Hablar de profundas transformaciones en las actitudes sociales se ha convertido recientemente en un tópico, sobre todo en lo que respecta a la sexualidad, incluidos el matrimonio, el divorcio, la homosexualidad, el aborto, las prácticas anticonceptivas y el sexo. Pero nos gusten o no estas transformaciones, lo cierto es que han alterado nuestro concepto sobre otras gentes y sobre nosotros mismos, nuestra actuación y nuestras reacciones ante los actos de los demás. Para los cristianos en particular tales cambios parecen desafiar no sólo los valores tradicionales, sino la propia estructura de la naturaleza humana.
¿Cómo surgieron por primera vez estos modelos tradicionales de sexo y relaciones sexuales, modelos tan obvios y «naturales» para quienes los aceptaron que parecían ordenados por la propia naturaleza? Al reflexionar sobre esta cuestión, pronto comprendí que las actitudes sexuales que asociamos con la tradición cristiana se desarrollaron en la cultura occidental en un momento concreto: durante los cuatro primeros siglos de nuestra era, cuando el movimiento cristiano, que había empezado como una secta en la oposición, llegó a convertirse en la religión del imperio romano. También comprendí que estas actitudes no tenían precedente en su posterior configuración cristiana, y que representaban un abandono tanto de las prácticas paganas como de la tradición judía. Muchos cristianos de los cuatros primeros siglos se sintieron orgullosos de su continencia sexual, evitaron la poligamia y, a menudo, también el divorcio, permitido por la religión judía; y rechazaron las relaciones sexuales fuera del matrimonio habitualmente aceptadas por sus coetáneos paganos, prácticas que incluían la prostitución y la homosexualidad.
Ciertos moralistas cristianos de la época insistieron en que las relaciones sexuales no debían practicarse por placer, ni siquiera entre los matrimonios monogámicos, sino que debían reservarse únicamente a la procreación. No todas estas actitudes eran originales de los cristianos, sino que se apropiaron de muchos elementos de la tradición judía y del estoicismo; pero el movimiento cristiano acentuó e institucionalizó estas ideas, que pronto se hicieron inseparables de la fe cristiana.
Los cristianos radicales fueron aun más lejos y adoptaron el celibato «por el Reino de los Cielos», comportamiento del que, según decían Jesús y Pablo habían dado ejemplo y recomendado a los que fueran capaces de una «vida angélica». A principios del siglo V, san Agustín afirmó que el deseo sexual instintivo es la prueba y el castigo del pecado original, idea que habría desconcertado a muchos de sus predecesores cristianos, por no hablar de sus coetáneos paganos y judíos.
En la sociedad grecorromana de los cuatro primeros siglos, algunos coetáneos paganos de los primeros cristianos realizaban prácticas sexuales que a primera vista podrían resultar familiares a muchas personas del siglo XX. Los romanos, por ejemplo, legalizaron y gravaron la prostitución, tanto masculina como femenina, y algunos de ellos toleraron con naturalidad el divorcio, así como las relaciones homosexuales y bisexuales, en especial durante la adolescencia o, en el caso de los hombres casados, como una distracción de las obligaciones familiares. Sin embargo, cuando profundizamos en las prácticas romanas, nos encontramos en un terreno menos familiar; por ejemplo, nos consternaría comprobar que el abandono y el desamparo de los niños se practicaba amplia y abiertamente durante los siglos I y II de nuestra era, al igual que el rutinario uso y abuso sexual de los esclavos. Nos identifiquemos o no de modo explícito con la tradición religiosa, al sentir repugnancia por tales prácticas descubrimos que también nosotros estamos influidos por la transformación de los valores sexuales que la tradición cristiana introdujo en la cultura occidental.
Desde que en el siglo I el movimiento cristiano surgiera como una nueva y «mortal superstición» (en palabras del historiador romane Tácito), no dejó de crecer a pesar de dos siglos de persecución, durante los cuales sus miembros sufrieron encarcelamientos, torturas y ejecuciones. En el año 313 tuvo lugar un acontecimiento de incalculable importancia: la conversión al cristianismo del emperador Constantino, a partir de ese momento, interrumpido sólo por los dos años de breve reinado del emperador neopagano Juliano, llamado el Apóstata el cristianismo se fue convirtiendo cada vez más en la religión oficial del imperio. Junto a la difusión del cristianismo —aunque, como los historiadores del mundo clásico nos recuerdan, sin limitarse a ello— se produjo una revolución en las actitudes y prácticas sexuales.
Sin embargo, si examinamos a los escritores judíos y cristianos de los primeros siglos de nuestra era, se comprueba que rara vez se refieren directamente al comportamiento sexual y que rara vez escriben tratados sobre cuestiones tales como el matrimonio, el divorcio y el sexo. En cambio, hablan a menudo de Adán, Eva y la serpiente —la historia de la creación— y cuando lo hacen, nos dicen lo que piensan sobre asuntos sexuales. Desde el año 200 a. C., para ciertos judíos y más tarde para los cristianos, la historia de la creación se convirtió en un medio primordial para revelar y defender actitudes y valores fundamentales. Nuestros antecesores espirituales argumentaban y especulaban sobre el mandamiento de Dios al primer hombre y a la primera mujer: «sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra», y la institución del primer matrimonio; y cómo Adán, tras no hallar entre los animales «una ayuda adecuada» (Génesis 2:20), encontró a Eva, con las consabidas y desastrosas consecuencias. Como podemos observar, tales interpretaciones de los tres primeros capítulos del Génesis implicaron intereses prácticos y articularon actitudes hondamente sentidas.
Mientras investigaba estas fuentes judías y cristianas me fascinó la historia de Adán, Eva y la serpiente, escrita por miembros de las tribus hebreas hace unos tres mil años e incluso antes transmitida de generación en generación. Siempre he creído que esta arcaica historia ejercía una extraordinaria influencia en la cultura occidental, pero a medida que mi trabajo avanzaba me sorprendió descubrir la complejidad y el alcance de su efecto.
El antropólogo Clifford Geertz define la cultura como
un modelo de significación encarnado en símbolos transmitido históricamente; un sistema de conceptos hereditarios expresados de forma simbólica, por medio de los cuales los hombres comunican, reproducen y desarrollan su conocimiento sobre la vida y sus actitudes hacia ella.[2]
Si alguno de nosotros pudiera acceder a nuestra propia cultura como un antropólogo extranjero y observar las actitudes cristianas tradicionales hacia la sexualidad, así como nuestra concepción de la «naturaleza humana» en relación a la política, la filosofía y la psicología, nos quedaríamos asombrados de todas las actitudes que damos por sentado. San Agustín, uno de los maestros más grandes del cristianismo occidental, estableció muchas de estas actitudes a partir de la historia de Adán y Eva: que el deseo sexual es pecaminoso, que los niños están mancillados desde el momento de la concepción por el mal del pecado original, y que el pecado de Adán corrompió a toda la naturaleza. Incluso los que creen que el Génesis es sólo literatura y los que no son cristianos viven en una cultura indeleblemente moldeada por interpretaciones de este tipo.
Pero el relato de la creación del Génesis introdujo en la cultura grecorromana no sólo valores sexuales sino muchos otros, por ejemplo, la dignidad intrínseca de cada ser humano, hecho a imagen de Dios (Génesis 1:26). En muchas ocasiones, estos otros valores habrían de ejercer una influencia extraordinaria. Aunque los primeros cristianos concebían esta creencia en la dignidad humana en términos morales —no sociales o políticos—, los cristianos que vivieron más de quince siglos después invocaron esta idea para ayudar a transformar las leyes, la ética y las instituciones políticas de Occidente. En 1776 los autores de la Declaración de Independencia apelaron al relato bíblico de la creación para declarar: «Tenemos como evidentes por sí mismas estas verdades: que todos los hombres nacen iguales…», una idea tan familiar que nos puede resultar difícil comprender que es empíricamente improbable; Aristóteles, entre otros, lo habría considerado absurdo. Como veremos, la idea de la igualdad moral humana floreció entre los conversos al cristianismo, muchos de los cuales, en especial los esclavos y las mujeres, eran todo menos iguales ante la ley romana.
Hoy en día algunos cristianos invocan el Génesis contra la teoría de la evolución, criticando las pretensiones de objetividad científica y los valores relativos que asocian con el «humanismo secular»; muchos insisten en que la historia de la creación ratifica sus propias actitudes sociales y sexuales. Los críticos liberales acusan a tales intérpretes de literalidad, y es cierto que estos creyentes suelen insistir en que comprenden perfectamente bien lo que «dice la Biblia», sin considerar que lo que ellos suponen que significa puede ser completamente distinto de lo que para otros —incluso sus predecesores cristianos— puede significar. No obstante, estos cristianos evangélicos comprenden de modo intuitivo algo que sus críticos acostumbran a olvidar: que la historia bíblica de la creación, al igual que las historias de la creación de otras culturas, transmiten valores sociales y religiosos presentándolos como si tuvieran validez universal. Incluso aquéllos que ha descartado la creación —al menos de un modo intelectual— como un mero cuento popular, se encuentran sujetos a sus implicaciones morales referentes a la procreación, los animales, el trabajo, el matrimonio y el esfuerzo humano a «someter» la tierra y «mandar» sobre todas las criaturas (Génesis 1:28).
Entre otras cosas, este libro investiga cómo surgieron estas interpretaciones cristianas del Génesis en los cuatro primeros siglos, y cómo los cristianos invocaron la historia de Adán y Eva para justificar y fundar sus creencias; cómo veían sus propias situaciones, sus sufrimientos y sus esperanzas reflejadas en la historia de la creación y la caída. En ningún momento he tratado de escribir una historia del primer cristianismo, lo que me interesa es un proceso de la historia intelectual; cómo se desarrollaron estas ideas de la sexualidad y la igualdad moral, entre otras, y también un proceso hermenéutico: cómo han interpretado los cristianos la historia de Adán y Eva, y se han proyectado en ella como una manera de reflexionar sobre asuntos tales como la sexualidad, la libertad y la naturaleza humanas.
Mientras exploraba estas cuestiones, fundamentales y hermenéuticas, descubrí que en distintos momentos y lugares los judíos y los cristianos habían interpretado la historia de la creación —y sus implicaciones prácticas— de forma completamente distinta, e incluso a veces antitética. Lo que los cristianos entendían, o pretendían entender, del Génesis 1-3 cambiaba al mismo tiempo que la propia Iglesia pasaba de ser una secta judía disidente a un movimiento popular perseguido por el gobierno romano, y cambió todavía más al ir ganando este movimiento miembros entre la sociedad romana, hasta que por último el propio emperador se convirtió a la nueva fe y el cristianismo devino la religión oficial del imperio romano.
Durante las últimas décadas, distinguidos estudiosos, como los profesores Robert M. Grant, Georges de Ste. Croix, Ramsay MacMullen, Wayne Meeks y Paul Veyne han afirmado que los cristianos eran en muchos aspectos parecidos a sus vecinos paganos.[3] Sus obras documentan paralelismos sociales, políticos, económicos y culturales que no he analizado aquí. En cambio, me he concentrado en los aspectos en los que los cristianos se diferenciaban de los paganos, o pretendían diferenciarse: en otras palabras, aquello que les hacía específicamente cristianos dentro del mundo pagano; me he interesado, en palabras de Tertuliano, en las «peculiaridades de la sociedad cristiana».[4]
En cada capítulo trato un tema que los cristianos intentaban comprender o justificar mediante la historia de la creación. Como expongo en el capítulo 1, los maestros judíos de la época de Jesús y anteriores a ella, solían invocar la historia de Adán y Eva para defender prácticas sexuales judías que abarcan desde la aversión a la desnudez pública (pues en el paraíso Dios vistió a Adán y a Eva) hasta las prácticas maritales ideadas para facilitar la reproducción (pues ¿no había dicho Dios «sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra»?). Estos maestros judíos observaron que el Génesis contiene no uno sino dos relatos distintos de la creación, el primero de los cuales empieza con el capítulo inicial del Génesis y cuenta cómo Dios creó el mundo en seis días, coronando su obra con la creación de adam —esto es, la humanidad— a su imagen (Génesis 1:26). Pero este relato finaliza en Génesis 2:3; y en el siguiente versículo, Génesis 2:4, empieza una narración diferente. Esta segunda historia cuenta cómo el Señor hizo un hombre con polvo de la tierra y, después de hacer todos los animales y al no encontrar entre ellos ningún compañero adecuado para Adán, sumió a éste en un sueño, sacó a Eva de su costado y la presentó a Adán como su esposa. La mujer persuadió entonces a su esposo para desobedecer la ley divina y se ganó con él la expulsión del paraíso.
Hoy muchos estudiosos de la Biblia están de acuerdo en que los dos relatos de la creación, en un principio separados, fueron unidos más tarde para configurar los tres primeros capítulos del Génesis. La historia de Adán y Eva (Génesis 2:4s.), narrada en el lenguaje del folklore, se considera la más antigua de las dos historias, fechándose entre el año 1000 y el 900 a. C.; el relato que ahora se encuentra primero (Génesis 1:1-2:3) data de los teólogos postexílicos (400 a. C.). Los maestros judíos de la Antigüedad, como muchos cristianos después de ellos, prefirieron la ingenuidad teológica al análisis histórico o literario para explicar las contradicciones de los textos.
Según los relatos del Nuevo Testamento, Jesús mencionó la historia de Adán y Eva sólo una vez y, como muchos otros maestros judíos, Jesús utilizó el Génesis para establecer una proposición moral, en concreto, para responder a la pregunta práctica sobre los motivos legítimos de divorcio, que le había sido planteada por los fariseos, los intérpretes de la ley judaica. La respuesta de Jesús —lo que Dios unió, no lo separe el hombre— escandalizó a sus interlocutores, pues en lugar de responder a lo que le habían preguntado sobre los motivos de divorcio, se limitó a descartarlo por completo. La respuesta de Jesús a los fariseos rompía con las enseñanzas judías, puesto que muchos judíos daban por sentado que la procreación era el propósito del matrimonio, y la tradición judaica establecía el divorcio como prerrogativa masculina —y a veces como una necesidad, en los casos de esterilidad de la esposa—. Cuando sus propios seguidores pusieron objeciones («Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse»), Jesús debió alarmarlos todavía más que a los fariseos al sugerirles que el celibato «por el Reino de los Cielos» sería en verdad preferible al matrimonio (Mateo 19:10-12). Desde entonces y durante generaciones —incluso durante milenios—, los cristianos han intentado extraer las conclusiones prácticas de estas palabras y también de las de san Pablo, el ferviente discípulo de Jesús.
Unos veinte años después de la muerte de Jesús, san Pablo recomendó a sus seguidores una disciplina aun más austera que la que Jesús había predicado. Aunque san Pablo sabía que el matrimonio no era pecado (1 Corintios 7:3), alentó a los que fueran capaces de renunciar a él. San Pablo invocó el relato de la creación para exhortar a los cristianos a que evitaran la prostitución (1 Corintios 6:15-20) y, más tarde, para afirmar que en la iglesia las mujeres debían cubrir sus cabezas con un velo, mostrando así su subordinación a los hombres, como una especie de orden divino implantado en la naturaleza («no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre», 1 Corintios 11:3-16). En las generaciones posteriores a san Pablo, los cristianos debatieron furiosamente el significado de las palabras del apóstol. Algunos insistieron en que sólo quienes «rediman el pecado de Adán y Eva» a través del celibato —incluso dentro del matrimonio— pueden en verdad poner en práctica el evangelio. En cambio, otros, que habrían de predominar en la mayoría de iglesias, rechazaron tal austeridad y, en nombre de san Pablo, elaboraron otras epístolas incorporadas más tarde al Nuevo Testamento, como si el propio san Pablo las hubiera escrito, que utilizaban la historia de Adán y Eva para demostrar que las mujeres, crédulas por naturaleza, no sirven para ninguna otra cosa que no sea criar niños y cuidar la casa (véase, por ejemplo, 1 Timoteo 2:11-15). Así, la historia del Edén fue hecha para reforzar la estructura patriarcal de la vida social.
Pero como también mostraré en el capítulo 1, la mayoría de cristianos rechazaron las pretensiones de los cristianos radicales de que el pecado de Adán y Eva era sexual: de que el fruto prohibido «del árbol de la ciencia» transmitía, sobre todo, el conocimiento carnal. Por el contrario, Clemente de Alejandría (c. 180 d. C.) dijo que la participación consciente en la procreación es «cooperar con Dios en la obra de la creación». El pecado de Adán no fue satisfacción sexual sino desobediencia; de este modo, Clemente de Alejandría estaba de acuerdo con la mayoría de sus coetáneos judíos y cristianos en que el verdadero tema de la historia de Adán y Eva es la libertad y la responsabilidad morales. El asunto radica en demostrar que, como Adán, somos responsables de las elecciones que libremente hacemos —el bien o el mal.
En el capítulo 2 planteo cómo los cristianos también aplicaron el relato de la creación a su precaria situación política, constantemente sometidos a persecuciones por parte de las autoridades romanas. Unos cien años después de la muerte de Jesucristo, cuando muchos cristianos temían un destino similar —arresto, tortura y ejecución— por negar la habitual fidelidad al emperador y a los dioses, el filósofo cristiano Justino invocó el Génesis para argumentar que el ser humano sólo debe fidelidad al Dios que ha creado toda la humanidad —el Dios de Israel, ahora el Dios de los cristianos— y no a los dioses de Roma, a quienes Justino denunció como demonios. Justino acude a Génesis 6, que narra la caída de los ángeles, para recusar a los emperadores romanos y a sus dioses, pues según Justino estos dignatarios no eran sino el demonio fruto de los ángeles caídos.
Unos veinte años después de que Justino fuera decapitado por negarse a adorar a los dioses romanos, Clemente de Alejandría afirmó que Dios había creado la humanidad a su imagen como prueba de la igualdad humana y como recusación del culto imperial. Desde tales inicios, en franco desafío al totalitario Estado romano y a menudo topando con una brutal violencia, los cristianos forjaron la base de lo que habrían de ser, siglos más tarde, las ideas occidentales de libertad y del infinito valor de cada vida humana.
Clemente de Alejandría también se percató de que ciertos cristianos curiosos e inquietos extrajeron de la historia del Génesis no sólo implicaciones políticas, sino también preocupantes conclusiones filosóficas y religiosas. ¿Cómo un Dios todopoderoso pudo crear «bien» el mundo cuando en él se encuentra tanto sufrimiento? ¿De dónde surgió la serpiente? ¿Por qué Dios prohibió a Adán y a Eva el conocimiento que, según é] mismo admitió, los haría «como uno de nosotros» (Génesis 3:22)? Tales preguntas y la subyacente, unde malum («¿De dónde procede el mal?»), eran, como dijo el escritor cristiano Tertuliano, «las preguntas que convierten a la gente en herejes».
En el capítulo 3 examino cómo algunos de estos seguidores de Jesús, llamados con frecuencia gnósticos, entendieron la historia de Adán y Eva de maneras sorprendentes e indignantes para los cristianos ortodoxos. Los cristianos gnósticos manifestaron que la historia, tomada literalmente, carecía de sentido, por lo que ellos la interpretaron simbólica y, en ocasiones, alegóricamente. Los gnósticos más radicales dieron la vuelta a la historia y la relataron desde el punto de vista de la serpiente: algunos dijeron que era «más sabia» que el resto de los animales y por eso trató desesperadamente de persuadir a Adán y Eva de participar del árbol del conocimiento, desafiando a su celoso y hostil creador; esta sabia serpiente, se atrevieron a decir algunos, ¡era una manifestación del propio Cristo! Otros gnósticos entendieron la historia de Adán y Eva como una alegoría de la experiencia religiosa, relacionada con el descubrimiento del auténtico ser espiritual (Eva) oculto en el interior del alma (Adán). El autor gnóstico de Interpretación del alma veía a Eva como la representación del alma alienada en busca de la unión espiritual; el autor de Truena, mente perfecta la vio como la energía divina subyacente a toda existencia, humana y divina. Los cristianos gnósticos, que discrepaban entre ellos en casi todo, coincidían en que esta ingenua historia ocultaba profundas verdades sobre la naturaleza humana y rivalizaban entre sí con ingeniosas e imaginativas interpretaciones acerca de sus más hondos significados.
Los dirigentes de la Iglesia que se llamaban a sí mismos cristianos ortodoxos (literalmente, ‘recto-pensantes’) denunciaron estas interpretaciones y acusaron a los gnósticos de proyectar sobre el texto sus extravagantes fantasías. Fundamentalmente sostuvieron que los cristianos gnósticos negaban la realidad primordial del relato del Génesis, es decir, la que describe la humanidad creada moralmente libre y dotada de libre albedrío. En efecto, los cristianos gnósticos que no aceptaban que la voluntad humana tuviera el poder de prevenir el error y el sufrimiento, también negaban que el bautismo nos librara por completo del pecado y del sufrimiento, y nos devolviera la libertad moral; y por esta razón, entre otras, los gnósticos fueron expulsados por los dirigentes de la Iglesia y relegados al olvido.
Mientras el movimiento cristiano ganaba cada vez más adeptos entre la sociedad romana, en los siglos III y IV, algunos de los más fervientes cristianos insistieron en que para alcanzar la mayor libertad se debe «renunciar al mundo» y elegir la pobreza y el celibato. Para ciertos cristianos el celibato era una manera de rechazar la vida social romana. En Génesis 1-3, donde los judíos —y también muchos cristianos— veían tradicionalmente el respaldo de Dios al matrimonio y a la procreación, los cristianos ascéticos entendían lo contrario: Adán y Eva eran vírgenes en el paraíso y así debieron haber permanecido. Como Gregorio de Nisa explicó, Dios pudo haber dispuesto que la raza humana se «multiplicase» de modos no sexuales como hacen los ángeles. Pero cuando un monje romano, Joviniano, a pesar de ser célibe, trató de demostrar a partir de las Escrituras que los cristianos célibes no eran más santos que sus hermanos y hermanas casados, Jerónimo, Ambrosio y Agustín, tres futuros santos de la Iglesia, lo atacaron, mientras el papa Cirilo de Roma lo censuraba y excomulgaba por su «herejía». En el capítulo 4 explico lo que impulsaba a los hombres —y en particular a las mujeres— a abrazar la vida ascética, y qué clase de libertad encontraban sus defensores en la elección del celibato.
A partir de estas investigaciones llegamos a la conclusión de que durante los primeros cuatrocientos años de nuestra era, los cristianos consideraban que la libertad era el mensaje primordial de Génesis 1-3: libertad en sus muchas formas, incluyendo el libre albedrío, la libertad de las obligaciones sociales y sexuales, la libertad con respecto al gobierno tiránico y al destino, y el dominio de uno mismo como fuente de tal libertad. Como demuestro en el capítulo 5, este mensaje cambió con san Agustín. A finales del siglo IV, san Agustín vivía en un mundo cristiano completamente distinto —tanto, que Justino y sus coetáneos no lo hubieran ni imaginado—, pues el cristianismo ya no era una secta disidente. El movimiento cristiano, tras haber sido oprimido y perseguido por Roma durante unos trescientos años, consiguió el favor imperial con la conversión de Constantino en el año 313 y, a finales del siglo IV, se consolidó en su nueva situación como religión oficial del imperio. Los obispos cristianos, antaño blanco de arrestos, torturas y ejecuciones, recibían ahora exenciones fiscales, donaciones del tesoro imperial, prestigio e incluso influencia en la corte; sus iglesias obtuvieron nuevas riquezas, poder y preeminencia. Algunos cristianos, que en otro tiempo habían proclamado con insolencia la libertad frente a sus perseguidores, se encontraban ahora con que su vieja retórica —e incluso su concepción tradicional de la naturaleza humana y su relación con el orden social y político— ya no correspondía a sus nuevas circunstancias, que los habían convertido en aliados del emperador. En un mundo en el que los cristianos no sólo eran libres para profesar su fe, sino que estaban oficialmente alentados a hacerlo, san Agustín entendió la historia de Adán y Eva de modo muy distinto al de la mayoría de sus predecesores judíos y cristianos. Lo que durante siglos se había considerado una historia de la libertad humana, en sus manos se convirtió en una historia de la esclavitud humana. La mayoría de los judíos y cristianos coincidían en que en la creación Dios otorgó a la humanidad el don de la libertad moral, y el mal uso que Adán y Eva hicieron de ella acarreó la muerte para su descendencia. Pero san Agustín fue todavía más lejos: el pecado de Adán no sólo fue la causa de nuestra mortalidad sino que nos costó la libertad moral, corrompida irreversiblemente nuestra experiencia de sexualidad (que san Agustín tiende a identificar con el pecado original), y nos hizo incapaces de la verdadera libertad política. Además, san Agustín remontó a las epístolas de san Pablo sus propias enseñanzas de la impotencia moral de la voluntad humana,[5] junto con su interpretación sexualizada del pecado.
La teoría agustiniana del pecado original no sólo resultaba políticamente ventajosa, pues persuadió a muchos de sus coetáneos de que los seres humanos necesitan universalmente un gobierno externo —lo que significa en su caso, tanto un Estado cristiano como una Iglesia mantenida por el imperio—, sino que también ofreció un análisis de la naturaleza humana que se convirtió, para mal o para bien, en la herencia de las posteriores generaciones de cristianos occidentales y en la principal autoridad del pensamiento psicológico y político. Incluso hoy, mucha gente, católicos y protestantes, contemplan la historia de Adán y Eva como casi un sinónimo del pecado original. Como veremos, algunos cristianos se opusieron en vida de san Agustín a esta teoría radical y otros la combatieron agriamente; pero, en las generaciones inmediatamente posteriores, los cristianos que sostuvieron puntos de vista más tradicionales sobre la libertad humana fueron condenados por herejes.
San Agustín se pasó los últimos doce años de su vida defendiendo su interpretación del Génesis frente a un joven obispo cristiano, Juliano de Eclano, que atacó y criticó su teoría del pecado original no sólo como una brusca desviación del pensamiento cristiano ortodoxo, sino como una herejía maniquea, la misma herejía que san Agustín había admirado en otro tiempo y atacado más tarde. Cuando Juliano desafió a san Agustín a definir el significado de «naturaleza» —naturaleza humana y naturaleza en general— san Agustín respondió que la mortalidad y el deseo sexual no son «naturales»; ambos, insistió, forman parte de la experiencia humana sólo como castigo del pecado de Adán. El capítulo 6 examina este debate sobre la naturaleza de la naturaleza y sugiere de qué modo las ideas agustinianas —por antinaturales y descabelladas que parezcan a muchos lectores— arraigaron profundamente en nuestras actitudes culturales hacia el sufrimiento y la muerte.
Uno de mis colegas, malinterpretando el punto de vista de éste y de mi anterior libro, Los evangelios gnósticos, ha objetado que las ideas religiosas no pueden ser reducidas a programas prácticos (o, en sus palabras, políticos). Sobre esta cuestión estoy cordialmente de acuerdo con él. No estoy diciendo que las ideas religiosas sean simplemente una cobertura de los móviles políticos, como si los cristianos del siglo IV primero hubieran optado por unir sus fuerzas al Estado romano y luego adoptaran la doctrina del pecado original para justificar su nueva orientación política. Por el contrario, intento demostrar cómo, en la experiencia actual, las opciones religiosas y las elecciones morales coinciden con las prácticas. Los eruditos y los teólogos podrían separarlas teóricamente, pero a costa de distorsionar nuestras concepciones: en nuestra experiencia actual —como en la de los cristianos de los cuatro primeros siglos— las opciones morales suelen ser opciones políticas. Un acto de afirmación religiosa es siempre, en cierto sentido, un acto práctico y consecuente.
Algunos lectores se preguntarán: «¿Está usted diciendo, entonces, que la interpretación bíblica no es sino una proyección? ¿Es la exegesis (lo que uno extrae del texto) meramente una eisegesis (interpretar el texto)?». Ciertamente no, pero cualquiera que sienta interés por la historia de la hermenéutica convendrá en comparar la cuestión de la interpretación, una cuestión que los intérpretes de temas bíblicos comparten con los legisladores que debaten el significado de la Constitución, con los psiquiatras que en sus interpretaciones reflexionan sobre sus casos y con los antropólogos e historiadores que ponderan sus datos. Estoy pensando en lo que el antropólogo Foucault llama «las políticas de la verdad»: esto es, lo que cada uno de nosotros percibe actuando como si la verdad se correspondiera con nuestra situación social, política, cultural, religiosa o filosófica.
Los que no están familiarizados con la interpretación bíblica o cínica acerca de ésta, podrían suponer que las controversias y las interpretaciones divergentes aquí descritas sólo confirman lo que sospechaban desde un principio: que la interpretación bíblica no es más que ideología bajo un nombre diferente. Sin embargo, aquéllos que cotejen la Biblia con seriedad comprenderán que la verdadera interpretación siempre ha requerido que el lector se comprometa activa e imaginativamente con los textos. A través del proceso de interpretación, la experiencia de vida del lector llega a entrelazarse con los textos antiguos, de modo que lo que era «letra muerta» vuelve otra vez a la vida.
En este libro intento demostrar cómo ciertas ideas —en particular ideas referentes a la sexualidad, a la libertad moral y a la dignidad humana— adoptaron su forma definitiva durante los primeros cuatro siglos como interpretaciones de los relatos de la creación del Génesis, y cómo desde entonces continuaron afectando a nuestra cultura y a todo el mundo, cristiano o no.