EPÍLOGO

«¿Qué estás diciendo entonces? —me preguntó un amigo mío, él mismo distinguido estudioso del primer cristianismo—. ¿De qué lado estás? ¿Estás diciendo que el verdadero cristianismo se parece más al de san Juan Crisóstomo y los pelagianos (¡Dios no lo quiera!) que al de san Agustín? ¿O estás diciendo precisamente que todos ellos dieron interesantes y diferentes respuestas, que mezclaban política, móviles y un poco de locura, a lo que ellos estimaban que era el evangelio?»

Me sorprendió esta pregunta, sobre todo viniendo de él, pues sabe por experiencia propia que la investigación histórica difiere de la búsqueda religiosa. Sin embargo, su pregunta me recordó que, cuando era una estudiante graduada en Harvard y me sentía insatisfecha de los representantes del cristianismo que veía a mi alrededor, deseaba encontrar el «verdadero cristianismo» y suponía que lo encontraría retrocediendo hasta los primeros cristianos. Más tarde comprendí que mi investigación era poco original: sin duda, mucha gente que ha investigado los orígenes del cristianismo buscaba en realidad el «verdadero cristianismo», suponiendo que cuando el movimiento cristiano era nuevo, también era más simple y puro.

Hallé lo contrario de lo que esperaba, pues mis profesores estaban explorando la compleja historia de la construcción del Nuevo Testamento e investigando los evangelios gnósticos y otros escritos atribuidos a los discípulos de Jesús, textos de papiros antiguos descubiertos en 1945, cerca de Naj ’Hammadi, en el Alto Egipto. Fascinada por estos escritos, me di cuenta de que, en lugar de simplificar la búsqueda del «verdadero cristianismo», estos textos la hacían más complicada. Sugerían que durante los dos primeros siglos el movimiento cristiano pudo haber estado más diversificado que en la actualidad. Hoy prácticamente todos los cristianos veneran el mismo canon de escritos cristianos: el conjunto de veintiséis libros que llamamos Nuevo Testamento; muchos de ellos comparten un mismo credo, y muchos celebran, de varias maneras, los mismos ritos (bautismo y eucaristía). Pero durante los siglos I y II, los cristianos se diseminaron por el mundo, desde Roma hasta Asia, África, Egipto y la Galia, interpretando y venerando tradiciones muy distintas, y varios grupos de cristianos entendieron a Jesús y a su mensaje de formas muy diferentes.

En el presente libro he tratado de exponer cómo han interpretado los cristianos los relatos de la creación del Génesis. Pero lo que más me intriga es lo siguiente: dado que los representantes de la ortodoxia cristiana desde Justino, Ireneo, Tertuliano, Clemente y Orígenes habían denunciado las interpretaciones gnósticas del Génesis en nombre de la libertad moral, ¿cómo pudo ser persuadida la mayoría de los cristianos del siglo V para que olvidara este tema primordial de la doctrina cristiana —o al menos la modificara de modo radical— para seguir la reinterpretación de san Agustín del pecado de Adán? Este libro muestra a dónde me ha llevado la pregunta.

En el proceso de investigación no he hallado lo que en un principio buscaba, una «edad dorada» del más puro y simple cristianismo primitivo. En cambio, he descubierto que el «verdadero cristianismo» —en la medida que lo revela la investigación histórica— no era monolítico o propiedad de uno u otro bando, sino que incluía una gran variedad de voces, un extraordinario abanico de puntos de vista, tanto entre los santos (de lo que dan testimonio san Agustín y san Juan Crisóstomo), como entre los que fueron denunciados por herejes, desde Valentín a Juliano, e incluso, como hemos visto, dentro de los escritos del Nuevo Testamento. Desde un punto de vista estrictamente histórico, no hay un solo «cristianismo verdadero».

Sin embargo, al decir esto recuerdo cómo William James distingue en Varieties of Religious Experience el análisis psicológico de su experiencia religiosa y de los juicios de valor —positivos o negativos— que pueden hacerse sobre tal experiencia; la misma distinción se aplica al análisis histórico. James distingue dos modos de investigar cualquier cosa:

Primero, ¿de qué naturaleza es?… ¿cuál es su constitución, su origen y su historia? Y segundo, ¿cuál es su importancia, su sentido o su significado ahora que está aquí? La respuesta a la primera pregunta se ofrece en un juicio existencial o proposición. La respuesta a la otra, en una proposición de valor… en lo que podríamos denominar un juicio espiritual. Ningún juicio puede deducirse directamente del otro.

Como James señala:

Si nuestra teoría de la revelación-valor confirmaría que ningún libro que la posea puede haber sido escrito de modo automático… o que no debe mostrar errores científicos e históricos ni expresar pasiones limitadas o personales, entonces la Biblia lo pasará mal en nuestras manos. Pero si, por otro lado, nuestra teoría permite que este libro sea una revelación en vez de una redacción intencionada de errores y pasiones humanos, si sólo fuera un registro verdadero de la experiencia interior de personas muy espirituales en su pugna con las crisis de su destino, entonces el veredicto sería mucho más favorable. Podéis comprobar que los hechos existenciales por sí mismos son insuficientes para determinar el valor… Con las mismas conclusiones de los actos que los preceden, algunos extraen unas ideas y otros otras del valor de la Biblia como revelación, según su juicio espiritual tal como difiere el fundamento del valor.

Esto demuestra la autenticidad de la historia del cristianismo. Algunos lectores de este libro, al reflexionar sobre las diferentes maneras en que los cristianos han interpretado el Génesis en los cuatro primeros siglos de historia cristiana, llegarán a la conclusión de que ciertos teólogos —san Agustín o los pelagianos, por ejemplo— eran oportunistas o estaban equivocados; otros llegarán a la conclusión contraria.

Por mi parte, me he dado cuenta de que el empleo de medios históricos para explorar los orígenes del cristianismo muchas veces no resuelve cuestiones religiosas, pero puede ofrecemos nuevas perspectivas sobre estas cuestiones. Por ejemplo, hace tiempo que me impresionan las perspicaces y cándidas observaciones de san Agustín sobre su propia experiencia en las Confesiones y muchas de las intuiciones psicológicas y teológicas que expresa en obras como la Ciudad de Dios y Sobre la trinidad. Desde la escuela universitaria también he considerado las ideas convencionales y ortodoxas de Pelagio y sus seguidores como racionalistas superficiales que obstinadamente se resistían a las verdades más profundas de la teología de san Agustín. Pero después de investigar las ideas de san Agustín y las de sus oponentes en la controversia pelagiana, he llegado a la conclusión, como muestra este libro, de que sus admiradores habrían hecho mejor en revisar y moderar la singular predominancia de san Agustín en mucha de la historia del cristianismo occidental.

Por último, he llegado a comprobar que para mí es más importante el reconocimiento de una dimensión espiritual de la experiencia humana que tomar partido sobre ciertas cuestiones —sobre todo desde que mi propia postura ha cambiado al mismo tiempo que mi perspectiva y mi situación—. Después de todo, este reconocimiento es lo que comparten todos los que participan de la tradición cristiana, aunque no estén de acuerdo, y, en ese aspecto, lo comparten con mucha otra gente que está implicada en la tradición cristiana sólo de modo indirecto o nada en absoluto.