Para muchos cristianos de los cuatro primeros siglos y de todos los tiempos, la mayor libertad requería la renuncia más grande de todas: el celibato. Entonces como ahora, esta identificación de la libertad con el celibato encerraba una paradoja, pues el celibato (por no hablar del ayuno y otras formas de renuncia) es una forma extrema de autocontención. Pero tal y como lo entendían los cristianos, el celibato implicaba rechazo «del mundo», de la sociedad ordinaria y sus innumerables trajines, y, por tanto, era un medio de adquirir control sobre la propia vida.
Los defensores de la renuncia insistían en que el cristiano anacoreta podía alcanzar una libertad que ni incluso el propio emperador conocía; y Marco Aurelio, el más ponderado de los emperadores, habría estado de acuerdo. Como hombre joven, deseaba libertad para dedicarse al estudio filosófico y a la contemplación, pero aceptaba a regañadientes las obligaciones del destino imperial. Aceptó un matrimonio dispuesto por su familia, del cual nueve de los doce o trece hijos que su esposa le dio murieron al poco de nacer o en su infancia; asumió la responsabilidad principal de las decisiones políticas y del juicio de casos y prioridades legales y ejerció de comandante en jefe de los ejércitos durante épocas de guerra y rebeliones que asolaron el imperio desde Egipto y África hasta las provincias de la Galia y Germania. En momentos en los que los demás hombres desearían unas cuantas horas de ocio, la presencia imperial de Marco Aurelio era requerida en el teatro o en la arena de los deportes, mientras sus súbditos le ridiculizaban por llevarse a escondidas documentos para leer durante las representaciones. Aunque Marco Aurelio comprendió a la perfección la ironía que convertía al «amo del mundo» en un esclavo de todos sus súbditos, se esforzaba conscientemente por evitar cualquier tentación de ignorar sus obligaciones, que consideraba un deber sagrado. Como escribía en su diario personal:
Lo que hago, lo hago teniendo en cuenta el servicio a la humanidad; lo que me acontece, lo acepto teniendo en cuenta a los dioses… soy de naturaleza racional y cívica [o «política», en griego πολιτικήν]; tengo una ciudad, y tengo una patria; como Marco Aurelio tengo a Roma y como ser humano tengo al universo; y en consecuencia, lo que beneficie a estas comunidades es mi único bien.[250]
Marco Aurelio se advertía a sí mismo:
Cuando resulte difícil sacudirse el sueño, recuerda que dedicarse a las obligaciones que tienes hacia la sociedad es obedecer las leyes de la naturaleza humana y de tu propia constitución… Como elemento, tú ayudas a completar el todo social; de manera parecida, por tanto, cada una de tus acciones ayudará a completar la vida de la sociedad.[251]
Más de doscientos años más tarde, el converso cristiano Agustín, entonces orador brillante y de éxito, caminaba una noche por las calles de Milán, preocupado por el discurso que debía pronunciar al día siguiente en honor al emperador. En medio de estas ansiedades reparó en un mendigo borracho. Agustín se preguntó a sí mismo ¿por qué ese mendigo parecía tan feliz, cuando era tan miserable? Más tarde Agustín describió el enorme alivio que sintió al abandonar por fin su carrera, su ambición, a la mujer con la que había vivido y le había dado un hijo, y desistir de su inminente matrimonio con una rica heredera, por la libertad del celibato y la renuncia. Sus coetáneos paganos consideraron esta renuncia no sólo un suicidio social, sino la peor impiedad y el peor deshonor. Pero Agustín pensó que no significaba más que «morir para el mundo», destruyendo al falso ser creado según la costumbre y tradición mundanas, para «elevar su propia vida por encima del mundo».[252]
Como veremos, los cristianos de tendencias ascéticas proyectaban su idealización del celibato al paraíso y convertían la historia del primer matrimonio en la historia de dos seres vírgenes cuyo pecado y consecuente despertar sexual finalizó con su expulsión del «Paraíso de la virginidad» en el matrimonio y todos los sufrimientos que le acompañaron, desde los dolores de parto hasta la dominación social y la muerte.[253]
Gregorio de Nisa (c. 331-395), obispo y maestro de renombre, declaró: «El matrimonio, pues, es la última etapa de nuestra separación de la vida que se llevaba en el paraíso. El matrimonio, por tanto,… es la primera cosa que hay que dejar atrás, es la primera etapa de nuestro abandono a Cristo».[254]
Incluso en nuestros días, un adolescente que se detenga a pensar antes de introducirse en la sociedad adulta ordinaria —en el matrimonio y la doble obligación familia y carrera— debe vacilar, pues estas obligaciones cuestan nada menos que toda una vida, el gasto de casi toda la energía propia en intentar cumplir con las obligaciones hacia la familia y la sociedad, sobre todo si uno desea reconocimiento y fama dentro de su comunidad. En este sentido, la renuncia cristiana de la que el celibato es paradigma ofrecía libertad, en particular, la libertad de caer o no en las redes de la sociedad romana.
En la sociedad clásica griega y romana, un hombre o una mujer joven que dudase o se negase a casarse con la persona elegida por su familia era considerado un rebelde o, es posible, que incluso un loco. Muchos padres esperaban que sus hijas se casasen alrededor de la pubertad o poco después. En los círculos aristocráticos algunas veces se concertaban ventajosos matrimonios cuando los hijos tenían seis o siete años. A través del matrimonio, dice el historiador Peter Brown, «una joven era reclutada por la sociedad como un miembro plenamente productivo, como lo era su cónyuge».[255] Se esperaba que los hombres jóvenes se casaran entre los diecisiete y los veinticinco años y se establecieran al servicio de la comunidad, según la tradición y la posición familiar.
Muchos ciudadanos romanos habrían estado de acuerdo con Aristóteles en que «el ser humano es un animal político» (Πολιτικήν ζώων), que en la medida de la propia valía uno contribuía al «bien común» o a los asuntos del Estado (Πολιτευμα), como lo definían los hombres influyentes y poderosos. Así, se obtenía el reconocimiento social y político. Quien prefiriese retirarse y seguir un camino solitario se arriesgaba al ostracismo máximo: en griego, el término «idiota» se refiere literalmente a una persona que se interesa sólo por los asuntos personales o privados (ἴδιοσ, ‘de uno mismo’) en vez de hacerlo por la vida pública y social de una comunidad mayor.
El mensaje de Jesús atacaba estas premisas. «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?», pregunta Jesús en el evangelio de Mateo.[256] Como ya hemos visto, Jesús pertenecía a la tradición de judíos que habían vivido durante varios siglos como grupos marginales, con frecuencia no ciudadanos, en los imperios paganos de Persia, Babilonia, Egipto, Grecia y Roma. Estos marginales rechazaban manifiestamente la idea de que el valor humano dependía de la propia contribución al Estado y originaron, en cambio, la idea que se desarrollaría mucho más tarde en Occidente del «valor absoluto del individuo». La idea de que cada individuo poseía un valor intrínseco, otorgado por Dios y la de su infinita valía al margen de cualquier contribución social —idea que muchos paganos habrían rechazado por absurda— persiste hoy como la base ética de la ley y la política occidental. Nuestra secularizada idea occidental de la sociedad democrática debe mucho a esa primitiva concepción cristiana de una nueva sociedad, formada no por los lazos naturales de familia, tribu o nación sino por la elección voluntaria de sus miembros.[257] Sin embargo, desde el punto de vista clásico, estos cristianos que «renunciaban al mundo» —que rechazaban familia, tribu y nación— eran, en efecto, declarados «idiotas».
Al margen de su renuncia al mundo, las rigurosas actitudes éticas de los cristianos habían puesto de relieve las posturas implicadas en la actividad sexual. El comportamiento sexual habitual y aceptado por la mayoría de paganos —relaciones homosexuales entre maestros y amigos en los baños, o el uso sexual de esclavos y prostitutas— fue rechazado por muchos cristianos, que también rechazaban la homosexualidad, las prácticas anticonceptivas, el aborto y el infanticidio. Por eso, para muchos cristianos la actividad sexual suponía el riesgo de la concepción e implicaba a ambos partícipes, al menos en teoría, en las obligaciones sociales y económicas de la vida familiar. El ejemplo de Jesús y sus seguidores los alentaba a tomar el camino subversivo hacia la libertad y abandonar el de tales obligaciones.
Un famoso cristiano egipcio llamado Antonio eligió tal libertad y a las generaciones de cristianos con inclinaciones ascéticas les gustaba contar su historia. Antonio era hijo de ricos padres cristianos que vivían en una pequeña ciudad de Egipto alrededor del año 260. Cuando Antonio tenía dieciocho años, sus padres murieron y heredó la responsabilidad de una gran unidad doméstica. Tuvo que cuidar de su hermana pequeña, supervisar a los esclavos y dirigir trescientos acres de fértil y hermosa tierra cultivada. Unos seis meses después de la muerte de sus padres, Antonio estaba ponderando su futuro cuando un día en la iglesia oyó las palabras de Jesús a un joven rico: «Anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme».[258] El biógrafo de Antonio nos cuenta que salió inmediatamente de la iglesia y dio a los aldeanos la propiedad que había recibido en herencia, «para que no fuera un obstáculo ni para él ni para su hermana».[259] Vendió todos sus bienes, dio casi todo el dinero a los pobres y se reservó sólo un poco para mantener a su hermana; poco después, la colocó en el hogar de unas ascéticas mujeres cristianas y abandonó la aldea, «cuidando y disciplinándose a sí mismo con paciencia».[260]
En lugar de casarse y entrar en las obligaciones vitalicias de un rico terrateniente en su aldea natal, Antonio entendió las palabras de Jesús como permiso —de hecho, como estímulo— para deshacerse de estas onerosas responsabilidades. Profundo, solitario y centrado en sí mismo, Antonio no buscaba una salida fácil a la dificultad. Por el contrario, abandonó de inmediato una vida tradicional y respetable para seguir su propio camino de descubrimiento de sí mismo y de Dios. Antonio se dedicó a la ascesis —que literalmente significa ‘ejercicio’— para «atender a su alma»,[261] pero primero tuvo que luchar contra un deseo residual de compañía humana y consentimiento. Su biógrafo nos cuenta que al principio el diablo atormentaba a Antonio con «los recuerdos de su propiedad, la preocupación por su hermana, la intimidad con sus parientes, el deseo de dinero y poder y los múltiples placeres de la comida y otras diversiones de la vida», y por último con intensas fantasías sexuales.[262]
Antonio deseaba aprender qué era o podía ser la vida humana al margen de las habituales expectativas sociales. No rechazó a toda la sociedad humana sino que escogió la compañía de una aristocracia muy distinta de la que los terratenientes egipcios locales, experta, o así lo creyó él, en la práctica de la sabiduría divina. Pese a rechazar la familia, el matrimonio y el parentesco, voluntariamente se sometió a aquellos cuyo dominio de sí mismos admiraba y trató de convertirse en uno de ellos: «reparó en la cortesía de uno y en la constancia en la oración de otro, en la humildad de uno y en la afabilidad de otro», y sobre todo, «su devoción a Cristo y su amor por los demás».[263]
Antonio sería famoso entre los cristianos como pionero espiritual, como alguien que quiso descubrir lo que sucede más allá de los límites de la civilización cuando uno se aventura solo en la severidad del desierto. Antonio —y otros igual que él— buscaron la horma de su propia alma, esperando aceptar los terrores y éxtasis de los encuentros directos y perseverantes con el propio ser y, una vez logrado el control de sí mismo, descubrir su relación con el Dios infinito.
En comparación con el número de creyentes que cada vez más llenaban las iglesias en el siglo III, no eran muchos los que elegían la ascesis o «ejercicio espiritual», pero su papel es importante, pues estos ermitaños vivían el ideal que muchos otros cristianos habían soñado. El estudioso del mundo clásico Ramsay MacMullen estima que durante el siglo siguiente a la conversión de Constantino el número de cristianos aumentó de cinco a treinta millones,[264] mientras que los monjes de Egipto alcanzarían el número aproximado de unos treinta mil.[265] Llamaron a estos ascetas como todavía hoy les llama la madre Teresa de Calcuta, «atletas» de Dios, y eran venerados igual que mucha gente hoy venera a ciertos atletas, esos hombres y mujeres que se disciplinan a sí mismos para conseguir lo que cientos de admiradores tan sólo sueñan hacer. Antonio y otros ascetas hablaban de su lucha por el autocontrol en términos atléticos, como un intento por controlar el cuerpo y la mente y mantenerlos en un dominio aparentemente fácil. Sin embargo, muchos cristianos que ciertos días realizaban limitadas prácticas ascéticas, y muchos más que nunca habían hecho esfuerzos por controlar su dieta y fortalecerse como los «atletas» hacían, admiraban a los que lograban semejante disciplina.
Gregorio de Nisa, un cristiano casado de una rica familia de Asia Menor, escribió lamentándose con vehemencia de no haberse atrevido a «elevar su vida por encima del mundo»,[266] y vivir sólo para él y para Dios, despreciando las expectativas de familia y amigos, y las presiones de las obligaciones sociales y políticas. Pues, como escribía, por su propia experiencia no dudaba de que
quien lleva una vida de continencia escapa por completo [a los sufrimientos], o los supera con facilidad, poseyendo una mente serena que no se distrae de sí misma; mientras que quien la comparte con su mujer y sus hijos no suele tener ni un momento para arrepentirse de su estado, porque la preocupación por los que ama llena su corazón.[267]
Gregorio también comprendió lo que la gente sufre por su deseo natural de hijos:
Siempre hay dolor, tengamos hijos o no los hayamos tenido nunca. Una persona tiene muchos hijos, pero no tiene medios suficientes para mantenerlos; otra siente la carencia de un heredero de la gran fortuna por la que ha trabajado… un hombre pierde a su amado hijo, otro tiene un hijo réprobo; ambos son por igual dignos de compasión, pues uno lleva luto por la muerte y el otro por la vida de su hijo. Sólo mencionaré qué triste y desastrosamente acaban los celos y las discusiones familiares, nacidas de causas reales o imaginarias.[268]
Gregorio describe cómo la gente busca riqueza, honores, cargos públicos y poder sobre los demás, y se convierten en «esclavos de la futilidad» y persiguen todos sólo ilusiones. Pero quien prefiere liberarse de las cadenas de la vida ordinaria «en cierto sentido se aparta por completo de la vida humana al abstenerse del matrimonio».[269] Como hombre ligado a sus múltiples obligaciones, Gregorio escribe con anhelo acerca de la libertad para ser antisocial, para elegir, como lo más valioso de todo, su propia vida individual ante Dios. Mucha gente entonces —y sin duda mucha ahora— ha sentido el deseo de la vida ascética para ser autosuficiente. Pero Gregorio vio en esa vida el potencial para convertirse en lo que originalmente Dios había deseado que fueran los seres humanos: seres hechos «a imagen de Dios», radiantes por su amor y su luz; «el trabajo y la excelencia [de los monjes] es contemplar al Padre en toda su pureza, y embellecer los rasgos de sus caracteres en la Fuente de toda belleza».[270]
Gregorio añade: «Que nadie piense que, al decir esto, menospreciamos el matrimonio. Somos bien conscientes de que no es ajeno a las bendiciones de Dios», pero, continúa, obligar a la gente a casarse es del todo innecesario, pues «los instintos comunes de la humanidad abogan ya bastante por ello» mientras que la virginidad «contradice estos impulsos naturales».[271] Así, los cristianos repudiaron lo que Marco Aurelio juzgaba la mayor virtud, pues, como hemos visto, consideraba que su destino religioso le era dado por su condición familiar, social y política, y por los deberes del rol imperial que pesaba sobre él. El estoicismo le alentó a aceptar e incluso amar su hado, someterse a sus exigencias y soportar con paciencia sus frustraciones, mientras que los cristianos buscaban lo contrario, liberarse de las ataduras de la tradición y la costumbre, de lo que los cristianos piadosos llamaban destino.
Un cristiano anónimo, probablemente contemporáneo del emperador Marco Aurelio, escribió una biografía novelada de Clemente, un aristocrático converso romano que impidió al destino gobernar su vida, se negó a las exigencias y expectativas de su familia y repudió el paganismo y su educación griega, para dedicarse sólo a la verdad de Dios. Pero, como todos los que habían elegido ese camino, Clemente descubrió que los obstáculos —los instintos físicos y emocionales que pedían ser satisfechos— estaban dentro de uno mismo. Sólo quienes se atrevieron a negar estas exigencias interiores y exteriores pudieron aspirar a la castidad como su vía de liberación.
Para Clemente la «buena nueva» del cristianismo significaba autonomía: que un cristiano pudiera realmente desafiar su destino dominando sus impulsos corporales. Las fuerzas conjuradas bajo nombres tales como Afrodita y Eros, que dominaban a sus múltiples amantes humanos, debían doblegarse a la voluntad racional como fieras ante un domador de leones. Clemente creía que los ascetas cristianos ya no estaban a merced de fuerzas incontrolables, ni de los poderes del destino o el hado que los estoicos reverenciaban, ni de pasiones que surgían de su interior. La conversión cristiana prometió a los «atletas» del ascetismo una enorme mejora del autocontrol.[272]
Por supuesto, Clemente sabía que el autocontrol era el evangelio práctico de los filósofos platónicos y estoicos. Pero Platón consideraba el autocontrol el más raro de todos los éxitos, logrado sólo por Sócrates, mientras que los cristianos anunciaban que esta virtud estaba al alcance de todos los conversos, aunque no todos pudieran conseguir el celibato perfecto. El maestro cristiano Orígenes llamó a las enseñanzas de los filósofos paganos delicados alimentos preparados para paladares sofisticados, pero «nosotros [los cristianos] cocinamos para las masas». No obstante, si bien los maestros cristianos popularizaban estas actitudes filosóficas, también rechazaban mucho de lo que estos filósofos enseñaban.
Metodio, un cristiano asiático célibe que fue obispo en las iglesias cristianas de Asia y Grecia y murió mártir (c. 260), escribió una polémica famosa contra la «gran mentira» de la filosofía y la educación griega, es decir, la convicción de que el destino, el hado y la necesidad son verdaderas fuerzas externas del universo que controlan los asuntos humanos, y que el deseo sexual, igual que el destino, está más allá del control humano.
La polémica de Metodio era una deliberada parodia del Banquete de Platón, en el cual se elogiaba el poder de Eros —el deseo sexual— como una de las grandes fuerzas cósmicas. Según Metodio, el Banquete de Platón era un compendio de falsa educación filosófica. Mientras Platón mostraba en su Banquete a un grupo de hombres combatiendo la resaca de la noche anterior y elogiando las glorias del amor erótico —y en concreto homo-erótico—, Metodio presenta su antierótico Banquete de las diez vírgenes por medio de los personajes de diez mujeres ascéticas que compiten entre ellas en loar la virginidad. Tecla, la famosa asceta, es la estrella del debate, cuyo discurso de alabanza de la virginidad gana la corona de laurel.
Marcela, la primera oradora en el diálogo de Metodio, describe el curso de la historia humana como una progresión hacia la libertad. Aunque el matrimonio y la procreación eran necesarios «al principio» para multiplicar la raza humana, entonces sólo representaban una tosca y arcaica reliquia de los orígenes humanos, una especie de era de los dinosaurios precedente a la evolución del verdadero ser humano, el célibe.[273]
Pero Teófila, la segunda oradora, se enfrenta a Marcela y articula en cambio el punto de vista de muchos cristianos que están a favor del matrimonio y la procreación pretendiendo para ambos la bendición de Dios. Al principio, dice Teófila, el creador hizo al hombre y a la mujer, pero «en nuestro tiempo… la humanidad debe cooperar formando la imagen de Dios, mientras el mundo exista… pues fue dicho “creced y multiplicaos” (Génesis 1:28)».[274] Teófila reprende a quienes rechazan el matrimonio: «No debemos contrariar las ordenanzas del Creador, al que, en verdad, debemos nuestra existencia».
Cuando Teófila concluye, Celia contesta: si los cristianos tuvieran que tomar el Génesis al pie de la letra, Pablo no hubiera hablado de la unión de Adán y Eva como un «gran misterio» que significa «Cristo y la Iglesia» (Efesios 5:32). Sin acusar a Teófila directamente, ataca a
la gente indisciplinada porque debido a sus incontrolados impulsos sensuales se atreven a llevar las Escrituras más allá de su verdadero significado, y de este modo convertir las afirmaciones «Creced y multiplicaos» [Génesis 1:28] y «Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre» [Génesis 2:24] en una defensa de su propia incontinencia…
Según Celia, esos cristianos utilizan estos pasajes para gratificarse sexualmente con el pretexto de la procreación. Admite que Pablo no ordenó el celibato, pero dice que en verdad lo prefería para quienes fueran capaces de lograr estos «medios de restaurar la humanidad al paraíso».[275]
Por último, Tecla es presentada por su hermana en virginidad Areté (cuyo nombre en griego significa ‘virtud’) como alguien «que no se doblega ante ninguna filosofía universal, enseñada por Pablo en las doctrinas evangélicas y apostólicas».[276] Tecla se pone de parte de Celia y sigue denunciando la gran mentira de la educación filosófica: «El mayor de todos los males es decir que la vida está gobernada por las inevitables necesidades del destino».[277] Ella misma es un testimonio viviente contra quienes dicen que uno debe «aceptar su propio destino», aunque ese destino dependa de nuestra anatomía, o de las circunstancias familiares y sociales de nuestro nacimiento. Alabando la libertad humana, Tecla declara que sólo quienes viven en castidad pueden verdaderamente conseguir el dominio de sí mismos y de sus destinos. Se dirige a sus hermanas como mujeres guerreras para que «luchen y combatan, según nuestro maestro Pablo. Pues la que venza al diablo, y sufra las siete grandes luchas de la castidad, poseerá siete coronas». Quienes venzan esta batalla recibirán «una masculina… y voluntariosa mente, libre de la necesidad, para elegir, como dueñas, las cosas que les plazcan sin ser esclavizadas por el destino o la fortuna».[278]
Areté juzga que Tecla es la mejor oradora en pro de la virginidad y gana la corona por la defensa de la virginidad como liberación. Entonces Tecla ocupa el lugar de honor y dirige a las otras en un himno de bienvenida a Cristo, su prometido celestial; sus hermanas responden a coro: «Me mantendré pura para Vos, mi Esposo, y conservando una lámpara encendida, me reuniré con Vos».[279]
Este curioso diálogo de vírgenes refleja, sin embargo, las verdaderas actividades de las mujeres cristianas dedicadas al ascetismo, que se reunían a lo largo de Asia Menor, en hogares y comunidades donadas por miembros ricos, como hizo este grupo, para dedicarse a las disciplinas espirituales y a la oración. Como tales mujeres solían rechazar lo que sus vecinos y parientes paganos consideraban su destino y su suerte, Metodio creía que ejemplificaban el verdadero sentido de la vida cristiana: la realización de la libertad humana.
Como algunas historiadoras han demostrado recientemente, el celibato a veces ofrecía a las mujeres recompensas inmediatas en la tierra, así como eventuales recompensas en el cielo. Hemos visto cómo la historia de Tecla celebra la proeza de la autonomía de una joven como «mujer santa», ascética, evangelista y curadora; durante los siglos III y IV, cada vez más mujeres cristianas decidían seguir su ejemplo y convertirse en «nuevas Teclas».[280]
Una de éstas era Melania la Joven, heredera de una enorme fortuna de su noble familia romana. Según su biógrafo, Melania «anhelaba a Cristo desde su más tierna juventud y deseaba la castidad corporal». Sin embargo, sus padres «la unieron a la fuerza en matrimonio con su santo marido Pinio, que procedía de una familia consular, cuando tenía catorce años y su esposo diecisiete».[281] Al principio Melania pidió a Pinio que viviese con ella un matrimonio célibe y luego le ofreció todas sus riquezas y propiedades si convenía en «dejar el cuerpo [de ella] puro». Pero Pinio insistió en que tuvieran primero dos hijos para asegurar la sucesión familiar, después de lo cual «ambos renunciaremos juntos al mundo».[282] Primero tuvieron una hija, que dedicaron a la virginidad, después un hijo, que murió durante su infancia. Apenó a Pinio ver a Melania «tan preocupada, y… renunciando a la vida».[283] y apresuradamente le prometió que pasarían el resto de sus vidas en castidad. Poco después, al morir también su joven hija, Pinio y Melania, al cabo de seis años de matrimonio cuando ella tenía veinte años y él veinticuatro, se vistieron con las toscas ropas de los campesinos, olvidaron sus obligaciones sociales ordinarias y cumplieron los mandamientos de Cristo. Ofrecieron hospitalidad a los extranjeros, dieron dinero a los pobres y a los indigentes, visitaron las cárceles y las minas para averiguar qué reos estaban allí por deudas y aportaron el dinero para su liberación.
Se rumoreó que Melania y Pinio estaban dispuestos a ir más lejos, a llevar a la práctica las palabras de Jesús «vende lo que tienes y dáselo a los pobres» (Mateo 19:21). En esto, los esclavos de su Estado romano se rebelaron, pues no querían ser vendidos, probablemente por separado, en el mercado libre de esclavos, sino que preferían ser vendidos juntos al hermano de Pinio. El biógrafo de Melania dice que ella y Pinio sospecharon que su hermano los incitó a la revuelta porque «deseaba quedarse para él todas las propiedades y, de hecho, todos sus parientes intrigaban por sus posesiones, deseando hacerse ricos a su costa».[284] Sospechaban que el padre de Pinio intentaba dar sus posesiones a sus otros hijos.
Aunque Melania y Pinio deseaban «renunciar al mundo», estaban muy interesados en proteger sus derechos con el fin de disponer de sus riquezas para los propósitos religiosos que desearan. Melania acudió a Serena, suegra del emperador Honorio, en busca de protección contra la avaricia de sus parientes. Poco después, el emperador Honorio decretó que sus posesiones serían vendidas por agentes del gobierno y que los beneficios serían para Melania y Pinio. Así, la joven pareja salió de Roma hacia Tierra Santa ante una gran expectación: «deseaban repartirlas por la tierra, lo que, creían, les proveería de verdaderos tesoros en el cielo».[285] Cuando viajaron a África, Agustín y otros obispos les persuadieron de fundar y dotar allí monasterios. Más tarde visitaron a los monjes de Egipto y Jerusalén, donde Melania construyó un monasterio para noventa mujeres. Allí vivió con austeridad, dando asilo a antiguas prostitutas, estudiando las Escrituras y a los padres de la Iglesia, y luchando por establecer su comunidad monástica. Eligió a otra mujer para dirigir el monasterio mientras ella atendía las necesidades físicas de sus hermanas, sobre todo a las enfermas. Cuando Pinio murió, Melania se estableció en el monte de los Olivos en una pequeña celda, donde rezó y meditó. Allí construyó una capilla, un santuario para los mártires y otro monasterio para hombres en honor a su difunto marido.
Melania y Pinio, igual que muchos otros antes y después que ellos, consideraron la renuncia como la más elevada alternativa a las obligaciones familiares, en su caso de las más pesadas por ser ellos tan privilegiados desde el punto de vista mundano. Como la historiadora Elizabeth Clark ha demostrado tan hábilmente, «renunciar al mundo» algunas veces supone, para ricas y aristocráticas mujeres como Melania, beneficios prácticos que con frecuencia les son negados en la sociedad secular. Pueden conservar el control de su propia riqueza, viajar libremente a través del mundo como «peregrinas santas», dedicarse a ocupaciones intelectuales y espirituales, y fundar instituciones que pueden dirigir personalmente.[286]
Casi todos los cristianos coincidían en que los ascetas, sobre todo los célibes, estaban más cerca del reino que los casados; pues ¿no había alabado Jesús a aquellos «eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos» (Mateo 19:12) y dicho que «son como ángeles» (Lucas 20:36), y no había descrito Pablo la dedicación célibe a Cristo como una especie de matrimonio espiritual (1 Corintios 6:17)? El entusiasmo por la vida ascética difundió rápidamente por Siria y Asia Menor el testimonio de tan radical literatura cristiana como los Hechos de Pablo y Tecla, y también por Egipto, donde las historias de Antonio y otros atrajeron a miles de jóvenes cristianos ansiosos por probar su fuerza en los desolados y solitarios desiertos.
Pero no todo el mundo aceptaba el ascetismo como una virtud superior. En Roma, cuando Melania y Pinio «renunciaron al mundo» (c. 390), el movimiento ascético era furiosamente polémico, sobre todo en los círculos ricos y aristocráticos. Incluso los padres cristianos, como el padre de Melania, protestaron cuando sus hijos sucumbían a la prédica de tales entusiastas del ascetismo como Jerónimo, entonces secretario de Dámaso, obispo de Roma. En su juventud Jerónimo había vivido con los eremitas en el desierto de Siria e, incluso tras regresar a la vida civilizada, le gustaba pensar en sí mismo como un experto asceta. Más tarde, reflexionó sobre su experiencia de vivir en una cueva y recordaba
¡Oh cuántas veces estando yo en el desierto y en aquella inmensa soledad que, abrasada de los ardores del sol, ofrece horrible asilo a los monjes, me imaginaba hallarme en medio de los deleites de Roma! Me sentaba solo porque estaba rebosante de amargura. Se erizaban mis miembros, afeados por un saco, y mi sucia piel había tomado el color de un etíope… Mis lágrimas eran de cada día, de cada día mis gemidos, y si alguna vez, contra mi voluntad, me vencía el sueño repentino, estrellaba contra el suelo unos huesos que apenas si estaban ya juntos. No hablemos de comida y bebida, pues los mismos enfermos sólo beben agua fresca, y tomar algo cocido se reputa demasía y regalo. Así, pues, yo, que por miedo al infierno me había encerrado en aquella cárcel, compañero sólo de escorpiones y fieras, me hallaba a menudo metido entre las danzas de las muchachas. Mi rostro estaba pálido de los ayunos; pero mi alma, en un cuerpo helado, ardía de deseos y, muerta mi carne antes de morir yo mismo, sólo hervían los incendios de los apetitos.[287]
Después de dos años, Jerónimo dejó el desierto y se dirigió a Antioquía, y después a Constantinopla y Roma. Allí fue donde el antiguo monje se convirtió en el secretario papal y más tarde portavoz de Dámaso, el primer papa que vivió con la pompa principesca del ceremonial que caracterizó al Vaticano en las épocas posconstatinianas.
Pero mientras en los siglos III y IV, el movimiento cristiano ganaba adeptos e influencia y luego no sólo fue legalizado sino protegido por el imperio, la situación de los obispos cristianos cambió radicalmente. Ya no eran el blanco de los arrestos, la tortura y la ejecución, ahora recibían exenciones fiscales, donaciones en oro, gran prestigio y, en algunos casos, incluso influencia en la corte imperial. Ahora, cuando convertirse al cristianismo no era la elección heroica que había sido para cristianos como Perpetua, algunos de los creyentes más fervorosos en época de Constantino anhelaron la vida ascética como prueba de devoción, una especie de martirio autoinfligido. Como hemos visto, muchos consideraban a los cristianos ascéticos celebridades, ejemplos vivos de los «atletas de Dios».
Moviéndose entre los cristianos más poderosos de Roma, Jerónimo adoptó el papel de consejero espiritual y se dedicó sobre todo a un círculo de mujeres aristocráticas, entre las que se encontraba Paula, una viuda de enorme riqueza. Jerónimo escribió a su hija Eustoquia una de sus más famosas cartas, instándola a abrazar sólo a Cristo:
Sea tu custodia lo secreto de tu aposento y allá dentro recréese contigo tu esposo. Cuando oras, hablas a tu esposo; cuando lees, El te habla a ti y cuando te oprimiere el sueño, entrará su mano por el resquicio y tocará tu vientre y, temblorosa te levantarás diciendo: Herida estoy de amor.[288]
Jerónimo alentaba a Eustoquia a reconocer su superioridad como virgen sobre todas las mujeres casadas, incluida su hermana casada Blasilla: «Aprende en esto una santa soberbia: ¡has de saber que tú eres mejor que ellas!».[289]
Pero unos meses después de su boda, su hermana Blasilla se encontró de repente viuda con veintidós años y en su pena se aferró a la conversión religiosa. Durante treinta días tuvo fiebre alta, pero pese a ello obedeció el programa de Jerónimo de austeridad radical. Dormía en el suelo, rechazaba la comida y se dedicaba a la oración penitencial. Sus amigos y parientes, sorprendidos por el cambio que se había obrado en ella, criticaron o ridiculizaron sus prácticas extremas y a su maestro. Cuando, víctima de la consunción, murió dos meses más tarde, mucha gente fue francamente mordaz. Jerónimo reprendió a Paula con estas palabras:
Cuando te sacaron desmayada de la procesión funeral, entre la multitud se oían murmuraciones como ésta: «¿No es lo que siempre habíamos dicho? Llora por su hija, muerta por ayunar. Ella deseaba que se volviera a casar para poder tener nietos. ¿Cuánto tiempo vamos a contenemos para expulsar a ese monje detestable fuera de Roma? ¿Por qué no lo lapidamos o lo arrojamos al Tíber? Debe haber engañado a la pobre señora; está claro que no es monja por voluntad propia».[290]
Pero los críticos de Jerónimo le culparon con vehemencia de la muerte de Blasilla. Su reputación como director espiritual salió mal parada. Y lo que es peor, su protector, el papa Dámaso, había muerto unas semanas antes. Jerónimo salió apresuradamente de Roma hacia Tierra Santa, donde más tarde la madre y la hermana de Blasilla, todavía fieles a su maestro, se reunieron con él.
Unos cinco años más tarde, un amigo viajero procedente de Roma llevó hasta la celda monástica de Jerónimo en Belén una copia de un escrito que discutía la superioridad del ascetismo sobre la vida matrimonial. Su autor, Joviniano, un monje cristiano célibe, argumentaba que el celibato no es en sí mismo más santo que el matrimonio y acusaba a ciertos fanáticos cristianos de haber inventado —y luego atribuir a Jesús y a san Pablo— este «nuevo dogma contra natura».[291]
Jerónimo estimó que Joviniano era una seria amenaza y decidió «aplastar con evangélico y apostólico vigor al Epicuro del cristianismo».[292] Pero Jerónimo también sabía que Joviniano había compartido antaño su entusiasmo por el movimiento ascético. Descalzo y con barbas, Joviniano había vestido un burdo manto y una túnica mugrienta, se había negado a comer carne o beber vino y evitaba estrictamente el contacto con mujeres. Pero después de algunos años de tales austeridades, Joviniano sufrió un cambio de actitud y se cuestionó si eran beneficiosas para el espíritu. Aunque se abstenía del sexo, pronto desafió ciertas premisas del ascetismo cristiano en materia religiosa y en concreto sobre las Escrituras. Jerónimo nos cuenta que Joviniano partía de los «mandamientos fundamentales de Dios» relativos a la procreación (Génesis 1:28) y al matrimonio (Génesis 2:24), y luego por miedo a que alguien objetara que eso sólo ocurre en el Antiguo Testamento, Joviniano «responde que fue confirmado por el Señor en el evangelio; “Lo que Dios unió no lo separe el hombre” [Mateo 19:6] y añade inmediatamente: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra” [Génesis 1:28]».[293] Así Joviniano rechazó la común creencia de que los célibes son más santos que quienes se casan y declaró que «las vírgenes, las viudas y las casadas que hayan recibido el bautismo cristiano, si son iguales en otros aspectos, poseen igual mérito».[294] Además, la abstinencia de alimentos, carne o vino no hace a una persona más santa que quien los disfruta con gratitud hacia su creador. Joviniano llega a la conclusión de que todo cristiano que permanezca fiel a sus votos bautismales puede esperar la misma recompensa celestial: el cielo no está dispuesto en compartimentos de primera, segunda y tercera clase, según el grado de renuncia que uno haya practicado en su vida.
Tales proposiciones desencadenaron sobre su autor una lluvia de insultos. Guiado por tres futuros santos de la Iglesia —Jerónimo, Ambrosio y su joven coetáneo Agustín—, el papa Cirilo, obispo de Roma, condenó lo que denominó scriptura horrífica de Joviniano y protegió a los inocentes creyentes de esta «peligrosa herejía», según sus propias palabras, excomulgándolo.
Joviniano protestó enérgicamente por su excomunión y escribió comentarios para demostrar que las Escrituras estaban de su parte. Junto a referencias a la bendición original de Dios a la procreación y al matrimonio, Joviniano nombró a todos los personajes bíblicos, desde los patriarcas a los apóstoles, que se casaron y tuvieron hijos, y añadió que Jesús se unió a la celebración de las bodas en Caná, donde convirtió el agua en vino.
Al acudir a san Pablo para defender el matrimonio, Joviniano, igual que Clemente dos siglos antes, halló en las epístolas deuteropaulinas el respaldo que necesitaba: «escuchad las palabras de Pablo: “Quiero, pues, que las [viudas] jóvenes se casen, que tengan hijos” [1 Timoteo 5:14], y “tened todos en gran honor el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado” [Hebreos 13:4]».[295]
Cuando Joviniano se refirió a la auténticas epístolas de san Pablo, instintivamente siguió técnicas selectivas de exégesis que más tarde perfeccionaron ciertos protestantes. Ignoró los pasajes que manifiestan las preferencias religiosas de san Pablo por el celibato (incluidos muchos de 1 Corintios 7), y se apropió de aquéllos en los que san Pablo ofrece meras razones prácticas para la abstinencia sexual, como la declaración: «acerca de la virginidad no tengo precepto del Señor. Doy, no obstante, un consejo… pienso que es cosa buena “a causa de la necesidad presente”, quedarse el hombre así» (1 Corintios 7:25-26). «Aquí —dice Jerónimo— nuestro oponente se vuelve absolutamente loco de excitación: éste es su mayor ariete con el que golpea los muros de la virginidad».[296]
Según Joviniano, cuando san Pablo aconsejaba el celibato, lo recomendaba basándose sólo en motivos prácticos, no morales. Joviniano defendió ese consejo y vivió conforme a él. Se mantuvo célibe, pero advirtió a quienes hicieron la misma elección: «No seáis orgullosas, vosotras y vuestras hermanas casadas sois igualmente miembros de la misma Iglesia».[297]
Cuando Jerónimo leyó el tratado de Joviniano, dijo haber oído «el silbido de la vieja serpiente; por un consejo como éste, el dragón echó al hombre del paraíso».[298] A Jerónimo le preocupaba sobre todo que a Joviniano, pese a su excomunión, le apoyaran algunos de los dirigentes cristianos de Roma, los mismos cristianos a quienes Jerónimo, campeón del ascetismo, resultaba persona non grata. Jerónimo sabía que por mucho que todos alabaran el celibato, nadie lo tomaba en serio, ni siquiera como una cualificación para el sacerdocio:
No niego que los hombres casados sean elegidos para el sacerdocio; el número de vírgenes no es tan grande como el de los sacerdotes necesitados. ¿Se deduce de esto que, porque todos los hombres más fuertes sean elegidos para el ejército, no deban ser aceptados también los débiles?… ¿Cómo es que, diréis, cuando se ordenan sacerdotes, con frecuencia se pasa por alto a uno virgen y se elige a un hombre casado? Quizás porque carece de otras cualidades al mismo tenor que la virginidad.[298b]
Jerónimo añade que muchos factores determinan la elección:
Algunas veces es culpable el juicio de los plebeyos… a menudo los casados, que constituyen la mayor parte de la gente, al aprobar a los candidatos casados, en realidad se aprueban a ellos mismos; y no se les ocurre que el mero hecho de que prefieran a una persona casada a una virgen demuestra su inferioridad con respecto a las vírgenes.
Jerónimo se atrevió a indicar que incluso los obispos
eligen de las filas del clero no a los mejores, sino a los más listos… o, como si distribuyesen cargos para un empleo terrenal, los dan a sus parientes o familiares; o escuchan los dictados del dinero. Y lo que es peor, promocionan al clérigo que los adula con lisonjas.[299]
Cuando Jerónimo empieza a refutar a Joviniano, examina varios pasajes de las Escrituras citados por éste y declara que sostienen conclusiones contrarias. Jerónimo fue famoso —y todavía lo es— por su conocimiento de las Escrituras, y sin duda sabía que Génesis 2 describe la institución del matrimonio antes de la caída, pero tendenciosamente alteró el orden de los versos para que pareciera que el matrimonio siguió al pecado y cayó bajo la maldición de Dios:
En cuanto a Adán y Eva, debemos sostener que antes de la caída eran vírgenes en el paraíso, pero después de pecar y ser expulsados del paraíso, inmediatamente se casaron. Entonces tenemos el pasaje: «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» [Génesis 2:24].[300]
Jerónimo declara que el propio Jesús permaneció «virgen en la carne y monógamo en espíritu», fiel a su única novia, la Iglesia, y añade que «aunque sé que multitud de matronas estarán furiosas conmigo… diré lo que el apóstol [Pablo] me ha enseñado… en vista de la pureza del cuerpo de Cristo, toda relación sexual es impura».[301] En tales pasajes Jerónimo expresa aversión por la carne, la repugnancia de un hombre avergonzado por su pasada conducta sexual, como él mismo admitió. No obstante, otros defensores del celibato, desde Clemente a cristianos casados como Tertuliano en sus años jóvenes[302] y Gregorio de Nisa, no manifiestan tal repugnancia. De hecho, muchos de los testimonios que hemos supervisado sugieren que la aversión a la carne no era, como algunos han intentado demostrar, la base de la defensa del celibato, aunque en casos como el de Jerónimo semejantes respuestas sin duda intensifican la inclinación hacia el celibato.
Por último Jerónimo acude a san Pablo: «Por lo tanto combatiré contra todo el ejército de enemigos. En primera línea situaré al apóstol Pablo y, puesto que es el más valiente de los generales, le vestiré con sus propias armas, es decir, con sus propias afirmaciones».[303]
Joviniano había invocado las epístolas deuteropaulinas, pero Jerónimo se basó en lo que los eruditos juzgan como las auténticas epístolas de san Pablo, y en 1 corintios 7, recalca, infundiendo a las palabras de éste vehementes hipérboles:
Si «es bueno para un hombre no tocar a una mujer», es malo tocarla… [Pablo permite sólo el matrimonio] «debido a la fornicación», como si uno dijera «es bueno comer la más delicada flor de trigo», y sin embargo impedir que un hombre hambriento devore excrementos, yo también le permitiría comer cebada… la razón por la cual dice «es mejor casarse» es que resulta peor quemarse… Es como si hubiese dicho «es mejor ser tuerto que completamente ciego, es mejor tener una sola pierna y apoyar el cuerpo en un bastón que arrastrarse sobre piernas rotas».[304]
Por último, Jerónimo acusa a Joviniano de secreta e incontrolable lujuria, y a la vez ridiculiza a este monje por su irreprochable celibato: «para demostrar que la virginidad y el matrimonio son iguales, debería casarse; o, si no se casa, es inútil que intercambie palabras con nosotros, cuando sus actos están de nuestra parte».[305] El hecho de que muchos eminentes cristianos de Roma recibieran con agrado las enseñanzas de Joviniano demuestra, ni más ni menos, que Joviniano satisfacía a una audiencia popular de cristianos indulgentes consigo mismos, al darles «la autoridad de las Escrituras para satisfacer su incontinencia». Jerónimo, prefigurando el puritanismo de una época posterior, caricaturizó a Joviniano de
nuestro moderno Epicuro, coqueteando en su jardín con sus favoritos de ambos sexos. Cuando veo a un caballero o a un hombre que no es extraño a un peluquero, con su pelo bien arreglado y sus mejillas encendidas, pertenece a tu secta o, mejor dicho, gruñe a coro con tu cerdo. A nuestro grupo pertenecen los tristes, los pálidos, los pobremente vestidos… En tu ejército cuentas con… los de vientre repleto, los bien vestidos, los lujuriosos… que te defienden con uñas y dientes. Los aristócratas te preparan el camino; los ricos te besan en el rostro.[306]
Cuando los libros de Jerónimo Contra Joviniano llegaron a Roma provocaron un escándalo. Incluso quienes estaban de acuerdo en que la virginidad superaba al matrimonio se sintieron turbados por la vehemencia de Jerónimo. Pamaquio, el influyente amigo de Jerónimo, trató de retirarlos de la consideración pública, pero fracasó, pues eran los libros demasiado sensacionalistas para suprimirlos. Jerónimo, escribiendo para agradecer a Pamaquio sus esfuerzos, admitió que nunca hubiera imaginado que «los de mi propio lado me tendieran trampas. Pongo a la virginidad por los cielos no porque yo la posea, sino porque, al no poseerla, la admiro todavía más».
Su polémica con Joviniano afectaba a una cuestión básica:
Él pone el matrimonio al nivel de la virginidad, mientras yo lo sitúo por debajo; él dice que no existe diferencia, o que es poca, entre los dos estados; yo digo que hay mucha. Por último… él se atreve a colocar el matrimonio al mismo nivel que la castidad perpetua.[307]
Para muchos lectores del siglo XX, el argumento de Joviniano sonará como mero sentido común contra el fanatismo de Jerónimo. Sin embargo, estos dirigentes cristianos y futuros santos como Cirilo, obispo de Roma, Ambrosio, obispo de Milán, el propio Jerónimo y Agustín condenaron a Joviniano e inscribieron su nombre en la lista, cada vez mayor, de herejes. Muchos cristianos —todos, excepto los más radicales, que rechazaban el matrimonio por completo— sabían que los cristianos que cumplían sus votos matrimoniales con honor complacían a Dios de este modo; incluso san Pablo ordenó a quienes no lo pudieran evitar que se casaran «en el Señor». Pero pretender que el matrimonio es tan meritorio como su repudio «por el Reino de los Cielos» implicaba la sanción cristiana a los valores tradicionales paganos, como si honrar las obligaciones familiares y sociales —el antiguo ideal ético pagano envuelto en ropajes cristianos— fuese moralmente equivalente a la renuncia. Los cristianos que proclamaban la libertad con respecto a las ataduras sociales y políticas desafiaban a quienes valoraban la vida humana según su contribución social y, como ya hemos visto, imaginaban en el proceso una nueva sociedad basada en la elección libre y voluntaria. La mayoría de los cristianos se casaba, pero con todo seguía afirmando la supremacía de la renuncia. En su oposición a las definiciones convencionales del valor humano basadas en su contribución social, creo que podemos ver la fuente de la posterior idea occidental del valor absoluto del individuo —el valor de cada ser humano, incluidos los necesitados, los enfermos y los recién nacidos— completamente al margen de cualquier contribución real o potencial al «bien común».[308]
Sin duda, quienes realmente eligieron la renuncia a menudo hallaron la libertad que buscaban: hemos visto cómo las mujeres que «renunciaban al mundo» —fueran ricas y aristócratas como Melania o mujeres sin recursos como Tecla— aprovecharon la oportunidad para viajar, para dedicarse a ocupaciones intelectuales y espirituales, para fundar instituciones y dirigirlas.
Los hombres que escribieron muchas de las obras que alaban la virginidad también debieron hallar en la castidad y en la renuncia la recompensa de la libertad que buscaban, liberación del peso opresivo del dominio imperial, de la costumbre, la tradición, «el destino», o el hado, y de la tiranía interior de las pasiones. El atractivo de esta vida ascética no está en absoluto confinado al pasado: el escritor del siglo XX Thomas Merton, quien, después de su conversión, entró en un monasterio cisterciense, hablaba de su propia resolución y de la de los primeros padres del desierto al decir: «Los padres buscan sobre todo su propio ser verdadero en Cristo. Y para lograrlo, tienen que rechazar por completo al falso y formal ser, fabricado “en el mundo” bajo presiones sociales».[309]
Para san Agustín, el teólogo del siglo IV, que iba a convertirse en el maestro más grande de la futura Iglesia cristiana, el momento culminante de su conversión fue su determinación, inspirada por la historia de san Antonio, de evitar un matrimonio cristiano que le habría asegurado riqueza y status social junto con una brillante y prometedora carrera, para abrazar la vida ascética. Con el tiempo, san Agustín transformaría las enseñanzas cristianas tradicionales sobre la libertad, la sexualidad, el pecado y la redención para todas las futuras generaciones de cristianos. Mientras las primeras generaciones de cristianos y judíos interpretaban Génesis 1-3 como la afirmación de la libertad humana para elegir entre el bien y el mal, san Agustín, que vivió después de la época de Constantino, extrajo del mismo texto una historia sobre la esclavitud humana. Pero a medida que se hacía viejo, san Agustín afirmó que ni el asceta más santo era por sí mismo capaz del dominio personal, que toda la humanidad había sucumbido y que la voluntad humana estaba irremisiblemente corrupta. Esta cataclismática transformación en el pensamiento cristiano, de una libertad moral a una corrupción universal, coincidió, como vamos a ver, con la evolución del movimiento cristiano de ser una secta perseguida a convertirse en la religión del propio emperador.