2. LOS CRISTIANOS CONTRA EL ORDEN ROMANO[76]

En el capítulo anterior he intentado describir el cristianismo como un movimiento que en sus orígenes alentaba a los conversos a romper con todo aquello que los unía a sus familias, a sus ciudades, a la nación —en resumen, con todo lo que la gente consciente, ya fueran judíos, griegos, asiáticos, africanos o romanos, tenía por lo más sagrado— cuando estos vínculos entraban en conflicto con el compromiso cristiano hacia sus «hermanos y hermanas en Cristo», miembros de la secta que se llamaba a sí misma la familia de Dios.

A finales del siglo II, el movimiento cristiano se había difundido por todas las regiones del imperio, de modo que Tertuliano, converso del norte de África que escribió en Cartago alrededor de año 200 d. C., dijo

Gritáis [los paganos] que ya está cercada Roma, viendo que no hay campo, ni isla, ni castillo, que no esté lleno de cristianos; pensáis que os ha llegado la última calamidad viendo que se pasa a nuestra religión todo sexo, toda edad, toda condición de gente, y la más lúcida nobleza.[77]

En una carta abierta dirigida a los «gobernantes del imperio romano», Tertuliano reconoce que los críticos paganos detestan el movimiento: «Pensáis que un cristiano es un hombre capaz de cualquier crimen, un enemigo de los dioses, del emperador, de la ley, de las buenas costumbres, de la naturaleza entera».[78] En cierto sentido estos críticos tenían razón, pues los cristianos constituían una amenaza para el sistema social y ético del mundo antiguo de manera que con el tiempo llegarían a alterar la propia estructura del imperio. Los cristianos entraban en los mercados, en las tiendas de los zapateros y los carpinteros, y en las cocinas de las grandes casas, y ofrecían a los trabajadores, a los esclavos, y a cualquiera que escuchase,[79] un mensaje que, como algunos decían, parecía amenazar la estructura jerárquica de la sociedad romana. Sin embargo, como hemos visto, otros cristianos hicieron todo lo posible por adaptarse a esa estructura jerárquica y evitar ofender a sus vecinos paganos.[80] Pero para el orden romano los cristianos representaban un peligro especial que consistía en su negativa a ofrecer los respetos considerados normales ante los gobernantes romanos; y esto situó a algunos en una franca y total oposición a las autoridades temporales y divinas; los emperadores y sus benefactores divinos, los dioses.[81]

Una conocida historia popular y verídica de la época cuenta que una dama y su esclava personal fueron condenadas por cristianas tras negarse a adorar la imagen del emperador. En un espectáculo para celebrar el cumpleaños del emperador, fueron arrojadas a las fieras y ejecutadas en el anfiteatro público de Cartago. La aristocrática protagonista, Vivia Perpetua, docta en griego y en latín, escribió sus experiencias desde el momento de su arresto hasta la tarde de su ejecución. Perpetua, que tenía veintidós años, se había casado hacía poco y criaba a su hijo pequeño, cuando fue arrestada junto con sus amigos Saturo y Saturnino, su esclava personal Felicitas y el esclavo Revocato. Perpetua y sus compañeros fueron arrojados a una sofocante y abarrotada cárcel africana. Tras su detención, el padre de Perpetua, «lleno de amor por mí —escribe ella— intentó persuadirme para que cambiara mi decisión».[82] Perpetua se negó a olvidar a su familia cristiana, rechazando en cambio a su propia familia, a pesar de lo que le afligía ver a su padre, a su madre y a sus hermanos «sufriendo y compadeciéndose de mí».[83] Al principio, escribe «me torturaba la pena por mi hijo», pero cuando obtuvo permiso para tenerlo con ella en la cárcel, «en el acto recobré la salud, aliviada de mi preocupación y ansiedad por el niño».[84]

El padre de Perpetua, viendo que los cristianos estaban a punto de ser procesados, volvió a la cárcel «llevado por la preocupación» para suplicar a Perpetua que ofreciera un sacrificio a la salud de los emperadores, besando sus manos mientras le decía:

Hija… ten piedad de tu padre, si es que merezco ser llamado tu padre, si te he querido más que a todos tus hermanos; no me abandones… Piensa en tus hermanos, en tu madre y en tu tía, piensa en tu hijo, que no será capaz de vivir cuando tú te hayas ido… ¡Olvida tu orgullo! Nos destrozarás a todos. Ninguno de nosotros será capaz jamás de volver a hablar libremente si algo te sucede.[85]

Perpetua se negó y cuenta: «me dejó sumida en un gran dolor». Entonces, continúa,

un día mientras estábamos desayunando, de repente fuimos llamados a juicio. Llegamos al foro y enseguida corrió la voz entre el vecindario cercano al foro y se reunió una gran multitud. Caminamos hasta el banquillo de los acusados. Todos los demás habían admitido su culpabilidad al ser interrogados. Entonces, cuando me llegó el tumo, apareció mi padre con mi hijo, me retuvo en el escalón y dijo: «¡Ofrece el sacrificio, ten piedad de tu hijo!».

El gobernador, Hilariano, que había recibido poderes judiciales como sucesor del último procónsul Minicio Timiniano, me dijo: «Ten piedad de la cabeza gris de tu padre; ten piedad de tu pequeño hijo. Ofrece el sacrificio a la salud de los emperadores».

—No lo haré —repliqué.

—¿Eres cristiana? —dijo Hilariano.

Y yo le contesté:

—Sí, lo soy.

Cuando mi padre insistió en disuadirme, Hilariano ordenó que fuera arrojado al suelo y golpeado con una vara. Sentí dolor por mi padre, como si fuera a mí a quien golpearan. Me compadecí de su patética vejez.

Entonces Hilariano dictó la sentencia de todos nosotros: fuimos condenados a las fieras y volvimos a la cárcel de buen humor.[86]

Perpetua sabía que iba a morir antes de ser sentenciada, pues había soñado que subía por una altísima escalera de bronce, llena por completo de dagas, espadas y clavos, hasta del cielo. El día antes de su ejecución, Perpetua escribió otra visión: soñó que era conducida al anfiteatro, donde una enorme multitud aguardaba para verla luchar con un feroz atleta egipcio. «Mis vestidos estaban desgarrados y de repente yo me convertía en un hombre». Luchó y forcejeó hasta que le hizo una llave de cabeza y así ganó el combate. «Entonces me desperté; me di cuenta de que no lucharía con animales salvajes, sino con el diablo; pero supe que la victoria sería mía». Perpetua concluye su diario con las palabras: «Baste esto en cuanto a lo que hice hasta la tarde de la lid. En cuanto a lo ocurrido en la lid, que quien lo desee escriba sobre ello».[87]

Cuando Felicitas fue detenida, la esclava de Perpetua estaba embarazada y se encontraba en el octavo mes al avecinarse el día de la ejecución: «A Felicitas le preocupaba que su martirio fuese postpuesto debido a su embarazo, pues va contra la ley ajusticiar a mujeres embarazadas». Temía sobrevivir a sus compañeros cristianos y más tarde tener que enfrentarse sola a la muerte al lado de criminales.

Dos días antes de la ejecución los cristianos rezaron por ella «en un derroche de pena común, e inmediatamente después de las plegarias le sobrevinieron los dolores de parto. Sufrió mucho debido a la dificultad natural de un parto en el octavo mes».[88]

Una mujer cristiana adoptó a la niña para criarla como si fuera su propia hija, permitiendo que Felicitas se uniese a sus compañeros. Tal y como Perpetua había deseado, un cristiano continuó la historia, contando dos anécdotas sobre su imperiosa respuesta al severo trato que los cristianos recibían en la cárcel. Perpetua se atrevió a hablar directamente al tribuno encargado, protestando: «Vamos a luchar en el cumpleaños del emperador. ¿No sería un motivo de orgullo para ti que llegásemos a ese día en un estado más saludable?».[89] El dignatario, visiblemente molesto, ordenó mejoras en el trato de los prisioneros y les concedió el privilegio de más visitas de sus familias y amigos. Cuando llegó el día, sacaron a Perpetua y Felicitas y a sus hermanos cristianos Revocato, Saturnino y Saturo de la cárcel y los llevaron hasta las puertas del anfiteatro. El dignatario encargado, siguiendo la costumbre, ordenó a los hombres vestirse con las ropas de los sacerdotes del dios Saturno y a las mujeres vestirse con las ropas de las sacerdotisas de la diosa Ceres, como si ofrecieran sus muertes en un sacrificio a los dioses. Perpetua rehusó tajantemente, diciendo: «Hemos llegado a esto por nuestra propia voluntad, así pues nuestra libertad no debería ser violada. Consentimos en ofrecer nuestras vidas para no hacer semejante cosa [como un sacrificio a los dioses]. Convendréis con nosotros en que así sea».[90] De nuevo su petición fue respetada y el dignatario accedió. Pero justo cuando Perpetua y Felicitas estaban a punto de entrar en la arena, fueron desnudadas a la fuerza y dispuestas en redes, de modo que «hasta la multitud estaba horrorizada cuando vieron que una era una delicada joven y la otra mujer acababa de dar a luz, y la leche aun manaba de sus pechos. Así que fueron devueltas y vestidas con túnicas holgadas».[91] Soltaron tras ellas a una vaquilla enfurecida, Perpetua recibió una cornada y fue revolcada contra el suelo. Se levantó y viendo a Felicitas magullada y caída en el suelo, fue hasta ella y la levantó, y las dos permanecieron de pie una junto a otra. Entonces, tras sufrir más pruebas y viendo a Saturo soportar agonizante la tortura, Perpetua y Felicitas, junto con los demás, fueron llamados al centro de la arena para ser ejecutados. Un testigo recuerda que Perpetua «gimió cuando fue herida en el hueso, entonces cogió la mano temblorosa del joven gladiador y la llevó hasta su garganta».[92]

Algunos espectadores daban muestras de desaprobación ante semejantes martirios y se preguntaban: «¿Qué bien les hacía su religión, si la preferían a sus propias vidas?»[93] Pero otros, entre ellos el propio Tertuliano, quedaron lo bastante impresionados ante tales espectáculos como para unirse al movimiento, sabiendo que arriesgaban sus vidas al hacerlo.

El filósofo Justino, nacido en el año 110 d. C. en una rica familia de la ciudad de Flavia Neápolis (Naplusa) en Samaria, que había ido a Roma para practicar la filosofía, confiesa que quedó atónito y conmovido, al igual que Tertuliano, «al ver a los cristianos… impávidos ante la muerte».[94] Justino había oído rumores de que los cristianos toleraban en secreto el canibalismo y la promiscuidad, pero el coraje sobrehumano que demostraban en el anfiteatro mientras sufrían la tortura y la muerte le convencieron de que estaban poseídos por un poder extraordinario.

Justino se preguntó a sí mismo quiénes eran esos emperadores —y quiénes esos dioses— en cuyos nombres los agentes del gobierno cometían tales atrocidades. Por supuesto, sabía las respuestas convencionales —los emperadores son hombres bendecidos por los dioses, los poderes del universo, y dotados por la divinidad para gobernar a los seres humanos—, pues, como Justino admitía, también él había adorado a los mismos dioses como cualquier otro. Pero le impresionaron las ordalías de los cristianos e impulsado por su posterior conversión vio a los emperadores y a los dioses con diferentes ojos:

Todo el linaje de hombres que antiguamente adorábamos a Baco, hijo de Semel, y a Apolo, hijo de Latona, los cuales, por [sucio] amor a los varones, hicieron tales cosas que resulta vergonzoso el decirlas, o a Proserpina y Venus, enemistadas entre sí por el amor furioso a Adonis, cuyos misterios también vosotros celebráis, o a Esculapio o a cualquiera de aquéllos que llaman dioses, [somos ahora legión] los que por Jesucristo hemos despreciado a estos dioses, [a los cuales no veneraríamos, aunque para ello] tuviéramos que afrontar la muerte, porque nos hemos consagrado al Dios increado, que carece de pasiones, del cual no podemos suponer que se acercase a impulsos de deseos sexuales a Antíope, ni a Ganimedes… Nos compadecemos de los que creen estas cosas y creemos que los demonios son autores de las mismas.[95]

Justino encontró entre los cristianos lo que en vano había buscado en la filosofía durante muchos años. Poco nos dice sobre su pasado pero mucho sobre su apasionado deseo de comprender las cuestiones que le obsesionaban. ¿Qué es la verdad? ¿Qué es lo que hace la felicidad de una persona? ¿Cómo se puede encontrar a Dios? Habiéndose iniciado desde joven en la filosofía, Justino dice: «Al principio me entregué a cierto estoico». Pero cuando se quejó a su maestro de que no se enseñaba nada de Dios y el estoico respondió que no le interesaban estas cuestiones por considerarlas irrelevantes, Justino le abandonó y se unió a los estudiantes de un filósofo peripatético que gozaba de la reputación de poseer una inteligencia sutil. Tras escuchar algunos días a su nuevo maestro, Justino cuenta que «me pidió que pagase una tasa [de matrícula]».[96] Indignado ante este requisito, Justino resolvió que como el hombre le había pedido dinero «no era de ningún modo un filósofo» y partió súbitamente. Por último, Justino explica que investigó la filosofía platónica y «entonces pasé tanto tiempo como me fue posible con un hombre que acababa de llegar a nuestra ciudad —un hombre sabio, muy considerado entre los platónicos— y progresé y a diario conseguía grandes mejoras».[97]

Justino aprendió de su maestro platónico a distinguir entre las apariencias creadas por la mera impresión de los sentidos y la realidad, que según Platón sólo podía ser percibida por una mente purificada y disciplinada en la filosofía. Pero un día, cuando un anciano filósofo cristiano a quien Justino habría de respetar como a un segundo Sócrates, puso a prueba sus hipótesis platónicas, Justino admitió que su experiencia filosófica le había llevado a una conclusión a la que se resistía desde hacía tiempo: la mente humana no puede aprehender por sí misma la verdad última. Justino llegó a creer que uno debe recibir la iluminación a través del espíritu de Dios que desciende desde arriba, el mismo espíritu que había colmado a los mártires cristianos en el anfiteatro.

Una vez se hubo convertido y creyéndose iluminado por el espíritu en su iniciación bautismal, Justino abrió su casa junto a los baños de Timoteo en Roma a los filósofos que buscasen la verdad cristiana. Pero los abusivos arrestos y las ejecuciones de cristianos, aunque fueran esporádicos, le recordaban que la profesión de su recién adquirida fe le hacía susceptible de ser acusado, arrestado y puesto a prueba: hacer un sacrificio simbólico a los dioses romanos o ser torturado y sentenciado a muerte.[98] Tras describir el juicio y la condena de tres de sus compañeros cristianos, Justino declaró: «por lo tanto, también yo espero ser acusado y crucificado». No obstante, decidió ignorar el peligro y valientemente dirigió una carta de franca protesta a los propios emperadores:[99] Marco Aurelio, su hijo Cómodo, y su padre imperial Antonino Pío. Al principio, Justino se dirigía a los emperadores como compañeros filósofos y les aseguraba que los cristianos intentaban ser leales, incluso los mejores ciudadanos. Habló de modo tan persuasivo que el eminente historiador Robert Grant cita a Justino como ejemplo de «la devoción cristiana a la monarquía».[100] Con toda probabilidad, Justino no recibió respuesta a su petición, de modo que dirigió una segunda carta al Senado, protestando por un caso reciente y típico. Justino contó la historia de una dama aristocrática que al convertirse al cristianismo se negó a seguir participando con su marido en las orgías sexuales y báquicas con los esclavos domésticos. Aunque deseaba el divorcio, sus amigos la convencieron de que esperase, pensando en una reconciliación. Pero cuando supo que su marido, en un viaje a Alejandría, se había comportado peor que nunca, solicitó el divorcio y le abandonó. Su marido furioso acusó a Tolomeo, su maestro cristiano, que fue arrestado, encarcelado y llevado ajuicio ante el juez Urbico, quien le hizo una única pregunta: «¿Eres cristiano?». Tolomeo dijo que sí, con lo cual Urbico dictó la forzosa sentencia de muerte. Pero mientras Tolomeo caminaba hacia la muerte, Lucio, uno de los espectadores de la sala del tribunal, protestó gritando:

¿Qué juicio es éste? ¿Por qué a este hombre, que no es reo de adulterio ni de estupro, ni homicida, ni ladrón, ni raptor, ni convicto de delito alguno, sino solamente confeso de ser cristiano, impones una pena? No juzgas, Urbico, como corresponde a un piadoso emperador, ni a un filósofo hijo del César, ni al sacrosanto Senado.[101]

Urbico respondió que el propio Lucio parecía de manera sospechosa un cristiano y cuando Lucio se reconoció como tal, el prefecto ordenó que él y otro hombre de la audiencia que había protestado siguieran el mismo destino que Tolomeo. Mientras los soldados conducían a los condenados fuera de la sala, Lucio dio gracias a Dios en voz alta por librarlos a él y a sus compañeros «de unos gobernantes tan malvados» y ponerlos en manos del «Padre y Rey de los Cielos».

Justino se preguntaba a sí mismo, ¿qué clase de emperadores y dioses son éstos, cuyas leyes toleran la promiscuidad sexual y la venganza privada y autorizan el asesinato de gente inocente? Justino sabía que su relato, al igual que la historia de Perpetua y Felicitas, suscitaría preguntas muy diferentes en las mentes de los lectores paganos. Los críticos paganos se preguntarían: ¿qué clase de gente es ésta que se niega a adorar a los dioses y que, desde el punto de vista de los tradicionalistas romanos, es atea? Y ¿por qué estos cristianos se niegan a realizar los habituales actos simbólicos de lealtad, prefiriendo morir a ofrecer sacrificios al espíritu divino del emperador?

Justino respondió que los cristianos habían descubierto un terrible secreto: los poderes que respaldan a los magistrados romanos —y, en particular, a los emperadores— no son dioses, ni siquiera meras apariencias, como decían los platónicos, sino demonios, fuerzas del mal activas, resueltas a corromper y a destruir a los seres humanos, determinadas a ocultar a la gente la verdad de que hay un solo Dios, creador de todo, que hizo igual a toda la humanidad. Aunque Justino no deduce explícitamente del Génesis una visión igualitaria de la humanidad, otros cristianos sí lo hicieron. Veinte años después de que Justino fuese decapitado por las autoridades romanas, Clemente de Alejandría declaró que, como Dios había hecho a todos los seres humanos «a su imagen… os preguntaría ¿no os parece monstruoso que vosotros —seres humanos que sois obra del propio Dios— estéis sometidos a otro señor, e incluso peor que eso, sirváis a un tirano en lugar de a Dios, el rey verdadero?»[102] Burlándose del culto imperial, Clemente declaró que desde la llegada de Cristo la divinidad «impregna a toda la humanidad por igual»,[103] lo mismo al esclavo que al amo, lo mismo a Felicitas que a su propietaria y «hermana en Cristo» Perpetua. Clemente estaba de acuerdo con Justino en que la adoración del genius del emperador (esto es, su espíritu divino)[104] es una mentira perpetrada por los demonios.

Así, los cristianos amenazaban con reemplazar el panteón romano de dioses y diosas, aquellos aristócratas olímpicos, por un Dios que había creado a toda la humanidad por igual. Peor aún, amenazaban con reemplazar la imagen del emperador como manifestación del poder divino sobre la tierra por Jesús, un criminal condenado, a quien el pagano satírico Luciano llamaba irónicamente «un sofista crucificado»:[105] ¡un bárbaro iletrado ejecutado por los romanos por traición contra el Estado! Cuando Perpetua, Felicitas y sus compañeras se negaron a venerar la imagen del emperador Septimio Geta, lo hicieron en el nombre de Jesús. Insistieron en que, a pesar de haber sido derrotado por los poderes de Roma, al final Jesús resultaría victorioso no sólo sobre Roma sino sobre la propia muerte, pues reinaba triunfante «a la derecha de Dios», donde los mártires esperaban confiados reunirse con él tras imitarlo con sus muertes en la arena.

Los paganos escépticos debieron ridiculizar a los dioses romanos de ilusiones ingenuas y necias, pero para Justino y para muchos de sus compañeros cristianos estos dioses eran verdaderos y peligrosos enemigos. Justino, por ejemplo, coincidía con el emperador Marco Aurelio, filósofo y adversario pagano convencido, en que los dioses encarnaban fuerzas elementales que actúan en el universo. Sin embargo, Marco Aurelio se identificaba con estos poderes, a los que denominaba providencia, necesidad y naturaleza, y los veneraba como benefactores y protectores divinos. Mientras acampaba con los soldados en una expedición militar, por la noche el emperador filósofo, solo en su tienda, escribía preceptos morales para sí mismo:

La Providencia es la fuente de la que manan todas las cosas; y la Necesidad es su aliada y el bienestar del universo. Tú mismo eres parte de ese universo… Piensa en tu vacilación, en cómo los dioses te han concedido repetidas veces nuevos períodos de gracia… Ahora es el momento de comprender la naturaleza del universo al que perteneces, y de ese Poder dominante del que eres hijo… Hora tras hora, como romano y como hombre, decide hacer plenamente lo que sea necesario con dignidad correcta y natural, y con humanidad, independencia y justicia… los dioses no te pedirán nada más.[106]

El erudito francés Jean Beaujeu ha demostrado recientemente que estas convicciones sobre el rol de los emperadores sancionado por la divinidad resultaba básico para la vida política romana y para el propio Marco Aurelio, así como para su familia imperial, sus antecesores, sus hijos y sus sucesores. Sobre todo desde los tiempos del abuelo adoptivo de Marco Aurelio, el gran emperador guerrero Adriano, que accedió al poder desde una relativamente humilde familia hispana, los emperadores se representaban cada vez más a sí mismos como agentes de los dioses en la tierra. Estos emperadores fomentaban enérgicamente la grandiosa propaganda imperial que habían heredado de sus predecesores, divulgando en las monedas, en los monumentos de piedra, en las diversiones públicas —desde las carreras de caballos y los acontecimientos deportivos hasta los festivales religiosos—, su pretensión de que los dioses les habían elegido, a ellos y su dinastía, para gobernar sobre toda la raza humana y todo el mundo conocido.[107] Adriano ordenó que se le representara como un dios en las estatuas y en las monedas, con frecuencia en forma de Júpiter, «el más grande de los dioses». Antonino, el padre imperial de Marco Aurelio, obtuvo del Senado el título honorífico de «Pío» por procurar con éxito la aprobación de un decreto en el Senado declarando dios a Adriano después de su muerte. Adriano escandalizó en vida a los senadores conservadores al insistir en deificar a su amante muerto, Antinoo, después de que el muchacho se ahogase en el Nilo en circunstancias sospechosas. Cuando Marco Aurelio en sus Meditaciones personales se recordaba a sí mismo que sólo era mortal, intentaba distanciarse de su rol público como el «más grande y preclaro de los dioses».[108]

Esta propaganda implicaba algo más que la grandiosidad personal y el delirante egoísmo que cien años antes había conducido a los «emperadores locos», Calígula y Nerón, a ordenar que sus súbditos les adorasen como a dioses encarnados. La creencia de que los emperadores encarnaban poderes divinos reflejaba el modo en que los romanos tradicionalistas entendían a los dioses. Pues la religión tradicional del imperio romano siempre había sostenido que las fuerzas elementales del universo —lo que nosotros denominamos fuerzas naturales— son, en realidad, fuerzas divinas. La energía solar, el trueno y el relámpago, así como las fuerzas internas de la pasión, se manifestaban respectivamente en las formas de los dioses Apolo, Júpiter y Venus. Las experiencias sociales y políticas del poder también podían interpretarse como manifestaciones de esas mismas fuerzas elementales. Sin embargo, la tan debatida cuestión acerca de si los paganos instruidos «creían en» los dioses o en la divinidad del emperador es anacrónica, como ha puesto de relieve el clasicista Simón Price.[109] Muchos paganos instruidos, como muchos de los súbditos de las provincias del imperio, participaban en el sacrificio a los dioses o al genius del emperador, como una manera de demostrar su correcta relación con los «poderes que son» divinos y humanos. Ninguna persona inteligente, debían pensar los paganos sofisticados, adora en realidad las imágenes de los dioses, ni adora a los emperadores vivos, sino que las imágenes de los dioses —y las imágenes de los emperadores— proporcionan un núcleo apropiado para venerar las fuerzas cósmicas que representan.[110]

No obstante, Justino y sus coetáneos cristianos, lejos de manifestar las actitudes «iluminadas» o escépticas que los historiadores posteriores han proyectado sobre ellos, suelen contemplar las prácticas paganas con la mayor seriedad y retroceder asqueados ante ellas. Justino coincidía con los paganos piadosos en que los dioses y los emperadores reflejaban las fuerzas elementales del universo, pero aquí terminaban las coincidencias. Pues los dioses a los que Marco Aurelio reverenciaba como sus benefactores divinos Justino los detestaba como demonios, fuerzas diabólicas que manipulaban la ley para imponer las desigualdades de las que protestaban los cristianos y las injusticias que ellos, entre otros muchos, sufrían.

Tras su conversión, a Justino le impresionó saber que los dioses, que antaño había adorado, eran en realidad meros pretendientes del poder divino. En su carta abierta a los emperadores desenmascaró la identidad secreta de los dioses: los dioses benefactores de Roma no eran más que los ángeles caídos que, según Génesis 6, fueron expulsados del cielo en el principio de los tiempos. Justino, como muchos judíos y muchos de sus compañeros cristianos, tendía a interpretar las dificultades de la vida humana no tanto en términos de la caída de Adán y Eva (Génesis 2-3) como a partir del relato de los ángeles caídos (Génesis 6:1-6). Según Génesis 6, los grandes y famosos hombres de los tiempos antiguos —los llamados gigantes [nefilims]— eran el resultado de una unión híbrida entre los ángeles de Dios y las mujeres:

Vieron los hijos de Dios [ángeles] que las hijas de los hombres les venían bien, y tomaron por mujeres a las que preferían de entre todas ellas… Los nefilims existían en la tierra por aquel entonces… cuando los hijos de Dios se unían a las hijas de los hombres y ellas les daban hijos: éstos fueron los héroes de la antigüedad, hombres famosos. (Génesis 6:2-4).

Justino explicaba que cuando algunos ángeles a los que Dios había encomendado administrar el universo traicionaron su confianza seduciendo a las mujeres y corrompiendo a los muchachos (así Justino ampliaba la historia de Génesis 6), «tuvieron por hijos a los que son llamados demonios».[111] Cuando Dios descubrió la corrupción de su administración, los expulsó del cielo. Pero estos ángeles expulsados trataron de compensar su poder perdido uniéndose a sus vástagos, los demonios, para esclavizar a la raza humana. Sirviéndose de sus poderes sobrenaturales, que los ángeles deshonrados todavía conservaban, infundían pavor y aterrorizaban a la gente para que los adorasen a ellos en lugar de a Dios. Así, Justino dice:

Con esto se os dice lo que es verdad. Antiguamente los malos demonios, cuando se hacían presentes, estupraban a las mujeres y corrompían a los niños y mostraban a los hombres cosas terribles, hasta tal punto que se llenaban de terror los que juzgaban de estas cosas no por la razón, antes al contrario, sobrecogidos por el miedo, e ignorando la existencia de malos demonios los llamaban dioses.[112]

La mayoría de la humanidad ha caído en su poder y sólo unos pocos excepcionales, como Sócrates y Jesús, escaparon a su demoníaca esclavitud mental. Esta red invisible de energía sobrenatural promueve las fortunas de sus secuaces. «Tomando como ayuda la mala inclinación que hay en cada uno de nosotros», explica Justino, los demonios se convirtieron en los benefactores de hombres poderosos y crueles, e «instituyeron ritos privados y públicos en honor de los más poderosos».[113]

Justino veía el resultado a cada paso, sobre todo en la gran panoplia de la propaganda imperial, que reclamaba para los emperadores, gobernadores, magistrados y ejércitos romanos el poder y la protección de los dioses. La injusticia que predominaba en los tribunales estaba, según Justino, indiscutiblemente controlada por los demonios, que manipulaban a los jueces para destruir a todo el que se opusiera a los demonios o amenazase con desenmascararlos, desde Sócrates y Jesús hasta los cristianos de la época:

Mas después que Sócrates se esforzó por sacar estas cosas a la luz con la palabra verdadera y con toda la diligencia y por apartar a los hombres de los demonios, estos mismos, gozosos con la maldad de los hombres, trabajaron para que fuese muerto como «ateo» e impío y dijeron que él introducía nuevos demonios. Y de igual manera maquinan esto contra nosotros.[114]

Justino creía que lo sucedido en la corte de Urbico, en la que el juez protegió los intereses de un hombre despiadado e inmoral y condenó a un maestro cristiano y a sus defensores a la tortura y a la muerte, revelaba esta misma diabólica inversión de la justicia. Como dice el historiador Peter Brown: «Para Justino y sus coetáneos, la historia del apareamiento de los ángeles con las hijas de los hombres y sus consecuencias inmediatas para la paz de la sociedad no era un mito distante, era un mapa en el que se trazaban las rupturas y las tensiones de su alrededor».[115]

Su arrogancia, brutalidad e inmoralidad confirmaban la identidad de los dioses como ángeles caídos. Cada vez que Justino regresaba a Roma, al igual que todos se topaba con las imágenes de los dioses; y lo que antaño había admirado como espléndido, hermoso o sobrecogedor ahora lo veía como lascivas máscaras de corrupción y brutalidad. Las estatuas de Júpiter, identificadas a menudo con los emperadores, se alzaban no sólo en los templos, sino también en las plazas públicas y los edificios de gobierno dominando el anfiteatro romano. En otras ciudades, otros dioses compartían el lugar de honor, como Saturno y Ceres en el anfiteatro de Cartago, presidiendo la ejecución de Perpetua y sus compañeros. Dentro de estas lizas y en las festividades religiosas, actores y gladiadores exhibían imágenes de los dioses, con frecuencia se vestían como Hércules o Atis mientras combatían a muerte. Los criminales condenados eran obligados a vestirse así para morir en sacrificio a los dioses, cosa que Perpetua rehusó hacer; su coetáneo, el cristiano norteafricano Tertuliano, vio en el mismo anfiteatro hombres vestidos como Mercurio y Plutón, los dioses de los muertos, golpeando los cuerpos de los agonizantes con hierros candentes, como si los mismos dioses que en otro tiempo se deleitaron con la violencia de la guerra de Troya presidieran la brutalidad cotidiana de las ejecuciones para diversión pública. Las imágenes de Apolo, Mercurio, Hércules y Venus adornaban los baños públicos, mientras que Apolo y el Dioniso romano, Baco, presidían los teatros, donde los actores solían interpretar en escena las historias de los dioses. Las más populares eran las aventuras amorosas, como las de Apolo y Dafne, o los asuntos de Venus con Marte. Zeus, a quien los romanos llamaban Júpiter, se aparecía a sus amantes humanos bajo múltiples formas: a Danae como una lluvia de oro, a Leda en la forma de un cisne, a Europa en la de un toro, o al joven Ganimedes, a quien Zeus, como un amante decrépito, raptó y violó. Taciano, discípulo de cristianismo de Justino, acusó que hasta los solemnes festivales del drama religioso ofrecían manifestaciones públicas de promiscuidad: «Vuestros hijos e hijas ven [a los dioses] dando lecciones de adulterio en escena».[116] El filósofo cristiano Atenágoras decía que las historias como las que festejaban la violación del joven Ganimedes por Zeus no sólo prestan falso encanto a los que seducen a jóvenes muchachos, sino que también alientan a los comerciantes que crean «mercados de inmoralidad y establecen infamantes reuniones de jóvenes para todo tipo de placer corrupto».[117]

El maestro cristiano Clemente de Alejandría, como mucha otra gente, decía de modo acusador que junto a algunas famosas estatuas públicas,

esconden en sus casas las pasiones no naturales de los demonios… decoran sus dormitorios con pinturas colgadas y contemplan la inmoralidad como religión, y yaciendo en la cama, en medio de sus abrazos, ven a Afrodita estrechada en el abrazo de su amante… Tales son las teologías de la arrogancia [hybris]; tales son las enseñanzas de vuestros dioses, que cometen inmoralidades con vosotros.[118]

El relato de Clemente de Alejandría está ampliamente corroborado por los frescos descubiertos en Pompeya y los anales del historiador de la corte Suetonio, quien destacaba, por ejemplo, que el emperador Tiberio tenía en su dormitorio una pintura de Juno haciendo una fellatio a Júpiter.[119]

El ataque de Clemente de Alejandría a Júpiter oculta tenuemente su desprecio por algunos gobernantes:

¿Es Júpiter, entonces, el bueno, el profeta, el patrón de la hospitalidad, el protector de los mendicantes, el vengador de las afrentas? No, es injusto, el violador del derecho y de la ley, el impío, el inhumano, el violento, el seductor, el adúltero, el incestuoso… abandonado a los placeres sexuales siente lujuria por todos y complace su lujuria con todos.[120]

Clemente de Alejandría también condenó el culto que el emperador Adriano había instituido en Alejandría, su ciudad natal, en honor a su amante muerto, el joven Antinoo:

Otra nueva deidad fue añadida a la serie con gran pompa religiosa en Egipto, y también en la cercana Grecia, por el rey de los romanos, que ha deificado a Antinoo, a quien había amado como Júpiter amaba a Ganimedes y cuya belleza era extremadamente rara, pues la lujuria no es fácil de reprimir, si como ahora se carece de temor, y la gente contempla las «Noches Sagradas de Antinoo», cuya vergonzosa naturaleza conocía el amante que las pasaba con él. ¿Por qué incluir entre los dioses a un muchacho venerado por la impureza?… Y ¿por qué extenderse sobre su belleza? La belleza dañada por la corrupción es horrible… ¡Ahora la tumba del muchacho prostituido es el templo de Antinoo![121]

Estas cosas suceden, concluye Clemente, cuando la gente adora como a dioses «a quienes son sólo humanos, y con frecuencia ¡los peores de la humanidad!»

Cuando Justino escribió su carta abierta al hijo y a los nietos de Adriano, uno de los más distinguidos emperadores de la historia romana, en un principio se dirigió a ellos, como hemos visto, de forma respetuosa, como «compañeros filósofos y amantes de aprender». Pero en cuanto menciona el trato a los cristianos, Justino demuestra que consideraba a Antonino Pío y a Marco Aurelio hombres dedicados a perpetuar la «violencia y la tiranía» de un sistema que trataba a los cristianos como a los peores criminales por negarse a adorar a los demonios. Justino sugiere vagamente que también estos emperadores, a pesar de sus virtudes personales y su retórica pública, no eran en realidad mejores que una banda de criminales —«bandidos en un desierto»—[122] que gobernaban por la fuerza, no por la justicia. Justino aconsejó a Antonino Pío, a Marco Aurelio y a Cómodo que «estuvieran en guardia, no vaya a ser que los demonios que nos han estado atacando os engañen y distraigan vuestra atención al leer y comprender lo que decimos», pues Justino decía a los gobernadores del mundo: «¡estos demonios intentan teneros como sus esclavos!»[123]

Si Marco Aurelio y sus pares se hubieran molestado en escuchar tales diatribas, se hubieran percatado de una vez del carácter subversivo del mensaje cristiano. Al divulgar su discurso a los emperadores, Justino lanzaba un ataque frontal contra la propaganda oficial que los representaba como gobernantes universales por derecho divino. Un profano habría entendido que los todopoderosos emperadores se libraban de un puñado de disidentes acusados por cristianos, pero Justino lo describía como si unos tiranos marionetas, esclavizados por los demonios, combatieran contra los aliados del único, invencible y verdadero Dios. A pesar de su pretensión de ser ciudadanos ejemplares, algunos cristianos atacaban veladamente las propias bases del poder imperial romano y predicaban en nombre de Jesucristo un mensaje radical que se difundía rápidamente a través de las ciudades del imperio.

Algunos funcionarios romanos, enmudecidos por este desafío cristiano, estaban de acuerdo con la declaración personal de Marco Aurelio: lo que mueve a los cristianos no es el coraje, sino un perverso deseo de notoriedad. Otros funcionarios reaccionaban con enfado, como si sospecharan que estaban siendo manipulados por fanáticos suicidas: «Si queréis morir, mataos vosotros mismos y no nos molestéis».[124] Los paganos bien podían sospechar sus razones. Si los cristianos creían que los demonios dominaban el mundo, si daban gracias a Dios por su sentencia de muerte, ¿por qué no se matan ellos mismos y acaban con esto? ¿Por qué pretenden, por el contrario, ser buenos, incluso ejemplares, ciudadanos de un régimen al que dicen despreciar? ¿Por qué Justino, a pesar de su provocación, insiste en que los cristianos, «los primeros entre todos»[125] pagan su parte correspondiente de todos los impuestos y que «para vosotros somos cooperadores y auxiliares en orden a la paz»?[126]

Justino explica a los emperadores que, en cada uno de estos casos, los cristianos intentaban obedecer a Dios, no al gobierno de los hombres. En cuanto al suicidio, dice:

Explicaré por qué no hacemos esto y por qué, interrogados, confesamos sin miedo alguno. No en vano hemos aprendido que Dios creó el mundo, sino que lo creó para el humano linaje… Si, pues, todos nosotros atentamos contra nuestra vida,… obraríamos, pues, contra los designios de Dios si hiciéramos tal cosa. Preguntados, no negamos, porque… es impío no decir en todo la verdad, pues sabemos que el decirla es grato a Dios.[127]

Los cristianos pagan sus impuestos, continúa Justino, obedeciendo el mandamiento del propio Cristo («Al César lo que es del César…»).[128] En cuanto al comportamiento cívico, los cristianos sirven a Aquél que pide rectitud total, a cuyo juicio no escapan ni acto ni pensamiento secretos.[129] Dios también ordena a su gente rendir obediencia —aunque una obediencia estrictamente limitada y secularizada— a las autoridades humanas. Justino y sus compañeros cristianos habían heredado esta capacidad de discernimiento de los judíos, que tenían la experiencia de vivir desde hacía siglos bajo un imperialismo extranjero. Ireneo toma prestada una imagen rabínica para interpretar las palabras de Pablo sobre los «poderes ordenados por Dios»:

El gobierno terrenal ha sido designado por Dios para provecho de las naciones, de modo que por temor al gobierno humano los hombres no se devoren los unos a los otros como peces, sino que mediante el establecimiento de leyes puedan frenar un exceso de maldad entre las naciones.[130]

Por último, Justino y sus coetáneos cristianos, siendo, al igual que los judíos, con frecuencia el blanco de la violencia pública habían llegado a apreciar el papel del gobierno de preservar el orden público. Así, Atenágoras informa a los emperadores Marco Aurelio y Cómodo de que los cristianos, como los judíos,

desean a vuestro gobierno, que podáis… recibir el reino, de padres a hijos, y que vuestro imperio se extienda y crezca, y toda la gente sea sometida a vuestro mandato, pues… también nos beneficia poder llevar unas vidas pacíficas y tranquilas.[131]

No obstante, Justino, Ireneo y Atenágoras escriben con plena conciencia de los peligros inminentes de la persecución, sabiendo que si algunos gobernantes humanos pueden servir a los propósitos de Dios, otros sirven a los de Satán. Atenágoras explica que

como las tendencias y funciones diabólicas proceden de Satán… unas veces mueven a los hombres en una dirección y otras veces en otra, como individuos y como naciones, separada y colectivamente, algunos creen que este universo está constituido sin orden definido.[132]

Sin embargo, los cristianos creen que los gobernantes diabólicos, incluso en el peor de los casos, «no pueden transgredir el orden prescrito para ellos, a pesar de su desobediencia». Dios conserva un último poder sobre su universo y tiene en sus manos la defensa final de sus siervos y la próxima destrucción de sus enemigos. Mientras tanto, del mismo modo en que Sócrates fue liberado de su engaño diabólico y «se esforzó… por apartar a los hombres de los demonios»,[133] los cristianos sostienen la verdad de sus creencias repudiando el culto pagano. Así, dice Justino, «tampoco honramos con abundantes víctimas ni con coronas de flores a aquéllos a quienes los hombres, después que los modelaron y los colocaron en los templos, llamaron dioses».[134]

Justino admitió que escribía temiendo por su vida, esperando urgentemente cambiar la política del gobierno, convencer a las autoridades romanas de que los cristianos no pretendían ser subversivos; él, como la gran mayoría de los cristianos, prefería vivir tranquilamente y así lo hacían siempre que les era posible. En muchas ciudades, la vida cristiana continuaba sin interrupción, con frecuencia durante generaciones, pero fueron más los perseguidos y debieron compartir por ello los temores de Justino. Lo que parecía un desafío arrogante era, en realidad, la respuesta de quienes habían sido obligados contra su voluntad a hacer una terrible elección entre el sacrificio pagano y la muerte, entre negar a Cristo o dar testimonio de su fe en él para el fin de sus vidas: el término mártir en griego significa ‘testigo’.

Por su parte, algunos dignatarios romanos se habían percatado de que esos ataques de los cristianos contra los dioses romanos —y por tanto contra los emperadores— podían minar la pretensión del Estado absoluto sobre sus súbditos y ciudadanos; y que estas ideas sediciosas, junto con un apasionado fervor religioso, podía prender entre los descontentos e inquietos, sobre todo entre las naciones sometidas y los esclavos. Por eso, Roma no se mostró tolerante ante estos peligrosos cristianos.

Un día, el propio Justino, como había previsto y temido, fue sometido a juicio, arrestado y acusado de ser cristiano. Su juez, Rústico, prefecto urbano de Roma, era amigo personal y consejero de Marco Aurelio desde hacía tiempo, había inspirado al joven emperador, dice Marco Aurelio, «la idea de un Estado basado en la igualdad y la libertad de expresión, y una monarquía que valora sobre todo la libertad del súbdito».[135] Probablemente Justino sabía que el mero nombre de su juez evocaba la filosofía política con la que él mismo se identificaba, pues Rústico declaraba con orgullo ser descendiente de un famoso filósofo estoico que había desafiado la tiranía del supuesto «señor y dios», el emperador Domiciano, pagando su osadía con la muerte.

Sin embargo, Rústico no reconocía ninguna afinidad por Justino —y menos la afinidad que según Justino existía entre él mismo y Sócrates— y sólo vio en este filósofo itinerante a un obstinado disidente que se negaba a obedecer la simple orden de Rústico: «Obedece a los dioses y sométete a los emperadores».[136] Ambos hombres —el juez y el acusado— daban por sentada la relación implícita entre sacrificio religioso y sumisión política. Pero Rústico entendía ambas como las obligaciones mínimas de cualquier ciudadano, mientras Justino y sus compañeros consideraban tales actos como una traición a Cristo, su verdadero rey. Después del interrogatorio, Rústico repitió su petición: «Vayamos al centro de la cuestión: un asunto necesario y urgente. Convengamos juntos en ofrecer un sacrificio a los dioses».

Justino dijo: «Nadie en su sano juicio convertiría la devoción en un sacrilegio».

El prefecto dijo: «Si no obedeces, serás castigado sin piedad».

Justino y sus compañeros respondieron: «Haz lo que quieras, somos cristianos y no ofreceremos sacrificios a los ídolos».

El prefecto Rústico dictó entonces sentencia diciendo: «Los que se han negado a ofrecer sacrificios a los dioses y a cumplir el edicto del emperador serán azotados y decapitados de acuerdo con las leyes».[137]

Posteriores generaciones de lectores, cuyas percepciones están moldeadas por una idea cristiana ya consolidada de que Justino y los demás mártires estaban simplemente siguiendo sus convicciones religiosas y no presentando un desafío político, no tienen en cuenta el carácter radical de la postura de Justino, lo que, es evidente, Rústico no hizo. El mismo Justino había argumentado que la política del Estado de ejecutar cristianos se basaba en un error. En realidad, los cristianos eran los mejores ciudadanos, que por voluntad propia obedecían las leyes y pagaban los impuestos correspondientes.[138] Esto era bien cierto; pero Justino también sabía que los cristianos, incluido él mismo, se negaban a hacer lo único que en verdad los magistrados les ordenaban que hiciesen: sacrificios simbólicos a los dioses o al genius del emperador.

Para Rústico la negativa de Justino a realizar tan rutinario símbolo de lealtad contradecía las pretensiones de los cristianos de ser buenos ciudadanos. Para la mayoría de los romanos las obligaciones políticas y sociales eran obligaciones religiosas: el centro de todo lo que ellos consideraban sagrado. Sólo los judíos de todas las naciones bajo dominio romano habían ganado el derecho a diferenciar sus obligaciones políticas de las religiosas y obedecían la ley romana como súbditos del emperador pero adoraban a su propio Dios. El historiador romano Tácito, miembro de la aristocracia senatorial, escribió en sus Historias:

Porque les son a ellos [los judíos] profanas todas las cosas que nosotros tenemos por sagradas; y por el contrario se les conceden las que a nosotros se nos prohíben… A éstos [los prosélitos del judaísmo] la primera cosa que se les enseña y persuade es el menosprecio de los dioses, el despojarse del afecto de sus patrias y el no hacer caso de padres, de hijos, ni de hermanos.[139]

Los romanos consideraban a los judíos «ateos» —gentes que se negaban a ofrecer sacrificios a los dioses—, pero eran, por así decirlo, ateos licenciosos. Incluso Tácito admitía que «estos ritos [de los judíos], pues, como quiera que se hayan introducido, se defienden ahora con la antigüedad»,[140] y los romanos respetaban la tradición.

Sin embargo, los cristianos no tenían esta excusa. Al romper con sus correligionarios judíos para seguir lo que Tácito denomina una nueva y «mortal superstición»,[141] y al negarse a adorar a los dioses paganos, empezaron a secularizar —y de este modo a disminuir radicalmente— el poder de las obligaciones sociales y políticas. Treinta años después de que Justino y sus compañeros fueran azotados y decapitados, el rebelde converso del norte de África Tertuliano, que había elegido el bautismo tras ver morir a los cristianos en la arena, se jactó ante sus gobernantes romanos de que las ejecuciones sólo aceleraban la conversión cristiana: «Segando nos sembráis: más somos cuanto derramáis más sangre; que la sangre de los cristianos es semilla».[142]

Algunos cristianos, como los seguidores del filósofo cínico Diógenes, se atrevieron a acusar de falsedad todos los valores de su sociedad —todos sus «usos» políticos y religiosos—. Atacaron las pretensiones de los emperadores como mentiras diabólicas e intentaron desenmascarar sus broncíneas y doradas imágenes como un conjunto de máscaras huecas o, peor aún, como máscaras de la lujuria humana por el poder, inspirada por los espíritus del mal.

Los paganos cínicos debieron realmente estar de acuerdo; los más osados se atrevieron incluso a decirlo, al menos en privado. Sin embargo, sólo un puñado de notables filósofos y senadores estuvieron dispuestos a arriesgar sus vidas por desafiar el poder imperial. Pero los cristianos más osados no sólo desafiaron la sociedad pagana hasta la muerte sino que llegaron a crear en su lugar un nuevo orden social —lo que Tertuliano denominó «la sociedad cristiana»— basado en una nueva ideología religiosa y una nueva visión de la naturaleza humana. Los emperadores gobernaban por la fuerza y la violencia, pero entre los cristianos, decía Tertuliano, «todo es voluntario». En lugar de recaudar impuestos para pagar los lujos de los emperadores, construcción de proyectos y guerras, los cristianos contribuían voluntariamente «a mantener a los indigentes y sufragar los gastos de su entierro; satisfacer las necesidades de los muchachos y muchachas que carecen de dinero y de poder, y de los ancianos confinados a su hogar… no vacilamos en compartir nuestros bienes terrenales con los demás».[143] La gente necesitada, sobre todo los ancianos, niños abandonados y viudas, recibieron con agrado la generosidad cristiana y se unieron al movimiento, en el cual Tertuliano alardeaba de tenerlo «todo en común excepto nuestras esposas», exactamente la práctica contraria a la del resto de la sociedad, en la que, decía sardónicamente, la mayoría no comparte por voluntad propia nada más que eso.[144]

Como base religiosa de esta nueva sociedad, los cristianos buscaban en los demás y en sí mismos —no en las imágenes paganas, y por supuesto no en el culto imperial— «la manifestación de Dios en la Tierra». Clemente de Alejandría, un neoplatónico, instaba a los cristianos a desviar la vista de las «estatuas esculpidas en forma humana… meras copias de cuerpos»,[145] para mirar en el interior y encontrar allí, dentro de la conciencia moral de la mente humana, una imagen invisible del único e invisible Dios. Puesto que Dios creó a todos «a su imagen», y Clemente añadió

libres y esclavos pueden, del mismo modo, filosofar, ya sean hombres o mujeres… pues el individuo cuya vida está configurada como lo está la nuestra puede filosofar sin educación, sea bárbaro, griego, esclavo, sea anciano, muchacho o mujer. Pues el autodominio moral es común a todos los seres humanos que lo hayan elegido. Y admitimos que todas las razas son de la misma naturaleza, y de la misma virtud.[146]

El propio Marco Aurelio, filósofo estoico, debió de estar de acuerdo con esta declaración, al menos en principio. Pero una cosa era discutir cuestiones filosóficas tan gastadas como la de la hermandad humana universal en una conversación con un igual en los baños o en la mesa y, otra muy distinta, permitir a la gente que despreciara públicamente a los dioses y se burlara de la autoridad imperial predicando tales cosas en público. Para el consumo público Marco Aurelio prefería sin duda la propaganda oficial del poder imperial a cualquier forma de igualitarismo moral, ya fuera estoico o cristiano. El mensaje cristiano podía ser un detonante poderoso en una sociedad que clasificaba a cada persona dentro de una jerarquía social según su clase, familia, riqueza, educación, sexo y status, sobre todo el status que distinguía a las personas libres de los esclavos. Dentro de la ciudad de Roma tres cuartos de la población eran esclavos —personas clasificadas por la ley como propiedades— o descendientes de esclavos. Además de estar sometidos a los abusos de sus propietarios, las descargas de violencia y los deseos sexuales, los esclavos carecían de los derechos más elementales como el matrimonio legítimo, permitiéndoles sólo un recurso legal para sus quejas. Clemente de Alejandría atacó la difundida costumbre romana de abandonar a los recién nacidos en los basureros o de ponerlos a la venta: «Compadezco a los niños que son propiedad de los mercaderes de esclavos, que son vestidos por vergüenza»,[147] dice Clemente, y educados en especialidades sexuales, vendidos para satisfacer los gustos sexuales de sus propietarios. En su Defensa de los cristianos, Justino se queja de que «no sólo las mujeres sino también los hombres» son tratados como «rebaños de bueyes, cabras u ovejas» como un lucrativo montón de niños prostituidos. «Y vosotros —Justino acusa a los emperadores— ¡os beneficiáis de esto y de los aranceles e impuestos de aquéllos que deberíais exterminar de vuestro reino!»[148] Muchos cristianos eran propietarios de esclavos y consideraban la esclavitud un hecho incuestionable, igual que sus vecinos paganos. Pero otros iban hasta los cuchitriles de los pobres y los barracones de los esclavos para ofrecerles ayuda, dinero y predicar entre los pobres, los incultos, los esclavos, las mujeres y los extranjeros la buena nueva de que la clase, la educación, el sexo y el status no importaban, y que todo ser humano es esencialmente igual a cualquier otro «ante Dios», incluido el propio emperador, pues toda la humanidad fue creada a imagen del único Dios.

La gran mayoría de los cristianos de los primeros siglos no defendía —y con toda probabilidad ni imaginó— que esta igualdad moral pudiera ser puesta en práctica en la sociedad. Sin duda, muchos suponían que tal igualdad moral podría hacerse realidad sólo en el venidero Reino de Dios. Pero incluso tan limitadas pretensiones de igualdad moral despertaban las iras de los paganos educados y reflexivos, tal como en un diálogo entre paganos y cristianos el cristiano africano Minucio Félix ponía en boca de su personaje pagano: «Y puesto que mi amigo ha manifestado con grande energía que lleva a mal, le repugna, indigna y duele que hombres sin letras, pobres e ignorantes discutan sobre cuestiones elevadas».[149]

Pero el personaje cristiano de Minucio Félix retaba a «mis hermanos [paganos], que expresaban rabia, enojo e indignación porque los incultos, los pobres y los torpes» se atrevieran a discutir temas que desconcertaban a sus superiores:

Sepa que todos los hombres, sin distinción de edad, sexo ni de clase han nacido dotados de razón y de inteligencia; no debiendo su conocimiento de Dios a la fortuna, sino a la naturaleza… De donde resulta claro que el talento no viene con las riquezas, ni con el estudio, sino que se otorga en la creación del alma.[150]

También Clemente de Alejandría reprendió a «quienes no admiten la autonomía del alma humana, que no puede ser tratada como esclava». Y aunque sabía que semejantes palabras podían incitar a la rebelión, alentaba tal comportamiento: «Nosotros [los cristianos] sabemos que los niños, las mujeres y los esclavos, pese a la voluntad de sus padres, amos o maridos, han alcanzado a veces el más alto grado de excelencia».[151] Por «el más alto grado de excelencia» Clemente entendía lo que Perpetua había hecho: rechazar la lealtad a la propia familia, a la nación y a los dioses para declarar su fidelidad sólo a Dios, anticipando la «gloria» de una ejecución pública como mártir. Respondiendo a los paganos que recriminaban a los cristianos su negativa a ofrecer sacrificios debido a un temor estúpido y supersticioso, Minucio Félix declara que «el despreciar los restos de los sacrificios y los vinos libados no es una prueba de nuestro temor, es una afirmación de nuestra verdadera libertad».[152]

Cristianos tan desafiantes como Justino y Perpetua entendían la libertad de modo muy distinto al de sus amos romanos. Marco Aurelio y Rústico, situados en el vértice de la sociedad romana, pretendían con orgullo gobernar de una forma que «honre por encima de cualquier otra cosa la libertad del súbdito». Para Marco Aurelio y sus amigos «libertad» significaba vivir bajo el dominio de un «buen emperador», esto es, un emperador a quien aprobase el Senado, formado por hombres ricos y poderosos. Desde su punto de vista, Marco Aurelio y sus pares velaban de manera admirable por esta libertad, y los hombres que se han identificado con su reino, desde Plutarco hasta Gibbon, están de acuerdo. En palabras de Gibbon:

Si se pidiese a un hombre que determinase el período de la historia del mundo durante el cual la condición de la raza humana haya sido la más feliz y próspera, sin duda, elegiría la que se extiende desde la muerte de Domiciano hasta la ascensión de Cómodo (es decir, los reinados de los emperadores Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio). La vasta extensión del imperio romano estaba gobernada por un poder absoluto, guiada por la virtud y la sabiduría. Las formas de la administración civil fueron cuidadosamente preservadas por Nerva, Trajano, Adriano y los Antoninos, quienes se complacían en la imagen de la libertad… las obras de estos monarcas fueron compensadas con creces por la inmensa recompensa que aguardaba a su éxito, por el honesto orgullo de la virtud y por el exquisito encanto de procurar la felicidad general de la que fueron autores.[153]

Sin embargo, hubieron algunos que disintieron —por lo general, los del extremo opuesto en la escala social y política—. Como señala el historiador de la Antigüedad Masón Hammond, fue bajo el reinado de estos «buenos emperadores», famosos por su prudencia y humanidad, cuando se difundió por primera vez la política de persecución a los cristianos.[154] Al mismo tiempo las provincias romanas fueron arruinadas por la revuelta de los judíos bajo Trajano y Adriano, y por las de los egipcios bajo Antonino Pío y Marco Aurelio.[155] Cuantos sufrieron las presiones del poder imperial, pregunta el historiador Naphtali Lewis, «¿reconocerían las palabras de Gibbon como una descripción del mundo en el que vivían?»[156]

En su monumental historia marxista de las clases sociales en los tiempos antiguos, G. de Ste. Croix acusa a los cristianos de no criticar la ideología dominante del imperio romano. Los cristianos no lo hicieron, argumenta, porque sus ideas fueron moldeadas por «irresistibles presiones sociales»[157] (que no enumera) y debido a lo que considera «completa indiferencia, como cristianos, hacia las instituciones del mundo en que vivían»[158] Sin embargo, los apologistas cristianos atacaron en verdad no sólo a los dioses paganos y al culto imperial,[159] como ya hemos visto, sino también a la construcción tradicional de los orígenes del imperio romano. En su lugar ofrecieron una visión desacreditadora y «desmitificadora» de la historia de Roma. Por ejemplo, Tertuliano desafía la «infundada declaración de quienes mantienen que, como recompensa a su singular devoción a la religión, los romanos han ascendido a tales cimas de poder para convertirse en amos del mundo».[160] ¿Es pues, «el progreso del imperio», como pretende el mito patriótico romano, «la recompensa que los dioses ofrecen a los romanos por su devoción»? Al contrario, dice Tertuliano, «si no me equivoco, los reinos y los imperios se adquieren por medio de guerras y se amplían por medio de victorias. Además, no puede haber guerras ni victorias sin conquistar —y con frecuencia destruir— ciudades».[161] En sus guerras de conquista, continúa, los romanos han destruido y expoliado templos, casas y palacios sin discriminación. Los romanos han tenido éxito, concluye, al subordinar su supuesta piedad a la obsesión por la conquista.

También Minucio Félix desafiaba a quienes decían que los romanos «merecían su poder» debido a su consumada piedad y sostenía que el imperio se había originado a partir de un pacto defensivo entre criminales y asesinos: «En su origen, ¿no se unieron [los romanos] y se hicieron fuertes por medio del crimen, prosperando gracias al terror a su propia ferocidad?». Primero iniciaron guerras, echaron a sus vecinos de sus tierras y destruyeron ciudades vecinas por la fuerza militar. Capturando, violando y esclavizando a sus víctimas, aumentaron su poder: «Los romanos no fueron tan grandes porque fuesen religiosos, sino porque fueron sacrílegos con impunidad».[162]

Desde esta perspectiva del poder imperial, los cristianos adquirieron una idea de la libertad diferente de la de sus amos romanos. Se aliaron a una tradición de filósofos disidentes que se burlaban de la versión de la libertad de la aristocracia senatorial por considerarla, en realidad, esclavitud. Estos disidentes afirmaban que la verdadera libertad implica libertad de expresión, es decir, libertad para alzarse contra los gobernantes injustos.[163] Por supuesto, los senadores conservadores consideraban esta versión filosófica de la libertad como mero libertinaje: una invitación a la anarquía. Mientras fueron una perseguida minoría ilegal los cristianos insistieron en que sólo el bautismo —y no el gobierno romano— concedía la libertad. Pues al mismo tiempo el bautismo liberaba al converso del pecado, de la esclavitud a los dioses paganos y del poder de sus agentes humanos, que sólo podían ajusticiar —y de este modo liberar— a los mártires cristianos. Minucio Félix traza una descripción retórica e intensa de un cristiano que sufrió tortura por su fe, pero mantuvo su libertad:

«¡Qué hermoso espectáculo para los ojos de Dios ver al cristiano luchar contra el dolor, enfrentarse con las amenazas, suplicios y tormentos, despreciar sonriente el estrépito de los instrumentos mortíferos y el horror que inspira el verdugo, defender su libertad contra reyes y príncipes para someterla sólo a Dios… desafiar triunfante y victorioso al mismo al mismo que pronunció su sentencia!»[164]

De una agonía como la que sufrieron Perpetua, Justino y demás, y la de los mártires judíos antes que ellos,[165] nació con el tiempo una nueva visión de la base del orden social y político, un orden que ya no se fundaba en las pretensiones divinas del gobernante o del Estado, sino en las cualidades que los cristianos consideraban inherentes a cada hombre y, algunos se atrevieron a insistir, también en cada mujer, mediante nuestra creación común «a imagen de Dios». Como hemos visto, los cristianos de la época de Justino no concebían sus ideas como la base de un programa político. Pero dieciséis siglos más tarde, en un contexto social y político totalmente distinto, los revolucionarios norteamericanos invocarían la historia de la creación contra las pretensiones de derecho divino del rey británico, declarando: «Tenemos como evidentes por sí mismas estas verdades: que todos los hombres nacen iguales, que su Creador les ha conferido ciertos derechos inalienables…». En el mundo de Justino —y algunos afirmarían que incluso en el nuestro— estas supuestas «verdades» no eran en absoluto evidentes. Aristóteles había deducido de la observación lo que para él era mucho más obvio: que los seres humanos son esencialmente distintos, algunos nacen para mandar y otros para ser esclavos. Pero el movimiento cristiano popularizó la historia de la creación hebrea que manifestaba de modo implícito el valor intrínseco de todo ser humano y a través del imperio romano el movimiento floreció, a pesar de la condición de criminales de los cristianos y de los consiguientes peligros que les amenazaban. Incluso Tertuliano hizo la declaración sin precedentes de que todo ser humano tenía derecho a la libertad religiosa:

Mas porque ya se conoció que era cosa inicua forzar a hombres libres a sacrificar (que para obligar a Dios del ánimo libre y gustoso ha de nacer el sacrificio), pues llanamente parecía desatino que no mirando Dios sino el ánimo interior del que sacrifica, para favorecer queráis vosotros forzar al que por su interior y voluntario servicio lo ha de merecer.[166]

En los siglos posteriores, otros deducirían de la historia de la creación propuestas morales aun más audaces e insistirían, por ejemplo, en que la creación humana «a imagen de Dios» no sólo implica «derechos inalienables», sino que es extensiva a gente de todas las razas, esclavos, mujeres y, según algunos, a niños deficientes o incluso a los niños no nacidos.

El legado de tales convicciones persistiría durante siglos e incluso milenios, para convertirse en un sueño no realizado. Cuando Perpetua y Justino, junto con sus coetáneos cristianos, expresaban su visión de la libertad negándose a ofrecer sacrificios a los dioses y a los emperadores, se ofrecieron como blanco del arresto, la tortura y la ejecución. Mientras los cristianos eran miembros de una sociedad sospechosa, expuestos a la muerte, los más audaces de entre ellos sostuvieron que, como los demonios controlaban al gobierno e inspiraban a sus agentes, el creyente podía alcanzar la libertad sólo con la muerte.