SIEMPRE HE LEÍDO EL EVANGELIO de san Juan con fascinación y, a menudo, también con devoción. A los catorce años, tras incorporarme a una iglesia cristiana evangélica, hallé en las reuniones entusiastas y comprometidas, y en el evangelio de san Juan, que mis compañeros cristianos valoraban sobremanera, lo que yo entonces ansiaba: la seguridad de pertenecer al grupo adecuado, al verdadero «rebaño» que pertenecía sólo a Dios. Como muchos otros cristianos, yo consideraba que el de san Juan era el más espiritual de los cuatro evangelios, porque en este texto Jesús no sólo era un hombre, sino una presencia misteriosa y sobrehumana, y además decía a sus discípulos: «Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros».[79] En aquella época no me preocupaba por los mensajes de fondo subyacentes que pudieran resultarme molestos —como el hecho de que san Juan exprese alternativamente, por un lado, la seguridad de que Dios prodiga su amor generoso a aquéllos que creen y, por otro, las advertencias de que cualquiera que «no cree, condenado está ya»[80] a la muerte eterna. Tampoco meditaba yo sobre esas escenas en las que san Juan dice que Jesús se refería a los miembros de su propio pueblo («los judíos») como si fueran ajenos a él y, además, hijos del diablo.[81]
Sin embargo, no tardé mucho en aprender lo que cuesta la inclusión: los dirigentes de la iglesia a la que yo asistía nos exhortaban a no relacionarnos con los que no pertenecían a nuestra religión, salvo para convertirlos. Más tarde, cuando un íntimo amigo mío falleció en un accidente de automóvil a la edad de 16 años, mis compañeros evangelistas lamentaron la tragedia, pero afirmaron que, puesto que era judío y no «había renacido a la fe», estaba condenado para toda la eternidad. Me disgustó aquella interpretación que hicieron, con la que yo no estaba de acuerdo y, no hallando espacio para la discusión, me di cuenta de que ya no pertenecía a su mundo y abandoné aquella iglesia. Cuando fui a la universidad, decidí aprender griego con el fin de leer el Nuevo Testamento en su lengua original, esperando descubrir la fuente de su fuerza. Al leer aquellos concisos e intensos relatos en griego percibí los evangelios de una manera distinta y nueva, pasando a menudo la página para ver que sucedía después, como si nunca los hubiera leído con anterioridad. El hecho de poder leer en griego me permitió también conocer de primera mano los poemas de Homero, las obras de teatro de Sófocles y Esquilo, los himnos de Píndaro y las invocaciones de Safo. Así comencé a ver que muchos de aquellos escritos «paganos» eran asimismo literatura religiosa, si bien mostraban una sensibilidad religiosa diferente.
Después de estudiar en la universidad, aprendí danza en la Martha Graham School de Nueva York. Amaba la danza, pero seguía preguntándome qué era aquello que había encontrado en el cristianismo, que me resultaba a la vez tan irresistible y tan frustrante. Decidí buscar el «cristianismo real» —creyendo, como han creído tradicionalmente los cristianos, que podría encontrarlo sumergiéndome en las primeras fuentes cristianas, escritas poco después del tiempo en que Jesús y sus discípulos habían recorrido Galilea. Cuando me incorporé al programa de doctorado de Harvard, me quedé asombrada al oír decir a otros estudiantes que los profesores Helmut Koester y George MacRae, que enseñaban la historia de los primeros tiempos del cristianismo, habían organizado archivos llenos de «evangelios» y «apócrifos» escritos durante los primeros siglos, siendo muchos de ellos textos secretos de los que yo nunca había oído hablar. Estos escritos, que contenían dichos, rituales y diálogos atribuidos a Jesús y a sus discípulos, se habían encontrado en 1945 en un escondrijo que contenía textos elaborados al comienzo de la era cristiana, y habían sido desenterrados cerca de Nag Hammadi, en el Alto Egipto.[82] Cuando mis compañeros de estudios y yo investigamos estas fuentes, descubrimos que ponían de manifiesto la existencia, dentro del movimiento cristiano, de una diversidad que las posteriores versiones «oficiales» de la historia del cristianismo habían suprimido de una manera tan eficaz, que nunca hasta entonces, hasta aquel momento y en la escuela para graduados de Harvard, habíamos tenido noticias de ella. En consecuencia, nos preguntábamos quién había escrito aquellos evangelios alternativos y cuándo se había hecho. La siguiente pregunta era: ¿cómo se relacionaban aquellos escritos con los evangelios y los demás textos del Nuevo Testamento que conocíamos, y en qué diferían de éstos?
Estos descubrimientos supusieron para nosotros un desafío no sólo intelectual, sino —al menos en mi caso— también espiritual. Yo había llegado a respetar la obra de algunos «padres de la Iglesia», como san Ireneo, obispo de Lyon (hacia el año 180), que había denunciado tales escritos secretos calificándolos como «abismo de locura y blasfemia contra Cristo».[83] Por consiguiente, esperaba que aquellos textos recientemente descubiertos estuviera amañados y fueran pretenciosos y triviales. Al contrario, me quedé sorprendida al hallar en algunos de ellos una inesperada fuerza espiritual en afirmaciones como ésta que cito a continuación, correspondiente al evangelio de santo Tomás, y que fue traducida por el profesor MacRae: «Jesús dijo: “Cuando engendréis lo que está en vosotros, esto que tenéis os salvará, pero si no lo tenéis en vosotros, esto que no tenéis en vosotros os dará muerte”».[84] La fuerza de esta afirmación reside en que no nos dice qué es lo que tenemos que creer, sino que nos reta a descubrir lo que está escondido dentro de nosotros mismos; abrumada por la constatación, me di cuenta de que esta perspectiva resultaba, a mi parecer, una verdad evidente en sí misma.
En 1979 publiqué Los evangelios gnósticos,[85] una exploración preliminar del impacto producido por los descubrimientos de Nag Hammadi. Ahora, unos veinte años más tarde, muchos expertos dicen que estos textos pueden no ser «gnósticos»; ya que muchos de nosotros nos preguntamos qué significa este término tan sorprendente. En la medida en que gnóstico se refiera a alguien que «conoce», es decir, que busca un conocimiento a través de la experiencia, la palabra puede caracterizar a muchas de estas fuentes de una manera bastante precisa; pero, los «padres de la Iglesia» utilizaban más a menudo este término con una intención burlona para referirse a aquéllos a quienes pretendían dejar al margen por ser personas que afirmaban «saberlo todo». Un experto riguroso, como es Michael Williams, sugiere que deberíamos dejar de utilizar este término, y otra gran experta, Karen King, pone de relieve sus numerosas connotaciones.[86] No obstante, mi intención al escribir aquel libro fue plantear ciertas preguntas: ¿por qué decidió la Iglesia que aquellos textos eran «heréticos» y que sólo los evangelios canónicos eran «ortodoxos»? ¿Quién tomó aquellas decisiones y en qué circunstancias lo hizo? A medida que mis colegas y yo investigábamos para encontrar las respuestas, comencé a comprender los intereses políticos que configuraron el movimiento cristiano en sus primeros tiempos.
Gracias a la investigación emprendida desde entonces, en la que han participado muchos expertos de todo el mundo, lo que aquel libro pretendía ofrecer a manera de esbozo de la historia del cristianismo, esquemático y como hecho a carboncillo, se puede ver ahora con tanto detalle como si se mirara con un microscopio electrónico; con una claridad, unos detalles y una precisión considerablemente mayores. El tema en que me centro en el presente libro es el hecho de que ciertos dirigentes cristianos, desde el siglo II hasta el siglo IV, acabaron rechazando muchas otras fuentes de revelación y estableciendo el canon evangélico del Nuevo Testamento con los textos de san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan, junto con el «canon de la verdad», que se convirtió en el núcleo de los credos posteriores que han definido el cristianismo hasta nuestros días.
Cuando estaba trabajando con muchos otros expertos para editar y anotar aquellos textos de Nag Hammadi, nos dimos cuenta de que la investigación iba clarificando —y completando— gradualmente nuestros conocimientos sobre el origen del cristianismo. Lo que sucedió fue que, en vez de descubrir el «cristianismo primitivo» más puro y más sencillo que muchos de nosotros habíamos estado buscando, nos encontramos en medio de un mundo mucho más diverso y más complicado de lo que cualquiera de nosotros podía haber imaginado. Por ejemplo, muchos expertos están convencidos actualmente de que el evangelio de san Juan que se incorporó al Nuevo Testamento, escrito probablemente a finales del siglo I, surgió de un intenso debate sobre quién era, o es, Jesús.[87] Para mi sorpresa, después de pasar muchos meses comparando el evangelio de san Juan con el evangelio de santo Tomás, que pudo haber sido escrito más o menos al mismo tiempo, he llegado a ver claro que el evangelio de san Juan se escribió en el fragor de una controversia para defender ciertos punto de vista sobre Jesús y rebatir otros.
Esta investigación ha contribuido a clarificar no sólo qué es lo que defiende el evangelio de san Juan, sino también a qué se opone. San Juan dice explícitamente que escribe «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre [el de Jesús]».[88] Aquello a lo que san Juan se opone, como veremos, incluye lo que enseña el evangelio de santo Tomás: que la luz de Dios no sólo brilla en Jesús, sino en cada uno de nosotros, al menos potencialmente. El evangelio de santo Tomás anima al oyente no tanto a creer en Jesús, como exige san Juan, sino más bien a buscar el conocimiento de Dios a través de la propia capacidad, que es un don de Dios, ya que todos hemos sido creados a imagen de él. Para los cristianos de generaciones posteriores, el evangelio de san Juan contribuyó a proporcionar el fundamento para una iglesia unificada, un fundamento que no se hallaba en el de santo Tomás, con su énfasis en la búsqueda personal de Dios.
Después de años de estudio, también he aprendido que, aunque el evangelio de san Juan está escrito con gran sencillez y fuerza, su significado no es en absoluto obvio. Incluso su primera generación de lectores (aproximadamente entre el año 90 y el 130 de la era cristiana) no llegó a estar de acuerdo sobre si el evangelio de san Juan era un verdadero evangelio o no lo era, ni sobre si debía formar parte del Nuevo Testamento.[89] Entre los primeros cristianos, aquéllos que defendían el evangelio de san Juan lo reverenciaban como el «evangelio del logos» —el evangelio de la palabra o razón (en griego, logos) divina— y se burlaban de los que se oponían a él considerándolo «irracional» (alogos, carente de razón). Sus detractores, por el contrario, se apresuraron a señalar que la narración de san Juan difiere significativamente de los relatos de san Mateo, san Marcos y san Lucas. Cuando comparé el evangelio de san Juan con estos otros evangelios, observé que en ciertos aspectos esto es cierto y que algunas de estas diferencias son mucho más que variaciones sobre el tema.
Por ejemplo, en momentos cruciales de su relato, el evangelio de san Juan contradice el testimonio combinado de los otros evangelios del Nuevo Testamento. Ya hemos visto que el evangelio de san Juan difiere de los otros en la versión de los últimos días de Jesús; y, lo que es más, mientras san Mateo, san Marcos y san Lucas coinciden en que el último acto público de Jesús fue la expulsión de los mercaderes que hacían negocios en el templo, según san Juan éste fue su primer acto. Los otros tres evangelios dicen todos ellos que lo que finalmente indujo al sumo sacerdote y a sus aliados a arrestar a Jesús fue el ataque de éste contra los cambistas, cuando en Jerusalén
entró [Jesús] en el Templo y empezó a echar fuera a los que en él estaban vendiendo y comprando, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los que vendían las palomas, y no permitía que nadie transportara por el Templo mercancía alguna.[90]
San Marcos dice de este asombroso incidente: «Y lo oyeron los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y andaban buscando el modo de quitarle la vida».[91] San Mateo y san Lucas coinciden con san Marcos en que las autoridades del templo habían arrestado a Jesús poco después.
Sin embargo, san Juan sitúa este acto culminante al principio de su relato, para sugerir que toda la misión de Jesús consistía en purificar y transformar el culto de Dios. San Juan también aumenta la violencia de la escena cuando añade que Jesús, «habiendo formado con cuerdas una especie de azote, los arrojó a todos del Templo».[92] A diferencia de los otros escritores de los evangelios, san Juan no menciona que este hecho tuviera repercusiones inmediatas, probablemente porque, si Jesús hubiera sido arrestado en aquel momento, ya no habría tenido historia alguna que contar. Para justificar la detención de Jesús, san Juan inserta al final de su relato una sorprendente historia que no aparece en ninguno de los otros evangelios: la narración de cómo Jesús resucitó a su amigo Lázaro, lo cual alarmó tanto a las autoridades que éstas decidieron matar a Jesús y además, añade san Juan, los príncipes de los sacerdotes «pensaron en matar asimismo a Lázaro».[93]
San Juan intenta con la historia de la resurrección de Lázaro, como con su versión de la «purificación del Templo», llegar a unos significados más profundos. Como dice san Juan, los príncipes de los sacerdotes habían arrestado a Jesús, no porque le consideraran un alborotador que había causado disturbios en el Templo, sino porque reconocían y temían en secreto su poder, un poder que era capaz incluso de resucitar a los muertos. San Juan representa a Caifás, el sumo sacerdote, argumentando ante el consejo judío que «si le dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los romanos y destruirán nuestros lugares sagrados y a nuestro pueblo».[94] Según san Juan, esta oposición no fue en absoluto algo que quedó en el pasado, sino que incluso en su propia época, unos sesenta años después de la muerte de Jesús, los que se oponían al maestro y a sus seguidores seguían temiendo que «todos creyeran en él». Así, mientras el evangelio de san Juan presenta divergencias con respecto a los otros evangelios por lo que dice y por cómo lo dice, el brillante maestro egipcio llamado Orígenes, que vivió a principios del siglo III y se convirtió en uno de los primeros defensores de san Juan, afirma que «aunque no siempre dice la verdad literalmente, siempre la dice desde un punto de vista espiritual».[95] Orígenes escribe que el autor del evangelio de san Juan había elaborado una narración aparentemente simple, pero de una simplicidad engañosa, que, como la buena arquitectura, soportaba un peso enorme.
El evangelio de san Juan también difiere de los de san Mateo, san Marcos y san Lucas en un segundo aspecto —mucho más importante—, ya que san Juan sugiere que Jesús no es meramente un siervo humano de Dios, sino Dios mismo revelado en forma humana. San Juan dice que «los judíos» intentaron matar a Jesús y lo justificaban con la siguiente acusación: «porque siendo tú, como eres, hombre, te haces a ti mismo Dios».[96] Pero san Juan creía que Jesús era realmente Dios en forma humana; en este sentido, san Juan relata cómo Tomás, uno de los doce apóstoles, reconoció finalmente a Jesús, cuando se lo encontró resucitado de la muerte, y exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!»[97] En uno de los primeros comentarios que se escribieron sobre el evangelio de san Juan (hacia el año 240 de la era cristiana), Orígenes se siente obligado a matizar que los otros evangelios describen a Jesús como un ser humano, y «ninguno de ellos habla claramente de su divinidad, como lo hace el de san Juan».[98]
Pero ¿no dicen también los otros evangelios que Jesús es Dios? ¿No es cierto que san Mateo y san Marcos, por ejemplo, llaman a Jesús «hijo de Dios», y que esto significa que Jesús es prácticamente —casi genéticamente— lo mismo que Dios? Como la mayoría de las personas que se han familiarizado con la tradición cristiana, yo suponía que todos los evangelios dicen lo mismo o, como mucho, presentan variaciones sobre el mismo tema. Como resulta que san Mateo, san Marcos y san Lucas comparten una perspectiva similar, los expertos se refieren a estos evangelios dándoles el nombre de evangelios sinópticos (literalmente: «que ven juntos»). Fue al llegar a la escuela para graduados de Harvard, cuando, al ponerme a investigar cada evangelio, en la medida de lo posible dentro de su contexto histórico, me di cuenta por primera vez de lo radical que es la afirmación de san Juan, cuando dice que Jesús es la manifestación de Dios en forma humana.
Aunque san Marcos y los demás evangelistas utilizan denominaciones que los cristianos suelen tomar hoy en día como indicadoras de la divinidad de Jesús, tales como «hijo de Dios» y «Mesías», en la época de san Marcos estas denominaciones designaban roles humanos.[99] Los cristianos que las tradujeron quince siglos más tarde creyeron que dichas denominaciones demostraban que Jesús estaba relacionado de forma única con Dios y, en consecuencia, las escribieron con mayúsculas, convención lingüística que no existe en griego. No obstante, lo más probable es que los contemporáneos de san Marcos vieran a Jesús como un hombre; aunque, como dice san Marcos, fuera un hombre dotado del poder del Espíritu Santo y designado por la divinidad para reinar en el reino de Dios que había de venir.
Sin embargo, como veremos más adelante, después de que los evangelios de san Mateo, san Marcos y san Lucas se unieran al evangelio de san Juan y a las epístolas de san Pablo para formar el «Nuevo Testamento» —proceso que se llevó a cabo a lo largo de unos doscientos años (aproximadamente desde el año 160 hasta el 360 de la era cristiana)—, la mayoría de los cristianos acabaron leyendo aquellos primeros evangelios desde la perspectiva del de san Juan, llegando a encontrar así en todos ellos evidencias que apoyaban la convicción de san Juan según la cual Jesús es «Señor y Dios».[100] Sin embargo, los evangelios descubiertos en 1945 en el Alto Egipto ofrecen unas perspectivas diferentes. Porque, si los evangelios de san Mateo, san Marcos y san Lucas se hubieran unido, por ejemplo, al evangelio de santo Tomás en vez de al de san Juan, o si los de san Juan y santo Tomás hubieran sido ambos incluidos en el canon del Nuevo Testamento, los cristianos probablemente habrían leído los tres primeros evangelios de una manera bastante diferente. Los evangelios de santo Tomás y san Juan dan indicios de la existencia de distintos grupos de seguidores de Jesús que, hacia finales del siglo I, habrían estado inmersos en debates, o incluso discusiones, entre unos y otros. Lo que debatían entonces es lo siguiente: quién es Jesús y cuál es la «buena nueva» (en griego euangelion, «evangelio») que nos trae.
El evangelio de santo Tomás contiene las enseñanzas que veneraban los «cristianos de santo Tomás», un grupo que se constituyó al parecer entre los primeros cristianos durante el siglo I, de manera similar a los grupos que seguían los evangelios de san Mateo, san Lucas y san Juan. Lo que asombró a los expertos cuando leyeron por primera vez el evangelio de santo Tomás, en la década de 1940, fue que, aunque contiene muchos mensajes de Jesús que san Lucas y san Mateo incluyeron también en sus respectivos evangelios, recoge además otros mensajes que parecen derivarse de una tradición diferente de la transmitida por los evangelios sinópticos.[101] Aunque no sabemos dónde se escribió el evangelio de santo Tomás, muchos expertos, tras reconocer nombres asociados con Siria, piensan que se originó allí. Los Hechos de santo Tomás (alrededor del año 200 de la era cristiana), escritos probablemente en siríaco, indican que fue santo Tomás quien evangelizó la India,[102] dándose el hecho de que hasta el momento actual ha habido en la India cristianos de santo Tomás, que consideran a santo Tomás el fundador de su fe. Aunque san Mateo, san Marcos y san Lucas lo mencionan entre «los doce» apóstoles, Tomás no es un nombre propio, sino que significa «gemelo» en arameo, la lengua que supuestamente hablaba Jesús. Como demuestra el profesor Helmut Koester, aunque este discípulo fuera llamado por su apodo arameo, el propio evangelio explica que su nombre de pila era Judas (pero sus admiradores especifican: «no Iscariote»). Dado que este discípulo era conocido por el nombre de Tomás, tanto el evangelio de santo Tomás como el de san Juan traducen este nombre al griego, explicando a sus lectores griegos que este discípulo es «el llamado Dídimo», que es la palabra griega que significa «gemelo».[103]
Como veremos más adelante, san Juan probablemente sabía cuáles eran las enseñanzas del evangelio de santo Tomás, aunque no conociera el texto propiamente dicho. Muchas de las enseñanzas contenidas en el evangelio de san Juan que difieren de las que se encuentran en los evangelios de san Mateo y san Lucas se parecen mucho a lo que se dice en el evangelio de santo Tomás: de hecho, lo primero que impresionó a los expertos que compararon estos dos evangelios fue su grado de similitud. Por ejemplo, tanto san Juan como santo Tomás parecen suponer que el lector ya conoce la historia básica que relatan san Marcos y los otros, y cada uno de ellos afirma ir más allá de dicha historia y revela lo que Jesús enseñó a sus discípulos en privado. Cuando, por ejemplo, san Juan dice lo que sucedió la noche en que Judas traicionó a Jesús, este evangelista inserta en su relato casi cinco capítulos de enseñanzas que aparecen exclusivamente en su evangelio: los llamados discursos de despedida de los capítulos que van del 13 hasta el 18, que son diálogos íntimos entre los discípulos y Jesús, así como gran cantidad de monólogos. De manera similar, el evangelio de santo Tomás, como ya hemos indicado, afirma ofrecer «los dichos secretos que Jesús el Viviente ha dicho», y que «ha escrito Dídimo Judas Tomás».[104]
San Juan y santo Tomás ofrecen unos relatos similares de lo que Jesús enseñó en privado. A diferencia de san Mateo, san Marcos y san Lucas, que dicen que Jesús advirtió de la venida del «final de los tiempos», tanto san Juan como santo Tomás dicen, por el contrario, que dirigió a sus discípulos hacia el principio de los tiempos —hacia el relato de la creación que figura en Génesis I— e identifican a Jesús con la luz divina que nació «al principio».[105] Santo Tomás y san Juan dicen ambos que esta luz primera conecta a Jesús con el universo en su totalidad, ya que, como dice san Juan, «Al principio era el Verbo [logos; o la luz]… Todo se hizo mediante él».[106] El profesor Koester ha indicado con detalle estas similitudes y concluye que estos dos autores partieron de fuentes comunes.[107] Mientras san Mateo, san Marcos y san Lucas identifican a Jesús con un agente humano de Dios, en cambio san Juan y santo Tomás lo caracterizan como la propia luz de Dios en forma humana.
No obstante, a pesar de las similitudes, los autores de estos dos evangelios enfocan las enseñanzas privadas de Jesús desde puntos de vista claramente distintos. Para san Juan, lo que hace único a Jesús es su identificación con la luz que nació «al principio», el «Hijo Unigénito» de Dios. San Juan le llama la «luz verdadera que alumbra a todo ser humano»,[108] y cree que Jesús es el único que trae una luz divina a un mundo que sin él estaría sumergido en las tinieblas. San Juan dice que podemos sentir a Dios sólo a través de la luz divina encarnada en Jesús. Sin embargo, ciertos pasajes del evangelio de santo Tomás llegan a una conclusión bastante diferente: que toda la humanidad comparte la luz divina encarnada en Jesús, ya que todos estamos hechos «a imagen de Dios».[109] Así, santo Tomás expresa lo que mil años más tarde llegó a ser un tema central del misticismo judío —y, posteriormente, del misticismo cristiano también—: que la «imagen de Dios» está escondida dentro de cada uno de nosotros, aunque la mayoría de los seres humanos sigue sin ser consciente de su presencia.
Unas interpretaciones de la presencia de Dios que podían haber sido complementarias, por el contrario llegaron a rivalizar entre sí; porque, al afirmar que sólo Jesús encarna la luz divina, san Juan pone en tela de juicio la afirmación de santo Tomás, según la cual esta luz puede estar presente en cualquier ser humano. Por supuesto, fue el punto de vista de san Juan el que prevaleció y ha configurado desde entonces el pensamiento cristiano. Esto se debe a que, después de que la doctrina de san Juan fuera unida a los otros tres evangelios para formar el Nuevo Testamento, su visión de Jesús llegó a dominar e incluso a definir lo que llamamos doctrina cristiana. Algunos cristianos que defendieron el «evangelio cuádruple»[110] —de san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan— contenido en el Nuevo Testamento denunciaron el tipo de doctrina que se encontraba en el evangelio de santo Tomás (junto con muchos otros textos que denominaron «secretos e ilegítimos»)[111] e hicieron un llamamiento a los creyentes para que rechazaran aquella doctrina por ser herética. Cómo sucedió esto y qué significado tiene para la historia de la tradición cristiana es lo que este libro quiere examinar.
Para valorar el tremendo salto que dio san Juan —y también santo Tomás—, hemos de recordar cómo caracterizan a Jesús los evangelios de san Mateo, san Marcos y san Lucas. El más antiguo de estos evangelios, el de san Marcos, escrito más o menos cuarenta años después de la muerte de Jesús (hacia el año 70 de la era cristiana), presenta como misterio central la cuestión de quién es Jesús. San Marcos relata cómo los discípulos de Jesús discutieron —y descubrieron— el secreto de su identidad:
Partió Jesús con sus discípulos a las aldeas de Cesarea de Filipo; y, en el camino, interrogaba a sus discípulos, diciendo: «¿Quién dicen las gentes que soy yo?». Ellos le respondieron: «Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que uno de los profetas…» «Y vosotros», replicó Jesús, «¿quién decís que soy yo?». Pedro, respondiendo por todos, le dice: «Tú eres el Mesías».[112]
A continuación, san Marcos muestra inmediatamente cómo Pedro, aunque veía acertadamente a Jesús como el messiah de Dios, literalmente «el ungido» —el hombre designado para ser el futuro rey de Israel—, no comprende lo que va a suceder. Cuando Jesús les explica que debe sufrir y morir, Pedro protesta alarmado, ya que lo que él espera del «ungido» por Dios no es que muera, sino que sea coronado y entronizado en Jerusalén.
En la desolada escena de la crucifixión, san Marcos explica cómo Jesús exclamó que Dios le había abandonado, emitió un grito final inarticulado y murió; un centurión romano que le vio morir declaró: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».[113] Aunque para alguien no judío, como el centurión, «hijo de Dios» podía significar un ser divino, los primeros seguidores de Jesús, como san Marcos, eran judíos y entendían que «hijo de Dios», como «mesías», se refería al rey humano de Israel. Durante las antiguas ceremonias de coronación en Israel, el futuro rey era ungido con óleo para demostrar así el favor divino, mientras un coro que cantaba uno de los salmos ceremoniales proclamaba que, al ser coronado, el rey se convertía en el representante de Dios, su «hijo» humano.[114] Así, cuando san Marcos comienza su evangelio diciendo «Principio del evangelio de Jesús, el Cristo, el hijo de Dios»,[115] está anunciando que Dios ha elegido a Jesús para que sea el futuro rey de Israel. Dado que san Marcos escribe en griego, traduce el término hebreo messiah como christos (que significa «el ungido»), que luego, al pasar al castellano, se convierte en «Jesucristo».
En el evangelio de san Marcos, Jesús también se define a sí mismo como «hijo de hombre», una expresión cuyo significado es ambiguo. A menudo, en la Biblia hebrea «hijo de hombre» no significa más que «ser humano» (en hebreo, ben adam significa «hijo de Adán»), Por ejemplo, el profeta Ezequiel dice que el Señor se dirigió a él repetidas veces llamándole «hijo del hombre», lo cual se suele traducir como «mortal»,[116] por lo que, cuando el Jesús del evangelio de san Marcos se llama a sí mismo «hijo de hombre», puede que también quiera decir sencillamente «ser humano». Sin embargo, los contemporáneos de san Marcos que estaban familiarizados con la Biblia hebrea pueden haber reconocido también la expresión «hijo de hombre» como referida a la persona misteriosa que vio el profeta Daniel en una visión en la que dicha persona comparecía ante el trono de Dios para ser investida de poder:
Proseguí viendo en las visiones nocturnas y he aquí que había alguien parecido a un hijo de hombre que venía con las nubes del cielo, y llegó hasta el anciano de los días y fue llevado ante él. Y se le concedió dominio, gloria e imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron… un dominio eterno, que no pasará, y su reino no será destruido.[117]
San Marcos dice que cuando el sumo sacerdote estaba interrogando a Jesús, le conminó a que dijera «si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios», a lo que Jesús respondió: «Sí, yo soy, tú lo has dicho, y aún os declaro que veréis al Hijo del hombre… venir con las nubes del cielo».[118] Así pues, según san Marcos, Jesús no sólo reclamó para sí los títulos propios del rey de Israel («mesías», «hijo de Dios»), sino que citó realmente la visión de Daniel para sugerir que él —o quizás algún otro cuya venida preveía— era aquel «hijo del hombre» que el profeta vio ante el trono de Dios en el cielo. San Mateo y san Lucas siguen a san Marcos en la descripción de Jesús como futuro rey («mesías», «hijo de Dios») y, al mismo tiempo, como mortal investido de poder divino («hijo del hombre»).
Sin embargo, ninguno de estos títulos aclara con precisión quién era Jesús. Por el contrario, los autores de los evangelios invocan todo un racimo de términos tradicionales para expresar su profunda convicción de que Jesús de Nazaret fue un hombre elevado a un estatus único, incluso sobrenatural. No obstante, san Lucas plantea que fue estando Jesús ya muerto, cuando Dios lo devolvió a la vida en un acto de favor sin precedentes, y así ascendió a Jesús, por decirlo de algún modo, no sólo a la categoría de «mesías», sino también a la de «Señor», nombre que la tradición judía reserva normalmente y de manera estricta para el propio Señor Dios. Según el relato de san Lucas, escrito diez o veinte años después que el de san Marcos, san Pedro se atreve a anunciar a los «hombres de Jerusalén» que únicamente Jesús, entre todos los seres de la raza humana, regresó vivo después de la muerte y que esto demuestra que «Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús al que vosotros crucificasteis».[119]
Sin embargo san Juan, que escribió aproximadamente una década más tarde que san Lucas, inicia su evangelio con un poema en el que sugiere que Jesús no es en absoluto humano, sino el divino y eterno Verbo de Dios en forma humana («Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios»)[120] El autor al que llamamos san Juan sabía probablemente que no era el primer cristiano —y ciertamente no el único— que creía que Jesús era en cierto modo divino. Unos cincuenta años antes, el apóstol san Pablo, probablemente citando un himno anterior, había dicho sobre Jesús que
aun estando en forma de Dios, no consideró usurpación el ser igual a Dios, pero se despojó totalmente a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejanza de hombre.[121]
A diferencia de san Lucas, que describe a Jesús como un hombre que ha ascendido al estatus divino, san Juan, al igual que el himno que cita san Pablo, lo describe, por el contrario, como un ser divino que desciende a la tierra —temporalmente— para adoptar forma humana. En otro lugar, san Pablo declara que es el Espíritu Santo el que inspira a aquéllos que creen que «¡Jesús es el Señor!»[122] Sesenta años después, uno de los admiradores de san Pablo, el obispo sirio Ignacio de Antioquía, previendo su inminente martirio, escribió que ansiaba apasionadamente «imitar el sufrimiento de mi Dios»;[123] es decir, de Jesús. Por lo tanto, Plinio, el gobernador romano de Bitinia, en Asia Menor, tenía razón probablemente cuando, después de investigar a las personas sospechosas que había en su provincia, escribió al emperador Trajano (alrededor del año 115) que los cristianos «cantan un himno a Jesús como si éste fuera un dios»;[124] quizás fuera el mismo himno que conocía san Pablo.
Ésta es la razón por la que algunos historiadores, después de comparar el evangelio de san Marcos (escrito entre el año 68 y el 70 de la era cristiana) con los evangelios de san Mateo y san Lucas (escritos aproximadamente entre los años 80 y 90), y luego con el de san Juan (escrito más o menos entre el año 90 y el 100), han pensado que el evangelio de san Juan representa una transición de una cristología inferior a una superior: una visión de Jesús cada vez más elevada. Estos historiadores señalan que estos criterios se desarrollaron a partir del siglo I y culminaron en frases como las que encierra el credo de Nicea, en el que se proclama que Jesús es «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero».
Sin embargo, la doctrina cristiana relativa a Jesús no sigue una simple pauta evolutiva. Aunque las formulaciones de san Juan han sido prácticamente las que han definido la doctrina cristiana ortodoxa durante casi dos mil años, en su época no fueron sin embargo universalmente aceptadas. Mientras las proclamas sobre la divinidad de Jesús hechas por san Pablo y san Juan sobrepasan las de san Marcos, san Lucas y san Mateo, el evangelio de santo Tomás, que quizás se escribió más o menos al mismo tiempo que el de san Juan, adopta un lenguaje similar para expresar algo bastante diferente. Empezaremos por examinar primero el evangelio de santo Tomás, dado que este evangelio diverge con respecto a la pauta más conocida del de san Juan.
Deberíamos tener en cuenta que, aunque estoy utilizando aquí los nombres tradicionales —santo Tomás y san Juan, y el término habitual autor—, nadie sabe quién escribió realmente estos evangelios. Algunos expertos han observado que, fuera quien fuera el que reunió los dichos que constituyen el evangelio de santo Tomás, es posible que no fuera tanto un autor como un recopilador —o varios recopiladores— que, en vez de componer estos dichos, sencillamente recogieron los dichos tradicionales y los pusieron por escrito.[125] Así pues, en el evangelio de santo Tomás, como en los de san Juan, san Mateo y san Lucas, encontramos a veces dichos que parecen contradecirse unos con otros. Por ejemplo, tanto san Juan como santo Tomás recogen algunos dichos en los que se sugiere que son muy pocos los que llegan a conocer a Dios: unos pocos elegidos. Estos dichos reflejan la doctrina tradicional sobre la opción divina, afirmando que Dios elige a los que son capaces de conocerle,[126] mientras que el conjunto de dichos que yo considero claves para interpretar el evangelio de santo Tomás sugieren, por el contrario, que todos los seres humanos han recibido en la creación una capacidad innata para conocer a Dios. No sabemos casi nada sobre la persona a la que llamamos santo Tomás, salvo que, como los evangelistas que escribieron los evangelios del Nuevo Testamento, escribió en nombre de un discípulo, intentando aparentemente transmitir «el evangelio» tal como este discípulo se lo enseñó. Así pues, como ya hemos indicado, santo Tomás parece asumir que sus oyentes están ya familiarizados con la historia que relata san Marcos sobre cómo descubrió san Pedro el secreto de la identidad de Jesús al decirle «tú eres el Mesías». Cuando san Mateo repite esta historia, añade que Jesús bendijo a san Pedro por la exactitud de su reconocimiento: «Dichoso eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque ni carne ni sangre te lo descubrieron, sino mi Padre que está en los cielos».[127]
Santo Tomás relata la misma historia de una manera diferente. Según él, cuando Jesús pregunta «¿A quién me asemejo?», no recibe una, sino tres respuestas de varios discípulos. San Pedro es el primero que da, en efecto, la misma respuesta que aparece en los evangelios de san Marcos y san Mateo: «Te asemejas a un ángel justo», una frase que puede ser la traducción del término hebreo messiah («un ungido») para la audiencia grecoparlante a la que se dirige santo Tomás. El discípulo Mateo responde a continuación: «Te asemejas a un filósofo sabio», una frase que intenta quizás transmitir el término hebreo rabbi («maestro») en un lenguaje que cualquier gentil pudiera entender. (Este discípulo es aquel del que se cree tradicionalmente que escribió el evangelio de san Mateo, que, más que ningún otro, describe a Jesús como un rabino). Pero cuando un tercer discípulo, el propio santo Tomás, responde a la pregunta de Jesús, su respuesta frustra las dos anteriores: «Maestro, mi boca no será capaz en absoluto de hacer que yo diga a quién te asemejas». Jesús replica: «Yo no soy tu maestro, puesto que has bebido y te has embriagado del pozo que bulle, que yo mismo he excavado».[128] Jesús no niega lo que san Pedro y san Mateo han dicho, pero deja implícito que sus respuestas representan niveles inferiores de conocimiento. A continuación, se lleva a santo Tomás aparte y le revela sólo a él tres dichos tan secretos que no pueden ser escritos, ni siquiera en este evangelio lleno de «dichos secretos»:
Y [Jesús] lo tomó [a santo Tomás], y se separó del grupo, y le dijo tres palabras. Cuando Tomás volvió hacia sus compañeros, éstos le preguntaron: «¿Qué te ha dicho Jesús?» Tomás les dijo: «Si yo os dijera tan sólo una de las palabras que me ha dicho, cogeríais piedras para arrojarlas contra mí; y de esas piedras saldría un fuego que os consumiría».[129]
Aunque santo Tomás no revela aquí cuáles son esas «palabras secretas» por las que los otros le apedrearían por blasfemo hasta matarlo, sí da a entender que estos secretos revelan sobre Jesús y sobre su mensaje más de lo que tanto san Pedro como san Mateo pueden comprender o conocer.
Entonces, ¿qué es el evangelio —la buena nueva— según santo Tomás? ¿En qué difiere de lo que se dice en los evangelios sinópticos de san Marcos, san Mateo y san Lucas? San Marcos inicia su evangelio en el momento en que Jesús anuncia «la buena nueva del reino de Dios», y este evangelista relata cómo Jesús, tras ser bautizado por san Juan el Bautista, ve «los cielos abiertos» y cómo el espíritu de Dios desciende sobre él.[130] A continuación, después de que el espíritu divino le condujera al desierto para enfrentarlo en una lucha con Satanás, Jesús regresa triunfante anunciando su primer y urgente mensaje: «Se acerca el Reino de Dios: convertíos y creed en la buena nueva».[131] Según san Marcos, Jesús dice que este reino llegará en vida de sus discípulos: «Hay algunos de los que están aquí que no morirán… hasta que hayan visto… venir lleno de poder el reino de Dios».[132] Más tarde, en Jerusalén, mientras sus discípulos admiran los relucientes muros del gran Templo, Jesús pregunta: «¿Veis estas grandes construcciones?… pues no ha de quedar aquí piedra sobre piedra; todo será derribado».[133]
Al oír que Jesús anuncia la llegada del reino de Dios —un acontecimiento que destruirá todo y transformará el mundo—, Pedro, Santiago, Juan y Andrés le preguntan en privado cuándo sucederán estas cosas. Jesús no especifica el día pero les dice cuáles serán los «signos de los tiempos» que indicarán la proximidad de dicho fenómeno. Predice que oirán «guerras y rumores de guerras»; terremotos y hambrunas iniciarán «los dolores de parto del Mesías», y advierte a sus seguidores que serán «azotados en las sinagogas», presentados ante «gobernadores y reyes», traicionados por miembros de sus familias y «odiados por todos». Aún peor: el gran Templo de Jerusalén será profanado y reducido a ruinas, riadas de refugiados huirán de la ciudad: «serán aquellos días de una tribulación como no la ha habido igual desde el principio de la creación… hasta ahora, ni de cierto la volverá a haber».[134] Posteriormente, dice san Marcos, Jesús predijo que «el sol se oscurecerá y la luna no dará su luz; y se verá caer las estrellas del firmamento» mientras la gente ve en el cielo los acontecimientos sobrenaturales pronosticados por el profeta Daniel, que habló del «“Hijo del hombre que viene entre nubes” con gran fuerza y gloria».[135] Solemnemente, Jesús advierte a sus discípulos: «en verdad os digo que no pasará esta generación hasta que suceda todo esto»; sobre todo les advierte: «Atended, vigilad».[136]
Sin embargo, según el evangelio de santo Tomás y el de san Juan, Jesús revela que el reino de Dios, que muchos creyentes, incluido san Marcos, esperan ver llegar en el futuro, no sólo «va a venir», sino que ya está aquí, se trata de una realidad espiritual inmediata y continua. Según san Juan, Jesús anuncia que el día del Juicio Final, que los profetas llaman «el día del Señor», «vendrá y ya es ahora»,[137] y añade que la «resurrección de los muertos» también puede producirse en el momento presente. Cuando Jesús consuela a sus amigas Marta y María por la muerte de su hermano Lázaro y les pregunta si creen que resucitará de entre los muertos, Marta expresa la esperanza de los piadosos, diciendo: «Sé que resucitará en la resurrección del último día».[138] Pero en el evangelio de san Juan, Jesús deja a todos asombrados cuando procede inmediatamente a resucitar a Lázaro, que llevaba cuatro días muerto, llamándole para que saliera vivo de su sepulcro. Por lo tanto, la gran transformación esperada para el final de los tiempos puede suceder —y sucede— aquí y ahora.
Según el evangelio de santo Tomás, el propio «Jesús viviente» desautoriza a aquéllos que confunden el reino de Dios con algún lugar de este mundo o con un acontecimiento futuro:
Jesús dijo: «Si os dicen vuestros guías: “Mirad, el reino está en el cielo”, entonces los pájaros del cielo os precederán… Si os dicen, “Está en el mar”, entonces los peces os precederán».[139]
Aquí, el Jesús del evangelio de santo Tomás ridiculiza a ciertos líderes cristianos cuyos nombres no menciona; entre ellos quizás estuviera el propio san Pedro, o san Marcos, su discípulo, porque es en el evangelio de san Marcos donde los abrumados discípulos preguntan a Jesús cuáles eran las «señales del final» que debían buscar, y Jesús les toma en serio la pregunta, advirtiéndoles de los acontecimientos inquietantes que estaban por llegar, y concluye exhortándoles a estar «atentos y vigilantes».[140] Pero santo Tomás afirma que Jesús dijo en secreto una cosa diferente:
Sus discípulos le preguntaron: «¿Qué día tendrá lugar la resurrección de los muertos y qué día vendrá el mundo nuevo?» Él les dijo: «Lo que esperáis ha llegado, pero vosotros no lo conocéis».[141]
Cuando preguntaron de nuevo «¿Qué día vendrá el Reino?», el Jesús del evangelio de santo Tomás dice:
No vendrá mientras se esté esperando, ni será cuestión de decir «Mirad, aquí está», o «allá está»; sino que el Reino del Padre está diseminado sobre toda la Tierra, pero los hombres no lo ven.[142]
El evangelio de san Lucas tiene pasajes en los que se sugiere que otros creyentes coinciden con santo Tomás en que el reino de Dios está en cierto modo presente aquí y ahora; de hecho, san Lucas ofrece una versión alternativa de la misma afirmación:
Preguntado por los fariseos cuándo vendría el reino de Dios, [Jesús] les contestó diciendo: «El reino de Dios no vendrá con unas señales que puedan observarse, ni tampoco dirá la gente: “¡Helo aquí!” o “¡Helo allá!”, porque, en efecto, el reino de Dios está dentro de vosotros».[143]
Algunos han interpretado que la expresión «dentro de vosotros» significa que el reino está entre los discípulos durante todo el tiempo que Jesús está con ellos, mientras otros entienden que significa que el reino de Dios está encarnado no sólo en Jesús, sino en cada persona. La nueva versión estándar revisada [New Revised Standard Versión] de la Biblia adopta la primera interpretación: que sólo Jesús encarna el reino de Dios. Sin embargo, hace un siglo, en un libro titulado El reino de Dios está en vosotros, León Tolstoi urgía a los cristianos a renunciar a la coacción y la violencia con el fin de hacer realidad el reino de Dios aquí y ahora. Thomas Merton, escritor y monje trapense del siglo XX, coincidía con Tolstoi, pero no interpretaba el reino de Dios de una forma práctica, sino mística.[144]
Así pues, en ciertos pasajes el evangelio de santo Tomás interpreta el reino de Dios como lo harían Tolstoi y Merton casi dos mil años más tarde. El evangelio de María Magdalena, descubierto también en Egipto, pero en 1896, unos cincuenta años antes del hallazgo de Nag Hammadi, se hace eco de este tema: Jesús dice a sus discípulos «Vigilad para que nadie os extravíe diciendo “¡Helo aquí!” o “¡Helo allí!”, pues el hijo del hombre está dentro de vosotros mismos. ¡Seguidlo!»[145] No obstante, después de incluir su versión de este dicho en un lugar determinado dentro de su evangelio, san Lucas se retracta de su postura y concluye su relato con el mismo tipo de advertencias apocalípticas que aparecen en el evangelio de san Marcos: el Hijo del Hombre no es una presencia divina que se halla dentro de todos nosotros, sino un juez aterrador que vendrá para citar a todos el día de la ira, y este día, según advierte el Jesús del evangelio de san Lucas, puede que
os venga encima de repente…, porque vendrá como un lazo sobre todos los que habitan en la faz de la universa tierra. Velad en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todas estas cosas que han de suceder y consigáis presentaros delante del Hijo del hombre.[146]
Sin embargo, los evangelios de santo Tomás y san Juan hablan para aquéllos que entienden el mensaje de Jesús de una manera bastante diferente. Ambos dicen que, en vez de advertir a sus discípulos de la llegada del final de los tiempos, Jesús les indica que miren hacia el principio. San Juan inicia su evangelio con el famoso prólogo en que describe el principio del universo, cuando «el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios».[147] San Juan se refiere, por supuesto, a los versículos iniciales del Génesis: «en un principio» había un vacío enorme y sin forma, había tinieblas y «el abismo», o unas aguas profundas, y «un viento [o el espíritu] de Elohim se cernía sobre la faz de las aguas».[148] No obstante, antes de que existieran el sol, la luna o las estrellas, existió la luz, antes que todo lo demás: «Y dijo Elohim, “¡Haya luz!”, y hubo luz».[149] Consecuentemente, san Juan identifica a Jesús no sólo con la palabra que Dios pronunció, sino también con la luz divina que Dios creó —lo que san Juan llama «la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene al mundo».[150]
El Jesús de santo Tomás desafía también a aquéllos que insisten en preguntarle cuál será su «final»: «¿Habéis descubierto ya el comienzo y, por eso, estáis buscando el final?» En esta cuestión, también les aconseja remontarse al comienzo, porque «… allí estará el fin. Feliz el que se sitúe en el comienzo, pues conocerá el fin y no gustará la muerte»;[151] es decir, volverá al estado luminoso de la creación, el que existía antes de la caída. Santo Tomás, como san Juan, identifica a Jesús con la luz que existió antes de los albores de la creación. Según el evangelio de santo Tomás, Jesús dice que esta luz primera no sólo hizo que comenzara a existir todo el universo, sino que brilla todavía en todo lo que vemos y tocamos. Porque esta luz primera no es simplemente una energía impersonal, sino un ser que habla con voz humana, con la voz de Jesús:
Jesús dijo: «Yo soy la Luz. La que está por encima de todos. Yo soy el Todo. El Todo provino de mí y el Todo ha llegado a mí. Llegad a un madero. Yo estoy allí. Levantad la piedra y me encontraréis allí».[152]
Sin embargo, a pesar de las similitudes entre las versiones de las enseñanzas secretas de Jesús que dan san Juan y santo Tomás, cuando las examinamos más detenidamente, comenzamos a ver que la manera en que san Juan entiende el «camino» de Jesús es diametralmente opuesta a la de santo Tomás en la siguiente cuestión práctica y crucial: ¿cómo podemos encontrar esa luz? Examinemos primero el evangelio de santo Tomás.
El evangelio de santo Tomás ofrece sólo unas claves crípticas —no respuestas— para aquéllos que buscan el camino hacia Dios. El «Jesús viviente» de santo Tomás incita a sus oyentes a encontrar el camino por sí mismos: «Jesús dijo: “El que encuentre la interpretación de estos dichos no gustará la muerte”»,[153] advierte a sus discípulos de que esta búsqueda les perturbará y les asombrará: «Jesús dijo: “Que el que busca no cese en su búsqueda hasta que encuentre, y cuando encuentre, se turbará, y cuando se turbe, se maravillará y reinará sobre el Todo”».[154] Por lo tanto, una vez más Jesús anima a aquéllos que buscan, diciéndoles que disponen ya de los recursos internos necesarios para encontrar lo que están buscando: «Jesús dijo: “Cuando engendréis lo que está en vosotros, esto que tenéis os salvará, pero si no lo tenéis en vosotros, esto que no tenéis en vosotros os dará muerte”».[155]
Sin embargo, los «discípulos le preguntaron [de nuevo]», escribe santo Tomás, «diciéndole: “¿Quieres que ayunemos?” y “¿de qué modo hemos de orar?” “¿Debemos dar limosnas?” y “¿qué hemos de observar en cuestión de alimentos?”».[156] En los evangelios de san Mateo y san Lucas, Jesús contesta a estas preguntas dando unas respuestas prácticas y directas. Por ejemplo, les da las instrucciones siguientes: «Cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, a fin de que tu limosna quede oculta».[157] Cuando ayunes, «unge tu cabeza y lava tu cara».[158] Y «cuando oréis, hacedlo así, diciendo: “Padre nuestro, que estás en los cielos» [159] En el evangelio de santo Tomás, Jesús no da tales instrucciones. En cambio, cuando sus discípulos le preguntan qué deben hacer —cómo rezar, qué comer, si deben ayunar o dar dinero—, responde sólo con otro koan: «No mintáis y no hagáis lo que detestáis; pues todo queda descubierto ante el cielo».[160] Con otras palabras, la capacidad para descubrir la verdad está dentro de uno mismo. Cuando los discípulos insisten, pidiendo a Jesús más aclaraciones, «dinos quién eres, para que creamos en ti», desvía de nuevo la cuestión y les indica que lo vean por sí mismos: «Les dijo: “¿Sondeáis la faz del cielo y de la tierra, y al que tenéis delante no lo conocéis y no sabéis sondear [o cómo interpretar] el tiempo presente?”».[161] Plotino, un filósofo de Alejandría que parecía estar desconcertado e irritado por tales afirmaciones, se quejaba de que «siempre están diciéndonos “¡Mirad a Dios!”, pero no nos dicen hacia dónde ni cómo hemos de mirar».[162]
No obstante, el Jesús de santo Tomás ofrece algunas claves. Después de rechazar a aquéllos que esperan la futura venida del reino de Dios, como innumerables cristianos han hecho siempre y hacen todavía, el Jesús de santo Tomás afirma que
el Reino está dentro de vosotros y está fuera de vosotros. Cuando lleguéis a conoceros a vosotros mismos, entonces seréis conocidos y sabréis que vosotros sois los hijos del Padre viviente. Pero si no os conocéis a vosotros mismos, entonces estáis en pobreza y vosotros sois la pobreza.[163]
Este dicho tan críptico hace surgir otra pregunta: ¿Cómo podemos conocernos a nosotros mismos? Según el evangelio de santo Tomás, Jesús afirma que primero debemos averiguar de dónde vinimos, y remontarnos al pasado para ocupar nuestro lugar «en el principio». A continuación dice algo aún más extraño: «Feliz el que era antes de llegar a ser».[164] Pero ¿cómo puede alguien retroceder hasta un tiempo anterior a su propio nacimiento, o incluso anterior a la creación del hombre? ¿Qué existía antes de la creación del hombre, o incluso antes de la creación del universo? Según el Génesis, «al principio» hubo, lo primero de todo, la luz primordial. Para santo Tomás esto significa que, al crear a «Adán [la humanidad] a su imagen y semejanza», como dice el Génesis 1:26, Dios nos creó a imagen de aquella luz primordial. Como muchos otros lectores del Génesis, tanto de entonces como de ahora, santo Tomás sugiere que lo que apareció en la luz primordial fue «un ser humano, sumamente maravilloso», un ser de luz radiante, el prototipo del Adán humano, al que Dios creó el sexto día. Este «Adán de luz», aunque humano en cuanto a la forma, es también divino al mismo tiempo y de una manera misteriosa.[165] En este sentido, Jesús sugiere que, si tenemos recursos espirituales dentro de nosotros, es precisamente porque fuimos hechos «a imagen de Dios». San Ireneo, el obispo cristiano de Lyon (alrededor del año 180), indica a los miembros de su grey que deben despreciar a los «herejes» que hablan como tales, denominando «ser humano [anthropos] al Dios de todo lo creado, llamándole también luz, y bendito, y eterno»[166] Sin embargo, como ya hemos dicho, lo que san Ireneo desprecia aquí como herético se convirtió más tarde en un tema fundamental de la tradición mística judía: que la «imagen de Dios» está oculta dentro de cada uno de nosotros, estableciendo un vínculo secreto entre Dios y toda la humanidad.[167]
Así, el Jesús del evangelio de santo Tomás dice a sus discípulos que no sólo él procede de la luz divina, sino que también procedemos de ella todos nosotros:
Si os preguntan: ¿de dónde venís?, decidles: «Hemos salido de la Luz, de donde la Luz ha procedido de sí misma, se ha mantenido y se ha revelado en sus imágenes». Si os preguntan: ¿quiénes sois?, decid: «Somos sus hijos [hijos de la Luz] y somos los elegidos del Padre viviente».[168]
Según santo Tomás, Jesús regaña a aquéllos que buscan el acceso a Dios en cualquier otro lugar, incluso —o quizás especialmente— a aquéllos que lo buscan intentando «seguir al propio Jesús». Cuando ciertos discípulos suplicaron a Jesús diciéndole: «muéstranos el lugar en que estás, puesto que nos es necesario buscarlo», él ni siquiera se molestó en responder a esta petición tan descaminada, sino que recondujo a sus discípulos sacándolos de ellos mismos para dirigirlos hacia la idea de la luz que está escondida dentro de cada persona: «Hay luz dentro de un hombre de luz y él ilumina al mundo entero. Si él no ilumina, hay tinieblas»[169] Con otras palabras, o bien la persona descubre la luz que está dentro de ella y que ilumina «al mundo entero», o vive en la oscuridad dentro y fuera de sí misma.
Sin embargo, descubrir la luz divina que tenemos dentro no es sencillamente cuestión de que nos digan que está allí, porque esta visión destruye la identidad propia: «Cuando veis lo que os asemeja [en un espejo], os alegráis; pero cuando veáis vuestras imágenes, que se crearon en vuestro comienzo, que ni mueren ni se revelan, ¡cuánto soportaréis!»[170] En vez de una gratificación personal, lo que el individuo encuentra es el terror de la aniquilación. El poeta Rainer Maria Rilke hace una advertencia similar con respecto a encontrar lo divino, ya que «todo ángel es aterrador». Entregarse a tal encuentro, dice Rilke, implica el terror, pues esos ángeles, esas formas celestiales
… vendrían
de noche a ti, para probarte, luchando más,
e irían por la casa como encolerizadas
y te agarrarían como si te crearan
Lo que «[nos] arrancaría fuera de [nuestra] forma» destruye el modo en que nos identificamos normalmente a nosotros mismos, mediante el género, el nombre, el origen étnico, la posición social. En este sentido, santo Tomás añade: «Jesús dijo: “Que el que busca no cese en su búsqueda hasta que encuentre y, cuando encuentre, se turbará y, cuando se turbe, se maravillará”».[173]
Finalmente, Jesús revela a santo Tomás que «el que beba de mi boca llegará a ser como yo. Yo también llegaré a ser como él y las cosas ocultas le serán reveladas».[174] Creo que éste es el significado simbólico de la atribución de este evangelio a santo Tomás, cuyo nombre quiere decir «gemelo». Cuando se habla de encontrar al «Jesús viviente», como sugiere santo Tomás, uno puede llegar a reconocerse a sí mismo y a Jesús como gemelos idénticos, por decirlo así. En el Libro de Tomás el Atleta, otro texto antiguo perteneciente a la tradición siria relativa a santo Tomás, descubierto en Nag Hammadi, el «Jesús viviente» se dirige a santo Tomás (e implícitamente al lector) de la manera siguiente:
Puesto que se ha dicho que eres mi gemelo y mi auténtico compañero, investiga para que sepas quién eres… Puesto que te llaman mi [gemelo],… aunque no lo comprendes todavía… te llamarán «el que se ha conocido a sí mismo». Pues el que no se ha conocido a sí mismo no ha conocido nada, pero el que se ha conocido a sí mismo ha comenzado ya a tener conocimiento sobre la profundidad del Todo.[175]
Me quedé asombrada cuando volví al evangelio de san Juan después de haber leído el de santo Tomás, porque santo Tomás y san Juan parten claramente de un lenguaje y unas imágenes semejantes, y ambos, al parecer, comienzan con unas «enseñanzas secretas» similares. Pero san Juan utiliza estas enseñanzas para expresar algo tan diferente de lo que dice santo Tomás, que yo me pregunto si es posible que san Juan escribiera su evangelio para refutar lo que enseña santo Tomás. Durante meses estuve investigando esta posibilidad y consulté las obras de otros expertos que también han comparado estas fuentes. Finalmente llegué a estar convencida de que eso era lo que sucedió en realidad. Como indica el experto Gregory Riley, san Juan —y sólo san Juan— presenta un retrato escéptico y crítico del discípulo al que nombra como «Tomás, al que llamaban Dídimo»[176] y, como sugiere Riley, fue san Juan quien inventó el personaje al que llamamos Tomás el incrédulo, quizás como un modo de caricaturizar a los que reverenciaban a un maestro —y un testimonio de la doctrina de Jesús— que él consideraba como descreído y falso. El escritor al que llamamos san Juan pudo haber encontrado cristianos seguidores de santo Tomás entre las personas que él conocía en su propia ciudad, y pudo haberle preocupado que su doctrina se extendiera a grupos cristianos de otros lugares. San Juan sabía probablemente que ciertos grupos de judíos —así como muchos paganos que leían y admiraban el Génesis I— enseñaban también que la «imagen de Dios» estaba en el propio ser humano; en cualquier caso, san Juan decidió escribir su propio evangelio insistiendo en que es Jesús —y sólo Jesús— quien encarna la palabra de Dios y, por consiguiente, habla con autoridad divina.
Entonces, ¿quién escribió el evangelio de san Juan? Aunque no podemos responder con certeza a esta pregunta, el propio texto proporciona algunas claves. El autor al que llamamos san Juan fue probablemente un seguidor judío de Jesús que, según sugieren varios expertos, pudo haber vivido en Éfeso o en Antioquía, la capital de Siria, y que escribió probablemente hacia finales del siglo I (aproximadamente entre el año 90 y el 100 de la era cristiana).[177] Algunos expertos indican que, cuando san Juan era joven, antes de mediados del siglo I, probablemente se sintiera atraído y se acercara al círculo que se reunió en torno a san Juan Bautista, como fue atraído también Jesús de Nazaret, que llegó allí asimismo para oír la predicación de san Juan y recibió de él el bautismo en las aguas del río Jordán. El Bautista aseguraba que este rito prepararía a las personas para el día del Juicio Final. En algún momento —quizás después de que el rey Herodes decapitara al Bautista— pudo ser que el otro san Juan, el evangelista, siguiera a Jesús. Su relato pone de manifiesto que estaba familiarizado con Judea y las prácticas judías de aquella región, e incluye detalles que sugieren que viajó con Jesús y los demás discípulos durante su último viaje a Jerusalén, tal como afirma haber hecho.
La parte final que san Juan añade a su evangelio implica que, después de aquello, vivió durante tanto tiempo que algunos de los seguidores de Jesús esperaban que el reino de Dios habría de llegar estando el evangelista aún con vida y que, por consiguiente, éste nunca moriría.[178] Según la tradición de la Iglesia, en su vejez san Juan vivió en Éfeso, venerado como líder espiritual de un grupo de seguidores de Jesús; era un hombre apasionado y elocuente, educado en la tradición judía y en absoluto provinciano. Como muchos otros judíos de su época, san Juan estaba influido por ideas filosóficas y religiosas griegas. Sin embargo, si esta suposición es cierta —lo cual considero posible, aunque no probable—, en su avanzada edad debió de tener una vida tempestuosa, ya que fue excluido de su sinagoga habitual y sufrió amenaza de persecución por parte de los romanos. Por lo tanto san Juan tuvo que luchar no sólo contra paganos hostiles, sino también contra otros judíos, incluidos otros grupos de seguidores de Jesús.
Desde el siglo II hasta la actualidad, la mayoría de los cristianos ha asumido que el autor de este evangelio fue de hecho el Juan que era hermano de Santiago, al que Jesús encontró remendando redes con su padre, Zebedeo, y llamó para que se uniera a él; es decir, uno de aquéllos que, «dejando sin más la barca y a su padre, le siguieron».[179] En este caso san Juan sería uno de los miembros del grupo llamado «de los doce» encabezado por san Pedro. Sin embargo, el propio evangelio (y el capítulo final, que posiblemente es un añadido) dice que fue escrito por «el discípulo que Jesús amó». Si Juan, hijo de Zebedeo, fue aquel «discípulo amado», ¿por qué su nombre nunca aparece en este evangelio?, y ¿por qué este evangelio nunca menciona ni a «los apóstoles» ni a «los doce»? Si el autor había sido uno de ellos, ¿por qué no lo dice? ¿Por qué, aunque reconoce a Pedro como el líder de todos ellos, rebaja al mismo tiempo el liderazgo de éste a favor del «discípulo amado» y afirma que la mayor autoridad de este discípulo —que, por otra parte, permanece anónimo— garantiza la verdad de su evangelio? ¿Podría un pescador de Galilea haber escrito la prosa elegante, concisa y filosóficamente sofisticada de este evangelio?
Dos generaciones de expertos han dedicado cientos de artículos y monografías a estos temas y han propuesto diversas soluciones. Algunos han sugerido que el autor era otro Juan, «Juan el mayor», un seguidor de Jesús procedente de Éfeso, al que los cristianos de generaciones posteriores confundieron con el apóstol san Juan; otros dicen que el discípulo llamado Juan fue el testigo en cuya autoridad se basaba este evangelio, pero no fue realmente su autor; también hay otros que creen que el autor fue el líder anónimo de un círculo de discípulos menos conocido y distinto del grupo de «los doce».
Además, aunque el autor de este evangelio acepta la autoridad de san Pedro y sus enseñanzas, también afirma que el «discípulo amado» supera a san Pedro. Así pues, a pesar de que san Juan menciona a san Pedro como a uno de los primeros discípulos de Jesús, sin embargo no repite el pasaje que san Marcos, san Mateo y san Lucas destacan con tanto relieve, en el que san Pedro aparece como el primero que reconoció a Jesús; el pasaje del que san Marcos y muchos cristianos de todos los tiempos han derivado la interpretación según la cual san Pedro era el líder de los discípulos y fue el fundador de la Iglesia. Además, san Mateo añade el pasaje en el cual Jesús prometió que san Pedro le sucedería como la «roca» sobre la que se fundaría la futura Iglesia,[180] una afirmación que se interpretó mucho más tarde con el significado de que san Pedro habría ocupado el primer lugar en la sucesión apostólica y sería el antepasado espiritual de todos los papas siguientes. El evangelio de san Mateo, como los de san Marcos y san Lucas, parece reflejar el punto de vista de los llamados cristianos de san Pedro, un grupo afincado en Roma. Sin embargo, los cuatro evangelios que finalmente formaron parte del Nuevo Testamento o bien avalaban el liderazgo de san Pedro —como hacían los evangelios de san Mateo, san Marcos y san Lucas—, o al menos lo aceptaban a regañadientes, como lo hacía el evangelio de san Juan. A partir de mediados del siglo II, los miembros de este grupo, que se llamaban a sí mismos católicos (literalmente «universales»), fueron considerados los fundadores con los cuales se identificaron los católicos romanos y la mayoría de los cristianos protestantes.
Pero no todos los cristianos del siglo I estaban de acuerdo con la idea de que Jesús había nombrado a Pedro su primer sucesor, ni todos se identificaban con aquel grupo fundador. Por el contrario, el evangelio que llamamos de san Juan insiste en que ninguno —ni siquiera san Pedro— conoció a Jesús tan bien como «el discípulo a quien amaba Jesús»,[181] el misterioso y anónimo discípulo que podría haber sido el propio san Juan, o al menos esto es lo que se suele aceptar habitualmente. Aunque el evangelio de san Juan reconoce la importancia de san Pedro, porque lo menciona a menudo a lo largo de la narración, siempre lo sitúa en segundo plano en relación con «el discípulo a quien amaba Jesús», el cual, como dice este evangelio, dio realmente testimonio de los acontecimientos que en él se narran. Por ejemplo, el evangelio de san Juan dice que «el discípulo a quien amaba Jesús» se reclinó junto a Jesús en la última cena que éste compartió con sus discípulos y se atrevió a preguntarle directamente —cosa que san Pedro no hizo— quién sería el que le iba a traicionar.[182] San Juan añade que, incluso después de que Judas, y luego san Pedro, traicionaran a Jesús y huyeran, el «discípulo a quien amaba Jesús» permaneció con la madre de éste junto a la cruz, cuando el Jesús agonizante le encargó que cuidara de su madre. El evangelio de san Juan dice también que este discípulo, después de ver que unos soldados romanos precipitaban la muerte de otros hombres crucificados rompiéndoles las piernas, vio cómo un soldado atravesaba el cuerpo de Jesús con una lanza. Posteriormente, cuando María Magdalena le dijo que el cuerpo de Jesús había desaparecido de su sepulcro, él y san Pedro corrieron a ver qué era lo que había sucedido. San Lucas dice que san Pedro se adelantó a todos los demás y fue el primero en comprobar que Jesús había resucitado; pero el evangelio de san Juan dice que san Pedro y el discípulo a quien amaba Jesús «corrían los dos al mismo tiempo, y el otro discípulo se adelantó con su rapidez a Pedro, y llegó al sepulcro el primero», de tal modo que fue el primero que «vio, y creyó».[183] Cuando el Jesús resucitado se apareció a sus discípulos en el lago de Genesaret, el «discípulo a quien amaba Jesús» fue el primero en reconocerle y dijo a Pedro: «Es el Señor».[184]
Aunque puede que el autor de este evangelio no haya sido uno de «los doce», reconoce no obstante el liderazgo de san Pedro, pero con matices. El capítulo final del evangelio de san Juan, que quizás se añadió posteriormente, dice cómo el propio Jesús ordenó a san Pedro que cuidara de su rebaño («Apacienta mis ovejas»).[185] Pero san Juan añade que Jesús reservaba para su «discípulo amado» un papel especial y misterioso que se negó a revelar a san Pedro. Cuando éste vio al discípulo amado y preguntó: «Señor, ¿y éste, qué?», Jesús se limitó a responder: «Si quiero que él se quede hasta que yo venga, ¿qué te va a ti en ello? Tú sígueme».[186] Estas historias pueden hacer pensar que la doctrina de san Juan, incluidos los «discursos de despedida» que Jesús dirigió a sus discípulos, encargando a su «discípulo amado» que los pusiera por escrito, es superior a la doctrina de san Pedro. Tales historias sugieren rivalidad —pero no necesariamente oposición— entre los cristianos de san Pedro y los que san Juan acepta como su audiencia, los llamados cristianos de san Juan, que consideran al «discípulo a quien amaba Jesús» como su mentor espiritual.
Estas historias, y las diferencias que ponen de manifiesto entre distintos líderes y grupos, contienen algo más que luchas por el poder: contienen la sustancia de la fe cristiana. Como muestran los propios relatos, lo que está en juego es la siguiente cuestión fundamental: quién es Jesús y cuál es la buen nueva (el «evangelio») sobre él. No es de extrañar que cada grupo defina a su propio apóstol patrón como el que mejor conoce «el evangelio». Así, por ejemplo, incluso el evangelio «gnóstico» de María, como muchos otros evangelios, explica cómo su apóstol esencial —en este caso María Magdalena— recibió una revelación directa «del Señor» y afirma que Jesús le dio autoridad para enseñar.[187]
Lo que san Juan escribe sobre san Pedro y «el discípulo amado» sugiere que aunque san Juan aceptaba las enseñanzas relacionadas con san Pedro, e incluso escribió su propio evangelio «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios»,[188] su propia doctrina fue más allá. Así, aunque está de acuerdo con san Pedro —y san Marcos— en que Jesús es el Mesías, el enviado de Dios, san Juan va más lejos e insiste también en que Jesús es realmente «Señor y Dios».[189]
San Juan tuvo que saber que esta convicción lo convertía en un radical entre sus hermanos judíos; e incluso, aparentemente, entre muchos de los seguidores de Jesús. El experto Louis Martyn sugiere que el propio san Juan, junto con los miembros de su círculo que compartían sus creencias, habría sido acusado de blasfemia por «convertir [a Jesús] en Dios» y se le habría expulsado sin contemplaciones de su sinagoga.[190] En su evangelio, san Juan dramatiza esta situación convirtiendo la historia de un milagro, con el que Jesús devuelve la vista a un ciego, en una parábola aplicable a su propia situación.[191] Hablando para sí mismo y los creyentes de su círculo, san Juan alega que su único crimen era que Dios les había abierto los ojos a la verdad, mientras el resto de la congregación seguía estando ciega. En la versión de san Juan, al encontrarse Jesús con un hombre que había nacido ciego, «escupió en la tierra e hizo barro con la saliva, y le untó el barro en los ojos, y le dijo: “Ve a lavarte en la piscina de Siloé [que se traduce «enviado»]”. Marchó, pues, y se lavó, y volvió con vista».[192] Pero lo que el hombre volvió a «ver» fue el poder divino de Jesús, que otros negaban; en este sentido, dice san Juan: «ya, en efecto, habían acordado los judíos que quien confesase que Jesús era el Cristo quedaría expulsado de la sinagoga».[193] Aunque los padres de este hombre —con lo que san Juan hace referencia a la vieja generación— no se atrevieron a reconocer el poder de Jesús porque, según san Juan, tenían miedo de que «los judíos» los expulsaran, el hombre cuyos ojos se abrieron desafió a las autoridades de la sinagoga, confesando su fe en Jesús («Creo, Señor») y adorándole.[194]
Por lo tanto, el relato de san Juan sitúa implícitamente en su propia época a Jesús y también a su poder para sanar y resucitar. Al mostrar al hombre ciego de nacimiento en la situación de afrontar su expulsión de la sinagoga, esta historia se hace eco de la propia experiencia de san Juan y de los creyentes que le seguían. Éstos también, después de haber sido «ciegos de nacimiento», gracias a Jesús son capaces de «ver», pero a costa de que su propio pueblo los rechace. Por lo tanto, los seguidores de san Juan se sienten aliviados y agradecidos al oír las palabras duras e irónicas que pronuncia Jesús al final de la historia: «Vine yo a este mundo para aplicar un juicio justo, a fin de que vean los que no ven, y los que ven queden ciegos».[195] Jesús afirma que sólo él ofrece la salvación: «Todos cuantos vinieron antes que yo eran ladrones y bandoleros… Yo soy la puerta; si alguno entra a través de mí, será salvado».[196] Así, el Jesús del evangelio de san Juan consuela a su grupo de discípulos, diciéndoles que, aunque sean odiados «por el mundo», sólo ellos pertenecen a Dios.
Molesto por el rechazo pero decidido a hacer conversos, san Juan desafía a sus hermanos judíos, incluidos muchos que, como él mismo, siguen a Jesús. Porque san Juan cree que los que consideran que Jesús es meramente un profeta, o un rabino, o incluso el futuro rey de Israel, aunque no están equivocados, están ciegos para ver la plenitud de su «gloria». El propio san Juan proclama una visión más radical, la que finalmente le margina de los demás judíos, e incluso de otros seguidores judíos de Jesús. No sólo es Jesús el futuro rey de Israel, y por lo tanto el Mesías y el Hijo de Dios, sino que, según afirma san Juan, es «más grande que Moisés» y más viejo que Abraham. Cuando describe a Jesús declarando ante una multitud hostil «yo existo desde antes que naciera Abraham»,[197] san Juan espera que sus lectores oigan cómo Jesús reclama para sí el nombre divino que Dios reveló a Moisés («Así dirás a los hijos de Israel: “Yo soy me ha enviado a vosotros”»);[198] por lo tanto, Jesús es nada menos que el propio Dios, que se manifiesta en forma humana.
San Juan advierte a los que dudan de él que Jesús, actuando como juez divino, condenará a aquéllos que rechacen su «buena nueva», aunque éstos constituyan el cuerpo principal del pueblo judío, y no condenará al puñado de fieles que ven por sí mismos la verdad y la proclaman ante un mundo hostil y descreído. Según san Juan, «los judíos» consideran a Jesús (y por consiguiente a sus seguidores) un loco o un hombre poseído por el demonio. San Juan advierte que, del mismo modo que desearon matar a Jesús por «hacerse a sí mismo Dios», odiarán y desearán matar a sus seguidores porque éstos creen en tal blasfemia: «y aún vendrá la hora en que los que os maten piensen que así tributan culto a Dios».[199] Pero san Juan asegura a los seguidores de Jesús que Dios juzga de una manera muy diferente: «El que cree en él no es juzgado; el que no cree juzgado está ya, porque no ha creído en el nombre del Hijo Unigénito de Dios».[200] Para san Juan, Jesús se ha convertido en algo más que el mensajero del reino, e incluso en más que su futuro rey: el propio Jesús se ha convertido en el mensaje.
¿Cómo podía cualquiera que oyese el mensaje de san Juan —o el de san Marcos, santo Tomás, o cualquiera de los otros al respecto— decidir qué era lo que tenía que creer? Varios grupos cristianos dieron validez a la doctrina que enseñaban, declarando su lealtad y devoción a un apóstol o discípulo determinado y proclamándolo (o proclamándola, ya que algunos consideraron a María como una discípula más) su fundador (o fundadora) espiritual. Entre los años 50 y 60 de la era cristiana, san Pablo se quejaba ya de que los miembros de distintos grupos dijeran, por ejemplo, «Yo soy de Pablo», o «Yo soy de Apolo»,[201] porque los que escribían relatos sobre varios apóstoles —incluido san Juan, así como san Pedro, san Mateo, santo Tomás y María Magdalena— promocionaban a menudo las doctrinas de sus grupos afirmando que Jesús había sentido predilección por su apóstol patrón, de tal manera que, aunque san Juan reconoce a san Pedro como uno de los dirigentes, insiste sin embargo en que «el discípulo amado» superaba a san Pedro en conocimientos espirituales. San Juan es consciente de que otros grupos hacen afirmaciones similares con respecto a otros discípulos. Parece conocer, por ejemplo, lo relativo a los cristianos de santo Tomás, que afirman que su apóstol patrón sabía más que san Pedro. Aunque el evangelio de san Juan comienza aparentemente coincidiendo con el de santo Tomás en lo relativo a la presencia de Dios en Jesús, al final de su evangelio, san Juan relata tres anécdotas sobre santo Tomás para demostrar lo equivocados que estaban los cristianos de este apóstol.
El evangelio de san Juan comienza recordando, al igual que el de santo Tomás, el principio del primer capítulo del Génesis, diciendo que desde el inicio de los tiempos, la luz divina, «la luz de los hombres», ha estado siempre brillando:
Al principio [Gen. 1:1] era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios… en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.[202]
Pero las líneas siguientes del texto de san Juan sugieren que lo que éste pretendía no era complementar, sino refutar la afirmación de santo Tomás según la cual tenemos acceso directo a Dios a través de la imagen divina que está dentro de nosotros, porque san Juan añade inmediatamente —¡por tres veces!— que la luz divina no penetró en la profunda oscuridad en que estaba sumido el mundo. Aunque admite que desde el principio de los tiempos la luz divina brilla en la oscuridad, [«Y la luz se muestra en las tinieblas»], también afirma que «las tinieblas no la comprendieron».[203] (Aquí el verbo griego katalambanein, que significa «asir», tiene el doble significado de «agarrar» y «comprender»). Además, dice san Juan que, aunque la luz divina, o el Verbo,[204] había entrado en el mundo «y el mundo se hizo mediante él, el mundo no le reconoció».[205] San Juan añade entonces que, incluso cuando aquella luz, el Verbo, «vino a los suyos, los suyos —el pueblo de Dios, Israel— no lo acogieron».[206] Por lo tanto, dado que los que estaban «en el mundo» no disponían de aquella luz divina, finalmente «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»[207] adoptando la forma de Jesús de Nazaret, con lo cual algunas personas podían entonces afirmar triunfalmente, como hizo san Juan: nosotros «contemplamos su gloria [la palabra griega es una traducción de la hebrea kabod, que significa «brillo» o «resplandor»], la cual el Unigénito debía recibir del Padre»[208] Así el Dios invisible se hizo visible y tangible en un momento único de revelación. Una carta atribuida posteriormente a san Juan afirma que «lo hemos visto con nuestros ojos y lo tocaron nuestras manos».[209]
Pero a cualquiera que proclame, como hace santo Tomás, que somos (o podemos llegar a ser) como Jesús, san Juan le dice categóricamente no: Jesús es único o, como a este evangelista le gusta decir, monogenes —«unigénito» o «único en su especie»[210]—, ya que insiste en que Dios tiene un único hijo, y éste es diferente de cualquier ser humano. Aunque san Juan llega más lejos que los otros tres evangelistas del Nuevo Testamento al decir que Jesús no es sólo un hombre elevado a una posición eminente («Mesías», «hijo de Dios», o «hijo del Hombre»), sino el propio Dios en forma humana, y aunque presumiblemente está de acuerdo con la idea de que los seres humanos estamos hecho a imagen de Dios, como dice el Génesis 1:26, este evangelista opina que la humanidad no posee una capacidad innata para conocer a Dios. Lo que sí hace el evangelio de san Juan —e incluso ha conseguido convencer a la mayoría de los cristianos para que lo hagan también— es proclamar que sólo creyendo en Jesús podemos encontrar la verdad divina.
Dado que esta proclamación es la preocupación principal de san Juan, su Jesús no aporta enseñanzas éticas o apocalípticas, como lo hace en los evangelios de san Marcos, san Mateo y san Lucas; no pronuncia el «sermón de la montaña», no cuenta parábolas con las que explique cómo hay que obrar, no hace predicciones sobre el final de los tiempos. En cambio, en el evangelio de san Juan —y sólo en este evangelio— Jesús proclama continuamente su identidad divina utilizando lo que los expertos neotestamentarios llaman los dichos del «Yo soy»: «Yo soy el camino; yo soy la verdad; yo soy la luz; yo soy la vid; yo soy el agua de la vida»; todos ellos metáforas de la fuente divina, la única que puede satisfacer nuestras más profundas necesidades. Lo que el Jesús de san Juan pide a sus discípulos es que crean: «Creéis en Dios, creed también en mí».[211] Más tarde, en una conversación íntima con aquéllos que creen, les apremia para «que os améis los unos a los otros como yo os he amado».[212] Jesús les dice que este fuerte sentimiento de apoyo mutuo dará a los creyentes la capacidad de resistir cuando se enfrenten juntos al odio y la persecución de que les harán objeto los no creyentes.[213]
Ahora podemos ver cómo el mensaje de san Juan contrasta con el de santo Tomás. El Jesús del evangelio de santo Tomás sugiere que cada discípulo descubra la luz que tiene en su interior («hay luz dentro de un hombre de luz»);[214] pero, en cambio, el Jesús de san Juan afirma «Yo soy la luz del mundo» y «el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida».[215] En el evangelio de santo Tomás, Jesús revela a sus discípulos: «habéis salido del reino, y de nuevo iréis allí» y les enseña a decir, refiriéndose a sí mismos, «hemos salido de la luz»; sin embargo, el Jesús de san Juan habla como si él fuera el único que viene «de las regiones de arriba», por lo que tiene prioridad de pleno derecho sobre cualquier otro: «Vosotros sois de las regiones de abajo, yo soy de las de arriba… el que viene de arriba está por encima de todo».[216] Sólo Jesús viene de Dios, y sólo él ofrece acceso a Dios. San Juan no se cansa de repetir que hay que creer en Jesús, seguir a Jesús, obedecer a Jesús y declarar que sólo él es el hijo unigénito de Dios. Ninguno de nosotros es su hermano «gemelo», y mucho menos su igual (ni siquiera potencialmente); debemos seguirle, creer en él y adorarle como a Dios en persona. En consecuencia, el Jesús de san Juan declara: «moriréis con vuestros pecados, si no creyereis que yo soy el que soy».[217]
Somos tan diferentes de Jesús, dice san Juan, que él es nuestra única esperanza de salvación. Si Jesús fuera como nosotros, no podría salvar y liberar a una especie humana que está «muriendo en el pecado». Lo que da esperanzas a san Juan es su convicción de que Jesús descendió al mundo como un sacrificio de expiación para salvarnos del pecado y de la condenación eterna, y luego resucitó —físicamente— de la muerte. Tal como san Juan la relata, la historia del bautismo de Jesús alcanza su punto culminante no cuando Jesús anuncia la venida del reino de Dios, como en el evangelio de san Marcos, sino cuando san Juan Bautista anuncia que Jesús ha venido: «He aquí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo».[218]
Para acercarnos a Dios debemos «nacer de nuevo, ser engendrados por el agua y el Espíritu»;[219] hemos de renacer mediante la fe en Jesús. La vida espiritual recibida en el bautismo requiere alimento sobrenatural; en este sentido, el Jesús del evangelio de san Juan dice:
Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tenéis en vosotros la vida. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadero alimento y mi sangre verdadera bebida.[220]
Jesús ofrece el acceso a la vida eterna, que compartirán los creyentes cuando se reúnan para participar en la comida sagrada de pan y vino mediante la cual se conmemora la muerte y la resurrección de Jesús.
San Marcos, san Mateo y san Lucas mencionan a santo Tomás sólo como uno de «los doce». San Juan lo destaca describiéndolo como «el incrédulo», aquél que no comprendió quién era Jesús, o qué estaba diciendo, y rechazó el testimonio de los otros discípulos. San Juan nos dice que Jesús se apareció en persona a santo Tomás para reprenderle, y le hizo postrarse de rodillas. A partir de esto, como la mayoría de los cristianos durante casi dos milenios, podríamos llegar a la conclusión de que santo Tomás era un discípulo especialmente obtuso y descreído, aunque muchos cristianos contemporáneos de san Juan veneraron a santo Tomás como a un apóstol extraordinario, al que habían llegado las «palabras secretas» de Jesús. El experto Gregory Riley sugiere que san Juan describió a santo Tomás de aquella manera con la intención práctica —y polémica— de descalificar a los cristianos de santo Tomás y su doctrina.[221] Según san Juan, Jesús ensalza a aquellos «que no han visto y, sin embargo, creyeron» sin exigir pruebas, y reprende a santo Tomás por ser un hombre «sin fe», porque intenta comprobar la verdad a partir de su propia experiencia.
San Juan relata tres anécdotas que imponen a santo Tomás la imagen que tendrá desde entonces y para siempre en las mentes de la mayoría de los cristianos: Tomás, el incrédulo. En la primera de estas anécdotas, santo Tomás, cuando oye a Jesús decir que va a ir a Judea para hacer que Lázaro resucite de la muerte, no le cree, y «dice las siguientes palabras desesperanzadas: “Vayamos también nosotros, para morir con él”».[222] De esta manera, san Juan describe a santo Tomás como alguien que escucha a Jesús con incredulidad, pensando que su maestro no es más que un ser humano, como cualquier otro.
En el segundo episodio, Jesús, anunciando su muerte, insta a sus discípulos a confiar en Dios y en él mismo, y les promete «preparar sitio para vosotros», y mostrarles el camino hacia Dios, ya que, según dice: «para donde yo voy, ya conocéis el camino».[223] Tomás es el único de todos los discípulos que alega no saber nada al respecto: «Dícele Tomás: “Señor, no conocemos adonde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?”». En respuesta a esto, el Jesús del evangelio de san Juan dice a su ignorante y obtuso discípulo lo que, en mi opinión, querría decir a cualquiera que no comprendiese que Jesús es un ser único: «Dícele Jesús [a Tomás]: “Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie va hacia el Padre si no es a través de mí”».[224]
En el tercer episodio, Jesús llega incluso a regresar de la muerte para reprender a santo Tomás. San Lucas especifica que, después de la crucifixión, el Jesús resucitado se apareció a «los once»,[225] y san Mateo coincide en que se apareció a «los once discípulos»[226] —todos menos Judas Iscariote— y confirió el poder del Espíritu Santo a «los once». Pero el relato de san Juan difiere: dice por el contrario que «Tomás, el llamado Dídimo [el «gemelo»], no estaba con ellos cuando vino Jesús».[227]
Según san Juan, la reunión a la que faltó santo Tomás era crucial, porque Jesús, después de saludar a los diez discípulos con una bendición, los nombró formalmente sus apóstoles: «Como me ha enviado a mí el Padre, así también yo os envío a vosotros». Tras estas palabras, «sopló sobre ellos» para transmitirles el poder del Espíritu Santo, y finalmente delegó en ellos su autoridad para perdonar los pecados, o para retenerlos.[228] La consecuencia de este relato está clara: santo Tomás, por haber faltado a esta reunión, no es un apóstol, no ha recibido al Espíritu Santo y, en cuanto a perdonar los pecados, carece del poder que los otros han recibido directamente del Cristo resucitado. Además, cuando le cuentan su encuentro con Jesús, Tomás responde con las palabras que lo marcarán para siempre —según la caracterización de san Juan— como Tomás el incrédulo: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en las marcas de éstos, y mi mano en su costado, no he de creer». Una semana más tarde, el Jesús resucitado vuelve a aparecer y, en una escena llena de emoción, el Jesús de san Juan reprocha a santo Tomás su falta de fe y le dice que ha de creer: «No seas incrédulo, sino fiel». Finalmente, santo Tomás, abrumado, se rinde y, tartamudeando, hace su profesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!».[229]
Para san Juan, esta escena es el golpe de gracia: Tomás comprende por fin y Jesús advierte al resto de los escarmentados discípulos: «¿Porque habéis visto habéis creído? Dichosos los que sin ver creyeron».[230] De esta manera, san Juan advierte a todos los lectores que deben creer aquello que no pueden comprobar por sí mismos —a saber, el mensaje del evangelio del que él mismo se declara testigo[231]— o enfrentarse a la ira de Dios. Es posible que san Juan sintiera cierta satisfacción al escribir esta escena, porque en ella muestra a santo Tomás renunciando a su búsqueda de la verdad experimental —a su «incredulidad»— para acabar confesando lo que san Juan considera la gran verdad de su evangelio: el mensaje no se perdería entre los cristianos seguidores de santo Tomás.
Dirigiéndose a aquéllos que ven a Jesús de una manera diferente, san Juan exige una convicción incondicional: sólo creer en Jesús proporciona la salvación. A los que hagan caso de su advertencia, san Juan les promete una gran recompensa: el perdón de los pecados, la solidaridad con el pueblo de Dios y el poder de superar la muerte. En lugar de los dichos crípticos de santo Tomás, san Juan ofrece una fórmula sencilla, revelada a través del relato de la vida, muerte y resurrección de Jesús: «Dios os ama; creed y os salvaréis». San Juan añade a su narración escenas que los cristianos han contado con sumo agrado una y otra vez durante milenios: las bodas de Caná; el encuentro nocturno de Nicodemo con Jesús; la buena samaritana que Jesús encontró junto a un pozo y a la que pidió agua; Pilatos preguntando a su prisionero «¿Cuál es la verdad?»; Jesús en la cruz encargando a su «discípulo amado» que cuide de su madre; el encuentro con «Tomás, el incrédulo», y María Magdalena confundiendo a Jesús resucitado con el jardinero.
El de san Juan fue, por supuesto el evangelio que prevaleció. Hacia finales del siglo II, como veremos en el próximo capítulo, san Ireneo, que fue una autoridad importante dentro de la Iglesia, así como ciertos cristianos de Asia Menor y Roma, defendieron la supremacía de este evangelio y declararon que tenía la autoridad de «Juan, el apóstol, el hijo de Zebedeo», al que san Ireneo, como la mayoría de los cristianos en épocas posteriores, identificaba con «el discípulo amado».[232] Desde entonces hasta el momento actual, los cristianos amenazados por las persecuciones, o aquéllos que tropezaban con hostilidades o incomprensiones, han encontrado muchas veces consuelo en la afirmación de san Juan según la cual, aunque odiados por «el mundo», estos cristianos eran destinatarios únicos del amor de Dios. Incluso dejando a un lado las persecuciones, las fronteras que traza el evangelio de san Juan entre «el mundo» y aquéllos a los que Jesús llama «los suyos» han proporcionado a un número enorme de cristianos una base de solidaridad de grupo fundamentada en la garantía de la salvación.
Sin embargo, el descubrimiento del evangelio de santo Tomás nos muestra que entre los primeros cristianos había otros que entendían «el evangelio» de una manera bastante diferente. Lo que san Juan rechaza como inadecuado para el ámbito de la religión —la convicción de que lo divino habita en forma de «luz» dentro de todos los seres humanos— se parece mucho a la «buena nueva» oculta que proclama el evangelio de santo Tomás.[233] Muchos cristianos de hoy en día que leen el evangelio de santo Tomás suponen al principio que se trata simplemente de un texto erróneo y que merece la calificación de herético. No obstante, lo que los cristianos han llamado despectivamente gnóstico y herético resulta ser en ocasiones unas formas de la doctrina cristiana cuyo único defecto es que no nos resultan familiares; y no nos resultan familiares precisamente por la oposición activa y eficaz que frente a estas formas de la doctrina han ejercido cristianos como san Juan.
¿A qué se debió, entonces, que el evangelio de san Juan prevaleciera? Para responder a esta pregunta, examinemos los retos a que tuvieron que enfrentarse las primeras generaciones de lectores de este evangelio.