EN UNA SOLEADA MAÑANA DE DOMINGO del mes de febrero, tiritando en camiseta y pantalón corto de deporte, entré en el abovedado vestíbulo de piedra de la iglesia Heavenly Rest [del Descanso Celestial] de Nueva York para recuperar el aliento y entrar en calor. Dado que hacía mucho tiempo que no pisaba una iglesia, me asombró mi propia reacción ante la ceremonia que allí se estaba oficiando: las armonías ascendentes del coro que cantaba con la congregación y el sacerdote, una mujer con brillantes vestiduras en oro y blanco, que pronunciaba las plegarias con una voz clara y resonante. Mientras observaba todo aquello, un pensamiento vino a mi mente: aquí hay una familia que sabe cómo afrontar la muerte.
Aquella mañana yo había salido temprano a correr, mientras mi marido y mi hijo de dos años y medio estaban aún durmiendo. La noche anterior, el miedo y la preocupación no me habían dejado dormir. Dos días antes, un equipo de médicos del hospital infantil del Columbia Presbyterian Medical Center le había hecho un reconocimiento rutinario a nuestro hijo, Mark, un año y seis meses después de una operación quirúrgica a corazón abierto que se había desarrollado con éxito. Los médicos se sorprendieron al encontrar indicios de una rara enfermedad pulmonar. Como aquellos resultados les parecían increíbles, siguieron practicando exploraciones y pruebas durante seis horas más, hasta que finalmente nos llamaron para decirnos que Mark padecía hipertensión pulmonar, una enfermedad que en todos los casos resultaba fatal. Mi pregunta fue: «¿Cuánto tiempo le queda?». La respuesta: «No lo sabemos. Unos cuantos meses; quizás unos pocos años».
Al día siguiente un equipo de médicos nos instó a que autorizáramos una biopsia pulmonar, que es una intervención dolorosa y agresiva. ¿Qué solucionaría esto? «Nada», respondieron los médicos, pero la prueba les permitiría saber hasta qué punto había avanzado la enfermedad. Mark estaba ya exhausto por todas las horas de pruebas que había tenido que soportar el día anterior. Lo cogí en brazos y pensé que, si venían más extraños con mascarillas a hincarle más agujas en una sala de operaciones, el niño se derrumbaría —literalmente— y moriría. Rechazamos la biopsia, recogimos la manta y las ropas de Mark, y también el conejito Peter, y nos llevamos a nuestro hijo a casa.
Durante el tiempo que permanecí en la parte de atrás de la nave de aquella iglesia, en un momento determinado tuve que reconocer, a mi pesar, que tenía necesidad de estar allí. Era un lugar en el que se podía llorar por un niño sin lágrimas dramáticas; un lugar en el que había una comunidad de personas heterogéneas que se había reunido para cantar, celebrar, reconocer necesidades comunes y hacer frente a lo que no podemos controlar o imaginar. Sin embargo, la ceremonia que allí se desarrollaba hablaba de esperanza; quizás era esto lo que hacía que la presencia de la muerte fuera soportable. Hasta aquel momento, mi actitud con respecto a lo que había oído y sentido el día anterior había sido únicamente de rechazo y no había podido enfocarlo de otra manera.
Volví a menudo a aquella iglesia, no en busca de la fe, sino porque, ante aquel ceremonial y las personas reunidas allí —y en un grupo más reducido que se reunía algunos días de la semana en el sótano de la iglesia para darse ánimos mutuamente—, mi resistencia y mis defensas iban cayendo, dejando al descubierto un agitado mar de dolor y esperanza. En aquella iglesia recibí una nueva energía y tomé la firme decisión de afrontar lo que nos sucediera en el futuro, fuese lo que fuese, de la manera que pudiera resultar más constructiva para Mark y para todos nosotros.
Si alguien me hubiera dicho «la fe que usted tiene ha de serle de gran ayuda», me habría quedado sorprendida. ¿Qué querían decir con esto? ¿Qué es la fe? Desde luego no sería sencillamente aceptar el conjunto de creencias que recitaban cada semana los fieles en aquella iglesia («Creemos en un solo Dios padre, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra…») —afirmaciones tradicionales que me sonaban extrañas, como si desde el fondo del mar oyera unas señales apenas inteligibles procedentes de la superficie. Me parecía que aquellas afirmaciones tenían poco que ver con cualquier tipo de relación que estuviéramos manteniendo unos con otros, o con nosotros mismos, o —como se decía allí— con seres invisibles. Era extremadamente consciente de que nos encontrábamos allí impulsados por la necesidad y el deseo. No obstante, a veces me atrevía a abrigar la esperanza de que aquella comunión tuviera el poder de transformarnos.
Soy especialista en historia de las religiones y, en consecuencia, cuando visitaba aquella iglesia me preguntaba cuándo y cómo el hecho de ser cristiano se convierte prácticamente en sinónimo de aceptar cierto conjunto de creencias. Por los textos históricos que había leído, sabía que la cristiandad había sobrevivido a brutales persecuciones y había prosperado durante generaciones —incluso siglos— antes de que los cristianos expresaran sus creencias en forma de credos. Los orígenes de esta transición desde grupos dispersos hasta una comunidad unificada habían dejado pocas huellas. Aunque el apóstol san Pablo, unos veinte años después de la muerte de Jesús, había hablado de «el evangelio» que, según decía, «yo mismo había recibido» («que Cristo murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras, y que fue enterrado, y que ha resucitado al tercer día»),[1] probablemente fue más de cien años después cuando algunos cristianos, quizás en Roma, intentaron consolidar su grupo frente a las pretensiones de otro cristiano, llamado Marción, al que consideraban un falso maestro. Para lograr esta consolidación introdujeron en el culto expresiones formales con las que manifestaban sus creencias.[2] Pero fue por primera vez en el siglo IV, después de que el propio emperador romano Constantino se convirtiera a la nueva fe —o, al menos, dejara de criminalizarla—, cuando los obispos cristianos, por orden del emperador, decidieron en la ciudad de Nicea, situada en la costa turca, ponerse de acuerdo sobre una declaración común de sus creencias: el llamado credo de Nicea, que para muchos cristianos sigue siendo hoy en día lo que define su fe.
Por mis encuentros con personas que acudían a aquella iglesia, tanto en la nave de arriba como en el sótano, con creyentes, agnósticos o buscadores de la fe —así como con personas que no pertenecían a iglesia alguna—, sé actualmente que lo importante de la experiencia religiosa incluye muchas más cosas que lo que creemos (o lo que no creemos). Me pregunto qué es el cristianismo y qué es la religión, y por qué muchos de nosotros consideramos determinante el hecho de pertenecer o no a una iglesia, y eso a pesar de las dificultades que podemos tener con respecto a ciertas creencias o ciertas prácticas religiosas. ¿Qué es lo que nos gusta de la tradición cristiana, y qué es lo que no podemos aceptar con agrado?
Desde el principio, lo que atraía a los extraños que se acercaban a una reunión de cristianos, como hice yo misma aquella mañana de febrero, era la presencia de un grupo que se había unido por efecto de una fuerza espiritual para formar una gran familia. Seguramente muchos llegaron como yo, en una situación angustiosa, y algunos llegaron probablemente sin dinero. En Roma, los enfermos que frecuentaban los templos de Esculapio, el dios griego de la sanación, tenían que pagar cuando consultaban con los sacerdotes sobre hierbas, ejercicios, baños y medicamentos. Estos sacerdotes también organizaban pernoctaciones de los visitantes en las dependencias del templo, donde se decía que el dios visitaba en sueños a los suplicantes. De manera similar, aquéllos que deseaban acceder a los misterios de la diosa egipcia Isis, buscando su protección y sus bendiciones para esta vida y para la vida eterna más allá de la muerte, tenían que pagar unas tasas considerables por su iniciación y aún debían gastar más para comprarse la vestimenta ritual, las ofrendas y todo el equipo.
San Ireneo, que dirigió un importante grupo cristiano en las Galias durante el siglo II, afirmó en sus escritos que muchos se acercaban por primera vez a los lugares de reunión de los cristianos esperando beneficiarse de algún milagro, y algunos lo conseguían: «Curamos a los enfermos poniendo nuestras manos sobre ellos y hacemos salir a los demonios», es decir, las energías destructivas que causan desequilibrios mentales y angustia emocional. Los cristianos no cobraban dinero y san Ireneo reconocía que lo que el espíritu podía hacer no tenía límites: «Incluso resucitamos a los muertos, muchos de los cuales viven todavía entre nosotros y están completamente sanos».[3]
Aunque no fuera cuestión de milagros, aquéllos que estaban necesitados podían encontrar una ayuda práctica inmediata en casi cualquier lugar del imperio, cuyas grandes ciudades —Alejandría en Egipto, Antioquía, Cartago y la propia Roma— estaban entonces, como ahora, abarrotadas de personas procedentes de todo el mundo conocido. Los habitantes de los amplios barrios de chabolas que rodeaban estas ciudades solían buscar la supervivencia dedicándose a la mendicidad, la prostitución y el robo. Sin embargo, Tertuliano, un apologista cristiano del siglo II, escribe que, a diferencia de los miembros de otros grupos y asociaciones, que recaudaban cuotas y tasas para costear sus fiestas, los miembros de la «familia» cristiana aportaban dinero voluntariamente a un fondo común para mantener a los huérfanos abandonados que vagaban por las calles y por los vertederos de basuras. Los grupos cristianos también llevaban alimentos, medicinas y solidaridad a los presos que hacían trabajos forzados en las minas, estaban desterrados en islas constituidas en penales o sencillamente cumplían condena en una cárcel. Algunos cristianos incluso compraban ataúdes y cavaban tumbas para enterrar a los pobres y a los criminales, para evitar que los cadáveres de éstos fueran abandonados sin enterrar al otro lado de la muralla de la ciudad. Al igual que san Ireneo, el converso cristiano Tertuliano pone de relieve que entre los cristianos
no se compra ni se vende de ninguna manera lo que pertenece a Dios. Un día determinado, cada cristiano, si lo desea, aporta una pequeña donación, pero sólo si desea hacerlo, y únicamente si puede, ya que no existe obligación alguna; todo es voluntario.[4]
Tal generosidad, que cualquier persona normalmente sólo puede esperar de su propia familia, atraía a multitudes de recién llegados a incorporarse a los grupos cristianos pese a los riesgos que pudieran correr. El sociólogo Rodney Stark observa que, poco antes de que san Ireneo escribiera su obra una epidemia de peste había asolado ciudades y pueblos por todo el imperio romano, desde Asia Menor hasta las Galias, pasando por Roma.[5] La reacción habitual ante una persona que tuviera pústulas y la piel inflamada, tanto si era miembro de la familia como si no, era echar a correr, ya que el temor al contagio era enorme porque casi todos los infectados morían con atroces sufrimientos. Algunos epidemiólogos calculan que la peste mató a un número de personas que podría situarse entre un tercio y la mitad de la población del imperio. Por supuesto, los médicos no podían tratar esta enfermedad y también ellos huían del virus mortal. Galeno, el médico más famoso de su época, que atendía a la familia del emperador Marco Aurelio, sobrevivió a lo que se llamaría más tarde la plaga de Galeno refugiándose en una finca rural hasta que pasó el peligro.
Sin embargo algunos cristianos estaban convencidos de que contaban con el poder de Dios para curar o aliviar los sufrimientos. Estos cristianos dejaban asombrados a sus vecinos paganos cuando decidían quedarse para cuidar a los enfermos y a los moribundos en la creencia de que, si bien ellos mismos morían, tenían poder para superar la muerte. Incluso Galeno estaba impresionado:
[Por lo que respecta a] los llamados cristianos… nos resulta evidente cada día el desprecio que manifiestan ante el peligro de morir y también su autocontrol en cuestiones sexuales… Entre ellos hay asimismo personas que por su autodisciplina… en lo relativo a la comida y la bebida, y en su concienzuda búsqueda de la justicia, han alcanzado un nivel no inferior al de unos auténticos filósofos.[6]
¿Por qué actuaban los cristianos de aquella manera tan extraordinaria? Ellos habrían dicho que la fuerza que tenían procedía de su encuentro con el poder divino; pero éste era un poder totalmente distinto del de los dioses cuyos templos proliferaban en las calles de las ciudades y cuyas imágenes adornaban los teatros y los baños públicos. Júpiter y Diana, Isis y Mitra, exigían la devoción de sus adoradores, que debían derramar vino, hacer sacrificios y dar dinero a los sacerdotes en sus templos. Se entendía que estos dioses actuaban como seres humanos, movidos por sus propios intereses. Sin embargo, los judíos y los cristianos creían que su Dios, creador de la humanidad, amaba realmente a la especie humana y pedía amor a cambio. Jesús resumió sucintamente la doctrina judía cuando dijo «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas,… y amarás a tu prójimo como a ti mismo».[7] Lo que Dios exige es que los seres humanos se amen los unos a los otros y presten ayuda, sobre todo y especialmente a los más necesitados.
Estas convicciones se convirtieron en la base práctica de una estructura social radicalmente nueva. Rodney Stark sugiere que leamos el siguiente pasaje del evangelio de san Mateo «como si lo leyéramos por primera vez», con el fin de sentir la fuerza de este nuevo código moral tal como debieron sentirla los primeros seguidores de Jesús y sus vecinos paganos:[8]
Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a mí… En verdad os digo, siempre que lo hicisteis con uno de estos hermanos míos más insignificantes, conmigo lo hicisteis.[9]
Estos preceptos difícilmente podían haberse practicado de forma generalizada, pero Tertuliano dice que los miembros de lo que él llama la «peculiar sociedad cristiana» los practicaban con la frecuencia suficiente como para llamar la atención de sus contemporáneos: «Lo que nos diferencia a los ojos de nuestros enemigos es la práctica de la bondad basada en el amor: “¡Mirad —dicen— cómo se aman los unos a los otros!”».[10]
Tertuliano dice también que los paganos ridiculizaban a los cristianos «porque nos llamamos entre nosotros hermanos y hermanas». Sin embargo, al escribir su Defensa de los cristianos, añade que algunos miembros de la «familia de Dios» creen asimismo que la familia humana en su conjunto está interrelacionada. Según esto, dice: «somos también vuestros hermanos y hermanas, por la ley de nuestra madre común, la naturaleza», aunque admite que
quizás sea más apropiado llamar hermano y hermana a aquéllos que han llegado a reconocer a Dios como su padre y que, partiendo de la misma cuna de la ignorancia, han salido de la agonía a la clara luz de la verdad.[11]
El proceso de nacer saliendo de la agonía se refiere al bautismo, porque para entrar en la familia de Dios es preciso morir —simbólicamente— para convertirse en una nueva persona. El apóstol san Pablo había dicho que cualquiera que fuera introducido en las aguas bautismales y sumergido en ellas, como en las aguas de la muerte, moría para su antiguo yo.[12] Para muchos cristianos éste era un acontecimiento traumático que rompía todos los lazos familiares, incluidos, por supuesto, aquéllos que unían a la persona con la familia en la que había nacido. Tertuliano cuenta cómo las familias no cristianas rechazaban a los que se incorporaban a esta secta ilícita:
El esposo… expulsa a la esposa de su casa; el padre… deshereda al hijo; el amo ordena al esclavo que se retire de su presencia: es un gravísimo delito que alguien adopte este nombre tan odiado [cristiano].[13]
¿Por qué un «gravísimo delito»? Porque a los ojos de sus familiares los conversos se integraban en una religión de criminales, elección que podía ser suicida para el converso y desastrosa para el resto de la familia. El senador romano Tácito, que despreciaba a los cristianos por sus supersticiones, probablemente hubiera sido de la opinión de que Tertuliano reflejaba lo que decía la opinión pública al afirmar que, para los no cristianos, la conversión hacía del iniciado «un enemigo del bien público; de los dioses; de la moral pública», de todo lo que los romanos patrióticos y religiosos consideraban sagrado.[14] Tertuliano sabía lo que había sucedido durante el verano del año 202 en su propia ciudad africana, Cartago, cuando una aristócrata de veintidós años llamada Vibia Perpetua, recién casada y madre de un hijo varón, decidió bautizarse junto con otros cuatro jóvenes, de los que al menos dos eran esclavos. Cuando el magistrado le preguntó si era cristiana, ella respondió que lo era. Fue arrestada, encarcelada y sentenciada a ser desgarrada por animales salvajes en la arena del circo —una sentencia de muerte reservada normalmente para los esclavos— junto con los que se habían bautizado al mismo tiempo que ella.
Perpetua anotó en su diario lo que había sucedido cuando su anciano padre, un patricio, había acudido a visitarla en la prisión:
Cuando estábamos bajo arresto, mi padre, por el amor que me tenía, intentó convencerme de que cambiara mi decisión. «Padre», le dije, «¿ves esa vasija, o jarra de agua, o lo que sea?» «Sí, la veo», respondió el padre. «¿Podría llamarse por cualquier otro nombre que no expresara lo que es?», le pregunté; y él dijo «No». «Bien, pues del mismo modo, a mí no se me puede llamar otra cosa que lo que soy: cristiana.»[15]
Perpetua escribió también que, debido a que estaba repudiando el nombre de su familia, su padre «estaba tan enfadado… que avanzó hacia mí como si fuera a sacarme los ojos; pero se contuvo y partió».[16] Unos pocos días más tarde, con la esperanza de que el magistrado oiría a su hija durante la audiencia, el padre volvió, y Perpetua lo relataba de la siguiente manera: «Mi padre llegó de la ciudad, abrumado por la preocupación, y acudió a visitarme para intentar convencerme. Y me dijo, comprensiblemente desesperado,
ten piedad… de mí, tu padre, si es que merezco ser llamado así; si te he amado más que al resto de tus hermanos… No me abandones al desprecio de la gente. Piensa en tus hermanos; piensa en tu madre y en tu tía; piensa en tu hijo, que no podrá vivir sin ti. ¡Deja de lado tu orgullo! ¡Nos vas a destrozar a todos! Ninguno de nosotros podrá volver a hablar de nuevo libremente si a ti te sucede algo».[17]
Perpetua escribió: «Mi padre hablaba de esta manera por el amor que me tenía, besando mis manos y tirándose al suelo delante de mí. Con lágrimas en sus ojos… al marcharse me dejó sumida en una gran pena».[18]
Después, el día en que el gobernador iba a interrogar a los prisioneros, el padre de Perpetua se presentó llevando al hijo de ésta y, según relata ella misma, continuó con sus súplicas, intentando convencerla, hasta que el gobernador «ordenó que lo arrojaran al suelo y le azotaran con una vara. Me dolió lo que le hacían a mi padre, del mismo modo que si me hubieran azotado a mí; me afligió la desgracia que estaba sufriendo en su vejez».[19] Pero Perpetua había asumido la creencia de que ella pertenecía ya a la familia de Dios y mantuvo su separación de la familia anterior. El día del cumpleaños del emperador Geta, Perpetua caminó tranquilamente desde la prisión al anfiteatro «como una hija amada de Dios… haciendo que todos bajaran la mirada frente a su propia mirada intensa»,[20] para morir con sus nuevos parientes, entre los que figuraba su esclava Felicitas, que se había convertido en su hermana, y Revocatus, también un esclavo, que era ya su hermano.
Así pues, para incorporarse a aquella «peculiar sociedad cristiana», el candidato tenía que repudiar a su propia familia, así como sus valores y costumbres. El mártir Justino, llamado «el filósofo», que fue bautizado en Roma el año 140, decía que había llegado a verse a sí mismo como alguien a quien habían «educado en malos hábitos y costumbres depravadas»,[21] con el fin de que aceptase unos valores desnaturalizados y adorara a unos demonios como si fueran dioses. Explicaba cómo él y otros habían abandonado la promiscuidad, la magia, la codicia, la riqueza y el odio racial:
Nosotros, entre todas las tribus de seres humanos… que estábamos acostumbrados a complacernos en la promiscuidad, abrazamos ahora la castidad; nosotros, que en otros tiempos utilizábamos la magia, nos consagramos ahora al buen Dios; nosotros, que valorábamos la consecución de riquezas y propiedades por encima de cualquier otra cosa, ponemos ahora en un fondo común todo lo que tenemos y lo compartimos con todo aquél que esté necesitado; nosotros, que odiábamos y matábamos a otras personas y nos negábamos a vivir con individuos de otra tribu porque no aceptábamos su costumbres diferentes, vivimos ahora en estrecha convivencia con ellos.[22]
San Justino añade que quien «se haya convencido y haya mostrado su acuerdo con nuestras enseñanzas» se comprometerá a vivir como una persona transformada.
Una vez que había conseguido cambiar su opinión (que es el significado de la palabra latina paenitentia) con respecto al pasado, el candidato podía someterse al «baño» bautismal, que limpiaba todo aquello que le había contaminado. El iniciado, a menudo tiritando junto a un río, se desvestía y se metía en el agua, para emerger de ella mojado y desnudo, «naciendo de nuevo». Además, del mismo modo que todo recién nacido romano era presentado primero al padre para que éste lo aceptara —o rechazara— antes de poder ser admitido como miembro de la familia, así también el recién bautizado era presentado ante «Dios, el Padre de todos». Entonces el iniciado, que dejaba de llamarse, como antes, según el nombre paterno, oiría como su iniciador pronunciaba el nombre del «Padre de todos», de Jesucristo y del Espíritu Santo. A continuación, el cristiano renacido, vestido con ropas nuevas, comía una mezcla de leche y miel, el alimento de los niños recién nacidos, y era llevado a saludar con un beso a «aquéllos a los que llamamos hermanos y hermanas». Después, varios miembros de la comunidad allí reunida invitaban al recién llegado a compartir el pan y el vino en la eucaristía (literalmente, «acción de gracias»), la comida familiar sagrada. San Justino dice que los creyentes llaman al bautismo «iluminación, porque todos los que lo reciben quedan iluminados en su facultad de comprender».[23] Estos sencillos actos cotidianos —quitarse las ropas viejas, bañarse, vestirse con ropas nuevas, compartir después el pan y el vino— adquirían para los seguidores de Jesús unos significados especialmente intensos.
Cuando comencé a participar de vez en cuando en los servicios religiosos, después de décadas de ausencia, experimenté el poder del culto de una manera diferente. Oficialmente había crecido como protestante y los rituales me habían parecido siempre formas vacías, pero ahora veía cómo estos rituales podían unir a personas de culturas y puntos de vista diversos en una única comunidad, para concentrar y renovar sus energías. Pero, además de tener estos efectos, ¿qué es lo que significan tales actos y qué significa incorporarse a una comunidad así? No es fácil responder a estas preguntas. Muchos han intentado asignarles un significado único y definitivo que compartirían todos los «primeros cristianos»; pero los datos que se conocen con respecto al siglo I —muchos de ellos conocidos a partir del Nuevo Testamento— cuentan una historia diferente.[24] Los distintos grupos interpretaban el bautismo de maneras bastante diferentes; además, aquéllos que comían pan y bebían vino juntos para celebrar el «pan eucarístico» a menudo no eran capaces de precisar el significado de su rito con una única interpretación.
Por ejemplo, una de las primeras fuentes, la «Enseñanza [o doctrina] de los doce apóstoles a los gentiles», muestra que los miembros de algunos de los primeros grupos de seguidores de Jesús no se consideraban a sí mismos como cristianos en el sentido de ser un grupo distinto de los judíos —a diferencia de la idea que tenemos actualmente—, sino que se consideraban el pueblo de Dios, denominación con la cual algunos se referían a los judíos que veneraban a Jesús como el gran intérprete de la ley de Dios, la Torá. Escrita en Siria unos diez años antes que los evangelios del Nuevo Testamento de san Mateo y san Lucas,[25] esta obra, conocida como la Didakhé (que en griego significa «enseñanza»), comienza con un sucinto resumen de la ley de Dios, junto con una versión negativa de la llamada regla de oro: «La pauta de vida es la siguiente: en primer lugar, amarás al Dios que te creó, y amarás a tu prójimo como a ti mismo; y todo aquello que no desearías que te hiciesen, no se lo harás a otro».[26] La Didakhé cita otros dichos que san Mateo y san Lucas, que posiblemente escribieron unos diez años más tarde, atribuirían a Jesús:
Bendice a aquéllos que te maldicen; reza por tus enemigos… ama a aquéllos que te odian… Si alguien te golpea en la mejilla derecha, pon también la otra mejilla… Da a todos los que te pidan, y no te niegues a ello.
Sin embargo, el recopilador añade una advertencia prudente que no aparece incluida en el Nuevo Testamento: «Deja que el dinero sude en tus manos hasta que sepas a quién se lo vas a dar».[27]
Así pues, la Didakhé enuncia todo lo que requiere la «pauta de vida», mezclando los Diez Mandamientos con los dichos que los cristianos conocían mejor y que procedían del contenido del Sermón de la Montaña pronunciado por Jesús. Como muchos otros judíos piadosos, el autor amplía estos dichos añadiéndoles advertencias morales similares a las que sus contemporáneos dirigían contra lo que consideraban los crímenes habituales de la cultura pagana, entre los que estaban el sexo con niños —a menudo muchachos esclavos—, el aborto y el asesinato de recién nacidos:
No matarás; no cometerás adulterio; no tendrás contactos sexuales con niños… no practicarás la magia; no asesinarás al niño en su cuna, ni matarás a recién nacidos… no rechazarás al indigente.[28]
A continuación, después de advertirles que no siguieran el «camino de la muerte» —especialmente el camino de los «abogados de los ricos», que «rechazan al necesitado, oprimen a los que sufren y juzgan al pobre injustamente»—, el autor, como Jesús en el evangelio de san Mateo, urge a sus oyentes a que «sean perfectos». Pero, a diferencia de san Mateo, la Didakhé explica que «ser perfectos» implica «estar bajo el yugo del Señor»; es decir, obedecer la ley divina en su totalidad.[29] También, a diferencia de san Mateo, este seguidor anónimo de Jesús añade, con un sentido más práctico, «Si no puedes [ser perfecto], haz lo que te sea posible».
El historiador Jonathan Draper sugiere que una de las primeras versiones de la Didakhé muestra a un grupo de seguidores de Jesús que todavía participaban en la vida de la comunidad judía de su ciudad de residencia en Siria. Cuando los miembros de este grupo bautizaban a los recién llegados, entendían el bautismo como lo hacían sus conciudadanos judíos, y lo hacen aún hoy en día: como un «baño» que purifica a los que no pertenecen a la comunidad —es decir, a los gentiles— para que puedan intentar ser admitidos en el pueblo de Dios, o sea Israel. Draper muestra que el aspecto fundamental de este influyente manual de los primeros tiempos es demostrar que los no judíos pueden llegar a formar parte del pueblo de Dios; es decir, ofrecer, como su título promete, «la enseñanza de los doce apóstoles a los gentiles».[30] La Didakhé ofrece a esos gentiles una exposición de la «pauta de vida» de que hablan las escrituras hebreas, pero explicada tal como Jesús la interpretó, y luego indica cómo los gentiles que deseen seguir esa «pauta» pueden recibir el bautismo, con el fin de que también ellos puedan compartir las bendiciones de ese reino de Dios que está por llegar.
Finalmente, la Didakhé explica cómo el iniciado, que hace ayuno y oración antes de ser bautizado, habría aprendido que el hecho de participar en esta sencilla comida a base de pan y vino mantiene a la familia humana reunida en la celebración de un rito con «Dios, nuestro Padre» y con «Jesús, [su] siervo» (o su «hijo», según la posible traducción de la palabra griega país). Así, «partiendo el pan» juntos, su pueblo celebra el hecho de que Dios haya juntado a unas personas que antes estaban dispersas y las haya unido como si fueran una sola:
Del mismo modo que los trozos de este pan quedaron dispersos por las montañas y luego fueron reunidos y se convirtieron en un solo pan, haz que tu pueblo, procedente de los confines de la Tierra, se reúna en tu reino.[31]
Los que pronunciaban esta oración al unísono terminaban proclamando la llegada inminente del Señor mediante una antigua frase en arameo que algunos cristianos siguen utilizando actualmente en su invocación: «Que la gracia llegue y que este mundo desaparezca… ¡Maran atha! [¡Señor nuestro, ven!] Amén».[32] Según el análisis de Draper, se trata de judíos que reverencian a Jesús como «siervo de Dios» y creen que su venida señala el restablecimiento de Israel al final de los tiempos.
Sin embargo, otros seguidores de Jesús de aquella primera época, como la mayoría desde entonces, vieron la Sagrada Cena de una manera mucho más extraña —e incluso macabra—, consistente en comer carne humana y beber sangre humana. Cuando sólo habían transcurrido veinte años desde la muerte de Jesús, san Pablo afirmó que el propio Jesús ordenó a sus seguidores hacerlo así. San Pablo, al igual que los evangelios de san Marcos, san Mateo y san Lucas, dice que, la noche en que Jesús fue traicionado,
estando ellos [los discípulos] comiendo, [Jesús] tomó un pan y, después de bendecirlo, lo partió, y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomad y comed: éste es mi cuerpo». Del mismo modo, tomó un cáliz y, dando gracias, se lo dio y todos bebieron de él, y Jesús les dijo: «Esto es mi sangre».[33]
Tertuliano satiriza la reacción de los no cristianos ante esta práctica: «Nos acusan de practicar un ritual sagrado en el que matamos a un niño pequeño y nos lo comemos».[34] Al respecto, escribe lo siguiente:
No hay duda de que [el cristiano] diría: «Has de tomar un niño que sea todavía muy joven, que no sepa todavía qué significa morir y pueda sonreír bajo tu cuchillo; también has de tomar pan para recoger la sangre que mana a chorros… Ven, hinca tu cuchillo en el tierno infante… O si no, en el caso de que ésta fuera la tarea de otro, quédate sencillamente en pie frente a un ser humano que muere antes de haber vivido realmente… Toma la fresca sangre joven, empapa tu pan en ella y come todo lo que quieras».[35]
A pesar de su sarcasmo, Tertuliano no puede eliminar el hecho sorprendente de que el «misterio» cristiano invite a los iniciados a comer carne humana, aunque sólo sea simbólicamente. A los paganos les podría repeler la práctica de instruir a los recién llegados en la idea de que bebían vino como si fuera sangre humana, pero esta idea repugnaría especialmente a los judíos devotos, cuya definición de comida kosher (pura) exigía que se drenara toda la sangre antes de comer la carne.[36]
Sin embargo, a su debido tiempo, es posible que muchos judíos y gentiles reconocieran la eucaristía como algo típico de un antiguo rito. Al filósofo y mártir Justino le preocupaba que los paganos despreciaran estos rituales y pensaran que los cristianos se limitaban simplemente a copiar lo que los practicantes de las llamadas religiones de los misterios hacían a diario en sus cultos exóticos. San Justino admitía que los sacerdotes que presidían los distintos templos de «divinidades demoníacas» —los dioses de Grecia, Roma, Egipto y Asia Menor— pedían a menudo a sus iniciados que realizaran «lavados» similares al bautismo y que los sacerdotes del dios persa del Sol, Mitra, y del griego Dionisos «ordenaban hacer las misma cosas» que Jesús supuestamente ordenó, incluso «comer la carne y beber la sangre» de su dios en sus comidas sagradas.[37] Pero san Justino pone de relieve que estas supuestas similitudes son en realidad imitaciones del culto cristiano inspiradas por unos demonios que pretenden «engañar y seducir al género humano»,[38] haciéndole pensar que el culto cristiano no es diferente de los cultos de los misterios. San Justino podría haberse preocupado aún más si hubiera sabido que, a partir del siglo IV, los cristianos celebrarían una nueva festividad —el nacimiento de Jesús— el 25 de diciembre, día del cumpleaños del dios del Sol, Mitra, en torno al momento del solsticio de invierno, cuando un Sol cuya fuerza ha decaído empieza a renacer a medida que los días se hacen más largos.
Sin embargo los seguidores de Jesús recurrían a los cultos de los misterios menos que la tradición judía, ya que luchaban con un problema práctico y pavoroso. Si Jesús era el Mesías enviado por Dios, ¿por qué sufrió una muerte tan horrorosa? Esta pregunta perturbaba al propio san Pablo, quien, como muchos otros, se esforzaba por reconciliar la crucifixión con su creencia en la misión divina de Jesús. En las décadas que siguieron a su muerte, algunos seguidores de Jesús en la ciudad de Jerusalén invocaban la tradición religiosa para sugerir que, del mismo modo que se ofrecían sacrificios de animales en el Templo, Jesús había muerto como víctima de un sacrificio. Asimismo, al igual que aquéllos que traían cabras, ovejas o toros para sacrificar se regalaban después con la carne de los animales que habían matado, también aquéllos que se beneficiaban de este sacrificio humano podrían, según sugerían algunos, aprovechar los efectos benéficos «comiendo» simbólicamente la víctima sacrificada. Situando el drama de la muerte de Jesús en el centro del festín sagrado, sus seguidores transformaban lo que otros veían como una catástrofe total —lo que san Pablo llama «escándalo»[39]— en una paradoja religiosa: afirmaban encontrar la victoria de Dios en lo más profundo de una derrota humana.[40]
Viéndolo de este modo, insistían en que el apresamiento, la tortura y la muerte de Jesús no eran simplemente un desastre. Estos sucesos no habían frustrado sus esperanzas, como podría pensar alguien que oyese el relato hecho por el discípulo que, pesaroso, terminaba diciendo: «mas nosotros esperábamos que él fuese el destinado a liberar a Israel».[41] San Marcos insiste en que Jesús no fue capturado porque a sus seguidores les faltasen fuerzas para luchar por él, después de que uno de ellos luchara con su espada e hiriera a un miembro del grupo que iba a realizar el prendimiento, aunque este defensor fue derrotado y huyó como los demás. En cambio, san Marcos dice que Jesús fue deliberadamente hacia aquella muerte horrible porque reconocía que era algo «necesario»;[42] pero ¿necesario para qué?
San Marcos repite lo que habían comenzado a decir en Jerusalén algunos de los seguidores de Jesús: que Jesús había previsto su propia muerte y se ofreció a sí mismo de manera voluntaria para el sacrificio. Cuando les dio el pan a sus discípulos, les dijo: «Tomad y comed; éste es mi cuerpo».[43] San Marcos dice que, después de dar el vino a sus discípulos para que bebieran de él, les dijo: «Ésta es mi sangre… que será derramada por vosotros y por muchos».[44] San Mateo aborda el tema de la expiación por el sacrificio, añadiendo al relato de san Marcos que la sangre de Jesús «será derramada por vosotros y por muchos, para la remisión de los pecados».[45] San Marcos y san Pablo incluyen también, de maneras diferentes, la imagen de la sangre del sacrificio que ratifica un pacto o alianza. San Marcos se remonta a la alianza de Moisés, recordando cómo éste cogió la sangre de los bueyes sacrificados y la vertió sobre su pueblo, diciendo:[46] «He aquí la sangre de la Alianza que Yahveh ha pactado con vosotros».[47] En consecuencia, tal como sugiere san Marcos, Jesús les anticipa que por la sangre que va a derramar se establecerá «la nueva Alianza con mi sangre».[48] Pero san Pablo, en vez de remontarse a la alianza de Moisés, mira hacia adelante, centrándose en la nueva —y mejor— alianza profetizada por Jeremías:
He aquí que vienen días —oráculo de Yahveh— en que pactaré con la casa de Israel y la casa de Judá una Alianza nueva. No como la Alianza que pacté con sus padres… Infundiré mi Ley en su seno y la inscribiré en su corazón; y vendré a ser su Dios y ellos vendrán a ser mi pueblo… porque todos ellos me conocerán… y no me acordaré más de su pecado.[49]
Así, san Pablo describe cómo Jesús ofreció vino a sus discípulos, diciendo las siguientes palabras: «Éste es el cáliz de la nueva alianza con mi sangre».[50]
No sabemos exactamente si Jesús dijo en realidad estas palabras. Algunos historiadores creen que debió de decir algo similar; otros creen que, cuando sus seguidores pugnaban por ponerse de acuerdo sobre qué era lo que había sucedido y comenzaron a reconstruir la «última cena» de Jesús, formularon estas palabras, que tienen una enorme fuerza. En cualquier caso, la tradición judía sugiere una gran cantidad de asociaciones con la idea del sacrificio, y son estas asociaciones las que san Pablo, san Marcos, san Mateo y san Lucas incorporaron a las múltiples versiones de la historia.[51] A lo largo de este proceso, como ya hemos visto, el ágape sagrado no adoptó un significado único, sino una multitud de significados que fueron haciéndose cada vez más ricos y complejos. San Justino nos explica lo que hacían realmente los cristianos del siglo II en los distintos grupos que él visitó durante su viaje desde Asia Menor hasta Roma (hacia el año 150 de la era cristiana):
Todos los que viven en la ciudad o en el campo se reúnen en una plaza el día del Sol y se lleva a cabo la lectura de las memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas… A continuación, nos levantamos todos y oramos, y luego… traen pan, vino y agua.[52]
que se comparten tal como Jesús ordenó. Los cristianos de entonces, incluidos los que no centran su culto en la comunión, saben que el modo en que interpretan la muerte de Jesús —sea como sacrificio o no, e independientemente de cual fuera el tipo de sacrificio— tiene mucho que ver con la manera de entender su fe.
Si se consideraba como un sacrificio, esta comida podía simbolizar no sólo el perdón y una nueva relación con Dios, sino también, como la Pascua de los judíos, la salvación divina. Así, san Pablo recuerda cómo se mataba el cordero pascual antes de la fiesta e invita a sus oyentes a «la cena del Señor», proclamando que «Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido sacrificado por nosotros; por consiguiente, celebremos la fiesta».[53] De hecho, san Marcos menciona la fiesta de la Pascua judía en su relato, afirmando que la última cena de Jesús con sus discípulos fue realmente una fiesta de Pascua judía; y que Jesús había ordenado expresamente, incluso milagrosamente, a sus discípulos que la prepararan.[54] San Lucas y san Mateo amplían ambos la versión de la historia dada por san Marcos, añadiendo san Lucas que, después de que los discípulos
prepararon la comida pascual, cuando llegó la hora se reclinó a la mesa, y los apóstoles con él. Y él les dijo: «Con gran ardor he deseado comer esta cena pascual con vosotros, antes de mi pasión; porque yo os digo que de cierto no la comeré ya hasta que tenga su cumplimiento en el reino de Dios».[55]
Según san Lucas y san Pablo, Jesús no sólo bendijo el pan y el vino, sino que también dijo a sus seguidores «haced esto en recuerdo mío».[56] De esta manera los primeros cristianos daban a entender que, así como la Pascua de los judíos recordaba el hecho de que Dios había liberado a Israel a través de Moisés, los que celebran esta Pascua recuerdan al mismo tiempo cómo Dios libera ahora a su pueblo a través de Jesús.
El autor del evangelio de san Juan da una cronología diferente para los últimos días de Jesús, aunque san Juan, sin embargo, lo mismo —o aún más— que san Pablo y san Lucas, intenta establecer una conexión entre la muerte de Jesús y la Pascua judía. No obstante, san Juan escribe que, «antes de la fiesta de Pascua»,[57] Jesús compartió una comida con sus discípulos por última vez, una comida que obviamente no podía haber sido la celebración de la Pascua. San Juan dice que, en la última cena, Jesús lavó los pies a sus discípulos, acción que millones de cristianos, desde los católicos romanos y ortodoxos hasta los baptistas o mormones, han convertido en otro sacramento. Sin embargo, san Juan no menciona la historia de la última cena, que a partir de los relatos de san Pablo, san Marcos, san Lucas y san Mateo, ha configurado el culto cristiano desde el primer momento. Lo único que dice san Juan es que Jesús fue detenido la noche anterior —el jueves— y conducido a juicio a la mañana siguiente. Dado que creía que Jesús se convirtió en el cordero pascual, san Juan dice que «el día de la preparación de la Pascua, cerca de la hora sexta[58]»[59] —el viernes, que era el día prescrito para preparar el cordero pascual— Jesús fue sentenciado a muerte, torturado y crucificado. Todos los detalles de la versión de san Juan sobre la muerte de Jesús dramatizan su convicción de que el propio Jesús se convirtió en el cordero del sacrificio.[60] Así, para poner de manifiesto que Jesús, al igual que el cordero pascual del sacrificio, murió antes de la puesta de sol en la tarde del primer día de Pascua, san Juan dice que un soldado romano clavó su lanza en el costado del cadáver para asegurarse de que estaba muerto. En ese momento, san Juan dice, «de su costado salió sangre y agua»,[61] observación fisiológica que también indica cómo el sacrificio de Jesús proporciona el vino mezclado con agua que sus seguidores beberían ritualmente como «su sangre».[62] San Juan añade que, cuando los soldados vieron que Jesús estaba muerto, desistieron de quebrarle las piernas, y a propósito de esto cita el pasaje del Éxodo en el que se dice que, al preparar el cordero pascual «no le quebraréis ningún hueso».[63] Para san Juan, estas instrucciones se habían convertido en una profecía; por consiguiente, refiriéndose al cuerpo de Jesús, afirma «no se quebró ni un solo hueso de su cuerpo».[64]
Aunque san Juan omite el relato de la última cena, sí menciona que Jesús dijo a sus discípulos que comieran su carne y bebieran su sangre; sugerencia que, según afirma, resultaba ofensiva para «los judíos», incluso para muchos de los discípulos de Jesús:
Díjoles entonces Jesús: «Yo soy el pan de la vida… que bajó del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo le diere es mi carne por la vida del mundo».
Los judíos entonces comenzaron a murmurar entre ellos, diciendo: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?».
Pero Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del Hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros… Porque mi carne verdaderamente es comida y mi sangre verdaderamente es bebida».
Y muchos de sus discípulos, habiendo oído estas cosas, dijeron: «Dura es esta doctrina; ¿quién podrá escucharla?».[65]
Ahora bien, a pesar de lo extrañas que pueden resultar estas imágenes —o quizás debido a ello—, cada una de las versiones de la última cena que se dan en el Nuevo Testamento, sea la de san Pablo, la de san Marcos, la de san Mateo o la de san Lucas, la interpretan como una especie de fiesta de la muerte, aunque se trata de una fiesta que mira hacia delante con esperanza. En este sentido, san Pablo afirma que «Todas las veces, en efecto, que comiereis ese pan y bebiereis de ese cáliz, estaréis anunciando la muerte del Señor, hasta que tenga lugar su venida».[66]
Aparentemente, muchos cristianos preferían estas imágenes cargadas de fuerza, en vez de las interpretaciones más inocuas que se encuentran, por ejemplo, en la Didakhé; generaciones posteriores optaron por incluir en el Nuevo Testamento las versiones de la historia que hablan de comer carne y beber sangre, de morir y volver a la vida. Sin embargo, durante los siglos en que la crucifixión continuó siendo una amenaza inmediata y atroz, los seguidores de Jesús no pintaba una cruz —mucho menos un crucifijo— en las paredes de las catacumbas de Roma como símbolo de esperanza. En cambio, representaban a Jesús como alguien que, tras salvarse de la destrucción, salvaba a otros: como Daniel liberado de la guarida de los leones, Jonás escapando del vientre de la ballena o Lázaro quitándose la mortaja mientras salía de su tumba. El Apocalipsis de san Pedro, uno de los 11amados evangelios gnósticos[67] descubiertos en Nag Hammadi, en el Alto Egipto, en 1945, va más lejos, ya que describe a Jesús «alegre y sonriente sobre la cruz»,[68] como un ser de luz radiante; además, como veremos más adelante, los Hechos de san Juan, otra fuente «herética», representan a Jesús en la celebración de la eucaristía conduciendo a sus discípulos mientras éstos cantan y bailan un himno místico, la «Danza en círculo de la Cruz».[69]
Varias décadas después de su muerte, la historia de Jesús llegó a ser para sus seguidores lo que el relato del Éxodo había llegado a ser para muchas generaciones de judíos: no sólo la narración de unos acontecimientos del pasado, sino una historia a través de la cual los judíos podían interpretar sus propias luchas, sus victorias, sus sufrimientos y sus esperanzas. Del mismo modo que Jesús y sus discípulos se habían reunido tradicionalmente cada año durante la Pascua para representar la historia del Éxodo, también los seguidores de Jesús, después de su muerte, se reunían en Pascua para representar los momentos cruciales de la historia de su maestro. Cuando san Marcos relata la historia de Jesús, ofrece simultáneamente el guión, por decirlo así, para el drama que sus seguidores iban a escenificar. Del mismo modo que san Marcos comienza su evangelio hablando del bautismo de Jesús, también, como ya hemos visto, la experiencia de cualquier recién llegado comenzaría cuando lo bautizasen, sumergiéndolo en el agua para que «naciera de nuevo» en la familia de Dios. Y asimismo, al igual que el relato de san Marcos concluye con lo que sucedió «la noche en que Jesús fue traicionado», también los que estuvieran ya bautizados se reunirían cada semana para escenificar con su comida sagrada lo que Jesús hizo y dijo aquella noche.
Esta correspondencia contribuye, sin duda, a justificar el hecho de que el evangelio de san Marcos —la versión más sencilla de la historia que luego ampliarían san Mateo y san Lucas— se convirtiera en la base del canon evangélico del Nuevo Testamento. Del mismo modo que el Éxodo sirve como línea argumental para el ritual de la Pascua judía, también la historia que relata san Marcos llegó a utilizarse como línea argumental para los rituales cristianos del bautismo y la comida sagrada.[70] Recibiendo el bautismo y reuniéndose cada semana —o incluso diariamente— para compartir la «cena del Señor», aquéllos que participan en estos rituales entretejen la historia de la vida, muerte y resurrección de Jesús con sus propias vidas.[71]
En definitiva, esto es lo que reconocí vagamente mientras permanecía en pie a la entrada de la iglesia Heavenly Rest. El drama que se estaba escenificando allí «se ajustaba a mis circunstancias», como se ha ajustado a las de millones de personas a lo largo de los siglos, porque reconoce la realidad del miedo, el dolor y la muerte, al tiempo que, paradójicamente, alimenta la esperanza. Cuatro años más tarde, cuando nuestro hijo murió de repente a los seis años de edad, la iglesia Heavenly Rest nos ofreció en cierto modo un refugio, junto con palabras y música, cuando la familia y los amigos nos reunimos para salvar un abismo que nos había parecido infranqueable.
Tales reuniones pueden también transmitir alegría —la celebración de un nacimiento, una boda o, sencillamente, como dijo san Pablo, «comunión»;[72] estos cultos producen un espectro de significado tan variado como la experiencia de los que toman parte en ellos. Por ejemplo, quienes protagonizan actos de arrepentimiento por la violencia que han ejercido pueden encontrar una esperanza de alivio y perdón, mientras que los que han sufrido un daño pueden sentir consuelo en el convencimiento de que Dios conoce —incluso comparte— sus sufrimientos. Puede que la mayoría de las veces los creyentes sientan que la comida compartida es una «comunión» de los unos con los otros y con Dios; en este sentido, cuando san Pablo habla del «cuerpo de Cristo», se refiere casi siempre al «cuerpo» colectivo de creyentes —como él dice, la unión de todos los que fueron «bautizados en un solo cuerpo [en Cristo], judíos o griegos, esclavos y personas libres,[73] y… todos comieron el mismo manjar espiritual y todos bebieron la misma espiritual bebida».[74]
Sin embargo, desde el siglo IV, la mayoría de las iglesias han exigido a los que querían incorporarse a esta comunión que profesaran todo un conjunto de creencias relativas a Dios y a Jesús, creencias formuladas por los obispos del siglo IV en los antiguos credos cristianos. Por supuesto, algunos no tienen dificultades para hacerlo. Pero muchos otros, incluida yo misma, hemos tenido que reflexionar sobre lo que estos credos expresan, así como sobre lo que creemos (¿qué significa decir que Jesús es el «único Hijo de Dios, el eterno unigénito del Padre», o que «creemos en una santa, católica y apostólica Iglesia»?). Cualquiera que tenga oído para la poesía puede percibir este credo como un sonoro poema sinfónico compuesto en alabanza de Dios y de Jesús. Dado que soy historiadora, puedo ciertamente reconocer cómo han llegado estos credos a formar parte de la tradición y puedo valorar el hecho de que Constantino, el primer emperador cristiano, se convenciera de que hacer —e implantar— dichos credos contribuía a unificar y normalizar a los grupos y líderes rivales durante las agitaciones del siglo IV. Ahora bien, ¿cómo se ven hoy en día estas exigencias de creer en determinadas cosas, a la luz de lo que sabemos actualmente sobre los orígenes del movimiento cristiano?
Como ya hemos visto, durante casi trescientos años antes de que los credos fueran escritos, los distintos grupos cristianos habían dado la bienvenida a los recién llegados de maneras diferentes. Los grupos representados por la Didakhé exigían a aquéllos que querían unírseles la adopción del «modo de vida» que habían enseñado Moisés y Jesús, el «hijo de Dios». San Justino mártir, el filósofo, considerado actualmente uno de los «padres de la Iglesia» se preocupaba por las creencias, por supuesto —sobre todo la de que los dioses paganos eran falsos y que sólo se debe reconocer a un Dios verdadero y a «Jesucristo», su hijo—, pero lo que más le importaba era compartir —y practicar— los valores del «pueblo de Dios». En este sentido, Justino dice: «bautizamos a aquéllos» que no sólo aceptan las enseñanzas de Jesús, sino que «hacen lo posible para poder vivir de acuerdo con ellas».[75] Lo que servía de base a muchos cristianos, más aún que la fe, eran los relatos, sobre todo los relatos que compartían sobre el nacimiento y el bautismo de Jesús, y sobre sus enseñanzas, su muerte y su resurrección. Además, el asombroso descubrimiento de los evangelios gnósticos —un tesoro escondido de antiguos evangelios secretos y otras revelaciones atribuidas a Jesús y a sus discípulos— ha demostrado la existencia de una gama de grupos cristianos mucho más amplia que todo lo que habíamos conocido con anterioridad.[76] Aunque posteriormente fueron denunciados por algunos dirigentes de la Iglesia de Roma como «heréticos», muchos de estos cristianos se consideraban a sí mismos no tanto meros creyentes como buscadores, es decir, personas que «buscaban a Dios».
La iglesia Heavenly Rest me ayudó a darme cuenta del gran amor que sentía por la tradición religiosa, y concretamente por el cristianismo; y también a constatar la fuerza con que estas cosas pueden afectarnos e incluso, quizás, transformarnos. Al mismo tiempo, en el ámbito de mi actividad académica estuve investigando la historia de la cristiandad a la luz de los descubrimientos de Nag Hammadi y esta investigación me ayudó a ver claramente qué era lo que no podía gustarme: la tendencia a identificar el cristianismo con un conjunto de creencias autorizadas únicas —aunque en la realidad éstas varíen de una iglesia a otra— emparejada con la convicción de que sólo la fe cristiana permite acceder a Dios.
Ahora que los expertos han empezado a situar las fuentes descubiertas en Nag Hammadi —como piezas nuevas de un complejo rompecabezas— en el contexto de todo lo que hemos sabido desde hace tiempo a partir de la tradición, nos damos cuenta de que estos textos singulares, que ahora comienzan a ser ampliamente conocidos, están transformando lo que conocemos como cristianismo.[77] Como veremos en los próximos capítulos, es ahora cuando estamos empezando a comprender estos «evangelios» mucho mejor que cuando yo escribí sobre ellos por primera vez hace unos veinte años. Comencemos contemplando con una mirada nueva lo que nos resulta más familiar entre todas las fuentes cristianas —los evangelios del Nuevo Testamento— desde la perspectiva que nos ofrece uno de los otros evangelios cristianos, elaborado en el siglo I y descubierto en Nag Hammadi: el evangelio de santo Tomás. Como veremos enseguida, los que introdujeron finalmente el evangelio de san Juan en el Nuevo Testamento y denunciaron el evangelio de santo Tomás como «herejía», configuraron de una manera decisiva —e inevitablemente limitada— lo que con el tiempo llegaría a ser el cristianismo occidental.