CUANDO DESCUBRÍ QUE YA NO CREÍA en todo lo que se supone que los cristianos han de creer, me pregunté a mí misma: ¿por qué no me limito a abandonar el cristianismo —y la religión—, como tantos otros han hecho? Sin embargo, a veces encontraba en las iglesias y en otros lugares —en la presencia de un venerable monje budista, en el canto de un chantre que celebraba un bar mitzvah y en las excursiones a pie a las montañas— algo irresistible, poderoso, incluso aterrador que no podía ignorar, y había llegado a ver que, más allá de las creencias, el cristianismo conlleva la práctica religiosa… y unos caminos hacia la transformación.
El año pasado, en la víspera de Navidad acudí al servicio de medianoche con mi hija de dieciséis años, Sarah, que, cuando era una niña muy pequeña y la llevaba conmigo a la iglesia Heavenly Rest de Nueva York, alzaba la cabeza para escuchar atentamente los cantos que descendían en cascada desde el coro. Cuando tenía ocho años entró a formar parte de un coro en Trinity, una iglesia protestante de Princeton, porque, según decía, «la música me anima el corazón». Luego, ocho años más tarde, después de haber caminado en el frío, nos abrimos paso lentamente entre la multitud que llenaba la iglesia y encontramos un lugar para sentarnos juntas en las escaleras de piedra situadas detrás del facistol, justo donde estaba el coro. Se trataba de una celebración que me gustaba mucho cuando era niña y que había vuelto a gustarme siendo ya adulta, especialmente desde el nacimiento de nuestro primer hijo, Mark, y posteriormente los de Sarah y David. Sin embargo, desde la muerte de Mark me había resultado difícil participar en ella.
Pero el año pasado, inesperadamente, me encontré a mí misma cantando apasionadamente los cantos navideños y escuchando con atención los relatos sobre el niño que había nacido en Belén y sobre los ángeles que surgían de la oscuridad para anunciar aquel milagroso nacimiento, unos relatos que la mayoría de los expertos del Nuevo Testamento, conscientes de que tenemos poca o ninguna información histórica sobre el nacimiento de Jesús, consideran como una mezcla de leyendas y midrash, es decir, narraciones que se basan en las historias israelitas sobre el nacimiento milagroso de Isaac, del profeta Samuel, y sobre el rescate del pequeño Moisés. Aquella noche, mis propios recuerdos en relación con estos relatos parecían estar inmersos en la alegría y la solemnidad de la ceremonia religiosa, entrelazados con los indicios de la muerte inminente de Jesús, así como con la promesa de su presencia radiante continua. Atenta a los sonidos y al silencio, al resplandor de las velas y a la oscuridad, sentí que la ceremonia nos arrastraba y rompía sobre todos nosotros con la fuerza del mar. Cuando esta tempestad se calmó, dejé de aferrarme a momentos concretos del pasado y me sentí flotar sobre oleadas de amor y gratitud que me llevaban hacia Sarah, hacia toda la comunidad reunida allí, en casa, o en todas partes, los muertos y los vivos. Por un instante, este pensamiento me dejó anonadada: podía ser que nos hubiéramos inventado todo esto a partir de lo que había sucedido en nuestras propias vidas, pero, por supuesto, no necesitábamos hacerlo, ya que me di cuenta al momento de que otras personas, innumerables, lo habían hecho ya y habían entretejido las historias de una cantidad incalculable de vidas humanas en aquellos relatos y aquella música, en las interpretaciones y las visiones relativas al nacimiento de Jesús. Así, estas ceremonias han ido perfilándose a través de todas las generaciones que las han formado y reformado, y seguirán evolucionando a través de todas las que continúen haciéndolo, del mismo modo que el encuentro con la tradición puede formarnos y reformarnos a nosotros mismos.
Sin embargo, muchos cristianos de hoy en día podrían formular las mismas preguntas que san Ireneo planteó: si el conocimiento espiritual puede surgir a partir de la experiencia humana, ¿no significa esto que no es sino una invención del ser humano, y por consiguiente un conocimiento falso? Según san Ireneo es una herejía aceptar que la experiencia humana sea análoga a la realidad divina y deducir de esto que cada uno de nosotros, examinando nuestra propia experiencia, pueda descubrir en ella indicios de la verdad con respecto a Dios. En este sentido, dice san Ireneo que cuando Valentín y sus discípulos abrieron el evangelio de san Juan y quisieron comprender el significado del término palabra [o Verbo], se limitaron a reflexionar sobre el modo en que el término palabra funciona en el marco de la experiencia humana.[424] Esto significa, según san Ireneo, que confundieron sus propias proyecciones con la teología, de tal manera que encontraron en las Escrituras sólo lo que ellos mismos habían inventado, «intentando cada uno de ellos dar validez a su propia experiencia».[425] Sin embargo, el propio san Ireneo creía que, por el contrario, cualquier cosa que podamos decir sobre nuestra propia experiencia no tiene relación alguna con Dios:
Lo que sucede es que amontonando con cierta plausibilidad todas las emociones humanas, todos los ejercicios mentales, y la formación de intenciones y todas las palabras que puedan decir, han mentido contra Dios sin plausibilidad alguna, porque adscriben a la palabra divina las cosas que les suceden a los seres humanos y todo lo que ellos consideran como un conocimiento adquirido a través de la experiencia.[426]
Si estos herejes hubieran estado en lo cierto, continúa diciendo san Ireneo, no habríamos tenido necesidad de revelación alguna; «la venida del Señor parecería innecesaria e inútil si, de hecho, hubiera venido con la intención de tolerar y preservar las ideas que tiene cada persona con respecto a Dios».
La objeción que planteaba san Ireneo era el rechazo, por parte de aquéllos a los que él llamaba herejes, a reconocer que Jesús era absolutamente único y, en consecuencia, su tendencia a situarlo junto a nosotros mismos en el lado humano de la ecuación. San Ireneo proclamaba justo lo contrario: que Dios —y Jesucristo, que es la manifestación de Dios en la tierra— transciende completamente los modos humanos de pensamiento y experiencia. Contra aquéllos que ponían el énfasis en nuestra afinidad con Jesucristo, san Ireneo argumentaba que la transcendencia de Jesús lo sitúa aparte del resto de la humanidad:
He demostrado a partir de las Escrituras que ninguno de los hijos de Adán recibe por derecho propio el nombre de «Dios» o el apelativo de «Señor». Aunque Él es él mismo y está, por derecho propio,… más allá de todos los hombres que hayan existido jamás, todos los profetas, los apóstoles y el propio Espíritu Santo lo proclaman Dios y Señor, y Rey Eterno, y el Unigénito, y el Logos encarnado, [y] puede ser visto por todos aquéllos que hayan alcanzado al menos una pizca de verdad.[427]
Además, añade san Ireneo, «aquéllos que afirman que [Jesús] era meramente un ser humano, engendrado por José» son unos ingratos con el «Verbo de Dios, que se hizo carne [Juan 1:14] para ellos».[428] No sólo el nacimiento de Jesús —su «generación espiritual a partir de Dios»— fue completamente diferente de cualquier nacimiento humano ordinario, sino que su muerte también fue diferente de la de cualquiera de nosotros, porque del mismo modo que nació milagrosamente de una virgen, también fue el único, entre todos los miembros de la especie humana, que después de morir resucitó, regresando en carne y hueso de la muerte: «resucitó en la sustancia de la carne y mostró a sus discípulos la señal de los clavos y la herida de su costado».[429]
No obstante, san Ireneo tuvo que responder a una pregunta que, al parecer, muchos —tanto judíos como «herejes»— le formulaban: ¿Qué tiene de malo ver a Jesús como si fuera simplemente «uno de nosotros»? ¿No hemos sido todos creados —tanto nosotros como él— a imagen de Dios? San Ireneo estaba de acuerdo con estos planteamientos, pero añadía que la afinidad original entre Dios y nosotros quedó borrada cuando la especie humana sucumbió ante el poder del mal. Lo explicaba de la siguiente manera: «Aunque por naturaleza pertenecemos a Dios todopoderoso», el diablo, al que san Ireneo llama «la apóstasis», capturó a la especie humana y vino para dominarla y para «alienarnos [o separarnos de Dios], actuando en contra de la naturaleza, y así nos hizo suyos».[430] De esta manera, habíamos llegado todos a estar en una situación desesperada y habríamos sido totalmente destruidos si el divino Verbo no hubiera descendido del cielo para salvarnos, porque «de ningún otro modo podríamos haber aprendido lo que hay que saber sobre Dios, si nuestro Maestro, siendo él el Verbo, no se hubiera hecho hombre»[431] y no hubiera derramado su sangre para redimirnos del maligno.
Así pues, ¿cómo podía san Ireneo salvaguardar su mensaje evangélico esencial, del cual creía que dependía la salvación? Como ya hemos visto, cuando san Ireneo se enfrentó al desafío de muchos maestros espirituales, actuó de manera decisiva, exigiendo que los creyentes destruyeran todos aquellos «innumerables textos secretos e ilegítimos»[432] que sus contrarios invocaban siempre, y declarando que, de todas las versiones del «evangelio» que circulaban entre los cristianos, sólo cuatro eran auténticas. Al dar aquellos dos pasos trascendentales —que tuvieron a la larga una enorme influencia—, san Ireneo se convirtió en el arquitecto principal de lo que los cristianos de generaciones posteriores llamaron el canon del Nuevo Testamento. La palabra canon era un término utilizado por los carpinteros —para designar una cuerda con un peso atado a ella, que servía para comprobar que una pared estaba recta— y que significa «pauta» o «directriz».[433]
Sin embargo, san Ireneo nunca utilizó la palabra canon tal como la aplicamos actualmente para referirse al conjunto de textos que él llamó los «cuatro evangelios concertados» ni para nombrar ninguna otra lista de textos, ya que sabía que hacer tales listas no servía de nada cuando se trataba de prevenir la herejía. Después de todo, Valentín y sus seguidores se inspiraban a menudo en las mismas fuentes que la mayoría de los cristianos reverenciaba en común, incluidos el Génesis, las epístolas de san Pablo y los evangelios de san Mateo y san Lucas. Por eso, san Ireneo estaba decidido a establecer un «canon» aún más estricto: sería una pauta para la comprensión de cualquier texto o sermón; y cualquier evangelio, fuera el que fuese.
Dado que tanto san Ireneo como sus adversarios comenzaban con el «canon de la fe recibido en el bautismo»,[434] ¿cómo podía san Ireneo asegurarse de que todos los creyentes lo entendieran con el significado que él creía que tenía, que Jesús es la encarnación de Dios? Para conseguirlo, san Ireneo se declaró dispuesto a demostrar que los herejes estaban equivocados, utilizando el evangelio favorito de estos herejes contra ellos mismos. Intentó establecer lo que llamó el «canon de la verdad» y crear a partir de su propia lectura del evangelio de san Juan —reformulando la doctrina bautismal en un lenguaje que tomó de este evangelio— un lenguaje que sus sucesores remodelarían para escribir el credo de Nicea y los credos que siguieron a éste. Pero ¿cómo se consiguió que la doctrina de san Juan —según la cual Jesús es el Verbo divino en forma humana— se convirtiera en aquello que san Ireneo deseaba: la auténtica piedra de toque de la ortodoxia?
Esta pregunta sería más fácil de responder si el significado del evangelio de san Juan fuera obvio. Pero ya hemos visto lo discutible que resultó entre sus primeros lectores: san Ireneo se queja de que los discípulos de Valentín estaban «siempre citando el evangelio de san Juan»,[435] mientras, sorprendentemente, algunos eminentes «padres de la iglesia», incluidos tres de los venerados mentores de san Ireneo, no parecían citarlo con frecuencia.[436] Probablemente san Ireneo era consciente de la posibilidad de que su propio maestro, el obispo san Policarpo de Esmirna, no conociese el evangelio de san Juan; en cualquier caso, por lo que sabemos, optó por no mencionarlo. Tampoco mencionó el evangelio de san Juan otro mártir que san Ireneo veneraba: san Ignacio, obispo de la cercana Antioquía,[437] y lo mismo se puede decir de san Justino, filósofo cristiano que enseñó en Roma, cuyas obras también admiraba san Ireneo. San Justino sí menciona que cierto número de cristianos, incluidos algunos de los que se oponían al movimiento de la «nueva profecía», rechazaba el evangelio de san Juan. Quizás supiera este filósofo que el maestro romano Gayo había calificado de herético[438] el evangelio de san Juan y decía que en realidad no lo había escrito el discípulo de Jesús, sino el peor enemigo de san Juan, el hereje Cerinto.[439] No obstante, san Ireneo no fue el primero que introdujo este evangelio en los círculos de los cristianos «eclesiásticos»; algunos años antes, otro discípulo de san Justino, el sirio Taciano, lo había incluido junto con otros, como el de san Mateo y el de san Lucas, cuando reescribió estos textos y otras fuentes en su propio «evangelio» combinado;[440] la gran cantidad de fragmentos de aquella larga versión de Taciano que han sobrevivido demuestra que esta obra tuvo gran número de lectores.[441] El propio san Ireneo considera el evangelio de san Juan como parte de la tradición que recibió de su comunidad de origen en Asia Menor; pero aunque defendió este evangelio e insistió una y otra vez en la idea tradicional de que «Juan, el discípulo del Señor»,[442] lo escribió cuando vivía en Éfeso, tuvo que estar enterado de que muchos cristianos lo encontraban problemático e incluso sospechoso.
¿Por qué entonces unió san Ireneo el evangelio de san Juan a los tres que tenían una aceptación mucho más amplia —es decir los de san Mateo, san Marcos y san Lucas— y declaró que era un elemento indispensable dentro del conjunto de los cuatro evangelios conformados?[443] Y, ¿por qué no situó el evangelio de san Juan como el cuarto evangelio, tal como hicieron los cristianos posteriormente, sino como el primero de todos los pilares del «evangelio de la Iglesia»? San Ireneo dice que este evangelio merece una posición destacada porque san Juan —y sólo san Juan— proclama el origen divino de Cristo, es decir, la característica de
haber sido engendrado de manera original, poderosa y gloriosa por el Padre, afirmando que «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios [Juan 1:1-2]». Y, asimismo, «todo se hizo mediante él, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho [Juan 1:3]».[444]
San Ireneo nos dice que Ptolomeo, discípulo de Valentín, al leer estas palabras tuvo la visión de Dios, el Verbo y finalmente Jesucristo como, por decirlo así, olas de energía divina fluyendo hacia abajo desde lo alto; en consecuencia, sugiere que la infinita Fuente divina que está en lo alto se revela a sí misma en forma reducida en el Verbo divino, que a su vez se revela a sí mismo en la forma aún más limitada que es el Jesús humano.[445] Sin embargo, san Ireneo afirma que esta interpretación omite lo que vimos en el capítulo II como la convicción fundamental que san Juan quiere transmitirnos: que Jesús encarna el Verbo divino que viene de Dios y, por lo tanto, es en la tierra «Señor y Dios» para aquéllos que le reconocen. En consecuencia san Ireneo impugna la interpretación que hacía Ptolomeo del prólogo de san Juan y argumentaba en contra diciendo que «Dios Padre» es equivalente al Verbo, y el Verbo es equivalente a «Jesucristo». Afirma categóricamente que lo que san Juan quiere decir es que existe
un sólo Dios todopoderoso y un único Jesús, el Cristo, «mediante el cual se hizo todo» [Juan 1:3]; dice que es el mismo único «Hijo de Dios» [1:14]; el mismo único «Unigénito» [1:14, 18]; el mismo único «Hacedor de todas las cosas»; la misma única «luz verdadera que alumbra a todo hombre» [1:9]; el mismo único creador de «todas las cosas» [1:3]; el mismo único que «vino a lo suyo» [1:11]; el mismo único que «se hizo carne y habitó entre nosotros» [1:14].[446]
Lo que los sucesores de san Ireneo dedujeron de todo esto fue una especie de ecuación sencilla y casi matemática, en la cual Dios = Verbo = Jesucristo.[447] El hecho de que actualmente muchos cristianos consideren que alguna de las versiones de esta ecuación constituye la esencia de la fe cristiana es un logro excepcional cuyo mérito hay que reconocer a san Ireneo: todo un éxito. La intención de san Ireneo no es otra que poner el énfasis en este aspecto, cuando dice repetidamente que el propio Jesucristo pone de manifiesto al «Dios único todopoderoso» que es el «Hacedor del universo». Debido a que la enérgica interpretación de san Ireneo fue la que llegó prácticamente a definir la ortodoxia, los que lean hoy en día el evangelio de san Juan en cualquier idioma, salvo en la versión griega original, se encontrarán con que las traducciones hacen que la conclusión de san Ireneo parezca obvia: es decir, aquel hombre que «habitó entre nosotros» era la encarnación de Dios (para la discusión del original griego, véase la nota final).[448]
Éste es pues el «canon de la verdad», en una reformulación realizada por san Ireneo con un lenguaje que tomó prestado del prólogo del evangelio de san Juan: que «existe un Dios todopoderoso, que creó todas las cosas mediante su palabra [el Verbo]… En este sentido dicen las Escrituras que “todo se hizo mediante él, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho” [Juan 1:3]».[449] En vez de plantear una visión de Dios situándolo en unas alturas lejanas con respecto a este mundo, especialmente lejos de sus deficiencias y sufrimientos, san Ireneo declara que Dios se manifiesta en y mediante este mundo, llegando incluso a decidir habitar en él, en forma de Jesucristo, el «Verbo hecho carne».
San Ireneo afirma que este «canon de la verdad» le capacita a él —y a cualquiera que lo utilice— para leer no sólo los evangelios, sino todos los textos de las Escrituras, de la manera radical que iniciaron como pioneros algunos de sus predecesores cristianos. Allí donde las Escrituras judías mencionan la palabra de Dios, e incluso donde mencionan al propio Dios y Señor, san Ireneo decía encontrar a Jesucristo. En este sentido, san Ireneo dice que cuando Dios habló a Abraham, fue «nuestro Señor, el Verbo divino, quien hablaba»; y no sólo a Abraham, sino a todos los patriarcas y profetas:
Sin lugar a dudas,… el Hijo de Dios está inserto por todas partes en sus Escrituras; en un momento, hablando con Abraham; en otro, con Noé, indicándole las dimensiones del arca… en otro momento guía a Jacob en su viaje, y en otro habla con Moisés desde la zarza que arde.[450]
Con respecto al pasaje en el que el profeta Ezequiel vio al Señor rodeado de ángeles y adorado en los cielos, san Ireneo afirma que el Único que Ezequiel vio en el trono era Jesucristo.[451] Incluso cuando el Génesis dice que «el Señor tomó barro del suelo y formó a Adán» (Génesis 2:7), san Ireneo declara que «el Señor Dios» que creó a la especie humana en el Paraíso era «nuestro Señor Jesucristo, que “se hizo carne” (Juan 1:14] y fue crucificado».[452]
San Ireneo sabía que esta afirmación sobrepasa con mucho cualquier cosa que se diga en los evangelios de san Marcos, san Mateo y san Lucas, donde, como indica el propio san Ireneo, cada uno retrata a Jesús como un hombre que recibió un poder divino especial por ser el «ungido» de Dios. Cada uno de estos escritores evangélicos asigna a Jesús un papel evangélico —humano— algo diferente. En este sentido, san Ireneo dice que san Mateo describe a Jesús como el rey designado por Dios y hace el árbol genealógico de su familia remontándose hasta el rey David,[453] mientras san Lucas pone el énfasis en su papel de sacerdote,[454] y san Marcos lo caracteriza primordialmente como un profeta de Dios.[455] Pero cada uno de estos evangelios se cuida mucho de identificar a Jesús con Dios, y mucho más aún de identificarlo como Dios. Sin embargo, para san Ireneo, el evangelio de san Juan hace precisamente esto; como dijo más tarde Orígenes, uno de los padres de la Iglesia, sólo san Juan habla de la «divinidad» de Jesús. San Ireneo, como Orígenes, le dio a este hecho el significado de que el evangelio de san Juan no sólo es diferente, sino también «más elevado» ya que ve lo que a los otros les falta. A partir de esta convicción, san Ireneo llega aparentemente a la conclusión de que sólo uniendo el evangelio de san Juan a los otros evangelios podría la Iglesia conseguir que los evangelios estuvieran completos, formando el «evangelio cuádruple», que enseña que Jesús es Dios encarnado. Dejándose llevar por el entusiasmo, san Ireneo se identifica personalmente con el evangelista y afirma que «Juan, el discípulo del Señor» escribió este evangelio precisamente con el mismo fin que él estaba escribiendo entonces su propio libro; a saber, para desenmascarar a los «herejes», para confundir a aquéllos que difundían «falsamente la llamada gnosis», y, sobre todo, «para establecer el canon de la verdad en la Iglesia».[456]
Una vez establecido su canon de la verdad reformulado —que Dios Padre es también el Creador que «hizo todo en el universo» (Juan 1:3), el Verbo que se encarnó en Jesucristo— san Ireneo volvió a abordar la cuestión práctica: ¿quién adora a Dios correctamente, y quién no lo hace? En primer lugar, dice san Ireneo, los judíos no lo hacen, ya que se niegan a ver que «la palabra del Señor» que habló a Abraham y a Moisés no era sino Jesucristo. Dado que no reconocen «la palabra del Señor» como una manifestación de Jesucristo, san Ireneo afirma que
los judíos se han alejado de Dios, porque no han recibido su palabra, pero se imaginaron que podían conocer al Padre… sin la palabra, ignorando al Dios que habló en forma humana a Abraham y luego a Moisés.[457]
San Ireneo dice que Dios desheredó a los judíos y les privó del derecho a ser sus sacerdotes, porque éstos no habían reconocido a Jesús como «el Dios que habló en forma humana» a sus antepasados. Aunque continúen adorándole, Dios rechaza sus ofrendas como rechazó las de Caín, ya que, del mismo modo que Caín mató a Abel, los judíos «mataron al Unigénito», a Jesús, por lo que «sus manos están llenas de sangre».[458]
Por consiguiente, los judíos adoran a Dios en vano, porque éste ha transferido el sacerdocio de los judíos a aquéllos que sí reconocen su «palabra»;[459]es decir, a los apóstoles, a los que Jesús enseñó cómo ofrecer «el sacrificio de la nueva alianza», cuando les habló de ofrecer el pan al cual él llamó su cuerpo y el vino al que llamó su sangre. Desde la muerte de Jesús en la cruz, la eucaristía, que representa su sacrificio, es el pararrayos que conduce el poder de Dios hasta la tierra. La eucaristía no sólo ofrece por sí misma acceso a Dios, sino que, según dice san Ireneo, «este puro sacrificio sólo la Iglesia lo ofrece, no los judíos… y tampoco ninguna de las reuniones que organizan los herejes».[460]
Dado que san Ireneo supuso —sin duda acertadamente— que pocos judíos leerían lo que él escribía, y que serían aún menos los que rebatiesen su afirmación de que Dios rechazaba el culto judío, no dedicó mucho tiempo a argumentar a favor de la idea de que estaban excluidos. Sin embargo, sí se adelantó a las objeciones que esperaba que los miembros de su audiencia cristiana le planteasen: ¿no es la eucaristía un sacrificio sagrado cuando cualquier cristiano bautizado —o, al menos, cualquier sacerdote— lo ofrece de la manera que Jesús enseñó a sus discípulos? San Ireneo dice que no: cuando los herejes celebran la eucaristía, lo hacen en vano. Para los que aceptan el canon de la verdad de san Ireneo, lo que importa no es sólo ser cristiano, sino ser cristiano dentro de la ortodoxia, es decir, «pensar de manera recta».
En vez de hacer valer su propia autoridad para interpretar el evangelio en contra de la de sus adversarios, san Ireneo identifica su propia doctrina con la del consenso total de lo que él llama «tradición apostólica». Por consiguiente —insiste san Ireneo— los cristianos «ortodoxos» son aquéllos que apoyan el evangelio cuádruple junto con el canon de la verdad, que indica cómo hay que interpretar este evangelio, y que luego se desarrollaría para formar los grandes credos. Lo que digo no significa que san Ireneo pretendiera engañar a su audiencia. Por el contrario, es seguro que compartía la convicción que hacía que el «cristianismo ortodoxo» fuera algo tan imprescindible para él, así como para muchos otros cristianos desde entonces hasta nuestros días: que «los fieles», como fieles caporales, manejen sólo lo que ellos, a su vez, recibieron de los apóstoles, sin añadir ni retirar nada de lo que san Ireneo y otros llaman el depositum fidei, la fe que los apóstoles habían depositado, como en un banco. Invocando la autoridad del antiguo consenso de los apóstoles, pueden afirmar que lo que enseñan no es sólo la verdad inmutable, sino algo absolutamente cierto.[461]
San Ireneo advierte que la salvación eterna depende de saber distinguir qué sacerdotes de las iglesias cristianas son «auténticos» y cuáles son, según sus palabras, «herejes, cismáticos o hipócritas», y hace un llamamiento a los creyentes para que obedezcan a los primeros y huyan de estos últimos:
Por consiguiente es necesario obedecer a los sacerdotes que están dentro de la Iglesia, aquéllos que han recibido el cargo de sucesores de los apóstoles, como ya hemos explicado, y a los que se ha transmitido también el auténtico don de la verdad… pero siempre manteniendo la sospecha con respecto a aquéllos que están fuera de la línea primaria de sucesión y se reúnen en cualquier lugar, [considerándolos] como herejes con malvadas intenciones o como cismáticos henchidos de orgullo, o como hipócritas.[462]
San Ireneo sabía que los «discípulos de Valentín» no se oponían al clero. Por el contrario, lo que hacía que para san Ireneo fuera especialmente difícil desacreditarlos era la condición de sacerdotes de muchos de ellos. Sin embargo, advirtió a los creyentes que tomaran precauciones con los que afirmaban ostentar una condición sacerdotal prácticamente en igualdad de condiciones con todos los demás, pero que en realidad eran herejes que sólo «se servían a sí mismos» y no a Dios. San Ireneo decía que los creyentes debían tener cuidado de relacionarse sólo con aquellos sacerdotes que rendían culto a Dios correctamente. Esto significa no sólo que «enseñaran doctrinas ortodoxas», sino también que hablaran con «palabras bien fundadas» y tuvieran una «conducta intachable»; resumiendo, que no celebraran reuniones no autorizadas, ni pretendieran tener acceso a doctrinas secretas, ni realizaran iniciaciones especiales.
San Ireneo termina su Refutación en cinco volúmenes haciendo un llamamiento a los creyentes para que juzguen y excomulguen a los herejes. Tras recordar que la ira de Dios cae sobre los judíos «que se convirtieron en asesinos de su Señor», afirma que los cristianos verdaderamente espirituales deben condenar también a «todos los seguidores de Valentín», ya que, aunque muchos creyentes los consideraran correligionarios cristianos, en realidad estos valentinianos corrompían la fe y, como los judíos, se habían convertido en «hijos del diablo». Finalmente, plantea un contraste entre los que toman «muchos caminos desviados» y aquéllos que «pertenecen a la Iglesia», los cuales comparten
una misma fe única, observan los mismos preceptos, y… mantienen el mismo tipo de estatutos eclesiásticos… en los que se pone de manifiesto el mismo camino único de salvación en todos los lugares del mundo.[463]
Evocando de manera viva y gráfica el Juicio Final que se describe en el Apocalipsis [o Revelación] de san Juan, san Ireneo deja al lector con visiones del diablo y del anticristo, así como de sus poderes demoníacos, que son enviados todos al fuego eterno, junto con todos sus descendientes humanos, mientras la Jerusalén celestial desciende para dar la bienvenida a «los sacerdotes y los discípulos de los apóstoles» y a «los fieles».[464]Así pues, para san Ireneo y sus sucesores establecer una diferencia entre los verdaderos cristianos y aquéllos a los que llamaban herejes —y elegir el camino de la fe y las prácticas «ortodoxas»— era lo que en definitiva marcaba una diferencia entre el cielo y el infierno.
No sabemos cómo reaccionaron los miembros de la congregación de san Ireneo ante sus demandas, aunque sí sabemos el disgusto que le causó el hecho de que una gran mayoría de los cristianos aceptase la visión que los valentinianos tenían de sí mismos. San Ireneo, como obispo, se esforzaba por presentarlos como «lobos disfrazados de ovejas»[465]y los expulsaba de las iglesias, pero él mismo escribe que, simultáneamente, la mayoría de los cristianos situaba a los valentinianos entre los miembros más influyentes y adelantados de dichas iglesias. En su época, Valentín había sido ampliamente respetado como maestro por los cristianos de Roma,[466] e incluso una generación más tarde el famoso maestro egipcio Clemente de Alejandría, contemporáneo de san Ireneo, y también su brillante sucesor, Orígenes, entablaron discusiones y debatieron con prominentes discípulos de Valentín, considerándolos como maestros cristianos a su mismo nivel. Aunque Clemente y Orígenes solían criticar a menudo distintos aspectos de la teología valentiniana, también aceptaron elementos de ella para incorporarlos a su propia doctrina.[467]
Unos veinte años después de que san Ireneo escribiera sus textos, Tertuliano relató cómo reaccionaron los que eran creyentes de su misma fe en Cartago, cuando él les advirtió de que no se unieran a los grupos que él llamaba heréticos:
¿Cómo puede ser —preguntaron— que esta mujer o aquel hombre, que eran los más creyentes, los más circunspectos y los más respetados dentro de la iglesia, se hayan pasado al otro lado?[468]
Sin embargo, san Ireneo estaba convencido de que la presencia de los cristianos valentinianos era peligrosa en tanto que podían ocasionar escisiones, que minaban la predicación del evangelio y socavaban la autoridad de los dirigentes. Deseaba que abandonaran su «herejía» o, si no, fueran expulsados de las iglesias. No sabemos cómo respondieron sus contemporáneos; yo me permitiría adivinar que la mayoría de ellos fue sensible a su preocupación, por lo que tomó partido por san Ireneo y, en vez de arriesgarse a sufrir la expulsión, eligió el seguro cobijo de la comunidad eclesiástica y de lo que, según san Ireneo, era la autoridad estable del consenso «católico» de las iglesias y su clero. En cualquier caso, sabemos que cada vez más cristianos a lo largo de generaciones posteriores siguieron sus pautas, intentando muchos de ellos obligar a los que persistían en la «herejía» a adaptarse a la ortodoxia o a marcharse de las iglesias. Durante el siglo y medio siguiente, a medida que un número rápidamente creciente de conversos se incorporaba a las iglesias cristianas, a pesar de los estallidos esporádicos de persecución violenta, muchos obispos adoptaron y desarrollaron las medidas de seguridad que san Ireneo había diseñado para fortalecer lo que él había denominado el «mismo tipo de estatutos eclesiásticos». Llevaron a cabo esta adaptación y este desarrollo normalizando la educación cristiana básica y excluyendo a aquéllos que se desviaban del «único… camino hacia la salvación». Durante el siglo IV, cuando de repente la persecución cedió y dio paso a la tolerancia oficial del cristianismo bajo el imperio de Constantino, y luego a la constitución de un imperio cristiano, una coalición de obispos retomaría el orden del día establecido por san Ireneo e intentaría hacer realidad su visión de un iglesia católica —es decir, universal— ortodoxa.
Por supuesto, en vida de san Ireneo este asombroso cambio de situación quedaba a ciento cincuenta años de distancia en el futuro. Como ya hemos visto, sus adversarios valentinianos nunca habían intentado seguir su propio camino independiente, aunque muchos de ellos rechazaron las alternativas que san Ireneo les planteaba: o bien aceptaban la fe común como «una fe completa» o la rechazaban totalmente. Por el contrario, continuaron afirmando que la fe común era un primer paso hacia la verdad, pero cuestionaban no sólo lo que significaba, sino también lo que había más allá de ella. Entre ellos mismos, no sólo reconocían la diversidad, sino que la esperaban y la recibían con agrado, como hacen los filósofos en sus discusiones, como prueba de que su punto de vista es original y creativo.[469] En este sentido, Tertuliano escribió mordazmente:
Cuando piensan que «la semilla espiritual está en cada persona», cuando dan con algo nuevo, inmediatamente llaman a su audacia un don espiritual: nada de unidad, ¡sólo diversidad! Por lo tanto, vemos claramente que en su mayoría discrepan unos de otros, ya que están deseando decir sobre algunas cuestiones —incluso sinceramente—: «Esto no es así», «Creo que esto significa algo diferente», y «No acepto eso».[470]
Además, Tertuliano contaba, asombrado, que en algunos círculos filosóficos las mujeres participaban junto con los hombres: «Estas mujeres heréticas, ¡ya tienen audacia! Son lo suficientemente enérgicas como para enseñar, predicar, participar en casi todas las funciones masculinas; ¡incluso pueden bautizar a otros!»[471] Dado que apreciaban la diversidad de puntos de vista dentro de sus propios círculos, es posible que estos cristianos propugnaran menos tolerancia y generosidad con respecto a los «simples» creyentes que seguían al obispo. San Ireneo dijo en sus escritos que cuando interrogaba directamente a los valentinianos y les desafiaba, ellos permanecían en silencio o le decían que él estaba sencillamente equivocado, ya que todavía no había superado un nivel de comprensión muy simple.[472]
San Ireneo, por su parte, decía que cuando estas «personas absolutamente insensatas y estúpidas» se veían amenazadas con la excomunión, replicaban a veces diciendo que ya no creían en el Dios al que el obispo invocaba como a un juez iracundo dispuesto a enviar a los no creyentes al fuego del infierno. Además, ponían en duda su comprensión de las Escrituras. Algunos preguntaban, por ejemplo, cómo se podía adorar a un Dios que primero «endureció los corazones del faraón y de sus funcionarios»[473]y luego les castigó ahogándolos en el mar. O ¿cómo podía un Dios justo no condenar a Lot por dejar embarazadas a sus propias hijas cuando estaba borracho?[474] Como ya hemos visto, el autor del Evangelio de la verdad dice que aquéllos que llegan a conocer la bondad y la compasión infinitas que son inherentes a la «plenitud de Dios» no piensan ya en Dios con unas imágenes antropomórficas tan deficientes.
Otros, entre los que cabe citar a Heraclio, discípulo de Valentín, interpretan la disparidad entre cristianos de una manera no muy diferente de lo que el psicólogo William James llamaría «variedades de la experiencia religiosa».[475]Heraclio compara dos tipos cualitativamente diferentes de experiencia de la conversión. Dice que la gran mayoría de los cristianos apela a Dios sólo en casos de desesperación y únicamente vuelve a la fe cuando ve milagros; en consecuencia, los evangelios describen a menudo a Jesús como un artesano de milagros que cura a los enfermos, resucita a los muertos y camina sobre las aguas. Dado que estos cristianos perciben la situación del ser humano —su propia situación— como un estado invadido por el sufrimiento y amenazado por la muerte, ven a Jesús sobre todo como un sanador y un salvador. Heraclio afirma que san Juan describe las características de este tipo de conversión cuando relata cómo Jesús, durante un viaje por Galilea, se encontró con un funcionario regio que le rogó que fuera a su casa y curara a su hijo, que estaba muy gravemente enfermo. Aunque Jesús le reprendió por lo deficiente de su fe («Si no veis señales y prodigios, no creéis en modo alguno»), el funcionario volvió a sus lamentos: «Señor, baja antes de que muera mi hijo». Pero después de que Jesús le instara a tener fe («Márchate, tu hijo vive») y su hijo quedara curado, el relato termina diciendo: «y creyó él, y su familia toda».[476]
Heraclio dice que este tipo de experiencia de la conversión les resulta familiar a todos aquellos cristianos que ven a Dios de la manera en que san Juan describe a este soberano: como un amo y un padre estricto, limitado, pero bienintencionado, que ha decretado la pena de muerte para todos aquéllos de entre sus hijos que pequen y, sin embargo, los ama y se aflige cuando perecen. Pero estos cristianos también creen que, a pesar del sacrificio y muerte de Jesús en la cruz, Dios no perdona a sus propios hijos; sólo salva realmente a aquéllos que «creen».
Podríamos preguntarnos de qué otra forma puede verse a Dios, si no es como un soberano, un padre y un juez divino. ¿De qué otra manera se podría ver a Jesús, si no es como un hacedor de milagros y un salvador? ¿No es así como lo describen los evangelios? Heraclio dice que san Juan relata la historia de la «mujer en el pozo» para mostrar, en un contraste, cómo experimenta la conversión una persona dotada de la gracia. En este pasaje, san Juan relata cómo Jesús, cansado del viaje, se sienta a descansar cerca de un pozo y, al llegar una mujer samaritana que va a sacar agua, le pide que le dé de beber, ofreciéndole él a cambio «agua viva»:
Dícele la mujer: «Señor, no tienes cubo y el pozo es hondo; ¿de dónde vas a sacar esa agua viva?»… Contestándole, Jesús dijo: «Todo el que bebe de este agua vuelve a tener sed. Pero el que bebiere del agua que yo le doy, no volverá de cierto a sentir sed en la eternidad; antes bien, el agua que yo le dé se hará en él fuente de agua que salte a la vida eterna».
Dícele volviéndose a él la mujer: «Señor, dame ese agua para que no sienta sed y no tenga que venir a sacarla hasta aquí». Dícele Jesús: «Ve, llama a tu marido y vuelve acá»… Dícele Jesús: «Créeme, mujer, que vendrá un tiempo… y es ya hora, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad… Dios es espíritu, y sus adoradores deben adorarle en espíritu y verdad».[477]
Heraclio explica que para san Juan, como para el profeta Isaías, agua significa «alimento espiritual»; así pues, esta historia pone de manifiesto que la mujer es consciente de su sed espiritual y, no sabiendo cómo saciarla, ha venido a sacar agua del «pozo de Jacob», que es un símbolo de los modos tradicionales de adorar a Dios. Sin embargo, puesto que este agua la deja insatisfecha, cuando Jesús se ofrece a revelarle la fuente de agua que tiene dentro de sí misma, la samaritana capta inmediatamente lo que él dice y responde: «Dame ese agua».
Heraclio señala que la respuesta de Jesús («Ve, llama a tu marido y vuelve acá»)[478]no tiene sentido: no sólo no responde a la petición que ella ha planteado, sino que, como muestra el relato, Jesús sabe que ella no está casada. Desconcertada por estas palabras, la mujer las interpreta al principio literalmente y admite que no está casada, pero ha vivido con seis hombres. Según Heraclio, Jesús revela a la mujer que ella ha vivido de esa manera «por ignorancia de Dios y de las necesidades de su propia vida».[479]Cuando él le dice que «llame a su marido», le está indicando a la mujer que ya tiene una «pareja» en la divinidad; es decir, una relación con Dios de la cual ella no es todavía consciente. Está induciendo a la samaritana a que haga uso de unos recursos que ya le han sido dados y a que descubra su contrapartida espiritual, su «plenitud» (pleroma, en griego). Una vez que ella reconozca esta plenitud como una parte esencial de su ser, podrá celebrar la comunión con Dios como un «matrimonio» divino.
Aunque estos dos tipos de experiencia de la conversión son diferentes, no son en absoluto mutuamente excluyentes. La primera ve la salvación como una entrega desde el pecado y la muerte; la segunda muestra cómo alguien «ignorante de Dios y de [su] propia naturaleza», y atascado en una actividad destructiva, desarrolla finalmente una conciencia creciente de su relación con Dios; y de la necesidad de esta relación. Heraclio explica que quien experimenta el primer tipo de conversión puede también experimentar una conversión del segundo tipo —y con el tiempo lo hará—, que es lo que san Agustín quiere decir, dos siglos más tarde, cuando en sus escritos menciona un «conocimiento de la búsqueda de la fe».
Heraclio afirma que la mayoría de los cristianos tiende a tomar al pie de la letra las imágenes que encuentra en las Escrituras y a ver a Dios como el creador que hizo el mundo que vemos, el legislador que dio las tablas de la ley a Moisés en el Sinaí, y el padre divino que engendró a Jesús. Sin embargo, los que experimentan la presencia de Dios llegan a ver estas imágenes tradicionales como creaciones humanas. Heraclio dice que no es necesario rechazar tales imágenes, ya que proporcionan un modo esencial de referirse a una realidad divina que las palabras no pueden expresar; sin embargo, existe el riesgo de llegar a considerar que todo el lenguaje religioso —como muchos otros tipos de lenguaje— consiste en utilizar tales imágenes. Cualquiera que sea consciente de esto puede llegar a adorar a Dios, como dice Jesús, «en espíritu y verdad».[480]
Mientras san Ireneo se esforzaba por dejar claras unas convicciones básicas sobre Dios y Jesucristo mediante unos planteamientos teológicos que se convertirían en el marco de los credos del siglo IV, los cristianos valentinianos asignaban a estos planteamientos teológicos una importancia mucho menor. En vez de considerarlos como la base auténtica y esencial para el conocimiento espiritual —pero sin rechazarlos—, los vieron como un conjunto de enseñanzas elementales y pusieron el énfasis en algo que san Ireneo menciona sólo de pasada: que la idea de Dios sobrepasa en gran medida la capacidad humana de comprender.
De manera similar, el Libro secreto de san Juan [o Apócrifo de Juan] expone lo que los teólogos llaman la vía negativa, especificando qué es lo que no puede ser conocido y descartando falsas interpretaciones con respecto a Dios. No obstante, el Libro secreto de san Juan dice que los seres humanos tienen una capacidad innata para conocer a Dios, pero esa capacidad no proporciona más que algunos indicios y algunas visiones momentáneas de la realidad divina.[481] El Libro secreto de san Juan sugiere que la historia del nacimiento de Eva a partir del costado de Adán habla del despertar de esta capacidad espiritual. En vez de referirse simplemente al origen de la mujer, este relato, leído simbólicamente, explica que el «bendito de lo alto, el Padre» (o, en algunas versiones de este texto, el «Padre materno»), compadeciéndose de Adán, le envió
una intelección (epínoia) luminosa [una conciencia «creativa» o «inventiva» ] que procedía de él, la denominada Vida [Eva]. Ésta es la «auxiliadora» de toda criatura, la que sufre con él [el hombre] y lo establece en su Pleroma [su plenitud], instruyéndolo acerca de la caída de su especie, instruyéndolo sobre el camino ascendente del retorno, por el que ya había descendido.[482]
Así pues, Eva simboliza el don del conocimiento espiritual, que nos capacita para reflexionar —aunque de manera imperfecta— sobre la realidad divina. Otro libro descubierto en Nag Hammadi, Sobre el origen del mundo, dice que cuando el primer hombre y la primera mujer reconocieron su desnudez, «se percataron de que estaban desnudos respecto al conocimiento [gnosis]». Pero entonces la epínoia luminosa «se les apareció, brillando con la luz del conocimiento, y despertó su consciencia».[483]
El Libro secreto de san Juan presenta este relato para mostrar que, dentro de nuestros corazones y nuestras mentes, tenemos una capacidad latente que nos une a lo divino; no en nuestro estado mental ordinario, sino cuando despierta esta capacidad oculta. Dado que el término epínoia no tiene un equivalente exacto en inglés, en lo sucesivo lo utilizaré directamente en griego. Para hablar de los diversos estados de conciencia susceptibles de recibir la revelación, el autor del Libro secreto de san Juan invoca un enjambre de palabras relacionadas con el verbo griego noein, que significa «percibir», «pensar» o «ser consciente». El Libro secreto de san Juan explica que, aunque Dios es esencialmente incomprensible, entre los poderes que revelan la naturaleza de Dios a la humanidad figuran la pronoia (consciencia anticipadora), la ennoia (reflexión interna) y la prognosis (conocimiento previo o intuición), todas ellas personificadas en presencias femeninas, presumiblemente a causa del género de estas palabras griegas. Sin embargo, según el Libro secreto de san Juan, es sobre todo la «epínoia luminosa» la que transmite una idea auténtica. Podríamos traducir esta palabra como «imaginación», pero muchas personas entienden este término con el sentido que le dio san Ireneo, es decir, para aludir más a la fantasía que al conocimiento consciente. Pero, tal como lo entiende el Libro secreto de san Juan, la epínoia (y otros modos de conocimiento relacionados con éste) es un don ambiguo y limitado, pero indispensable. Cuando san Juan pregunta si todas las personas reciben la epínoia luminosa, el salvador responde que sí —«La potencia desciende sobre todo hombre, y sin ella nadie puede mantenerse erguido»—[484]y añade que la epínoia fortalece a aquéllos que la aman, capacitándoles para distinguir entre el bien y el mal, de tal manera que la idea moral y la potencia ética son inseparables del conocimiento espiritual: «Después de su nacimiento, el Espíritu de la vida crece y viene la fuerza que robustece aquel alma, y ya no puede extraviarse en las obras de la perversidad».[485]
El autor del Libro secreto de san Juan subraya que las ideas que esta intuición espiritual transmite no son completas ni seguras; sin embargo, la epínoia transmite indicios y visiones momentáneas, imágenes e historias, que apuntan de manera imperfecta más allá de sí mismas hacia lo que en principio no podemos comprender plenamente. Por consiguiente, el autor sabe que estas historias en concreto —las que se relatan en el Libro secreto de san Juan— no han de tomarse literalmente ni demasiado en serio, porque también ellas son meras visiones momentáneas que, como dice san Pablo, percibimos ahora sólo «en un espejo, como un enigma».[486]No obstante, aunque sean incompletas, estas visiones momentáneas son suficientes para revelar la presencia de lo divino, porque el Libro secreto de san Juan dice que, sin la intuición espiritual, los seres humanos «envejecen sin gozo alguno… y mueren… sin haber conocido al verdadero Dios».[487]
Entonces, ¿cómo es que muchas personas siguen olvidándose de la epínoia? Para responder a esta pregunta, el Libro secreto de san Juan relata una historia cuyo objetivo es mostrar que, aunque el Dios creador que se describe en el Génesis es en sí mismo sólo una imagen antropomórfica de la Fuente divina que engendró el universo, muchos confunden esta deficiente imagen con Dios. Esta historia relata cómo el propio dios-creador, no teniendo conocimiento del «bienaventurado, el Padre materno, el benefactor y misericordioso», se jactaba de ser el único Dios («Yo soy Dios y no hay otro dios fuera de mí»).[488]Resuelto a detentar el poder exclusivo, intentó controlar a sus criaturas humanas prohibiéndoles comer la fruta del árbol del conocimiento. Pero cuando Adán y Eva le desobedecieron y optaron por buscar el conocimiento de la suprema Fuente divina, se dio cuenta de que habían prestado oídos a su recurso interior, la luminosa epínoia. Tan pronto como el dios-creador supo lo que habían hecho, decidió tomar represalias; primero castigó a los dos e incluso maldijo la tierra a causa de ellos;[489] luego, intentó obligar a la mujer a someterse al hombre, diciendo: «… tu marido… te dominará»;[490]y finalmente «todos sus ángeles les expulsaron del Paraíso»,[491]castigándoles con un «amargo destino» y con tareas cotidianas que les harían olvidar la «epínoia luminosa».[492]
No obstante, esto no pasa de ser una explicación mítica. ¿Podemos encontrar alguna razón más práctica para la represión de la «epínoia luminosa»? Sospecho que el autor del Libro secreto de san Juan sabía que los cristianos que pensaban como san Ireneo se oponían a aquéllos que hablaban de un «Dios más allá de Dios», e insistían en que todos adorasen sólo al creador. Sin embargo, mientras los seguidores de Valentín respondían a menudo a estas objeciones con el silencio, el autor del Libro secreto de san Juan les devolvió el desafío con historias como ésta, destinadas a mostrar cómo —y por qué— aquellos dirigentes cristianos, en nombre del Dios al que servían, no dejaban para los cristianos espirituales otro destino que no fuera el infierno. El Libro secreto de san Juan sugiere que aquéllos que adoran a Dios sólo como creador —es decir, la mayoría de los cristianos— comparten la animosidad de este Dios contra el conocimiento espiritual y también contra los que defienden la presencia de este conocimiento dentro de la experiencia humana. La historia de la hostilidad que siente el creador con respecto a la epínoia es por consiguiente una parábola, a la vez cómica y terrible, del conflicto existente entre aquéllos que buscan la intuición espiritual y aquéllos que la reprimen.
San Ireneo, sorprendido y disgustado por tales interpretaciones del Génesis, acusa a sus adversarios de tener demasiada poca confianza en las fuentes tradicionales de la revelación y de fiarse demasiado de su propia imaginación:
¿Hasta qué alturas por encima de Dios os remontáis con vuestras imaginaciones, vosotros, individuos imprudentes y fatuos?… Dios no puede medirse con el corazón, y para la mente es incomprensible, él, que sostiene la Tierra en la palma de su mano. ¿Quién conoce la medida de su mano derecha? ¿Quién conoce su dedo? ¿Es que comprendéis su mano, la mano que mide la inmensidad? Su mano sujeta todas las cosas e ilumina los cielos, y también todo lo que está bajo los cielos, y comprueba las riendas y los corazones, y está presente en los misterios y en nuestros pensamientos secretos, y evidentemente nos alimenta y nos mantiene… Sin embargo, como si ya 1o hubieran medido e investigado minuciosamente… pretenden que más allá [de Dios] existe… otro Padre; ciertamente no respetan las cosas celestiales, como pretenden, sino que en realidad descienden a un profundo abismo de locura.[493]
Pero haría falta algo más que argumentos teológicos para que el punto de vista de san Ireneo prevaleciese en las iglesias de todo el mundo: de hecho, sería necesaria la revolución iniciada por el emperador romano Constantino. En su famosa Historia eclesiástica, Eusebio de Cesarea, un obispo de Palestina que sobrevivió a unos años de persecución durante los cuales muchos de sus amigos y hermanos cristianos murieron, escribió el relato de la intervención milagrosa que Dios realizó el 28 de octubre de 312, cuando hizo aparecer el signo de Cristo en el cielo ante los ojos del emperador pagano Constantino, consiguiendo así su devoción.[494] A continuación, Eusebio cuenta que durante los años siguientes al milagro, Constantino declaró una amnistía para los cristianos y se convirtió en su protector imperial. Sin embargo, este jefe militar dotado de un gran sentido práctico optó por reconocer sólo a aquéllos que pertenecían a lo que en su época pudo llegar a ser el grupo más grande y mejor organizado, al que llamó la «legítima y más santa Iglesia católica».[495]
Por supuesto, el reconocimiento de esta iglesia por parte de Constantino trajo consigo enormes beneficios. En el año 313 el emperador ordenó que cualquier persona que hubiera confiscado propiedades de «la iglesia católica de los cristianos en cualquier ciudad, o incluso en otros lugares», durante las persecuciones llevadas a cabo en las décadas anteriores, debía restituirlas inmediatamente a «aquellas mismas iglesias»[496]y ofrecer compensaciones por los daños que pudieran haberse causado. Eusebio de Cesarea se maravillaba de que en aquella asombrosa nueva era «los obispos recibieran constantemente incluso cartas personales del emperador, además de honores y donaciones de dinero».[497]En su historia, Eusebio incluye una carta que Constantino había escrito aquel mismo año al procónsul de África para decirle que iba a declarar a los miembros del clero exentos de las obligaciones financieras que afectaban a los ciudadanos ordinarios; sin embargo, dado que sabía que las iglesias africanas se encontraban divididas en facciones rivales, el emperador especificaba que estos privilegios serían sólo para aquéllos que él llamaba «ministros de la legítima y más santa religión católica».[498]El emperador ofreció también una rebaja fiscal y, posteriormente, exenciones de impuestos al clero que cumpliera los requisitos exigidos; mientras, por otra parte, amenazaba con aumentar los impuestos de cualquiera que fuese culpable de fundar iglesias «heréticas». Unos diez años más tarde, al parecer respondiendo a lo que él consideraba abusos de estos privilegios, escribió una nueva orden para especificar que
los privilegios que han sido otorgados en consideración a la religión deben beneficiar sólo a los adeptos de la fe católica [o «ley»]. Es nuestra voluntad, además, que los herejes y los cismáticos no sólo estén excluidos de estos privilegios, sino que estén obligados y sujetos a la prestación de diversos servicios públicos obligatorios.[499]
Además de asignar dinero para reparar las iglesias afectadas por daños, Constantino ordenó que se construyeran otras nuevas, entre las que se incluye, según la tradición, una magnífica iglesia de san Pedro en la colina romana del Vaticano[500] y también la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. En el año 324 Constantino escribió a los obispos orientales, apremiándoles para que «pidieran sin vacilaciones [al tesoro imperial] todo aquello [fondos] que consideraran necesario».[501] Les aseguró haber ordenado ya a su ministro de finanzas que les diera cualquier cosa que pidieran para construir nuevas iglesias y para dotarlas del esplendor adecuado para honrar al Dios del universo. Constantino también delegó en varios obispos la distribución de la provisión de grano imperial y de otras ayudas imprescindibles para mantener a los necesitados, de tal forma que pudieran cumplir las indicaciones de Jesús relativas al cuidado de los enfermos, los necesitados y los desvalidos, así como de aquéllos que habían sufrido torturas, prisión o exilio durante los años de las persecuciones.[502] Además, al tiempo que transformó el estatus de los cristianos, la revolución de Constantino cambió también el de los judíos. Como dice Timothy Barnes, uno de los más destacados entre los historiadores contemporáneos que estudian estos acontecimientos, «Constantino convirtió los prejuicios cristianos contra los judíos en discapacidades legales para éstos».[503]Prohibió a los judíos la entrada en Jerusalén, excepto un día al año para que fueran a lamentarse por haber perdido esta ciudad y les ordenó que no intentaran hacer conversos al judaísmo ni los aceptaran. Además, Constantino «decretó que cualquier judío que intentara evitar por la fuerza una conversión del judaísmo al cristianismo debía ser quemado vivo».[504]
Para reforzar su propia alianza con los jefes de la Iglesia y para unificar los grupos cristianos escindidos, formando así una estructura armoniosa, Constantino ordenó a los obispos de las iglesias de todo el imperio que se reunieran a sus expensas en Nicea, una ciudad-isla cercana a un gran lago, para desarrollar una formulación estándar de la fe cristiana. De esta reunión y de sus repercusiones durante las décadas tumultuosas que siguieron a este acontecimiento surgió el credo de Nicea, que clarificaría y elaboraría de manera efectiva el «canon de la verdad», junto con lo que actualmente denominamos canon: la lista de los veintisiete textos que configuran el Nuevo Testamento. Todo ello contribuiría a establecer lo que san Ireneo había previsto: una comunión mundial de cristianos «ortodoxos» unidos en una iglesia «católica y apostólica».
La historia del modo en que se produjo todo esto es demasiado compleja para poder relatarla aquí. Incluso he dudado sobre la conveniencia de mencionar los acontecimientos extraordinarios del siglo IV, ya que ningún breve esbozo puede describirlos adecuadamente; sin embargo, he incluido una breve explicación, porque sin duda dichos acontecimientos están ligados a la historia que hemos estado examinando hasta ahora. Afortunadamente hay varios historiadores destacados cuyos escritos relativos a este período de la historia están a disposición de cualquier lector que tenga interés por conocerlos.[505] Para el objetivo que aquí nos planteamos, incluso el más breve resumen pondría de manifiesto cómo Constantino, durante las décadas de transición posteriores al año 312, sometió al imperio romano a una reestructuración generalizada e introdujo cambios en lo que hasta entonces habían sido los pilares del poder imperial. Lo que hizo —y lo hizo gradualmente con el fin de minimizar la oposición de algunos senadores poderosos— fue abandonar la devoción a los guardianes tradicionales de su bienestar, los dioses de Roma, transfiriéndola al dios extranjero adorado por aquéllos a quienes sus predecesores habían perseguido por considerarlos ateos.[506] Fue en esta época crítica cuando Constantino convocó el concilio internacional de obispos que tendría lugar en Nicea, «por la excelente temperatura del aire»[507]de esta ciudad, durante los primeros días de junio del año 325. El propio emperador asistió al concilio y participó en él, afirmando ante los invitados a una de las generosas cenas oficiales que él creía que Dios le había nombrado «obispo [la palabra griega significa «supervisor»] de aquéllos que se encontraban fuera de la Iglesia».[508]Aunque en el pasado muchos historiadores han supuesto que Constantino dirigió todos los debates —e incluso dictó las actas— de aquel concilio, posteriores investigaciones históricas más minuciosas han demostrado que no sólo permitió, sino que quiso que los propios obispos arbitraran las discusiones y forjaran un consenso básico entre las partes enfrentadas. Cuando se dirigió a los representantes reunidos en Nicea, fue para urgirles a resolver sus diferencias «con el fin de que las animosidades privadas no interfirieran con los asuntos de Dios».[509]
Uno de los conflictos que él esperaba ver resuelto llevaba años causando problemas a todas las iglesias del imperio. Cuando los grupos cristianos rivales empezaron a competir entre sí para conseguir tener ascendiente en aquel mundo que había cambiado, la cuestión dejó de ser si la «iglesia católica» prevalecería contra «herejes y cismáticos», para convertirse en la pugna por ver quién conseguiría encarnar aquella iglesia católica. En Egipto, un grupo de obispos encabezados por san Alejandro, patriarca de Alejandría, y posteriormente por su sucesor, san Atanasio, asumió y difundió el plan de actuación de san Ireneo. Fue él, de hecho, quien interpretó y actualizó para sus contemporáneos el lado «ortodoxo» de la controversia iniciada anteriormente en los evangelios de santo Tomás y san Juan. Atanasio, un joven apasionado, combativo y resuelto que trabajaba como secretario del patriarca, tenía alrededor de dieciocho años cuando san Alejandro lo implicó en un conflicto —algunos dirían que él lo desencadenó— que pronto dividiría a las iglesias desde Egipto hasta Asia Menor, Siria y Palestina. Alrededor del año 318 Alejandro oyó que un miembro de su clero de Alejandría, un conocido sacerdote libio llamado Arrio, estaba predicando que el Verbo de Dios, aun siendo divino, no lo era del mismo modo que Dios Padre. Poco después Alejandro convocaba un concilio de los obispos egipcios para declarar heréticas las ideas de Arrio y excomulgar a este sacerdote, y al mismo tiempo a todos los sacerdotes y obispos que se habían puesto de su parte, excluyéndolos de la iglesia de Alejandría.
Esta medida desencadenó una nueva controversia. Al saber que Arrio había sido expulsado, algunos obispos de Siria, Palestina y Asia Menor convocaron sus propios concilios, varios de los cuales declararon que la doctrina de Arrio no sólo era fiel a la tradición católica, sino además totalmente ortodoxa. Aunque muchos obispos instaron a san Alejandro a que volviera a aceptar a Arrio en su iglesia, el patriarca de Alejandría fue inflexible en su negativa. Cuando san Alejandro y san Atanasio recibieron el llamamiento de Constantino para acudir a Nicea a formular un credo para la iglesia «universal», ambos fueron decididos a asegurarse de que las frases teológicas cuidadosamente elegidas —y vivamente rebatidas— que se formularan allí reconocieran debidamente a Cristo, al Verbo y a Dios. El resultado seguramente les dejó complacidos: la fórmula que votó finalmente la mayoría, después de un intenso debate, proclamaba que Jesucristo era «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero»; que había sido «engendrado, no creado», es decir, según las palabras de san Juan, el hijo «unigénito» de Dios (no «creado», como si todos los seres creados por Dios, tanto los ángeles como los seres humanos, fueran iguales).[510]
La frase siguiente, que san Alejandro y sus aliados habían acordado con antelación, resultó terriblemente polémica. Para excluir la idea de Arrio, según la cual Cristo era divino pero no en el mismo sentido que Dios, insistieron en añadir que Cristo era «de la misma esencia que» Dios Padre; es decir, esencialmente no diferente de Dios Padre. Aunque la gran mayoría de los obispos «estaba preparada para aceptar casi cualquier fórmula que asegurara la armonía dentro de la Iglesia»,[511]los que se oponían a esta frase señalaron que no aparecía en las Escrituras ni en la tradición cristiana. ¿No es excepcional —preguntaron los opositores—, y contrario a los evangelios, decir que Jesucristo es esencialmente «lo mismo» que Dios Padre? Pero triunfaron los que insistían en que sí era lo mismo, y sin duda fue importante que Constantino, quizás decepcionado por la gran cantidad de tiempo que habían pasado peleándose por una frase, instara a los obispos a incluirla y terminar el debate. Dado que Constantino había aceptado la expresión, podía parecer que quien le contradijera ponía en cuestión la ortodoxia del propio emperador. En cualquier caso, todos los presentes firmaron el documento, salvo unos pocos que optaron por marcharse del concilio: el propio Arrio, junto con algunos sacerdotes y dos obispos de Libia que permanecieron leales a él. No obstante, la inclusión de esta frase intensificó posteriormente la controversia entre los cristianos, prolongándola durante décadas; de hecho, durante generaciones (y algunos dirían que durante siglos).
Finalmente el credo de Nicea, aprobado por los obispos y refrendado por el propio Constantino, se convertiría en la doctrina oficial que a partir de entonces, tuvieron que aceptar todos los cristianos con el fin de formar parte de la iglesia que estaba reconocida por el emperador: la «iglesia católica». Un año antes de que los obispos se reunieran en Nicea, Constantino había intentado promulgar leyes que pusieran fin a las «sectas heréticas», que, según estimaciones, podían incluir aproximadamente a la mitad de los cristianos de todo el imperio.[512] El emperador ordenó a todos los «herejes y cismáticos» que dejaran de celebrar reuniones, incluso en casas particulares, y que entregaran sus iglesias y todas las propiedades que poseyeran a la iglesia católica. Aunque muchos cristianos seguidores de maestros como Valentín, Marción y el profeta Montano ignoraron la ley,[513] y los magistrados a menudo no la aplicaron, esta legislación dio un apoyo enorme a la red de iglesias católicas.
Al morir san Alejandro, san Atanasio le sucedió como patriarca de Alejandría y llevó a cabo una campaña de trabajo incansable para inducir a los cristianos de todo Egipto a unirse bajo este credo, como había deseado san Ireneo. Las esperanzas de Constantino eran más modestas; esperaba que el credo de Nicea ofreciera un marco básico de acuerdo para los cristianos, al tiempo que facilitaba un espacio para la discusión y la discrepancia, siempre que éstas no destruyeran la estructura de la iglesia «universal», ya que, según indica Barnes:
Constantino pensaba que todas las personas debían ser cristianas, pero también creía que los cristianos deberían poder tener opiniones divergentes sobre las cuestiones teológicas, y que los cristianos inteligentes podrían discrepar en cuanto a la doctrina dentro de un espíritu de amor fraternal.[514]
Algunos expertos han sugerido que aquellas disputas teológicas fueron esencialmente políticas. El historiador Erik Peterson señala que muchos cristianos asociaban a Dios Padre con el emperador, a Jesucristo con los obispos y al Espíritu Santo con «el pueblo». En este sentido, Peterson sugiere que la afirmación de san Atanasio de que el Hijo y el Padre son completamente iguales implica que la autoridad de los obispos sería igual a la del propio emperador. Según Peterson, esta tesis encaja con la negativa de san Atanasio a aceptar órdenes de ningún emperador e impregnó las luchas de poder que caracterizaron la relación entre emperadores y obispos en occidente a lo largo de la Edad Media. A la inversa, dice Peterson, la formulación de Arrio, que reconoce la prioridad del Padre con respecto al Hijo, sobrevivió durante siglos adoptando formas cambiantes en algunas de las iglesias orientales, que tendían a aceptar el poder de los emperadores sobre los asuntos eclesiásticos, y posteriormente influiría en la estructura de lo que llegaría a ser en distintos países la «iglesia estatal».[515]Tanto si este análisis nos parece aceptable como si no, podemos ver que durante las décadas posteriores al concilio se desencadenó un grave conflicto entre quienes tomaron partido por la postura de san Atanasio y los que se alinearon con Arrio; un conflicto que absorbió a los hijos y nietos de Constantino cuando le sucedieron en el trono y dividió a los obispos y las congregaciones de todo el imperio.
Como resultado de todo esto, durante los cuarenta años siguientes nunca llegó a consolidarse de manera absoluta la posición de san Atanasio, atacada siempre por aquéllos a quienes llamaba cristianos arríanos; o, como solía decir el patriarca, arriomaníacos. Aunque Constantino apoyó inicialmente a san Atanasio como sucesor de san Alejandro, siete años más tarde se puso de parte de sus adversarios, y cuando un concilio de obispos decidió destituir a san Atanasio, el emperador ratificó esta decisión. Obligado a marcharse al exilio, san Atanasio regresó después de la muerte de Constantino, acaecida en el año 337, para reclamar su puesto; pero dos años más tarde fue destituido de nuevo por un concilio de obispos y tuvo que esconderse entre sus partidarios, mientras ocupaba su puesto el obispo san Gregorio [Nacianceno], de Capadocia. Casi diez años más tarde, cuando san Gregorio falleció, san Atanasio regresó y reclamó su cargo para ocuparlo durante tres años más; pero en el año 349 fue depuesto otra vez y reemplazado por otro obispo de Capadocia. Después de que su tercer rival, tras haber sido patriarca de Alejandría durante cinco años, fuera linchado en el año 361, san Atanasio consiguió recuperar el puesto y lo retuvo tenazmente hasta su muerte en el año 373.
A pesar de esta oposición —y quizás a causa de ella— san Atanasio decidió poner a todos los cristianos egipcios, a pesar de su diversidad, bajo la supervisión de su patriarcado. Después de trabajar para ganarse el apoyo de las mujeres ascéticas,[516] comenzó la tarea, aún más difícil, de establecer su autoridad sobre varios grupos de monjes y «hombres santos», incluidos los que vivían en los monasterios comunitarios [cenobios] que había fundado por todo Egipto desde la legalización del cristianismo Pacomio, un antiguo soldado que se había hecho monje.[517] En la primavera del año 367, cuando san Atanasio tenía ya más de sesenta años y estaba asentado con mayor seguridad en su cargo de obispo, escribió la que sería su carta más famosa. En un mundo muy diferente al de san Ireneo, san Atanasio incluyó en su carta anual de Pascua unas instrucciones detalladas que aplicaban y ampliaban las directrices que había esbozado su predecesor casi doscientos años antes. En primer lugar, decía, dado que los herejes
han intentado ordenar para sí mismos los libros llamados apócrifos y mezclarlos con las Escrituras inspiradas por Dios… que aquéllos que fueron testigos y colaboradores del Verbo transmitieron a nuestros antepasados, me parece que sería conveniente… seguir ordenando los escritos canonizados y transmitidos… que reciben desde la fe la consideración de libros divinos.[518]
Después de hacer una lista de veintidós libros de los cuales dijo que: «se cree que son el Viejo Testamento», san Atanasio se puso a confeccionar la primera lista conocida de los veintisiete libros que llamó «libros del Nuevo Testamento»; empezaba con «los cuatro evangelios de san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan», y continuaba con la misma lista de escritos atribuidos a los apóstoles que forman actualmente el Nuevo Testamento. Alabando estos textos como «fuentes de salvación», hace un llamamiento a los cristianos durante la Cuaresma para que «limpien la iglesia de toda profanación» y rechacen «los libros apócrifos», que están «plagados de mitos, vacíos y corrompidos»; además, advierte de que estos libros incitan al conflicto y hacen que sus lectores se desvíen del buen camino. Es probable que uno o más de los monjes que oyeran la lectura de esta carta en el monasterio situado cerca de la ciudad de Nag Hammadi decidieran desafiar la orden de san Atanasio y sacaran más de cincuenta libros de la biblioteca del monasterio, los escondieran en una tinaja para preservarlos adecuadamente y los enterraran cerca del acantilado donde Mohamed Alí los encontraría mil seiscientos años más tarde.
Aunque san Atanasio pretendía que el «canon de la verdad», confinado ya dentro del credo de Nicea, salvaguardara la interpretación «ortodoxa» de las escrituras, su experiencia con los cristianos que discrepaban de él le indicaba que aquellos «herejes» podían, a pesar de todo, seguir interpretando las «escrituras canónicas» de un modo que a él no le pareciera ortodoxo. Para evitar tales interpretaciones, insistió en que nadie que leyera las Escrituras debía hacerlo a través de la dianoia, la capacidad de discernir el significado o la intención que estuvieran implícitos en cada texto. Sobre todo, advirtió a los creyentes que evitaran la epínoia.[519] Lo que otros reverenciaban como intuición espiritual era para san Atanasio una capacidad de pensar subjetivamente que resultaba engañosa, demasiado humana, y cuyo resultado obedecía a las propias concepciones previas que tenía el individuo. Según san Atanasio, la epínoia conduce sólo al error, punto de vista que la «iglesia católica» apoyó entonces y ha mantenido hasta nuestros días.
Finalmente, por temor a que alguien buscara el acceso directo a Dios a través de la «imagen de Dios» que se formó dentro de nosotros durante la creación, san Atanasio puso buen cuidado en bloquear también este camino. En su famosa y retóricamente poderosa obra Discurso acerca de la encarnación del Verbo, explica que, aunque Dios originalmente creó a Adán a su propia imagen, el pecado humano ha dañado aquella imagen más allá de la capacidad humana para restablecerla (idea que san Agustín desarrollaría posteriormente en su forma de entender el «pecado original»). En consecuencia, sólo hay un único ser que encarna la imagen divina, y ese ser es precisamente el Verbo de Dios, Jesucristo:
Dado que la especie humana hecha a imagen de Dios iba a desaparecer… ¿qué sentido tenía que la humanidad hubiera sido hecha originalmente a imagen de Dios?… Nadie podía recrear en los seres humanos la similitud con la imagen de Dios, excepto [Jesucristo], la Imagen del Padre.[520]
Mientras Arrio incitaba a los creyentes a emular a Cristo, san Atanasio afirma que tal esfuerzo no sólo era difícil, sino imposible, incluso blasfemo: por el contrario, es famosa su afirmación de que «Dios se hizo humano para que la humanidad pudiera llegar a ser divina». Todo lo que un ser humano puede hacer —debe hacer— es creer y recibir la salvación que sólo Dios puede ofrecer. De esta manera san Atanasio difundió lo que san Ireneo había enseñado: todo el que busque un acceso a Dios debe recurrir primero al Verbo, al cual el creyente se aproxima inicialmente a través del bautismo, confesando la fe ortodoxa tal como está recogida en el credo y recibiendo los sacramentos; la «medicina de la inmortalidad» que se ofrece allí donde los cristianos ortodoxos practican el culto juntos en una iglesia.
Pese a ser un movimiento perseguido, el cristianismo se había hecho cada vez más visible en todas las ciudades del imperio. Durante el siglo III y principios del siglo IV, a medida que el número de conversos aumentaba, duplicándose e incluso triplicándose, algunos grupos incluso construyeron sus propias iglesias.[521] Sin duda fueron muchos los que quedaron convencidos de la verdad de la fe cristiana después de ver los sucesos milagrosos que siguieron a la conversión de Constantino. Por lo tanto, no es de extrañar que después del año 313 las iglesias estuvieran mucho más llenas, no sólo de quienes buscaban alguna ventaja sumándose a lo que llegaría a ser la Iglesia del emperador, sino también, sin duda, de otros que previamente, aun sintiéndose atraídos por el cristianismo, habían dudado en recibir el bautismo por temor a ponerse ellos mismos y sus familias en peligro. Lo que estos conversos deseaban no era sólo compartir la promesa de la salvación divina y la vida eterna en el otro mundo, sino también unirse en este mundo a aquella «sociedad cristiana tan particular» que se comprometía a vivir según los preceptos de Cristo; o al menos según unas versiones modificadas de dichos preceptos. En lo que antes había sido una alternativa radical al orden romano, muchos encontraron otra manera distinta de ver las relaciones humanas que en aquel momento prometía ya abarcar no sólo el hogar y la iglesia, sino la totalidad de la sociedad humana.
Este esbozo de lo que sucedió durante el siglo IV no corrobora la visión simplista que solían dar algunos historiadores en el pasado: a saber, que la cristiandad católica prevaleció sólo porque había recibido el patrocinio imperial, o que muchos de sus miembros se habían sumado a ella porque sus dirigentes habían conseguido de alguna forma obligarles.[522] Por el contrario, varios historiadores han argumentado convincentemente que la decisión de Constantino de incorporarse él mismo a las iglesias cristianas demuestra el enorme atractivo que el movimiento cristiano había tenido para un número cada vez mayor de conversos, y ello mucho antes de que la afiliación a estas iglesias hubiera podido hacerse sin riesgos.[523] Nuestro esbozo tampoco corrobora la idea de que Constantino se limitara simplemente a utilizar el cristianismo para sus cínicos propósitos. No conocemos sus motivos, pero sus actos sugieren que creía haber encontrado en Cristo un patrón divino y todopoderoso, y además la promesa de la vida eterna. Durante los treinta años que gobernó después de su conversión, Constantino, en la medida en que le pareció un procedimiento práctico, legisló según los valores morales que encontraba en las fuentes bíblicas, es decir, con la idea de lograr una sociedad armoniosa, construida sobre la justicia divina, que se preocupara hasta por sus miembros más pobres.
Aunque la revolución de Constantino prestó apoyo a los obispos católicos en su pretensión de que la iglesia que ellos defendían, triunfante por la gracia de Dios, era la única que ofrecía la salvación, sería ingenuo por nuestra parte suponer que el cristianismo se convirtió de hecho en algo uniforme y homogéneo. Basta con ver las controversias y los debates desafiantes de los siglos IV y V para darse cuenta de que no fue así.[524] Lo que esta revolución logró fue acrecentar la autoridad de los obispos considerados católicos y establecer entre ellos un consenso que se expresaba en las afirmaciones del credo, mediante las cuales quedaron definidos los límites de la fe que acababa de convertirse en legítima. Actualmente, si alguien pregunta «¿eres cristiano?», probablemente formulará a continuación otras preguntas relativas a la doctrina: «¿Crees que Jesús es el Hijo de Dios?, ¿crees que Jesucristo vino a este mundo desde el cielo para salvarte del pecado?».
El marco del canon, el credo y la jerarquía eclesiástica que san Ireneo y otros comenzaron a forjar en el crisol de las persecuciones, y que sus sucesores, como san Atanasio, consiguieron construir después de la conversión de Constantino, adquirió entonces un enorme atractivo. La iglesia «universal» podía invitar a los conversos potenciales a sumarse a una asamblea que no sólo afirmaba poseer cierta verdad y ofrecer la salvación eterna, sino que también había llegado a ser socialmente aceptable e incluso políticamente ventajosa. Además, la estructura de la ortodoxia cristiana ha demostrado ser extraordinariamente duradera y adaptable a lo largo de dos milenios, e incluso hoy día sigue desarrollando nuevas formas por todo el mundo, en zonas entre las que cabe incluir África, Norteamérica y Sudamérica, Corea del Sur y China.
Sin embargo, los expertos que investigamos actualmente los orígenes del cristianismo observamos que el paisaje que exploramos ha revelado perspectivas inesperadas. Los descubrimientos de Nag Hammadi y otras fuentes, entre las que cabe citar los Manuscritos [Rollos] del Mar Muerto, junto con el trabajo de muchos historiadores actuales, están sacando a la vista no sólo el cristianismo tal como lo conocemos ahora, sino mucho de lo que estaba, como solíamos decir, más allá de sus límites.
Los acontecimientos que aquí hemos esbozado afectan obviamente al modo de entender nuestra historia cultural. Pero para quienes nos sentimos implicados en esta historia, como es mi caso, desenmarañar algunas de estas complejas situaciones tiene consecuencias tanto prácticas como intelectuales. En mi caso personal, lo más duro —y lo más emocionante— en relación con la investigación sobre los comienzos del cristianismo ha sido desaprender lo que creía saber y descartar supuestos previos que siempre había considerado evidentes.
Esta investigación ofrece nuevos modos de relacionarse con la tradición religiosa. Las doctrinas ortodoxas sobre Dios —la judía, la cristiana o la musulmana— suelen insistir en la separación entre lo que es divino y lo que es humano: dicho en palabras del historiador de la religión Rudolph Otto, Dios es «otro completamente distinto» del género humano. Los que aceptan este punto de vista, como suelen asumir que la revelación divina es diametralmente opuesta a la percepción humana, a menudo descartan lo que siempre han hecho los judíos y cristianos de inclinaciones místicas: intentar discernir la verdad espiritual experimentada como revelación, una verdad que puede venir de la intuición, la reflexión o la imaginación creativa. Los dirigentes cristianos que negaban que tal experiencia pudiera enseñarnos algo sobre Dios, a menudo se presentaban a sí mismos como guardianes de una tradición inmutable, cuya «fidelidad» consistía en transmitir sólo lo que habían recibido de los testigos de antaño, sin añadir ni suprimir nada. Mientras algunos dirigentes de la Iglesia creen que esta manera de considerar su función expresa la debida humildad, otros entienden que les reviste de la autoridad del mismísimo Dios, como guardianes de la verdad divina.
Por supuesto, estos dirigentes no pueden prohibir rotundamente la imaginación, ni era tal su intención. Pero, de hecho, lo que hicieron fue canalizar la imaginación religiosa de la mayoría de los cristianos para que expresaran —y apoyaran— lo que ellos habían enseñado. El legado de dos mil años de música, artes plásticas, arquitectura, poesía, filosofía y teología cristianas es, desde luego, enormemente rico, y nuestra cultura es inconcebible fuera de la tradición cristiana.
Sin embargo, a aquéllos que ven el cristianismo como una religión que ofrece, en palabras de san Ireneo, un «sistema muy completo de doctrinas» que contienen «cierta verdad», a menudo les resulta difícil reconocer —y mucho más difícil acoger con agrado— puntos de vista distintos, que, no obstante, abundan. Cualquiera que pertenezca a la comunión católica romana sabe, por ejemplo, que entre sus miembros hay personas con opiniones diferentes sobre temas que van desde la doctrina hasta la disciplina, y lo mismo se puede decir, por supuesto, de prácticamente cualquier otro colectivo cristiano. No obstante, dado que los cristianos suelen adoptar la posición de san Ireneo con respecto a la controversia, muchos tienden a pensar que sólo uno de los bandos puede decir la verdad, mientras que los otros dicen sólo mentiras; o maldades. Muchos insisten todavía en que sólo su iglesia, sea católica romana o baptista, luterana u ortodoxa griega, pentecostal o presbiteriana, testigos de Jehová o miembros de la Ciencia Cristiana —o únicamente el grupo de su iglesia con el que están de acuerdo— permanece realmente fiel a las enseñanzas de Jesús. Además, dado que la tradición cristiana enseña que Jesús reveló plenamente a Dios hace dos mil años, los innovadores posteriores, desde san Francisco de Asís hasta Martín Lutero, desde George Fox y John Wesley hasta las feministas contemporáneas y los teólogos de la liberación, han disfrazado a menudo sus innovaciones —en ocasiones incluso para sí mismos— afirmando que no introducen nada nuevo, sino que siempre se limitan a aclarar lo que Jesús quiso decir realmente.
Aunque a san Ireneo le pareciera necesario en el siglo II expulsar a los discípulos de Valentín por «herejes», esta medida empobreció no sólo a las iglesias que quedaron, sino también a los expulsados. Desarraigados de su entorno original, que era el de las iglesias cristianas, los que se veían estigmatizados como «herejes» seguían su camino a menudo solos, y ello pese a que la investigación espiritual con que se habían comprometido encontraba en el judaísmo y en el cristianismo no sólo sus comunidades de origen, sino también las fuentes primordiales de su inspiración.
Sin embargo, lo que estas personas buscaban no solía ser tanto un «sistema doctrinal» diferente, sino más bien ideas o indicios de lo divino que les hicieran más ricos en experiencia; lo que podríamos llamar indicaciones y vislumbres momentáneas que les ofrecía la epínoia luminosa. Algunos de los que se aventuraban por este camino lo recorrían en soledad; otros participaban también en diversas formas de culto, oración y acción. Por supuesto, para introducirse en un proceso como éste es necesaria la fe. El término griego que significa fe es el mismo que a menudo se traduce como creencia, ya que la fe implica a menudo creencia, pero en realidad abarca mucho más: es la confianza que nos capacita para comprometernos con aquello que amamos y en lo cual tenemos esperanza.[525] Ya hemos visto que Tertuliano ridiculizó a quienes se consideraban a sí mismos más buscadores que creyentes, «porque desean decir —incluso sinceramente—… “Esto no es así”, “Creo que esto significa algo diferente”, y “No acepto eso”».[526] Aunque Tertuliano deduce que los que hacen tales discriminaciones son unos insensatos o unos arrogantes, no son los «herejes» los únicos que eligen qué elementos de la tradición hay que aceptar y practicar y cuáles hay que rechazar. El sociólogo Peter Berger señala que todo aquél que toma parte actualmente en esta tradición elige entre elementos de la tradición; y hay que tener en cuenta que, al igual que el judaísmo y otras tradiciones antiguas, el cristianismo ha sobrevivido durante miles de años aunque cada generación haya revivido, reinventado y transformado lo que ha recibido.[527]
Este acto de elegir —que es lo que la palabra herejía significa originalmente— nos retrotrae al problema para cuya resolución se inventó la ortodoxia: ¿cómo podemos separar la verdad de las mentiras? ¿Qué es lo auténtico, es decir, lo que nos conecta a unos con otros y con la realidad, y qué es lo superficial, lo que puede ser utilizado para el provecho personal o por maldad? Cualquiera que haya visto la insensatez, el sentimentalismo, el engaño y la venganza asesina disfrazados de verdad divina sabe que no existe una respuesta fácil al problema que los antiguos llamaban discernimiento de los espíritus. La ortodoxia tiende a desconfiar de nuestra capacidad de discernir e insiste en hacerlo por nosotros. Dado que es notoria la capacidad del ser humano para el autoengaño, hasta cierto punto podemos dar gracias a la Iglesia por decidir lo que es auténtico y lo que no lo es. Muchos de nosotros, para ahorrarnos un trabajo penoso, hemos aceptado alguna vez alegremente lo que la tradición enseña.
Pero el hecho de que no tengamos una respuesta sencilla no significa que podamos evadirnos para evitar los interrogantes. También hemos visto los riesgos —e incluso los daños terribles— que conlleva a veces la opción de no cuestionarse la aceptación de la autoridad religiosa. La mayoría de nosotros, antes o después, nos encontramos con que, en los momentos críticos de nuestras vidas, debemos ponernos en marcha por nuestra cuenta para abrir un camino donde no lo había. Lo que yo he llegado a apreciar como realmente valioso dentro de la riqueza y la diversidad de nuestras tradiciones religiosas —y de las comunidades que las sustentan— es que nos ofrecen el testimonio de innumerables personas sobre sus descubrimientos espirituales. De esta manera, animan a aquéllos que se esfuerzan por seguir las palabras de Jesús, cuando dijo: «buscad, y hallaréis».[528]