Hemos visto cómo las perspectivas cristianas sobre la libertad y el poder de la voluntad cambiaron, al mismo tiempo que la situación de los cristianos pasó de ser la de unos sectarios perseguidos a la de unos correligionarios del emperador. En este capítulo deseo señalar otro elemento de la teología de san Agustín que acompañó a esta enorme transformación: la visión santificante de la naturaleza que llegó a dominar el pensamiento cristiano y cuyo primer principio consiste en que los seres humanos ejercen —o lo hicieron en su día a través de Adán— gran poder sobre la naturaleza (una paradoja aparente, dada la convicción de san Agustín de que los seres humanos, cuyo antepasado común tenía el poder de transformar la naturaleza, carecían ahora de poder para evitar las consecuencias de esa transformación).
Durante milenios, judíos y cristianos habían tratado de explicar el misterio del sufrimiento humano como un juicio moral: el precio del pecado de Adán y Eva. Al suscitar el relato de la creación del Génesis la pregunta de ¿por qué sufrimos y por qué morimos? pretende el absurdo, desde un punto de vista empírico, de que la muerte no constituye el fin natural de todas las vidas, sino que fue introducida en las especies simplemente porque Adán y Eva hicieron la elección equivocada. Según el Génesis, Dios dijo a la mujer
«Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos:
con dolor parirás los hijos.
Hacia tu marido irá tu apetencia,
y él te dominará».
Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer
y comido del árbol del que yo te había prohibido comer,
maldito sea el suelo por tu causa:
con fatiga sacarás de él el alimento
todos los días de tu vida.
Espinas y abrojos te producirá,
Con el sudor de tu rostro comerás el pan,
hasta que vuelvas al suelo,
pues de él fuiste tomado.
Porque eres polvo y al polvo tomarás». (Génesis 3:16-19).
Por eso, el dolor, la opresión, el parto y la muerte son castigos que nosotros (o nuestros primeros padres) nos hemos infligido. «En el principio» la elección voluntaria del primer hombre y la primera mujer cambió la naturaleza de la propia naturaleza y, desde entonces, toda la humanidad sufrió y murió.
Quizás, parte del poder de esta arcaica historia, de la que los cristianos han deducido un sistema moral, resida en su flagrante contradicción con la experiencia cotidiana, su atribución de poderes sobrenaturales a ciertos seres humanos. Lo que una vez hizo el poder sobrenatural de Adán, sólo el poder sobrenatural de Cristo lo puede deshacer: «Porque habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Corintios 15:21-22). Los evangelios declaran que la más mínima palabra de Jesús no sólo podía provocar una tormenta o sanar las enfermedades, sino devolver la vida a la muerte. En el Sermón de la Montaña Jesús pide a sus seguidores que controlen sus naturalezas, adquiriendo responsabilidad moral de sus actos y dominando reacciones instintivas tales como la ira y el deseo sexual (Mateo 5:21-22, 27-28).
Como hemos visto, los cristianos fervientes de los primeros siglos pusieron a prueba los límites extremos de la virtud humana (virtus en latín, literalmente ‘fuerza’) al demostrar el dominio sobre su propia sexualidad. Algunos de los primeros cristianos también creyeron que podrían triunfar sobre la muerte, no sólo en la resurrección futura, sino aquí y ahora si lograban romper el poder de los impulsos naturales, sobre todo el deseo sexual.[428] Según el evangelio de Lucas, Jesús había dicho:
Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellos marido, ni pueden ya morir, porque son como los ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. (Lucas 20:34-36).
Inspirados por tales palabras, muchos cristianos siguieron esa vida no natural —o, como ellos dirían, sobrenatural.
No obstante, las historias de estos ascetas heroicos, entre las que se encuentra la historia de la protegida de san Jerónimo, la joven viuda Blasilla, que murió en su intento de ascetismo, despertaron preguntas obvias entre los cristianos y entre sus críticos. ¿Cuál es la capacidad —y los límites— de la elección humana? ¿Qué podemos controlar y qué escapa a nuestro control? ¿Podemos realmente dominar el deseo sexual, el sufrimiento y la muerte, o pertenecen estas categorías a la estructura de la naturaleza? ¿Son «actos de Dios» y por tanto están más allá de nuestro poder, o este poder es un problema de gradación? ¿Es la muerte, en concreto, naturali? ¿O es no natural, una enemiga, como dice san Pablo (1 Corintios 15:26), introducida en la vida humana por el pecado de Adán?
Hemos visto que durante el período formativo de la tradición cristiana muchos cristianos reflexivos se esforzaron en comprender no sólo la naturaleza del universo, sino también la naturaleza humana en particular. En los siglos IV y V, ciertos cristianos —entre ellos Pelagio, un devoto asceta católico de Bretaña— influidos por la ciencia y la filosofía griegas, argumentaron en sus últimas enseñanzas que los deseos y la voluntad humanos no tienen, en sí mismos, ninguna consecuencia en los acontecimientos naturales y que la humanidad no atrajo sobre sí la muerte, ni podría, por un acto de voluntad, superarla: la muerte estaba en la naturaleza de las cosas, a pesar de que en el Génesis se afirme claramente lo contrario. Pero san Agustín, coetáneo de Pelagio, rechazó con vehemencia esta idea de la naturaleza y, durante más de doscientos años, la mayoría de cristianos siguieron su ejemplo.
Como hemos visto, san Agustín debatió en sus últimos años contra los que estaban de acuerdo con san Juan Crisóstomo,[429] y después contra los seguidores de Pelagio. Ambos insistían en que por medio del bautismo los cristianos son libres para hacer elecciones morales y, aunque nuestra voluntad no puede cambiar el curso de la naturaleza, puede —y debe— tomar decisiones morales. En el año 417, la ciudad de Roma estaba tan dividida entre los defensores y los adversarios de Pelagio, que los partidarios de los dos bandos habían organizado verdaderas algaradas en las calles. Dos años antes, dos concilios de obispos en Palestina habían declarado ortodoxo a Pelagio, pero dos concilios opuestos de obispos africanos, encabezados por san Agustín y sus compañeros, lo condenaron y persuadieron al papa Inocencio, obispo de Roma, a ponerse de su parte. Cuando Inocencio murió, su sucesor, el papa Zósimo, al principio declaró ortodoxas las enseñanzas de Pelagio, pero después de recibir las vehementes protestas de san Agustín y otros obispos africanos, rectificó y excomulgó a Pelagio.[430]
En esa época los obispos cristianos aprendieron a emplear para sus propios fines no sólo la censura eclesiástica, sino también el poder imperial.[431] Durante la batalla contra Pelagio y sus defensores, muchos de ellos romanos influyentes,[432] san Agustín y sus amigos solicitaron abiertamente el apoyo del emperador. Alipio, amigo de san Agustín y obispo africano, entregó ochenta corceles numidios para sobornar a la corte imperial y ejercieron con éxito su influencia contra Pelagio. El resultado favoreció a san Agustín: en abril del año 418, no sólo el papa excomulgó a Pelagio, sino que el emperador Honorio condenó a los recientemente declarados herejes y ordenó multarles, cesarles de sus cargos y exilarles junto con sus irreconciliables partidarios.
Pelagio murió en el destierro poco después, pero sus seguidores más enérgicos se negaron a ceder. Juliano de Eclano, un inteligente, intelectual y joven obispo italiano, esgrimió y propagó las ideas de Pelagio. Juliano se atrevió incluso a desafiar al poderoso san Agustín, el filósofo más famoso de su tiempo, y sometió al anciano obispo a una batalla que obsesionaría a san Agustín en los últimos doce años de su vida.
San Agustín, concentrando toda su elocuencia y su ira, sostuvo unas ideas de la naturaleza completamente antitéticas al naturalismo científico. Fue la elección humana —el pecado de Adán— lo que introdujo la mortalidad y el deseo sexual en la raza humana, privando a la descendencia de Adán de la libertad para elegir no pecar. San Agustín amplió su argumento en los seis volúmenes de su Opus imperfectum contra Julianum (Obra inacabada contra Juliano). Aunque san Agustín sea quizás el mayor maestro de la Iglesia, su última obra ha permanecido muchos años sin ser traducida al inglés.
Las ideas de san Agustín prevalecieron, pero la cuestión es ¿por qué? ¿Por qué el elocuente, apasionado y políticamente hábil Agustín triunfó al fin, después de más de una década de lucha, y los poderosos partidarios y amigos de Pelagio, muchos de los cuales eran monjes, sacerdotes, obispos y cristianos seglares, fueron condenados por herejes, depuestos y desterrados? ¿Cómo persuadió san Agustín a la mayoría de los cristianos de que el deseo sexual y la muerte son esencialmente experiencias «no naturales», resultantes del pecado humano?[433]
Ciertamente ni Pelagio ni san Agustín pretendían ser «científicos» en el sentido actual de la palabra, y sospecho que tampoco habrían considerado el término como un cumplido. En cambio, ambos iniciaron sus reflexiones sobre el universo natural desde una perspectiva religiosa común, comenzando por Génesis 1-4, del que cada uno extrae muy diferentes conclusiones.
Pelagio, que compartía la habitual convicción cristiana de que la naturaleza era buena como Dios la creó y que la humanidad era moralmente libre, hecha a imagen de Dios, se lamentó cuando leyó por primera vez las Confesiones de san Agustín. Durante años Pelagio había respetado la obra de san Agustín, en especial Sobre el libre albedrío, tratado que elogia la libertad humana, escrito en su juventud. Pero cuando san Agustín escribió sus Confesiones ya maduro, declaró que había sobreestimado el poder de la libertad humana. Entonces se dio cuenta de que los seres humanos no son libres, como lo era Adán, para resistirse al pecado. No podemos elegir no pecar y ni siquiera podemos controlar nuestros impulsos sexuales. Lo peor reside en que «el deseo carnal» —concupiscentia carnis— tiene consecuencias mucho mayores que sus manifestaciones superficiales, que sólo son síntomas de los impulsos más profundos que frustran, confunden y traicionan nuestros mejores deseos de controlarlos.[434] Sin embargo, puesto que todos son concebidos por medio del deseo sexual y ya que el deseo sexual se transmite a todos a través del semen que actúa en la concepción, san Agustín llega a la conclusión, como hemos visto, de que toda la humanidad está corrompida por el pecado «desde el vientre materno».
También hemos visto que la teoría de san Agustín era una desviación radical de la anterior doctrina cristiana y muchos cristianos la consideraron perniciosa. Muchos cristianos tradicionalistas creían que esta teoría del «pecado original» —la idea de que el pecado de Adán se transmitió directamente a su descendencia— negaba el doble cimiento de la fe cristiana: la bondad de la creación de Dios y la libertad de la voluntad humana. En cualquier caso, muchos cristianos coincidieron en que, a pesar de estar manchados por el pecado antes del bautismo —el pecado de Adán, no el nuestro—, el bautismo limpia al creyente de todo pecado, por lo tanto, en palabras del maestro egipcio Dídimo el Ciego, «ahora nos encontramos de nuevo tal y como éramos cuando fuimos creados por primera vez: sin pecado y dueños de nosotros mismos».[435] En su argumento contra san Agustín, Pelagio y sus seguidores pudieron reclamar el respaldo de los venerados padres de la Iglesia, desde San Justino, Ireneo, Tertuliano y Clemente de Alejandría en el siglo II, hasta san Juan Crisóstomo en el siglo IV.
Según su biógrafo Georges de Plinval, el propio Pelagio había estado de acuerdo con la mayoría de sus coetáneos judíos y cristianos —y con el propio san Agustín, a ese respecto— en que la muerte se cierne sobre la raza humana para castigar el pecado de Adán. No obstante, mientras san Agustín elaboraba sus ideas en una teoría de la depravación humana, los seguidores de Pelagio argumentaron lo contrario.[436] La mortalidad universal no puede ser el resultado del castigo, pues Dios, que es justo, no habría castigado a nadie más que a Adán por lo que sólo Adán había hecho y no condenaría a toda la raza humana por la transgresión de un solo hombre. Por tanto, la muerte debe pertenecer a la estructura de la naturaleza: la muerte, que los seres humanos comparten con el resto de las especies, no está, ni nunca lo estuvo, al alcance de que ningún ser humano pueda elegir o rechazar.
Juliano de Eclano, hijo de uno de los obispos compañeros de san Agustín y él mismo obispo de una ciudad provinciana del sur de Italia, comprendió que la controversia entre Pelagio y Agustín comprometía a los cristianos desde Roma hasta África.[437] Juliano, que una vez compartió la casi universal admiración por la erudición y las enseñanzas de san Agustín, se convenció de que en el tema de la naturaleza, el anciano obispo estaba simplemente equivocado. También acusó a los oponentes de Pelagio de habérselas arreglado para conseguir su condena por medio de la influencia en la corte, el soborno y las falsas acusaciones. Trató de defender las ideas de Pelagio por medio del serio debate teológico que, en su opinión, merecía. Así, Juliano defendió y propagó las ideas antes expresadas por san Juan Crisóstomo y otros maestros cristianos, para reducir al absurdo la idea del pecado original de san Agustín.
Juliano creía que el enorme error de san Agustín consistía en considerar el presente estado de la naturaleza como un castigo. San Agustín fue más lejos que los judíos y los cristianos que estaban de acuerdo en que el pecado de Adán introdujo la muerte en la raza humana: él subrayó que el pecado de Adán introdujo la corrupción moral universal. Juliano contestó que el «pecado natural no existe»:[438] ninguna condición hereditaria, transmitida físicamente, corrompe la naturaleza humana y mucho menos la naturaleza en general. Para comprender la condición humana, dice Juliano, debemos empezar por distinguir lo que es natural de lo que es voluntario.[439] ¿Qué categorías pertenecen a la estructura de la naturaleza y, por tanto, a los «actos de Dios» que escapan a nuestro poder? y ¿cuáles dependen de la elección humana? ¿Qué es lo natural y, por tanto, está más allá de nuestra voluntad, y qué es lo voluntario?
Semejantes preguntas condujeron a Juliano y a san Agustín a remontarse al Génesis y ambos lo utilizaron como autoridad. Juliano insistió en que ni la muerte ni el deseo sexual perturbaron a Adán y a Eva en el paraíso, pues ambos, la muerte y el deseo, eran «desde el principio» naturales:
Dios es el creador de los cuerpos, Dios el que distingue los sexos, Dios el que formó los órganos sexuales, Dios el que infundió en los cuerpos la fuerza que los arrastra a la unión, Dios el que otorga el poder al germen vital, Dios el que actúa en lo íntimo de la naturaleza. Nada malo, nada culpable hace Dios.[440]
¿Y sobre la muerte? ¿No enseña el Génesis que la muerte es el castigo por el pecado? Es cierto, responde Juliano, pero no la muerte física. Afirma que la muerte que sufrimos como castigo por el pecado de Adán es distinta de la mortalidad universal natural a todas las especies vivientes. Aunque el relato del Génesis dice que Dios advirtió a Adán que «el día» de su transgresión «moriréis», Adán no murió físicamente. En cambio, dice Juliano, Adán empezó a morir moral y espiritualmente el día en que optó por pecar. La descendencia de Adán se enfrenta a la misma opción que él. Pues Dios da a todo ser humano lo que dio a Adán: el poder para elegir el propio destino moral, el poder de elegir el camino espiritual de la vida o de la autodestrucción espiritual. En cuanto al pecado original, «el mérito de una sola [persona] no puede tener valor para perturbar todas las leyes de la naturaleza».[441]
Pero san Agustín insiste en que por medio de un acto de voluntad, Adán y Eva cambiaron la estructura del universo, que su simple acto voluntario corrompió para siempre la naturaleza humana y la naturaleza en general. La postura de san Agustín es paradójica, por cuanto atribuye virtualmente un poder ilimitado a la voluntad humana, pero confina ese poder a un pasado irrecuperable, a un paraíso perdido. Según san Agustín, sólo el poder humano nos redujo a nuestro presente estado, estado en el que hemos perdido por completo ese poder. En nuestro presente estado de corrupción moral, necesitamos espiritualmente la gracia divina y prácticamente la autoridad externa y la dirección de la Iglesia y el Estado.
En su debate con Juliano, san Agustín compara la actual experiencia humana con una reconstrucción, llena de fantasía, de nuestro paraíso perdido: la vida humana, según cree, «debió de ser» un estado en el que las mujeres no experimentaban dolor en el parto y disfrutaban del matrimonio sin opresión o coerción.[442] Pero ahora Eva sufre el castigo, porque Dios le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará» (Génesis 3:16). Como resultado, dice san Agustín, las mujeres sufren náuseas, enfermedades, dolores en el embarazo y las dolorosas contracciones de parto que acompañan al alumbramiento. Muchas mujeres sufren la mayor agonía del aborto, o «las torturas infligidas por los doctores, o la conmoción y el dolor de parir un niño muerto o moribundo».[443] Según san Agustín estos sufrimientos no son naturales, sino que demuestran que la propia naturaleza, tal y como ahora se experimenta, está enferma:
estas miserias son en nuestra naturaleza viciada… las mujeres no sentirían los dolores de parto si Eva no les hubiera transmitido, con el pecado, los dolores de la fecundidad; no es pena alguna la fecundidad, sino la pena del pecado es lo que les transmite; si el parto se hizo doloroso, es fruto del pecado, no de la fecundidad; el dolor de la maternidad viene del pecado; la fecundidad, de la bendición del Señor.[444]
Del mismo modo que la fertilidad produce a la mujer sufrimientos involuntarios, así también el deseo sexual: el infortunio de la dominación masculina se extiende a toda la estructura de las relaciones sexuales.[445] En sus tratos con los hombres, así como en los dolores que sufren con sus hijos, las mujeres experimentan las consecuencias de la caída. San Agustín describe estos sufrimientos como un hombre que los ha sentido y ha sido testigo de ellos: algunos niños nacen ciegos, sordos, deformados o sin el uso de sus miembros y otros nacen con otros tipos de sufrimiento humano como la locura demoníaca o una enfermedad crónica y fatal. Incluso los afortunados, los niños que nacen normales y sanos, dice san Agustín, revelan la terrible vulnerabilidad que impregna a la naturaleza: todo niño nace ignorante, sometido por completo a pasiones y sensaciones, privado de la razón y del lenguaje articulado, totalmente desvalido.[446]
Así como el pecado de Eva acarreó el sufrimiento a las mujeres, el pecado de Adán acarreó el sufrimiento a los hombres, según Génesis 3:17-19:
maldito sea el suelo por tu causa:
con fatiga sacarás de él el alimento
todos los días de tu vida.
Espinas y abrojos te producirá,
y comerás la hierba del campo.
Con el sudor de tu frente comerás el pan,
hasta que vuelvas al suelo,
pues de él fuiste tomado.
Porque polvo eres y al polvo tomarás.
Según san Agustín, Dios creó la tierra en un principio libre de espinas y abrojos y producía una maravillosa abundancia de alimentos.
Entonces Adán pecó y «toda la naturaleza cambió para peor»;[447] de repente espinas y abrojos brotaron de lo que una vez fue una tierra fértil. Dios había establecido al hombre en el Edén «para labrarlo y cultivarlo», y antes de pecar Adán trabajó «no sólo sin fatiga, sino con placer en el alma»[448] Pero ahora, dice san Agustín, todos los hombres experimentan dolor, frustración y fatiga en su trabajo, y todas las mujeres en el suyo: las miserias de la naturaleza humana acompañan ahora a ambos sexos «desde la primera infancia hasta la ancianidad».[449]
Lo peor de todo es lo que nos espera al final: «el último enemigo, la muerte». En el principio Dios concedió el poder «de vivir sin necesidad de morir».[450] La muerte no era en ningún sentido natural, sino que surgió sólo después de que Adán eligiera pecar, imponiendo sobre él y toda su progenie esta horrible agonía, junto con «todo un cortejo de enfermedades que conducen al hombre a la muerte».[451] El único hecho arbitrario de voluntad de Adán hizo que todos los posteriores actos de la voluntad humana fueran inútiles. La humanidad, antaño armoniosa, perfecta y libre, fue asolada a través de Adán por la mortalidad y el deseo, mientras que todo sufrimiento, desde las malas cosechas, el aborto, la fiebre y la locura hasta la parálisis y el cáncer, es la prueba del deterioro moral y espiritual introducido por Adán y Eva. Desde san Agustín, la transmisión hereditaria del pecado original ha sido la doctrina oficial de la Iglesia católica.
San Agustín niega la existencia de la naturaleza per se —de la naturaleza que los especialistas de las ciencias naturales nos han enseñado a percibir—, pues no puede imaginar el mundo natural sino como reflejo del deseo y la voluntad humanas. Allí donde hay sufrimiento debe haber maldad y culpa, pues, señala san Agustín, Dios no permitiría el sufrimiento allí donde no hubiera una falta anterior. Pero en su réplica a Juliano, san Agustín se pregunta cómo podría un Dios justo y poderoso permitir que los niños sufrieran
los males que casi todos los niños sufren en su transitoria vida, sin nada pide el castigo contraído por sus padres? De un vistazo repasarás estos males que… todos les vemos sufrir. Tú dices: «La naturaleza humana, al principio de la vida, está adornada con el don de la inocencia». Estoy de acuerdo en lo que respecta a los pecados personales, pero no en lo relativo al pecado original… Explica por qué tan gran inocencia algunas veces nace ciega o sorda. Si nada merece que el castigo pase de padres a hijos, ¿quién podría soportar que la imagen de Dios a veces naciese retrasada, pues esto sólo afecta al alma? Considera los hechos desnudos, considera por qué algunos niños sufren de endemoniamiento.[452]
Como respuesta, Juliano cita el evangelio de san Juan del Nuevo Testamento, en el que preguntan a Jesús si cierto hombre ha nacido ciego porque había pecado o porque sus padres habían pecado. Jesús responde: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Juan 9:3) y sana al hombre, devolviéndole la vista. Para san Agustín esta historia es irrelevante, lo que Jesús dice sobre el hombre a quien curó, no puede aplicarse a los hombres en general:
Estas palabras no pueden aplicarse a los innumerables niños que nacen con tan extensa variedad de taras físicas y mentales. Pues, en realidad, muchos nunca sanarán sino que morirán, lisiados por sus incapacidades… incluso de pequeños. Algunos niños conservarán con ellos su invalidez desde su nacimiento, mientras que otros sufrirán todavía más.[453]
El sufrimiento demuestra que el pecado se transmite de padres a hijos: «Si no hubiera pecado, entonces los niños no sufrirían males, ni sufrirían nada doloroso en el cuerpo o el alma por el gran poder del justo Dios»[454] Según san Agustín, la afirmación de que los niños son inocentes y a pesar de ello sufren supone perder la fe en la justicia divina. San Agustín se burla de Juliano: «veis naufragar vuestra herejía en las aguas de estos males infantiles».[455]
Para san Agustín los males naturales y morales se funden en uno. Pero Juliano objeta que «nada natural puede ser calificado de malo», a lo que san Agustín responde «sin hablar de los innumerables males físicos que atormentan los cuerpos, ¿no es un mal la sordera nativa?»[456] Esta percepción del mal implica necesariamente a todos, pues enfermedades tales como la sordera son parte de la experiencia de todos. Lo que ahora llamamos naturaleza sólo lo conocemos en un estado de enfermedad crónica.
Como era de esperar, Juliano se opone a esta idea y dice que san Agustín, y los maniqueos «defienden el mal natural… contra la verdad de la fe católica»[457] Según Juliano, la fe católica se funda en lo que él denomina las cinco bienaventuranzas: la bienaventuranza de la creación, la bienaventuranza del matrimonio, la bienaventuranza de la ley, la bienaventuranza de los santos y la bienaventuranza de la voluntad. Rechaza la ecuación de san Agustín del sufrimiento, el mal y la culpa, y afirma que la naturaleza es buena, aunque admite que su «bondad» incluye sufrimiento físico.
Juliano responde a la lectura de Génesis 3 de san Agustín punto por punto, pretendiendo haber expuesto
con mayor amplitud algunos textos de la Escritura; otros con más brevedad, pues prometí hacerlo en una obra posterior. Sin embargo, no dejé sin respuesta ninguno de los argumentos o proposiciones de Agustín… he probado la falsedad de sus muchas invenciones, de sus numerosas estupideces y sus muchos sacrilegios.[458]
En cuanto a la pretensión de san Agustín de que el castigo de Eva ha recaído sobre todas las mujeres, «¿no es una insensatez decir que los dolores de parto son compañeros del pecado…?».[459] Los dolores de parto, que forman parte de «la condición natural del sexo», no guardan relación con el pecado.[460] Los animales inocentes, las cabras, las ovejas y los gatos, experimentan las mismas contracciones para expulsar los fetos del vientre. Si los dolores de parto indicaran pecado, ¿por qué las mujeres bautizadas, limpias de pecado, los sienten igual que las otras mujeres? Es más, continúa Juliano, la severidad de los dolores de parto varía de forma considerable. Al sostener que el extremo dolor de parto no puede considerarse simplemente como un «hecho» universal, Juliano observa
que algunas mujeres bárbaras y nómadas, endurecidas por el esfuerzo físico, dan a luz durante sus viajes con tanta facilidad que, sin detenerse, van a procurar alimento para sus pequeños y continúan su camino, traspasando la carga de sus vientres a sus espaldas; y, en general, las mujeres del pueblo no usan los servicios de comadronas para dar a luz… de hecho, donde hay lujo y vida muelle más mujeres mueren en el parto. [461]
Pero ¿por qué dice Dios a Eva «tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará» (Génesis 3:16)? Juliano cree que el pasaje significa exactamente lo que dice. Las dolorosas contracciones que las mujeres sufren como los animales son una parte natural del proceso de nacimiento (naturaliter instituta).[462] Pero el sufrimiento que supone este proceso natural se incrementó y amplió en el caso de Eva para castigarla por su desobediencia. El dominio del hombre sobre la mujer, añade Juliano, forma parte del orden de la naturaleza, «una institución de la naturaleza, no un castigo por el pecado».[463] Sin embargo, Juliano y san Agustín admiten que la dominación masculina, así como los dolores de parto, aunque se originaron en la «buena» creación de Dios, pudieron hacerse dolorosos y abrumadores por el pecado.
Y ¿sobre el hombre? Juliano recuerda el lenguaje de Génesis 3:17-19, haciendo hincapié en las palabras que se refieren a la experiencia de la naturaleza de Adán:
Maldita será la tierra en tus trabajos; con tristeza comerás de ella todos los días de tu vida: espinas y abrojos te producirá y comerás hierba del campo; con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste tomado, porque eres tierra y en tierra te convertirás.
Aunque el pasaje no insinúa que las espinas, los abrojos y el sudor ya existieran en la tierra antes del pecado, Juliano pregunta: ¿brotaron éstos después de la transgresión de Adán, para castigarlo a él y a su descendencia, tal y como pretende san Agustín?
Juliano señala que incluso antes del pecado, la tarea de Adán era cultivar el jardín (Génesis 2:15), mientras que el trabajo de Eva era criar hijos (Génesis 1:28). Del mismo modo que las contracciones ya formaban parte natural del parto de la mujer, dice Juliano, también el sudor, la fatiga y el dolor físico formaban parte del trabajo del hombre. «En el esfuerzo físico, el sudor es un beneficio de la naturaleza»,[464] no una novedad introducida para castigar el pecado. Además, continúa Juliano, igual que en el caso de la mujer, la medida en que el hombre sufre en su trabajo varía según su condición física, su posición social y su situación cultural. No todos los hombres sudan en los campos, los ricos no trabajan y no todos los que trabajan sudan: «para algunos el trabajo es una labor dura, para otros, responsabilidades». Algunos realizan su trabajo pensando y escribiendo o participando en la filosofía y aprendiendo, otros eligen, como único «ejercicio» (askesis), una vocación ascética.
¿Qué cambió realmente después del pecado? Para Juliano el pasaje del Génesis no indica una transformación universal y permanente de la naturaleza, ni siquiera de la naturaleza humana, ni tampoco intenta explicar un hecho objetivo. ¿Maldeciría y condenaría Dios a la tierra inocente por culpa del pecado humano? ¿Creeremos a san Agustín cuando dice que las zarzas de espinas y los abrojos —especies que antes no existían— de repente brotaron de la tierra para atormentarnos? Juliano argumenta que, por el contrario, el pasaje expresa la experiencia subjetiva de alguien que peca. Al llamar maldita a la tierra «“maldita será la tierra en tus trabajos [de Adán]” manifiesta el punto de vista de una persona que está muriendo espiritualmente», la vacuidad de alguien que, al haber «fracasado en el cultivo de sus propias posibilidades», proyecta sobre el mundo su sentimiento de dolor. Esa persona considera con simpleza a la propia tierra —de hecho a toda la naturaleza— maldita y afligida. Sin embargo, añade Juliano —tal vez refiriéndose al pesimista san Agustín—, «esta mentira en esta maldición no puede injuriar a la naturaleza ni a la tierra, sino sólo a la propia persona y a su voluntad».
La persona que está muriendo espiritualmente siente la naturaleza como resistente, hostil, fuente de frustraciones y desastres casi insoportables. Así Caín y Abel, que compartían la misma naturaleza humana pero ejercitaban de modo distinto su voluntad, experimentaron la naturaleza de muy diferente manera. Abel cultivó los campos con fortuna y alabó al señor por su abundante cosecha. No sufrió el mal de manos de la naturaleza, sino de manos de su hermano: «Esa primera muerte nos demuestra claramente que morir no era algo malo, pues el que estaba en el buen camino fue el primero en morir». Pero cuando Caín, por el contrario, prefirió pecar, manchando el suelo con la sangre de su hermano, su acto le colocó en una relación antagónica con la tierra, «como si fuera una maldición de la tierra, y está escrito: “maldito seas, lejos de este suelo”» (Génesis 4:11).[465]
Para Juliano estos sufrimientos son más que una simple proyección sobre el mundo de la propia cólera, desgracia y terror. La historia de Caín sugiere a Juliano que el pecado tiene verdadero poder para transformar la experiencia del pecador. Quien elige pecar y se ve envuelto en el pecado experimenta en realidad la vida como miseria incesante. Según Juliano, san Agustín es precisamente una de estas personas, cuya idea de la «naturaleza viciada» le devuelve el reflejo de su obstinada maldad. Tal persona entendería la muerte corporal tal como san Agustín la define: el final de la peor de las aflicciones, una clase de castigo. A lo que san Agustín replica con enfado, ¿de qué otro modo puede nadie imaginar a nuestro «último enemigo»?
Juliano responde que la frase relativa a la muerte («hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque polvo eres y al polvo tomarás») demuestra la misericordia de Dios, no su ira: «A través de la promesa de un fin al sufrimiento, consuela a la humanidad». Todos, «a través de los sentidos naturales», somos vulnerables al dolor, pero Dios promete que todo sufrimiento conocido por la humanidad «está moderado por el específico lapso de tiempo, como si Dios hubiera dicho: “En verdad, no lo sufrirás para siempre”, sino sólo “hasta que regreses a la tierra”»:
¿… no añadió [el Génesis]: «porque pecaste y has quebrantado mi precepto»? Creo que era necesario decir esto si la corrupción de los cuerpos es consecuencia de un crimen. Pero ¿qué dijo? Porque eres tierra, e irás a la tierra. Indica, pues, la causa de su retomo a la tierra: Porque fuiste de la tierra tomado. Da Dios la razón por la que el hombre debe retornar a la tierra, y es porque de ella había sido tomado; esta formación del hombre nada tiene que ver con el pecado. Es evidente que si por naturaleza es mortal, no es la muerte castigo de un pecado, sino efecto de su condición. Su cuerpo no es eterno, y debe retomar a la tierra.[466]
Cristo confirma que la muerte constituye una condición natural y necesaria de la existencia humana, pues, dice Juliano, nos enseña que Dios creó y bendijo la fertilidad humana, incluso antes del pecado, para «henchir la tierra» que iba a ser vaciada por la mortalidad.
La muerte física simplemente nos ofrece la transición necesaria a la vida eterna, «en efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de mortalidad» (1 Corintios 15:53). Juliano continúa citando a san Pablo:
«¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado…». Es decir, tú ¡oh muerte eterna! tenías en tu mano el aguijón del pecado; con él herías a los desertores de la justicia, porque sin este aguijón, es decir, si no estuvieras armada con el pecado voluntario, no podrías herir.[467]
Quienes se permiten ser heridos por el pecado y viven, en consecuencia, en culpa, cólera, terror y desesperación, pueden experimentar, a través de sus propias faltas, con indescriptible agonía, el «aguijón de la muerte». No obstante, añade Juliano, «veréis este pecado y este aguijón destrozado por la gente de fe, que resiste el pecado a través de Dios, “que nos da la victoria”. Tales personas pasan de la vida corruptible en la tierra a la vida eterna con Dios». Juliano dice que «él [Dios] es el creador de los hombres y, lejos de crearlos sujetos a pecado, les concede la inocencia natural y cualidades de virtudes voluntarias»[468] no sólo en el paraíso, sino también ahora. La naturaleza humana —mortal, sexual y vulnerable como es— participa en la totalidad y la bondad de la creación original.
San Agustín, cuando mira la naturaleza, ve lo contrario. Para san Agustín la verdad de su propia experiencia (y, por tanto, cree él, de la de todos) implica, sobre todo, el desamparo humano. Tres experiencias básicas —la infancia, la sexualidad y la mortalidad— ofrecen, según cree, la prueba irrefutable de tal desamparo. Sin embargo, Juliano responde que «la naturaleza humana en los niños es indemne y sana, y en los adultos capaz de elegir [el bien o el mal]».
Pero como san Agustín cree que el sufrimiento procede de una culpa anterior, niega la inocencia moral de los niños e insiste en su desamparo, su incapacidad de sobrevivir por sí mismos, y mucho menos de hablar o razonar. Pues san Agustín considera la rabia, el llanto y los celos que sienten los niños pruebas del pecado original y para confirmarlo recuerda su propia infancia. San Agustín increpa a estos «necios herejes nuevos» y sobre todo a su portavoz, Juliano («¡Oh abominable y condenable voz!»), por decir que además del pecado la condición humana no sólo implica la muerte, sino también todas las formas de enfermedad y deformidad que la acompañan. «Mirad, pues —se burla san Agustín—, el paraíso de los pelagianos»:
Os place poner en él hombres y mujeres castos en lucha contra el placer de la carne, embarazadas sujetas a náuseas, mareos y enojos; unas alumbrando a destiempo, otras con grandes gemidos y gritando de dolor en el parto; niños que lloran, luego ríen y más tarde balbucean, van a la escuela para el aprendizaje de las primeras letras, sometidos a la tralla, a la férula o a las varas, a diferentes castigos según la diferencia de caracteres; sujetos, además, a enfermedades sin cuento, a las incursiones de los demonios, a las dentelladas de las fieras, que a unos despedazan y a otros devoran; y los que disfrutan de buena salud viven inciertos del mañana y obligan a los padres a procurarles, con solicitud angustiosa, el alimento. Pensad también en las viudas, en los duelos y dolores causados por la pérdida de seres queridos.
Sería interminable enumerar los males de la vida presente.[469]
Al final de su vida, san Agustín sólo se enojaba con los que consideraban el deseo sexual como una energía natural que toda persona debe expresar o sublimar, en otras palabras, con quienes sostenían que los impulsos sexuales están sujetos a la voluntad. Para san Agustín estas suposiciones eran frívolas y contrarias a su experiencia. En cambio, creía que no podemos controlar el deseo sexual, que «el movimiento de los órganos genitales es obra del diablo»[470] y surge en todos horriblemente fuera de control. Incluso en el matrimonio encuentra «degradación sin límite de lujuria y ansia condenable».[471] De no ser por las limitaciones impuestas por el matrimonio cristiano, «la gente se aparejaría sin discriminación, como los perros». Juliano llama al deseo sexual «fuego vital», pero san Agustín nos amonesta: «Mira el “fuego vital” que no obedece la decisión del alma, sino, la mayoría de las veces, se eleva contra el deseo del alma en desordenados y horribles movimientos».[472]
Juliano cree que san Agustín confunde el exceso con el deseo sexual; debemos, dice, elegir como expresar ese deseo, san Agustín replica con enojo:
¿Quién puede controlarse cuando se despierta su apetito? ¡Nadie! En el propio movimiento de su apetito, pues, no tiene «modo» de responder a las decisiones de la voluntad… ¿Qué hombre casado elige despertar su apetito, excepto cuando lo necesita? ¿Qué honesto célibe elige que el apetito siempre se despierte? Sin embargo, lo que desea no lo puede cumplir… En la tendencia de su apetito, no tiene modo de responder a la decisión de la voluntad.[473]
San Agustín añade con amargura:
Dices, «en el casado, es honesto ejercicio, en el casto, está limitado por la virtud». ¿Es ésta tu experiencia de él?. De hecho como es muy placentero, dejemos que los casados efusiva e impulsivamente busquen en el otro cuando brille… Dejemos que la unión de los cuerpos sea legítima cuando éste, vuestro «bien natural» surja de modo espontáneo.[474]
Juliano era ciertamente limitado en asuntos sexuales, y es probable que tuviera poca experiencia de las pasiones que describe san Agustín. No obstante, la pregunta de san Agustín resulta sincera, pues, según el mismo admitió, el célibe san Agustín era insaciable, un hombre que nunca se casó y cuya experiencia del placer sexual era ilícita y culpable. San Agustín supone que el deseo sexual frustrado es universal, infinito y devastador. Juliano, que estuvo un tiempo —probablemente breve— casado con la hija de un obispo, en una ceremonia celebrada por un amigo de la familia y renovadora de la inocencia de Adán y Eva, escribe como es obvio, desde otra clase de experiencia distinta. Para Juliano, el deseo sexual es inocente, está bendecido por Dios y una vez satisfecho, es enteramente finito. El deseo sexual, según Juliano, nos ofrece la oportunidad de ejercitar nuestra capacidad de elección moral.
San Agustín llega a la conclusión de que no sólo estamos desvalidos en la infancia e indefensos ante la pasión sexual, sino que estamos igual de desvalidos frente a la muerte. Morimos, por lo tanto debemos ser culpables de pecado. Pues si no somos todos pecadores, entonces Dios es injusto al dejamos morir a todos por igual, incluso a los niños prematuros, que no tienen oportunidad de pecar.
Si estamos desvalidos ante la muerte física, también lo estamos ante la muerte espiritual. Esto es una paradoja, pues la muerte espiritual, dice san Agustín, procede de la elección del mal, pero incluso en nuestro «libre albedrío» somos incapaces de evitar el mal. Elegimos el mal de modo involuntario, incluso «contra nuestro mejor juicio». Aunque queramos hacer el bien, no podemos. «¿Está coaccionado —pregunta Juliano— por una inevitable inclinación natural?». Sí, replica san Agustín. «Si una persona es consciente de la “ley de los miembros [corporales]” y grita con san Pablo “No puedo hacer lo que está bien”, ¿no deberías decir que la persona es inducida al mal por una voluntad cautiva?».[475] Por lo tanto, deduce san Agustín, la muerte física y la muerte espiritual se funden en una: ambas rigen sobre una humanidad perdida.
Pero, según Juliano, aquí también san Agustín confunde la fisiología con la moral. La muerte no es un castigo por el pecado sino un proceso natural, como la excitación sexual y los dolores de parto son naturales, necesarios y universales en todas las especies vivientes. Estos procesos no tienen nada que ver con la elección humana, y nada que ver con el pecado: «Lo que es natural demuestra no ser voluntario. Si [la muerte] es natural, no es voluntaria. Si es voluntaria no es natural. Estos dos son contrarios por definición, como la necesidad y la voluntad… No pueden existir los dos simultáneamente, se excluyen mutuamente».[476]
Pese a estar desvalidos ante la muerte física, dice Juliano, la muerte espiritual es una cuestión de elección. Para ello no somos simples animales, sino que podemos ejercer la libre elección con la que Dios dotó a la humanidad en la creación. Nuestro libre albedrío nos hace partícipes de la esfera de lo voluntario y de las múltiples posibilidades al alcance de la elección individual: «Naturalia ergo necessaria sunt; possibilita autem voluntaria» («Lo natural es por tanto necesario, lo posible es voluntario»).[477]
Aunque la muerte es necesaria y universal, cada uno de nosotros tiene los medios —de hecho, la responsabilidad— de elegir nuestra reacción ante la condición mortal. En lugar de resistirse a la muerte como un enemigo mortal, dice Juliano, el pecador puede dar la bienvenida a la muerte o incluso buscarla como alivio de los sufrimientos a los que el pecado conduce, mientras que el santo recibirá la muerte como una victoria espiritual. Nadie, santo o pecador, escapa al sufrimiento, que resulta inevitable por naturaleza. No obstante, cada uno de nosotros tiene en sus manos su destino espiritual, que depende de las elecciones que hagamos.
Durante más de doce años, san Agustín y Juliano discutieron, debatiendo una y otra vez sus respectivas ideas, hasta la muerte de san Agustín. Tras una considerable controversia, la Iglesia del siglo V aceptó sus ideas y rechazó las de Juliano, llegando a la conclusión de que Agustín, el futuro santo, había leído las Escrituras de modo más acertado que el herético Juliano. Sin embargo, últimamente varios estudiosos han señalado que san Agustín a menudo interpreta pasajes de las Escrituras ignorando los puntos más delicados —o incluso la gramática— de los textos. Por ejemplo, san Agustín intenta demostrar sus ideas sobre el pecado original basándose en una fase preposicional de Romanos 5:12, insistiendo en que san Pablo dijo que la muerte alcanzó a toda la humanidad por culpa de Adán «por quien, todos pecaron». Pero san Agustín interpreta y traduce la frase de modo equivocado (que otros traducen «por cuanto [es decir, por lo cual] todos pecaron») y entonces procede a defender sus errores ad infinitum, al parecer porque su propia versión da un sentido intuitivo a su propia experiencia.[478]
Cuando Juliano lo acusa de haber inventado esta visión del pecado original, san Agustín replica indignado que sólo repetía lo que san Pablo había dicho antes que él. ¿No había confesado el «gran apóstol» que ni siquiera él era capaz de hacer su voluntad?
Pues no hago lo que quiero, sino hago lo que aborrezco… en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer hacer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo. (Romanos 7:15-17).
El argumento de san Agustín persuadió a la mayoría de los teólogos católicos y protestantes occidentales que estuvieron de acuerdo con él, y muchos cristianos occidentales han dado por buena su interpretación de este pasaje. Pero como Peter Gorday ha mostrado,[479] cuando en verdad comparamos la interpretación de san Agustín con la de teólogos tan dispares como Orígenes, san Juan Crisóstomo y Pelagio, podemos comprobar que san Agustín extrae de Romanos 7 lo que otros no habían visto allí, una interpretación sexualizada del pecado y una aversión a la «carne» basada en su peculiar creencia en que contraemos la enfermedad del pecado a través del proceso de la concepción. Otros teólogos suponen que san Pablo empleó estas palabras para dramatizar la situación de alguien que, todavía sin bautizar y sin redimir, carece de esperanza, pues san Pablo sigue alabando a Dios por su propia libertad hallada en Cristo: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro señor!… Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte». (Romanos 7:25; 8:2). Sólo san Agustín aplica las desesperadas expresiones del pasaje anterior a los cristianos bautizados; otros lectores creen que el tono triunfante y gozoso del resto del capítulo expresa la experiencia de vida en Cristo de san Pablo.
Juliano suele ser más cuidadoso que san Agustín con las palabras y el contexto, pero él también aplica su propia experiencia —muy distinta de la de san Agustín— a los textos bíblicos. Como dice el estudioso alemán Bruckner, la controversia entre san Agustín y Juliano transmite un conflicto entre «dos visiones del mundo diferentes». Bruckner se pone de parte de san Agustín, alegando que «la fuerza de las ideas de san Agustín puede residir en su “más profunda experiencia de la vida”» (profundidades sobre las que Bruckner no se extiende).[480] El argumento de san Agustín podía ser arbitrario, pero Bruckner sostiene que su «más profunda experiencia religiosa… interpreta los contenidos de las Sagradas Escrituras de modo más adecuado que el racionalismo superficial de Juliano».[481] El erudito británico John Ferguson no está de acuerdo y se pone de parte de su compatriota británico Pelagio. Lo que Bruckner considera una prueba de la «más profunda experiencia religiosa» de san Agustín Ferguson lo interpreta como un abierto rechazo al conocimiento de los datos de la experiencia ordinaria: «Existe otro lado de nuestra experiencia, de igual validez, que es nuestro conocimiento de nuestro propio libre albedrío. Es allí donde san Agustín carece igual de lógica y de la experiencia humana corriente».[482] Y así, después de mil seiscientos años, el argumento persiste.
Si el argumento de Juliano parece simplista —mero sentido común— su simplicidad es engañosa. En realidad, desde la perspectiva religiosa supone una revolución copernicana. El hecho de que suframos y muramos no significa que participemos de la culpa de Adán ni de la nuestra. El hecho de que suframos y muramos sólo demuestra que somos, por naturaleza (y, Juliano añadiría, por deseo divino), seres mortales, simplemente una especie viviente más. Argumentando contra la interpretación penal de la muerte, Juliano sostiene: «Si decís que es una cuestión de voluntad, no pertenece a la naturaleza, si es una cuestión de naturaleza, no tiene nada que ver con la culpa».[483]
Igual que la revolución copernicana, Juliano amenaza con desalojar a la humanidad, psicológica y espiritualmente, del centro del universo, reduciéndola a ser una especie viviente más. Rechaza la suposición básica de san Agustín de que el pecado de Adán transformó la naturaleza. Pretender que la voluntad de un solo ser humano haya poseído tal poder refleja la presunción de una sobrenatural importancia humana. Cuando san Agustín declara que un solo acto de la voluntad de Adán alteró «todas las leyes de la naturaleza», niega que en nuestra mortalidad nos enfrentemos a un orden natural más allá del poder humano.[484] Pues el propio san Agustín insiste en que nos hacemos susceptibles a la muerte sólo a través de un acto de voluntad: «La muerte llega a nosotros por la voluntad, no por la necesidad».[485]
¿Por qué el cristianismo católico adoptó las ideas paradójicas —algunos dirían que disparatadas— de san Agustín? Algunos historiadores sugieren que estas creencias validaban la autoridad de la Iglesia, pues si la condición humana es una enfermedad, el cristianismo católico, actuando como un buen médico, ofrece la única medicación espiritual y la disciplina que pueden curarla. Sin duda alguna, las ideas de san Agustín sirvieron a los intereses de la naciente Iglesia imperial y del Estado cristiano, como he intentado demostrar en el capítulo anterior.
San Agustín sostiene en términos más simples: no se puede confiar en que los seres humanos se gobiernen a sí mismos, porque su propia naturaleza —de hecho, toda la naturaleza— se ha corrompido como resultado del pecado de Adán. A finales del siglo IV y en el siglo V, el cristianismo ya no era un movimiento sospechoso y perseguido, era la religión de los emperadores obligados a gobernar a una grande y difusa población. Como hemos visto, en estas circunstancias la teoría de san Agustín de la depravación humana —y los correspondientes medios políticos para controlarla— reemplazó a la anterior ideología de la libertad humana.
Sin embargo, las necesidades de un Estado autoritario no podían garantizar por sí solas la duración de estas enseñanzas a través de los siglos. También vemos que semejantes interpretaciones del sufrimiento como resultado del pecado no se limitan de ningún modo al cristianismo, y mucho menos al catolicismo. La tradición judaica ha interpretado su tragedia personal de forma parecida, por ejemplo, al atribuir la muerte súbita de un niño al demonio Lilith, de cuya malevolencia se habían hecho acreedores los padres del niño, debido a la infidelidad del marido y a la insubordinación de la esposa. Algunos rabinos de los tiempos pasados explicarían que una joven viuda había sido la causante del repentino ataque al corazón de su marido, al descuidar las regulaciones rituales sobre el período de las relaciones sexuales.[486] Religiones distantes del judaísmo y del cristianismo suelen expresar suposiciones parecidas. Un niño hopi es picado por una araña venenosa mientras jugaba cerca de su nido. Mientras el niño está entre la vida y la muerte, el hombre de la medicina explica que el padre del niño se ha negado a preparar los ornamentos rituales de la Mujer Araña, protectora de la tribu, quien, según dice, ha provocado la enfermedad de su hijo.[487]
El antropólogo británico Evans-Pritchard cuenta la historia de unas pesquisas sobre hechicería después de la muerte de varias personas de la tribu azande que descansaban a la sombra de un granero cuando bruscamente se derrumbó, causándoles la muerte. Los azande reconocían perfectamente lo que nosotros llamaríamos «causas naturales»: la madera había empezado a pudrirse y a desmoronarse, los clavos habían cedido, los cimientos se habían debilitado durante semanas de lluvias. La pregunta no era por qué el granero se había derruido, sino por qué lo había hecho cuando estas personas en particular quedaron atrapadas y aplastadas por él.[488] Los azande creyeron hallar —y dijeron haber hallado— la causa de este desastre en la maldad humana. Pero Jesús de Nazaret, refiriéndose a un importante desastre similar, esgrimió una afirmación parecida ante sus compañeros judíos al preguntar: «O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? —y al responder—: No, os lo aseguro…».[489] Pero la disidencia de Jesús era algo anómalo. El aplastante peso de las enseñanzas tradicionales judías y cristianas —y quizás la tendencia humana a creerse personalmente culpables del sufrimiento— indican que el sufrimiento y la muerte son los frutos del pecado.
Si la teología agustiniana, o la de los rabinos o chamanes que también han atribuido el sufrimiento al pecado, sólo sirvió como un medio de control social, ¿por qué la gente acepta tal sofisma? ¿Por qué las personas ajenas a comunidades religiosas se suelen plantear, instintivamente, las mismas preguntas y se dan respuestas similares, culpándose a sí mismos por acontecimientos que escapan a su poder, como si ellos hubieran causado —o merecido— su propio sufrimiento?
La explicación del «control social» supone una elite religiosa manipuladora, que inventa la culpa con el fin de embaucar a una crédula mayoría para que acepten una, de otro modo, aborrecible disciplina. Pero la tendencia humana a culparse por los infortunios se puede observar lo mismo entre los agnósticos de hoy que entre los hopi o entre los antiguos judíos y cristianos, al margen o —incluso por encima— de las creencias religiosas. Pues indistintamente de las circunstancias políticas, mucha gente necesita encontrar la razón de sus sufrimientos. Si la teoría de san Agustín no hubiera satisfecho tal necesidad —si la gente no prefiriese sentirse culpable a sentirse desvalida—, sospecho que la idea del pecado original no habría sobrevivido al siglo V, y mucho menos se hubiera convertido en la base de la doctrina cristiana durante mil seiscientos años. No estoy hablando de casos en los que la culpa sea lo apropiado, casos en los que la gente ha elegido asumir ciertos riesgos o hacerse daño o hacerlo a los demás, con resultados predecibles. Estoy hablando de aquellos casos en los que la culpa parece ser una respuesta inexplicable, irracional, inadecuada al sufrimiento. Pero ¿por qué preferiría alguien sentirse culpable?
Uno puede conocer a la perfección las posibilidades estadísticas de los desastres naturales, los caprichosos accidentes y las enfermedades que amenazan la vida y considerarlos —al menos, en teoría— como fenómenos completamente naturales. Pero cuando estos acontecimientos de repente amenazan nuestra propia vida (o acaban con ella), las preguntas surgen, por así decirlo, en primera persona. Al igual que los azande uno no se pregunta qué provocó el terremoto, el fuego o la enfermedad (pues sería demasiado obvio), sino: «¿Por qué ha sucedido ahora, de este modo, a esta persona?».
Me pregunto qué se puede hacer ante esta peculiar preferencia por la culpa. Sospecho que san Agustín lo consideraría una prueba de que la propia naturaleza humana esta «enferma» o, en términos actuales, neurótica. Por el contrario, sugeriría que esta culpa, aunque dolorosa, asegura que tales acontecimientos no suceden al azar, sino que siguen ciertas leyes de causalidad, y que estas causas, o una parte importante de ellas, residen en la esfera moral y por tanto dentro del control humano. San Agustín, como el autor hebreo de Génesis 2-3, confiere carácter religioso a la convicción de que la humanidad no sufre y muere al azar, sino por razones concretas. Afirmando la propia culpa por el sufrimiento, podemos también alentar a hacer ciertos cambios, quizás demasiado deseados. La culpa invita al que sufre a revisar elecciones pasadas, a enmendar la conducta, reparar la negligencia y, quizás por estos medios, a perfeccionar la propia vida.
Psicológicamente simples y compiladoras, las ideas de san Agustín se ajustan a las reacciones instintivas de mucha gente ante el sufrimiento: ¿por qué ha sucedido? y ¿por qué a mí? La respuesta de san Agustín confirma y niega a la vez la indefensión humana, y sospecho que en esta paradoja reside su poder.
San Agustín dice al que sufre: «Tú personalmente no eres culpable de lo que te sucede, la culpa se remonta a nuestro padre, Adán, y a nuestra madre, Eva». San Agustín asegura a quien sufre que el dolor no es natural, que la muerte es un enemigo, adversarios intrusos en la existencia humana habitual, y así canaliza el profundo deseo humano de escapar al dolor. Pero también nos asegura que el sufrimiento no carece de significado ni de causa concreta. Según cree, tanto la causa como el significado residen en la esfera de la elección moral, no de la naturaleza. Si la culpa es el precio que hay que pagar por la ilusión del control sobre la naturaleza —si tal control es, como Juliano creía, en verdad una ilusión— lo cierto es que mucha gente ha deseado pagarlo.
Por el contrario, Juliano ofrece un sentimiento de poder sobre la naturaleza mucho más reducido. Nuestros antepasados humanos ya no son los seres míticos, semimágicos, celebrados en la leyenda judía, como por ejemplo, Adán, «la planta de cuyos pies brillaba con más gloria que el sol, su radiante presencia llenaba el universo de luz… su cuerpo se tendía sobre los continentes, y su rostro brillante llenaba a los ángeles de envidia y de temor».[490] Durero, el pintor y grabador cristiano protestante, pintó, de un modo muy expresivo, el terrible poder de Adán y Eva, tal y como la tradición le había enseñado. En el momento en que se disponen a probar el fatídico bocado del fruto prohibido, un gato espera a sus pies, dispuesto a saltar sobre el confiado ratón. Su capacidad para la devastadora violencia —y la de todas las criaturas vivientes— está a punto de ser desatada por el pecado humano.[491]
Juliano niega que la voluntad humana ejerza este poder sobre la naturaleza: «Cuanto tiene el hombre de natural le viene de la necesidad…», pues todo en la naturaleza depende de un «orden inmutable».[492] El libre albedrío no es tan impotente, como san Agustín sostiene, sino que nos permite «consentir a hacer el mal, o refrenarlo». El libre albedrío nos proporciona la posibilidad de la acción moral. Juliano habría estado de acuerdo con el precepto gnóstico o budista de que «toda la vida es sufrimiento», pero no lo considera un proceso de la existencia humana, como si la vida cotidiana fuera una ilusión o el resultado de una «caída», o una forma de muerte espiritual. Por el contrario, Juliano defiende la tradición judía y cristiana que afirma la bondad esencial del mundo creado: «Nada natural puede ser calificado de malo».[493]
No obstante, si el sufrimiento es necesario y normal, la miseria es optativa. La miseria que san Agustín equipara al sufrimiento implica, según Juliano, la elección humana: implica modos concretos —y específicamente pecaminosos— que uno elige para relacionarse con las condiciones naturales. Una persona acepta una enfermedad terminal con paciencia, fe y amor, estimándola como una ocasión para el crecimiento espiritual; otra se encoleriza contra Dios y la naturaleza, y llora con terror, compadeciéndose de sí mismo, convirtiendo el sufrimiento inevitable en una miseria casi intolerable. Así, explica Juliano, aunque todos moriremos, «la muerte no es siempre un mal, pues la de los mártires, por ejemplo, es para gloria Dios».[494] Juliano estaría de acuerdo con el maestro budista que negaba significativamente la idea cristiana habitual de la muerte como el «último enemigo», en palabras de san Pablo. Para quienes están en la vía de la iluminación, «la muerte no es… un enemigo al que derrotar, sino un amigo compasivo». Pero quienes prefieren ser indulgentes con la cólera, la envidia, el orgullo y los voraces temores que destruyen la fe, dice Juliano, experimentarán las vulnerabilidades físicas comunes a nuestras especies con dolor «enormemente incrementado» por su culpa.
La santificante y antinatural visión de la naturaleza de san Agustín —en la que la voluntad de Adán influyó directamente sobre los acontecimientos naturales y en la cual el sufrimiento ocurre debido únicamente a la culpa humana— apela, pues, a la necesidad de imaginamos a nosotros mismos como controladores, incluso a costa de la culpa. La alternativa de Juliano, aunque más acorde con una visión científica de la naturaleza, no es en sí misma científica sino religiosa, una visión que se basa en la antigua afirmación de que el mundo, tal como fue creado en su origen, es bueno y que toda persona tiene la responsabilidad de la elección moral.
La teología de san Agustín se asemeja a las ideas moralizantes sobre el sufrimiento que aparecen en otras culturas, pero con una diferencia. A diferencia de esas otras ideas, la teoría agustiniana del pecado original explica que nuestra capacidad moral fue tan fatalmente corrompida que no podemos confiar en la naturaleza humana, tal como nosotros la conocemos. En consecuencia, san Agustín no insta a la gente a que remedie su situación, como haría el chamán hopi, ni pediría la reforma moral, como haría un rabino, pues la enfermedad moral de la humanidad no sólo es universal sino también incurable, excepto por medio de la gracia divina. A lo largo de la historia occidental, esta versión extrema de la doctrina del pecado original, cuando ha sido adoptada como base de estructuras políticas, ha tendido a atraer a quienes, por la razón que sea, desconfían de los móviles humanos y de la capacidad humana para gobernarse a sí misma. El contrapunto de la idea del pecado original que se manifiesta como esperanza en la capacidad humana de transformación moral, ya fuera articulada en las versiones utópicas y románticas o en la soberbia prosa de Thomas Jefferson, ha atraído a muchos temperamentos optimistas.
No obstante, como hemos visto, los cristianos de los primeros siglos no imaginaron que su visión de una sociedad caracterizada por la libertad y la justicia pudiera ser la base de un programa político. En cambio, muchos cristianos y muchos judíos entendían que esa libertad y la exaltación de los oprimidos eran bendiciones que anticipaban el Reino de Dios (como Lucas dice que hizo Jesús). Entre los judíos, los esenios trataron de vivir de acuerdo con su idea igualitaria en una comunidad monástica, como modelo de ese reino venidero; y también ciertos cristianos, como el autor del libro de los Hechos de los Apóstoles del Nuevo Testamento, proyectaron un ideal similar sobre el primer movimiento cristiano durante «la edad de oro» de la Iglesia apostólica. Pasarían siglos, incluso milenios, antes de que estas ideas moldeasen las verdaderas aspiraciones e instituciones políticas; y sólo los más optimistas todavía esperan que tales ideas sean un día una realidad política.
Mientras tanto, hemos visto cómo las prácticas y los preceptos cristianos referentes a la sexualidad, la política y la naturaleza humana cambiaron entre el siglo I y el IV; cómo, después de que Jesús pidiera a la gente que se preparase para la llegada del Reino de Dios y san Pablo proclamase su inminencia y sus requerimientos radicales, algunos cristianos, ascetas apasionados de las siguientes generaciones, trataron de llevar a la práctica radical sus enseñanzas, mientras otros intentaban acomodar las enseñanzas cristianas a las estructuras sociales y políticas existentes.
También hemos visto que, cuando la persecución del Estado obligaba a los cristianos a adorar a los emperadores y a los dioses, los más valientes, como santa Perpetua y sus compañeros, desafiaron a los funcionarios del gobierno en nombre de la libertad y mantuvieron su lealtad a Jesús, su «Rey divino», crucificado por traición a Roma, y otros, como san Justino, denunciaron a los emperadores y a todos sus dioses como el instrumento de los demonios. Estos combativos cristianos forjaron una idea que Tertuliano denominó nueva «sociedad cristiana», que con orgullo se distinguía por la libertad ante la coacción, las contribuciones voluntarias para el bienestar de todos sus miembros, el amor mutuo y la fe común.
Mientras el movimiento cristiano crecía a pesar de las persecuciones y desarrollaba cada vez más su propia organización interna, sus dirigentes expulsaban de sus cargos a los disidentes, incluidos a los cristianos gnósticos. Dejaron bien claro que sólo los cristianos ortodoxos predicaban el verdadero evangelio de Cristo, el mensaje de la libertad moral, concedida en la creación y restaurada en el bautismo.
Algunos de los cristianos más fervientes, que rehusaban cualquier compromiso con el mundo, intentaron realizar esa libertad a través de la vida ascética, rechazando las obligaciones familiares, sociales y políticas, para de este modo recobrar la gloria original de la humanidad, creada «a imagen y semejanza de Dios». Cuando cesaron las persecuciones, el ascetismo ofreció una nueva vía para los «testigos» intransigentes, una nueva forma de martirio voluntario.
Por último, hemos visto cómo las ideas cristianas de libertad cambiaron al mismo tiempo que el cristianismo dejaba de ser un movimiento perseguido para convertirse en la religión de los emperadores. San Agustín no sólo encontró en el mensaje de Jesús y Pablo su propia aversión a «la carne», sino que también pretendió hallar en el Génesis su teoría del pecado original. En su batalla final contra los pelagianos, san Agustín persuadió a muchos obispos y a varios emperadores cristianos de que ayudasen a expulsar de las iglesias por «herejes» a quienes defendieran las primeras tradiciones de la libertad cristiana. A partir del siglo V, las pesimistas ideas de san Agustín sobre la sexualidad, la política y la naturaleza humana se convertirían en la autoridad predominante del cristianismo occidental, tanto católico como protestante, y repercutirían sobre toda la cultura occidental, cristiana o no. De este modo, Adán, Eva y la serpiente —nuestra historia ancestral— ha continuado, a menudo en alguna versión de su forma agustiniana, afectando a nuestras vidas hasta el presente.