LAS PERSONAS QUE SE DEDICAN A EXPLORAR dominios espirituales se suelen sentir especialmente atraídas por el evangelio de san Juan. Este evangelio, aunque está escrito con gran sencillez —y aparentemente para abogar por la fe—, destaca por sus paradojas, su misterio y ciertos indicios que sugieren un significado más profundo. Las palabras iniciales del evangelio de san Juan indujeron a T. S. Eliot a responder de la siguiente manera:[337]
Y la luz brilló en la oscuridad y
frente a la Palabra el mundo inquieto siguió girando en torbellino
en torno al centro de la Palabra silenciosa.[338]
Unos cuatro siglos antes de Eliot, otro poeta, hijo de judíos conversos, un vehemente y joven fraile español que llegaría a ser santo y místico, eligió el nombre de Juan, pasando a llamarse Juan de la Cruz. Hoy día, en gran medida gracias a los descubrimientos de Nag Hammadi, hemos constatado, casi dos mil años más tarde, que muchos de los primeros lectores del evangelio de san Juan reaccionaron también ante este evangelio con respuestas sorprendentes e imaginativas.
¿Cómo leían el evangelio de san Juan y el resto de las Escrituras aquellos cristianos a los que san Ireneo llamó «intérpretes del mal» —y por qué se oponía este obispo a lo que encontraron en dichos textos? San Ireneo advierte de que estas personas «han abandonado la verdad»[339] y propagaban mentiras que seducían y engañaban a los creyentes ingenuos, pero a muchos aquellas fantasías evidentes les parecían realmente verdaderas. San Ireneo dice que el poeta y maestro cristiano Valentín, su discípulo Ptolomeo y otros como ellos habían inventado todo tipo de mitos sobre lo que sucedió «al principio» e incluso antes del principio del mundo, y contaban cómo la Fuente desconocida de todo lo existente, que estos cristianos llamaban a veces el Padre original y otras veces el Silencio —ya que no hay palabras para describir esta fuente—, vertió en primer lugar unas corrientes de energías divinas, tanto masculinas como femeninas, cuya interacción dinámica creó el universo. Algunos seguidores de Ptolomeo dicen además que la Sabiduría divina apareció «al principio» y colaboró con Dios en la creación del universo, como se señala en Génesis 1-3.
Puede que san Ireneo no supiera que tales cuestiones estaban siendo ampliamente discutidas en ciertos círculos judíos entre los maestros y sus discípulos, quienes al parecer ejercían cierta influencia sobre las cuestiones que planteaban maestros como Valentín y Ptolomeo, así como sobre sus interpretaciones de determinados pasajes de las Escrituras del pueblo de Israel —especialmente el Génesis, los Salmos, los oráculos de Isaías y los Proverbios.
Es poco lo que sabemos sobre Valentín, ya que han sobrevivido pocos fragmentos de sus escritos,[340] pero escribió un poema en el cual reflejaba el misterio del surgimiento del universo visible a partir de la Fuente invisible, como dice el Génesis 1:2, después de que «el espíritu se [desplazara] por encima de las profundidades»:
Todas las cosas que veo penden del espíritu;
todas las cosas se apoyan en el espíritu;
la carne depende del alma,
el alma está ligada al aire,
el aire depende del éter,
desde las profundidades se engendra el fruto,
del vientre materno, un niño.[341]
Al mismo tiempo, Valentín y sus discípulos, quizás unos cien años antes de que se estableciera el canon del Nuevo Testamento, figuraron entre los primeros que situaron estos textos «apostólicos» más recientes al mismo nivel que el Génesis y los profetas y reverenciaron la autoridad de los dichos de Jesús, valorándolos igual o incluso por encima de las Escrituras del pueblo de Israel.[342] Ptolomeo incluso llegó a escribir en una carta a Flora, dama de la aristocracia romana que estudió con él, que los dichos de Jesús constituían «el único modo infalible de comprender la realidad».[343] En la discusión sobre los misterios divinos, san Ireneo dice que Ptolomeo y otros miembros de su círculo citaban a menudo pasajes de las cartas de san Pablo y de los «dichos del Señor» que nosotros conocemos a través de san Marcos y san Lucas; pero lo que citaban una y otra vez, «utilizándolo de la manera más completa posible»,[344] era el evangelio de san Juan, que era, en efecto, su favorito. Cuando san Ireneo decidió hacerse con las armas necesarias para enfrentarse a estos maestros, leyendo sus comentarios y confrontando los autores en que se basaban, es posible que supiera que Heraclio, al que llama el discípulo «más respetado» de Valentín, había escrito un famoso Comentario sobre el evangelio de san Juan —que es, por lo que nosotros sabemos, el primer comentario que se escribió sobre cualquier libro del Nuevo Testamento.[345]
Cuando oí por primera vez que existía este comentario de Heraclio, me quedé asombrada: ¿por qué iba a molestarse alguien en escribir un comentario sobre un evangelio escrito de una manera tan clara? ¿Qué podía atraer a un hereje a estudiar un evangelio que iba a convertirse en la piedra de toque de la ortodoxia? Posteriormente, después de estudiar las fuentes recientemente descubiertas, me di cuenta de que al plantear mis preguntas de este modo había adoptado inconscientemente la terminología de san Ireneo y había asumido sus puntos de vista, pues lo que este obispo hizo, con un éxito notable, fue convencer a los cristianos de que su lectura del evangelio de san Juan —o de cualquier evangelio— era la única correcta y de que su planteamiento era precisamente la interpretación «canónica» de las Escrituras. San Ireneo, como veremos más adelante, insistió en lo que él llamaba el «canon de la verdad» y rechazó el tipo de exégesis que, según decía, era «habitual entre ciertos filósofos griegos»,[346] como algunos estoicos que leían los poemas de Homero alegóricamente, utilizando dioses como Zeus y Hera para representar elementos del universo natural, y como los seguidores de Platón que afirmaban encontrar en los poemas de Homero alusiones a doctrinas como la de la transmigración del alma.[347] San Ireneo, alarmado por lo que estaban haciendo los discípulos de Valentín, advierte a los creyentes para que no enfoquen así los textos sagrados. Proclama, por el contrario, que siempre que sea posible se debe discernir el significado obvio; y cuando un pasaje determinado parezca ambiguo o difícil, la comprensión ha de guiarse por los pasajes cuyo significado parezca claro.[348]
San Ireneo advierte de que los herejes leen desordenadamente, centrándose en enigmas, misterios y parábolas que hallan en las Sagradas Escrituras, en vez de ir a pasajes que parecen sencillos; a menudo leen de manera incoherente o en conflicto con el significado obvio del texto.[349] Aunque algunos escriben comentarios, hay muchos más que responden a lo que encuentran en el Génesis, en los oráculos de Isaías, en las cartas de san Pablo, en los Salmos y en los evangelios, dando un ambiente de canciones, poemas, visiones y revelaciones propias, e incluso de danzas litúrgicas. Como veremos más adelante, los textos descubiertos en Nag Hammadi apoyan las sospechas de san Ireneo, así como su convicción personal sobre qué era lo que estaba en juego: qué es la verdad espiritual y cómo puede discernirse.
Examinemos, pues, unos ejemplos de estas «lecturas desordenadas» para entender por qué el evangelio de san Juan se convirtió en un aspecto central de la controversia. A pesar de la sencillez de su estilo, pocos lectores han encontrado el evangelio de san Juan fácil de entender. Especialmente en el contexto de los evangelios sinópticos, incluso sus más tempranos admiradores constataron, por ejemplo, que a veces este evangelio contradice los de san Marcos, san Lucas y san Mateo. Por poner un caso, el evangelio de san Juan, como ya hemos indicado, comienza relatando cómo Jesús atacó a los cambistas y vendedores que estaban dentro del Templo, escena cuya violencia realza el autor al añadir que Jesús, «habiendo formado de cuerdas una especie de azote», lo blandió y «los arrojó a todos del Templo, junto con las ovejas y los bueyes, y vertió en el suelo el dinero de los banqueros y volcó las mesas».[350] Los otros evangelios, como ya hemos visto, sitúan todos ellos este incidente al final de la vida de Jesús, cuando lógicamente debió haber sucedido, ya que este hecho, según san Mateo, san Marcos y san Lucas, fue lo que impulsó a los jefes de los sacerdotes a hacer que Jesús fuera detenido y a recurrir a las autoridades romanas para que lo mataran. Cuando a Orígenes, el brillante «padre de la Iglesia» egipcio (posteriormente acusado también de herejía), se le preguntó sobre este asunto, explicó, como ya hemos visto anteriormente, que aunque «el evangelio de san Juan no siempre dice la verdad literalmente, siempre la dice espiritualmente»[351] —es decir, de manera simbólica. Orígenes llega incluso a sugerir que el Espíritu Santo introdujo estas contradicciones en el evangelio de san Juan con el fin de incitar al lector a preguntarse por el significado de ciertas cosas y para mostrar que estos relatos no están pensados para que el lector los tome literalmente. Orígenes coincidía con Valentín y sus discípulos en la idea de que el lector debe sumergirse más allá de la brillante superficie de las palabras de san Juan —o de cualquiera de las obras que forman «las Escrituras»— para buscar sus significados ocultos.
Valentín, que era un poeta, amaba la fuerza de las imágenes bíblicas, especialmente las de san Juan. Aunque los cristianos ortodoxos intentaron más tarde destruir sus enseñanzas, los fragmentos que han sobrevivido indican que Valentín tomó la historia de la purificación del Templo como una parábola que mostraba cómo cuando Dios brilla en nuestros corazones, destruye y transforma lo que encuentra allí con el fin de convertirnos en moradas del Espíritu Santo.[352] Otro fragmento sugiere que el despertar espiritual de Valentín se produjo cuando tuvo un sueño revelador en el cual se le apareció un niño recién nacido que le dijo: «Soy el logos»[353] —es decir, en el idioma del evangelio de san Juan, el Verbo, la palabra divina revelada en forma humana.
Veamos varios ejemplos de lo que san Ireneo llama «exégesis perversa» y luego reflexionaremos sobre lo que él considera reprobable. San Ireneo identifica a Valentín con el autor del llamado Evangelio de la verdad, y si se trata del mismo que se descubrió en Nag Hammadi, podemos ver ahora por primera vez cómo ensalzaba Valentín el «misterio oculto, Jesús, el Cristo».[354] Tanto si lo escribió Valentín, como si lo hizo uno de sus seguidores —que es lo más probable—, el Evangelio de la verdad habla de un mundo desprovisto de Dios describiéndolo como una pesadilla, un mundo como el que Matthew Arnold reflejó en un poema casi dos mil años más tarde:[355]
… el mundo, que parece
estar ante nosotros como una tierra de sueños,
tan variado, tan hermoso, tan nuevo,
no tiene realmente alegría alguna, ni amor, ni luz, ni certidumbre, ni paz, ni consuelo para el dolor;
y estamos aquí como en una planicie oscura
barrida por confusas alarmas de lucha y huida
donde ejércitos ignorantes chocan con estruendo en la noche.[356]
El Evangelio de la verdad describe asimismo la existencia humana, apartada de Dios, como una pesadilla en la cual los seres humanos sienten
… como si estuvieran sumergidos en el sueño y convivieran con sueños inquietantes. Bien huían a algún lugar, bien se daban la vuelta extenuados, después de perseguir a otros; bien daban golpes, bien los recibían, bien caían desde grandes alturas, o bien volaban por el aire, aunque sin poseer alas. A veces [les] sucede como si alguien fuese a matarlos, aunque nadie los persiga, o bien como si ellos mismos mataran a sus vecinos, porque se les ha encontrado manchas de la sangre de éstos.[357]
Pero, a diferencia de Arnold, el autor de este evangelio cree que podemos despertar del horror para descubrir la presencia de Dios aquí y ahora; y cuando despertemos el terror remitirá, porque el aliento divino —el espíritu— corre tras nosotros, «y, habiendo tendido la mano al que yacía sobre la tierra, lo afirmó sobre sus pies».[358] Y el Evangelio de la verdad continúa, haciéndose eco del prólogo de san Juan: «la Palabra del Padre surge en la Totalidad… sostiene a la Totalidad eligiéndola… Jesús el de infinita dulzura la purifica», y finalmente restituye todas las cosas a Dios, «lleva de vuelta [la Totalidad] hacia el Padre y la Madre».[359]
El Evangelio de la verdad dice también que lo que vemos en Jesús —o en Dios— depende de lo que necesitamos ver y de lo que somos capaces de ver, porque aunque lo divino es «inefable, inimaginable», nuestro conocimiento está acotado por las palabras y las imágenes, que pueden tanto limitar como extender lo que percibimos. Así pues, aunque Dios, por supuesto, no es masculino ni femenino, este autor, cuando invoca la imagen de Dios Padre, habla también de Dios Madre. Por otra parte, además de esbozar imágenes de Jesús parecidas a las de los evangelios de san Mateo y san Lucas (el «buen pastor»),[360] así como a los textos de san Pablo, que habla del «misterio oculto»[361] de la sabiduría, y al evangelio de san Juan («la Palabra del Padre»), este autor ofrece otras visiones de Jesús. Reconociendo que los creyentes, por lo general, ven a Jesús «clavado en la cruz» como una imagen que evoca la muerte como sacrificio, este autor sugiere, por el contrario, que dicha imagen se vea como «el fruto en un árbol» —que no es otro que el «árbol del conocimiento» del Paraíso.[362] Pero en vez de destruir a los que comieran su fruto, como fue destruido Adán, este fruto, «Jesús, el Cristo», transmite un conocimiento genuino —no el conocimiento intelectual, sino el conocimiento del mutuo reconocimiento (palabra relacionada con el término griego gnosis)— a aquéllos a los que Dios «descubrió en sí mismo y ellos lo descubrieron en ellos».[363]
Este evangelio toma su nombre de la frase con la cual comienza: «El Evangelio de la verdad es alegría para quienes han recibido de parte del Padre de la verdad el don de conocerlo»,[364] porque es un evangelio que transforma nuestro conocimiento de Dios y de nosotros mismos. Aquéllos que reciben este evangelio nunca más conciben a Dios «como pequeño, ni duro, ni irascible» —es decir, no lo conciben como lo retratan algunos relatos bíblicos—, «sino como un ser carente de maldad», amante, lleno de tranquilidad, generoso y omnisciente.[365] El Evangelio de la verdad describe al Espíritu Santo como aliento de Dios e imagina al Padre engendrando con su aliento todo el universo de seres vivos («los hijos del Padre son su fragancia») y, luego, llevando a todos los seres de vuelta al abrazo de la fuente divina de la cual proceden.[366] Por lo pronto, urge a quienes «descubran a Dios en sí mismos y a sí mismos en Dios» a convertir la gnosis en acción:
Hablad de la verdad con los que la buscan
y del conocimiento a los que han
pecado en su error.
Afirmad el pie de los que vacilan
y tended vuestra mano a los débiles.
Alimentad a quienes tienen hambre
y consolad a los que sufren.
Levantad a los que quieren levantarse.[367]
Aquéllos que se preocupan por los demás y hacen el bien «están cumpliendo la voluntad del Padre».
Un segundo ejemplo de lo que san Ireneo llama «interpretación perversa» —la llamada Danza en Círculo de la Cruz— ilustra lo que él entendía por «herejes» que a menudo añaden «sus propios inventos» a los evangelios. El seguidor anónimo de Valentín que escribió la Danza en Círculo se presta a completar una escena que falta en el evangelio de san Juan, en la que Jesús cantaba y bailaba con sus discípulos «la noche en que fue traicionado».[368] El autor de la Danza en Círculo indica que el evangelio de san Juan deja juera un relato de la última cena en que Jesús dijo a sus discípulos que comieran pan como si éste fuera su cuerpo y bebieran vino como si éste fuera su sangre —la escena que san Mateo, san Lucas y san Pablo consideran fundamental, porque muestra a los creyentes cómo han de celebrar «la cena del Señor». Sin embargo, en el relato que hace san Juan sobre aquella noche sucede algo bastante diferente. Según el evangelio de san Juan, Jesús, después de cenar,
se levantó de la mesa, se quitó la prenda más externa y tomando un lienzo se lo ciñó alrededor. Echó después agua en un lebrillo y empezó a lavarles los pies a sus discípulos y a secarlos con el lienzo que llevaba ceñido.[369]
San Juan quiere dar a entender que este acto es importante —incluso necesario— para cualquiera que desee participar en la comunión con Jesús, ya que, tal como lo relata, cuando san Pedro protestó diciendo que su maestro no debía lavarle los pies como lo haría un esclavo, Jesús le respondió: «Lo que yo estoy haciendo, no lo comprendes tú ahora; más adelante lo comprenderás», y añadió «Si yo no te lavare, no tendrás parte alguna conmigo».[370] Desde los primeros tiempos hasta nuestros días, muchos cristianos han representado una y otra vez esta escena como si, al igual que la última cena, ofreciera las pautas para un ritual; por consiguiente, el miércoles anterior a la Pascua de Resurrección, el papa de la Iglesia Católica Romana desempeña el papel de Jesús y lava ritualmente los pies de sus cardenales. En la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día el presidente de esta iglesia lava los pies de los «ancianos» mormones, y hasta ahora muchos otros grupos cristianos —varias iglesias ortodoxas y muchos grupos protestantes, incluidos algunos baptistas y pentecostales— han seguido haciendo lo mismo.
Quienquiera que escribiese la Danza circular de la Cruz tuvo la audacia de revisar el relato que ofrece el evangelio de san Juan añadiendo un episodio diferente a lo que sucedió aquella noche según parece, con la intención de que se mantuviera en secreto. En la Danza circular, que se encuentra en los Hechos de san Juan —recopilación del siglo II que reúne relatos y tradiciones inspirados por el evangelio de san Juan— el autor comienza la narración de la última noche de Jesús justo donde termina el relato evangélico, y dice que Jesús invitó a sus discípulos a danzar y cantar con él:
Antes de ser detenido… nos reunió a todos y dijo: «Antes de que me entreguen a ellos, cantemos un himno al Padre y así iremos al encuentro de lo que queda detrás de nosotros». Entonces nos indicó que formáramos un círculo, cogidos unos y otros de las manos, y él se situó en el centro y dijo: «Respondedme diciendo Amén».[371]
Entonces, mientras los discípulos le rodeaban danzando, Jesús comenzó a cantar un himno cuyas palabras son un reflejo del Evangelio de san Juan:
«Gloria a Ti, Padre». Y nosotros, dando vueltas en círculo alrededor de él, le respondíamos, «Amén».
«Gloria a ti, Logos; gloria a ti, Gracia». «Amén».
«Gloria a ti, Espíritu; gloria a ti, Uno Santo…» «Amén».
«Te alabamos, Padre; te damos las gracias, Luz, en la cual no habitan las tinieblas». «Amén…»
«Soy una luz para ti que me ves». «Amén».
«Soy un espejo para ti que me conoces». «Amén».
«Soy una puerta para ti que llamas a mí». «Amén».
«Soy un camino para ti, viajero». «Amén.»[372]
Aunque la frase relativa al espejo podría proceder directamente del evangelio de santo Tomás, la fuente original de las dos últimas, así como de muchas otras, es el evangelio de san Juan.
Quienquiera que fuese el autor de este himno, está claro que encontró en el evangelio de san Juan la fuente de inspiración para el tipo de doctrina que asociamos casi siempre con el evangelio de santo Tomás, porque aquí Jesús invita a sus discípulos a verse a sí mismos en él:
Lo que yo voy a sufrir ahora es vuestro propio sufrimiento. Porque de ninguna manera podríais haber comprendido lo que sufrís, si yo no hubiera sido enviado a vosotros como palabra [logos] por el Padre… si supierais cómo sufrir, seríais capaces de no sufrir.[373]
De esta manera, en la Danza Circular de la Cruz, Jesús afirma que él sufre con el fin de revelar la naturaleza del sufrimiento humano y para enseñar a los hombres la paradoja que también enseñó Buda: que aquéllos que llegan a ser conscientes de lo que es sufrir quedan en ese mismo momento liberados del sufrimiento. Pero también les dice que se unan a la danza cósmica: «“Quien danza pertenece al todo.” “Amén.” “Quien no danza no sabe qué sucede.” “Amén.”»[374]
Parece ser que aquéllos a quienes agradaban los Hechos de san Juan celebraban la eucaristía cantando estas palabras, dándose las manos y describiendo círculos en esta danza para celebrar juntos el misterio del sufrimiento de Jesús y del suyo propio —y algunos cristianos siguen celebrándolo así actualmente. En los Hechos de san Juan, éste dice a los demás discípulos que no es «extraño, ni paradójico» que cada uno de ellos vea a Jesús de manera diferente, y da como razón para esto que lo que una persona ve depende de las expectativas y la capacidad de esa persona. Comenta que en una ocasión san Pedro y san Andrés preguntaron a san Juan y a Santiago sobre un niño al que veían llamándoles desde la costa:
y mi hermano me dijo: «Juan, ¿qué quiere ese niño de la costa que nos está llamando?». Y yo pregunté: «¿Qué niño?». Y él me respondió: «El que nos hace señas». Y yo dije: «Debido a que has pasado mucho tiempo mirando al mar, no puedes ver bien, hermano Santiago. ¿No ves al hombre que está ahí, ése que es hermoso y tiene una cara muy alegre?». Pero él me dijo: «No le veo hermano, pero desembarquemos y veamos qué es lo que esto significa».[375]
San Juan añade que, «en otro tiempo, nos llevó a Santiago, a Pedro y a mí a una montaña donde él solía rezar, y le vimos iluminado por una luz que ningún lenguaje humano puede describir». Posteriormente, «nos llevó de nuevo a los tres a una montaña y le vimos orando a una cierta distancia». San Juan dice, sin embargo, que «puesto que me amaba, me acerqué tranquilamente a él, como si él no viera, y me quedé allí mirando detrás de él». De repente, san Juan cuenta que vio a Jesús como Moisés vio en una ocasión al Señor —«no vestía ropa alguna… y no parecía en absoluto un ser humano… sus pies relucían con una luz tan brillante que iluminaba la tierra, y su cabeza llegaba hasta el cielo, siendo todo tan aterrador que me puse a gritar»— con lo cual Jesús se volvió inmediatamente, se había transformado de nuevo en el hombre que san Juan podía reconocer fácilmente, y reprendió a san Juan con las palabras que Jesús dirige a santo Tomás en el propio evangelio de san Juan: «Juan, no seas incrédulo, sino fiel».[376]
El evangelio de san Juan inspiró otro ejemplo de «exégesis perversa» —el famoso e influyente Libro secreto de san Juan (o Apócrifo de Juan)—, que, según parece, leyó san Ireneo y que probablemente escribió otro cristiano anónimo, en nombre de san Juan, como una continuación del evangelio. El Libro Secreto de san Juan comienza su relato después de la muerte de Jesús, cuando «Juan, el hermano de Santiago, hijo de Zebedeo», de camino al Templo, es abordado por un fariseo, que formula la acusación de que «este nazareno» ha engañado a Juan y a los otros creyentes, y «os ha llenado [los oídos] y ha obstruido [vuestro corazón, apartándoos] de las tradiciones [de vuestros padres]».[377] Al oír estas palabras, san Juan se dio la vuelta, alejándose del Templo, y huyó hacia una montaña en el desierto, «triste y confundido» en su corazón. Allí, cuando luchaba en soledad contra el miedo y la duda, de repente «los cielos se abrieron y la creación entera que está bajo el cielo refulgió y [todo el universo] se conmovió».[378] San Juan se quedó atónito y aterrorizado al ver una luz no terrenal, en la que aparecían formas cambiantes, y oír la voz de Jesús, que decía: «Juan, Juan, ¿por qué dudas y por qué temes?… Yo soy el que siempre [está con vosotros]. Yo [soy el Padre], yo soy la Madre, yo soy el Hijo».[379] Tras un momento de sobresalto y confusión, san Juan reconoció a Jesús y se dio cuenta de que era él quien irradiaba la luz de Dios y se aparecía en formas diversas, entre las cuales estaban incluidas el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, este último en una imagen femenina (según sugiere el género de la palabra hebrea ruah, que significa espíritu), por lo tanto como Madre divina.
Pero después de que Jesús hubiera consolado a san Juan con esta visión, le explicó que «el verdadero [Dios] y Padre del todo»[380] no se puede percibir realmente en imágenes antropomórficas, ya que Dios es «[el espíritu invisible] que está por encima [del todo], el que existe en la incorruptibilidad, el que se halla en una pura luz que ninguna [mirada] puede sostener»,[381] siendo invisible, inimaginable, y estando totalmente fuera de la capacidad humana de comprender y abarcar cualquier fenómeno. Entonces, ¿cómo se puede hablar sobre Dios de alguna manera?
Para responder a esta pregunta, el autor del Libro secreto de san Juan adopta el lenguaje del evangelio de san Juan: «Hasta el punto de ser capaz de comprenderle porque ¿quién será capaz alguna vez de comprenderle?… [Dios] es la luz, el que da la luz; es la vida, el que da la vida».[382] Sin embargo, lo que aparece a continuación, como veremos en el próximo capítulo, es un diálogo admirable en el que san Juan interroga al Salvador resucitado, que le ofrece un relato impresionante y extraordinariamente imaginativo sobre lo que sucedió «al principio»; los misterios que, antes de la creación, estaban ocultos dentro de la divinidad, el origen del mal y la naturaleza y el destino espiritual de la humanidad.
Sin embargo, entre todos los casos de «exégesis perversa» que ofrece san Ireneo, su ejemplo primordial es una parte de un comentario sobre san Juan que plantea preguntas similares a las que se formulan en el Libro secreto de san Juan: lo que el evangelio de san Juan revela sobre «el origen de todas las cosas». El autor de este comentario, al que tradicionalmente se identifica con Ptolomeo,[383] dice que «Juan, el discípulo del Señor, deseoso de explicar el origen de todas las cosas, es decir, cómo el Padre engendró todas las cosas»,[384] revela al principio de su obra —aunque de una forma misteriosa para el lector no iniciado— la estructura original de la divinidad. Afirma que esta estructura es la «ogdóada primaria», que consiste en las ocho primeras emanaciones de energía divina, algo bastante similar a lo que los cabalistas posteriormente llamarían las sefirot divinas; de esta manera, cuando Valentín y sus discípulos leyeron el inicio del evangelio de san Juan, imaginaron a Dios, la palabra divina y a Jesucristo como, por decirlo así, ondas de energía divina fluyendo en descenso desde lo alto, desde la gran cascada hacia el pequeño riachuelo en que se encontraban.
San Ireneo rechaza este intento de encontrar un significado oculto en el prólogo del evangelio de san Juan y explica a sus lectores que cita este comentario ampliamente para que «podáis ver, amados, cómo es el método que siguen los que lo utilizan para engañarse a sí mismos y cómo abusan de las Escrituras para intentar dar una base a las invenciones que maquinan a partir de estos textos sagrados».[385] San Ireneo añade que, si san Juan hubiera querido explicar la estructura primordial de la divinidad, lo habría expresado de tal modo que su texto tuviera un significado claro; por consiguiente, «la falacia de su interpretación es obvia»,[386] y él (san Ireneo) es, como veremos, quien ofrece la verdadera interpretación del evangelio de san Juan.
Ahora bien, san Ireneo emprendió la realización de su enorme obra en cinco volúmenes, Refutación y desenmascaramiento del falsamente llamado conocimiento, porque sabía que para muchas personas sus conclusiones podían estar lejos de ser obvias. Lo que es peor, bien pudiera ser que les considerasen a él y a sus adversarios como unos teólogos rivales que reñían a causa de una interpretación, y no como cristianos ortodoxos que se enfrentaban a unos herejes. Cuando sus adversarios decían que san Ireneo leía sólo superficialmente los textos, él replicaba que todos ellos decían cosas diferentes; entre ellos no había uno solo que coincidiera con algún otro, ni siquiera con sus propios maestros; por el contrario, «cada uno de ellos descubre algo nuevo cada día»,[387] como hacen actualmente los escritores y los artistas, en los cuales la originalidad es prueba de que tienen una perspicacia genuina. Sin embargo, para san Ireneo, la innovación demostraba que se había abandonado el verdadero evangelio. Por consiguiente, el problema al que se enfrentaba consistía en encontrar la manera de separar todas aquellas mentiras, ficciones y fantasías. ¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso?
San Ireneo afirma que existe sólo una manera de estar a salvo del error: volver a lo que se aprendió al principio y «mantener inamovible en los corazones [vuestros] el canon de la verdad recibido en el bautismo».[388] Supone que su audiencia sabe qué es este canon: «La fe que la Iglesia, a pesar de encontrarse dispersa por todo el mundo,… recibió de los apóstoles», y que, según especifica él, incluye la creencia en
un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y la tierra, y los mares… y en Jesucristo, el hijo de Dios, que se encarnó para nuestra salvación, y en el Espíritu Santo… y en el nacimiento como hijo de una virgen, y el sufrimiento, y la resurrección después de muerto, y en la ascensión en carne y hueso al cielo… de nuestro amado Jesucristo.[389]
Dice san Ireneo que los auténticos creyentes de todo el mundo comparten la misma fe.
La visión de san Ireneo relativa a una «iglesia católica» unida y unánime tiene más que ver con lo que él esperaba crear, que con lo que vio realmente en las iglesias de la Galia que él conocía directamente, y en las que había visitado o conocido de oídas durante sus viajes a través de la Galia, Asia Menor e Italia. En estos viajes encontró resistencia por parte de aquéllos a los que llamaba herejes, y cuando les conminó a volver a la sencilla fe bautismal, le respondieron, según dice él mismo, con palabras como las siguientes:
También nosotros hemos aceptado la fe que describes y hemos confesado las mismas cosas cuando nos bautizaron: fe en un solo Dios, y asimismo en Jesucristo, en su nacimiento de una virgen y en su resurrección. Sin embargo, desde el momento del bautismo, siguiendo el mandato de Jesús, que decía «buscad y encontraréis», nos hemos esforzado por ir más allá de los preceptos elementales de la Iglesia, esperando alcanzar así la madurez espiritual.
Ahora que los descubrimientos de Nag Hammadi permiten a los herejes —prácticamente por primera vez— hablar por sí mismos, examinemos el Evangelio de Felipe, para ver de qué modo su autor, un maestro valentiniano, compara su propio círculo con el de aquéllos a los que considera creyentes cristianos «más simples». Este autor, al que llamamos Felipe, y los miembros de su círculo habían recibido el bautismo, según parece, mediante un procedimiento similar al que el padre de la Iglesia san Justino mártir describe como habitual en Roma;[390] es decir, el iniciado, después de arrepentirse de los pecados cometidos en el pasado, recibe y afirma las enseñanzas de Jesús tal como las han transmitido sus seguidores, hace confesión de fe y promete vivir de acuerdo con todo ello. Entonces, tras ser introducido desnudo en el agua, es bautizado mientras se pronuncian los nombres divinos: Dios Padre; Jesucristo, su hijo; y el Espíritu Santo. Finalmente, una vez que el nuevo cristiano se ha vestido con ropas limpias, se le unge con los óleos y se le invita a participar en la eucaristía. Al igual que san Justino, Felipe dice que el bautismo produce un renacimiento espiritual; «por este misterio nacemos de nuevo a través del Espíritu Santo».[391]
Sin embargo, a diferencia de san Justino —o de cualquier otro de los primeros escritores cristianos que conozco— Felipe pregunta entonces: ¿Qué sucede —o qué es lo que no sucede— cuando una persona recibe el bautismo? ¿Es el bautismo lo mismo para todas las personas? Felipe sugiere que no. Hay muchos, dice Felipe, cuyo bautismo marca simplemente una iniciación; una de estas personas «se sumerge en el agua y sale de ella sin haber recibido nada y dice “Soy cristiano”».[392] Pero a veces, según dice Felipe a continuación, la persona que es bautizada «recibe al Espíritu Santo… Así nos ocurre cuando uno se ve envuelto en un misterio».[393] Lo que marca la diferencia no consiste sólo en el don misterioso de la gracia divina, sino también en la capacidad del iniciado para llegar al conocimiento espiritual.
Así, Felipe, haciéndose eco de la Epístola de san Pablo a los Gálatas, escribe que muchos creyentes se ven a sí mismos más como esclavos de Dios que como hijos de Dios; pero se supone que los que están bautizados, como niños recién nacidos, crecerán en la fe hacia la esperanza, el amor y el conocimiento (gnosis):
Nuestra tierra es la fe, en la cual echamos raíces; el agua es la esperanza, a través de la cual nos nutrimos; el aire es el amor, a través del cual crecemos; y la luz es el conocimiento, a través del cual maduramos.[394]
De esta manera, explica Felipe, aquéllos que en un principio declaran su fe en que Jesús nació de una virgen pueden llegar más tarde a entender de manera diferente lo que esto significa. De hecho, muchos creyentes siguen interpretando al pie de la letra lo de que Jesús nació de una virgen, como si María hubiera concebido sin que en ello interviniera san José; «algunos dijeron que María concibió del Espíritu Santo», pero Felipe afirma: «Yerran, no saben lo que dicen».[395] Según explica él, «nacer de una virgen» no es sencillamente algo que sucedió una vez, en el caso de Jesús, sino que se refiere a lo que le puede suceder a cualquiera que es bautizado y así «nace de nuevo» de «la virgen que descendió», es decir, del Espíritu Santo.[396] Por consiguiente, del mismo modo que Jesús nació de José y María, sus padres humanos, y luego nació espiritualmente en su bautismo, cuando el Espíritu Santo descendió sobre él, así también nosotros nacemos primero físicamente, pero podemos «nacer de nuevo engendrados por el Espíritu Santo» en el bautismo, por lo cual el evangelio de Felipe dice: «cuando nos hicimos cristianos, obtuvimos padre y madre»,[397] es decir, el Padre celestial y el Espíritu Santo.
Pero el evangelio de Felipe sostiene que muchos, a los que llama «los apóstoles y los hombres apostólicos»,[398] están «en un error», ya que se olvidan de este misterio, e incluso les escandaliza. Y continúa diciendo que tales personas están también equivocadas con respecto a la resurrección, ya que la interpretan asimismo como si fuera un acontecimiento único en el que Cristo, después de morir, salió de la tumba en carne y hueso. Por el contrario, el evangelio de Felipe sugiere que la resurrección de Jesús, como su nacimiento de una virgen, no es sólo algo que ocurrió en el pasado, sino un paradigma de lo que le sucede a cualquier persona que experimente una transformación espiritual. Felipe cita la famosa doctrina de san Pablo sobre la resurrección («la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios», I Corintios 15:50) para explicar que aquéllos que reciben el Espíritu Santo en el bautismo no sólo «nacen de nuevo» sino que también «resucitan de entre los muertos».[399]
Sin embargo, alguien podría objetar que no puede ser éste el significado de la resurrección: ¿no resucitó Jesús en la carne? En el evangelio de Felipe la respuesta es que, por supuesto, «es menester resucitar en esta carne, ya que [en este mundo] todo está en ella». Pero descalifica a aquéllos que se limitan a interpretar la resurrección al pie de la letra. Felipe pregunta: al fin y al cabo, «¿qué es la carne?». Como respuesta cita el evangelio de san Juan para explicar que, cuando Jesús dijo a sus discípulos «comed mi carne y bebed mi sangre» (San Juan 6:53), estaba hablando con una metáfora, pues quería decir que iban a participar en el sagrado banquete de pan y vino en el cual se ofrece la «carne» de Jesús, es decir, según sugiere Felipe, su divina palabra, y asimismo se entrega su «sangre», el Espíritu Santo.[400]
De esta manera el evangelio de Felipe distingue entre cristianos nominales —los que afirman ser cristianos simplemente porque fueron bautizados— y los que, después del bautismo, se transforman espiritualmente. Felipe se ve a sí mismo entre estos últimos, pero no se felicita por pertenecer a una elite espiritual; al contrario, termina proclamando anticipadamente que en última instancia todos los creyentes se transformarán, si no en este mundo, en la eternidad. Según el evangelio de Felipe, cualquiera que experimente esta transformación «no es ya un cristiano, sino un cristo».[401]
Si san Ireneo leyó el Evangelio de Felipe, tuvo que rechazar tajantemente esta doctrina, porque, como ya hemos visto, cuando exige que el creyente «conserve inamovible en su corazón la regla de la verdad recibida en el bautismo», incluye específicamente el hecho de «haber nacido de una virgen, la pasión y la resurrección de entre los muertos… en la carne de nuestro amado Jesucristo, nuestro Señor»;[402] y, como muchos creyentes ortodoxos de todos los tiempos, san Ireneo acepta estos acontecimientos como los únicos hechos revelados mediante los cuales Cristo garantiza la salvación humana. Si los miembros del círculo de Felipe hubieran afirmado que profesaban la misma fe, san Ireneo habría respondido, como respondió a otros cristianos valentinianos, que aunque «dijeran las mismas cosas, querrían expresar algo diferente mediante ellas». Los seguidores de Valentín podrían haber admitido sin dificultad que esto era cierto, pero, le habrían preguntado: ¿qué hay de malo o equivocado en ello? «Si reconocemos las mismas cosas que tú, ¿por qué nos llamas herejes?»[403] Sin duda las interpretaciones de los valentinianos diferían de la de san Ireneo y también diferían entre sí, pero ¿por qué pensaba san Ireneo que aquellas diferencias ponían realmente en peligro a la Iglesia?
Estas preguntas son difíciles de responder, porque aunque a san Ireneo le gustaba establecer fronteras nítidas, él no era simplemente una persona de miras estrechas y tampoco era intolerante con respecto a cualquier diferencia. De hecho, cuando intentaba llevar a la práctica la idea de su maestro san Policarpo sobre la constitución de una Iglesia universal, incluyó como «apostólicas» una amplia gama de tradiciones que habían existido ya durante siglo y medio y eran compartidas, según afirmaba él, por cristianos que se encontraban diseminados desde Alemania hasta España, desde la Galia hasta Asia Menor y desde Italia hasta África, Egipto y Palestina. San Ireneo seguramente sabía que las tradiciones que él aceptaba —por no hablar de aquellas con las que no estaba de acuerdo, pero toleraba— incluían toda la diversidad de creencias y prácticas que eran de esperar en lo que llamaba «la iglesia católica… diseminada por todo el mundo».[404]
De hecho, san Ireneo animaba a los creyentes de su círculo a tolerar ciertas variaciones en los puntos de vista y en las prácticas religiosas. Por ejemplo, argumentó en contra de los que aceptaban un solo evangelio, como hacían aquéllos a los que llama ebionitas, que, según dice él, sólo admitían el evangelio de san Mateo, y a los seguidores de Marción, que únicamente aceptaban el de san Lucas. Mientras su contemporáneo Taciano, que como el propio san Ireneo había sido discípulo de san Justino, intentaba armonizar los distintos evangelios reescribiéndolos en un solo relato compuesto, san Ireneo fue, por lo que sabemos, el primero que exhortó a los creyentes a aceptar el conjunto de los cuatro evangelios, a pesar de sus diferencias evidentes, y a reunirlos en aquel collage que él llamó «los cuatro evangelios concertados». Además, cuando Víctor, obispo de Roma, pidió a todos los cristianos de la capital del imperio que celebraran la Pascua el mismo día, san Ireneo se desplazó a Roma para instar a este obispo a que no ocasionara problemas a los cristianos grecoparlantes, que, como el propio san Ireneo, habían emigrado desde Asia Menor y tradicionalmente celebraban la Pascua en una fecha diferente (como hacen todavía los griegos, los rusos, los etíopes, los serbios y los cristianos ortodoxos coptos).[405]
Así pues, dado que san Ireneo admitía una amplia gama de puntos de vista y prácticas religiosas, cabe preguntarse en qué medida encontraba problemática la «heterodoxia» —que significa literalmente «opiniones diferentes»— y por qué razones. ¿Por qué afirma que el Evangelio de la verdad, como todos los evangelios «heréticos», «no tiene nada que ver con el evangelio apostólico» y está «lleno de blasfemias»?[406] ¿Por qué insiste en que el Libro secreto de san Juan no hace sino mostrar «el tipo de mentiras que inventan los herejes»?[407] Para responder a estas preguntas, hemos de recordar que san Ireneo no era un filósofo de mentalidad teórica involucrado en un debate teológico, sino más bien un joven obligado a asumir el liderazgo de los supervivientes de un grupo de cristianos de la Galia después de una persecución violenta y sangrienta. Como ya hemos visto, san Ireneo no podía olvidar que en Esmirna, donde se había criado en la casa del obispo Policarpo, su anciano y célebre padre espiritual había sufrido la persecución de la policía, y después de escapar y esconderse en una casa de campo, había sido capturado y devuelto al anfiteatro, donde ante un populacho que vociferaba insultos lo habían desnudado y quemado vivo. Como ya hemos mencionado, posteriormente, unos veinte años más tarde (hacia el año 177), en la Galia, adonde probablemente lo envió san Policarpo para que desarrollara una actividad misionera, san Ireneo había visto aún más violencia ejercida contra los cristianos, algunos de los cuales fueron linchados, mientras en otros casos docenas de ellos sufrían encarcelamientos y torturas, muriendo muchos estrangulados en la cárcel. Según las Epístolas a las iglesias de Lyon y Vienne, entre treinta y cincuenta cristianos que sobrevivieron a la prisión y se negaron a renunciar a su fe fueron despedazados por animales salvajes o murieron a manos de los gladiadores en un espectáculo público al que asistieron sus conciudadanos. Parece ser que fue después de que el anciano obispo san Potino muriera a causa de las torturas y los padecimientos de la cárcel, cuando san Ireneo, que tenía entonces quizás algo más de treinta años y de algún modo había escapado a las detenciones, ocupó el cargo de dirigente de aquéllos que habían sobrevivido.
Cuando asumió el obispado, decidido a consolidar el grupo de estos creyentes dispersos y a proporcionarles el cobijo de una comunidad uniéndolos a la red mundial de grupos cristianos que san Policarpo había concebido como iglesia «católica», lo que preocupaba a san Ireneo era cualquier cosa que pudiera ser motivo serio de división. Pero ¿qué era aquello que realmente podía constituir un motivo de división? San Ireneo habría respondido: la herejía; y, dado el modo en que este obispo caracterizó la herejía, los historiadores han identificado tradicionalmente la ortodoxia (que significa literalmente «pensamiento recto») con un determinado conjunto de ideas y opiniones, y la heterodoxia (es decir, «otro tipo de pensamiento») como un conjunto de ideas contrarias a la ortodoxia. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que simplificamos en exceso al aceptar las definiciones tradicionales de ortodoxia y heterodoxia atendiendo únicamente al contenido filosófico y teológico de ciertas ideas. Lo que preocupaba especialmente a san Ireneo era el riesgo de que las actividades de aquellos «maestros espirituales» amenazaran la solidaridad cristiana al ofrecer un segundo bautismo con el cual iniciaban a los creyentes en grupos diferentes dentro de las congregaciones.
Como ya hemos mencionado, el autor del Evangelio de Felipe dividía implícitamente a la Iglesia al distinguir entre los que, en sus propias palabras, estaban «en un error» y aquéllos que habían «llegado a conocer la verdad»; pero san Ireneo sabía que muchos otros seguidores de Valentín dividían la Iglesia explícitamente. Lo que le parecía más censurable no era tanto lo que decían como lo que hacían —sobre todo que muchos ofrecieran a los creyentes un segundo bautismo realizado mediante un ritual que llamaban apolutrosis—, unas actuaciones que podían tomar muchas formas distintas.[408] San Ireneo describe con precisión el modo en que actuaban. En primer lugar, se llamaban a sí mismos «cristianos espirituales» y atraían a personas incautas que formaban parte de lo que estos cristianos denominaban la mayoría «común» y «eclesiástica», invitándolas a unas reuniones privadas que ellos mismos organizaban. En estas reuniones incitaban a los recién llegados —y a sus propios seguidores— a poner en cuestión lo que significaba su fe, y a lo largo de este proceso discutían a menudo pasajes de las Escrituras. Es posible que san Ireneo hable en realidad de su propia experiencia cuando se queja de que, cuando alguien ponía objeciones a lo que ellos decían o les pedía que explicaran qué era lo que querían decir, «afirmaban que el que les interpelaba no era una persona apta para recibir la verdad, ya que no había recibido de Dios la capacidad necesaria para entender»; en este sentido, san Ireneo decía: «en realidad no le dan respuesta alguna». Sin embargo, cuando encontraban personas que demostraban ser receptivas, les hacían participar en un largo período de preparación y finalmente las declaraban aptas para recibir la apolutrosis, que las capacitaba para ir más allá de la comunidad «común» y unirse a círculos más selectos de madurez espiritual. Con respecto a esto, san Ireneo se lamenta y critica la situación de la siguiente manera:
Llaman a aquéllos que pertenecen a la iglesia «común» y «eclesiástica»… y, si alguno se entrega a ellos como un corderito, y se presta a seguir sus prácticas y su apolutrosis, es tal la alegría de esta persona que se imagina que… ha entrado ya en la «plenitud de Dios»… y se pavonea por todas partes con expresión de superioridad en su rostro, con toda la pompa de un gallo.[409]
Lo que san Ireneo encontraba más desolador con respecto a aquéllos que se unían a los grupos congregados en torno a maestros como Ptolomeo era que estos incautos oían a menudo en tales reuniones que el bautismo que todos los cristianos reciben en común es en realidad sólo un primer paso en la vida del creyente. Dichos maestros explicaban a los recién llegados que, del mismo modo que san Juan Bautista bautizaba con agua a aquéllos que se arrepentían, también ellos, cuando confesaran por primera vez su fe en Dios y en Jesús, recibirían en efecto el «bautismo de Juan» para quedar limpios de pecado. Sin embargo, estos maestros también señalaban que, según los relatos evangélicos de san Marcos, san Mateo y san Lucas, el propio san Juan Bautista profetizó que Jesús bautizaría a sus seguidores «con el Espíritu Santo y con el fuego».[410] Señalaban asimismo que Jesús había dicho tener «otro bautismo con el que ser bautizado»,[411] y explicaban que el significado de esto era que aquéllos que avanzasen por el sendero espiritual recibirían aquel segundo bautismo.
Además decían que este bautismo superior marcaba una transición importante en la relación del iniciado con Dios. En su primer bautismo los creyentes se comprometen a servir al Dios que veneran como creador y temen como legislador y juez divino; pero Ptolomeo y sus discípulos decían que, una vez que hubieran avanzado más allá de aquel nivel de comprensión, llegarían a ver a Dios como Padre, como Madre, como Fuente de la que surge todo lo que existe; dicho de otra manera, como el Uno que trasciende todas esas imágenes. Así pues, Ptolomeo invita a aquéllos que anteriormente se han visto a sí mismos como siervos de Dios —o, más claramente, como sus esclavos— a llegar a considerarse a sí mismos como hijos de Dios. Con el fin de poner de manifiesto su liberación de la esclavitud para convertirse, como dijo san Pablo, en hijos y herederos de Dios,[412] Ptolomeo llama al segundo bautismo apolutrosis, que significa «redención» o «liberación», en alusión al procedimiento judicial mediante el cual un esclavo se convierte legalmente en una persona libre.
Si miramos retrospectivamente los ejemplos de «interpretación perversa» que hemos mencionado, podemos ver que la caracterización que hizo san Ireneo, a pesar de ser hostil, es precisa. Aquéllos que escribieron y atesoraron obras innovadoras, tales como el Evangelio de la verdad, la Danza circular de la Cruz, el Libro secreto de san Juan y el Evangelio de Felipe estaban criticando implícitamente, de manera intencionada o sin propósito de hacerlo, la fe de la mayoría de los creyentes. Así, como hemos señalado anteriormente, Valentín compara a los que retratan a Dios como un ser «mezquino, celoso e iracundo» con quienes reciben la «gracia de conocerle» como un Padre amante y compasivo. Muchos expertos consideran el Evangelio de la verdad como un discurso inspirador que habría de pronunciarse durante los segundos bautismos de los seguidores de Valentín, cuando los que llegaban a reconocerse a sí mismos como hijos de Dios también llegaban a reconocerse entre sí, según este evangelio, como «verdaderos hermanos, aquellos sobre los que el amor del Padre se derrama y entre los cuales nada de Él falta».[413] Asimismo, los que toman parte en la Danza circular de la Cruz, girando en círculos y cantando «Amén» para responder a la persona que canta el papel de Jesús, celebraban su nueva relación con Jesús, que aquí, como ya hemos dicho, les formula la siguiente invitación:
Veos a vosotros mismos en Mí que os estoy hablando, y cuando hayáis visto lo que hago, guardad silencio sobre mis misterios. Vosotros, los que danzáis, reflexionad sobre lo que hago; porque esta pasión humana que pronto voy a sufrir es la vuestra.[414]
Es posible que la celebración mediante la danza que se describe en la Danza circular de la Cruz sirviera como una forma de apolutrosis, porque, aunque prácticamente todos los grupos cristianos inician a los recién llegados mediante algún tipo de bautismo con agua, estos maestros espirituales, según dice san Ireneo, no han encontrado una fórmula unificada para realizar el segundo bautismo: «No tiene una forma establecida y cada maestro transmite este ritual a su manera, según la inclinación de cada cual; por consiguiente, hay tantos tipos de apolutrosis como maestros de estas ideas místicas».[415]
Tras investigar minuciosamente estas cuestiones, san Ireneo informa de que algunos de estos cristianos bautizan a los iniciados con agua por segunda vez, utilizando distintas invocaciones:
Algunos… introducen a los iniciados en el agua y, al bautizarlos, pronuncian estas palabras: «en nombre del Padre desconocido de todo lo que existe; en la Verdad, madre de todas las cosas; en el Uno que descendió sobre Jesús [el Espíritu]; para la unión, redención [apolutrosis] y comunión con las potencias».[416]
Otros llevan a cabo la apolutrosis como una especie de matrimonio espiritual que une a la persona con la «vida oculta con Cristo en Dios»,[417] es decir, la parte previamente desconocida del ser de la persona que conecta a dicha persona con la divinidad. Pero otros, dice san Ireneo, «repiten ciertas palabras hebreas», y a continuación menciona san Ireneo las invocaciones que estos cristianos utilizan (que en realidad no son palabras hebreas): «Basema, Chamosse, Baonara, Mistadia, Ruada, Kousta, Babafor, Kalacheit»,[418] que aluden a los nombres secretos de Dios. Después de las invocaciones y los rezos, los que participaban en el ritual pronunciaban una bendición («Paz a todos aquellos sobre los cuales descansa este nombre»), ungían al iniciado con aceite balsámico y cantaban «Amén». San Ireneo dice que, además, había otros que rechazaban cualquier tipo de ritual, porque sostenían que, en sí mismo, el hecho de «reconocer la inefable grandeza [de Dios]» constituye una redención; por consiguiente, cualquiera que reconociera esta grandeza estaba ya «liberado».[419]
Independientemente de la forma que adoptara el ritual, lo habitual era pedirle al candidato que respondiera a un conjunto de preguntas. Del mismo modo que los sacramentos del bautismo y del matrimonio incluyen un diálogo ritual en el que se pone de manifiesto lo que la persona pretende y a qué se compromete («¿Crees en Dios Padre…?», «¿Aceptas a este hombre / esta mujer…?»), también aquéllos que recibían la apolutrosis eran sometidos a preguntas tales como: ¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? Muchos grupos religiosos, incluidas las religiones mistéricas, adaptaron a sus rituales de iniciación un conjunto parecido de preguntas estándar, del tipo de las que una patrulla local de fronteras podría plantear a los viajeros. Ya hemos visto que en el Evangelio de Tomás aparece Jesús enseñando a sus discípulos la forma de responder a preguntas como éstas, unas preguntas que probablemente eran las que se les planteaba a los miembros del círculo de santo Tomás durante el bautismo, o el segundo bautismo:
Dijo Jesús: «Si os preguntan: ¿De dónde venís?, decidles: Hemos salido de la Luz, de donde la Luz ha procedido de sí misma… Si os preguntan: ¿quiénes sois?, decid: Somos sus hijos [de la Luz] y somos los elegidos del Padre viviente. Si os preguntan: ¿cuál es el signo de vuestro Padre en vosotros?, decidles: Es un movimiento y un reposo».[420]
Aquéllos que respondían adecuadamente demostraban que sabían quiénes eran espiritualmente, y sabían cómo era su relación con el «Padre viviente» y con Jesús, el cual, como ellos mismos, venía «de la luz». Aunque estos maestros practicaban la apolutrosis de muchas maneras diferentes, lo que realmente importaba a la mayoría de ellos, según dice san Ireneo, era que la persona experimentase un renacimiento espiritual: «Dicen que para los que han recibido la gnosis completa es necesario nacer de nuevo en el poder que está por encima de todas las cosas».[421]
Pero san Ireneo estaba consternado por el modo en que estas prácticas estaban dividiendo a los cristianos, alejándolos unos de otros; afirma que «posiblemente ninguna reforma de la Iglesia podría contrarrestar» el daño que estas personas estaban haciendo al «cortar en pedazos y destruir el gran cuerpo glorioso de Cristo».[422] San Ireneo les acusa de que el significado real de apolutrosis no es redención, sino algo muy diferente, a saber, que Satanás inspiraba a los que se hacían llamar maestros espirituales para que «negaran que el bautismo supone un renacer en Dios y repudiaran la fe en su totalidad».[423] Al devaluar lo que tenían en común con otros creyentes e iniciar a las personas en grupos propios más pequeños, estos maestros creaban potencialmente innumerables cismas en los grupos cristianos de todo el mundo, así como en cada congregación. San Ireneo concluye su alegato declarando que todos los maestros espirituales o profetas que actuaban de aquella manera eran en realidad herejes, estafadores y mentirosos. Escribió su ataque en una obra enorme de cinco volúmenes, Refutación y desenmascaramiento del falsamente llamado conocimiento, para exigir que los miembros de su congregación dejaran de escuchar a cualquiera de ellos y volvieran a los fundamentos básicos de su fe. San Ireneo prometía explicarles el significado real de las Escrituras e insistía en que sólo lo que él enseñaba era verdadero.
Su reto primordial era el siguiente: ¿cómo podía él convencer a los creyentes de que el «bautismo común» que todos ellos recibían, lejos de ser meramente el paso preliminar en la vida de la fe, producía realmente como efecto el «renacimiento en Dios»? Y, ¿cómo podía convencerles de que este bautismo transmitía no sólo las enseñanzas elementales que necesitaban los principiantes, sino además nada menos que la «fe completa»? Como respuesta, san Ireneo contribuyó a construir la arquitectura básica de lo que con el tiempo llegaría a ser el cristianismo ortodoxo. Sus instrucciones a las congregaciones indicando qué revelaciones había que destruir y cuáles se debía mantener —y, lo que quizás era aún más importante, cómo interpretar aquéllas que mantendrían— se convertirían en la base para la formulación del Nuevo Testamento y de lo que él llamaba su «canon de la verdad», el cual, a su vez, llegaría a ser el marco para los credos ortodoxos. Ni que decir tiene que nada de esto fue un logro exclusivo de san Ireneo; al contrario, él fue el primero en señalar que se había basado en lo que se complacía en llamar «tradición apostólica», que incluía también los esfuerzos de muchos otros. No obstante, el hecho es que las actuaciones que emprendió, desarrolladas posteriormente por sus sucesores eclesiásticos, resultaron decisivas para lo que llegaría a ser el cristianismo durante milenios y tal como lo conocemos en la actualidad, así como para lo que no llegaríamos a conocer.