INTRODUCCIÓN
NÁUFRAGOS ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA

Afirmar que buena parte de los sacerdotes católicos mantiene relaciones sexuales puede resultar casi una obviedad para muchos, sin embargo, son muy pocos —al margen del propio clero— los que conocen algo de los hábitos sexuales de los sacerdotes, o de las motivaciones psicológicas que les llevan a romper su compromiso de celibato con tanta frecuencia. Este libro arrojará sobrada luz sobre este campo.

En este estudio, riguroso y documentado, se abren las ventanas de la realidad más celosamente guardada dentro de la Iglesia Católica. Ha sido muy difícil y duro completar este trabajo ya que, por su propia naturaleza, se ha tropezado a diario con hipocresías, miedos —terror sería la definición más exacta— a la jerarquía católica, ocultación de datos, falta de colaboración que en ocasiones derivaba en claras amenazas veladas, incomprensiones…

«¿Por qué te interesas por la vida sexual de los sacerdotes si tú no lo eres? —me han repetido hasta la saciedad sacerdotes en activo o secularizados—. Éste es un tema que nadie que no sea un religioso puede entender en su verdadera dimensión. Es mejor que investigues sobre otra cosa, esta cuestión sólo nos afecta a nosotros, los curas».

Pero la dimensión afectivo-sexual del clero, y las formas en que se expresa, afecta a muchos más que a los 20.441 sacerdotes diocesanos, 27.786 miembros de órdenes religiosas masculinas y 55.063 de femeninas que hay en España; o a los 1.370.574 miembros del clero y personal consagrado que hay actualmente en todo el mundo. El 17,6% del total de la población mundial, y el 39,7% de la europea, el llamado «pueblo católico», está directamente implicado en esta cuestión ya que los sacerdotes, básicamente, mantienen relaciones sexuales con creyentes católicos. Y, en todo caso, dado el peso institucional y moral que la Iglesia Católica pretende tener para el conjunto de la sociedad, conocer la realidad vital del clero es algo que nos compete y afecta a todos por igual.

Así, pues, guste o no al clero, dada su injerencia en la moral pública y privada de la sociedad, la vida sexual de los sacerdotes debe ser una cuestión abordable desde el debate público ya que afecta a la credibilidad de la Iglesia Católica ante el mundo, y a la idoneidad, capacidad y eficacia de sus ministros para servir a sus fieles. Y, a pesar de que ni el autor de este libro es sacerdote, ni lo serán la mayoría de sus lectores, los datos que se aportarán permitirán a cualquiera poder comprender en su «verdadera dimensión» el tema que abordamos. Otra cosa será, ciertamente, que la sociedad laica tenga o no la misma capacidad de justificación y encubrimiento que caracteriza a la jerarquía de la Iglesia y a sus clérigos en lo tocante a sus vidas afectivo-sexuales.

En parte por la razón anterior, pero también para evitar que se dude de la veracidad de los casos descritos en este libro, la mayoría de los relatos —ejemplificadores en grado sumo— identifican por su nombre y apellidos a los sacerdotes que los protagonizan. Sólo se ha enmascarado alguna identidad, o se ha recurrido al uso de seudónimos, cuando la persona que ha facilitado los datos así lo ha exigido (habitualmente por temor a sufrir posibles represalias desde la Iglesia —especialmente en los casos de profesores de religión—, o para evitar desmerecer ante el círculo social en el que vive la fuente informativa en cuestión). Y, en aras de esa misma credibilidad, en la medida de lo posible, siempre se ha preferido ejemplificar mediante casos ratificados por trámite judicial antes que usar hechos similares bien documentados aunque aún sin juzgar.

Convendrá aclarar también, para evitar que algún lector se forme conceptos apriorísticos erróneos, que este libro no va en modo alguno en contra de la religión, puesto que aquí no se va a tratar de una cuestión tan trascendental como es el religare[5], sino de asuntos —como el celibato obligatorio— que son específicamente humanos y mundanos, y nada tienen que ver, en principio, con Dios o con su servicio.

Tampoco se pretende atacar al clero sino que, por el contrario, se desarrolla un contundente alegato en favor de sus derechos humanos, vulnerados hasta hoy por una curia vaticana que ha violentado y manipulado reiteradamente el mensaje histórico del Nuevo Testamento. Aunque resulte evidente que mostrar la cara oculta e hipócrita de la mayoría del clero actual no deja a éste en buen lugar, la pretensión central de este trabajo es mostrar cómo los sacerdotes son víctimas de sí mismos y, básicamente, de la estructura eclesial católica. Pero, eso sí, no cabe olvidar que son víctimas a las que debe atribuirse la responsabilidad de victimizar, a su vez, a una masa ingente de mujeres y menores de edad.

De todas formas, llegados a este punto, conviene recapitular para empezar por decir que, sin duda alguna, existen muchas tipologías distintas de sacerdotes en cuanto a sus vivencias sexuales. Los hay que han guardado siempre con fidelidad su compromiso de celibato y hasta se han mantenido básicamente castos (¿qué sacerdote no se ha masturbado con alguna frecuencia?). Otros han vulnerado ocasionalmente su voto, pero siempre entre propósitos de enmienda total. Algunos más viven instalados en los hábitos del autoerotismo de una forma neurótica. Y no son escasos, ni mucho menos, los que mantienen relaciones sexuales con plena intencionalidad y sin mala conciencia.

Personalmente, no me cabe la menor duda de que la castidad y el celibato, si se viven con madurez y aceptación plena, pueden convertirse en un valioso instrumento para la realización personal en el plano de lo religioso (aunque ésta, tal como demuestran otras muchas religiones tan dignas como la católica o más, no sea más que una de las varias vías posibles).

Pero andar por esta senda no es fácil ni posible para la mayoría de los seres humanos. Para hacerlo, el sacerdote o religioso/a debería aprender, desde joven y disciplinándose de forma progresiva, a sublimar sus pulsiones sexuales con madurez, en vez de limitarse a reprimirlas mediante mecanismos neuróticos, cargados de angustia, y básicamente lesivos y desestructuradores de la personalidad. Pero nadie forma a los futuros religiosos en esta vía. En los seminarios y casas de formación religiosa se teme tanto la sexualidad —de la que se ignora casi todo—, que incluso se ha llegado al extremo de proscribir su mera invocación naturalista y se trata de ocultar la realidad biológico-afectiva que, inevitablemente, acabará por hacerla aflorar con fuerza.

Los clérigos especializados en la formación de sacerdotes y religiosos/as afirman, con razón, que «en la lucha por la castidad perfecta rige la ley de la gradualidad. Un hábito inveterado no se cambia en un día; la pureza total no se logra sin penosos y largos esfuerzos»[6]. Pero resulta evidente que poco o nada podrá lograrse, por muchos esfuerzos que se hagan y leyes que se promulguen, si la persona no parte previamente de una sólida madurez psico-afectiva. Cuando, tal como es habitual entre el clero, se carece de la suficiente formación y madurez personal, la vida del sacerdote empieza a dar bandazos hasta llegar a convertirle en una especie de profesional del vía crucis sexual.

Intentar llevar un vida de castidad, en principio, no tiene por qué ser el origen de problemas emocionales o psicopatológicos, pero sí lo es, siempre y en todos los casos, cuando ésta viene forzada por decreto y sin haber pasado por un adecuado proceso previo de maduración-asimilación-aceptación y, también, cuando incide sobre personalidades frágiles y problemáticas (ya que suele hacer aflorar los conflictos larvados y conduce a situaciones netamente psicopatológicas).

Salta a la vista que la moral católica dominante ha considerado las sensaciones físicas (es decir, cualquier sensación placentera) como algo peligroso y amenazante para «el buen orden» físico y espiritual. Éste es uno de los motivos por los cuales la Iglesia Católica jamás se ha preocupado por enseñar a comprender el propio cuerpo y, a mayor despropósito y daño, no ha enseñado a dialogar con él, con sus pulsiones, más que a través de caminos moralizantes, culpabilizadores, fríos y carentes de todo afecto y de valores humanos.

El vacío afectivo —y no me refiero ahora a las necesidades sexuales— que experimenta un sacerdote, especialmente si es diocesano, no puede ni debe llenarse, sin más, con «los frutos de su labor apostólica», tal como propugna la teología vaticana. El sacerdote es un ser humano más y, en muchos momentos, para poder seguir adelante necesita de algún afecto humano verdadero, sólido, próximo y concreto; y de nada le sirven la caridad, el afecto chato, frío e institucionalizado que suele prodigarse el clero entre sí.

El trato afectivo con la mujer, con lo femenino, le es indispensable a todo varón para poder madurar adecuadamente y enriquecer su personalidad con matices y sensibilidades que el hombre solo es incapaz de desarrollar. Pero, en su lugar, los sacerdotes reciben una mezquina educación manipuladora que les hace ver el mundo de la mujer, y a ella misma en tanto que ser humano (siempre de naturaleza muy inferior al varón, para el clero), como sumamente peligroso y despreciable, y acaban sumergidos bajo un concepto sacralizado de la autoridad, y ahogados por una fuerza institucional que les obliga a aceptar que la negación de sí mismos (de los sentimientos más humanos) es el súmmum de la perfección.

Así nace un mundo de varones que han aceptado el celibato sólo porque es el precio que exige la Iglesia Católica para poder ser sacerdote o religioso —y disfrutar así de sus privilegios para subsistir—, que se han comprometido a ser castos en un momento de su vida en que aún ignoraban casi todo —o tenían una visión maniquea y deformada, que es mucho peor— sobre aquello que más teme el clero: la afectividad, la sexualidad y la mujer. Lo que sucede es que, con el paso del tiempo, la vida siempre se encarga de situar a cada sacerdote ante estas tres necesidades. Y la práctica totalidad de ellos suspende el examen de forma aparatosa.

Los sacerdotes, acosados por sus estímulos y necesidades afectivo-sexuales, se ven forzados a refugiarse en mecanismos psicológicos de tipo defensivo, tales como el aislamiento emocional o la intelectualización, o en otros más patógenos como la negación, la proyección y la represión, que, en todos los casos, les llevarán a tener que padecer cotas muy elevadas de sufrimiento y de deterioro de su salud mental; o sucumben a esas necesidades y empiezan a vivir una doble vida que, en todo caso, tampoco les servirá para realizarse mejor como personas ni, en general, les evitará sufrir estados de culpabilidad y neurosis más o menos profundos.

El psicólogo norteamericano George Christian Anderson, creador de la Academia de Religión y Salud Mental, sostiene, con gran acierto, que «una religión sana, lejos de alimentar una neurosis, puede favorecer nuestra salud mental; ayuda a estabilizar el comportamiento, a favorecer la madurez psicológica y a ser creativo e independiente»[7].

Sin embargo, lamentablemente, tal como iremos viendo a lo largo de este libro, la estructura formativa dominante dentro de la Iglesia Católica, especialmente en cuanto a la preparación de sacerdotes y religiosos/as se refiere, está aún muy lejos de poder ser considerada «una religión sana», razón por la cual tanto los clérigos como los creyentes se ven obligados a pagar un alto precio en sus vidas.

Náufragos entre el cielo y la tierra, espoleados por leyes eclesiásticas muy discutibles pero anclados por su indiscutible humanidad biológica, miles de sacerdotes y religiosos viven sus existencias con dolor y frustración; una sinrazón que, lejos de elevar por el camino de la espiritualidad, acaba embruteciendo todo aquello que pudo ser bello, liberador y creativo.

La ley del celibato obligatorio de la Iglesia Católica, tal como veremos en las páginas que seguirán, es un absurdo, carece de fundamento evangélico, daña a todo el mundo, responde a la visión maniquea del ser humano que aún sostiene la Iglesia, y sólo se mantiene por ser uno de los instrumentos de poder y control más eficaces que tiene la jerarquía para domeñar al clero.

En buena lógica, cuando una religión llega a convertir en incompatibles la expresión de lo humano y el servicio a lo divino, parece justo volver la cara hacia sus jerarcas y demandarles responsabilidades.

Dado que todo es —y debe ser— cuestionable y mejorable, este autor agradecerá todas las opiniones, datos, correcciones, ampliaciones o testimonios que puedan ser útiles para mejorar futuras ediciones de este libro.

La correspondencia puede enviarse a la dirección postal del autor:

Pepe Rodríguez

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(España)