, lo cual dio pie a la expresión poeta laureado. Grandes poetas fueron coronados con hojas de laurel. De tal guisa, fueron declarados Príncipes Poetas.

Por lo tanto, el nombre de este santo era el único que podía ostentar un niño tan bienaventurado. Llevaría un nombre que invocaría poesía y poder al mismo tiempo, valentía ante la adversidad, y una determinación imparable de cumplir una misión encomendada por Dios. Ese nombre era Lorenzo, y este hijo bienaventurado de Pedro y Lucrezia de Médici se perpetuaría en el futuro de una forma tal que ni siquiera ellos pudieron imaginar aquel glorioso día en que exhaló el primer suspiro.

Lorenzo de Médici, el gran Príncipe Poeta, había llegado en la fecha prevista por Dios para anunciar el renacimiento de una edad de oro.

Château des Pommes Bleues

Arques, Francia

En la actualidad

TAMARA WISDOM SE encontraba inmersa en un frenesí creativo. Como directora de cine, podía elegir entre tantos temas que no sabía por dónde empezar. Su documental sobre la obra de Maureen era algo que llevaba esbozando desde hacía meses. Pero podía enfocarlo desde tantos ángulos, que le costaba ceñirse a uno. Intentar presentar la historia a un mundo cínico, para que el público comprendiera su belleza y magia, iba a significar un desafío.

Y mientras estudiaba el Libro Rosso durante las últimas semanas, se le había ocurrido otra idea.

Destino.

Jamás había existido un personaje más extraordinario para un documental. Pero ¿dejaría él que contara su historia? ¿Y cuál era la historia, exactamente? ¿Era posible que el sabio y amable hombre de la espantosa cicatriz fuera lo que afirmaba ser? ¿O se trataba tan sólo de un viejo italiano chiflado con un gran sentido del drama y la Historia? Eso sería lo que convertiría la película de Tammy en una obra asombrosa, si conseguía que se pusiera delante de la cámara. Le dejaría contar la historia de su vida, y el espectador decidiría si era real o el producto de la mente de un loco.

Tammy levantó su copia de la traducción del Libro Rosso y leyó la leyenda una vez más, mientras tomaba notas.

Y fue así que, en el día más oscuro del sacrificio de Nuestro Señor en la cruz, fue atormentado por un centurión romano conocido como Longinos Gayo. El hombre había azotado a Nuestro Señor Jesucristo obedeciendo órdenes de Poncio Pilatos, y había disfrutado infligiendo dolor al Hijo de Dios. Por si todo ello no fuera ya crimen suficiente, fue este mismo centurión el que atravesó el costado de Nuestro Señor con su lanza en la hora de su muerte.

El cielo se tiñó de negro en el momento en que pasó de nuestro mundo al siguiente, y se dice que al cabo de un momento el Padre que está en los cielos habló así al centurión.

«Longinos Gayo, me has ofendido a mí y a toda la gente de buen corazón con tus viles acciones de hoy. Tu castigo será el de la condenación eterna, pero será una condenación terrenal. Vagarás por la tierra sin el beneficio de la muerte, para que cada noche, cuando te dispongas a dormir, tus sueños se vean atormentados por los horrores de tus actos y el dolor que han causado. Has de saber que experimentarás este tormento hasta el fin de los tiempos, o hasta que hagas una penitencia adecuada para redimir tu alma manchada en nombre de mi hijo Jesucristo».

Longinos estaba ciego a la verdad en aquel momento de su vida, un hombre de crueldad sádica sin esperanza de redención, o eso parecía. Pero sucedió que enloqueció a causa de esta sentencia eterna de vagar por un infierno terrenal. En consecuencia, fue a ver a María Magdalena a la Galia para pedirle perdón por sus fechorías. En su bondad y compasión ilimitadas, ella le perdonó e instruyó en las enseñanzas del Camino, como a cualquier seguidor, y sin juzgar.

No se sabe bien qué fue de Longinos. Desapareció de los escritos de Roma y de los pertenecientes a los primeros seguidores. No se sabe si en verdad se arrepintió y fue liberado de su sentencia por un Dios justo, o si todavía vaga por la tierra, perdido en su condena eterna.

LA LEYENDA DEL CENTURIÓN LONGINOS,

TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO

Era una leyenda evocadora e inquietante, tanto más sorprendente porque el anciano llamado Destino afirmaba ser Longinos, testigo viviente de la historia del mundo durante los últimos dos mil años. Si bien afirmaba que María Magdalena le había perdonado, sólo el perdón de Dios le liberaría de aquella terrible maldición. Se convirtió en el Maestro de la Orden del Santo Sepulcro el día en que juró a María Magdalena dedicar su vida eterna a la enseñanza del Camino del Amor. Ésta era su penitencia, y la cumpliría durante dos mil años. Destino hablaba de las clases que había dado a Matilde de Canosa, quien había vivido mil años antes, como si fuera una de sus estudiantes del año anterior. También hablaba a menudo de su bienaventurada Magdalena con suma reverencia.

Tammmy no cesaba de repetirse las mismas preguntas: ¿era Destino, tal como él afirmaba, el alma eterna que atravesó a Cristo con su lanza y fue condenada por Dios a vagar por la tierra? ¿O era un loco con extraordinaria aptitud para contar historias? La belleza del dilema residía en que Tammy estaba perfectamente dividida. En algunos momentos se encontraba convencida por completo de que era una cosa, y entonces él decía o hacía algo que la obligaba a cambiar de opinión.

Al igual que el centurión romano que había atravesado con su lanza a Jesús, Destino tenía una horrible cicatriz que zigzagueaba sobre su rostro. Durante el curso de sus investigaciones, Tammy había perseguido esta idea del hombre de la cicatriz a través de la historia. Había encontrado referencias a dicho individuo en el arte y la literatura, referencias muy interesantes aunque no convincentes. Había explicaciones más plausibles que la inmortalidad, por supuesto: las cicatrices de estos hombres que se repetían en la historia eran simple coincidencia, se trataba de una especie de culto, o existían motivos rituales para que los hombres que se autodenominaban Maestros de la Orden se infligieran la cicatriz.

Tammy pensaba que su trabajo de documentalista le exigía adoptar una postura neutral, presentar lo que Destino afirmaba y dejar que los espectadores decidieran. Cuanto más pensaba en las posibilidades, más se entusiasmaba. Y ahora, Destino había pedido que fueran a Florencia. Prometió que les revelaría los secretos mejor guardados del Renacimiento y las historias ocultas detrás de las más grandes obras de arte de la historia humana, con el fin de demostrar de una vez por todas la veracidad de sus afirmaciones.

Dejó sobre la mesa su copia del Libro Rosso y levantó un oscuro opúsculo académico inglés del siglo XIX sobre Botticelli, que había encontrado en una caja de la inmensa biblioteca del château. Ningún artista la conmovía tanto como Sandro Botticelli. Una enorme copia de su obra maestra conocida como La Primavera colgaba en la entrada del château de Bérenger. Esta Alegoría de la primavera, con su hermoso espíritu de renacimiento y celebración de la vida, siempre la inspiraba. La gran diosa del amor, Venus, ataviada de rojo, bendecía al mundo y se alzaba en el centro de un exuberante jardín donde las tres Gracias bailaban detrás de la figura de Mercurio. Flora, la diosa de la primavera, arrojaba flores a su alrededor, mientras la ninfa Cloris era perseguida por el viento llamado Céfiro. Cupido aleteaba en lo alto del cuadro, dispuesto a disparar su flecha contra una de las desprevenidas Gracias.

Empezó a leer la descripción:

Los historiadores de arte discrepan con acritud acerca del significado de la obra maestra de Botticelli, que no se titulaba La Primavera durante el Renacimiento. Es probable que no recibiera tal título hasta el siglo XVIII, cuando aparece documentada como tal, aunque se ignora cuándo fue utilizado por primera vez. Es posible que existan más teorías sobre sus orígenes e intenciones que sobre cualquier otra obra del Renacimiento. La Primavera es un enigma, y reta a cualquier espectador a juzgar su significado basándose en conclusiones individuales. Como Botticelli no nos dejó notas sobre su fuente de inspiración, La Primavera continuará siendo uno de los grandes misterios sin solucionar del mundo artístico de todos los tiempos.

Tammy se dispuso a saltarse el resto del capítulo, hasta que una frase inesperada llamó su atención de nuevo.

El famoso humanista del Renacimiento Giovanni Pico Della Mirandola dijo: «Quien comprenda en profundidad y con inteligencia el motivo de que Venus esté separada de la trinidad de Gracias cuando estudie a Botticelli, descubrirá la forma adecuada de avanzar en su comprensión de esta pintura sin igual, conocida por nosotros como Le Temps Revient».

Le Temps Revient. Tammy se levantó de un brinco y recorrió a toda prisa el château en busca de Roland y Bérenger. El hecho de que Botticelli titulara su obra maestra El tiempo vuelve, según un contemporáneo del Renacimiento, podía ser el detalle más importante (y más pasado por alto) de la historia del arte renacentista.

Bérenger Sinclair sostenía el diminuto relicario en su mano, mientras pasaba la cadena a través de sus dedos. Le había cautivado desde el día en que Destino se lo había regalado. Al principio se había mostrado escéptico, pues conocía la existencia de muchas reliquias que afirmaban ser fragmentos de la Vera Cruz.

Con el relicario, Destino había adjuntado una tarjeta:

Este objeto perteneció a otro Príncipe Poeta, el más grande que haya existido. Tú estás encargado de continuar su tarea. Hazlo con elegancia y Dios te recompensará tal como promete la profecía.

Bérenger estaba relativamente seguro de que el más grande Príncipe Poeta al que se refería era Lorenzo de Médici, el padrino del Renacimiento. Se sentía un poco avergonzado por decir que no sabía tanto sobre Lorenzo como debería, si bien estaba dispuesto a aprender de Destino. Sin embargo, había estudiado al hombre venerado por los herejes franceses como su gran Príncipe Poeta, el heredero renacentista de la dinastía de Anjou conocido como el rey Renato el Bueno. Bérenger, cuyo cumpleaños caía en la fiesta de la Epifanía, había sido educado en el conocimiento de que su familia de sangre esperaba que heredara el título conferido por la antigua profecía. Mientras el hermano de Bérenger, Alexandre Sinclair, continuaba en Escocia para aprender a dirigir la empresa petrolífera familiar, él había sido enviado a Francia muy joven para vivir con su abuelo en vistas al destino que le aguardaba. El abuelo de Bérenger había fundado la Sociedad de las Manzanas Azules en el Languedoc hacia la época en que compró el château. La propiedad, así como la sociedad, estaba dedicada a las enseñanzas y leyendas heréticas que existían en esa parte de Francia, sobre todo a la idea de que María Magdalena había llevado las verdaderas enseñanzas de Jesús a la zona después de la crucifixión.

El conocimiento de Bérenger de la tradición herética francesa no tenía parangón, pero era un novato en historia de Italia. Y si bien era consciente de que habían existido cátaros en Italia, no fue hasta que Maureen descubrió la sorprendente vida de Matilde de Toscana cuando comprendió cuántas enseñanzas secretas habían llegado (y habían arraigado) de esa región de Italia.

Y ahora, Destino insistía en que todos fueran a Florencia, pues quería enseñarles la historia de la Orden correspondiente a esa ciudad y a la época de Lorenzo. Y subrayaba que el tiempo apremiaba.

Bérenger se llevó el relicario a los labios y lo besó, mientras rezaba a Dios para que protegiera a Maureen en su ausencia.

Florencia

Primavera de 1458

DONATELLO VOLVÍA A tener problemas.

El brillante y prolífico escultor florentino, nacido Donato di Niccolò di Betto Bardi, y conocido por el nombre de Donatello, había adquirido fama extraordinaria en vida. No había artista en toda Florencia que igualara sus aptitudes o logros, ni en toda Italia. El inmenso número de encargos que recibía constituía un tributo a su genio, pero pese a su técnica sobrenatural, el temperamento de Donatello era tan famoso como insoportable. Cosme de Médici favorecía y protegía a Donatello, y en el interés general de la paz en la República de Florencia, advertía a todos los clientes en potencia del radical temperamento del artista. El patriarca de los Médici era llamado con frecuencia para mediar entre su escultor favorito y el último cliente ofendido por algún exabrupto de Donatello. O algo peor.

Cosme estaba relatando el último escándalo al joven Lorenzo, quien le escuchaba con los ojos abiertos de par en par, divertido por las extravagancias del artista. Las más importantes lecciones de buen gobierno que recibía Lorenzo las aprendía en momentos como éste, gracias a la sabiduría de su abuelo.

—Ya ves, Lorenzo, cuanto más talento posee y más cerca de Dios se encuentra el artista, más difícil es para él funcionar en nuestro entorno terrenal. Por eso debes proteger a tus artistas de los ignorantes que desean explotarlos. Los florentinos ricos quieren que Donatello trabaje para ellos, porque les da prestigio tener uno de sus originales en su mansión. Es indigno de él aceptar encargos vanidosos, pero debe hacerlo para no ofender a los miembros rencorosos de familias influyentes. Pero tales hombres no comprenden cómo son estos artistas ni por qué. Tú y yo sí. Estos artistas forman nuestro ejército especial, nuestros ángeles, capaces de comunicar las enseñanzas más puras de la divinidad mediante su obra. Son los sacerdotes y escribas de nuestra Orden, y nos proporcionan las traducciones más recientes del evangelio más antiguo e importante. Nuestro evangelio. Por lo tanto, cuando los que no tienen ojos para ver ni oídos para oír les atacan, tu misión es defenderles y protegerles.

—¿Es verdad que Donatello lanzó uno de sus bustos desde el balcón del Palacio de la Signoria?

Cosme rio.

—Sí, sí. Lo hizo la semana pasada, y es uno de los motivos de que tenga tantos problemas. Dio un susto de muerte a los ciudadanos que se encontraban en la plaza cuando el busto se rompió en mil pedazos. ¡Ojalá hubiera podido verlo!

Lorenzo rio, pero su mente de nueve años siempre estaba formulando preguntas. No era suficiente comprender que Donatello fuera capaz de sufrir tales arrebatos. También deseaba comprender qué los motivaba. Desde su más tierna infancia, Lorenzo se había sentido fascinado por el comportamiento humano, y se había esforzado por comprenderlo. Un estudio del carácter de Donatello sería una estupenda herramienta de aprendizaje.

—¿Por qué lo hizo, abuelo?

—El cliente es un idiota vanidoso y un avaro —explicó Cosme—. En primer lugar, insistió en que Donatello transportara el busto a la Signoria. Después de la triunfal inauguración, cuando todo el mundo admitió que era otra obra maestra de la escultura, ese idiota hizo un aparte con nuestro Doni y se quejó de que la obra adolecía de defectos. No era cierto, y todo el mundo lo sabía. El idiota creía que, si podía convencer a Donatello de que la obra era imperfecta, podría ahorrarse el resto del pago. En suma, quería timar al artista la paga que merecía.

—¡Eso es terrible!

Lorenzo estaba escandalizado.

—No sólo es terrible, es un robo. Es igual que asaltar en los caminos, robar lo que pertenece a un hombre por la fuerza. Y ésta será tu siguiente lección como defensor de las artes, hijo mío. Todo el mundo se aprovecha de los artistas, son estafados por gente que no entiende hasta qué punto han insuflado corazón, alma y esencia en su obra. El arte no tiene precio, Lorenzo, y lo disminuimos cada vez que le aplicamos un valor monetario. Pero así es el mundo en que vivimos, y por eso hemos de dar ejemplo como clientes. Si Dante viviera hoy, creo que crearía un nivel especial del inferno para los hombres que engañan a los artistas.

Cosme se dio cuenta de que la admirable mente de Lorenzo estaba asimilando sus lecciones. El niño no pasaba nada por alto.

—Así que Donatelo fingió que quería ver la escultura a la luz del día, con el fin de inspeccionar los defectos que el hombre afirmaba haber descubierto. —Cosme calló un momento para reír de lo que se avecinaba—. Donatello llevó el busto al balcón, lo acercó al borde, mientras explicaba que allí el sol iluminaba mejor… ¡y después lo tiró abajo para destruirlo! Se volvió hacia el estafador y dijo: «Prefiero ver mi obra desmenuzada en un millón de fragmentos que en las manos de un cerdo innoble como vos».

Lorenzo coreó las carcajadas de Cosme en homenaje al insulto de Donatello al espantoso hombre que había intentado estafarle.

—Por supuesto, ahora el hombre quiere que le devuelva el dinero, que yo le pagaré como medio de proteger a Donatello y mantenerle alejado de una celda del Bargello.[1] Pero se está haciendo enemigos muy deprisa, y después de defenderle hoy delante del consejo, le haremos una visita y le pediremos que intente comportarse durante un tiempo… ¡Antes de que arruine a la banca de los Médici a base de indemnizaciones!

Lorenzo se encaminó hacia el palacio Vecchio con su abuelo, que continuó informándole de las aventuras de Donatello y el motivo de que la misión de aquel día fuera de tanta importancia. Varios clientes indignados de Donatello se habían aliado para presentar una queja oficial contra él, lo cual exigía ahora una intervención diplomática.

—No entiendo de qué le acusan, abuelo.

Cosme meditó sobre su explicación con detenimiento. Había insistido en que Lorenzo, pese a su tierna edad, le acompañara hoy para poder comprender la importancia de defender la verdad, aun cuando era impopular. Tal vez, sobre todo, cuando era muy impopular. Este caso era delicado para alguien tan joven, pero como siempre Lorenzo era capaz de entender cosas que escapaban a la comprensión de los niños normales.

—Donatello, como puede que te hayas dado cuenta, tiene en gran aprecio a los jóvenes hermosos. Le inspiran. Como cuando esculpió nuestro magnífico David.

Lorenzo asintió. La escultura en bronce de David era la pieza central del patio de los Médici en Via Larga. Todo el mundo se mostraba de acuerdo en que era una obra maestra, una escultura de extrema belleza y osadía, el primer desnudo integral que había sido esculpido desde la Antigüedad.

—Bien, hay hombres en la Signoria, de mente estrecha y rencorosos, que no aprecian nuestro David, o el hecho de que la fuente de inspiración de Donatello sean otros hombres. Recuerda, hijo mío, que el motivo de haber elegido a David como nuestro tema central es que se trata del pastor puro que vence a los corruptos y poderosos contra todo pronóstico. Y eso es lo que debemos hacer hoy. Defender a los puros de quienes desean utilizar su poder para vencerlos.

Cosme, famoso en Florencia por su temperamento moderado, era muy querido tanto por el pueblo llano como por la nobleza. La mayoría de los miembros de la Signoria estaban admirados de su influencia y brillantez. Y si bien debía ser paciente con el orden de los trámites en la cámara del consejo, no tardaba en controlar la sala y dirigir a sus colegas hacia el tema más necesario. Lorenzo contemplaba asombrado cada maniobra de su abuelo, y grababa en su memoria cada momento del día.

Los hombres que habían denunciado a Donatello explicaron los agravios de que acusaban al escultor, que no había acudido a la sesión. Esta ausencia era otro golpe de genio de Cosme, quien sabía que la presencia de Donatello en la cámara del consejo provocaría un desastre. Cosme se mordió la lengua irritado mientras escuchaba a los acusadores. Cada uno afirmó que la «inmoralidad» de Donatello era una influencia negativa en la República de Florencia, y que alardeaba de su homosexualidad de tal forma que animaba a los demás a convertirse en sodomitas. Sabían que acusar de inmoralidad al artista daría pie a una sentencia más dura contra él.

Entonces, Cosme se levantó y dirigió la palabra a la Signoria. Esperaban un discurso inteligente y moderado, pero Cosme de Médici sorprendió a todos los miembros del consejo aquel día. Tenía que dejar claro algo (por Florencia y por su nieto, que algún día ocuparía su puesto), y la defensa de Donatello no tuvo nada de moderada.

—¡Cómo osáis! —rugió el patriarca de los Médici, al tiempo que daba un manotazo sobre la mesa—. ¡Cómo osáis afirmar que sois expertos sobre las personas que un hombre puede o no amar! ¡Cómo osáis ser tan presuntuosos, hasta el punto de señalar qué puede inspirar o no a un hombre a la hora de crear su arte!

Se produjo un silencio escandalizado en la sala cuando Cosme bajó la voz. Empezó a señalar de uno en uno a los ocupantes de la cámara.

—Tú, Poggio. Y tú, Francesco. Ambos habéis comido en mi casa y admirado la escultura de David que adorna el centro de la loggia. Decidme, ¿cuál fue vuestra reacción ante esa obra de arte?

El primer hombre, Poggio Bracciolini, era un aliado al que Cosme había infiltrado en la Signoria aquel día. Poggio era un devoto humanista y mecenas de las artes, y no por casualidad un miembro importante de la Orden. Su respuesta fue la que se esperaba de él. Más tarde, Cosme explicaría su estrategia a Lorenzo: nunca hagas una pregunta en público si no sabes con certeza que la respuesta te favorecerá.

—Es una obra maestra de la escultura. Nunca he visto algo tan perfecto como el David creado para vuestro palacio —fue la réplica perfecta de Bracciolini.

El segundo hombre ofreció una respuesta similar, al tiempo que varios miembros del consejo asentían para expresar su acuerdo. Los florentinos, pese a todos sus defectos, eran ardientes amantes de las artes. Cosme aprovechó el momento y continuó.

—Sí, el David de Donatello tal vez sea la obra de arte cumbre de nuestra época. Desde Praxiteles no se ha visto tal divinidad en una escultura. Y yo os digo, ¿quiénes sois, quién soy yo, quiénes somos para cuestionar la inspiración de este hombre? Si Donatello es capaz de crear las obras de arte más sublimes porque el amor le inspira, se trata de un don de Dios que ninguno de nosotros tiene el derecho a poner en duda. A quién elige como musa es asunto de él, no de vosotros. Tampoco somos quiénes para juzgar la forma de amar que ha elegido. El amor es el amor. Es un don del Padre Eterno, un sacramento. Los hombres no son quiénes para juzgarlo. Apoyo esa afirmación, y respaldo el hecho de que doy gracias a Dios cada día por los hombres capaces de amar con tal profundidad, que dan a luz un arte tan divino.

Sólo el silencio saludó el final del discurso de Cosme, pues ¿qué hombre podía argumentar con la elocuencia que acababa de vibrar en aquella cámara?

Se concedió el perdón a Donatello y Lorenzo recibió una de las lecciones más importantes de su vida, junto con un ejemplo de sabiduría que resonaría en sus oídos hasta el fin de sus días.

El amor es el amor. Es un don de Dios, un sacramento. Ningún hombre debe juzgarlo.