No soy poeta.
Y no obstante he recibido la bendición de vivir entre los mejores. Los mayores poetas, los pintores más dotados, las mujeres más adorables… y los hombres más magníficos. Cada uno me ha inspirado, y existe un fragmento del alma y la esencia de cada uno de ellos en todas las imágenes que pinto.
Sólo espero que mi arte sea recordado como un tipo de poesía, pues he intentado que cada obra sea lírica, plena de textura y significado. Desde hace mucho tiempo forcejeo con la idea de que tal vez sea contrario a las leyes de la conducta del artista revelar las inspiraciones, símbolos y estratos ocultos bajo las obras que creamos. Y no obstante, el Maestro Ficino ha descubierto pruebas que se remontan al antiguo Egipto de que tales códigos se conservaban en diarios secretos, por lo tanto diré tan sólo que formo parte de esta tradición eterna.
Como humilde miembro de la Orden del Santo Sepulcro, todo lo que pinto lo hago con la inspiración y la gloria de esas enseñanzas divinas. Se hallan imbricadas en todas las figuras que pinto. Invaden el color, la textura y la forma de cada obra. Todas mis obras de arte, con independencia del cliente o su propósito mundano, sirven a las enseñanzas del Camino del Amor. Todas las imágenes nacen para comunicar la verdad.
En las páginas que siguen, revelaré los secretos de mi obra que, tal vez un día, los que tienen ojos para ver puedan utilizar como herramienta pedagógica.
Así, como no soy poeta, esto es lo que soy: soy pintor. Soy un peregrino. Soy un escriba.
Por encima de todo, soy un siervo de mi Señor y mi Señora, y de su Camino del Amor.
A nuestro Maestro le gusta repetir las palabras del primer gran artista cristiano, el bendito Nicodemo, quien dijo que «el arte salvará al mundo». Rezo para que así sea, pues he procurado desempeñar un papel, por pequeño que sea, en esta hermosa empresa.
Yo continúo,
Alessandro di Filipepi, conocido como «Botticelli»
DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE SANDRO BOTTICELLI
Nueva York
En la actualidad
MAUREEN PASCHAL HABÍA planificado su estancia en Nueva York con todo cuidado. Tras haber trabajado sin descanso en la preparación del lanzamiento de su nuevo libro, esperaba recompensarse con unas cuantas horas maravillosas en el Museo de Arte Metropolitano. El arte era su segunda gran pasión, superada tan sólo por la historia, por eso los libros que escribía estaban tan empapados de ambas. Pasar un rato, aunque fuera breve, en uno de los museos más importantes del mundo era un bálsamo para su espíritu.
La primavera resplandecía en su forma más gloriosa aquella mañana de principios de marzo, una digna recompensa tras la agotadora travesía de Central Park en dirección al Met. Maureen amaba Nueva York. Decidió disfrutarla al máximo ese día, y procuró proceder con parsimonia pese a su apretada agenda. Subió por la Quinta Avenida y se desvió por Central Park. En el extremo norte del estanque de los veleros se alzaba la enorme estatua en bronce de Alicia en el País de las Maravillas, la obra maestra de Lewis Carroll. Esta obra poseía una magia y belleza caprichosas que conmovían a la niña eterna que moraba en su interior. Una Alicia gigantesca estaba plasmada en la fiesta de su no cumpleaños, con sus amigos del País de las Maravillas congregados a su alrededor. Citas del clásico infantil, la pieza literaria más amada de la niñez de Maureen, rodeaban la base de la escultura. Recorrió el perímetro de la fiesta de Alicia para leer las citas del libro y del poema «Jabberwocky». Su cita favorita del libro, la que tenía expuesta en una placa sobre el ordenador de casa, no estaba representada.
Alicia rio.
—Es inútil intentarlo —dijo—. Es imposible creer en cosas imposibles.
—Me atrevería a decir que no tienes mucha práctica —dijo la reina—. Cuando yo tenía tu edad, siempre lo hacía durante media hora al día. Caramba, a veces he llegado a creer hasta en seis cosas imposibles antes del desayuno.
Al igual que la Reina Blanca, Maureen había aprendido a creer hasta en seis cosas imposibles antes de desayunar. Y ahora, con la llegada de Destino a su vida, el número solía ser superior. Maureen meditó sobre esta circunstancia y lanzó una breve carcajada, mientras admiraba la escultura erigida ante ella. Su vida se había convertido en algo que rivalizaba con las aventuras más fantásticas de Alicia. Ella, una mujer inteligente y culta del siglo XXI, estaba a punto de embarcarse en un viaje a Italia… para recibir clases de un maestro que se autodenominaba Destino y afirmaba ser inmortal. Y sin embargo, como Alicia antes que ella, aceptaba a este extraordinario personaje como una parte casi natural de este extraño paisaje en que su vida se había transformado.
Maureen se permitió unos cuantos minutos más ante la escultura, antes de regresar hacia la Quinta Avenida y la entrada del Museo de Arte Metropolitano. El tiempo del que disponía en el Met era limitado, pues debía preparar el lanzamiento del libro, de forma que se concentraría en una zona del museo y le concedería la máxima atención, en lugar de intentar verlo todo.
Después de comprar la entrada y prender el botón del Met al cuello de su camisa, decidió que hoy se concentraría en la galería medieval. Sus investigaciones de la gran condesa Matilde de Toscana le habían infundido una fascinación nueva por la Edad Media. Además, sus prolongados desplazamientos a Francia habían conseguido que se aficionara cada vez más al arte y la arquitectura góticas.
Fue una elección sublime. Dedicó a cada pieza el tiempo que merecía. Se quedó especialmente fascinada por las extraordinarias esculturas en madera alemanas, debido a su perfección y delicadeza sin parangón. Algunos tesoros le recordaron las experiencias que habían cambiado su vida y remodelado su destino mientras se encontraba en Francia. Maureen suspiró de placer, absorbió la belleza de lo que veía y disfrutó de la breve tregua que el arte concedía a su vida.
Cuando entró en la segunda galería grande, dominada por un enorme coro alto gótico, algo atrajo su atención hacia la parte derecha del fondo de la sala. Si bien casi todas las obras de arte de la galería eran esculturas, había expuesto un cuadro al fondo a la derecha en relación a la entrada del pasillo. Se acercó para verlo mejor y lanzó una exclamación cuando se encontró, paralizada, ante el retrato a tamaño natural de María Magdalena más hermoso que había visto en su vida.
Notre Dame. Nuestra Señora. Mi Señora. Para Maureen, no había escapatoria. Ni ahora, ni nunca.
Sus ojos se anegaron en lágrimas, como solía suceder cuando veía una bella imagen de aquella mujer extraordinaria que se había convertido en su musa y maestra. Mientras Maureen la miraba a los ojos, se dio cuenta al instante de que no se trataba de un icono religioso normal. Esta Magdalena estaba sentada en un trono, majestuosamente bella con su manto púrpura y el pelo rojo suelto. En una mano sostenía el tarro de alabastro con el que, se decía, había ungido a Jesús. La otra, sobre el regazo, sujetaba un crucifijo. Estaba rodeada de ángeles, que tocaban trompetas para anunciar su gloria. Maureen se acercó más y dobló las rodillas para ver mejor la parte inferior del cuadro. Arrodillados a los pies de la Magdalena había cuatro hombres con túnicas de un blanco inmaculado. Las capuchas cubrían su cabeza por completo, con rendijas estrechas para los ojos. Su apariencia transmitía algo estrafalario. Las figuras arrodilladas eran personajes extraños en el mejor de los casos, siniestros en el peor.
Maureen sintió que su corazón se aceleraba, así como aquella extraña sensación de calor en las sienes que había llegado a reconocer cuando algo aguijoneaba su inconsciente, algo que no debía ni podía ser pasado por alto. Este cuadro era importante. Terriblemente importante. Buscó en su memoria alguna mención a esta obra en el curso de sus investigaciones, pero no obtuvo ninguna. Mientras escribía su libro se había familiarizado con docenas de cuadros de María Magdalena, expuestos en los museos más importantes del mundo. Que una obra de tal importancia estuviera en el Met (sin que ella hubiera oído hablar de la misma jamás) era fascinante.
Maureen se agachó para leer el título de la placa. El cuadro estaba identificado como «Spinello di Luca Spinelli: estandarte procesional de la Confraternidad de Santa María Magdalena».
La descripción oficial del Met, expuesta a un lado de la obra, rezaba:
Durante la Edad Media, los seglares solían ingresar en confraternidades religiosas, en las cuales se encontraban para compartir su devoción y realizar actos de caridad. La capucha de sus hábitos les deparaba el anonimato, de acuerdo con el mandamiento de Cristo de que las buenas obras no debían llevarse a cabo con el fin de recibir vanas alabanzas. Esta obra extremadamente excepcional fue encargada hacia 1395 por la Confraternidad de Santa María Magdalena de Borgo San Sepolcro, y se sacaba a hombros en procesiones religiosas. Muestra a los miembros de la confraternidad arrodillados ante su santa patrona, rodeada de un coro de ángeles. El tarro de ungüento de María adorna las mangas de sus hábitos. Las facciones algo demacradas de Cristo son modernas. El original fue trasladado al Vaticano. Por lo demás, el estandarte se conserva notablemente bien.
Algo no encajaba con la descripción, intuyó Maureen. Era muy pulcra, muy sencilla, para un cuadro de aspecto tan misterioso. Los hombres encapuchados que rodeaban los pies de su santa no sólo eran anónimos, sino de lo más inquietante. Las capuchas parecían una declaración de intenciones, como si ocultar su identidad fuera una cuestión de vida o muerte. Cuando los examinó con más detenimiento, vio que algunos de los hombres tenían aberturas en la parte posterior del hábito. Penitentes. Las aberturas servían para poder flagelarse y sangrar, como penitencia para expiar sus pecados.
Maureen siempre había considerado alarmantes las prácticas penitenciales de la Edad Media. Estaba bastante segura de que Dios no quería que nos flageláramos así a su mayor gloria. Además, teniendo en cuenta sus extensos conocimientos sobre María Magdalena, la Reina de la Compasión y gran maestra del amor y el perdón, estaba convencida de que jamás habría aprobado tales prácticas.
La composición del cuadro conseguía que fuera todavía más provocador, pues parecía una imitación de algunas de las imágenes de la Santísima Trinidad más famosas de los primeros tiempos del Renacimiento. Estas imágenes plasmaban a Dios Padre entronizado, sosteniendo el crucifijo en las manos y sobre el regazo para representar al hijo. El Espíritu Santo solía estar presente en forma de paloma por sobre las demás imágenes. La imagen de María estaba pintada de manera idéntica, sólo que en este caso ella era la figura entronizada que sostenía a Jesús, lo cual indicaba un lugar de autoridad extraordinaria. De esta forma, las figuras encapuchadas parecían estar adorando a María Magdalena en su trono como Reina de los Cielos, lo cual sería una idea herética incluso hoy. En la Edad Media, tal culto habría sido castigado con la muerte.
Además, la descripción incluía la curiosa frase «Las facciones algo demacradas de Cristo son modernas. El original fue trasladado al Vaticano». Existían pruebas de que el estandarte había sido destruido. Un parche cubría el corte donde había estado la cara de Cristo sobre el crucifijo, en teoría la pieza original que había sido extraída con precisión quirúrgica y trasladada a Roma. Pero ¿por qué? ¿Por qué alguien querría desfigurar un cuadro peculiar y de belleza exquisita, obra de un maestro italiano?
Si algo había aprendido Maureen durante su búsqueda de la verdad de los aspectos secretos de la historia del cristianismo, era que jamás había que tomarse algo en sentido literal, y no confiar nunca en la primera y más evidente explicación, sobre todo en el mundo simbólico de la historia del arte. Sacó el móvil del bolso, conectó la cámara y fotografió el cuadro por partes, que luego almacenó para estudiarlas más adelante.
La hora que indicaba el móvil le recordó que su visita al Met estaba a punto de concluir. Maureen devolvió el teléfono al bolso y permaneció inmóvil delante del cuadro. Las preguntas que tantas veces habían cruzado por su cabeza cuando seguía las pistas dejadas en el arte religioso se repitieron con fuerza estrepitosa.
¿Qué historias puedes contarme, mi Señora? ¿Quién te pintó así y por qué? ¿Qué significabas en realidad para los portadores de este estandarte? Y por fin, la pregunta que atormentaba a Maureen cada día de su vida: ¿Qué quieres de mí ahora?
Pero hoy, María Magdalena guardó silencio, y le devolvió la mirada con muda autoridad y una expresión enigmática que habría hecho llorar de envidia a Leonardo da Vinci. La Mona Lisa no tenía nada que hacer comparada con esta Magdalena.
Maureen volvió una vez más a la descripción oficial y lanzó una exclamación ahogada. En la segunda lectura, captó esta referencia a los orígenes del estandarte: «Encargado… por la Confraternidad de Santa María Magdalena de Borgo San Sepolcro».
Borgo San Sepolcro. Una traducción fácil del italiano. Significaba el Lugar del Santo Sepulcro.
Maureen bajó la vista hacia el antiguo anillo que adornaba su dedo, el de Jerusalén con el sello de María Magdalena. Era el símbolo de la Orden del Santo Sepulcro (la Orden que Matilde donó al mundo, la Orden en la cual se conservaban las enseñanzas más puras de Jesús y el Libro del Amor, y la Orden de la que Destino era el Maestro), y en cuyo seno estaba a punto de ser adoctrinada. ¿Era posible que toda una ciudad de Italia estuviera consagrada a la Orden del Santo Sepulcro, con María Magdalena en su centro?
Maureen había dicho con frecuencia que sus investigaciones y escritos eran similares al proceso de crear un collage. Había muchas pruebas diminutas diferentes que, por sí solas, no significaban gran cosa. Pero cuando empezabas a ordenar las piezas, a ver cómo podían ensamblarse, cuál complementaba a cuál, empezabas a elaborar algo hermoso y pletórico de significado. Y aquí estaba lo que parecía una pieza capital del asombroso mosaico que Maureen estaba confeccionando.
Miró a los visitantes que paseaban por la galería. Tan sólo unos pocos dedicaban al estandarte procesional una mirada superficial antes de seguir adelante. Tuvo ganas de gritar, ¿Es que no lo veis? ¿Tenéis idea de que este cuadro tal vez contenga una de las claves de la historia, y vosotros pasáis de largo?
Pero todavía no estaba segura. ¿Dónde estaba Borgo San Sepolcro? ¿Qué otras relaciones mantendría ese artista, Spinello, capaces de relacionarlo, a él y a esta obra maestra, con las culturas heréticas de la Italia medieval? Después de llevar a cabo sus propias pesquisas, llamaría a expertos de Francia e Italia para conocer su opinión. Empezando por Bérenger, por supuesto.
Después de tantas semanas separados, pensar en Bérenger Sinclair la reconfortó. Maureen le echaba mucho de menos. Cerró los ojos y se dejó perder en aquella deliciosa e intensa sensación de recordar la última vez que habían estado juntos. Exhaló un profundo suspiro y dejó de pensar en él. Nuevos descubrimientos la aguardaban, y compartirlos con él conseguiría que fueran mucho más dulces.
Se despidió de las glorias artísticas de la galería medieval y se encaminó hacia la parte delantera del museo, aunque se detuvo un momento en la tienda de regalos para ver si había alguna postal del fantástico estandarte de la Magdalena. Ni siquiera mencionaban la obra en la guía del Met. Rebuscó entre un amplio abanico de libros de arte, y encontró uno que contenía una breve mención al artista del estandarte, a quien llamaban Spinello Aretino. El párrafo explicaba que «Aretino» indicaba que era originario de la ciudad de Arezzo, en la Toscana.
Toscana. Si había un lugar preñado de secretos heréticos en los albores de la Edad Media, Maureen estaba segura de que era la Toscana. Sonrió, convencida de que no se trataba de una coincidencia que estuviera en posesión de un billete de avión para Florencia, y dentro de una semana viajaría al corazón de la herejía.
Nada.
No había nada en Internet sobre el raro y maravilloso estandarte de la Magdalena exhibido en el Met. Incluso en la página web del museo era preciso cierto esfuerzo para encontrar información, y no había otra cosa que la descripción que Maureen había leído antes en la tienda de regalos.
Dos horas de búsqueda en las páginas de arte referidas a la Magdalena fueron infructuosas. Google no aportó nada nuevo sobre la obra, de modo que Maureen abordó el problema desde un ángulo diferente, y buscó otros detalles de la descripción: el artista, los escenarios. Encontró cierta información general sobre el artista y sobre Borgo San Sepolcro que quizá más adelante le resultarían útiles. Tomó las siguientes notas:
SPINELLO ARETINO: nombre de pila Luca, al igual que su padre, también pintor, tomado del santo que daba su nombre a la cofradía del pintor. El apellido «Aretino» significa «de Arezzo», una provincia de Toscana. Sobre todo pintor de frescos, trabajó en Florencia, en Santa Trinità.
Maureen hizo una pausa. Spinello pintaba en la iglesia de Santa Trinità, un lugar sagrado para la Orden del Santo Sepulcro, uno de los bastiones de Matilde. Era una buena señal, indicadora de que había elegido el camino correcto. Su mosaico estaba empezando a tomar forma. Continuó leyendo.
BORGO SAN SEPOLCRO: Conocido ahora como Sansepolcro, fue fundado en el año 1000 por peregrinos que profesaban una gran reverencia por el Santo Sepulcro, y que habían regresado de Tierra Santa con reliquias de valor incalculable. Uno de estos peregrinos fue conocido como san Arcano. Se encuentra en la provincia de Arezzo y es la cuna del genial pintor de frescos Piero Della Francesca.
Maureen se estremeció de placer ante tal descubrimiento. ¡Tenía razón! Había toda una ciudad en Toscana dedicada al Santo Sepulcro. Pero fue una frase lo que más le emocionó:
Uno de estos peregrinos fue conocido como san Arcano.
San Arcano. Maureen lanzó una carcajada estentórea. Por lo visto, la Iglesia afirmaba que existía un santo llamado Arcano. No dominaba el latín, pero se defendía bastante bien, y lo utilizaba para leer entre líneas muchas veces en el curso de sus investigaciones. San Arcano no era una referencia a un oscuro santo toscano. Significaba «Santo Secreto». Si traducía la frase al inglés como era debido, la descripción decía en realidad, Esta ciudad, que recibe su nombre del Santo Sepulcro, fue fundada sobre la base del Santo Secreto.
Ahora sí que estaba llegando a algún sitio.
Pensó en el resto de su descubrimiento un momento y tomó notas. Maureen conocía la obra de Piero Della Francesca, pues su mítica Magdalena se encontraba entre sus favoritas. La había pintado para el duomo de Arezzo, una imagen muy potente y majestuosa que proyectaba poder y liderazgo. Esa Magdalena no tenía nada de penitente. No había sido pintada por un hombre que se hubiera tragado la propaganda del siglo VI, en el sentido de que María Magdalena era una pecadora arrepentida. Era un fresco creado para subrayar su liderazgo. Maureen tenía una copia enmarcada colgada en su despacho. Había estudiado a Piero Della Francesca durante sus investigaciones artísticas, y siempre lo había encontrado interesante. Sus frescos de Arezzo estaban pletóricos de vida, eran muy humanos y narraban historias. Cuando pensaba en su arte, Maureen se sentía emparentada con él. Piero era un narrador de historias. Pintó La leyenda de la Vera Cruz con abundante y trabajado detallismo, imprimió una profunda santidad a su Encuentro de Salomón y la reina de Saba, y toda su obra transmitía las enseñanzas más sagradas de la Orden del Santo Sepulcro.
Leer acerca de la Orden recordó a Maureen que necesitaba iniciar los preparativos de su regreso a Europa, pues debía reunirse con su editor en París para planificar el lanzamiento en Francia. Siempre era una delicia ir a París. Amaba la ciudad, y su mejor amiga, Tamara Wisdom, una directora de cine independiente, la había animado a pasar una temporada con ella. El primo y consejero espiritual de Maureen, Peter Healy, también vivía en París en aquel momento. Antes se le conocía como padre Peter Healy, pero era un exiliado del Vaticano, tal vez para siempre, y ya no se autodenominaba sacerdote ni portaba alzacuello. Maureen tenía muchas ganas de reunirse con él.
Decidió que volaría a París, resolvería sus asuntos, y después se iría en coche con Tammy al lugar donde sus amados las esperaban, el château des Pommes Bleues, en el sudoeste de Francia. Tammy, también muy enamorada, estaba comprometida con el dulce gigante del Languedoc Roland Gelis, el mejor amigo de la infancia de Bérenger. Vivían todos juntos en la belleza del valle del Aude, una zona mágica de la región del Languedoc donde se hallaba el castillo, a las afueras de Arques. Bérenger, heredero de un imperio petrolero escocés, había heredado también el castillo de su abuelo. Había sido construido en el Languedoc como cuartel general exclusivo de una sociedad secreta que protegía peligrosos y heréticos secretos. Bérenger había heredado estos secretos junto con el castillo francés.
Era demasiado tarde para llamar a Bérenger esta noche, pero lo primero que haría por la mañana (la mañana de ella, la tarde de él) sería hablar con su amado para pedirle que la acompañara de Arques a Florencia. Destino le había enviado una carta advirtiéndoles de que abandonaba Chartres para regresar a Florencia, «de una vez por todas». El tono de la carta era perentorio, como si se dispusiera a morir en Italia. En su momento, había disgustado muchísimo a Maureen. Destino era anciano, en la acepción más literal de la palabra, y su muerte era inevitable. Pero sería muy difícil para ella aceptar la pérdida de tal tesoro, ahora que comprendía y aceptaba lo que era y la extraordinaria sabiduría que estaba en condiciones de ofrecer al mundo.
La carta de Destino indicaba que tenía mucho que enseñar a Maureen en un tiempo limitado, y que sería responsabilidad de ella conocer al dedillo el Libro Rosso antes de su llegada. El anciano no tenía tiempo para enseñarle los elementos básicos de los principios de la Orden. Había preparado para ellos lecciones muy concretas y tareas que debían llevarse a cabo, en preparación para la misión en que todos se embarcarían juntos. Destino era categórico cuando se refería a «la misión».
En vistas a su viaje a Florencia, Maureen reafirmó su compromiso de estudiar las enseñanzas del Libro Rosso, que en la actualidad obraba en su posesión, pues Destino les había facilitado a todos una traducción a modo de regalo: Maureen, Bérenger, Tammy, Roland y Peter estaban estudiando la traducción al inglés del libro rojo sagrado que contenía los más grandes secretos del cristianismo.
Ella había utilizado estas páginas sagradas para escribir El tiempo vuelve: la leyenda del Libro del Amor. Pero había llegado el momento de estudiarlas y aprender ciertos párrafos de memoria. Maureen se juró empezar por el principio y leerlo hasta el final, a base de estudiar varios fragmentos cada noche.
No era una tarea abrumadora. Maureen había pensado, desde el primer momento en que empezó a conocer las enseñanzas del Libro Rosso, que eran las palabras más hermosas que había leído en su vida. Comprendió que contenían la verdad, y para ella había significado una gran satisfacción escribir un libro sobre las valientes almas que lo habían arriesgado todo por proteger aquellas asombrosas enseñanzas durante dos mil años.
Maureen se acomodó en la cama con el libro. Las enseñanzas siempre insistían en que era preciso entender el amor como el gran don que Dios nos había concedido. Pero por sencilla que fuera la idea, ahí empezaba la controversia. Pues en el Libro del Amor no se plasmaba a Dios como a un patriarca. No era tan sólo Nuestro Padre. Dios era Nuestro Padre en perfecta unión con Nuestra Madre. Las primeras páginas contenían el párrafo favorito de Maureen.
En el principio, creó Dios los cielos y la tierra Pero Dios no era un ser único, no reinaba a solas sobre el universo. Gobernaba con su compañera, su bien amada.
Así, en el primer libro de Moisés, llamado Génesis, Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra», como si hablara con su otra mitad, su esposa. Porque la creación es un milagro que se da con mayor perfección cuando la unión de los principios masculino y femenino se halla presente. Y el Señor Dios dijo: «Y he aquí que el hombre se ha convertido en uno de nosotros».
Y el libro de Moisés dice: «Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó».
¿Cómo era posible que Dios creara la hembra a imagen suya, si no poseía imagen femenina? Pero así lo hizo, y fue llamada Athiret. Más adelante, Athiret fue conocida por los hebreos como Asherah, nuestra madre que está en los cielos, y el Señor fue conocido como El, nuestro padre que está en los cielos.
Y fue así que El y Asherah desearon experimentar su gran y sagrado amor de forma física y compartir tal dicha con los hijos que engendraran. A cada alma que crearon se le concedió un gemelo hecho de la misma esencia. En el libro llamado Génesis, esto se relata en la alegoría de la hermana gemela de Adán, que es creada a partir de su costilla, es decir, de su propia esencia, pues es carne de su carne y hueso de su hueso, espíritu de su espíritu.
Entonces, Dios dijo: «Y serán una sola carne».
Así se creó el hierosgamos, el sagrado matrimonio de la confianza y la conciencia que une a los amantes en una sola carne. Es el mayor regalo recibido de nuestro padre y nuestra madre que están en los cielos. Pues cuando nos unimos en la cámara nupcial, descubrimos la unión divina que El y Asherah deseaban que experimentaran todos sus hijos terrenales, a la luz del goce puro y la esencia del verdadero amor.
Los que tengan oídos para oír, que oigan.
EL Y ASHERAH, Y LOS SAGRADOS ORÍGENES DEL HIEROSGAMOS,
DEL LIBRO DEL AMOR, TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO
Desde que había conocido a Bérenger, Maureen se había comprometido a comprender y experimentar el hierosgamos en todas sus formas. Sus ojos se habían abierto a una clase de amor que, hasta aquel momento, había relegado a los cuentos de hadas y las leyendas. Pero esta clase de unión épica, este amor absoluto y embriagador, era posible. Si Maureen podía experimentarlo, y ser transformada por él, no le cabía duda de que se hallaba al alcance de todo el mundo. Bérenger y ella entendían que era parte de su destino: ayudar a los demás a encontrar el amor tal como ellos lo habían encontrado.
Maureen cerró el libro, a la espera de dormir con visiones de El y Asherah bailando en sus sueños.
Los sueños de Maureen no obedecieron a sus deseos.
Sus sueños solían ser lúcidos y claros. Secuencias completas e imágenes coherentes acudían a ella en el sueño. Siempre contenían mensajes importantes para ella, o aportaban pistas que debía seguir con urgencia. Hasta esta noche. Este sueño era caótico, frenético, con destellos de imágenes, sonidos y sentimientos, que trascendían los límites del espacio y el tiempo. Algunas imágenes parecían relacionadas entre sí; otras no. Pero un factor constante impregnaba todo el sueño. Con independencia de la imagen, con independencia del período de tiempo, cada destello visual contenía un elemento unificador.
Fuego.
El fuego ardía voraz en la plaza de la ciudad, la brea vertida sobre los leños para conseguir que prendiera más deprisa y aumentara la temperatura era eficaz. Cientos de personas rodeaban la hoguera y a su víctima. ¿O víctimas? El sudor rodaba sobre los rostros de los espectadores, mientras daba la impresión de que el infierno ardía ante ellos. En un destello, la multitud estaba llorando, en otro abucheaba. Dos piras diferentes. Dos ciudades diferentes. Una, después otra, y vuelta a empezar. En la primera ciudad, distinguió rostros en la multitud. Estaban conmocionados, aterrorizados, entristecidos. No veía a la víctima, sólo las llamas, que saltaban a gran altura en el centro de la plaza y envolvían en su horrible abrazo a lo que había sido un ser humano. Maureen vio los rostros de hombres y mujeres que lloraban en la multitud, y se concentró en un hombre en particular. Iba vestido con mucha sencillez, tal vez como un comerciante, pero había algo en su porte que le distinguía de los demás. Se erguía en toda su estatura, y pese al evidente pesar poseía la presencia de un rey. Mientras ella miraba, una sola lágrima resbaló sobre su mejilla, y sintió el terrible dolor (y sentimiento de culpa) del hombre por la tragedia que se desarrollaba ante él. Entonces, otro brillante destello de fuego desvió su atención del hombre hacia el espacio donde había estado la hoguera. Pero no vio llamas, sino una luz blanca cegadora que se elevaba hacia el cielo, el cual aparecía oscuro a su alrededor, casi negro, mientras la luz blanca tomaba forma durante un brevísimo instante, antes de desvanecerse.
Maureen se vio lanzada hacia la hoguera de otra ciudad, otra época, otra víctima.
Los rostros de la muchedumbre se veían enfurecidos, en contraste con la visión anterior. Y todos eran de hombres, al menos sólo había hombres en las cercanías del cadalso. Estos hombres eran el origen de los abucheos que había oído al empezar el sueño. La turba irritada arrojaba cosas al fuego, objetos que Maureen era incapaz de identificar, y gritaban enfurecidos al mismo tiempo. Una palabra extraña que no reconoció, canturreada una y otra vez. Por un momento, pensó que estaban diciendo «hocico de cerdo», pero se le antojó absurdo, incluso en el entorno surrealista del sueño. Una vez más, no pudo ver a la víctima, pues las llamas se alzaban a mayor altura que en la visión anterior. Pero la atmósfera de la ciudad era muy diferente. La víctima era objeto de desprecio, y los que asistían a la ejecución estaban decididos a ver morir de aquella forma terrible al ser odiado. Se trataba de un caos controlado, pero daba la impresión de estar a punto de desmandarse, a medida que las llamas adquirían mayor fuerza y temperatura. Justo cuando Maureen pensaba que las imágenes estaban a punto de desvanecerse, y que su conciencia empezaba a rescatarla del sueño, tuvo una última visión de la terrible ejecución. En el borde de la plaza, lo bastante lejos para estar a salvo, pero lo bastante cerca para quedar traumatizada para siempre por lo que estaba presenciando, había una niña pequeña. Sus ojos oscuros eran enormes mientras miraba la hoguera y la turba airada que la rodeaba. Era una criatura de huesos frágiles, como un pajarillo, no tendría más de cinco o seis años, y estaba terriblemente desnutrida. Y no obstante, pese a su frágil apariencia física, esta niña no parecía debilitada ni atemorizada. Era la mirada de sus ojos lo que Maureen recordaría mucho después de que el sueño concluyera, como si no albergaran el menor temor. En sus ojos se reflejaban las llamas, y en ellos vio algo Maureen que no pudo identificar, aunque sabía que no le gustaba.
En los ojos de la niña se insinuaba algo terrible, algo no muy alejado de la locura.
Confraternidad de la Santa Aparición
Ciudad del Vaticano
En la actualidad
—¡TÚ PERMITISTE QUE esto sucediera!
Felicity de Pazzi apostrofó a su tío abuelo, al tiempo que arrojaba el libro sobre el escritorio. Sus pobladas cejas negras enmarcaban unos enormes ojos oscuros, que destellaron con el calor de la ira en su estrecha cara. Le daba igual que el hombre estuviera viejo, enfermo y débil. Se suponía que debía defender algo. Y había fracasado, fracasado miserablemente cuando más le necesitaban.
—Cálmate, querida.
El padre Girolamo de Pazzi levantó una pálida y temblorosa mano, en un esfuerzo por tocar a su indignada sobrina. La quería como a una hija y había jugado un papel determinante para que llegara a ser el poder que sustentaba la confraternidad, ahora que él ya no era físicamente capaz de ocuparse del día a día. Su pasión desatada por la causa la convertía en una fuerza imparable e infinitamente santa. También era el origen de un temperamento extremo. El nombre le cuadraba a las mil maravillas, como inspirado por Dios. Su madre había soñado con santa Felicita mientras estaba embarazada de la que sería su única hija. Durante todo el embarazo había tenido visiones de aquella bendita santa que había tenido la valentía de sacrificar a sus siete hijos con el fin de demostrar su fe inquebrantable. Cuando la niña nació el 10 de julio, festividad de dicha santa, todos los miembros de la familia se quedaron convencidos de que traía con ella su nombre e identidad.
En el internado de Gran Bretaña había adoptado la versión inglesa de su nombre, Felicity. No renunció a él, ni siquiera después de que la expulsaran de varias instituciones inglesas por «comportamiento aberrante». Ya de adolescente había empezado a tener visiones que la poseían por completo, acontecimientos muy problemáticos para los colegios ingleses. Volvió a Roma y entró en la escuela de un convento, donde los cercanos a su fe y su familia podían controlar sus progresos. Cuando decidieron que veía apariciones auténticas, la confraternidad la adoptó como santa patrona viviente. Felicity se había convertido en profetisa por derecho propio, una visionaria que caía al suelo presa de éxtasis, y se retorcía mientras tenía visiones de Jesucristo y la Virgen María. El fanatismo que rodeaba a Felicity y sus visiones había aumentado en el movimiento ultraconservador durante los dos últimos años, y había empezado a desarrollar estigmas cuando las visiones se atenuaban. Como resultado, no cabía ni un alfiler en las reuniones de la confraternidad a las que asistía Felicity. Verla cuando la poseían las visiones era espeluznante, pero impactante. Esta noche se celebraría una de tales asambleas en la sala de actos de la confraternidad, y la joven pensaba asistir.
El padre Girolamo de Pazzi había regalado una placa a la muchacha tras su regreso a Italia, algo que podría utilizar para hacer acopio de fuerzas cuando realizara la transición al entorno conventual más severo, que al final resultaría muy positivo para ella. La placa estaba hecha de madera, grabada con una cita de san Agustín que se refería a los actos de santa Felicita. Era una cita que la Felicita moderna no sólo había aprendido de memoria, sino tomado como modelo de fe. La utilizaría esta noche durante su aparición.
El espectáculo que se presenta a los ojos de nuestra fe es magnífico. Hemos oído y visto con la imaginación de esa madre que, contra todos sus instintos humanos, escoge que sus hijos perezcan en su presencia. Pero Felicita no abandonó a sus hijos, sino que los envió por delante, porque consideraba la muerte, no como el fin de todo, sino como el principio de la vida. Pero Felicita no se contentó con ver morir a sus hijos, sino que los alentó a ello y, al hacerlo, consiguió que su valor fuese todavía más fecundo que su seno. Al verlos luchar, luchó con ellos y la victoria de cada uno de sus hijos fue su propia victoria.
Para la familia Pazzi, santa Felicita era una mujer extraordinaria, tal vez la mártir cristiana más grande de todas, teniendo en cuenta el montante de su sacrificio. La Felicita más joven compartía con pasión inigualable la fe en la rectitud de la santa. Durante sus ochenta y pico años de vida dedicados a la Iglesia, Girolamo de Pazzi jamás había conocido a nadie con el fervor religioso de la mujer que se erguía ante él. Estaba temblando, incapaz de controlar su ira hacia el libro ofensivo que había provocado la discusión. El anciano suplicó comprensión.
—¿Qué habría podido hacer para impedirlo? Se… me escapó de las manos, Felicity.
El libro se encontraba entre ambos sobre el escritorio, un enemigo silencioso. El tiempo vuelve, de Maureen Paschal. La leyenda del Libro del Amor.
—Habrías podido detenerla cuando la tenías en tu poder.
Girolamo de Pazzi sacudió la cabeza. Sabia que, cuando había dicho «habrías podido detenerla», se refería a que tendría que haberla matado. Hubo un tiempo en que habría estado dispuesto a dar dicha orden, pero había descubierto que era incapaz de segar una vida en presencia del Libro del Amor, y mucho menos aquella vida. Sobre todo, después de haber visto el libro abierto y comprender lo que era. Y lo que ella era.
Lo que había presenciado aquella noche en la cripta de la catedral de Chartres no era algo que pudiera describir a su sobrina nieta, ni a nadie. Había atraído a Maureen Paschal a la cripta con la intención de conducirla ante la presencia del Libro del Amor, el tesoro supremo de cualquiera que reverenciara el nombre de Jesucristo. Era un evangelio escrito de su puño y letra, pero no podía ser leído por estudiosos y teólogos, muchos de los cuales lo habían intentado durante casi cinco siglos enterrado entre los muros del Vaticano. Estaba escrito en diversos idiomas y poseía numerosas capas, enseñanzas secretas a las que los seres humanos normales y los cristianos tradicionalistas habían olvidado cómo acceder. El libro estaba «cerrado», y por eso constituía un tesoro místico cuyas enseñanzas sólo podía abrir una llave.
Y esa llave era Maureen Paschal.
Todos los miembros de la Confraternidad de la Santa Aparición tenían claro que Maureen Paschal era una profetisa de extraordinarias aptitudes y lucidez. Todos habían estudiado cómo había descubierto el Evangelio de Arques de María Magdalena, obedeciendo a sus visiones, una proeza que nadie más podía lograr. Incluso en el seno de la confraternidad, que había dado los mayores visionarios de todos los tiempos durante casi ocho siglos, nadie había logrado localizar aquel tesoro. Una vez efectuado su descubrimiento en Francia, quedó muy claro que Maureen Paschal tenía un destino especial. Entonces, comprendieron que era la «Esperada», y que también sería capaz de descifrar los secretos del Libro del Amor. Eso enfurecía a Felicity de Pazzi.
Felicity había sido conducida a presencia del Libro del Amor en diversas ocasiones, y cada vez los miembros de la confraternidad habían rezado con fervor para que fuera capaz de abrir el Libro y revelarles su contenido. Pero el libro había guardado silencio, pese a los estigmas de Felicity, que había sangrado profusamente en presencia del Libro, hasta el punto de tener que hospitalizarla después de la última sesión.
Felicity de Pazzi había sufrido y sangrado por todas sus visiones. Por eso sabía que eran auténticas. Dios exigía dolor a sus santos para poner a prueba su fe. Cualquiera que afirmara tener visiones, pero no sufriera por su causa, era un falso profeta que no había sido puesto a prueba. Felicity vivía para comunicar esta certeza a los demás. Su misión era contar la verdad sobre las terribles profecías que le habían encomendado acerca de los Tiempos Finales y los pecadores que hervirían vivos en su propia sangre si no se arrepentían. La Santa Madre era muy concreta en lo tocante a la naturaleza de la muerte de los infieles y de los que no querían hacer profundos sacrificios para demostrar su amor a Dios.
Y Felicity se sacrificaba. Llevaba un cilicium, una camisa de pelo de animal como las utilizadas en el medioevo, que arañaba y desgarraba su piel, bajo la ropa holgada. Estaba muy delgada y era de huesos frágiles, y ceñía el instrumento de tortura a su piel para que no se notara debajo de la ropa. Felicity siempre utilizaba manga larga, de modo que las cicatrices de los cortes no se veían. Había empleado un cuchillo para practicar cortes en su carne desde la temprana adolescencia, y había grabado imágenes de cruces, espinas y uñas en sus brazos y piernas hasta sangrar y hacerse costras. Felicity sabía que el dolor, el sufrimiento y, al fin, el martirio, eran los mayores regalos que podían ofrecerse a Dios, y por lo tanto no podía soportar que Maureen Paschal recibiera la gracia continuada de sus visiones. Aquella mujer era una aberración, una hereje y una blasfema que no merecía los dones concedidos por Dios. Los aprovechaba para obtener beneficios personales, explotaba su fe a cambio de dinero y poder. Era peor que la Puta de Babilonia, más perversa que Jezabel. Era la serpiente Lilith que destruiría el Edén.
Había que detener a Maureen Paschal. Y si cabía la posibilidad de acabar con la vida inicua de tal demonio, tal vez Felicity podría por fin cumplir su destino. Estaba convencida de que la puta Paschal le había arrebatado el lugar que le correspondía por derecho propio. Si Dios sólo permitía que una profetisa abriera el Libro del Amor, eliminar a este ser indigno era necesario. Si la Paschal vivía, desempeñaría ese papel. Pero si moría, Felicity podría ocupar tal puesto.
Felicity continuó despotricando.
—Ella era la única que podía abrir el Libro del Amor, y la trajiste aquí para que lo hiciera. Para demostrar de una vez por todas que no era lo que los herejes afirmaban. Y después…, para acabar con ella.
El anciano encontró cierta energía en la verdad, mientras se enderezaba en la silla.
—Pero es lo que los herejes afirman, querida. Es todo cuanto temíamos, y más. Y ése, por desgracia, es nuestro apuro.
—Razón de más para acabar con ella.
—Dios la ha elegido, Felicity. Nos guste o no, comprendamos Sus motivos o no, eso da igual. Si Dios la ha elegido, hemos de aceptarlo.
—¡Has perdido el juicio además de la fe, tío!
Dio la impresión de que Felicity iba a abofetearle, y el anciano se encogió cuando ella se inclinó hacia delante para abundar en su teoría.
—¿Es que no lo entiendes? Es una prueba para mí. Dios está esperando que demuestre ser digna de este lugar eliminando a la impostora, a la usurpadora. Ser su profetisa es un gran tesoro, predicar su verdad tal como la anunció la Virgen Santa. Tal verdad no puede comunicarse a través de los canales corruptos de una fornicadora. La verdad será revelada mediante mi castidad y sufrimientos, y así salvaremos a los pecadores arrepentidos. Y los que no se arrepientan morirán y serán condenados al infierno, como ha de ser.
El padre Girolamo miró a su sobrina, impotente. Había intentado explicarle los acontecimientos de Chartres, pero ella no quiso escuchar. Los líderes de la confraternidad sabían que Maureen jamás colaboraría con lo que se consideraba un elemento marginal radical en el seno de la Iglesia, o mejor dicho, ajeno a la Iglesia. Por eso la habían atraído con engaños hacia la cripta de la catedral de Chartres. El plan consistía en ofrecerle un trato, convencerla con dinero y otros medios de que les apoyara y trabajara para la confraternidad. Querían que Maureen se retractara, diera la espalda a su investigación y negara el descubrimiento de la importancia de María Magdalena. Maureen había publicado sus hallazgos, que habían fascinado a millones de lectores, afirmando que María Magdalena no era sólo la esposa de Jesús, sino su sucesora elegida y la fundadora de la cristiandad después de la crucifixión. En verdad, María Magdalena era la apóstol de los apóstoles, pero reconocerle tal poder (con pruebas que lo apoyaran), disminuiría la autoridad de la Iglesia. La obra de Maureen desafiaba muchas tradiciones acendradas del catolicismo, incluida la negativa a permitir que las mujeres fueran ordenadas sacerdotes. Pero la afirmación más controvertida de todas era tal vez que no sólo Jesús y su legítima esposa practicaban la sexualidad sagrada, sino que esta tradición, conocida como hierosgamos, era la piedra angular de la cristiandad primitiva. Para una institución que había exigido el voto de celibato a sus sacerdotes durante mil años, la idea de que el sexo fuera santo y sagrado era de lo más ofensiva, cuando no blasfema.
La confraternidad no iba a permitir que una advenediza norteamericana (y encima mujer) desafiara sus tradiciones sin luchar. Tras decidir que la estrategia más eficaz sería conseguir que la hereje se retractara, pusieron en marcha su plan de tender una trampa a Maureen y chantajearla para que cambiara su historia. Sabían que las probabilidades eran escasas, y estaban dispuestos a eliminarla si no accedía a sus condiciones.
Pero eso era antes de que Maureen Paschal fuera conducida a presencia del Libro del Amor, en el terreno sagrado de la cripta de Chartres, el día del solsticio de verano. Eso era antes de que el libro se abriera y revelara sus secretos, rodeando al padre Girolamo de la luz azul más exquisita, impregnándole de la expresión perfecta del amor, una experiencia física de lo que Dios sentía en la tierra. Eso era antes de que Girolamo de Pazzi comprendiera que el Libro del Amor era el verdadero mensaje de su Señor, y que destruir a la única mujer capaz de comprender qué era y qué decía sería un pecado imperdonable.
—Pero ¿por qué permitiste que contara esas patrañas? —La mujer indicó con desdén el libro que descansaba sobre la mesa entre ambos—. Ese no era el plan, tío. No ha existido hombre, ni mujer, en los quinientos años de nuestro pueblo que haya sido tan débil como tú en aquel momento. Después de tanto tiempo… ¡Ayyyyyyy! —Lanzó un grito de frustración, incapaz de componer la frase debido a la rabia—. ¡Es inconcebible! ¡Mira lo que ha hecho! Su blasfemia contamina el mundo, y de paso a ti.
Fue un golpe cruel. Habían tenido que sacar de la cripta al padre Girolamo de Pazzi en una camilla después de su encuentro con Maureen Paschal y el Libro del Amor. Aquella misma noche había sufrido una apoplejía, de la cual llevaba recuperándose dos años. Había recuperado el habla, pero estaba débil y paralizado en parte como resultado del ataque. No albergaba la menor duda de que la apoplejía era un castigo de Dios. Su forma de advertirle que no debían volver a atentar contra la vida de Maureen. Había intentado explicar esto a Felicity y a los miembros más radicales de la confraternidad, pero su razonamiento cayó en los oídos sordos de los fanáticos, que cada vez parecían perseverar más en su radicalismo en lugar de serenarse.
Aquella noche, dos miembros más de la confraternidad le habían acompañado a la cripta, sicarios de la orden más siniestra elegidos por su extremismo. Ambos hombres eran fanáticos desaforados, como Felicity, y habían estado dispuestos a eliminar a Maureen si era necesario para proteger los secretos de la Iglesia, una vez seguros de cuáles eran esos secretos. Pero los acontecimientos de la noche también les habían cambiado. El más cruel había muerto mientras dormía, al cabo de una semana de los acontecimientos. Su corazón había dejado de latir en el pecho, pese a su juventud y excelente salud. El otro hombre aún vivía, pero se había convertido en un vegetal y no había pronunciado una palabra desde hacía dos años. En la actualidad, residía en una institución para discapacitados mentales de Suiza.
No, los que no habían estado presentes no podrían comprender jamás lo ocurrido aquella noche.
—Tú no puedes comprenderlo, Felicity, pero te suplico que no insistas más en esto. Es mucho más grande de lo que puedas imaginar. Y temo por ti, temo que salgas malparada si intentas hacer daño a la Paschal. Dios no lo desea.
Felicity escupió a su tío, con los ojos vidriosos mientras canalizaba la ira de santa Felicita. Había momentos en que daba la impresión de que la santa tomaba posesión de su tocaya y hablaba por su mediación con fervor sobrenatural, como ahora.
—¿Cómo osas decirme lo que Dios desea? —apostrofó la Felicita antigua, a través de su recipiente, al anciano acobardado que tenía delante—. Yo le oigo con claridad, y rezo para que Dios te perdone por tu debilidad y tu malvado intento. ¡Sólo un demonio intentaría impedir que lleve a cabo un ejemplo de sacrificio definitivo a mayor gloria de nuestro Señor!
El padre Girolamo de Pazzi se reclinó en su silla, agotado y decepcionado por el encuentro. Daba la impresión de que su sobrina era dueña de su cuerpo una vez más, aunque sus ojos continuaban febriles. Felicity agarró el ofensivo libro del escritorio y dio media vuelta para salir como una exhalación, cuando el anciano la llamó con voz débil.
—¿Qué harás ahora, Felicity?
Ella se volvió hacia Girolamo por última vez, con una leve sonrisa de satisfacción en los labios.
—Esta noche he de hacer acto de aparición, tío. No me digas que estás débil hasta el punto de haberlo olvidado. No me cabe duda de que Nuestra Señora tendrá mucho que decir acerca de esa fornicadora que comete blasfemia en nombre de su casto y santo hijo. —Felicity escupió sobre el libro que sostenía en la mano—. Y yo me encargaré de que la confraternidad sepa muy bien quién es el enemigo.
El hombre cabeceó con tristeza, a sabiendas de que no podía hacer nada para impedir lo que iba a suceder.
—¿Y después? ¿Adónde irás?
—A Florencia.
—¿Por qué a Florencia?
—Savonarola —contestó ella, sabiendo que él lo entendería. Al fin y al cabo, su tío había recibido el nombre de su infame antepasado. Su nombre de pila completo era Girolamo Savonarola de Pazzi. Era un nombre al que, hasta su enorme fracaso de hacía dos años, había hecho honor.
—Y porque Destino está allí.
Pronunció el nombre con un resquemor que solía reservar para su némesis pelirroja norteamericana. Destino había sido enemigo de la confraternidad durante siglos, y ella albergaba un deseo especial de acabar con él también. Sin embargo, poner fin de una vez por todas a la vida de la Paschal significaría el golpe definitivo para Destino, de modo que continuaba siendo su principal objetivo. Eliminar a Maureen destruiría todo cuanto Destino había esperado construir.
Y cuando Felicity dio media vuelta y salió en tromba de la habitación sin mirar atrás, el padre Girolamo la siguió con la mirada con más angustia de la que había sentido nunca en su larga y agitada vida.
Alguien moriría pronto. No le cabía la menor duda. No estaba seguro de quién sería ni, en este momento de la situación, quién le gustaría que fuera.