Capítulo 4
LA PASIÓN DE CRISTO Y LA PERSECUCIÓN DE LOS CRISTIANOS [358]

Sólo en un hecho coinciden casi todas las crónicas sobre Jesús de Nazaret, tanto si las escribieron personas que le eran hostiles como otras que eran devotas suyas: que fue condenado y crucificado (h. 30) por orden del prefecto romano Poncio Pilato. Tácito, el aristocrático historiador romano (h. 55-115), que virtualmente no sabía nada de Jesús, menciona únicamente esto. En relación con la historia del infame Nerón (emperador 54-58), dice que, acusado de provocar grandes incendios en Roma, Nerón

sustituyó como culpables y castigó con los mayores refinamientos de la crueldad a una clase de personas odiadas por sus vicios, a quienes la multitud llamaba cristianos. Cristo, el fundador del nombre, había sufrido la pena de muerte en el reinado de Tiberio, por sentencia del procurador Poncio Pilato y la superstición perniciosa fue contenida durante un momento, sólo para brotar una vez más, no solamente en Judea, la cuna de la enfermedad, sino en la propia capital, donde todo cuanto de horrible o vergonzoso hay en el mundo se congrega y pone de moda.[359]

El historiador judío Flavio Josefo menciona a Jesús de Nazaret en una lista de problemas que enturbiaron las relaciones de los judíos con Roma cuando Pilato era gobernador (aproximadamente 26-36). Un comentario atribuido a Flavio Josefo da cuenta de que «Pilato, habiendo oído cómo le acusaban hombres de la más alta posición entre nosotros… le condenó a ser crucificado»[360]

Los seguidores de Jesús confirman esta crónica. El evangelio de Marcos, que probablemente es la más antigua de las crónicas del Nuevo Testamento (h. 70-80), cuenta cómo Jesús, traicionado por Judas Iscariote de noche en el huerto de Getsemaní, enfrente de Jerusalén, fue arrestado por hombres armados mientras sus discípulos huían.[361] Acusado de sedición ante Pilato, fue condenado a muerte.[362] Ya crucificado, Jesús vivió varias horas hasta que, como narra Marcos, «lanzó un fuerte grito»[363] y expiró. Los evangelios de Lucas y Juan, que quizá fueron escritos una generación después (h. 90-110), describen su muerte en términos más heroicos: Jesús perdona a sus torturadores y entrega su vida con una plegaria.[364] Sin embargo, los cuatro evangelios del Nuevo Testamento describen sin excepción sus sufrimientos, muerte y entierro apresurado. Los evangelios, por supuesto, interpretan las circunstancias que culminaron con su muerte de manera que demuestren su inocencia. Marcos dice que los principales sacerdotes y líderes de Jerusalén planeaban hacer que Jesús fuese arrestado y ejecutado debido a sus enseñanzas contra ellos.[365] Juan presenta una crónica más completa, plausible desde el punto de vista histórico. Cuenta que, al crecer la popularidad de Jesús, atrayendo un número cada vez mayor de seguidores a su movimiento, los principales sacerdotes convocaron el consejo del Sanedrín para hablar de los peligros de disturbios. Entre las masas incultas ya había quienes aclamaban a Jesús como Mesías:[366] el «rey ungido» que ellos esperaban que liberase a Israel del imperialismo extranjero y restaurase el estado judío. Cabía la posibilidad de que, especialmente durante la Pascua de los hebreos, cuando millares de judíos acudían a Jerusalén, este ímpetu encendiera sentimientos de nacionalismo judío que ya ardían sin llama en la ciudad y estallase una revuelta. El consejo era responsable de mantener la paz entre la población judía y el ejército de ocupación romano; una paz tan tenue que, al cabo de sólo unos años, cuando un soldado romano que montaba guardia en Jerusalén durante la Pascua expresó su desprecio exponiéndose en el patio del templo, su acto provocó un motín en el que se dice que 30 000 personas perdieron la vida. Flavio Josefo, que cuenta esta historia, añade: «Así la Fiesta terminó en desgracia para la nación entera y en aflicción para todas las familias».[367]

Juan reconstruye el debate del consejo acerca de Jesús: «¿Qué hacemos?… Si le dejamos que siga así», puede que las masas se manifiesten a favor de este supuesto nuevo rey de los judíos, y «vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación».[368] El sumo sacerdote, Caifás, se mostró partidario de la conveniencia de arrestar a un solo hombre en seguida en vez de poner en peligro a toda la población.[369] Hasta Juan tuvo que reconocer la perspicacia política de tal razonamiento: escribió su crónica poco después de la guerra judía de 66-70, una insurrección contra Roma que terminó en el desastre que, según Juan, Caifás había predicho: el templo fue arrasado, la ciudad de Jerusalén fue devastada y la población diezmada.

No obstante, si bien las fuentes coinciden en los hechos básicos de la ejecución de Jesús, los cristianos discrepan marcadamente en lo que se refiere a su interpretación. Un texto gnóstico encontrado en Nag Hammadi, el Apocalipsis de Pedro, relata una versión radicalmente distinta de la crucifixión:

Vi cómo aparentemente le estaban arrestando. Y dije: «¿Qué estoy viendo, oh Señor? ¿Es realmente a ti a quien prenden? ¿Y te estás aferrando a mí? ¿Y están descargando martillazos en los pies y las manos de otro? ¿Quién es éste en lo alto de la cruz, que está contento y ríe?». El Salvador me dijo: «Aquél a quien viste contento y riendo en lo alto de la cruz es el Jesús Viviente. Pero aquél en cuyas manos y pies están clavando los clavos es su parte carnal, es el sustituto. Avergüenzan a aquello que seguía siendo su semejanza. ¡Y mírale y [mírame a] mí!».[370]

Otro de los textos de Nag Hammadi, el Segundo tratado del gran Set, relata la enseñanza de Cristo en el sentido de que «era otro… quien bebió la hiel y el vinagre; no era yo. Me golpearon con la caña; era otro, Simón, que cargaba con la cruz en la espalda. Era otro sobre quien colocaron la corona de espinas. Mas yo me regocijaba en las alturas ante… su error… Y me reía de su ignorancia».[371]

¿Qué significa esto? Los Hechos de Juan, que es uno de los textos gnósticos más famosos y uno de los pocos descubiertos antes de Nag Hammadi, puesto que de alguna manera había sobrevivido de forma fragmentaria a las repetidas denuncias de los ortodoxos, explica que Jesús no era un ser humano, sino un ser espiritual que se adaptó a la percepción humana. Los Hechos cuentan que en una ocasión Jaime le vio de pie en la costa bajo la forma de un niño, pero que cuando se lo señaló a Juan: «Yo [Juan] dije: “¿Qué niño?”. Y él me contestó: “El que nos llama con señas”. Y yo dije: “Esto se debe a que hemos estado mucho rato contemplando el mar. No ves bien, hermano Jaime. ¿No ves al hombre que está de pie allí y que es guapo, rubio y de aspecto alegre?”. Pero él me dijo: “No veo a ese hombre, hermano mío”».[372] Bajando a tierra para investigar, su confusión fue en aumento. Según Juan, «se me apareció otra vez como más bien calvo pero con una barba espesa y ondeante, mas a Jaime como un joven cuya barba justo empezaba… Intenté verle cómo era… Pero a veces él se me aparecía como un hombre pequeño y nada guapo y luego otra vez mirando hacia el cielo».[373] Prosigue Juan: «Os contaré otra gloria, hermanos; a veces cuando quería tocarle encontraba un cuerpo material, sólido; pero otras veces, de nuevo cuando lo palpaba, su substancia era inmaterial e incorpórea… como si no existiera en absoluto».[374] Juan añade que buscó cuidadosamente huellas de pisadas, pero Jesús nunca las dejaba; ni tampoco parpadeaba. Todo esto demuestra a Juan que su naturaleza era espiritual, no humana.

Los Hechos relatan seguidamente que Jesús, previendo su arresto, se unió a sus discípulos en Getsemaní la noche antes: «nos reunió a todos y dijo: “Antes de serles entregado, cantemos un himno al Padre y vayamos así a encontrarnos con lo que (nos) aguarda”. Así que nos dijo que formásemos un círculo, cogiéndonos las manos, y él se colocó en medio…».[375]

Después de indicar a los discípulos «Contestadme “amén”», empezó a entonar un cántico místico, parte del cual reza:

«Al Universo pertenece el bailarín»… «Amén».

«Aquél que no baila no sabe lo que ocurre»… «Amén».

«Ahora si seguís mi baile, veros a vosotros mismos en Mí, que estoy hablando…

Vosotros que bailáis, considerad lo que hago, pues vuestra es

esta pasión del Hombre que yo debo sufrir. Pues en modo alguno hubieseis podido entender vosotros lo que sufrís a menos que a vosotros como Logos me hubiera enviado el Padre…

Aprended a sufrir y seréis capaces de no sufrir».[376]

Continúa Juan:

Después de que el Señor bailara con nosotros, queridos míos, salió [a sufrir]. Y nosotros éramos como hombres asombrados o profundamente dormidos y huimos hacia aquí y hacia allí. Y así le vi sufrir y no me quedé junto a su sufrimiento, sino que huí al monte de los Olivos y lloré… Y cuando fue colgado (en la Cruz) el viernes, en la sexta hora del día la oscuridad cubrió la tierra entera.[377]

En aquel instante Juan, que estaba sentado en una cueva de Getsemaní, tuvo de pronto una visión de Jesús, quien le dijo: «Juan, para la gente de abajo… Me están crucificando y perforando con lanzas… y me dan a beber vinagre y hiel. Mas a ti te estoy hablando y escucha lo que digo».[378] Entonces la visión revela a Juan una «cruz de luz» y le explica que «no he sufrido ninguna de las cosas que dirán de mí; incluso aquel sufrimiento que te mostré a ti y al resto en mi baile, deseo que sea llamado misterio».[379] Otros gnósticos, seguidores de Valentín, interpretan de modo distinto el significado de estas paradojas. Según el Tratado de la resurrección, descubierto en Nag Hammadi, en la medida en que Jesús era el «Hijo del Hombre», siendo humano, sufrió y murió como el resto de la humanidad.[380] Pero, como era también «Hijo de Dios», el espíritu divino que llevaba dentro no podía morir: en este sentido trascendía el sufrimiento y la muerte.

A pesar de ello, los cristianos ortodoxos insisten en que Jesús era un ser humano y en que todos los cristianos «de pensamiento recto» deben tomar la crucifixión como un acontecimiento histórico y literal. Para asegurarse de que así lo hagan, incluyen en el credo, como elemento central de la fe, la sencilla afirmación de que Jesucristo «fue crucificado en tiempos de Pondo Pilato, muerto y sepultado». El papa León el Grande (h. 447) condenó los escritos como los Hechos de Juan tachándolos de «semillero de múltiple perversidad», el cual «no sólo debería ser prohibido, sino totalmente destruido y quemado con fuego». Pero, dado que los círculos heréticos seguían copiando y ocultando este texto, el II Concilio de Nicea, trescientos años más tarde, tuvo que repetir el juicio, ordenando que «Nadie debe copiar [este libro]: no sólo así, sino que consideramos que debe ser entregado al fuego».

¿Qué se esconde detrás de esta vehemencia? ¿Por qué la fe en la pasión y muerte de Cristo se convierte en un elemento esencial —algunos dicen que en el elemento esencial— del cristianismo ortodoxo? Estoy convencida de que no podremos responder completamente a esta pregunta hasta que reconozcamos que la controversia en torno a la interpretación de los sufrimientos y muerte de Cristo entrañaba, para los cristianos de los siglos I y II, una cuestión práctica y apremiante: ¿Cómo deben los creyentes responder a la persecución, que plantea la amenaza inminente de sus propios sufrimientos y muerte?

Ningún asunto podía resultar más inmediato para los discípulos de Jesús, los cuales habían vivido personalmente los hechos traumáticos de su traición y arresto, y habían oído contar su juicio, tortura y agonía final. A partir de aquel momento, especialmente cuando los más prominentes entre ellos, Pedro y Jaime, fueron arrestados y ejecutados, cada cristiano era consciente de que su afiliación al movimiento le hacía correr peligro. Tanto Tácito como Suetonio, el historiador de la corte imperial (h. 115), que compartían un desprecio total por los cristianos, hablan del grupo principalmente como blanco de la persecución oficial. Al contar la vida de Nerón, Suetonio, en una lista de las cosas buenas que hizo el emperador, dice que «se inflingió castigo a los cristianos, una clase de personas dada a una superstición nueva y maléfica».[381] A sus comentarios sobre el incendio de Roma, Tácito añade:

Primeramente, pues, se arrestó a aquéllos de la secta que confesaron; seguidamente, al ser descubiertos, se declaró culpables a números ingentes, no tanto por haber provocado el incendio como por su odio a la raza humana. Y el ridículo acompañó a su final: fueron cubiertos con pieles de animales salvajes y despedazados por los perros; o fueron atados a cruces y, al disminuir la luz del día, se les prendió fuego para que sirvieran como antorchas de noche. Nerón había brindado sus jardines para el espectáculo…[382]

Los actos de Nerón los interpreta Tácito atendiendo a la necesidad de encontrar un chivo expiatorio. Puede que por aquel entonces el gobierno todavía considerase —si es que los consideraba de algún modo— que los cristianos de fuera de Roma eran demasiado insignificantes para justificar la toma de medidas sistemáticas contra el movimiento. Pero desde la época en que Augusto gobernara como emperador (27 a. C.-14 d. C.), el emperador y el senado habían intervenido para reprimir a todos los disidentes sociales a quienes considerasen como posibles alborotadores, del mismo modo que reprimían a astrólogos, magos, seguidores de cultos religiosos extranjeros y filósofos.[383] El culto cristiano presentaba todas las características de una conspiración. En primer lugar, los cristianos se identificaban como seguidores de un hombre acusado de magia[384] y ejecutado por ello y por traición; en segundo lugar, eran «ateos» que denunciaban como «demonios» a los dioses que protegían las fortunas del estado romano, incluso el genius (espíritu divino) del mismísimo emperador; en tercer lugar, pertenecían a una sociedad ilegal. Además de estos hechos que la policía podía verificar, corrían rumores en el sentido de que detrás del secreto en que se movían se ocultaban atrocidades: sus enemigos decían que sus ritos les obligaban a comer carne y beber sangre humanas, prácticas éstas de las que solía acusarse a los magos.[385] Si bien a la sazón no había ninguna ley que prohibiera específicamente convertirse al cristianismo, todo magistrado estaba obligado a investigar cuando a una persona se la acusaba de ser cristiana.[386] Dado que no estaba seguro de cómo debía tratar a tales casos, Plinio, el gobernador de Bitinia (una provincia del Asia Menor), escribió (h. 112) a Trajano, el emperador, pidiéndole una aclaración:

Es mi costumbre, Señor, consultar contigo todas las cuestiones sobre las que tengo dudas. ¿Quién puede guiarme mejor…? Jamás he participado en investigaciones de cristianos, de ahí que no sepa cuál es el crimen que suele castigarse o investigarse, ni qué concesiones se hacen… Mientras tanto, éste es el método que he seguido en relación con aquéllos que fueron acusados de cristianos ante mí. Les pregunté si eran cristianos, y se lo pregunté por segunda y tercera vez con amenazas de castigarlos. Si se aferraban a ello, ordenaba que se los llevasen para ejecutarlos, pues no tenía ninguna duda de que fuera lo que fuese lo que admitían, en todo caso merecen ser castigados por su obstinación y contumaz pertinacia… En cuanto a los que decían que ni eran ni hablan sido jamás cristianos, me parecía bien dejarlos marchar, cuando recitaban una plegaria a los dioses siguiendo mis dictados y hacían súplicas con incienso y vino ante tu estatua, que para tal fin yo había mandado traer ante el tribunal y, además, maldecían a Cristo; cosas que (según se dice) a los que son realmente cristianos no se les puede obligar a hacer.[387]

Trajano contestó dando su aprobación a la forma en que Plinio había llevado el asunto:

Has seguido el método apropiado, mi querido segundo, en tu examen de los casos de aquéllos a los que se acusaba de cristianos ante ti, pues en verdad que nada puede establecerse como regla general que entrañe algo parecido a una forma fija de proceder. No se les debe buscar; mas si se les acusa y declara culpables, se les debe castigar: pero con la condición de que quienquiera que niegue ser cristiano y lo demuestre con sus actos, es decir, adorando a nuestros dioses, obtendrá el perdón por su arrepentimiento, por muy sospechosa que pueda ser su conducta pasada.[388]

Trajano, sin embargo, aconsejó a Plinio que no aceptase acusaciones anónimas, «pues son un mal ejemplo e indignas de nuestro tiempo». Plinio y Trajano acordaron que cualquiera que rehusara semejante gesto de lealtad debía de ocultar crímenes graves, especialmente cuando la pena por rehusarse consistía en la ejecución inmediata.

Justino, un filósofo que se había convertido al cristianismo (h. 150-155 a. C.) tuvo la audacia de escribir al emperador Antonino Pío y a su hijo, el futuro emperador Marco Aurelio, a quien se dirigió como colega en la filosofía y «amante del saber»,[389] protestando por las injusticias que los cristianos soportaban en los tribunales imperiales, Justino relata un caso reciente acaecido en Roma: el de una mujer que había participado con su esposo y los sirvientes de ambos en varias formas de actividad sexual, empujada por el vino, que luego se había convertido al cristianismo a través de la influencia de su maestro Ptolomeo, y que subsiguientemente se había negado a tomar parte en las citadas actividades. Sus amigos la persuadieron de que no se divorciara, pues albergaban la esperanza de una reconciliación. Pero cuando ella se enteró de que, durante un viaje a la ciudad egipcia de Alejandría, su marido se había comportado de forma más escandalosa que nunca, la mujer pidió el divorcio y le abandonó. El esposo, sintiéndose ultrajado, inmediatamente presentó una acusación legal contra ella, «afirmando que era cristiana». Cuando la mujer obtuvo un aplazamiento del juicio, el esposo atacó a quien la había instruido en el cristianismo. El juez Urbico, al oír la acusación, sólo preguntó a Ptolomeo si era cristiano. Cuando él reconoció serlo, Urbico lo sentenció inmediatamente a muerte. Al oír esta orden, un hombre llamado Lucio que se encontraba en la sala del Juzgado desafió al juez:

¿Dónde está la justicia de este juicio? ¿Por qué has castigado a este hombre, no por adúltero, ni por fornicador, ni por ladrón, ni por salteador, sin que se le haya declarado culpable de ningún crimen, sino únicamente porque ha confesado que se le llama por el nombre de cristiano? Este juicio tuyo, Urbico, no es digno del emperador Pío, ni del filósofo, el hijo de César [Marco Aurelio], ni del sagrado Senado.[390]

Por toda respuesta Urbico dijo: «También tú pareces serlo». Y cuando Lucio replicó: «En verdad lo soy», Urbico lo condenó —así como a un segundo espectador que también protestó— a morir como Ptolomeo.

Al referir esta historia, Justino señala que cualquiera puede emplear la acusación de ser un adepto al cristianismo para ajustar alguna cuenta personal con un cristiano: «También contra mí, por consiguiente, se harán maquinaciones y seré crucificado»,[391] y añade que quizás las maquinaciones las trame uno de sus rivales profesionales, el filósofo cínico llamado Crescente. Justino tenía razón: al parecer fue Crescente quien formuló la acusación que condujo a su arresto, juicio y condena en 165 a. C. Rústico, que era amigo personal de Marco Aurelio (que para entonces ya había sucedido a su padre como emperador) presidió el proceso. Rústico ordenó la ejecución de Justino junto con la de todo un grupo de discípulos suyos, cuyo delito era el de aprender la filosofía cristiana de él. Las actas del juicio demuestran que Rústico preguntó a Justino:

«¿Dónde os reunís?»… «Dondequiera que indique la preferencia o la oportunidad de cada uno», dijo Justino. «En todo caso, ¿supones que podemos reunimos todos en el mismo sitio? Pues no; porque el Dios de los cristianos no está circunscrito a ningún lugar; invisible, llena los cielos y la tierra y es adorado y glorificado por los creyentes en todas partes».

El prefecto Rústico dijo: «Dime, ¿dónde os reunís? ¿Dónde juntas a tus discípulos?».

Justino dijo: «He estado viviendo sobre los baños de un tal Martin, hijo de Timoteo, y durante todo el período de mi estancia en Roma (y ésta es la segunda) no he conocido otro lugar de reunión que aquél. Cualquiera que lo desease podía venir a mi morada y yo le impartía las palabras de la verdad».

El prefecto Rústico dijo: «¿Admites, pues, que eres cristiano?». «Sí, lo soy», dijo Justino.[392]

Luego Rústico interrogó a Charitón, a una mujer llamada Chanto, a Evelpisto, un esclavo en la corte imperial, a Hierax, Liberiano y Paeón, discípulos de Justino todos ellos. Todos ellos se declararon cristianos. Prosiguen las actas:

«Pues bien», dijo el prefecto Rústico, «vayamos a la cuestión que se dirime, un asunto necesario y apremiante. Acceded a ofrecer sacrificios a los dioses».

«Nadie que esté en su sano juicio», dijo Justino, «pasa de la piedad a la impiedad».

El prefecto Rústico dijo: «Si no obedecéis, seréis castigados sin piedad».[393]

Cuando los acusados replicaron: «Haz lo que quieras; nosotros somos cristianos y no ofrecemos sacrificios a los dioses», Rústico pronunció la sentencia: «Que aquéllos que han rehusado ofrecer sacrificios a los dioses y a doblegarse ante el edicto del emperador sean conducidos para ser azotados y decapitados de acuerdo con las leyes».[394]

Dado este peligro, ¿qué iba a hacer un cristiano? Una vez arrestado y acusado, ¿debía confesar que era cristiano, sólo para recibir una orden de ejecución: la decapitación inmediata si uno tenía la suerte de ser ciudadano romano, cual era el caso de Justino y sus discípulos, o, si no lo era, la tortura prolongada como espectáculo en la arena del circo romano? ¿O debía negar que lo era y hacer el gesto simbólico de lealtad, con la intención de expiar más tarde la mentira?

Encargados de la desagradable tarea de ordenar ejecuciones por desobediencia, a menudo los funcionarios romanos procuraban persuadir a los acusados de que salvasen sus propias vidas. Según las crónicas de la época (h. 165), después de que el anciano y venerado obispo Policarpo de Esmirna, en el Asia Menor, fuera arrestado,

el gobernador intentó persuadirle de que se retractara, diciendo «Ten respeto a tu edad», y otras cosas parecidas que suelen decir; «Jura por el genius del emperador. Retráctate. Di “¡Fuera los ateos!”». Policarpo, con expresión sobria, miró a toda la multitud de paganos sin ley que se encontraba en el estadio… y dijo: «¡Fuera los ateos!». El gobernador persistió diciendo: «Jura y te dejaré marchar. ¡Maldice a Cristo!». Mas Policarpo respondió: «Durante ochenta y seis años he sido su servidor y él no me ha hecho ningún daño… Si te engañas a ti mismo pensando que juraré por el genius del emperador, como tú dices, y si finges no saber quién soy yo, escucha y te lo diré claramente: soy un cristiano».[395]

Policarpo fue quemado vivo en la arena pública.

Una crónica procedente de África del Norte (h. 180) describe de qué manera el procónsul Saturnino, hallándose ante nueve hombres y tres mujeres acusados de ser cristianos, procuró salvarles la vida diciendo:

Si recobráis el sentido, podéis obtener el perdón de nuestro señor el emperador… También nosotros somos un pueblo religioso y nuestra religión es sencilla: juramos por el genius de nuestro señor el emperador y ofrecemos plegarias para su salud, como también vosotros deberíais hacer.[396]

Al chocar con su obstinada resistencia, Saturnino preguntó: «¿No deseáis tiempo para reflexionar?». Esperado, uno de los acusados, replicó: «En una cuestión tan justa, no hay necesidad de reflexión». A pesar de ello, el procónsul ordenó una suspensión de treinta días con estas palabras: «Pensadlo bien». Pero treinta días después, tras interrogar a los acusados, Saturnino se vio obligado a dar la orden:

Considerando que Esperado, Narzalo, Citino, Donata, Vestía, Segunda y los demás han confesado que han estado viviendo de acuerdo con los ritos de los cristianos, y considerando que, aunque se les ha dado la oportunidad de regresar a la usanza romana, han perseverado en su obstinación, por la presente sé les condena a ser ejecutados a espada.[397]

Esperado dijo: «¡Damos gracias a Dios!». Narzalo dijo: «Hoy somos mártires en el cielo. ¡Gracias sean dadas a Dios!».

Semejante comportamiento provocó el desprecio del emperador estoico Marco Aurelio, quien menospreciaba a los cristianos por considerarlos morbosos y exhibicionistas mal guiados. Hoy día muchos estarían quizá de acuerdo con este juicio del emperador, o tacharían a los mártires de masoquistas neuróticos. Sin embargo, para los judíos y cristianos de los siglos I y II, el término tenía una connotación diferente: en griego martus significa sencillamente «testigo». En el imperio romano, al igual que en muchos países de todo el mundo hoy día, los miembros de ciertos grupos religiosos se ganaban la suspicacia del gobierno, el cual los consideraba organizaciones dedicadas a fomentar actividades criminales o traicioneras. Aquéllos que, al igual que Justino, se atrevían a protestar públicamente por el trato injusto que los cristianos recibían de los tribunales se convertían en blanco probable de la acción estatal. Aquéllos que entonces, al igual que ahora, se veían atrapados en semejante situación, se enfrentaban a una opción que a menudo era sencilla: o bien hablar francamente y arriesgarse a ser arrestados, torturados, sometidos a un juicio fútil y exiliados o muertos; o, en caso contrario, guardar silencio para salvarse. Sus correligionarios veneraban a los que hablaban francamente y los tenían por «confesores» y solamente consideraban como «testigos» (martyres) a aquéllos que mantenían sus creencias hasta la muerte.

Pero no todos los cristianos hablaban francamente. A la hora de la verdad, muchos optaban por lo contrario. Algunos consideraban que el martirio era una necedad, que era desperdiciar vidas humanas y, por ende, contrario a la voluntad de Dios. Argüían que Cristo, «habiendo muerto por nosotros, fue muerto para que nosotros no pudiéramos ser muertos».[398] Dado que los acontecimientos pasados se convierten en cuestiones de convicción religiosa sólo cuando sirven para interpretar la experiencia presente, aquí la interpretación de la muerte de Cristo pasó a ser el foco de una polémica sobre la cuestión práctica del martirio.

Los ortodoxos que expresaban mayor interés por refutar los puntos de vista «heréticos» que los gnósticos albergaban sobre la pasión de Cristo eran, sin excepción, personas que conocían por experiencia propia los peligros a que se veían expuestos los cristianos y que insistían en la necesidad de aceptar el martirio. Cuando aquel gran oponente de la herejía que era Ignacio, obispo de Antioquía, fue arrestado y juzgado, se dice que aceptó la sentencia de muerte con gozosa exultación ante semejante oportunidad de «¡imitar la pasión de mi Dios!».[399] Condenado a ser enviado de Siria a Roma para ser muerto por bestias salvajes en el anfiteatro público, Ignacio, encadenado y bajo fuerte vigilancia, escribió a los cristianos de Roma suplicándoles que no intercedieran por él:

Escribo a todas las iglesias y doy precepto a todo el mundo, que muero gustosamente por Dios, si vosotros no lo impedís. Os suplico que no seáis una «bondad intempestiva» para mí. Permitidme ser comido por las bestias, a través de las cuales puedo acercarme a Dios. Soy trigo de Dios y soy molido por los dientes de las bestias salvajes, para que pueda convertirme en pan puro de Cristo… Hacedme este favor… Vengan sobre mí el fuego y la cruz y la lucha con las bestias salvajes, despedazamiento y descuartizamiento, el quebrantamiento de los huesos, la mutilación de las extremidades, el aplastamiento de mi cuerpo entero… ¡para que llegue junto a Jesucristo! [400]

¿Qué significa para él la pasión de Cristo? Ignacio dice que «Jesucristo… fue verdaderamente perseguido bajo Poncio Pilato, fue verdaderamente crucificado y murió».[401] Se opone con vehemencia a los cristianos gnósticos, a los que califica de «ateos» por sugerir que, dado que Cristo era un ser espiritual, sólo pareció sufrir y morir: «Mas si, como dicen algunos… su sufrimiento fue sólo una apariencia, entonces ¿por qué estoy prisionero y por qué ansío luchar con las bestias salvajes? En ese caso, muero en vano»[402] Ignacio se queja de que aquéllos que matizan su visión del sufrimiento de Cristo «no se sienten conmovidos por mis propios sufrimientos personales; ¡pues piensan las mismas cosas de mí!».[403] Sus oponentes gnósticos, poniendo en entredicho su comprensión de la pasión de Cristo, ponen directamente en duda el valor de su martirio voluntario.

Justino, a quien la tradición llama «el mártir», declara que antes de su propia conversión, cuando era todavía un filósofo platónico, presenció personalmente cómo los cristianos soportaban la tortura y la ejecución en público. Su coraje, dice, le convenció de que estaban inspirados por Dios.[404] Protestando por la persecución desencadenada a escala mundial contra los cristianos, menciona a los perseguidos en Palestina (h. 135):

Está claro que nadie puede aterrorizar o someter a los que creemos en Jesucristo a lo largo y ancho del mundo. Porque está claro que, aunque se nos decapite y crucifique, se nos arroje a las bestias salvajes, se nos encadene y queme, y todas las demás clases de torturas, no renunciamos a nuestra confesión; pero cuanto más sucedan estas cosas, tanto más otros, en gran número, se harán creyentes.[405]

Consecuente con sus convicciones personales acerca del martirio y su valiente aceptación de su propia sentencia de muerte es la opinión de Justino de que «Jesucristo, nuestro maestro, que nació para este fin, fue crucificado bajo Poncio Pilato y murió, y resucitó de nuevo».[406] Justino concluye su II Apología («Defensa» para los cristianos) diciendo que la ha escrito con el único propósito de refutar las «perversas y engañosas» ideas gnósticas. Ataca a aquéllos que, según dice, son «llamados cristianos» pero a los que él considera herejes: los seguidores de Simón, Marción y Valentín.[407] «No sabemos», dice sombríamente, combinando la admisión con la insinuación, si verdaderamente se entregan a la promiscuidad y el canibalismo, pero, añade, «sí conocemos» uno de sus crímenes: a diferencia de los ortodoxos, «a ellos ni los persiguen ni los ejecutan» como mártires.

Ireneo, el gran oponente de Valentín, era al igual que sus predecesores, un hombre cuya vida se vio marcada por la persecución. Menciona a muchos que padecieron martirio en Roma y él conocía por experiencia propia la pérdida de su amado maestro Policarpo, atrapado por la violencia de la chusma, condenado y quemado vivo entre sus enemigos. Al cabo de sólo doce años, en el verano de 177, Ireneo presenció la creciente hostilidad que los cristianos despertaban en su propia ciudad, Lyon. Primero se les prohibió entrar en lugares públicos: los mercados y los baños. Luego, cuando el gobernador provincial se ausentó de la ciudad, «la chusma se desató. Los cristianos fueron acosados y atacados abiertamente. Fueron tratados como enemigos públicos, agredidos, golpeados y apedreados. Finalmente fueron arrastrados al Foro… fueron acusados y, después de confesar que eran cristianos, fueron arrojados a la cárcel». Un amigo influyente, Vetio Epagato, que trató de intervenir en el juicio, fue silenciado a gritos: «El prefecto se limitó a preguntarle si él también era cristiano. Cuando con voz muy clara reconoció que lo era»,[408] el prefecto le condenó a muerte junto con los demás. Sus sirvientes, que fueron torturados para arrancarles información, acabaron «confesando» que, tal como sospechaban los romanos, sus amos cristianos cometían atrocidades sexuales y practicaban el canibalismo. Un testigo ocular da cuenta de que este testimonio puso a la población contra ellos: «Estas historias empezaron a circular y toda la gente se enfureció contra nosotros, hasta tal punto que incluso aquéllos que antes habían mostrado una actitud moderada debido a su amistad con nosotros ahora montaron en cólera y rechinaron los dientes en contra nuestra».[409] Cada día eran arrestadas nuevas víctimas —los miembros más significados de las iglesias de Lyon y de la vecina ciudad de Vienne, situada a unos treinta y dos kilómetros Ródano abajo—, las cuales sufrían torturas brutales en la prisión mientras aguardaban el día señalado para la ejecución: el 1 de agosto. Este día era una fiesta dedicada a celebrar la grandeza de Roma y del emperador. Estas ocasiones exigían que el gobernador demostrase su patriotismo patrocinando grandes diversiones para toda la población de la ciudad. Semejantes obligaciones representaban un gasto enorme para los funcionarios provinciales, toda vez que tenían que contratar a gladiadores profesionales, boxeadores, equipos de lucha libre y espadachines. Pero un año antes el emperador y el senado habían aprobado una nueva ley encaminada a compensar el coste de los espectáculos gladiatorios. En lugar de los profesionales citados, ahora el gobernador podía utilizar legalmente a los criminales condenados que no fuesen ciudadanos, ofreciendo el espectáculo de su tortura y ejecución en vez de exhibiciones atléticas; el coste era de seis áureas por cabeza, una décima parte de lo que costaba contratar un gladiador de quinta categoría, con un ahorro proporcional en el caso de los de mayor categoría. Sin duda esta consideración añadió incentivo al celo oficial contra los cristianos, los cuales proporcionaban, como en el caso de Lyon, las diversiones más baratas.

La historia de una de las confesoras de Lyon, la esclava Blandina, ilustra lo que sucedía:

Todos estábamos aterrorizados; y la señora terrenal de Blandina, que se hallaba también entre los mártires del conflicto, era presa de gran angustia porque temía que, a causa de su debilidad corporal, no fuera capaz de confesar valientemente su fe. Sin embargo, Blandina estaba henchida de tal poder que incluso los que se turnaban para infligirle toda suerte de torturas, del amanecer al crepúsculo, se sentían cansados y exhaustos. Ellos mismos reconocieron su derrota, dijeron que nada más podían hacerle y se sorprendieron al ver que ella seguía respirando, pues todo su cuerpo estaba quebrantado y despedazado.

Al llegar el día señalado para los juegos gladiatorios, Blandina, junto con tres de sus compañeros, Maturo, Santo y Atalo, fue conducida al anfiteatro:

Blandina fue colgada de un poste y expuesta como cebo para los animales salvajes que soltaron contra ella. Parecía colgar allí en forma de cruz y con sus plegarias fervorosas despertó un intenso entusiasmo en aquéllos que estaban padeciendo su calvario propio… Mas ninguno de los animales la había tocado, de modo que la bajaron del poste y la encerraron nuevamente en la cárcel con la intención de conservarla para otra prueba… diminuta, débil e insignificante como era, daría inspiración a sus hermanos… Finalmente, en el último día de los juegos gladiatorios, volvieron a sacar a Blandina, esta vez junto con un chico de quince años que se llamaba Pontico. Cada día los habían llevado al anfiteatro para que contemplasen la tortura de los demás, al mismo tiempo que intentaban obligarles a jurar por los ídolos paganos. Y como perseveraban y condenaban a sus perseguidores, la multitud se enfurecía con ellos, de manera que… los sometieron a todas las atrocidades y los hicieron pasar por todas las torturas.

Tras ser azotado con látigos, mutilado por los animales y obligado a sentarse en una silla de hierro colocada sobre el fuego para abrasarle la carne, Pontico murió. Blandina, habiendo sobrevivido a las mismas torturas, «finalmente fue metida en una red y expuesta a un toro. Después de que el animal la arrojara por los aires durante un buen rato, ella ya no percibía lo que estaba sucediendo… Así que también ella fue ofrecida en sacrificio, mientras que los propios paganos reconocían que jamás habían visto tanto sufrimiento en una mujer».[410]

Aunque Ireneo se las arregló para zafarse del arresto, su asociación con los que estaban en la cárcel le obligó a dar cuenta de sus terribles sufrimientos a los cristianos de Roma. Cuando volvió a la Galia, encontró a la comunidad de luto: cerca de cincuenta cristianos habían perecido en los dos meses de prueba. Fue persuadido a hacerse cargo del liderato de la comunidad como sucesor del obispo Potino, que a sus noventa años había muerto a causa de la tortura y de la exposición a los elementos en la cárcel.

A pesar de todo, Ireneo no expresó hostilidad alguna contra sus conciudadanos, pero sí mucha contra los «herejes» gnósticos. Al igual que Justino, los ataca como «falsos hermanos» que «han alcanzado tal extremo de audacia que incluso vierten desprecio sobre los mártires y vituperan a los que son muertos por confesar al Señor y que… con ello se esfuerzan por seguir los pasos de la pasión del Señor, dando testimonio de aquél que padeció».[411] Con esta declaración concluye su detallado ataque contra la interpretación valentiniana de la pasión de Cristo. Condenando por blasfema su afirmación de que sólo la naturaleza humana de Cristo experimenta sufrimiento, mientras que su naturaleza divina trasciende del mismo, Ireneo insiste en que «el mismo ser que fue arrestado y que experimentó sufrimiento, y derramó su sangre por nosotros, era tanto Cristo como el Hijo de Dios… y se convirtió en el Salvador de aquéllos que serían entregados a la muerte por confesarle y perderían la vida».[412] A decir verdad, añade, «si alguien supone que había dos naturalezas en Cristo», la que sufrió era ciertamente superior a la que se libró del sufrimiento, «sin recibir heridas ni insultos». En el día del juicio, advierte, cuando los mártires «alcancen la gloria, entonces todos los que hayan calumniado su martirio serán confundidos por Cristo».[413]

Tertuliano, otro feroz oponente de la herejía, cuenta cómo el espectáculo de los cristianos que padecían tortura y morían inició su propia conversión: vio a un cristiano condenado, a quienes los guardias romanos habían disfrazado de dios Atis, despedazado vivo en la arena; otro, disfrazado de Hércules, fue quemado vivo. Tertuliano reconoce que también él disfrutó una vez de «las crueldades absurdas de la exhibición del mediodía»,[414] viendo cómo otro hombre, disfrazado de dios Mercurio, ponía a prueba el cuerpo de los torturados con un hierro al rojo, y cómo otro, disfrazado de Plutón, el dios de los muertos, sacaba los cadáveres a rastras. Después de su propia conversión, Tertuliano, al igual que Ireneo, relacionó la enseñanza de la pasión y muerte de Cristo con su propio entusiasmo por el martirio: «Debes coger tu cruz y cargar con ella tras los pasos de tu Maestro… La única llave para abrir el Paraíso es la sangre de tu propia vida».[415] Tertuliano establece una relación directa entre el nacimiento de la herejía y el estallido de la persecución. Ésta, según él, impulsó a los creyentes aterrorizados a buscar el medio teológico de justificar su cobardía:

Ésta es entre los cristianos una época de persecución. Cuando, por consiguiente, la fe se ve agitada en gran medida y la iglesia está en llamas… entonces los gnósticos hacen su aparición; entonces los valentinianos salen arrastrándose; entonces aparecen cual burbujas todos los oponentes del martirio… pues saben que muchos cristianos son sencillos e inexpertos y débiles y… perciben que jamás se les aplaudirá más que cuando el miedo ha abierto las entradas del alma, especialmente cuando algún terrorismo ya ha adornado con una corona la fe de los mártires.[416]

A lo que considera argumentos «heréticos» contra el martirio, Tertuliano replica:

Ahora nos encontramos en medio de un calor intenso, la mismísima estrella perro de la persecución… el fuego y la espada han puesto a prueba a algunos cristianos y las bestias han puesto a prueba a otros; otros están en la prisión, anhelando martirios que ya han probado, habiendo sido golpeados con mazas y torturados… Nosotros mismos, habiendo sido designados para la persecución, somos como liebres cercadas desde lejos… ¡y los herejes andan por ahí como de costumbre![417]

Esta situación, explica, le inspiró a atacar por herejes a aquellos «que se oponen al martirio, presentando la salvación como destrucción» y que tachan de necio y cruel el estímulo al martirio.

Hipólito, el culto maestro griego que enseñaba en Roma, también había presenciado el terror de la persecución bajo el emperador Severo en el año 202. El entusiasmo de Hipólito por el martirio, al igual que el de Tertuliano, rivalizaba con su odio contra la herejía. Concluye su voluminosa Refutación de todas las herejías insistiendo en que sólo la doctrina ortodoxa referente a la encarnación y pasión de Cristo permite al creyente soportar la persecución:

Si no fuera de la misma naturaleza que nosotros mismos, en vano nos ordenaría imitar al maestro… No protestó contra su pasión, sino que se hizo obediente ante la muerte… en todos estos actos ofreció, como primeros frutos, su propia humanidad, con el fin de que vosotros, cuando padezcáis tribulaciones, no os desalentéis, sino que, confesando ser como el redentor, podáis morar en la esperanza de recibir lo que el Padre ha concedido al Hijo.[418]

El propio Hipólito, que contaba más de setenta años, cumplió su exhortación: arrestado por orden del emperador Maximino en 235, fue deportado a Cerdeña, donde murió.

Así pues, ¿qué pauta observamos? Los oponentes de la herejía en el siglo II —Ignacio, Policarpo, Justino, Ireneo, Tertuliano, Hipólito— se muestran unánimes tanto en proclamar la pasión y muerte de Cristo como en afirmar el martirio. Además, todos ellos acusan a los herejes de enseñar falsedades acerca de los sufrimientos de Cristo y de «oponerse al martirio». Ireneo declara:

La iglesia en todos los lugares, debido al amor que alberga por Dios, envía durante todo el tiempo, una multitud de mártires al Padre; mientras que todos los demás no sólo no tienen nada de esta clase que señalar entre ellos, sino que incluso mantienen que dar testimonio (martyrium) no es en absoluto necesario… con la excepción, quizás, de uno o dos entre ellos, que de vez en cuando, junto con nuestros mártires, han soportado el oprobio del nombre… Porque la iglesia sola soporta con pureza el reproche de aquéllos que sufren persecución por la rectitud y soportan toda suerte de castigos y son condenados a muerte por el amor que albergan por Dios y la confesión de su Hijo.[419]

Ireneo niega aquí incluso el nombre de mártires a los gnósticos que mueren por la fe; en el mejor de los casos, son sólo «una especie de séquito» concedido a los mártires verdaderos, que son cristianos ortodoxos.

Si bien no cabe duda alguna de que Ireneo exageró la infrecuencia del martirio entre los herejes, es cierto que el martirio ocurrió raramente entre los cristianos gnósticos. El motivo de ello no era solamente la cobardía, como pretendían los ortodoxos, sino las diferencias de opinión entre ellos. ¿Qué actitud adoptaban los gnósticos ante el martirio y en qué se basaban para ello? Los documentos encontrados en Nag Hammadi indican que sus puntos de vista eran asombrosamente variados. Algunos abogaban por él; otros lo repudiaban por principio. Los seguidores de Valentín ocupaban una posición intermedia entre estos extremos. Pero una cosa está clara: en todos los casos la actitud ante el martirio concuerda con la interpretación de los sufrimientos y muerte de Cristo.

Algunos grupos de gnósticos, al igual que los ortodoxos, insistían en que Cristo sufrió y murió realmente. Se dice que varios textos descubiertos en Nag Hammadi, incluyendo el Apocrifón de Jaime, el Segundo apocalipsis de Jaime y el Apocalipsis de Pedro, fueron escritos por discípulos que, según se sabía, habían padecido martirio: Jaime, el hermano de Jesús, y Pedro. El autor del Apocrifón de Jaime, que probablemente fue un cristiano del siglo II que se sentía angustiado ante la perspectiva de ser perseguido, se coloca en la situación de Jaime y Pedro. Mientras prevén que van a padecer tortura y muerte, dice el autor, reciben una visión del Señor resucitado, que interpreta la prueba que les aguarda atendiendo a la suya propia:

Si sois oprimidos por Satanás y perseguidos, y si hacéis su voluntad [la del Padre], yo [os digo] que él os amará y os igualará a mí… ¿No sabéis que todavía tenéis que ser insultados y acusados injustamente; y que todavía tenéis que ser encerrados en la prisión y condenados ilegalmente y crucificados [sin] razón, y enterrados [vergonzosamente], como yo mismo [lo fui]?… En verdad os digo que nadie se salvará a menos que crea en mi cruz. Mas aquéllos que han creído en mi cruz, suyo es el reino de Dios… En verdad os digo que ninguno de los que temen a la muerte se salvará; pues el reino de la muerte pertenece a aquéllos que se dan muerte a sí mismos.[420]

Este autor gnóstico no sólo insiste en que Cristo sufrió y murió realmente, sino que incluso alienta a los creyentes a elegir el sufrimiento y la muerte. Al igual que Ignacio, este maestro gnóstico cree que uno se identifica con Cristo a través del sufrimiento: «¡Haceros como el Hijo del Espíritu Santo!».[421]

La misma preocupación por la persecución, así como una analogía similar entre la experiencia del creyente y la pasión del Salvador, domina el Segundo apocalipsis de Jaime. El Salvador, «que vivió [sin] blasfemia, murió por medio de [la blasfemia]».[422] Al morir, dice: «En verdad que estoy muriendo, mas seré hallado con vida».[423] El Apocalipsis culmina con la escena brutal de la tortura y muerte por apedreamiento del propio Jaime:

los sacerdotes… le encontraron de pie junto a las columnas del templo, al lado de la poderosa piedra angular. Y decidieron arrojarlo desde lo alto y lo arrojaron. Y… lo sujetaron y lo [golpearon] mientras lo arrastraban por el suelo. Lo extendieron en el suelo y colocaron una piedra sobre su abdomen. Todos ellos pusieron sus pies sobre él, diciendo: «¡Has errado!». De nuevo lo levantaron, pues estaba vivo, y le hicieron cavar un agujero. Le hicieron colocarse en él. Después de haberle cubierto hasta el abdomen, le apedrearon.[424]

Al morir, Jaime ofrece una plegaria encaminada a fortalecer a otros cristianos que se enfrentan al martirio. Al igual que Jesús, Jaime «en verdad está muriéndose», mas «será hallado en vida».

Pero, aunque algunos gnósticos afirmaban la realidad de la pasión de Cristo y expresaban entusiasmo por el martirio, otros negaban esa realidad y atacaban dicho entusiasmo. El Testimonio de la verdad declara que los entusiastas del martirio no saben «quién es Cristo»:

Los necios… pensando en su corazón que si confiesan «Somos cristianos» de palabra solamente [pero] no con poder, mientras se entregan a la ignorancia, a la muerte humana, no sabiendo adonde van, ni quién es Cristo, pensando que vivirán, cuando [en realidad] están en un error, se apresuran hacia los principados y las autoridades. Caen en sus garras debido a la ignorancia que hay en ellos.[425]

El autor ridiculiza la creencia popular de que el martirio asegura la salvación: si fuera tan sencillo, dice, ¡todo el mundo confesaría a Cristo y se salvaría! Aquéllos que viven bajo tales ilusiones

son mártires [vacíos], ya que sólo dan testimonio [de] sí mismos… Cuando son [perfeccionados] con una muerte [de mártir], esto es lo que están pensando: «Si nos entregamos a la muerte por el Nombre, nos salvaremos». Estas cuestiones no se resuelven de esta manera… No tienen la Palabra que da [vida].[426]

Este autor gnóstico ataca conceptos concretos del martirio conocidos a través de las fuentes ortodoxas. En primer lugar, ataca el convencimiento de que la muerte del mártir ofrece el perdón de los pecados, punto de vista expresado, por ejemplo, en la crónica ortodoxa del martirio de Policarpo: «Mediante el sufrimiento de una hora compran para sí mismos la vida eterna».[427] También Tertuliano declara que él mismo desea sufrir «para poder obtener de Dios el perdón total, dando su sangre a cambio».[428] En segundo lugar, este autor se mofa de los maestros ortodoxos que, al igual que Ignacio y Tertuliano, ven en el martirio una ofrenda a Dios y tienen la idea de que Dios desea «sacrificios humanos»: semejante creencia hace de Dios un caníbal. En tercer lugar, ataca a los que creen que el martirio asegura su resurrección. Rústico, el juez romano, preguntó a Justino, escasos momentos antes de ordenar su ejecución: «Escucha, tú a quien se considera educado… ¿supones que subirás al cielo?». A lo cual Justino contestó: «No lo supongo, sino que lo sé a ciencia cierta y estoy plenamente convencido de ello».[429] Pero el Testimonio de la verdad declara que tales cristianos no hacen más que «destruirse a sí mismos»: se engañaban pensando que Cristo compartía su propia mortalidad, cuando en realidad, estando lleno de poder divino, era ajeno al sufrimiento y a la muerte:

El Hijo del Hombre [salió] de la indestructibilidad, [siendo] ajeno a la deshonra… bajó al Hades y realizó obras poderosas. Resucitó a los muertos allí… y también destruyó sus obras de entre los hombres, de manera que los cojos, los ciegos, los paralíticos y los mudos (y) los poseídos por el demonio recibieron curación… Por esta razón [destruyó] su carne de [la cruz] que [llevaba].[430]

El Apocalipsis de Pedro revela cómo Pedro, famoso por entender mal las cosas, recibe iluminación y descubre el verdadero secreto de la pasión de Jesús. El autor de este libro, al igual que el autor del Apocrifón de Jaime, era al parecer un cristiano gnóstico a quien preocupaba la amenaza de la persecución. Al empezar el Apocalipsis, «Pedro» teme que él y su Señor se enfrentan al mismo peligro: «Vi a los sacerdotes y a la gente corriendo hacia nosotros con piedras como si quisieran matarnos; y temí que fuéramos a morir».[431] Pero Pedro cae en trance extático y tiene una visión del Señor, quien le advierte que muchos que «aceptan nuestra enseñanza al principio»[432] caerán en el error. Estos «falsos» creyentes (descritos, huelga decirlo, desde el punto de vista gnóstico) representan a los cristianos ortodoxos. Todos aquéllos que caen bajo su influencia «se convertirán en prisioneros suyos, ya que carecen de percepción».[433]

Lo que al autor gnóstico le parece más desagradable en estos cristianos es que coaccionan a sus correligionarios inocentes a entregarse «al verdugo» —al parecer las fuerzas del estado romano— bajo la ilusión de que si «se mantienen leales al nombre de un muerto», confesando al Cristo crucificado, «se harán puros».[434] El autor dice: «Éstos son los que oprimen a sus hermanos, diciéndoles: “A través de este [martirio] nuestro Dios muestra misericordia, dado que la salvación nos viene de esto”. No conocen el castigo de los que se alegran por aquéllos que han hecho esto a los pequeños que han sido buscados y encarcelados».[435] El autor rechaza la propaganda ortodoxa favorable al martirio —basándose en que granjea la salvación— y expresa horror ante sus exclamaciones de gozo al ver los actos de violencia infligidos a los «pequeños». De esta manera la comunidad católica «manifestará un duro destino»;[436] muchos creyentes «serán despedazados entre ellos».[437]

Sin embargo, aunque el Apocalipsis de Pedro rechaza la visión ortodoxa del martirio, no rechaza el martirio por completo: «otros de aquéllos que sufren» (es decir, los que han alcanzado la gnosis) adquieren una nueva comprensión del significado de su propio sufrimiento; entienden que «perfeccionará la sabiduría de la hermandad que existe realmente».[438] En lugar de la enseñanza que esclaviza a los creyentes —la enseñanza ortodoxa sobre el Cristo crucificado— el Salvador da a Pedro la nueva visión de su pasión que comentamos anteriormente: «Aquél a quien viste contento y riendo en lo alto de la cruz es el Jesús Viviente. Pero aquél en cuyas manos y pies están clavando los clavos es su parte camal, es el sustituto. Avergüenzan a aquello que seguía siendo su semejanza. ¡Y mírale y (mírame) a mí!».[439] Por medio de esta visión Pedro aprende a hacer frente al sufrimiento. Al principio temía que él y el señor «morirían»; ahora comprende que sólo el cuerpo, «el equivalente carnal», el «sustituto», puede morir. El Señor explica que la «parte principal», el espíritu inteligente, es liberado para unirse «a la luz perfecta con mi espíritu santo».[440]

Las fuentes gnósticas escritas por Valentín y sus seguidores son más complejas que aquéllas que sencillamente afirman la pasión de Cristo o aquéllas que dicen que, aparte de su cuerpo mortal Cristo siguió siendo totalmente impermeable al sufrimiento. Varios textos valentinianos importantes hallados en Nag Hammadi reconocen claramente la pasión y muerte de Jesús. El Evangelio de la verdad, que Quispel atribuye a Valentín o a un seguidor suyo, cuenta cómo Jesús, «clavado a un árbol», fue «muerto».[441] Ampliando la metáfora cristiana de uso corriente, el autor ve a Jesús en la cruz como fruta en un árbol, una nueva «fruta del árbol del conocimiento» que da vida, no muerte: «clavado a un árbol; se convirtió en fruta del conocimiento (gnosis) del Padre, que, sin embargo, no se hizo destructivo porque [fue] comida, sino que dio a quienes la comieron motivo para alegrarse del descubrimiento. Porque los descubrió en sí mismo y ellos le descubrieron a él en sí mismos…».[442] Contrariamente a las fuentes ortodoxas, que interpretan la muerte de Cristo como un sacrificio que redime a la humanidad de culpa y pecado, este evangelio gnóstico ve la crucifixión como la oportunidad de descubrir el ser divino de dentro. Pese a ello, junto con esta interpretación diferente, el Evangelio de la verdad da una crónica conmovedora de la muerte de Jesús: «el misericordioso, el fiel, Jesús, fue paciente en la aceptación de los sufrimientos… pues sabe que su muerte es vida para muchos… Fue clavado a un árbol… Se arrastra a sí mismo hacia la muerte aunque sabe que la vida eterna lo cubre. Habiéndose despojado de los harapos perecederos, se puso la indestructibilidad…»[443]

Otro notable texto valentiniano, el Tratado tripartito, presenta al Salvador como «el que será engendrado y sufrirá».[444] Movido por su compasión hacia la humanidad, gustosamente se convirtió «en lo que [ella] era. Así, por ella, se hizo manifiesto en sufrimiento involuntario… No sólo cargó sobre sí la muerte de aquéllos a los que se proponía salvar, sino que, además, aceptó su pequeñez… Se dejó concebir y parir como un niño en cuerpo y alma».[445] Con todo, la naturaleza del Salvador es una paradoja. El Tratado tripartito explica que el que nace y sufre es el Salvador previsto por los profetas hebreos; lo que éstos no previeron es «aquello que era antes y lo que es eternamente, un Verbo no engendrado, impasible, que nació en carne».[446] De forma parecida, después de describir la muerte humana de Jesús, el Evangelio de la verdad añade: «el Verbo del Padre penetra en el todo… purificándolo, volviendo a introducirlo en el Padre, en la Madre, Jesús de la infinidad de la bondad».[447] Un tercer texto valentiniano, la Interpretación de la gnosis, articula la misma paradoja. Por un lado, el Salvador se hace vulnerable al sufrimiento y a la muerte; por el otro, es el Verbo, lleno de poder divino. El Salvador explica: «Me hice muy pequeño, para que a través de mi humildad pudiera llevaros a la gran altura, de donde habíais caído».[448]

Ninguna de estas fuentes niega que Jesús sufriera y muriera realmente; todas lo dan por sentado. Sin embargo, a todas les preocupa demostrar de qué manera, en su encamación, Cristo trascendió de la naturaleza humana para prevalecer sobre la muerte mediante el poder divino.[449] De este modo los valentinianos inician la discusión del problema que ocuparía el lugar central de la teología cristiana al cabo de unos doscientos años: el de cómo Cristo podía ser humano y divino al mismo tiempo. Por esto Adolf von Harnack, historiador del cristianismo, los llama los «primeros teólogos cristianos».

¿Qué significa esto para el asunto del martirio? Ireneo acusa a los valentinianos de «verter desprecio» sobre los mártires y de «calumniar su martirio». ¿Cuál es su postura? Heracleón, el distinguido maestro gnóstico y alumno de Valentín, discute directamente el martirio al comentar estas palabras de Jesús:

Por todo el que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del Hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios. Pero el que me niegue delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios… Cuando os lleven… ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo os defenderéis, o qué diréis…[450]

Heracleón se formula esta pregunta: ¿Qué significa «confesar a Cristo»? Explica que la gente confiesa a Cristo de distintas maneras. Algunos confiesan a Cristo en su fe y en su conducta cotidiana. Sin embargo, la mayoría de la gente considera únicamente el segundo tipo de confesión: hacer una confesión verbal («Soy cristiano») ante un magistrado. Esta última, dice, es lo que «los muchos» (los cristianos ortodoxos) consideran como la única confesión. Pero, señala Heracleón, «incluso los hipócritas pueden hacer esta confesión». Lo que se exige universalmente de todos los cristianos, dice, es el primer tipo de confesión; el segundo se exige de algunos, pero no de todos. Discípulos como Mateo, Felipe y Tomás nunca «confesaron» ante los magistrados; pese a ello, declara, confesaron a Cristo del modo superior, «en la fe y en la conducta durante la totalidad de sus vidas».[451]

Al nombrar concretamente a estos discípulos, que a menudo tipifican a los iniciados gnósticos (como en el Evangelio de Felipe y en el Evangelio de Tomás), Heracleón da a entender que son superiores a mártires-apóstoles como Pedro, a quien los valentinianos consideran ejemplo típico de «los muchos», es decir, de los cristianos meramente ortodoxos. ¿Quiere decir con ello que el martirio está bien para los cristianos corrientes, pero que no es necesario para los gnósticos? ¿Ofrece con ello a los gnósticos una base razonada para evitar el martirio?

Si eso es lo que pretende hacer, evita decirlo directamente: sus comentarios siguen siendo ambiguos. Porque luego añade que, si bien confesar a Cristo «en la fe y la conducta» es más universal, esto lleva de manera natural a hacer una confesión franca en un juicio, «si la necesidad y la razón lo dictan». ¿Qué hace que tal confesión sea «necesaria» y «racional»? Sencillamente el hecho de que un cristiano acusado ante un juez no puede negar a Cristo: en tal caso, reconoce Heracleón, la confesión verbal es la alternativa necesaria y racional a la negación.

Con todo, ante el martirio Heracleón expresa una actitud totalmente distinta de la de sus contemporáneos ortodoxos. No expresa ni un ápice de su entusiasmo por el martirio, ni de sus alabanzas a la «victoria gloriosa» que se obtiene por medio de la muerte. Sobre todo, nunca sugiere que el sufrimiento de los creyentes imite el de Cristo. Porque si sólo el elemento humano que había en Cristo experimentó la pasión, ello da a entender que también el creyente sufre únicamente en el nivel humano mientras que el espíritu divino de dentro trasciende al sufrimiento y a la muerte. Al parecer, los valentinianos consideraban que el «testimonio de sangre» del mártir ocupaba un lugar secundario respecto del testimonio gnóstico y superior de Cristo, punto de vista que bien pudo haber provocado la ira de Ireneo al ver que estos gnósticos «muestran desprecio» por los mártires y quitan valor a lo que él considera el «sacrificio último».

Aunque reconoce que los gnósticos tratan de elevar el nivel de comprensión teológica, Ireneo declara que «no pueden realizar una reforma lo bastante efectiva como para compensar el daño que hacen».[452] Desde tal punto de vista, todos los argumentos que podían utilizar los cristianos para evitar el martirio perjudicaban la solidaridad de la comunidad cristiana en su conjunto. En vez de identificarse con los que estaban encerrados en la cárcel, haciendo frente a la tortura o a la ejecución, los cristianos gnósticos podían retirar su apoyo a aquéllos a quienes consideran fanáticos demasiado entusiastas y poco ilustrados. Dice Ireneo que semejantes acciones sirven para «cortar en pedazos el glorioso cuerpo de Cristo [la iglesia] y… destruirlo».[453] La preservación de la unidad exige que todos los cristianos confiesen a Cristo «perseguido bajo Poncio Pilato, crucificado, muerto y sepultado», afirmando implícitamente la necesidad del «testimonio de sangre» que imita su pasión.

¿Por qué prevaleció el concepto ortodoxo del martirio y de la muerte de Cristo como modelo del mismo? Sugiero que la persecución dio ímpetu a la formación de la estructura organizada de la iglesia a finales del siglo II. Para enmarcar la cuestión en un contexto contemporáneo, considérese qué recurso les queda a los disidentes que se enfrentan a un sistema político masivo y poderoso: intentan dar publicidad a los casos de violencia e injusticia para granjearse el apoyo del público a escala mundial. La tortura y ejecución de un reducido número de personas conocidas sólo por sus parientes y amigos no tarda en caer en el olvido, pero los casos de los disidentes que son científicos, escritores, judíos o misioneros cristianos pueden despertar la preocupación de una comunidad internacional formada por aquéllos que se identifican con las víctimas por su afiliación profesional o religiosa.

Existe, desde luego, una diferencia importante entre la táctica antigua y la moderna. Hoy día el propósito de este tipo de publicidad consiste en generar presiones y conseguir la liberación de aquéllos que padecen torturas o cárcel. Los apologistas, al igual que Justino, se dirigieron a las autoridades romanas para protestar por el trato injusto que se daba a los cristianos y para exigir que se pusiera fin al mismo. Pero los cristianos escribieron la historia de los mártires con otra intención y con vistas a un público distinto. Escribieron exclusivamente a otras iglesias cristianas, no con la esperanza de poner fin a la persecución, sino para advertirlas del peligro común, para alentarlas a emular la «gloriosa victoria» de los mártires y a consolidar las comunidades tanto internamente como en relación unas con otras. Así pues, en los siglos II y III, cuando la violencia romana amenazaba a los grupos cristianos de las provincias remotas del imperio, estos hechos eran comunicados a los cristianos esparcidos por todo el mundo conocido. Ignacio, condenado a morir en la arena romana, se dedicó, durante su último viaje, a escribir a numerosas iglesias provinciales para contarles su propia situación e instarlas a apoyar a la iglesia católica («universal») organizada en tomo a los obispos. Les advirtió, sobre todo, que evitasen a los herejes que se desvían de la autoridad de los obispos y de las doctrinas ortodoxas sobre la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Sus cartas a los cristianos de Roma, a quienes jamás había visto, son testimonio de la eficacia de tal comunicación: Ignacio tenía confianza en que intervendrían para evitar su ejecución si él les permitía hacerlo. Más tarde, cuando en junio de 177 fueron arrestados unos cincuenta cristianos de Lyon y Vienne, los detenidos escribieron inmediatamente a «nuestros hermanos de Asia y Frigia que tienen la misma fe», describiéndoles sus sufrimientos, y enviaron a Ireneo a informar la iglesia establecida en Roma.

Empujados por el peligro común, los miembros de los grupos cristianos desparramados por todo el mundo intercambiaron cartas en número creciente y viajaron de una iglesia a otra. Las crónicas de los mártires, que a menudo eran sacadas de las actas de sus juicios y de los testigos presenciales, circulaban entre las iglesias de Asia, África, Roma, Grecia, la Galia y Egipto. Por medio de tales comunicaciones los miembros de las iglesias primitivas y diversificadas cobraron conciencia de que las diferencias regionales eran obstáculos para su pretensión de participar en una sola iglesia católica. Como ya dije, Ireneo insistió en que todas las iglesias del mundo debían estar de acuerdo en la totalidad de los puntos de doctrina vitales, pero hasta él se escandalizó cuando Víctor, el obispo de Roma, intentó que las iglesias regionales avanzaran hada una mayor uniformidad. En 190 Víctor exigió que los cristianos del Asia Menor abandonasen su práctica tradicional de celebrar la Pascua al mismo tiempo que los hebreos y que, en vez de ello, adoptaran la costumbre romana; o, en caso contrario, que renunciaran a su pretensión de ser «cristianos católicos». Al mismo tiempo, la iglesia romana estaba recopilando la lista definitiva de libros que a la larga aceptarían todas las iglesias cristianas. Unos órdenes cada vez más estratificados de jerarquía institucional consolidaron las comunidades internamente y regularizaron la comunicación con lo que Ireneo denominaba «la iglesia católica dispersa por todo el mundo, incluso hasta los confines de la tierra»: una red de grupos que cada vez eran más uniformes en lo que se refiere a la doctrina, el ritual, el canon y la estructura política.

Entre los de fuera, las noticias sobre la brutalidad mostrada hada los cristianos despertaban sentimientos contradictorios. Hasta el arrogante Tácito, al describir cómo Nerón se mofaba de los cristianos y los hada torturar hasta la muerte, se siente movido a añadir: «Incluso para los criminales que merecen un castigo extremo y ejemplar surgió un sentimiento de compasión; pues no era, tal como parecía, por el bien común, sino para saciar la crueldad de un hombre, que se les estaba destruyendo».[454]

Tras la matanza ocurrida en la arena, algunos de los ciudadanos de Lyon quisieron mutilar los cadáveres; otros se burlaron de los mártires y los tacharon de necios, mientras que otros, «que parecían hacer extensivo cierto grado de compasión», se preguntaron qué inspiraba su valentía: «¿Qué ventaja les ha dado su religión, a la que prefirieron a su propia vida?».[455] Sin duda las persecuciones aterrorizaron a muchos y les indujeron a evitar el contacto con los cristianos, pero tanto Justino como Tertuliano dicen que el espectáculo de los mártires despertó la maravilla y la admiración que les indujeron a investigar el movimiento y luego a ingresar en él. Y ambos atestiguan que lo mismo les ocurrió a muchos otros. (Tal como comentó Justino: «Cuanto más suceden estas cosas, más son los otros que, en gran número, se hacen creyentes».)[456] Tertuliano escribe desafiando a Escápula, el procónsul de Cartago: «Tu crueldad es nuestra gloria… Todos los que presencian la noble paciencia de [los mártires] se sienten asaltados por las dudas, inflamados por el deseo de examinar la situación… y en cuanto conocen la verdad inmediatamente se alistan como discípulos».[457] Se jacta ante el fiscal romano de que «cuanto más a menudo somos segados por vosotros, más crece nuestro número: ¡la sangre de los cristianos es semilla!».[458] Aquéllos que seguían el consenso ortodoxo en la doctrina y la política eclesiástica pertenecían también a la iglesia que —confesando al Cristo crucificado— se hacía conspicua por sus mártires. Grupos de cristianos gnósticos, por otro lado, se dispersaban y perdían: aquéllos que se resistían al conformismo doctrinal, que ponían en entredicho el valor del «testimonio de sangre» y que a menudo no querían someterse a la autoridad episcopal.

Finalmente, en su retrato de la vida y pasión de Cristo, las enseñanzas ortodoxas brindaban un medio de interpretar elementos fundamentales de la experiencia humana. Rechazando la opinión gnóstica de que Jesús era un ser espiritual, los ortodoxos insistían en que, al igual que el resto de la humanidad, Jesús nació, vivió en el seno de una familia, sintió hambre y cansancio, comió y bebió vino, sufrió y murió. Llegaban incluso hasta el extremo de insistir en que resucitó corporalmente de entre los muertos. Una vez más, como hemos visto, la tradición ortodoxa afirma implícitamente la experiencia corporal como hecho central de la vida humana. Lo que uno hace físicamente —uno come y bebe, tiene vida sexual o se abstiene de ella, salva su vida o la entrega— es elemento vital del desarrollo religioso de uno. Pero aquellos gnósticos que consideraban la parte esencial de cada persona como el «espíritu interior» desdeñaban esta experiencia física, placentera o dolorosa, por considerarla una distracción de la realidad espiritual, o incluso una ilusión. No es de extrañar, pues, que con el retrato ortodoxo se identificase mucha más gente que con el «espíritu sin cuerpo» de la tradición gnóstica. No sólo los mártires, sino todos los cristianos que han sufrido durante 2000 años, que han temido a la muerte y le han hecho frente, han visto cómo la historia del Jesús humano daba validez a su experiencia.