DESDE LA JUSTICIA
La justicia y el honor de Dios

Joaquín Navarro Esteban[4]

El Derecho sigue siendo tres preceptos: vivir dignamente, no hacer daño a otro y dar a cada uno lo que es suyo. Así de sencillo y difícil. Así de contrario a las funciones que, según Tolstoi, ejerce todo poder, incluido el eclesiástico: embrutecer, intimidar, corromper y seducir. Así de inconciliable con la dominación, manipulación o instrumentalización de cualquier ser humano, sean cuales fueren los pretextos, las razones o las coartadas. León Felipe lo dijo de una forma muy «religiosa»: son dioses todos los hombres y mujeres de este mundo. Y los dioses no pueden ser esclavos, ni siervos, ni instrumentos al servicio de alguien. Son dignidad, libertad y justicia. Nada más y nada menos.

No es ésta la actitud del poder eclesiástico ni la de los «funcionarios» de Dios. Son hostiles a la libertad, y por tanto, a la propia raíz «divina» de la dignidad humana. Y al más mínimo atisbo de respeto a la «mismidad natural» del hombre y de la mujer. Su pesimismo sobre la naturaleza humana y su amor al poder les hace misólogos y misántropos: enemigos de la verdad y enemigos del hombre.

Ellos dicen que el mundo, el demonio y la carne son enemigos del alma. Pero el mundo es la razón, el demonio es la libertad, y la carne es el libre ejercicio de la sexualidad humana. Hacen imposible, por tanto, la Justicia y nos adentran en un mundo plagado de iniquidades en el que la coacción, la inquisición, la hipocresía y el encubrimiento campan por sus respetos. Un mundo en el que no se puede vivir dignamente, se hace daño a muchos y no se da a cada uno lo que es suyo. Un mundo, en fin, en el que no tiene cabida el Derecho y la Justicia porque se funda en el desprecio a la condición humana.

En primer lugar, a la condición de la mujer. Se la hace sierva y enemiga; instrumento sexual y agente provocador; mundo, demonio y carne a un tiempo. Casi todas las religiones concurren en esta actitud envilecida que impide una efectiva igualdad entre hombre y mujer, pero la jerarquía católica ha llegado a cumbres insuperables. La inferioridad fisiológica, moral, jurídica y política de la mujer ha sido y sigue siendo, abierta o encubiertamente, uno de los principios esenciales de la «antropología católica», causa y consecuencia a un tiempo del celibato obligatorio del clero y de la prohibición del sacerdocio femenino. Se ha dicho que la proclamación abstracta de la igualdad ante la ley, perfectamente compatible con las más abyectas discriminaciones, es un principio clave de la que Brodski llama «ideología del cow-boy». La jerarquía católica no llega ni a eso. Ni tan siquiera a la igualdad abstracta. La mujer es indigna del sacerdocio y de ser esposa o compañera de sacerdotes. Si no hay otro remedio, concubina; si lo hay, sólo aliviadero ocasional o meretriz; a ser posible, ni una cosa ni la otra. Una sufrida, sumisa, mansa y paciente Camera de Panurgo.

Esta realidad constituye, de por sí, una perversión jurídica, una despreciable disociación entre la ley eclesiástica y la Justicia, entre la actitud de la jerarquía vaticana y la dignidad de la mujer, entre la cultura de la sumisión y la mansedumbre y sus derechos humanos más elementales. La desigualdad de siempre, la máxima injusticia. Punto de partida y de llegada de barbaries e iniquidades de toda laya.

Pero si esta desigualdad va acompañada de la coacción, la miseria jurídica alcanza su cénit. La imposición del celibato conduce necesariamente a la ocultación y al encubrimiento de sus inevitables transgresiones, con lo que ello conlleva de complicidad en el abandono de familia y niños, en la violación, en el estupro, en el aborto, en la tortura y malos tratos, en la vejación. Como decía Séneca en su bellísima reflexión Sobre la Clemencia, la ocultación de un crimen exige la comisión de otros muchos crímenes. Como tan luminosamente argumenta Pepe Rodríguez, no se castiga tanto la transgresión de la castidad como sus manifestaciones externas. Lo importante no es ser casto, sino parecerlo. Lo esencial no es que la mujer del César y el mismo César sean honestos, sino que lo parezcan. Dados los tremendos porcentajes de transgresión de la castidad, poco falta para que en este rosario delictivo de ocultaciones y connivencias sin cuento quepa la división de los jerarcas eclesiásticos en tres grupos penales muy clásicos: autores, cómplices y encubridores. La imposición obliga a la hipocresía y ésta al encubrimiento. En el reino teórico del amor en Cristo, de la caridad y de la fraternidad, se alientan objetivamente la irresponsabilidad, el abandono, la crueldad y el trato vejatorio.

Todo ello porque así lo exige el poder eclesiástico y porque así conviene a expectativas y realidades patrimoniales que nada tienen que ver con el reino del espíritu. El espectáculo brutal de esposas de sacerdotes agredidas y vejadas por elementos eclesiásticos que, a partir del siglo XII, intentaban imponer por la fuerza la integridad patrimonial de la Iglesia sobre la integridad moral, hizo estremecerse de indignación a Bertrand Russell, uno de los pocos liberales que prefería, en todo caso, la libertad a la propiedad.

¿Qué sentido de la «justicia religiosa» puede tener la mujer tratada como objeto sexual y clandestino por su compañero sacerdote, o la mujer abandonada y maltratada por éste? ¿Qué protección jurídica y humana pueden esperar los niños nacidos en una relación «sacrílega» a los que se niega el derecho más elemental a ser acogidos y reconocidos por su padre y conocer sus raíces familiares? ¿Qué sentido del Derecho pueden alimentar en su alma los niños abandonados a su suerte, o a su muerte, o los sobados y manipulados por los funcionarios de Dios que convierten en aberrante y clandestino uno de los elementos más hermosos de la comunicación humana? ¿Qué idea de la ley divina pueden tener las jóvenes estupradas o violadas impunemente por ministros de la Iglesia respaldados por la «prudencia» de sus jefes? ¿Admitirán su papel de víctimas sin derecho a reparación porque sus verdugos deben permanecer en la sombra para la mayor gloria de Dios y de su Iglesia?

¿Y qué decir de la cruzada contra los homosexuales? Frente a la resolución del Parlamento Europeo exigiendo la proscripción de toda discriminación contra los mismos, así como la igualdad jurídica efectiva de las parejas homosexuales en relación con las heterosexuales, el Vaticano opone su vieja doctrina de la aberración culpable o patológica y del repudio ético a cualquier asomo de igualdad legal. Doctrina que no es incompatible con la ocultación y el silenciamiento, en evitación de escándalos, de todo episodio de homosexualidad militante entre los miembros del clero.

La lectura de este libro de mi amigo Pepe Rodríguez me ha ilustrado y estremecido a partes casi iguales. Su contenido es una prueba incontestable de que la irracionalidad, la superstición y el dogmatismo son enemigos de la libertad y la dignidad humana e impiden el reino de la justicia y la lucha por el derecho. Nada hay más antijurídico que la irracionalidad, el abuso, la coacción y el torticerismo moral.

El reciente espectáculo ofrecido por el Vaticano en la conferencia de El Cairo, sobre Población y Desarrollo, sosteniendo posiciones contrarias a la libertad, a la cultura y a los derechos humanos básicos de la mujer, aliándose una vez más con toda suerte de fundamentalismos, tabúes y cruzadas inquisitoriales contra la libertad sexual y de conciencia, es una prueba más del imperialismo moral y el neocolonialismo ético y jurídico de la jerarquía eclesiástica. Su obsesión represiva frente al aborto y la anticoncepción, su insistencia en que la mujer que padece el drama humano y social del aborto y aquéllos que la ayudan sean perseguidos, juzgados y condenados como vulgares delincuentes, conecta fatalmente con las más negras pesadillas inquisitoriales.

Es aún más reciente la destitución del obispo de Evreux, Jacques Gaillot, considerado durante largo tiempo «enfant terrible» del episcopado francés. Gaillot ha venido sosteniendo actitudes progresistas y discrepantes en materias sexualmente «sospechosas» como la ordenación de hombres casados, el uso de la píldora abortiva, la legitimidad y dignidad de los homosexuales o la utilización de preservativos. El comunicado vaticano sobre la destitución del obispo de Evreux afirma que «no es idóneo para el ministerio de unidad que es la primera misión de un obispo». Pero muchos teólogos y juristas católicos han expresado su repulsa por una medida que nos vuelve a remontar a Torquemada. El Consejo de la Juventud Católica de Bélgica se declara «aterrado y entristecido» y el teólogo y psicoterapeuta Eugene Drewermann ha dicho que Gaillot ha sido destituido «por vivir el Evangelio» y, además, «con menosprecio del derecho eclesiástico», añadiendo que, «es la hora de que Juan Pablo II dimita como Obispo de Roma y como símbolo de la unidad de la Iglesia».

Como se ve, el optimismo y la esperanza de algunos auténticos cristianos intentan llegar más allá de donde la realidad actual hace posible. Pero ellos son los que defienden el honor de Dios frente a la burocracia eclesiástica, la palabra frente a las letras, la libertad frente a la Inquisición y el amor frente a la opresión y la crueldad. Son, como decía Antonio Machado, los que «dicen Jesús y escupen al fariseo». Son los que viven la religión como liberación. Tengo entre ellos excelentes amigos y compañeros a los que mucho he querido y sigo queriendo. Ellos son incapaces de mutilar y encorsetar la libertad y la dignidad sexual de hermanos suyos o de perseguirlos, contra todo derecho, por no observar vitaliciamente una imposición execrable. Y son incapaces también de colaborar con cualquier colusión de silencio y encubrimiento con los que se comportan como verdugos, de grado o por fuerza, dejando a sus víctimas en el desamparo y en la miseria. Saben perfectamente que el único poder sobre la conciencia es la conciencia misma y que la irracionalidad y el tabú conducen fatalmente hacia el crimen.