1. «EL REINO DE DIOS ESTÁ CERCA»[6]

Jesús y sus seguidores vivían en una época en que la situación de los judíos era particularmente turbulenta y podía resultar explosiva. Las comunidades rurales de lo que había de llamarse Tierra Santa, donde los judíos habían practicado modos de vida tradicionales durante siglos, se enfrentaban cada vez más a una cultura pagana invasora que les desconcertaba y repelía, no tanto en sus apartadas aldeas, sino por lo que oían de la vida ciudadana en lugares como Jerusalén.[7] En época de Jesús, siglos de dominación por parte de imperios extranjeros pusieron a las que antaño habían sido comunidades judías aisladas en contacto directo, en ocasiones involuntario, con sus vecinos paganos: babilonios, romanos, asiáticos, egipcios, griegos, africanos y persas. Muchos judíos, sobre todo los más ricos y mundanos, se plantearon si debían «actuar como las naciones» y hasta qué punto. ¿Debían los judíos adoptar la ciudadanía extranjera, con sus grandes ventajas económicas y políticas? ¿Debían contratar a esclavos paganos para que enseñasen a sus hijos griego y latín, y arriesgarse a que practicaran el nudismo en los baños públicos? ¿Debían esforzarse por entrar en el mundo activo y cosmopolita de la cultura pagana y la vida social abandonando antiguas costumbres como la circuncisión y las leyes del kosher[8] que sus vecinos paganos consideraban bárbaras?

En época de Jesús estas comunidades judías urbanas estaban divididas entre los que se adaptaban a la cultura pagana y aceptaban su dominio político, y los que se resistían tanto a la cultura como a la política pagana. Después de haber sido aliados de los romanos, los judíos eran ahora sus súbditos y Judea se había convertido en una provincia romana gobernada por la dinastía judía de Herodes Magno, en realidad una marioneta cuyos hilos manejaban sus amos paganos. Incluso los que se resistían a la cultura pagana estaban profundamente influidos por ella; sin embargo, conservaban costumbres que los distinguían y separaban de sus vecinos paganos. Muchos judíos, sobre todo los más pobres, y los que vivían en las aldeas rurales donde predicaban Juan y Jesús, detestaban a la corte de los Herodes con sus lujosas diversiones y sus extravagantes palacios, que los Herodes erigían para los emperadores pero que financiaban con duros impuestos, extorsiones y sobornos extraídos de sus compatriotas judíos. Lo que más enfurecía a esta gente del campo era el modo en que los herodianos adulaban e imitaban a los romanos, renegando de la tradición judaica.[9] El príncipe Herodes Antipas, nieto de Herodes el Grande, había ido a Roma para ser educado por los mismos filósofos que el príncipe Claudio, futuro emperador de Roma. El historiador judío Flavio Josefo dice que poco antes del nacimiento de Jesús, dos mil judíos fueron crucificados en su Galilea natal por rebelarse contra Roma, dejando un bosque de cruces desperdigadas con cadáveres putrefactos para escarmiento de otros.[10] El propio Jesús, acusado de traición a Roma, sufriría un día el mismo castigo. El sentimiento antipagano era profundo, sobre todo entre los pobres, los piadosos y los judíos del medio rural, y entre esta gente halló Jesús a sus seguidores.

Muchos judíos desconfiaban también de sus propios dirigentes religiosos que prestaban sus servicios en el templo de Jerusalén, en especial de los hombres ricos y poderosos en tomo al sumo sacerdote por su franca confabulación con los ocupantes romanos. Los miembros de las comunidades judías respondieron de diversas maneras a esta situación. La secta más popular, los fariseos, criticaron agriamente a estos líderes por haber subvertido el templo,[11] mientras que algunos fieles fueron aun más lejos y como protesta se apartaron de la vida judía habitual. En el siglo I a. C. los esenios abandonaron Jerusalén, acusaron de corrupto al culto del templo y formaron una comunidad «pura» en las cuevas del desierto junto al mar Muerto. Allí renunciaron a la propiedad privada para vivir en una comunidad monástica, observaban las reglas de la guerra santa y evitaban el contacto sexual y la comida, los pensamientos y las prácticas impuras, mientras aguardaban la batalla de Harmagedón.[12] Amenazaban con que en el día del juicio final el mismo Dios aniquilaría a los hipócritas y a los malvados, y confirmaría a los esenios como los rectos.

Juan Bautista, el predecesor de Jesús, un reformista apasionado que pudo haber vivido algunos años entre los esenios, hizo una arenga pública en contra de Herodes Antipas, entonces tetrarca de Galilea, por haber desposado a la mujer de su hermano. A instigación de la esposa de Herodes —madre de Salomé— Juan fue encarcelado y decapitado.[13] Mucha gente coincidía con Juan en que había llegado el momento de una reforma radical. Ya no bastaba con seguir los modelos judíos tradicionales o permanecer dentro de los límites de la ley. Juan pedía mucho más; de hecho, les pedía a esas gentes que volvieran no sólo a la letra sino al espíritu moral de la ley.[14] Pero pese a la pretensión de Juan de hablar en nombre de la auténtica tradición judaica, persistía una difícil pregunta: ¿qué elementos de la tradición judaica eran esenciales y verdaderos, y cuáles eran reliquias anticuadas de un pasado arcaico? ¿Cuáles debían seguir y cuáles había que desechar?

Jesús de Nazaret fue bautizado por Juan y entonces, según el evangelio de Marcos, fue conducido por el Espíritu Santo hasta el desierto (Marcos 1:12). Regresó de su soledad enardecido por la convicción de que el reino de Dios estaba cerca. Al igual que los esenios, Jesús declaró que la crisis de la época requería un sacrificio radical. De aldea en aldea, cerca de su lugar de nacimiento en Galilea, Jesús advirtió de que la llegada del día del juicio final haría zozobrar el mundo social y político. Entonces «muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros» (Mateo 19:30); y la llegada del reino se mostraría ante los que entonces eran «despreciados y rechazados». Jesús declaró en su famoso sermón:

Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.

Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados.

Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis…

Pero ¡ay de vosotros, ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo.

¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre.

¡Ay de los que reís ahora, porque tendréis aflicción y llanto!

(Lucas 6:20-25).

Jesús descuidaba —y sus acusadores pretendían que negaba—, la estricta observancia del kosher y el sabbath, y atacaba la casuística legal que permitía a la gente evadir su responsabilidad para con los necesitados. Como saben los estudiosos de la Biblia, los evangelios del Nuevo Testamento no son ni historias ni biografías en el sentido actual de estos términos. No poseemos testimonios independientes con los que cotejar sus narraciones. Pero según ellos relataban su vida y su mensaje, Jesús pedía sacrificio y cambio, medidas extraordinarias para preparar la llegada de una nueva era. Su mensaje no podía haber sido más radical, entonces o ahora:

A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo no se lo reclames.

Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio. (Lucas 6:30; 35).

Y en cuanto a los diez mandamientos:

Habéis oído que se dijo a los antepasados: no matarás; y aquél que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: todo aquél que se encolerice contra su hermano será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano «imbécil» será reo ante el Sanedrín; y el que le llame «renegado» será reo de la gehenna de fuego.

Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. (Mateo 5:21-22; 27-28).

Jesús atacó a los líderes religiosos de Israel con ironía y rabia:

En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen.

¡Ay de vosotros escribas y fariseos, hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del aneto y del comino, y descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe!… ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!

¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo vais a escapar a la condenación de la gehenna?[15] (Mateo 23:2; 23-24, 33).

La apasionada y poderosa presencia de Jesús despertó una enorme reacción, en especial cuando predicaba entre las multitudes de peregrinos reunidos en Jerusalén para celebrar la Pascua judía. Como bien sabían las autoridades judías y romanas, las tensiones aumentaban durante las festividades religiosas, cuando los fieles judíos se encontraban cara a cara con los soldados romanos. El historiador judío Flavio Josefo, casi coetáneo de Jesús y uno de los gobernadores de Galilea, habla de un soldado romano que hacía guardia cerca del templo y que con desdén se había arriesgado ante una multitud, ultraje que incitó a una revuelta en la que murieron veinte mil personas.[16] Cuando Jesús osó entrar en el patio del templo antes de la Pascua judía, blandiendo un látigo, arrojando las mesas de los que cambiaban moneda extranjera y citando las palabras del profeta Jeremías para atacar a los líderes del templo por convertir la casa de Dios en una «cueva de bandidos», el evangelio de Marcos dice «no permitía que nadie transportase cosas por el templo» (Marcos 11:16). Pero poco después las autoridades tomaron medidas para prevenir que este revolucionario predicador de aldea exacerbara las pasiones religiosas y nacionalistas latentes entre las multitudes exaltadas. El Sanedrín, deseoso de mantener la paz y esperando evitar las recriminaciones de sus amos romanos, colaboró con el procurador romano para arrestar a Jesús, juzgarlo y ejecutarlo apresuradamente bajo los cargos de amenazar con derruir él solo el templo, conspirar para levantarse contra Roma y erigirse a sí mismo rey de los judíos (Marcos 14:58-15:26).

Según el Nuevo Testamento, el propio Jesús se veía a sí mismo de modo muy diferente, no como un revolucionario sino como un hombre imbuido del espíritu que inspiró a Isaías y a Jeremías —el espíritu de Dios— como un profeta enviado para anunciar a la humanidad la llegada del reino de Dios y para ofrecer la purificación a aquéllos que le escuchaban.[17] Varias veces, según los relatos del Nuevo Testamento, Jesús prefirió exponerse a la muerte antes que permitir que lo silenciaran.

Dejando a un lado por el momento el significado religioso del mensaje de Jesús, cabe afirmar desde una perspectiva estrictamente histórica que Jesús había previsto con acierto los acontecimientos: en cierta medida, el mundo en el que él y sus coetáneos judíos vivían pronto llegaría a su fin, en menos de cuarenta años después de su muerte, con la catastrófica guerra de los judíos contra Roma. El sentimiento religioso y patriótico que el Sanedrín temía fuera encendido por Jesús finalmente ardió en el año 66 d. C. Los brotes de violencia contra la ocupación romana estallaron en una guerra civil que acabó por engullir a toda la provincia, que los romanos denominaban Judea. Flavio Josefo, nacido en el año 37 d. C., pocos años después de la muerte de Jesús, participó en esa guerra y describió su horrible devastación, mientras las resonantes tropas romanas de Tito marchaban sobre Jerusalén. Las calles se bañaron en sangre; el interior de la ciudad era un campo de escombros y el propio templo ardió hasta convertirse en un montón de ruinas. Tito, el conquistador romano y futuro emperador, aniquiló también políticamente a Jerusalén, al restablecer en su lugar la colonia que los romanos llamaban Aelia Capitolina, consagrada a los dioses de Roma.

La «nueva era» que siguió a la victoria romana desafió y resquebrajó las comunidades judías desde Judea hasta Roma y por todo el mundo. Algunos judíos simplemente se resignaron y adoptaron costumbres paganas, pero la mayoría llegó poco a poco a adoptar las formas en las que el grupo fariseo había rescatado y refundido las antiguas tradiciones. Según el profesor Jacob Neuser, los fariseos esperaban reunir a las comunidades judías dotándolas de un código legislativo común; así originaron el movimiento rabínico.[18] Estos rabinos, o maestros, reemplazaron a los sacerdotes y a los sacrificios de animales que éstos ofrecían en el destruido templo de Jerusalén —templo que había sido para muchos judíos el núcleo central de la vida judaica— por los «sacrificios» de plegarias, el estudio de la Tora y el culto en las sinagogas esparcidas por todo el mundo dondequiera que viviesen judíos. Y los propios rabinos sustituyeron, como «maestros de la ley», a la casta hereditaria de sacerdotes judíos que durante generaciones habían oficiado en el templo.[19]

Pero los de la secta radical, que se llamaban a sí mismos seguidores de Jesús de Nazaret, fueron aún más lejos. Al negarse a luchar en la guerra judaica contra Roma, ya se habían distanciado de las comunidades judías; ahora rompían con sus correligionarios judíos y proclamaban que ellos eran el «nuevo Israel», el «verdadero Israel», de esta convulsiva nueva era. Algunos judíos que se unieron a este movimiento cristiano, una o dos generaciones después de la muerte de Jesús y sobre todo los influidos por las enseñanzas de Pablo, abandonaron las prácticas características que los habían distinguido como judíos. Algunos olvidaron la circuncisión, las leyes del kosher y la observancia del sabbath, declarando que uno es, en palabras de Pablo, «judío en lo interior», y que la circuncisión es «del corazón» (Romanos 2:28-29) y no de la carne. Todos los conversos de este nuevo movimiento, fuesen antes judíos o paganos, tendían a distinguir a su «nuevo Israel» del resto del mundo insistiendo en prácticas morales estrictas e incluso extremadas. El aspecto más polémico de esta nueva austeridad moral eran las actitudes y prácticas sexuales de sus partidarios.[20]

Éste no es un libro sobre el mensaje de Jesús, sino sobre los elementos prácticos de su mensaje, en especial sobre la manera en que él y sus seguidores dedujeron estos elementos del relato de la creación. Según el Nuevo Testamento, el propio Jesús mencionó la historia de Adán y Eva sólo una vez como respuesta a una pregunta sobre los motivos legítimos de divorcio. A juzgar por las referencias del Nuevo Testamento a sus escasos comentarios sobre el matrimonio, el divorcio y el celibato, estos temas parecen casi fortuitos en el mensaje de Jesús. Pero después de su muerte, mientras el movimiento que él inspiró crecía hasta incluir a griegos, asiáticos, africanos, romanos y egipcios, así como a judíos de Palestina, sus seguidores se enfrentaron a la cuestión de cómo aplicar su enseñanza espiritual a la práctica de la vida cotidiana. ¿Debían los cristianos casarse o no? ¿Debían diferir los roles de los hombres de los de las mujeres en la comunidad? Y en ese caso, ¿de qué manera? ¿Debían los conversos evitar la actividad sexual fuera del matrimonio, o incluso dentro de él? ¿Qué hacer con respecto a la prostitución, el aborto y el uso sexual de los esclavos? Estas preguntas también tenían mayores implicaciones: ¿Cómo entienden los cristianos la naturaleza humana? ¿Son los esclavos, por ejemplo, esencialmente diferentes de las personas libres?

Por supuesto, tales preguntas no eran originales de los cristianos. Los maestros judíos debatieron tales cuestiones, y como ha demostrado el estudioso francés Paul Veyne, entre otros, ciertos filósofos paganos defendieron una contención sexual similar a la adoptada por los cristianos.[21] Pero el movimiento cristiano popularizó estas actitudes cambiantes por sus trascendentales consecuencias, sobre todo después del siglo IV, cuando el emperador romano Constantino declaró su veneración a Cristo y garantizó al cristianismo un status no sólo legal sino privilegiado dentro del imperio. En esa época las actitudes cristianas empezaron a transformar la conciencia, por no hablar de los sistemas morales y legales que continúan configurando la sociedad occidental.

Este libro examinará las actitudes que Jesús y sus seguidores adoptaron con respecto al matrimonio, la familia, la procreación y el celibato, y por tanto en relación a «la naturaleza humana» en general, y las controversias que estas actitudes despertaron al ser interpretadas de diversos modos por los cristianos durante generaciones o milenios, según el punto de vista. También expondré cómo los hombres y las mujeres convertidos al cristianismo solían adoptar actitudes hacia la sexualidad que sus familias y amigos consideraban raras. Por otra parte, reflexionaré sobre cómo hemos llegado a admitir un conjunto de actitudes ante la sexualidad y la naturaleza humana derivadas de la «cultura judeocristiana», actitudes que hoy parecen normales y obvias a mucha gente, pero que de ningún modo lo eran en el contexto de la época del cristianismo temprano, ni siquiera para nuestros propios contemporáneos desde una perspectiva antropológica.

A principios de lo que ha dado en llamarse era cristiana, Jesús y sus seguidores asumieron de forma alarmante actitudes ante el divorcio, la procreación y la familia distintas de las que habían prevalecido durante siglos entre sus correligionarios judíos. Estos desafíos a la costumbre eran tan poderosos que precipitaron, o al menos acompañaron, el nacimiento de un nuevo movimiento religioso. Pese al mensaje radical de Jesús —o quizás debido a él— el movimiento se divulgó rápidamente a través del mundo romano y al cabo de tres siglos llegó a dominarlo.

Como el movimiento cristiano surgió dentro del imperio romano, retó a los paganos conversos a cambiar también sus actitudes y su comportamiento. Muchos paganos que habían considerado el matrimonio esencialmente como un acuerdo social y económico, las relaciones homosexuales como un supuesto elemento de la educación masculina, la prostitución tanto masculina como femenina como algo corriente y legal, y el divorcio, el aborto, la contracepción y el abandono de los niños no deseados como asuntos de conveniencia práctica, abrazaron para sorpresa de sus familias el mensaje cristiano que se oponía a tales prácticas.

Como ya hemos indicado, algunos estudiosos, entre los que destaca Paul Veyne, han restado importancia a estas diferencias y han señalado que filósofos moralistas como Musonio Rufo y Plutarco apoyaban prácticas morales semejantes. Veyne llega a la conclusión de que «no debemos pensar en estereotipos e imaginar un conflicto entre la moralidad pagana y la cristiana».[22] Sin embargo, como indica el filósofo y converso Atenágoras (c. 160 d. C.) en su defensa de los cristianos dirigida a sus perseguidores, los emperadores, lo que los filósofos apoyaban puede tener poco o nada que ver con lo que en realidad incita a la gente a cambiar, como habían hecho muchos cristianos tras su conversión.[23] De hecho, conversos como Justino, Atenágoras, Clemente de Alejandría y Tertuliano describen el modo particular en que la conversión cambió sus vidas y las de otros, con frecuencia ignorantes, creyentes, en asuntos de sexo, negocios, magia, dinero, pago de impuestos y odio racial.[24] Justino y Tertuliano relatan casos en los que la transformación moral que acompaña a la conversión de un creyente desata las iras de sus parientes paganos, que llegan incluso a acusarlo legalmente y a desheredarlo. Es evidente que estos cristianos estaban escribiendo en defensa de su fe; no es.necesario aceptar toda su retórica como un hecho para saber que ellos y muchos otros en verdad imaginaron «un conflicto entre la moralidad pagana y la cristiana» y trataron de actuar en consecuencia.

Sus propios relatos sugieren que estos conversos cambiaron sus actitudes hacia sí mismos, hacia la naturaleza y hacia Dios, así como su sentido de los deberes sociales y políticos, en aspectos que a menudo los colocaban en una situación diametralmente opuesta a la cultura pagana. Para los cristianos más fervientes, la conversión transformaba su conciencia y su comportamiento, y tales conversos, unidos en el cada vez más popular movimiento cristiano, influirían profundamente en la conciencia de las generaciones venideras.[25]

Otros maestros judíos de la época de Jesús y de generaciones anteriores habían declarado abominables ciertas prácticas sexuales paganas. Entre los judíos ortodoxos sólo la adoración de dioses paganos levantaba más indignación que el comportamiento sexual pagano. Durante generaciones, los maestros judíos habían advertido que los paganos no tenían ninguna opinión sobre la pederastia, la promiscuidad y el incesto. Sin embargo, el choque con culturas exteriores supuso a su vez un desafío a las costumbres judías. Muchos paganos consideraron prácticas como la circuncisión excéntricas, anticuadas y no menos bárbaras de lo que a los judíos les parecían las costumbres sexuales de los paganos. Los babilonios y los romanos, que eran monógamos, criticaron la antigua costumbre judía del matrimonio poligámico, practicado por patriarcas tan venerables como Abraham, David y Salomón, y también por los pocos ricos que podían costearlo, incluso en tiempos de Jesús y más tarde.[26] El historiador judío Flavio Josefo, polígamo declarado, trató de justificar ante sus lectores romanos las diez esposas del rey Herodes el Grande (y posiblemente también su propia bigamia)[27] explicando que «entre nosotros es costumbre tener varias esposas a la vez».[28] Los que estaban familiarizados con la ley romana pudieron también cuestionar la tradicional ley judía de divorcio, que garantizaba al marido (pero no a la esposa) el derecho, a menudo cómodo, al divorcio.

Durante siglos —en realidad, durante casi un milenio— los judíos habían enseñado que el propósito del matrimonio, y por tanto de la sexualidad, era la procreación. Las comunidades judías habían heredado sus costumbres sexuales de sus antecesores nómadas, cuya propia supervivencia dependía de la reproducción, tanto entre sus rebaños de animales como entre ellos mismos. Según el relato de Abraham recogido en Génesis 22, la gran bendición prometida por Dios en su alianza con Israel fue una descendencia innumerable como las arenas de las orillas del mar y las estrellas del cielo (versículo 17). Para asegurar la estabilidad y la supervivencia de la nación, los maestros judíos declararon manifiestamente que la actividad sexual debía realizarse con el propósito primordial de la procreación. La prostitución, la homosexualidad, el aborto y el infanticidio, prácticas legales y toleradas entre algunos de sus vecinos paganos, contradecían la costumbre y la ley judías.

Por otro lado, tanto la poligamia como el divorcio aumentaban las posibilidades de reproducción, no para las mujeres, sino para los hombres, que escribían las leyes y se beneficiaban de ellas. La ley judía llegó incluso a ordenar que un hombre ligado durante diez años a un matrimonio sin hijos debía divorciarse de su esposa y casarse con otra, o sino mantener a su esposa estéril y tomar otra para engendrar hijos.[29] La costumbre judía condenaba como «abominaciones» los actos sexuales no dirigidos a la procreación y las leyes de impureza prohibían incluso las relaciones maritales excepto en las épocas más aptas para que se produjese la concepción.

Generaciones anteriores a Jesús, los judíos, como muchos otros pueblos, empezaron a invocar los relatos de la creación, en concreto el Génesis, para demostrar que tales costumbres tribales no eran ni bárbaras ni excéntricas, como sus críticos paganos les recriminaban, sino que eran parte de la propia estructura del universo. En sus razonamientos extraídos de las Escrituras, los maestros judíos evitaban hablar directamente sobre las prácticas sexuales, pero se enzarzaban en acaloradas discusiones sobre Adán, Eva y la serpiente, y de este modo metafórico revelaban lo que pensaban sobre la sexualidad humana y sobre la naturaleza humana en general. El Libro de los jubileos, por ejemplo, escrito ciento cincuenta años antes del nacimiento de Jesús por un judío de Palestina, relata la historia de Adán y Eva para demostrar, entre otras cosas, que las costumbres judías sobre el parto y la desnudez no eran arbitrarias ni triviales, sino que estaban verdaderamente basadas en la naturaleza humana desde los orígenes. Como dice este autor, Adán entró en el Edén la primera semana de la creación, pero Eva no entró en el jardín hasta la segunda semana; esto explica por qué una mujer que da a luz a un varón permanece ritualmente impura sólo una semana, mientras que la que da a luz a una hembra está impura dos semanas.[30] El autor sigue recordando que Dios hizo túnicas de piel para Adán y Eva, y los vistió antes de expulsarlos del Paraíso (Génesis 3:21); esto demuestra que los judíos deben «cubrir sus vergüenzas, y no ir desnudos, como hacen los gentiles» en lugares públicos como los baños y los gimnasios.[31] Durante las siguientes generaciones, las conclusiones de judíos y cristianos a partir de los relatos de la creación del Génesis configurarían, para bien o para mal, lo que más tarde se daría en llamar tradición judeocristiana.

En la época en que Jesús predicaba, sus coetáneos judíos no tuvieron dificultad en defender su ancestral énfasis sobre la procreación, demostrando a partir del Génesis 1 que tan pronto como Dios creó a todas las criaturas vivientes culminando su obra con el primer hombre y la primera mujer, les ordenó «sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra» (Génesis 1:28). A pesar de las diferencias existentes entre los diversos grupos de judíos (los fariseos, por ejemplo, aprobaban abiertamente el placer sexual dentro de los límites del matrimonio, mientras que los esenios practicaban la continencia sexual), los maestros judíos coincidían en que esta primordial y sagrada obligación de procrear tenía prioridad sobre las obligaciones maritales —por eso, un matrimonio estéril podía ser invalidado— y lo impusieron como norma. A partir del Génesis señalaron que primero Dios ordenó al hombre y a la mujer procrear, y sólo después les ayudó a hacerlo, conduciendo a Eva hasta Adán y uniéndolos en un primer matrimonio:

Entonces éste exclamó:

«Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne.

Ésta se llamará mujer, porque del varón ha sido tomada».

Por eso deja el hombre a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y se hacen una sola carne. (Génesis 2:23-24).

Durante siglos los maestros judíos basaron en este pasaje las leyes fundamentales del comportamiento marital. Ciertos rabinos convirtieron realmente estas líneas del Génesis en un código de conducta sexual. El rabino Eliezer (c. 90 d. C.) tomó las palabras «por eso deja el hombre a su padre y a su madre» para expresar no sólo que un hombre no debe casarse con su madre, sino que debe también negarse a casarse con «la que es pariente de su padre o de su madre» dentro de los grados de parentesco prohibidos por el incesto. El rabino Akiba (c. 135 d. C.) tomó la siguiente frase «y se unirá a su mujer» para expresar en sus palabras, «pero no a la mujer de su vecino, ni a un varón, ni a un animal», eliminando así el adulterio, la homosexualidad y la bestialidad. El rabino Issi (c. 145 d. C.), entre otros, tomó la frase «y vendrán a ser los dos una sola carne» para expresar en sus propias palabras que el hombre «se unirá en el sitio donde ambos forman una sola carne», prohibiendo a través de esta eufemística frase lo que los rabinos denominaban «relación no natural», actos o posturas sexuales que inhibiesen la concepción.[32] Otros maestros judíos estaban de acuerdo en que el propósito de la procreación es «crecer y multiplicarse», en que debía aceptarse todo lo que facilitara la procreación, incluyendo el divorcio y la poligamia, y en que se debía rechazar cualquier impedimento a la procreación, incluso el propio matrimonio en el caso de una esposa estéril.

Jesús cambió radicalmente este consenso. Como otros maestros judíos, cuando Jesús habla del matrimonio se remonta al relato del Génesis del primer matrimonio, pero interpreta este pasaje de modo muy diferente a los demás. Al preguntarle los conservadores maestros de la ley, los llamados fariseos, sobre los motivos que legitimaran el divorcio, Jesús respondió que no existía ninguno:[33]

¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre. (Mateo 19:4-6).

Esta respuesta impresionó a sus oyentes judíos y, como cuenta Mateo, no agradó a ninguno. Entre los judíos coetáneos de Jesús nadie cuestionaba la legitimidad del divorcio. La única cuestión consistía en los motivos que lo justificaban, y era ésta cuestión de motivos, no de legitimidad del divorcio como tal, lo que dividía a las escuelas religiosas en grupos opuestos. El maestro Shammai adoptó una postura conservadora: la única ofensa lo bastante seria como para justificar el divorcio era la infidelidad de la esposa. Hillel, oponente de Shammai, famoso por sus juicios liberales, sostuvo en cambio que un hombre se puede divorciar de su mujer por la razón que se le antoje, «¡hasta si ella le quema la sopa!». El famoso maestro Akiba, que estaba de acuerdo con Hillel, añadió categóricamente: «e incluso si encuentra a una mujer más joven y más hermosa que ella». Sin embargo, aunque varios maestros discutieron los motivos de divorcio, ninguno llegó a prohibirlo por completo como Jesús. Aquella audiencia familiarizada con la ley judía exigió saber cómo se atrevía a cuestionar el divorcio, un derecho —y, en algunos casos, un deber— establecido en la ley mosaica como esencial para la procreación. Jesús admitió que el divorcio era técnicamente legal pero a pesar de eso rechazó su práctica. «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio [esto es, en la época de la creación] no fue así» (Mateo 19:8). Moisés, dice Jesús, cambió lo que Dios había creado y permitió el divorcio como una concesión a «la dureza de vuestro corazón».

Cuando sus propios seguidores, ofendidos por semejante vehemencia, se quejaron —«si tal es la condición… no conviene casarse»—, Jesús debió asombrarlos todavía más al decirles que sí, que es mejor no casarse y elogió a los «eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos» (Mateo 19:12). Lucas dice que Jesús incluso alabó a las mujeres estériles: «¡Dichosas… las entrañas que no engendraron, y los pechos que no criaron!» (Lucas 23:29) dando a entender que llegará el día en que quienes no tengan hijos serán los afortunados. Probablemente Lucas consideró esto como una profecía de la próxima guerra contra Roma (66-70 d. C.), pero lectores posteriores lo entendieron como una referencia al reino de Dios. En otro pasaje, Lucas explica cómo Jesús relaciona el matrimonio con la muerte y el celibato con la vida eterna:

Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son coma ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección». (Lucas 20:34-36).

Tales declaraciones debieron horrorizar a los tradicionalistas judíos, pues las mujeres estériles a quienes Jesús había bendecido siempre se habían considerado malditas y los eunucos, elogiados por Jesús, eran despreciados por los maestros rabínicos debido a su incapacidad sexual. Desde su propio celibato, Jesús alabó a las personas más compadecidas y evitadas en las comunidades judías por su imperfección sexual: los solteros y los que no tenían hijos. El mensaje radical de Jesús sobre el inminente reino de Dios no dejaba tiempo a sus seguidores para cumplir las obligaciones ordinarias de la vida cotidiana. Los cristianos del siglo I participaron en el nacimiento de un movimiento revolucionario que creían culminaría en la transformación social total que Jesús prometió en el «tiempo que ha de venir».

Con el fin de prepararse para estos acontecimientos, Jesús ordenó a sus seguidores que olvidaran las preocupaciones ordinarias por la comida y el vestido —«vended vuestros bienes y dad limosna» (Lucas 12:33)—, les ordenó despojarse de toda propiedad y abandonar las obligaciones familiares, ya fueran padres, esposas o hijos, pues tales obligaciones podían interferir su dedicación a las esperanzas apocalípticas anunciadas por Jesús. El discípulo debía ser totalmente libre para servir a Dios. Según Lucas, Jesús llegó a decir: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lucas 14:26). El tiempo nuevo exigía nueva —y total— fidelidad, ya no a la familia y a la nación, sino al propio reino de Dios. Así, Jesús insta a sus seguidores a romper sus relaciones meramente naturales en favor de otras espirituales. Sabiendo que tales enseñanzas rompen y alteran las relaciones familiares, Jesús declara con atrevimiento:

He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla! ¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra. (Lucas 12:49-53).

Marcos cuenta cómo Jesús rechaza a su propia madre y hermanos en favor de otra familia: la de sus seguidores. Cuando su madre y sus hermanos van a hablar con él y le esperan fuera de la sala abarrotada donde estaba predicando, se niega a ir hacía ellos diciendo:

«¿Quién es mi madre y mis hermanos?» Y mirando en tomo a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre». (Marcos 3:33-35).

Así Jesús elude los deberes familiares considerados lo más sagrado en la vida comunitaria judía, incluidas las obligaciones para con los propios padres, hermanos, esposa e hijos. Al relegar la obligación de procrear, rechazando el divorcio y sancionando implícitamente las relaciones monógamas, Jesús invierte las prioridades tradicionales, y declara que otras obligaciones, como por ejemplo las maritales, son ahora más importantes que la procreación. De modo todavía más inquietante, Jesús respalda —y ejemplifica— una nueva posibilidad, que según él es aún mejor: rechazar el matrimonio y la procreación en favor del celibato voluntario, para seguirle a él en el tiempo nuevo.

Veinte años más tarde, Pablo, el ferviente discípulo de Jesús, irá todavía más lejos. Pablo, nacido en la cosmopolita ciudad asiática de Tarso y educado en la estricta observancia de la tradición farisaica, pasó de una encarnizada hostilidad hacia los cristianos a convertirse en uno de sus dirigentes. A pesar de conocer poco de él como persona, sabemos por sus epístolas, ahora conservadas en el Nuevo Testamento, que Pablo era un hombre de profundas creencias. Pablo aceptó el dictamen de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio y, al igual que él, no sólo relegó, sino que en realidad ignoró el mandamiento de procrear. Antes bien suele hablar del matrimonio en términos negativos, como un remedio de aquellos demasiado débiles para hacer lo que es mejor: renunciar por completo a la actividad sexual. Pablo admite que el matrimonio «no es pecado»; sin embargo, afirma que convierte a los cónyuges en esclavos de las necesidades y deseos sexuales, que ya no son libres para dedicar sus energías «al Señor» (1 Corintios 7:29-35).[34] Pablo ve no sólo el matrimonio, sino incluso la relación sexual más normal, como una forma de esclavitud. De modo sorprendente toma el pasaje del Génesis utilizado tradicionalmente para describir la institución del matrimonio para aplicarlo a un encuentro con una prostituta: «¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho Las dos se harán una sola carne» (Génesis 2:24). Pablo compara entonces semejante unión sexual con la unión espiritual del creyente con Cristo: «Mas el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él» (1 Corintios 6:17).

Ni Jesús ni Pablo inventaron, por supuesto, el celibato religioso. Pero los escasos judíos entre sus coetáneos que lo practicaban —algunos de los esenios que vivían en las cuevas junto al mar Muerto, así como grupos esenios de otros lugares y los terapeutas, un grupo monástico de hombres y mujeres en Egipto— eran considerados excesivamente extremistas. Sin embargo, Pablo declara su deseo de que todos fueran célibes por voluntad propia, por amor al reino, como él mismo (1 Corintios 7:7-8). Los solteros evitan las ansiedades y obligaciones que importunan a los casados, no sólo son más libres sino más felices, dice Pablo. No obstante, admite que «si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse» (1 Corintios 7:9). Pero Pablo alienta incluso a los casados a vivir como si estuvieran solteros: «los que tienen mujer vivan como si no la tuviesen» (1 Corintios 7:29b).

George Bernard Shaw estaba equivocado al acusar a Pablo de haber inventado el celibato religioso, que Shaw denominaba «esa monstruosa imposición sobre Jesús»; también estaba equivocado al atribuir el celibato de Pablo al «terror al sexo y terror a la vida».[35] Para Jesús y Pablo, como para los esenios, estas drásticas medidas no eran reflejo de la aversión al sexo, sino de una necesidad de prepararse para el fin del mundo y liberarse para el «tiempo que ha de venir». Pablo, igual que Jesús, alentaba el celibato no porque aborreciera la carne (lo que en mi opinión no hizo) sino por su acuciante interés en la tarea práctica de proclamar el evangelio. El propio Pablo insistió en que no quería levantar barreras ante los creyentes, sino que en vista de «la presente aflicción», quería liberarlos de las ansiedades externas: «Os digo, pues, hermanos: El tiempo es corto… Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división» (1 Corintios 7:29-35).

Pablo había fundado grupos de seguidores entre los judíos y los gentiles desde las ciudades portuarias de Corinto y Tesalónica hasta las ciudades costeras asiáticas de Galacia y Éfeso, y velaba celosamente por cada uno de estos grupos para mantenerlos puros mientras esperaban el reino. Dijo a sus conversos de Corinto que veía a la Iglesia cristiana como a la «novia» de Cristo y a sí mismo como un padre o un casamentero ansioso de preservar la virginidad de la joven muchacha para su futuro marido:

Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo. Pero temo que, al igual que la serpiente engañó a Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con Cristo. (2 Corintios 11:2-3).

Aquí Pablo habla de proteger la virginidad de la Iglesia como una metáfora para mantener sus enseñanzas puras y originales, pero algunos cristianos de las generaciones posteriores tomaron sus palabras de manera literal, como un precepto del celibato.[36]

Aunque con su primera carta a los cristianos de Corinto, en especial en el capítulo séptimo, Pablo quería resolver las disputas de la comunidad sobre cuestiones maritales, el resultado fue que suscitó más preguntas de las que respondía. Algunos cristianos interpretaban a Jesús y a Pablo según ellos entendieron sus palabras y predicaron el mensaje del evangelio como liberación de los asuntos mundanos, en especial del cuidado de la familia y los hijos, que preocupaban a la mayoría de sus coetáneos. Algunos de los conversos de Pablo en Corinto, tanto hombres como mujeres, abrazaron con entusiasmo el celibato. Pese a que Pablo había advertido a los cristianos casados en particular contra el rechazo unilateral de las relaciones maritales (1 Corintios 7:2-5), algunos cristianos casados, que tenían prohibido el divorcio por el mandamiento de Jesús, prefirieron hacer caso del consejo de Pablo («que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran», 1 Corintios 7:29), como si de hecho Pablo hubiera ordenado la abstinencia sexual dentro del matrimonio.

Al cabo de casi un siglo de la muerte de Pablo, las versiones ascéticas del mensaje de Jesús se divulgaron con rapidez, sobre todo en las ciudades de Asia Menor donde el propio Pablo había predicado. No está claro qué provocó este entusiasmo por la renuncia, pero así se manifiesta en estas extendidas narraciones populares de la historia de Tecla, la adorable y joven virgen que renunció al lucrativo matrimonio dispuesto por su madre para ella. Tecla se cortó el pelo y se vistió con ropas de hombre, y se unió al movimiento que Jesús y Pablo habían iniciado. Según los Hechos de Pablo y Teda, estaba dispuesta a hacer lo que creía que el evangelio requería de ella: convertirse como el propio Pablo en una evangelista célibe y rechazar a su rico pretendiente Thamyris, quien hubiera tenido que mantener no sólo a Tecla sino a su anciana y pobre madre. Cuando Pablo estaba predicando «la palabra de vida virginal»[37] en la ciudad natal de Tecla, Iconio, en Asia Menor, la madre de ella le prohibió dejar su casa para ir a oírle. Así que Tecla se sentó en la ventana, esforzándose por oír lo que Pablo estaba diciendo a las masas de jóvenes y mujeres apiñadas a su alrededor:

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios [cf. Mateo 5:8], Bienaventurados quienes preservan su carne pura, porque ellos se convertirán en el templo de Dios [cf. 2 Corintios 6:16], Bienaventurados los célibes, porque a ellos hablará Dios. Bienaventurados los que tienen mujer pero viven como si no la tuvieran, porque ellos heredarán a Dios [cf. 1 Corintios 7:29]. Bienaventurados los cuerpos de las vírgenes, porque ellos complacerán a Dios, y no perderán la recompensa de su pureza [cf. Mateo 10:42].[38]

Su madre se alarmó cuando durante tres días Tecla se negó a moverse de allí ni siquiera para comer o dormir, y habló al prometido de su hija sobre el

extraño hombre que enseña falaces y taimadas palabras… Thamyris, este hombre está perturbando la ciudad de los iconianos y también a tu Tecla; pues todas las mujeres y los jóvenes acuden a él. «Debes —dice— temer a un solo Dios y vivir en castidad». Y también mi hija, como una araña en la ventana, cautivada por sus palabras, está presa de un nuevo deseo y una temible pasión; pues la muchacha escucha con avidez las cosas que dice, y está fascinada. Pero ve y habla con ella pues es tu prometida.[39]

Pero Tecla rechazó con vehemencia las amorosas súplicas de Thamyris, como había hecho con las órdenes de su madre; y él, ofendido y furioso, dispuso de inmediato el arresto de Pablo por alentar a la gente a que desafiara las costumbres tradicionales e incluso las leyes. Al enterarse del arresto de Pablo, Tecla se escapó secretamente de su casa por la noche para ir a la prisión y sobornó al carcelero con sus brazaletes y al guarda con un espejo de plata para que le dejaran entrar en la celda de Pablo y hablar con él en privado.

Al día siguiente, cuando el gobernador, tras oír a Pablo, quiso saber por qué Tecla se negaba a casarse con su legítimo prometido, ella «permaneció allí de pie mirando fijamente a Pablo» y no quiso responder. Su madre, encolerizada porque Tecla pusiera en peligro su futuro y el de su familia, estalló en una violenta diatriba: «¡Quemad a la revoltosa! ¡Quemad a la que no es novia en el centro del anfiteatro, para que todas las mujeres a las que este hombre ha enseñado se sobrecojan de terror!»[40] El gobernador, conmovido por el desafío de Tecla y las iras de su madre, ordenó que Pablo fuera azotado y conducido fuera de la ciudad. Y condenó a Tecla a que fuera quemada viva por violar las leyes de la ciudad y amenazar de este modo el orden social. Tecla fue conducida desnuda al anfiteatro para su ejecución, la ataron sobre una hoguera y prendieron la leña, pero de pronto una nube ensombreció el anfiteatro y rompió a llover. Escapando en medio de la confusión, Tecla fue a buscar a Pablo. Pero un noble sirio, cautivado por esta joven mujer que viajaba sola por Antioquía, intentó violarla. Para protegerse de ataques semejantes Tecla se cortó el pelo y se vistió de hombre. La historia exalta a Tecla como alguien que resistió las presiones familiares, el ostracismo social, la violación, la tortura e incluso la ejecución para «seguir la palabra de vida virginal de la que Pablo había hablado». Dice la historia que ni siquiera el propio apóstol la tomó en serio al principio, negándose a bautizarla o aceptarla como un compañero evangelista. Por eso, en su desesperación se bautizó a sí misma y se obstinó en seguir a Pablo hasta que a regañadientes le dio su bendición. Al cumplir su vocación, Tecla se convirtió en una maestra famosa y en una santa, reverenciada durante siglos en las iglesias orientales como una santa querida.

Aunque circularon muchas leyendas sobre Tecla,[41] y algunos estudiosos contemplan su historia como una fábula, bien pudo tratarse de una persona real.[42] Oyese o no predicar al propio Pablo, ella —y cientos como ella— recibieron con satisfacción estas versiones tan radicales del evangelio. Siguiendo el consejo de Jesús, estos jóvenes discípulos rompieron con sus familias y se negaron a casarse, declarándose ahora miembros de la «familia de Dios». Sus votos de castidad sirvieron a muchos conversos como declaración de independencia de las agobiantes presiones de la tradición y de sus familias, que por lo general disponían los matrimonios en la pubertad y determinaban así el curso de las vidas de sus hijos. Ya en siglo II d. C., y durante muchas generaciones desde entonces, los cristianos célibes invocaron el ejemplo de Tecla para justificar el derecho de las mujeres cristianas a dar el bautismo y a predicar. Doscientos años más tarde, las mujeres cristianas que elegían la vía del ascetismo, ya fuera viviendo en soledad en su hogar o en comunidades monásticas fundadas y con frecuencia financiadas por ricas mujeres, continuaban llamándose a sí mismas «nuevas Teclas».[43]

La enorme popularidad de la historia de Tecla indica la atracción de los jóvenes, de los adolescentes como Tecla, hacia el movimiento cristiano. Sin embargo, otras historias populares —probablemente leyendas— nos cuentan como el mensaje radical también penetró en algunos de sus hermanos y hermanas mayores y casados, y también cambió sus vidas irrevocablemente. Según otra historia cristiana muy difundida, los Hechos de Tomás, la adorable Migdonia, esposa de un aristócrata de la India, al enterarse de que el apóstol Tomás iba a llegar a su ciudad, se dispuso a oírle llena de curiosidad. Pero mientras su elegante litera, llevada por esclavos, se aproximaba y apartaba a la multitud que rodeaba a Tomás, el apóstol ignoró expresamente a Migdonia y, volviéndose a sus esclavos, dirigió a ellos estas vehementes palabras:

Estas bendiciones y consejos son para vosotros que estáis «pesadamente cargados». Pues aunque sois seres humanos, los que tienen autoridad sobre vosotros piensan que no lo sois, no como ellos… No saben que todos somos iguales ante Dios, esclavos o libres.

Migdonia, impresionada y avergonzada por estas palabras, saltó de su litera al suelo y se situó ante Tomás, reconociendo que «en verdad actuamos como animales irracionales», y le pidió que rezara por ella y le enseñara el evangelio.[44]

Tomás consintió y Migdonia descubrió a través de sus palabras un sentido de la libertad interior y de la dignidad espiritual que nunca antes había experimentado. Tomás la persuadió también de que debía consagrarse al celibato, incluso dentro de su matrimonio, para seguir el evangelio: «Esta sórdida comunión con tu marido nada significa si careces de la verdadera comunión».[45] Convencida por las palabras de Tomás, Migdonia no atendió las ansiosas y amorosas súplicas de su marido y rechazó entonces sus «vergonzosas» proposiciones sexuales. Al principio simuló dolores de cabeza, hasta que por último le golpeó en la cara y huyó desnuda del dormitorio, arrancando las cortinas de la habitación para cubrirse mientras escapaba para dormir con la niñera de su infancia. Aunque su marido se quejó, sufrió y se encolerizó, acabó cediendo y él también recibió el bautismo, aceptando desde entonces vivir con ella en un matrimonio célibe.

Estos relatos populares sobre los apóstoles describen de manera gráfica cómo algunos de los primeros predicadores cristianos, al tratar de persuadir a los hombres y a las mujeres de «redimir el pecado de Adán y Eva» eligiendo el celibato, alteraron el orden tradicional de la familia, la aldea y la ciudad, alentando a los creyentes a que rechazasen la vida ordinaria de familia por amor a Cristo.[46]

Pero muchos otros cristianos protestaron enérgicamente. Afirmaban que semejante ascetismo radical no era el principal sentido del evangelio de Jesús, y simplemente ignoraron las implicaciones más radicales de las enseñanzas de Jesús y Pablo. Un cristiano anónimo que vivió una generación después de Pablo escribió a un amigo pagano que lejos de rechazar el matrimonio y la procreación, «los cristianos se casan, como todo el mundo; engendran niños; pero no destruyen fetos».[47] Su coetáneo, el maestro cristiano Bernabé, un converso del judaísmo, considera que los cristianos que siguen la «vía de la luz» actúan como los judíos piadosos, absteniéndose sólo de las prácticas sexuales que faltan al matrimonio o frustran el cumplimiento de la procreación legítima.[48] Clemente de Alejandría, un liberal, urbano y sofisticado maestro cristiano que vivió en Egipto más de cien años después que Pablo (c. 180 d. C.), denunció a los célibes y a los mendigos: «Quienes dicen estar “imitando al Señor” que nunca se casó, ni tuvo bienes en el mundo, y quienes se jactan de conocer el evangelio mejor que nadie».[49] Para Clemente, estos extremistas son arrogantes, estúpidos y están equivocados.[50]

Pero ¿cómo podían cristianos como Bernabé o Clemente, que pretendían un mensaje más moderado, enfrentarse a ciertas frases muy conocidas de Jesús, como por ejemplo su categórico rechazo del divorcio o su declaración de que «si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14:26)? El impacto de tales frases debió haber limitado el movimiento cristiano a sólo los más fervientes conversos. Sin embargo, en las dos generaciones posteriores a la muerte de Jesús, algunos de sus seguidores se atrevieron a cambiar las palabras de afirmaciones tan extremas e insertaron frases que las modificaban. El autor del evangelio de Mateo, por ejemplo, al encontrar la prohibición de divorcio demasiado severa, añadió una frase que tolera con claridad el divorcio en el caso de infidelidad de la esposa: Μὴ ἐπί πορυεία, «por inmoralidad», una excepción crucial que sitúa a Jesús junto al maestro Shammai. De este modo, y según Mateo, Jesús dice: «Quien repudie a su mujer —no por fornicación— y se case con otra, comete adulterio» (Mateo 19:9). Y Mateo dulcifica lo que, según Lucas, Jesús había dicho acerca de odiar a la propia familia. Mateo rehace la declaración de modo que Jesús dice «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mateo 10:37).

El autor del evangelio de Mateo no sólo cambia algunas palabras e inserta frases, sino que llega a yuxtaponer deliberadamente a las frases más radicales de Jesús otras más moderadas sobre el mismo tema. Por ejemplo, según Mateo, Jesús concluye su sonoro rechazo del divorcio («lo que Dios unió no lo separe el hombre») con otra frase que tolera el divorcio («quien repudie a su mujer —no por fornicación— y se case con otra, comete adulterio») (Mateo 19:9). Sólo unos cuantos versículos después, Mateo yuxtapone la promesa de Jesús de grandes recompensas a «todo aquél que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre» (Mateo 19:29), con la reafirmación de Jesús del mandamiento tradicional «honra a tu padre y a tu madre» (Mateo 19:19). Así, Mateo, obviamente consciente de tales discrepancias, y quizás molesto por ellas, distingue implícitamente dos tipos de afirmaciones, y también dos niveles de discípulos. Mateo da la impresión al lector de que el mensaje de Jesús y el movimiento cristiano que inspiró no necesitan plantear exigencias extremas a todos los creyentes, sino sólo a los héroes espirituales voluntarios, aquéllos que desean seguir el mandamiento de Jesús: «vosotros, pues, sed perfectos» (Mateo 5:48). Pero los seguidores de Jesús que deseen quedarse en casa con sus esposas e hijos y continuar manteniendo a sus ancianos padres, según Mateo, pueden continuar entregados a la vida de familia y seguir ocupando su lugar en la comunidad cristiana.

Ciertos seguidores de Pablo, que pretendían hacer el mensaje de éste igual de accesible, al encontrar algunas declaraciones de su primera epístola a los Corintios, por ejemplo, demasiado extremas, decidieron que no podía querer decir lo que allí decía, y ni mucho menos lo que los fervientes cristianos ascéticos entendían que significaba. Así, algunos de los seguidores de Pablo redactaron en nombre del propio Pablo epístolas que ellos mismos idearon para corregir lo que consideraban peligrosas interpretaciones erróneas de las enseñanzas de Pablo. Una generación o dos más tarde, algunos de estos admiradores anónimos de Pablo falsificaron epístolas, aderezándolas con detalles personales de la vida de Pablo y saludos a sus amigos, con la esperanza de que parecieran auténticas. Mucha gente —entonces y ahora— han supuesto que estas cartas son verdaderas, y cinco de ellas fueron incorporadas al Nuevo Testamento como «epístolas de Pablo». Incluso hoy, los eruditos discuten cuáles son auténticas y cuáles no. Sin embargo, muchos estudiosos afirman que Pablo escribió en realidad sólo ocho de las trece epístolas «paulinas» incluidas ahora en la colección del Nuevo Testamento: a los Romanos, 1 y 2 a los Corintios, a los Gálatas, a los Filipenses, 1 a los Tesalonicenses y a Filemón. Casi todos los eruditos coinciden en que Pablo no escribió 1 y 2 a Timoteo ni a Tito —epístolas escritas en un estilo distinto al de Pablo y que reflejan situaciones y puntos de vista muy diferentes a los de las otras epístolas. El debate continúa sobre la autoría de las epístolas a los Efesios, a los Colosenses y la 2 a los Tesalonicenses, pero la mayoría de los eruditos incluyen también éstas entre las epístolas «deuteropaulinas», literalmente, de un segundo Pablo.[51]

Aunque las epístolas deuteropaulinas son muy distintas unas de otras, todas coinciden en los asuntos prácticos. Todas rechazan las ideas de Pablo más radicalmente ascéticas para presentar en su lugar a un «Pablo domesticado»,[52] una versión de Pablo que, lejos de instar a sus compañeros cristianos al celibato, confirma sólo una versión más estricta de las actitudes judías tradicionales hacia el matrimonio y la familia. Al igual que Mateo yuxtapone a las enseñanzas más radicales de Jesús versiones modificadas de ellas, así la colección del Nuevo Testamento yuxtapone las auténticas epístolas de Pablo a las deuteropaulinas, ofreciendo una versión de Pablo que ablanda al predicador radical hasta convertirlo en un santo patrón de la vida doméstica.

El autor anónimo de 1 Timoteo, por ejemplo, hace que «Pablo» ataque por diabólicos a los «embaucadores… que prohíben el matrimonio y el uso de alimentos que Dios creó» (1 Timoteo 4:1-3), dirigiéndose presumiblemente a los predicadores del ascetismo, que describen a Pablo como uno de ellos, o mejor dicho, como a su modelo.[53] Denunciando las caracterizaciones de Pablo que aparecen en obras tales como los Hechos de Pablo y Tecla, el autor de 2 Timoteo casi se pone de parte de la madre de Tecla, aconsejando a la gente que evite aquéllos que «se introducen en las casas y conquistan a mujerzuelas cargadas de pecados y agitadas por toda clase de pasiones, que siempre están aprendiendo y no son capaces de llegar al pleno conocimiento de la verdad» (2 Timoteo 3:6-7).

El Pablo conservador de Timoteo contradice abiertamente el consejo que Pablo da en 1 Corintios, donde insta a las vírgenes y a las viudas a permanecer solteras. Según 1 Timoteo, Pablo, preocupado porque la presencia de mujeres solteras entre los cristianos pudiera levantar sospechas y murmuraciones escandalosas, declara «Quiero pues que las jóvenes se casen, que tengan hijos y que gobiernen la propia casa y no den al adversario ningún motivo de hablar mal» (1 Timoteo 5:14). Desechando la disciplina ascética como meros «ejercicios corporales» (1 Timoteo 4:8), poco provechosa para ejercitar la piedad, este «Pablo» advierte a sus lectores de que «rechaza, en cambio, las fábulas profanas y los cuentos de viejas» (1 Timoteo 4:7). Como Dennis MacDonald ha demostrado de modo convincente, el autor de 1 Timoteo está denunciando, con toda probabilidad, historias semejantes a las de Tecla y Migdonia, que circulaban desde hacía generaciones, quizás sobre todo entre las narradoras. (Véanse las notas 33 y 34 de este capítulo). Desafiando a aquéllos que como la propia Tecla pretendían que las mujeres tenían derecho a enseñar y a bautizar, el autor de 1 Timoteo recuerda el pecado de Eva y los mandamientos que las mujeres deben aprender

en silencio, con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio. Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión. Con todo, se salvará por su maternidad mientras persevere con modestia en la fe, en la caridad y en la santidad. (I Timoteo 2:11-15).

Entendida de este modo —como todavía la entienden la mayoría de las iglesias cristianas—, la historia de Eva prueba a un mismo tiempo la natural debilidad y credulidad de las mujeres, y define su papel actual. Castigadas por los que recuerdan el pecado de Eva, privadas de toda autoridad, las mujeres deben someterse en silencio a sus maridos, y agradecer que también ellas puedan salvarse, demostrando su adhesión a los roles domésticos tradicionales.[54] El «Pablo» de 1 Timoteo llega incluso a juzgar las habilidades de liderazgo de los hombres sobre la base de sus roles domésticos como patriarcas de la familia: «Es, pues, necesario que el epíscopo sea irreprensible, casado una sola vez… que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad; pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios?». (1 Timoteo 3:2-5).

Así, mientras el auténtico Pablo declara en su epístola a los Corintios «mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo», célibes por su propia voluntad, el «Pablo» de 1 Timoteo ordena el matrimonio y la familia tanto a los hombres como a las mujeres.

La epístola a los Hebreos expresa una inclinación positiva hacia el matrimonio y, en especial, por el matrimonio sexualmente activo: «Tened todos por gran honor el matrimonio y el lecho conyugal sea inmaculado» (Hebreos 13:4). La epístola deuteropaulina a los Efesios llama estúpidos a los cristianos ascéticos e insiste en que «nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien la alimenta y la cuida» (Efesios 5:29). El autor de la epístola a los Efesios llega incluso a atribuir a Pablo una visión de Adán y Eva —y, en consecuencia del propio matrimonio— como símbolo del «Gran Misterio… de Cristo y la Iglesia» (Efesios 5:32). La visión cristiana «de Pablo» acerca del matrimonio confirma —así lo pretende este autor— el tradicional modelo patriarcal de matrimonio, «porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia… Así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo» (Efesios 5:23-24). Guiándose por la frase de Pablo: «la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón» (1 Corintios 11:3), el autor de la epístola a los Efesios explica que como el hombre, igual que Cristo, es la cabeza y la mujer su cuerpo, «así deben amar los maridos a sus mujeres como a su propio cuerpo» y las mujeres, a su vez, deben someterse al mayor juicio de sus maridos, como sus «cabezas» (Efesios 5:28-33).

Al cabo de trece o quince años de la muerte de Pablo, los partidarios del Jesús ascético —y del Pablo ascético— rivalizaban con los que defendían un Jesús mucho más moderado y un Pablo mucho más conservador. Igual que los parientes de una gran familia luchando por la herencia, tanto los cristianos ascéticos como los no ascéticos presentaron su reclamación de los legados de Jesús y Pablo, insistiendo ambas partes en que sólo ellos eran los legítimos herederos.

Muchos cristianos —quizás la mayoría— preferían acomodarse a las estructuras sociales y matrimoniales ordinarias en lugar de desafiarlas. A finales del siglo II, puesto que la mayoría de las iglesias aceptaron como canónica la lista de evangelios y epístolas que ahora constituyen la colección que llamamos Nuevo Testamento, los moderados reclamaron la victoria y dominaron así a todas las iglesias cristianas futuras. Los escritores ahora venerados como padres de la Iglesia aceptaron la mansa y domesticada versión de Pablo que se encuentra en las deuteropaulinas como principal arma contra los extremistas ascéticos. Clemente de Alejandría, que escribió más de cien años después de la muerte de Pablo, menos militante y mucho más predispuesto hacia la convención social y la vida de familia que el apóstol, habla en representación de la mayoría cuando afirma que los ascéticos habían exagerado e interpretado de un modo equivocado las enseñanzas de Pablo.[55] Clemente resolvió reconquistar para la mayoría el disputado territorio de los evangelios y las epístolas de Pablo.

Revocando los argumentos de sus oponentes punto por punto, Clemente empezó diciendo que aunque Jesús nunca se casó no pretendía que sus seguidores humanos siguieran su ejemplo, al menos en este aspecto: «La razón por la cual Jesús no se casó fue que, en primer lugar, ya estaba comprometido, por decirlo así, con la Iglesia; y, en segundo lugar, él no era un hombre común».[56] Los cristianos con inclinaciones ascéticas habían esgrimido que las palabras de Jesús probaban su defensa del celibato: ¿por qué, si no, preguntaban, habría alabado a las mujeres cuyos «vientres no engendraron», o a los hombres que «se han hecho eunucos por amor del Reino de los Cielos»? Clemente admite que tales frases resultan enigmáticas, pero evita la polémica que suscitan negándose a tomarlas literalmente. Sostiene que Jesús no quería decir por «eunuco» lo que la mayoría de lectores suponían (un hombre célibe). En cambio, «lo que Jesús quería decir», —afirma Clemente con torpeza—, «es que un hombre casado que se haya divorciado de su esposa por su infidelidad no debe volverse a casar».[57]

Y ¿qué hay de Pablo, que permanecía con orgullo voluntariamente célibe, o de Pedro, quien, según Lucas 18:28, abandonó su hogar para seguir a Jesús? Clemente podría argumentar que es el propio Pablo quien nos dice que Pedro, al igual que «los demás apóstoles y los hermanos del Señor», ¡viajó con su mujer a costa de la Iglesia (1 Corintios 9:5)! Entonces, en un pasaje que seguramente habría sorprendido a Pablo, Clemente sostiene que también Pablo estaba casado: «La única razón por la que no la llevó [a su esposa] consigo se debe a que habría sido un estorbo para su ministerio».[58]

Cuando Clemente ataca las interpretaciones ascéticas del mensaje de Pablo, encuentra en las epístolas deuteropaulinas toda la munición necesaria. Por ejemplo, «a los que calumnian el matrimonio» les replica citando al antiascético Pablo de 1 Timoteo.[59] Pero al confrontarlo con las epístolas auténticas, Clemente tiene ante sí una tarea mucho más ardua. Sin embargo, insistiendo en que el mismo hombre escribió los dos grupos de epístolas, Clemente arteramente entreteje pasajes de las epístolas auténticas y de las deuteropaulinas. De este modo, Clemente, así como la mayoría de los cristianos desde entonces, pueden decir que Pablo apoyaba tanto el matrimonio como el celibato: «En general, todas las cartas del apóstol predican el control de uno mismo y continencia, y contienen muchas instrucciones sobre el matrimonio, el engendramiento de hijos y la vida doméstica, pero en ninguna parte excluyen el matrimonio autocontrolado».[60]

Clemente rechaza sobre todo la pretensión de que el pecado de Adán y Eva consistiera en mantener relaciones sexuales, opinión corriente entre maestros cristianos, tales como Taciano el Sirio, quien afirmaba que el fruto del árbol del conocimiento implicaba conocimiento carnal. Taciano había indicado que después de que Adán y Eva comieron del fruto prohibido, cobraron conciencia sexual: «Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Génesis 3:7). Otros intérpretes están de acuerdo en que la exactitud de esta interpretación queda demostrada en Génesis 4:1, donde el verbo hebreo «conocer» (‘yada) connota la relación sexual: «Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín». Taciano culpó a Adán de haber inventado el matrimonio, pues creía que por este pecado Dios expulsó a Adán y a su compañera del paraíso.[61] En cambio, el ilustre asceta Julio Casiano culpó a Satán, y no a Adán, de inventar las relaciones sexuales. Según Casiano, Satán «copió esta práctica de los animales irracionales y persuadió a Adán de que se uniese sexualmente a Eva».[62] Pero Clemente denuncia semejantes ideas. Cree que la relación sexual no era pecaminosa, sino una parte de la creación original —y «buena»— de Dios: «La naturaleza les guio [a Adán y a Eva], como a los animales salvajes, a procrear;[63] y —Clemente bien podía haber añadido— cuando digo naturaleza, quiero decir Dios». Clemente sostiene que los que procrean no pecan, sino que «cooperan con Dios en su obra creadora».[64] Así, Clemente confirma la tradicional convicción judía, expresada en las epístolas deuteropaulinas, de que la procreación legítima es una buena obra, bendecida por Dios desde el día de la creación humana.

Si las relaciones sexuales no eran el pecado de Adán y Eva, ¿cuál fue esta primera y fatal transgresión? Algunos padres de la Iglesia como Clemente e Ireneo insisten en que el primer pecado fue desobedecer la orden de Dios. Pero incluso Clemente y su coetáneo el obispo Ireneo de Lyon, aunque deseaban eximir al deseo sexual de la culpa primordial de la caída admitían que «la primera desobediencia del hombre» y la caída adoptaban forma sexual. Clemente explica cuidadosamente que la desobediencia de Adán y Eva no entrañaba qué habían hecho sino cómo lo habían hecho. Clemente imagina la escena de Adán y Eva como adolescentes impacientes, precipitándose en una unión sexual antes de recibir la bendición de su Padre. Ireneo explica que Adán y Eva eran, de hecho, menores de edad: «Pues habiendo sido creados poco tiempo antes, no tenían conocimiento de la procreación de hijos. Fue necesario que primero llegaran a la edad adulta y entonces se “multiplicaran” a partir de ese momento».[65] Clemente culpa a Adán, «que deseó el fruto del matrimonio antes del tiempo apropiado y cayó así en pecado… fueron impelidos a hacerlo más rápido de lo que era conveniente porque todavía eran jóvenes y habían sido seducidos con engaños».[66] Ireneo añade que la culpable respuesta de Adán demuestra su absoluta conciencia de que el deseo sexual le había incitado a pecar, pues se cubrió y cubrió a Eva con rugosas hojas de higuera, «cuando habían algunas otras hojas que hubieran irritado su cuerpo mucho menos».[67] De este modo Adán castigó los mismos órganos que le habían llevado a pecar.

Las actitudes que Clemente e Ireneo ayudaron a configurar más de cien años después de la muerte de Pablo establecen la norma de comportamiento cristiano durante siglos, en realidad durante casi dos mil años. Lo que prevalecerá en la tradición cristiana no serán sólo las estrictas afirmaciones atribuidas a Jesús y los estímulos al celibato que Pablo ordena a los creyentes en 1 Corintios, sino las versiones de estas austeras enseñanzas modificadas para adaptarse a los propósitos de las iglesias en los siglos I y II. Clemente y sus colegas establecieron también un duradero modelo doble que respaldaba el matrimonio, aunque concibiéndolo siempre como lo mejor después del celibato. Clemente y sus compañeros cristianos elaboraron complejos argumentos, extraídos básicamente de la Biblia hebrea y de las epístolas deuteropaulinas, con el fin de demostrar que el matrimonio para los cristianos, así como para los judíos, es un hecho positivo que supone «cooperación con la obra creadora de Dios». Sin embargo, Clemente sólo pudo honrar este principio, retrocediendo al consenso general que había impugnado a Jesús. Clemente, influido sin duda por los filósofos estoicos, que coincidían con él en lo esencial, insistió en que el matrimonio encuentra su único propósito legítimo —y la relación sexual su única razón de ser— en la procreación.[68] Así, incluso Clemente, el más liberal de los padres de la Iglesia y uno de los que con más vehemencia defiende la bendición de Dios al matrimonio y a la procreación, manifiesta una profunda ambivalencia hacia la sexualidad, una ambivalencia que ha repercutido en la historia cristiana durante dos milenios.

Clemente creía que Jesús quería confirmar y transformar a la vez los modelos tradicionales de matrimonio; que no desafió la estructura patriarcal del mismo (la cual para Clemente expresa la superioridad natural de los hombres, así como el castigo de Dios a Eva), pero que Jesús intentó erradicar prácticas paganas tales como el incesto, el adulterio, «las relaciones no naturales», la homosexualidad, el aborto y el infanticidio, y también las prácticas hebreas como la poligamia y el divorcio.

El matrimonio, ahora monógamo e indisoluble como en un origen Dios lo había establecido, se convertiría para los creyentes en una «imagen sagrada». Pero para experimentarla como tal, el creyente debía purgarse de la pasión sexual que condujo a Adán y a Eva al pecado. El cristiano casado no sólo debía subordinar el deseo a la razón sino esforzarse por aniquilar el deseo por completo:

Nuestro ideal consiste en no experimentar deseo alguno… no deberíamos hacer nada por deseo. Nuestra voluntad debe ser dirigida sólo hacia lo que es necesario. Pues no somos hijos del deseo sino de la voluntad. Un hombre que se casa porque quiere engendrar hijos debe practicar la continencia para que no sea deseo lo que sienta por su esposa… debe engendrar hijos con una voluntad casta y controlada.[69]

Como cabe imaginar, cumplir esto no es fácil. «El evangelio», tal y como Clemente lo entiende, no sólo restringe la sexualidad al matrimonio, sino que incluso dentro del matrimonio lo limita a ciertos actos destinados a la procreación. Las relaciones matrimoniales por cualquier otra razón «ofenden a la naturaleza».[70] Clemente no sólo excluye prácticas tan antiproductivas como las relaciones orales y anales, sino también las relaciones con una esposa menstruante, embarazada, estéril o menopáusica y, por ese motivo, con la propia esposa «por la mañana», «a la luz del día» o «después de comer». De hecho Clemente aconseja que

ni siquiera de noche, aunque a oscuras, es correcto proceder de forma vergonzosa o indecente, sino con pudor, para que lo que suceda, suceda a la luz de la razón… pues aun esta unión legítima es peligrosa, excepto en tanto está destinada a la procreación de hijos.[71]

Sin embargo, hasta en el mejor de los casos, el matrimonio cristiano es inferior a la castidad. El «matrimonio casto», en el cual los dos cónyuges se consagran al celibato, es mejor que uno sexualmente activo. Para los cristianos consagrados

la esposa, después de la concepción, es como una hermana y es considerada como si fuera del mismo padre. Sólo recuerda a su marido cuando contempla a su hijo, como alguien destinado a convertirse en una auténtica hermana, tras posponer la carne que separa y limita el conocimiento de los que son espirituales por las particularidades de los sexos.[72]

Sólo las esposas que son célibes y debido a eso recuperan, por así decirlo, su virginidad, trascienden la estructura de la existencia corporal y recuperan la igualdad espiritual que Adán y Eva perdieron tras la caída, «pues las almas son por sí mismas iguales. Las almas no son “ni varones ni hembras”, cuando “ya no se casen ni sean dados en matrimonio” [cf. Lucas 20:35]».[73] Tal era, dice Clemente, el matrimonio de los benditos apóstoles y

tal su perfecto control sobre sus sentimientos, incluso en las más próximas relaciones humanas. El apóstol dice «que el que se case sea como si no estuviera casado» [cf. 1 Corintios 7:29], requiriendo que el matrimonio no esté esclavizado por la pasión… así el alma adquiere una disposición mental que se adecúa al evangelio en cada relación de la vida.[74]

Al igual que Clemente, la mayoría de los cristianos durante los pasados dos mil años han preferido mantener simultáneamente las afirmaciones más extremas —incluso sorprendentes— de Jesús, como las que prohíben el divorcio y alientan la renuncia, junto con otras que modifican su severidad. Como hemos visto, a finales del siglo II los cristianos también habían incorporado al Nuevo Testamento una doble imagen de Pablo y de su mensaje. Las iglesias que en el siglo II compilaron las epístolas de Pablo, incluyeron, por lo general, primero las epístolas auténticas, que manifiestan el propio complejo de Pablo y sus actitudes ambivalentes, desde su preferencia por el celibato hasta su aceptación de que «los débiles» están mejor casados que en la promiscuidad.[75] Pero la mayoría de los cristianos prefirieron el Pablo domesticado al ascético y toleraron juicios contradictorios atribuidos al apóstol (del mismo modo que Mateo atribuye juicios contradictorios al propio Jesús). De este modo, los cristianos pudieron atraer hacia el movimiento a los casados —e incluso divorciados—, así como a aquellos dispuestos al celibato. De la misma manera que muchos de sus coetáneos, Clemente prefirió subordinar las llamadas de Jesús a la renuncia radical y apoyar en cambio la procreación dentro del matrimonio —no así Jesús y Pablo— no sólo como el curso normal de la vida cristiana, sino como el santificado. En cualquier caso, Clemente y sus colegas no renunciaron por completo al ideal ascético. Utilizaron la diversidad de testimonios del Nuevo Testamento para establecer una idea extraordinaria del matrimonio y del celibato. Las ideas de Clemente sobre el matrimonio aseguraban virtualmente que nadie que las tomara en serio se juzgase a sí mismo o a sí misma deficiente con respecto a la norma, Y Clemente prosigue invitando a la «vida angélica» a aquellos pocos dispuestos a evitar los peligrosos abismos de la vida matrimonial, porque la continencia y la virginidad son todavía mejores y ciertamente más seguras y mucho más santas.

Como el movimiento cristiano en tiempos de Clemente, y más tarde, se hizo cada vez más complejo, reuniendo a miles de conversos de Roma y Grecia, de África y Asia, y de todas las regiones de Hispania y Galia, el mensaje de Jesús y Pablo, destinado en un principio a una gran audiencia judía, tuvo que refractarse a través de un movimiento cada vez más diverso. La llamada de Jesús al arrepentimiento y a la purificación para prepararse para el reino de Dios continuó siendo el principal punto de referencia para muchos. Sin embargo, los cristianos desarrollaron simultáneamente múltiples imágenes de Jesús y Pablo, y múltiples interpretaciones de su mensaje para satisfacer varios propósitos mundanos y espirituales.

¿Cuál era el atractivo de un mensaje tan austero en sus muchas versiones para tanta gente? ¿Cómo se convirtió el cristianismo en la religión del imperio romano? En los siguientes capítulos retomaremos estas preguntas y veremos cómo dentro de su severidad práctica muchos percibieron una nueva visión de la naturaleza humana, que tuvo el poder de sancionar y transformar las vidas de las multitudes.