5. LA POLÍTICA DEL PARAÍSO

¿Son los seres humanos capaces de gobernarse a sí mismos? Los cristianos combativos, perseguidos como criminales por el gobierno romano, respondían categóricamente que sí. Pero en los siglos IV y V, después de que los propios emperadores protegiesen el cristianismo, la mayoría de cristianos fue diciendo gradualmente que no. Los primeros oradores cristianos, al igual que los judíos antes y los colonos norteamericanos mucho después, pretendieron hallar en el relato bíblico de la creación la sanción divina para declarar su independencia de gobiernos que consideraban corruptos y arbitrarios. El relato hebreo de la creación del Génesis 1, al contrario que su homólogo babilonio, sostiene que Dios concedió el poder del gobierno terrenal a adam, no al rey o al emperador sino simplemente al ‘género humano’ (e incluso algunos pensaron que esto incluía a las mujeres).[310] Muchos apologistas cristianos de los tres primeros siglos habrían estado de acuerdo con Gregorio de Nisa, quien siguió la tradición rabínica para explicar que después de que Dios crease el mundo «como una morada real para el futuro rey»,[311] creó a la humanidad «como ser apto para ejercer el gobierno real», «la viva imagen del Rey del universo».[312] En consecuencia, afirma Gregorio, «el alma demuestra de inmediato su carácter regio y elevado lejos como está de la humildad de la condición personal, no pertenece a ningún amo y se gobierna a sí misma, dominada autocráticamente por su propia voluntad».[313] Junto al dominio sobre la tierra y los animales, este don de la soberanía implica la cualidad de la libertad moral:

Sobre todo prevalece el hecho de que somos libres de cualquier necesidad, y no esclavos de cualquier poder, sino que disponemos de nuestro propio poder como nos place, pues la virtud es algo voluntario, no sometido a dominio alguno. Lo que es fruto de la obligación y de la fuerza no puede ser virtud.[314]

Muchos conversos cristianos de los tres primeros siglos —siglos en los que las autoridades civiles trataban a la Iglesia como una secta subversiva— consideraban la proclamación de (αὐτεξουσία) —la libertad moral para gobernarse uno mismo— como sinónimo virtual de «el evangelio».

Sin embargo, este mensaje cambia con san Agustín a finales del siglo IV y principios del V. La obra de sus últimos años, en la que rompe de modo radical con muchos de sus predecesores e incluso con sus anteriores convicciones, transforma eficazmente muchas enseñanzas de la fe cristiana. San Agustín hace hincapié, en lugar de en el libre albedrío y en la extraordinaria dignidad original del género humano, en la esclavitud de éste con respecto al pecado. La humanidad sufre, está enferma y desvalida, irremisiblemente dañada por la caída,[315] porque el «pecado original» —insiste san Agustín— no implica otra cosa que el orgulloso intento de Adán por establecer el propio gobierno de sí mismo.[316] De modo sorprendente, las ideas radicales de san Agustín prevalecieron, eclipsando para las generaciones futuras de cristianos occidentales un consenso de tradición cristiana que había durado más de tres siglos.

En su madurez san Agustín rechazó la versión maniquea de la doctrina cristiana que había abrazado cuando era un joven y entusiasta investigador, con una doctrina que negaba categóricamente la bondad de la creación y el libre albedrío. Como converso enmendado, san Agustín pretendía ahora aceptar la ortodoxia católica y afirmaba ambas cuestiones. Pero mientras intentaba encontrar vías para comprender su propia y turbulenta experiencia, llegó a la conclusión de que las cualidades del estado original de la creación ya no se correspondían —al menos no de modo directo— a la experiencia humana del presente. La humanidad, una vez dotada de la gloria sin tacha de la creación y del libre albedrío, sólo gozó verdaderamente de éstos en los breves momentos primordiales del paraíso. A partir de la caída, sólo es posible aprehenderlos en momentos de inspirada imaginación e, incluso así, de modo parcial. A todos los propósitos prácticos, estaban totalmente perdidos.

Debido a los profundos conflictos internos que le acarreaba su naturaleza apasionada y la lucha por controlar sus impulsos sexuales como revela en sus Confesiones, no debe sorprendemos la decisión de san Agustín de negar la importancia que sus predecesores concedían al libre albedrío. De hecho, son mucho más sorprendentes sus resultados. ¿Por qué la mayoría de cristianos latinos, en lugar de repudiar las peculiares ideas de Agustín por marginales —o rechazarlas por heréticas— las adoptaron con el tiempo? ¿Por qué sus enseñanzas sobre el «pecado original» se convirtieron en el núcleo de la tradición cristiana occidental, desplazando o al menos remodelando por completo todas las ideas anteriores sobre la creación y el libre albedrío?

La situación política y social de los cristianos de las primeras épocas había cambiado de un modo radical en época de san Agustín. Las declaraciones tradicionales sobre la libertad humana, forjadas por los mártires que desafiaban al emperador como la encarnación del anticristo, ya no se ajustaban a la situación de los cristianos, que bajo Constantino y sus sucesores eran «hermanos y hermanas en Cristo» del emperador. No obstante, la teoría de san Agustín se adaptó a esta nueva situación e interpretó la nueva disposición del Estado, la Iglesia y el creyente de manera que, como muchos ratificaron, dio sentido religioso a las nuevas realidades políticas.

Tanto san Agustín como sus oponentes cristianos reconocieron las dimensiones políticas de la controversia, pero ninguno de ellos discutió sobre el gobierno en estrictos términos políticos. En cambio, casi todos coincidían en que la historia de Adán y Eva ofrecía un paradigma básico para ordenar la sociedad humana, y los argumentos sobre el papel del gobierno con mucha frecuencia tomaron forma de conflictivas interpretaciones de esta historia. Consideremos, pues, cómo san Agustín y sus predecesores —tomando como su representante a san Juan Crisóstomo— interpretaron de modos opuestos la política del paraíso.

Tanto san Juan Crisóstomo como san Agustín nacieron alrededor del año 354,[317] y crecieron en un imperio declarado cristiano. En los cuarenta primeros años que siguieron a la conversión de Constantino al cristianismo en el año 313, los emperadores cristianos no sólo revocaron las órdenes de persecución, sino que otorgaron magnánimos dones a las iglesias cristianas. San Juan Crisóstomo era un joven sacerdote de Antioquía cuando estalló una revuelta contra la política de exacción fiscal del emperador y las masas furiosas derruyeron las estatuas de éste y su familia. Los rumores de la ira del emperador y el castigo planeado precedieron su regreso a Antioquía. Sin embargo, san Juan, famoso por sus ornamentados discursos que más tarde le valieron el apodo de chrysostomo, ‘boca dorada’, declaró con atrevimiento a las masas, en esta época de crisis pública, que el derecho al gobierno no sólo pertenece al emperador sino a la raza humana como conjunto: «en el principio, Dios honró a nuestra raza con la soberanía». Retóricamente preguntaba san Juan Crisóstomo: ¿qué otra cosa significa que Dios nos hiciera «a su imagen»? «Significa la imagen del gobierno [υῆς ἀρχῆς], y como no existe otro en los cielos superior a Dios, no existe nadie en la tierra superior a la humanidad».[318]

Los oyentes de san Juan Crisóstomo, preocupados por la crisis política inmediata, en un principio debieron preguntarse lo que significaba aquello en términos específicamente políticos. ¿Diría el sacerdote que el emperador encarnaba en él mismo la soberanía que Dios concedió a Adán? ¿Representaba el emperador el gobierno de Dios sobre el resto de la humanidad, como previamente habían argumentado algunos cristianos? San Juan Crisóstomo respondió negativamente a estas preguntas. En cambio, estuvo de acuerdo con Gregorio de Nisa, quien declaró que como «ningún hombre en particular está limitado… la entera plenitud de la humanidad estaba incluida» en el don de Dios de su propia imagen superior:

Ya que la imagen no es parte interna de nuestra naturaleza, tampoco lo es el don divino en ninguna persona individual… sino que su poder se extiende por igual a todo el género y un signo de esto es que la mente está arraigada igual en todos, pues todos tienen el poder del entendimiento y la reflexión… son portadores por igual de la imagen divina.[319]

San Juan Crisóstomo escribió:

En cuanto a los gobiernos, algunos son naturales [φυσικαί] y otros artificiales [χειροτονηταί]: naturales, semejantes al dominio del león sobre los cuadrúpedos, o del águila sobre los pájaros; artificiales como el de un emperador sobre nosotros, pues no reina sobre sus iguales esclavos por ninguna autoridad natural. Por tanto a veces sucede que los emperadores pierden su soberanía.[320]

San Juan Crisóstomo creía que el dominio imperial compendiaba las consecuencias sociales del pecado. Al igual que sus predecesores cristianos perseguidos, san Juan Crisóstomo ridiculizaba la propaganda imperial que pretendía que el Estado se basa en la concordia, la justicia y la libertad. Por el contrario, dijo que el Estado se funda en la fuerza y la coacción, usadas con frecuencia para violar la justicia y suprimir la libertad. Pero debido a que la mayoría de la humanidad había seguido el ejemplo de Adán pecando, el Estado, aunque corrupto, había devenido indispensable y, por esta razón, incluso era respaldado por Dios:

[Dios] ha dotado a los magistrados de poder… Dios vela por nuestra seguridad a través de ellos… Si abolís el sistema de tribunales públicos, aboliréis todo orden de vuestras vidas… Si priváis a la ciudad de sus gobernantes, tendremos que vivir una vida menos racional que la de los animales, golpeándonos y devorándonos los unos a los otros… Pues, igual que las vigas están en las casas, los gobernantes están en las ciudades, y precisamente igual que si quitáis las anteriores, las paredes al separarse caerían unas sobre otras, del mismo modo, si priváis al mundo de los magistrados y el temor que inspiran, las casas, las ciudades y las naciones caerán unas sobre otras en una irrefrenable confusión, al no haber nadie para reprimir, o repeler, o persuadirlos de ser pacíficos a través del temor al castigo.[321]

San Juan Crisóstomo creía que debido al pecado humano, el temor y la coacción habían infectado toda la estructura de las relaciones humanas, desde la familia a la ciudad y la nación. Por todas partes ven los desastrosos resultados: «Ahora estamos sometidos los unos a los otros por la fuerza y la coacción, y cada día entramos en conflicto los unos con los otros».[322]

Aunque admite que el sistema imperial preserva el orden social, lo acusa de tolerar —o, lo que es peor, imponer— la injusticia, la inmoralidad y la desigualdad. Las leyes romanas, dice san Juan Crisóstomo, son «en su mayoría corruptas, inútiles y ridículas». Exponen a la tortura o a la ejecución al hombre que roba ropas o dinero, pero ignoran crímenes peores: «¿Quién será considerado más sabio por la mayoría de la gente que las personas consideradas dignas de legislar las ciudades y las naciones? Pero, no obstante, para estos hombres sabios la inmoralidad sexual no es merecedora de castigo, al menos, ninguna ley pagana… lleva a un hombre a juicio por esta razón».[323] San Juan Crisóstomo especifica qué tipo de caso tiene en mente: «Si un hombre casado tiene relaciones con una esclava, no significa nada para las leyes paganas, ni para la gente en general».[324] Reconoce que mucha gente se reiría de quien tratase de llevar este caso a los tribunales y el juez declararía que no ha lugar. Lo mismo ocurre con un hombre casado amancebado con una mujer soltera o con una prostituta. Las leyes romanas sólo protegen los derechos del hombre en casos semejantes, pero san Juan Crisóstomo dice: «somos castigados, no por las leyes romanas sino por Dios».[325]

Las leyes romanas, continúa san Juan Crisóstomo, permiten a los mercaderes esclavizar niños, adiestrarlos en especialidades sexuales y venderlos como prostitutas. Y las tradición pagana elogia a los legisladores como «comunes benefactores de la ciudad» por instituir diversiones públicas que ofrecen en los teatros a prostitutas y niños prostituidos y en los juegos de la arena, luchas entre hombres y animales salvajes:

También estos lugares, llenos de toda excitación sin sentido, hacen que la gente adquiera una clase de temperamento despiadado, salvaje e inhumano y les dé práctica en ver a la gente despedazada y sangrante, y la fiereza de las bestias salvajes trastornándolo todo. Ahora todos nuestros sabios legisladores que presentábamos al principio —tantas plagas— y nuestras ciudades los aplauden y admiran.[326]

Esto en cuanto a las masas, pero ¿qué hay sobre los pocos que enmendados por el ejemplo del pecado de Adán y limpios de pecado por el bautismo se ejercitan en la contención apropiada? Estas personas, dice san Juan Crisóstomo, están exentas del castigo que recae sobre la corrupta mayoría, exentas de la coacción del gobierno humano como un todo: «Pues quienes viven en un estado piadoso no requieren corrección por parte de los magistrados, pues “la ley no fue hecha para el hombre recto”. Pero los más numerosos, si no temen a aquéllos cerniéndose sobre ellos, llenarían las ciudades de innumerables males».[327]

La tiranía del gobierno externo contrasta bruscamente con la libertad que disfrutan quienes son capaces del propio gobierno de sí mismos, sobre todo quienes, a través del bautismo cristiano, han recuperado la capacidad para gobernarse a sí mismos.[328] San Juan Crisóstomo, igual que los apologistas, identifica el primero con el imperio romano y el último con la nueva sociedad naciente que constituye la Iglesia cristiana: «Aquí todo se hace por miedo y coacción, allí, por la libre elección y la libertad».[329] El uso de la fuerza, la energía motriz de la sociedad romana, es completamente ajena al gobierno de la iglesia:

Los cristianos, más que nadie, tienen prohibido corregir por la fuerza las faltas de los que pecan. De hecho, los jueces seculares cuando capturan malhechores bajo la ley, demuestran que su autoridad es grande, al impedirles, incluso contra su propia voluntad, seguir sus propios deseos; pero en nuestro caso los malhechores serán corregidos no por la fuerza sino por la persuasión.[330]

Lo que impide a los dirigentes de la Iglesia ejercer la misma autoridad que los magistrados imperiales no es la falta de poder, ni mucho menos un status inferior, por el contrario, sostiene que la autoridad de un sacerdote supera a la del emperador. Sin embargo, lo que frena a un sacerdote a intentar usar semejante autoridad es un principio religioso:

Pues ni la ley nos ha dado autoridad de este tipo para reprimir a los pecadores, ni, si se nos hubiera dado, tendríamos lugar para ejercer nuestro poder, pues Dios recompensa a los que se abstienen del mal por su propia elección, y no a la fuerza… Si una persona se desvía del sendero recto, se requiere mucho esfuerzo, perseverancia y paciencia; pues no puede ser arrastrado por fuerza, ni reprimido por miedo, sino que debe ser guiado con persuasión hacia la verdad de la que se ha desviado.[331]

El dirigente cristiano, evitando no sólo el uso de la fuerza sino las más sutiles presiones del temor y la coacción, debe recordar la participación voluntaria de cada miembro. En caso de no ser así, debe respetar, por errónea que la considere, la libertad de elección y acción de cada miembro:

No tenemos «autoridad sobre vuestra fe», amados, no os ordenamos estas cosas como señores o amos. Deseamos enseñar al mundo, no el poder sino por la autoridad absoluta. Desempeñamos el papel de consejeros para advertiros. El consejero cuenta sus opiniones, sin forzar al oyente, sino permitiéndole el completo dominio de su propia elección sobre lo que se dice. Sólo en este sentido es culpable, si fracasa al decir las cosas que presenta.[332]

El gobierno de la Iglesia, a diferencia del gobierno romano, es totalmente voluntario y, aunque estructurado jerárquicamente, es en esencia igualitario, al reflejar, en realidad, la armonía original del paraíso.

Sin embargo, san Juan Crisóstomo tiene la molesta conciencia de que las iglesias reales que conoce en Antioquía y Constantinopla distan mucho de esta armonía celestial. Habiendo heredado su visión de la Iglesia de predecesores tan heroicos como Justino, Atenágoras, Clemente de Alejandría y Orígenes, al comparar la Iglesia de su tiempo con la de ellos, alterna las quejas con la cólera:

Las plagas, rebosantes de indecibles perversiones, se ciernen sobre las iglesias. Los cargos más importantes son venales. Pues innumerables males se producen y nadie los encauza, ni nadie los reprueba. De hecho, el desorden ha asumido una especie de método y consistencia propias.[333]

San Juan Crisóstomo acusa a la excesiva riqueza, al enorme poder y al lujo de destruir la integridad de las iglesias. Los clérigos, contagiados por la enfermedad de «la lujuria por la autoridad», pelean por los candidatos sobre la base de la preeminencia de la familia, la riqueza o el partidismo. Otros apoyan la candidatura de sus amigos, parientes o aduladores, «pero nadie busca al hombre realmente cualificado». Ignoran, dice san Juan Crisóstomo, la única cualificación válida, «la excelencia de carácter».[334] Los paganos ridiculizan con razón este asunto: «Veis —dicen— como todos los problemas entre los cristianos están llenos de vanagloria. Y hay ambición entre ellos, e hipocresía. Despojadlos —dicen— de sus números y no son nada».[335]

¿Se adecuaba la idea forjada por los combativos cristianos de los primeros tiempos, que veían la Iglesia como una isla de pureza en un océano de corrupción, a las circunstancias de una religión estatal, una Iglesia que gozaba del favor imperial, de riquezas y de poder? San Juan Crisóstomo cree que su Iglesia todavía lucha contra poderosos rivales.[336] No considera la posibilidad de que su visión de la Iglesia, sancionada por casi cuatro siglos de tradición, ya no corresponda a la situación de sus camaradas cristianos de principios del siglo V. Ahora que el mundo había invadido la Iglesia y la Iglesia al mundo, se planteaban nuevas preguntas: por ejemplo, ¿cómo imaginaban los cristianos el nuevo rol de un emperador cristiano y la legitimidad de su gobierno no sólo sobre los paganos sin someter, sino sobre los propios cristianos (entre los que destacaba el flujo creciente de los que decían ser conversos)? Y ¿cómo explicaban los cristianos la perturbadora preeminencia de las iglesias, en las que convertirse en obispo garantizaba a un hombre exenciones fiscales, rentas cada vez mayores, poder social e incluso posible influencia en la corte?

Las tradicionales respuestas cristianas a la cuestión del poder ya no resultaban adecuadas a finales del siglo IV, cuando no sólo Constantino sino muchos otros, incluido Teodosio el Grande, habían gobernado como emperadores cristianos. La interpretación contraria de san Agustín de la política del paraíso —y, en concreto, su insistencia en que toda la raza humana, incluidos los redimidos, es completamente incapaz de gobernarse a sí misma— ofreció a los cristianos nuevas y radicales maneras de interpretar esta situación sin precedentes.

Mientras que san Juan Crisóstomo proclama la libertad humana, san Agustín interpreta lo contrario de la misma historia del Génesis: la esclavitud humana. En cuanto a la αὺτεξουσία, el poder para gobernarse uno mismo, san Agustín no puede concebirla como una realidad o incluso como un bien real, pues en su propia experiencia ha abandonado a la humanidad. Y san Agustín inicia sus reflexiones sobre el gobierno con la introspección.

Al recordar en las Confesiones su propia experiencia, san Agustín identifica instintivamente la cuestión del gobierno de uno mismo con el control racional de los impulsos sexuales. Cuando describe su lucha por la castidad, san Agustín recuerda como «en aquel año decimosexto de la edad de mi carne… yo entregué mis manos vencidas a aquel frenesí de voluptuosidad».[337] San Agustín era un cautivo y una víctima indefensa. Por medio del deseo sexual, dice, «hollábame el enemigo invisible y me seducía».[338] Confiesa que «esclavo de la pasión de la carne gozaba del mortífero placer de llevar a rastras mi cadena, temeroso de soltarla».[339] Al saber que su amigo «sentía estupor de la servidumbre del mío [espíritu]», san Agustín reflexiona: «aquello que me retenía cautivo y me aguijaba poderosamente era el hábito [consuetado] despótico de saciar mi concupiscencia insaciable».[340]

Si san Agustín hubiese confesado todo eso a un consejero espiritual como san Juan Crisóstomo, le hubiera ordenado liberarse de las cadenas que le ataban a los malos hábitos y recobrar y fortalecer, como si se tratase de músculos en desuso, su descuidada capacidad de elección moral. Pero en sus Confesiones san Agustín desafía abiertamente estas conjeturas. El libre albedrío es sólo una ilusión, ilusión que él mismo compartió una vez: «creía que la continencia dependía de las propias fuerzas, y estas fuerzas no las sentía yo en mí».[341] Al hacerse mayor, san Agustín cambió de opinión. En lugar de culpar a su carencia de fe en el poder del libre albedrío, san Agustín increpa a quienes falsamente creen poseer semejante poder: «¿Qué hombre hay que, conocedor de su flaqueza, se atreva a distribuir a sus propias fuerzas su castidad y su inocencia,…?»[342] El san Agustín maduro considera su propia experiencia paradigmática de toda experiencia humana, de la de Adán: «siendo cautivo —dice— simulé una menguada libertad»,[343] como Adán había hecho, dice, acarreando sobre sí y sobre su descendencia un alud de pecado y castigo.

No debe extrañamos que en un principio la doctrina maniquea de los orígenes humanos, que había «explicado» el sentimiento de desamparo experimentado por él mismo, atrajese a san Agustín. También se identificaba con la forma en que los maniqueos interpretaban la tendencia al pecado no sólo como debilidad humana, sino (al igual que los rabinos habían enseñado del «impulso del mal», yetser hara‘) como una energía interna que se resistía en realidad a la voluntad de Dios. Cuando abandonó la teología maniquea, san Agustín reconoció que, sin saber cómo, había comprendido las enseñanzas cristianas sobre el libre albedrío. Más tarde sostendría que al negar el poder de la voluntad sólo repetía lo que san Pablo había dicho mucho antes («pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… puesto que no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero»; véase Romanos 7:15-25). Desde entonces, muchos cristianos —entre los que se encuentra el famoso monje agustino Martín Lutero— hallarían convincente la interpretación de san Agustín de las palabras de san Pablo. Sin embargo, recientes estudios especializados, como la obra de Peter Gorday, confirman la impresión de que san Agustín en realidad inventó esta interpretación de las palabras de san Pablo al osar aplicarlas a los cristianos bautizados.[344] Los predecesores cristianos de san Agustín, incluidos san Juan Crisóstomo y Orígenes, supusieron que las declaraciones de san Pablo sobre la insuficiencia de la voluntad sólo se aplicaban a quienes carecían de la gracia del bautismo cristiano. San Agustín también lo sabía y se esforzó en comprender las enseñanzas católicas (en sus propias palabras) «el libre albedrío era causa que nosotros obrásemos mal… y no llegaba a ver esto claramente». Una vez empezó a reconocer el poder de su propia voluntad dice «el saber yo tanto que tenía una voluntad… De suerte que cuando quería o no quería una cosa tenía certidumbre absoluta de no ser otro sino yo quien quería y quien no quería, y ya desde entonces iba advirtiendo que allí residía la causa de mi pecado».[345] Sin embargo, lejos de renunciar por completo al papel de víctima, san Agustín dice «aquello que yo hacía contra mi voluntad más era padecer que hacer, y juzgaba ser este linaje de coacción no culpa, sino pena».[346]

A través del angustiante proceso de su conversión, san Agustín dice haber descubierto que estaba limitado por el conflicto interno de su propia voluntad:

Yo suspiraba, ligado, no por cadena ajena, sino por mi propia férrea voluntad. El enemigo se había apoderado de mi voluntad, y con ella había fabricado una cadena, y aprisionándome con ella. Mi voluntad perversa se hizo pasión, la cual, servida, hízose costumbre, y la costumbre no contrariada hízose necesidad. Y con éstos a manera de eslabones trabados entre sí… me tenía aherrojado en dura servidumbre.[347]

San Agustín llegó a ver su propia voluntad dividida y en consecuencia impotente: «era yo quien quería y yo mismo quien no quería, y yo era yo. Ni del todo quería ni no quería del todo. Por eso yo lidiaba contra mí mismo y yo mismo me partía en dos pedazos».[348] ¿Cómo resolvió este conflicto? San Agustín insiste en que, como sufrió mucho por esto contra su voluntad, «no obstante, no era yo quien obraba sino el pecado que habitaba en mí, pecado que manó del castigo de otro pecado más libre, porque era hijo de Adán».[349]

En sus primeros escritos, como indica Edward Cranz, san Agustín expresa ideas sobre la libertad humana y el gobierno de uno mismo que prácticamente repiten las de sus predecesores, como san Juan Crisóstomo.[350] Pero, en el capítulo catorce de la Ciudad de Dios, parece que san Agustín trata de demostrar que, aunque en su día Adán hubiera tenido libre albedrío, por sí mismo nunca lo habría percibido. Incluso en su descripción del caso de Adán, san Agustín revela su ambivalencia, o al menos una abierta oposición hacia la posibilidad de la libertad humana. Aquello que los primeros apologistas habían celebrado como el mayor don de Dios a la humanidad —el libre albedrío, la libertad, la autonomía, el gobierno de uno mismo— san Agustín lo define en términos sorprendentemente negativos. Adán recibió la libertad como un derecho de nacimiento, pero, según san Agustín, el primer hombre concibió un deseo de «libertad»,[351] y ese deseo se convirtió a ojos de san Agustín en la raíz del pecado, revelando nada menos que desacato a Dios. El deseo de gobernar la propia voluntad, lejos de expresar lo que Orígenes, Clemente de Alejandría y san Juan Crisóstomo consideraban la verdadera naturaleza de los seres racionales, es para san Agustín la gran y fatal tentación: «el árbol de la ciencia del bien y del mal es el libre albedrío de la voluntad» (proprium voluntatis arbitrium).[352] San Agustín no puede evitar calificar el deseo del gobierno de uno mismo como una total y obstinada perversión: «El alma, complacida en el uso desordenado de su propia libertad y desdeñando servir a Dios… y por haber abandonado libremente al Señor superior».[353] Seducido por el deseo de autonomía, Adán se ve arrastrado hacia «una servidumbre dura y miserable bajo el poder de aquél a quien dio su consentimiento pecando».[354]

Incómodamente consciente de una contradicción en su argumento, san Agustín explica que la obediencia y no la autonomía debía haber sido la verdadera virtud de Adán, pues a la criatura racional «cuya creación se acomodó a esta norma, le es útil estar sometida, y nocivo hacer su voluntad y no la de su Creador».[355] Confesando que, «al parecer, es una paradoja»,[356] san Agustín recurre al lenguaje paradójico para describir cómo Dios «advertía a la criatura que Él era su Señor y que le convenía servirle libremente [cui libera servitus expediret]».[357] Sin embargo, san Agustín insiste en que, fueran cuales fuesen las limitaciones de la libertad de Adán, el primer hombre era más libre que cualquiera de sus descendientes, pues sólo la historia del mal uso del libre albedrío por parte de Adán puede rendir cuentas de las contradicciones que descubrió dentro de sí, atrapada su propia voluntad en un conflicto perpetuo, «aquello que yo hacía contra mi voluntad, más era padecer que hacer».[358]

San Agustín sabía que la mayoría de sus coetáneos cristianos encontrarían esta declaración increíble, por no decir herética. De hecho, San Juan Crisóstomo advierte a los pusilánimes que no culpen a Adán de sus propias transgresiones. Cuando alguien le pregunta: «¿Qué he de hacer? ¿Debo morir por su culpa?» responde: «No es por su culpa, por lo que no has permanecido sin pecar. En cualquier caso, aunque no sea el mismo pecado, has cometido otros».[359] Muchos cristianos, igual que sus predecesores y coetáneos judíos, habrían dado por sentado que el pecado de Adán atrajo el sufrimiento y la muerte sobre la humanidad. Pero muchos judíos y cristianos también habrían estado de acuerdo en que Adán legó a cada uno de sus descendientes la libertad para elegir entre el bien y el mal. Muchos cristianos suponían que lo importante de la historia de Adán era advertir a todo el que la oyera de que no emplease mal esa capacidad de libre elección concedida por Dios.

Pero san Agustín intenta laboriosamente demostrar lo contrario: que Adán, lejos de ser el individuo único que san Juan Crisóstomo imaginó, era en realidad una personalidad colectiva. Destacando que la génesis de Adán a partir de la tierra difiere esencialmente de la de cualquiera de sus descendientes nacidos por el parto, san Agustín dice:

Todo el género humano, que había de pasar a la posteridad por medio de la mujer, estaba en el primer hombre cuando la unión de los cónyuges recibió de Dios la sentencia de su condena. Y, por lo que hace al origen del pecado y de la muerte, el hombre engendró lo que se hizo de propia cosecha, no al ser creado, sino al pecar y ser castigado.[360]

El propio castigo, continúa san Agustín, «efectuó en su naturaleza original un cambio a peor». San Agustín deduce la naturaleza de este cambio de una interpretación peculiar de Romanos 5:12.

El texto griego dice «por un solo hombre [o “debido a un hombre”, διἑνὸσ᾽ ανθρώπου] entró el pecado en el mundo y por el pecado, la muerte, y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto [ἔφᾧ] todos pecaron». San Juan Crisóstomo, como muchos cristianos, interpretó que el pecado de Adán introdujo la muerte en el mundo, y la muerte se cernió sobre todos los hombres porque «todos pecaron». Pero san Agustín leyó el pasaje en latín y, de este modo, ignoró o no tuvo consciencia de las connotaciones del griego original, por lo que interpretó incorrectamente la última frase como si se refiriese a Adán. San Agustín insistió en que significaba que «la muerte alcanzó a todos los hombres, por el cual todos pecaron», que el pecado de un «solo hombre», Adán, acarreó a la humanidad no sólo la muerte universal, sino también el pecado, universal e inevitable. San Agustín utiliza el pasaje para negar que los seres humanos tengan libertad de elección moral, algo que los judíos y los cristianos habían considerado los derechos de nacimiento de la humanidad hecha a «imagen de Dios». Por el contrario, San Agustín declara que toda la raza humana ha heredado de Adán una naturaleza irreversiblemente dañada por el pecado. «Todos estuvimos en aquel uno cuando fuimos todos aquel uno, que cayó en pecado por la mujer, hecha de él antes del pecado».[361]

¿Cómo se puede imaginar que millones de individuos todavía no natos estuvieran «en Adán» o, de algún modo, «fueran» Adán? Anticipándose a las objeciones que hubieran reducido su argumento al absurdo, san Agustín dice de modo triunfal que «aún no había sido creada y difundida nuestra forma individual, forma que cada uno habíamos de tener, pero ya existía la naturaleza germinal, de la que nos habíamos de propagar todos».[362] San Agustín sostiene que esa naturaleza seminal «ligada con el vínculo de la muerte» transmitía el daño contraído por el pecado.[363] Por tanto, concluye san Agustín, todo ser humano concebido por medio de semen ya nace contaminado por el pecado. A través de este sorprendente argumento,[364] san Agustín intenta demostrar que todo ser humano no sólo está esclavizado desde su nacimiento, sino desde el momento de su concepción. Y al considerar a Adán como una personalidad colectiva, san Agustín aplica su relato de la experiencia de Adán, interrumpida por el primer pecado, a cada uno de sus descendientes (excepto, por descontado, a Cristo, concebido sin semen, razona con ingenio san Agustín).

Para describir el principio del pecado original en Adán, san Agustín adopta un lenguaje político, en concreto el lenguaje de la política sexual.[365] Describe su experiencia de la pasión mediante metáforas políticas, como «rebelión» contra el gobierno de la mente. Pues al principio, cuando sólo existía un hombre en el mundo, Adán descubrió en su interior el primer gobierno, el dominio del alma racional, la «mejor parte del ser humano», sobre la «parte inferior». Sin duda influido por su estudio sobre la filosofía platónica, san Agustín define sus respectivas funciones en términos políticos: el alma subyuga por derecho divino a todos los miembros de su «sirviente inferior», el cuerpo, mediante el poder dominante de su voluntad. Dentro de Adán, como dentro de Eva, el alma y el cuerpo obedecían la autoridad de la voluntad racional: «Aunque soportaban un cuerpo animal, no sintieron desobediencia moviéndose contra ellos… Cada uno recibió el cuerpo como sirviente… y el cuerpo obedecía a Dios… en adecuada servidumbre, sin resistencia».[366]

Pero la pareja primigenia pronto experimentó en su interior no sólo el primer gobierno de la tierra, sino también la primera revolución. San Agustín recalca que la afirmación de Adán de su propia autonomía fue equivalente a una rebelión contra el dominio de Dios. San Agustín reconoce lo adecuado del castigo al crimen de insurrección: «¿qué se retribuyó como pena al pecado de desobediencia sino la desobediencia? Y ¿qué miseria hay más propia del hombre que la desobediencia de sí mismo contra sí mismo?».[367] Sin embargo, san Agustín subraya que la pena por el pecado entraña más que los impulsos corporales rebelándose contra la mente. En cambio, la «carne» que lucha contra la «ley de la mente» abarca a «toda la naturaleza del hombre».[368] Las experiencias más comunes de frustración —inquietud mental, dolor corporal, envejecimiento, sufrimiento y muerte— demuestran sin cesar nuestra incapacidad para ejercer el dominio de nuestra voluntad, pues ¿quién sufriría algo de esto, se pregunta san Agustín, «si nuestra naturaleza obedeciera en todo y sin medida a nuestra voluntad»?[369]

Pero sobre todo, lo que resume nuestra rebelión contra Dios es la «rebelión de la carne», una insurrección espontánea, por así decirlo, de los «miembros desobedientes»:

Tan pronto como se llevó a efecto la transgresión del precepto [Adán y Eva]… Sintieron, pues, un nuevo movimiento en su carne desobediente como castigo debido a su desobediencia… El alma, complacida en el uso desordenado de su propia libertad y desdeñando servir a Dios, se vio privada de la primera sujeción de su cuerpo.[370]

En concreto, san Agustín se cuestiona: «¿se originó la libido en los miembros desobedientes de los primeros hombres del pecado de desobediencia?… y porque el movimiento impudente [impudens motus] resistía al albedrío de la voluntad cubrieran sus vergüenzas».[371] Al principio, Adán y Eva habían sido creados por Dios con dominio mental sobre el proceso de la procreación: los miembros sexuales, como otras partes del cuerpo, realizaron el trabajo de la procreación por un deliberado acto de la voluntad, «como un apretón de manos». No obstante, san Agustín sostiene que, desde el Edén, el deseo sexual espontáneo es la prueba más evidente del efecto del pecado original, siendo sobre todo esto lo que demuestra el triunfo de la pasión. Lo que más impresionó a san Agustín es que esta excitación sexual funciona con independencia del recto dominio de la voluntad: «con razón son llamados vergonzosos [pudenda]… los miembros que ella [la libido] mueve o no mueve en fuerza de cierto derecho propio por decirlo así, no del todo sujeto a nuestro arbitrio».[372] La excitación sexual difiere de otras formas de pasión, afirma san Agustín, pues en el caso de la ira y las demás, no es el impulso lo que mueve cualquier parte del cuerpo, sino la voluntad que controla y consiente el movimiento. Un hombre colérico toma un decisión la asuma o no, pero un hombre excitado sexualmente puede encontrarse con que la erección ocurre con alarmante autonomía. San Agustín considera irrefutable la evidencia de que la lujuria (libido), arrebatando a los órganos sexuales del control de la voluntad, los «sometió de tal manera… a su aparente dominio, que no pueden moverse sin ella [libido] y sin su presencia espontánea o provocada».[373] Tan desligada está su voluntad del deseo, que un hombre que quiera excitación sexual puede encontrar que la libido le abandona.

A veces ese movimiento les importuna sin quererlo y a veces les deja con el caramelo en la boca. El alma chirría por el calor de la concupiscencia, y el cuerpo tirita de frío. Y así, ¡cosa extraña!, la libido no sólo rehúsa a obedecer al deseo legítimo de engendrar, sino también al apetito lascivo. Ella, que de ordinario se opone al espíritu que la enfrena, a veces se revuelve contra sí misma, y, excitando el ánimo, se niega a excitar el cuerpo.[374]

San Agustín pone de relieve que, al margen de sus consecuencias, experimentar excitación es pecado en sí mismo: «Semejante desobediencia de la carne, que consiste en la excitación, incluso cuando no se le permite que tenga efecto, no existía en el primer hombre ni en la primera mujer».[375] Sin embargo, san Agustín admite que

así para la fecundación y la concepción uniría las dos naturalezas, no el apetito libidinoso, sino el uso voluntario… aunque tratamos de conjeturar, según nuestras posibilidades, cómo y cuáles serían antes de ser vergonzosas… Y, dado que esto que digo no lo experimentaron ni quienes pudieron experimentarlo (porque, una vez metidos en el pecado, merecieron el ser desterrados del paraíso antes de cohabitar con voluntad tranquila).[376]

Pero san Agustín cree que toda persona puede verificar por medio de la experiencia el cambio radical al que le empuja su propia turbación interna, el cambio que identifica el deseo sexual como prueba y castigo del pecado original. El hecho de que todos nosotros experimentemos el deseo de modo espontáneo con independencia de la voluntad, significa, según san Agustín, que lo experimentamos contra nuestra voluntad. Por tanto, el deseo sexual implica por naturaleza vergüenza: «Con razón nos avergonzamos de esta libido».[377] San Agustín cree que la práctica universal de cubrir los genitales y resguardar el acto sexual de la vista del público[378] demuestra la verdad de las anteriores afirmaciones.

Por supuesto, debemos hacer una pregunta obvia: ¿no es posible experimentar deseo de acuerdo con la voluntad (como, por ejemplo, cuando realizamos el acto sexual con el propósito de la procreación)? San Juan Crisóstomo diría que sí, pero la propia definición del deseo sexual de san Agustín excluye tal posibilidad. Al participar de la experiencia humana a través de un acto de rebelión contra la voluntad, el deseo jamás puede cooperar con la voluntad para formar, por así decirlo, un gobierno de coalición. Para san Agustín, «no hay duda de que la naturaleza humana se avergüenza de esta libido… que dejó sometidos los órganos sexuales a sus propios movimientos y los desligó de la voluntad».[379]

San Agustín cree que al definir el deseo sexual espontáneo como la prueba y el castigo del pecado original, ha conseguido implicar a toda la raza humana, excepto, por supuesto, a Cristo. Sólo Cristo entre toda la humanidad, explica san Agustín, nació sin libido, al nacer sin la intervención del semen que transmite sus efectos. Pero el resto de la humanidad desciende de un proceso procreativo que desde Adán se da con vehemencia y sin control, afectando a toda la naturaleza humana.

¿Qué puede entonces remediar la miseria humana? ¿Cómo puede alguien conseguir un equilibrio interno, y mucho menos establecer una armonía social y política entre el hombre y la mujer y entre el hombre y el hombre? Toda la teología de la caída de san Agustín depende de su radical afirmación de que ningún poder humano puede repararla. Sin embargo, sabiendo que muchos filósofos (incluidos cristianos con educación filosófica, desde Justino Mártir hasta san Juan Crisóstomo) se alzaban contra él y contra su argumento e invocarán el testimonio de todos los que practican con éxito el autocontrol —tanto filósofos paganos como ascetas cristianos— san Agustín emprende la ofensiva. Admite que hay poca gente que refrene sus pasiones a través del dominio de sí mismo, llevando precisamente vidas de templanza y santidad. Pero mientras otros veneran a tales personas por su hazaña, san Agustín los acusa de neurosis: «no es sanidad natural [sanitas ex natura], sino enfermedad culpable [languor ex culpa»].[380] Pues no sólo los «hombres vulgares, sino, sobre todo, los piadosos y los muy perfectos y santos» son asolados por el pecado y dominados por la pasión. Desprecia el intento estoico por lograr apatheia —dominio de la pasión— por conducir a sus practicantes a la arrogancia y al aislamiento del resto de la humanidad, «en lugar de alcanzar una serenidad verdadera».[381] Ridiculizando así estos esfuerzos por reafirmar el poder de la voluntad, san Agustín deduce que la «rebelión de nuestros miembros… esa prueba y castigo de la rebelión del hombre contra Dios» no sólo es universal, sino también imposible de erradicar. Parte de nuestra naturaleza está en revuelta permanente contra la «ley de la mente», incluidos filósofos, bautizados y santos. Y, como todos, incluso los mejores ascetas, se enfrentan a la misma y continua insurrección interna, san Agustín deduce que la humanidad ha perdido por completo su capacidad original de autogobierno.

Al dibujar tan drástico cuadro de los efectos del pecado de Adán, san Agustín considera al gobierno humano, aunque sea tiránico, como la defensa indispensable contra las fuerzas que el pecado ha liberado en la naturaleza humana. Sin embargo, su análisis del conflicto interno lleva directamente hasta su visión del conflicto social en general. La guerra interior nos conduce a la guerra con los demás y nadie, pagano o cristiano, está exento de ello. Así, explica, «mientras que un hombre bueno progresa hacia la perfección, una parte de él puede estar en guerra con otra de sus partes, por tanto, dos hombres buenos pueden estar en guerra».

Al principio, san Agustín coincide con san Juan Crisóstomo en que la política empezaba en casa:

En efecto, la cópula carnal entre el hombre y la mujer, desde el punto de vista social, es, diríamos, una especie de semillero de la ciudad… La paz de la casa es la ordenada concordia entre los que mandan y los que obedecen en ella, y la paz de la ciudad es la ordenada concordia entre los ciudadanos que la gobiernan y los gobernados… Y la paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden. Y el orden es la disposición que se asigna a las cosas diferentes y a las iguales el lugar que les corresponde. (Pues, entonces, el hogar de un hombre [hominis domus] debe ser el principio o el constituyente elemental de la ciudad, y cada principio sirve a su propio fin, y cada parte sirve a la integridad del conjunto del que es parte, sigue bastante claramente que la paz doméstica sirve a la paz cívica, es decir, que el acuerdo ordenado de mandato y obediencia entre los que viven juntos en un hogar sirve al ordenado acuerdo de mandato y obediencia entre los ciudadanos).[382]

Al reconocer que Adán y Eva fueron originalmente creados para vivir juntos en un orden armonioso de autoridad y obediencia, superioridad y subordinación, como el alma y el cuerpo, «debemos deducir —dice san Agustín— que el marido está para gobernar a su mujer como el espíritu gobierna sobre la carne». Pero cuando cada miembro de la pareja primigenia hubo experimentado esta primera revolución interna en la que las pasiones corporales se levantaron contra el alma, experimentaron una ruptura análoga en su relación mutua. Aunque originalmente fue creada igual al hombre, considerando su alma racional, la formación de la mujer a partir de la costilla de Adán la estableció como la «parte inferior de la sociedad humana».[383] Al estar tan íntimamente ligada a la pasión corporal, la mujer, aunque creada como ayuda del hombre, se convirtió en su tentadora y le llevó al desastre.[384] El relato del Génesis describe el resultado: Dios reforzó la autoridad del marido sobre su mujer, dotando de sanción divina al mecanismo social, legal y económico de la dominación masculina.

Al margen de la relación entre los sexos, san Agustín vuelve a estar de acuerdo con san Juan Crisóstomo en que Dios «quiso que el hombre racional, hecho a su imagen, dominara únicamente a los irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre a la bestia».[385] A diferencia del dominio del hombre sobre la mujer, el dominio del hombre sobre otros hombres viola su igualdad original, por tanto «la primera causa de la servidumbre es el pecado».[386] Sin embargo, san Agustín difiere notablemente de san Juan Crisóstomo cuando explica cómo el pecado, transmitido desde los primeros padres a través de la reproducción sexual, contagió a sus descendientes, de modo que ahora «cualquiera, al descender de un linaje condenado, es desde el principio necesariamente malo y carnal a través de Adán».[387] También otras formas del deseo carnal, como por ejemplo la envidia, superan el juicio racional, y así Caín asesinó a su hermano, ejemplificando la lujuria de poder que ahora domina y pervierte la estructura de las relaciones humanas.

Quienes comparten la visión de san Agustín sobre los desastrosos resultados del pecado aceptan también el dominio de un hombre sobre los demás —amo sobre esclavo, gobernante sobre súbdito— como una necesidad ineludible de nuestra universal naturaleza falible:

Mas en ese orden de paz que somete unos hombres a otros, la humildad es tan ventajosa al esclavo como nociva la soberbia al dominador. Sin embargo, por naturaleza, tal como Dios creó al principio al hombre, nadie es esclavo del hombre ni del pecado. Empero, la esclavitud penal está regida y ordenada por la ley; que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo,[388]

San Agustín explica que la naturaleza humana desea por instinto la armonía social: «¡Cuánto más es arrastrado el hombre por las leyes de su naturaleza a formar sociedad con todos los hombres y a lograr la paz [societatem pacemque] en cuanto esté de su parte!».[389] Pero el pecado pervierte este impulso universal, convirtiéndolo en el orden forzoso que constituye la «paz terrenal».

Ciertos eruditos han subrayado —con mucho acierto— que san Agustín restringe cuidadosamente su afirmación del gobierno secular. El estudioso danés Henrik Berkhof, que escribió durante la segunda guerra mundial, considera a san Agustín representativo de lo que él denomina visión «teocrática», que subordina los intereses del Estado a los de la Iglesia. Wilhelm Kamlah, que escribió en Alemania después de la guerra, declara que la teoría de san Agustín priva al Estado de cualquier pretensión de valor religioso fundamental y lo considera, en realidad, un «mal necesario».[390] R. Markus señala que, al madurar, san Agustín rechazó terminantemente la creencia clásica —antes compartida incluso por los cristianos que estaban encantados con el «imperio cristiano»— de que el Estado y su poder sirven para el bien fundamenta] de la humanidad. En verdad, san Agustín no se hace ilusiones sobre los motivos de los gobernantes para procurar la paz. Incluso un criminal solitario, dice, «pide paz en su hogar y, si es necesario, la obtiene por la pura brutalidad. Sabe que el precio de la paz es tener a todos sometidos a una dirección, en este caso a él».[391] Si ese hombre obtuviera poder sobre una sociedad mayor, continúa san Agustín, gobernaría con el mismo impulso brutal:

Por eso todos los hombres desean la paz en su propia sociedad, y todos la quieren desde su punto de vista. Cuando van a la guerra, lo que desean es hacer suyos, si pueden, a sus enemigos, e imponerles la voluntad del vencedor, y llamarlo paz… Los pecadores odian la igualdad de todos los hombres ante Dios, y como si fueran Dios quieren imponer su propia soberanía sobre los otros hombres.[392]

Tan pragmáticas y negativas afirmaciones sobre la función del gobierno no son, desde luego, originales de san Agustín. Como hemos visto, Justino Mártir, dirigiéndose a los emperadores Antonino Pío, Marco Aurelio y Lucio Vero dos siglos y medio antes había tomado una imagen de la tradición filosófica[393] para decir que quienes gobiernan por la fuerza bruta «tienen tanto poder como los ladrones del desierto».[394] Marco Aurelio utilizó la misma imagen en sus propias Meditaciones, así como hace san Agustín en otro pasaje famoso: «Sin la justicia ¿qué otra cosa son los reinos sino grandes robos? Pues ¿qué son los robos sino pequeños reinos?»[395] Tampoco es más original su insistencia en que la autoridad política no es natural al hombre, sino el resultado de su condición pecadora.[396] Ireneo, el joven colega de Justino, había descrito como

Dios impuso sobre la humanidad el temor de los hombres pues no habían tenido conocimiento del temor de Dios, de modo que, estando sometidos a la autoridad humana y bajo las restricciones de sus leyes, pudieran conseguir cierto grado de justicia… Sin embargo, el gobierno terrenal ha sido designado por Dios, y no por el diablo, para provecho de las naciones… para que así, por temor al gobierno humano, la gente no se devorase unos a otros como peces.[397]

A su vez, Ireneo se remontaba a una tradición mucho más antigua, al emplear, de hecho, una imagen rabínica para interpretar la advertencia de san Pablo a los cristianos sobre los usos positivos de la coacción gubernamental (Romanos 13:1-6).

Sin embargo, los predecesores de san Agustín, Justino e Ireneo habían afirmado la necesidad de un gobierno coercitivo solo para «los del exterior». Como san Juan Crisóstomo, ambos distinguían claramente entre el gobierno coercitivo necesario para los del exterior y el gobierno interno de la Iglesia. Justino e Ireneo coincidían en que los cristianos bautizados se habían recuperado fundamentalmente del daño infligido por el pecado. El bautismo transforma a los conversos de su primer estado como «hijos de la necesidad y la ignorancia… en hijos de la elección y el conocimiento», limpios de pecado, iluminados, dice Justino, «por nuestros deseos, también, de ser buenos ciudadanos y cumplir los mandamientos».[398]

San Agustín está de acuerdo con sus predecesores en dibujar dos modos distintos de relación: una motivada por los impulsos de dominio y sumisión, la otra por el amor mutuo. Pero lo que separa la postura madura de san Agustín de la de sus predecesores es su simple negativa a identificar al primero con el Estado y al segundo con la Iglesia. Tal y como los redefine, la «ciudad del hombre» y «la ciudad de Dios» traspasan ambas categorías. Ni siquiera los cristianos bautizados están exentos de los impulsos conflictivos de la guerra y de la necesidad de gobierno externo.

Por el contrario, san Agustín afirma que todo gobierno es sólo una superestructura impuesta sobre la rebelión interna que el pecado ha instigado dentro de todos, lo mismo en paganos que en cristianos. En consecuencia, cree que la situación de los cristianos bautizados es mucho más compleja de lo que imagina san Juan Crisóstomo. El cristiano, igual que el no creyente, debe luchar contra el enemigo interior que tiene poder sobre su voluntad y, por lo tanto, también él necesita la ayuda de la disciplina externa. Incluso en su vida doméstica, dice san Agustín, aunque el cristiano desea el cielo,

donde no sea necesario mandar a los hombres… Hasta allí… Si alguno en casa turba la paz doméstica por desobediencia, es corregida para su utilidad con la palabra o con cualquier otro género de pena justa y lícita admitido por la sociedad humana para acoplarle a la paz de que se había apartado.[399]

Si ni siquiera se puede confiar en que los cristianos se gobiernen a sí mismos, ¿cómo pueden pensar en el gobierno de la Iglesia? En un momento posterior de su vida, san Agustín llegaría a apoyar, tanto para la Iglesia como para el Estado, todo el arsenal de gobierno secular que san Juan Crisóstomo había repudiado: las órdenes, las amenazas, la coacción, los castigos e incluso la fuerza física. Mientras que san Juan Crisóstomo había definido su propia función como consejero y no como gobernante, san Agustín, igual que Ignacio de Antioquía, estima que el obispo gobierna «en lugar de Dios». Una de las imágenes favoritas de san Agustín de los dirigentes de la Iglesia y de Cristo, su modelo, es la del médico que asiste a quienes han sido bautizados pero, como él mismo, todavía están enfermos, contagiados por la misma enfermedad incurable contraída a través del pecado original.[400] En consecuencia, san Agustín tiende a ignorar las opiniones de los pacientes. Es responsabilidad del médico no sólo administrar a la humanidad enferma y sufriente la vivificante medicación de los sacramentos, sino también someterlos, si es necesario, a procedimientos disciplinarios como una especie de cirugía.

Esta visión de la Iglesia, defendida por otros como Alipio, el íntimo amigo de san Agustín, está relacionada, en cierto sentido, con la propia experiencia de éste. En sus Confesiones admite cuán desesperadamente perdido, enfermo y desvalido se sintió, creyendo que su voluntad estaba moralmente paralizada, mientras esperaba que la revelación de la gracia por medio de la Iglesia penetrase en él desde el exterior y le curase.[401] Pero otros cristianos seguramente no debieron de reconocer sus experiencias en el relato. Por ejemplo, el monje inglés Pelagio lo impugnaba encarnizadamente, criticando las Confesiones de san Agustín por popularizar una especie de autoindulgencia piadosa. ¿Cómo es que las peculiares ideas de san Agustín sobre los efectos del pecado original —y por tanto sobre la política de la Iglesia y del Estado— llegó a ser aceptada en los siglos V y VI, primero por los dirigentes de la Iglesia católica y después por la mayoría de sus miembros? Desde luego, la pregunta es tremendamente ambiciosa, pero tratemos de esbozar el principio de una respuesta.

En primer lugar, consideremos cuán conflictivas debieron de parecer a sus coetáneos las ideas de san Juan Crisóstomo y san Agustín. A principios del siglo V, los cristianos católicos vivían como súbditos de un imperio que ya no consideraban hostil ni, menos aún, malvado. Al repudiar el patronazgo de los dioses tradicionales dos generaciones antes, los emperadores hacían entonces uso de la fuerza militar para erradicar el culto pagano. Es más, los dos hijos de Teodosio el Grande, que reinaron a partir de su muerte en el año 395 como emperadores de Oriènte y Occidente, continuaron la política de su padre de retirar su protección a los cristianos arríanos y aliarse por completo con los obispos católicos y con el clero. Una generación anterior de obispos cristianos, entre ellos Eusebio de Cesarea, profundamente impresionados por los acontecimientos de los que habían sido testigos y convencidos de que vivían en un punto crucial de la historia, habían aclamado a Constantino y a sus sucesores como gobernantes elegidos por Dios. San Agustín, igual que muchos de sus compañeros cristianos, había compartido una vez semejante convicción. Pero después de dos generaciones, el imperio cristiano y sus gobernantes, aunque ya no eran hostiles, fueron en muchos aspectos demasiado humanos. A principios del siglo V, pocos que hubieran tratado directamente con el gobierno romano —no san Juan Crisóstomo ni tampoco san Agustín— lo habrían identificado con el reinado de Dios en la tierra.[402]

El san Agustín maduro ofrece una teología de la política mucho más compleja y exigente que ninguna de sus rivales. San Juan Crisóstomo declaraba que el gobierno imperial es innecesario para los creyentes, pero san Agustín insistía en que Dios había sometido a todos, tanto paganos como sacerdotes, al dominio del gobierno externo. Sin embargo, el razonamiento de san Agustín difiere profundamente de la ingenua aprobación de Eusebio, el teólogo de la corte de Constantino.

La sombría visión de san Agustín de una naturaleza humana asolada por el pecado original y desbordada por la lujuria de poder descarta la adulación incondicional y restringe su apoyo al dominio imperial.[403] Esa misma visión sombría le obliga a rechazar la premisa más optimista de san Juan Crisóstomo de que el poder imperial es necesario para los paganos, pero, en verdad, superfluo en las vidas de los ciudadanos piadosos. Por el contrario, san Agustín sitúa el gobierno secular en el centro de la sociedad humana, tan indispensable para sus mejores como para sus peores miembros. Para un cristiano las obligaciones cívicas ocupan un lugar secundario después de las obligaciones hacia Dios (o, lo que en la práctica suele significar, hacia la Iglesia). No obstante, al margen de un conflicto directo de intereses, incluso el obispo debe guardar la debida obediencia a la autoridad secular.[404] San Agustín sabía que el dominio del emperador, aunque limitado (o incluso brutal), es, sin embargo, tan permanente e inevitable —al menos en este mundo— como las consecuencias del pecado original. La teoría de san Agustín, más efectiva que la de Eusebio, por un lado, y la de san Juan Crisóstomo, por el otro, permitió a sus coetáneos llegar a un acuerdo con respecto a la realidad del imperio cristiano y con su indudable naturaleza humana.

Si el Estado del siglo V ya no parecía tan malvado como antaño, a su vez, la Iglesia ya no parecía tan santa. San Juan Crisóstomo, al sostener su teoría, por aquel entonces básicamente sectaria, deploró lo sucedido a la Iglesia católica desde que el favor imperial distinguió a los cristianos por primera vez: primero, el flujo masivo de conversos sólo de nombre y, segundo, el modo en que una lluvia de privilegios imperiales había cambiado de forma radical —armando gran revuelo— la dinámica de la política eclesiástica. Pero san Agustín interpreta lo que san Juan Crisóstomo sólo censura. Al transformar el modelo tradicional de la Iglesia y la premisa en la que se basaba —el libre albedrío—, la teoría de san Agustín del pecado original hacía teológicamente inteligibles no sólo las imperfecciones del Estado, sino también las de la Iglesia.

En segundo lugar, al cambiar el modo en que los cristianos católicos entendían el significado psicológico y religioso de la libertad (libertas), la teoría de san Agustín contenía el potencial para cambiar también su comprensión de la libertad política y sus relaciones con ella. En toda la República romana los ricos y los poderosos tendían a estar de acuerdo en que libertas significa vivir bajo el dominio de un «buen gobernante», esto es, un emperador ratificado por el Senado.[405]

Sin embargo, como hemos visto, ciertos cristianos, además de otras gentes, despreciaban la versión de la libertad de los patricios, por considerarla un eufemismo de esclavitud, es decir, de la subyugación política del gobierno totalitario de los últimos Césares. Para algunas personas, libertad significaba libertad con respecto a una autoridad superior y libertad con respecto a la coacción, incluida, por ejemplo, la libertad de palabra.

También hemos visto cómo los cristianos, mientras fueron una secta perseguida, ilegal y minoritaria, adoptaron la segunda opinión. Recordemos como Minucio Félix, que escribió c. 200 d. C., describe de modo retórico al cristiano que, sufriendo la tortura por causa de su fe, conserva su libertas:

¡Qué hermoso espectáculo para los ojos de Dios ver al cristiano luchar con el dolor, enfrentándose con las amenazas, suplicios y tormentos, despreciar sonriente el estrépito de los instrumentos mortíferos y el horror que inspira el verdugo, defender su libertad contra reyes y príncipes para someterla a sólo Dios… desafiar triunfante y victorioso al mismo que pronunció su sentencia![406]

Al negar la acusación de que los cristianos temían ofrecer sacrificios a los dioses paganos debido a razones supersticiosas, Minucio Félix declaraba que «no es una prueba de nuestro temor, es una afirmación de nuestra verdadera libertad».[407] Cuando Tertuliano, coetáneo de Minucio, desafió la autoridad imperial en nombre de «el derecho de mi libertad»,[408] dio por sentado que el término significaba libertad con respecto a una autoridad superior.[409]

San Agustín, por el contrario, al negar que los seres humanos poseyeran capacidad de libre albedrío, acepta una definición de la libertad mucho más acorde a la de los poderosos e influyentes con los que se identifica cordialmente. Según san Agustín, es la serpiente la que incita a Adán con su seductora tentación de libertad. El fruto prohibido simboliza «el libre albedrío de la libertad humana».[410] San Agustín añade: no «es el mal en sí mismo, sino que estaba en el jardín para enseñarle la principal virtud», la obediencia. Como hemos explicado antes, san Agustín llega así a la conclusión de que la humanidad jamás estuvo destinada a ser, en absoluto, verdaderamente libre. Dios nos permitió pecar para demostramos por medio de nuestra propia experiencia que «nuestro verdadero bien es la esclavitud»,[411] en primer lugar, esclavitud a Dios y, en segundo, a su agente, el emperador. Por raro que parezca, la paradoja de san Agustín encuentra un paralelismo en la retórica política de sus coetáneos. Claudio, el poeta de la corte pagano y propagandista al servicio de Estilicón y Honorio, emperador cristiano de Occidente, desafía a quienes llaman esclavitud (servitium) al gobierno del emperador: «¡Nunca es tan apreciada la libertad como bajo un buen rey!».[412] En los siglos siguientes, una idea similar fue incorporada a la misa católica imperial, que hacía al sacerdote rezar para que «los enemigos de la paz sean derrotados, la libertad romana pueda serviros con la seguridad» (secura tibi serviat Romana libertas).[413]

Por último, cualquiera que observe el contraste entre las vidas de los dos obispos, podría deducir que la versión de san Agustín de la política del paraíso demostró ser efectiva en las relaciones con los políticos del imperio romano del siglo V, mientras que la versión de san Juan Crisóstomo fracasó. Ambos, san Agustín, nacido en Tagarta, en el Norte de África, en el año 354, y san Juan Crisóstomo, nacido en Antioquía probablemente en el mismo año o algunos años antes,[414] crecieron en un mundo gobernado durante más de una generación por emperadores cristianos —que interrumpió la abrupta vuelta al patronazgo imperial del paganismo —que llevó a cabo Juliano durante dos años—. Sin embargo, las respuestas de san Agustín a la nueva constelación del poder imperial fueron muy distintas de las de san Juan Crisóstomo.

San Juan Crisóstomo perdió a su padre siendo muy joven, su madre le educó a él y a su hermana, a los dieciocho años fue bautizado y se hizo monje. En una de sus primeras publicaciones Comparación entre un rey y un monje, escrita en una época en la que el mundo, la corte imperial y la Iglesia se mezclaban de una forma sin precedentes, san Juan Crisóstomo defendió apasionadamente el poder sagrado frente al secular, tema que le preocuparía toda su vida. Unos doce años más tarde, como he señalado anteriormente, cuando la gente de Antioquía se rebeló y derruyó las estatuas imperiales en protesta contra el emperador, san Juan Crisóstomo se dirigió a su audiencia, que esperaba aterrorizada las represalias imperiales, y se atrevió a proclamar que incluso el propio emperador necesita del sacerdote y está sometido a la autoridad superior de éste, y no que el cristiano está sometido al emperador, como san Agustín habría hecho: «Él es un gobernante, y un gobernante de mayor dignidad que los demás, pues las leyes sacras colocan bajo sus manos la cabeza real».[415] Cuando el obispo colaboró con el emperador para resolver la crisis, san Juan Crisóstomo dijo que esos acontecimientos demostraban a los no creyentes «que los cristianos son los salvadores de la ciudad, sus guardianes, sus protectores y sus maestros… Que los no creyentes aprendan que el temor a Cristo es un brida a toda clase de autoridad».[416]

En el año 397 san Juan Crisóstomo recibió una inesperada invitación a Constantinopla, la capital oriental del imperio. Apresurándose hacia allí en secreto, le sorprendió ser nombrado obispo de Constantinopla, dignidad próxima a la cima del poder eclesiástico. Por la ley canónica del año 391, el obispo de Constantinopla ocupaba un puesto inferior sólo al obispo de Roma, pero a menudo un hombre con ese cargo, como consejero y jefe espiritual del emperador, de la familia imperial y de la corte entera, superaba a todos los demás en influencia. Eutropio, el brillante y poderoso eunuco que controlaba la política de la corte del emperador Arcadio, su joven e inútil pupilo, había dispuesto el nombramiento. Probablemente Eutropio esperaba que el piadoso y elocuente Crisóstomo no tuviera ni ambición ni talento para la política de la corte. Eutropio estaba en lo cierto. San Juan Crisóstomo era tan poco político, estaba tan ocupado en sus responsabilidades de consejero moral de los poderosos, de defensor de los indigentes y los oprimidos, y de austero guardián de la disciplina del clero, que en tres años resultaba molesto prácticamente a todos los que antaño habían celebrado su nombramiento. Sus actos de conciencia social le enemistaron con los poderosos de la corte y el clero. Y su intento de construir un hospital para leprosos justo al otro lado de las murallas de la ciudad desató una «guerra» de protestas que finalizó con su expulsión del cargo.[417] Un historiador deduce que san Juan Crisóstomo «por su necio idealismo, orgullosamente desdeñó el favor de la corte, en la que sólo descansaban los altos cargos del episcopado».[418] Otro se pregunta si merece ser venerado como santo y mártir o condenado «corame un idéaliste dépourvu de finesse diplomatique, un zélote sans tact, ou un fanatique incapable de nuances et victime de son emportement».[419] Los admiradores de san Juan Crisóstomo atribuyeron las acciones del obispo a sus profundas convicciones religiosas y a su intransigente conciencia moral. No obstante, hasta éstos pudieron ver cómo esas cualidades le acarreaban acusaciones de «severidad y rudeza» y de arrogancia intolerable en un hombre de su posición, con lo cual preparaba el terreno a sus enemigos.

Después de seis años en el cargo, san Juan Crisóstomo vio cómo sus enemigos triunfaban sobre sus antiguos partidarios; se vio depuesto de su dignidad episcopal, quizás evitando la muerte por muy poco, y acompañado de una copiosa guardia inició el arduo camino hacia el destierro. Enfermo y solo, defendido y confortado por unos pocos amigos fieles, vivió sólo tres años más. Pero las convicciones de san Juan Crisóstomo jamás cambiaron: el poder secular y el espiritual son antitéticos y se excluyen mutuamente. Desde el exilio escribió a su amiga íntima y defensora, la diaconesa Pentadia, palabras que sin duda expresan reflexiones sobre sus propios sentimientos, así como los de ella:

Me regocijo… y encuentro el mayor consuelo en mi soledad, en el hecho de que hayas sido tan valiente y recta y no te hayas permitido obrar mal… Alégrate y disfruta de tu victoria. Pues han hecho todo lo que han podido contra ti. A ti, que sólo conoces la Iglesia y tu celda monástica, te han sacado a la luz pública, de allí a la corte y de la corte a la cárcel. Han levantado falsos testimonios, han calumniado, asesinado, vertido ríos de sangre… y no han ahorrado medios para aterrorizarte, y obtener de ti una mentira… Pero tú les has avergonzado a todos.[420]

Consideremos ahora el caso de san Agustín. Nacido en una familia no patricia, san Agustín nos cuenta que su pagano padre, Patricio, un hombre que solía ser infiel a su esposa, no sólo fracasó en «desarraigar las zarzas de la lujuria» en su hijo, sino que se mostró complacido por el apetito sexual adolescente de su hijo. (Tal vez san Agustín tenía en mente a su fogoso padre cuando se quejaba de «la educación tradicional que me enseñó que Júpiter castigaba a los malvados con sus truenos y sin embargo cometía adulterio»). Su cristiana madre, santa Mónica, soportó con paciencia las infidelidades de su esposo, dice Agustín, pero «me imploraba encarecidamente que no fornicase». Como joven debió turbarle semejante consejo «femenino». Mucho más tarde, al recordar el pasado, llegó a pensar que Dios le había hablado a través de su madre y que «cuando hacía caso omiso de ella, hacía caso omiso [de Dios]». San Agustín emprendió una carrera secular con mucha ambición y se sumergió en la vida de la ciudad, representaciones teatrales, fiestas, concursos retóricos, muchas amistades. Después de varias relaciones sexuales precoces, vivió unos años con una mujer de clase baja que cautivó sus pasiones y le dio un hijo, pero la abandonó por un matrimonio socialmente ventajoso que su madre había dispuesto para él. Sin embargo, ya convertido en un prestigioso retórico, san Agustín se sentía dividido. Aunque le atraía la reflexión filosófica y religiosa, carecía de voluntad para olvidar su matrimonio y su carrera. Cuando tenía treinta y dos años, aguijoneado por los relatos de los anacoretas del desierto, renunció al mundo y fue bautizado. Tres años más tarde, «habiendo abandonado toda esperanza mundana», san Agustín fue a Hipona para emprender la vida monástica en la que quiso entrar. Más tarde protestó ante su congregación y sostuvo que jamás había tenido intención alguna de desempeñar un cargo eclesiástico, mostrándose ambivalente respecto de su brillante carrera eclesiástica: «pero me apresaron, fui hecho sacerdote, y así llegué al grado del episcopado».[421]

Como Peter Brown ha señalado, la iglesia a la que san Agustín eligió unirse «no era la vieja Iglesia de san Cipriano», es decir, «no era la selecta comunidad de santos, siempre prestos a arriesgarse a la persecución y a la muerte o, a falta de esa oportunidad de martirio, a abandonar ávidos el mundo», sino que

era la nueva Iglesia en expansión de san Ambrosio, que se elevaba por encima del mundo romano como «una luna encerada en su brillo». Era una comunidad internacional, segura, fundada en el respeto a los emperadores cristianos, elegida por los nobles y los intelectuales, capaz de brindar a las masas del mundo civilizado conocido las verdades esotéricas de la filosofía de Platón, una Iglesia que ya no desafiaba a la sociedad sino que la dominaba.[422]

Según san Agustín entendía su tarea y habiéndola aprendido de san Ambrosio, los dirigentes de la Iglesia participaban en la obra de gobierno ordenada por Dios: «Vosotros enseñáis a los reyes a gobernar en provecho de su gente, y sois vosotros quienes aconsejáis a la gente que sometan a sus reyes».[423] En la época del bautismo de san Agustín, la Iglesia católica estaba en el proceso de consolidar su identificación con el gobierno imperial. Respaldados por el emperador Honorio, los dirigentes de la Iglesia occidental intentaron evitar que un grupo rival de cristianos volviese a gozar de privilegios, y se concentraron en la política de aumentar la autoridad imperial y, de este modo, afirmar y consolidar la primacía del catolicismo por encima de todos sus rivales cristianos en el proceso.

El cargo de san Agustín como obispo de una ciudad provinciana del norte de África apenas puede compararse a la preeminente dignidad de san Juan Crisóstomo tres años más tarde en la capital del imperio oriental. Sin embargo, al aceptar el episcopado, también san Agustín se convirtió en una figura pública y en gobernante de la comunidad. Cuando su autoridad fue desafiada por la iglesia rival de los donatistas, san Agustín apreció —y manipuló— las ventajas de su alianza con el poder represivo del Estado. Sus adversarios eran cristianos que habían rechazado el nombramiento del episcopado de Ceciliano, elegido obispo de Cartago en el año 311, basándose en que había permitido a las autoridades del gobierno romano confiscar y destruir las copias de las Escrituras de su iglesia durante la gran persecución de los años 303 y 304. Estos cristianos, llamados donatistas por uno de sus dirigentes, Donato de Casae Nigrae, se identificaban con la «Iglesia de los mártires». Los cristianos donatistas censuraron la «impía alianza» entre los cristianos católicos y el Estado romano. Repitiendo un principio de san Juan Crisóstomo, indicaron que la Iglesia debía hacer uso sólo de sanciones espirituales y no de la fuerza.

Sin embargo, san Agustín abandonó la política de tolerancia practicada por el anterior obispo de Cartago y emprendió el ataque contra los donatistas. Al igual que san Juan Crisóstomo, elogió el uso de la persuasión y no de la fuerza por parte de la Iglesia. Pero, tras iniciarse las polémicas y su divulgación, volvió cada vez más a la fuerza. Primero aparecieron las leyes que denegaban los derechos civiles a los cristianos no católicos, luego la imposición de castigos, multas, destituciones de los cargos públicos, y, por último, la prohibición de hablar en público, el destierro de los obispos donatistas y el uso de la coacción física. Según los historiadores católicos, la causa donatista se identificó cada vez más con la resistencia activa a la autoridad, que incluía brotes de violencia.[424] A pesar de sus primeras reticencias, san Agustín consideró la fuerza militar «indispensable» para suprimir a los donatistas y «escribió la única justificación detallada en la historia de la Iglesia primitiva, sobre el derecho del Estado a suprimir a los no católicos».[425] Explica cómo se percató de que el temor y la coacción, considerados necesarios por san Juan Crisóstomo sólo para gobernar a los de fuera de la Iglesia, eran necesarios también dentro de ella, pues se lamentaba de que muchos cristianos y muchos paganos responden sólo ante el temor.[426]

Después de pasar más de treinta años luchando contra los donatistas, san Agustín se desanimó al compararlos con los cristianos a los que llamó pelagianos, quienes pese a algunas diferencias, como veremos en el capítulo 6, compartían con los donatistas una visión disidente de la Iglesia y una insistencia sobre el libre albedrío. Cuando su grupo venció la votación en los sínodos cristianos, san Agustín se alió sin dudarlo con los funcionarios imperiales contra los clérigos que defendían a Pelagio. En el año 416, Inocencio, obispo de Roma, recibió de los sínodos africanos dos condenas de las ideas pelagianas junto con una larga carta personal de san Agustín y sus allegados más próximos, desafiando a Pelagio. El documento sirvió para advertir, en palabras de Peter Brown, de que

la principal consecuencia de las ideas [pelagianas]… cortó las raíces de la autoridad episcopal… Los documentos demuestran que al aplacar a los pelagianos, la Iglesia católica perdía la enorme autoridad que había empezado a ejercer como la única fuerza que podía liberar a los hombres de ellos mismos.[427]

Los partidarios de Pelagio replicarían (y con razón) que seguían la antigua tradición relativa a la Iglesia y a la naturaleza humana, tradición que últimamente había defendido el propio san Juan Crisóstomo. Pero las declaraciones de los sínodos africanos, fraguadas básicamente por san Agustín y sus compañeros, señalaban un momento de vital importancia en la historia del cristianismo occidental. Ofrecieron al obispo de Roma y a sus protectores imperiales una clara demostración de la eficacia política de la doctrina de san Agustín sobre la caída. Al recalcar que la humanidad, asolada por el pecado, se encuentra desvalida y necesitada de una intervención exterior, la teoría de san Agustín no sólo validaba el poder secular, sino que también justificaba la imposición de la autoridad de la Iglesia —por la fuerza si era necesario— como esencial para la salvación humana.

San Agustín sobrevivió veintisiete años a su desterrado y desgraciado colega y, a diferencia de san Juan Crisóstomo, consiguió un puesto de extraordinario poder e influencia en el mundo romano hasta su muerte el 28 de agosto del año 430. Las ideas de san Agustín no ganaron la aceptación inmediata y universal. En siglos posteriores, hasta el Concilio de Orange en el año 529, las ideas de san Agustín fueron debatidas con vehemencia. Incluso en los siglos que siguieron al concilio que apoyó las ideas de san Agustín, muchos teólogos sostuvieron —o fueron acusados de sostener— ideas «semipelagianas». Sin embargo, la influencia de las enseñanzas de san Agustín superaron a las de cualquier otro padre de la Iglesia y le sobrevivieron durante casi mil quinientos años. Muchas fueron las causas, pero sugiero que la principal es la siguiente: la teología de san Agustín sobre la caída hace admisible —y no sólo justificable sino necesaria— la difícil alianza para la mayoría de los cristianos entre las iglesias católicas y el poder imperial. La doctrina de san Agustín no fue, ni para él ni para la mayoría de sus seguidores, una cuestión de simple conveniencia. Los creyentes sinceros, interesados básicamente en las cuestiones más profundas de la teología, así como los interesados en las ventajas políticas, hallaron en el legado teológico de san Agustín el modo de conferir sentido a una situación en la que la Iglesia y el Estado se hicieron inextricablemente dependientes.

El eventual triunfo de la teología de san Agustín requirió de la capitulación de todos los que sostenían la proclama clásica referente a la libertad humana, antaño considerada por tantos como el fondo del evangelio cristiano. A principios del siglo V, quienes todavía sostenían estas arcaicas tradiciones —entre los que destacaban aquéllos a quienes los católicos llamaban donatistas y pelagianos— fueron condenados por herejes. La teoría de san Agustín sobre la caída de Adán, adoptada en formas más simples sólo por grupos marginales de cristianos, se situaba ahora en el centro de la historia occidental, junto con la Iglesia católica que la había respaldado y proclamado.