La historia de Josefa Romero Benítez es un modelo clásico del tipo de abusos sexuales que, durante siglos, una parte del clero ha infligido impunemente a mujeres de los sectores sociales más humildes.
Josefa Romero, conocida popularmente como Pepita la del cura en la barriada malagueña de Huelín donde vive actualmente, nació en Campanillas (Málaga), en el seno de una familia con diez hijos que malvivía sumida en la miseria y el analfabetismo.
Tenía 19 años cuando su madre la mandó a hablar con el párroco de Campanillas para solucionar un tema familiar. Hacía escasos meses que habían echado al anterior cura, al descubrirse que la mujer que pasaba por ser su sobrina no era tal, sino su amante. En esos días de 1956, el nuevo sacerdote, Antonio Muñoz Rivero, tenía 30 años y ningún pudor, tal como se verá.
«Le vi en la parada de un autobús —relató Josefa Romero en una entrevista[195]—, con unas amigas, y resultó muy simpático. Rápidamente me preguntó que quién era, que no me había visto nunca y que era “lo más guapo de Campanillas”. Como no teníamos más tiempo y el tema era delicado, me citó el domingo siguiente para hablar después de misa. Allí me presenté, y creo que fue la primera vez que estuve en misa, porque me parecía feo no hacerlo. Nada más llegar al despacho, me dijo que me sentara, se levantó y cerró la puerta por dentro, y sin mediar palabra se lanzó sobre mí para abrazarme y besarme, y yo, sorprendida, me lie a puñetazos y le rompí el reloj.
»Él, sin dar mayor importancia al asunto, llamó a su hermana y me presentó: “Mira, se llama Pepita, como tú —le dijo—, y te tienes que hacer gran amiga de esta chica, guapa y simpática, que tiene casi tu misma edad.” Yo estaba tan cortada que apenas podía hablar. El caso es que me fui de allí y me dijo que ya arreglaría lo de mi hermano. A partir de ese momento comenzó el acecho y a repetirme constantemente que yo tenía que ser para él y que no dejaría que ningún chico se acercara a mí. Si me salía algún pretendiente en el pueblo, le decía que yo tenía novio en la capital. Cuando me fui a Málaga, me buscó y le dijo a un chico que me pretendía que yo tenía novio en el pueblo. Así espantaba a todo el mundo que se arrimaba a mí.
»Estaba harta y me cambié de casa en varias ocasiones, pero él descubría las nuevas direcciones. Entonces empezó a prometerme que se saldría de cura y mi amiga Estrella me convenció para que me tomara un café con él y viera sus auténticas intenciones. Él era —todo hay que reconocerlo— muy simpático y con una labia impresionante. Yo, al fin y al cabo, era una cateta que no sabía nada de la vida. Él me repetía que me quería mucho, que estaba enamorado de mí y que tenía que ser para él.
»Nadie de mi familia sabía nada, y mi madre, a la que con engaños y mentiras le sacaba siempre la dirección donde yo vivía, me decía: “¡Este cura está loco, quiere conocer a todo el mundo, a todas las chicas jóvenes, sea como sea! ¡Quiere conocerlas a todas, darles consejos, auxilio espiritual…! Es muy trabajador el hombre.”.
»Salí con él por fin, y a partir de ese momento empezó a llevarme a cenar y a una zona de la capital que se llama Puerta Oscura, que era el lugar donde antes iban todas las parejas cuando anochecía. Yo no quería ir porque me daba vergüenza que fuera vestido de cura, así que empezó a cambiarse de ropa en un descampado; se quitaba la sotana y se ponía una chaqueta y una boina. Como tenía que llevar la coronilla afeitada, se dejaba el pelo más largo y a veces se la tapaba yo con una horquilla e incluso con pegamento.
»A los cuatro o cinco meses de conocerle me consiguió. Una noche estuvimos cenando y me echó tanta bebida que me emborraché. Cuando me di cuenta, estaba en la cama de un hotel, donde él lo había preparado todo con el encargado. No me di cuenta de la entrada en el hotel, pero de lo demás sí. Recuerdo que después de desvirgarme tenía unos dolores que no podía ni andar. Por la mañana él me dijo que se tenía que ir y me dejó, destrozada, en la habitación.
»Yo trabajaba por aquel tiempo limpiando en las casas, y nos veíamos en un hotel, donde él se encargaba de reservar dos habitaciones y entrábamos por separado. Después me alquiló una habitación y poco tiempo más tarde me fui a vivir con una amiga mía. Tanto ella como su familia se dieron cuenta de que Antonio no llevaba buenas intenciones y de que jamás dejaría los hábitos para casarse conmigo. No me ayudaba en nada y yo pasaba hambre y miseria.
»Decidí marcharme a Barcelona y acabar con todo de una vez. Allí tenía un trabajo en casa de unos señores de Málaga y no me lo pensé dos veces. Lo peor es que estando allí me di cuenta de que estaba embarazada. Habían pasado dos años desde que empecé a estar con Antonio, y no sé cómo estuve todo este tiempo sin quedarme encinta. Para las mujeres no había anticonceptivos y él no quería utilizar preservativos. “Así no me gusta, así no siento nada”, decía.
»Me di cuenta de que aunque quisiera acabar con el problema, yo no podía vivir sin él. Estando en Barcelona conocí a un chico que estaba dispuesto a casarse conmigo y a darle apellidos al niño, sabiendo incluso que el padre natural era un cura. Pero yo ni me lo planteé. ¡Qué tonta fui! Al poco tiempo apareció Antonio, que vino a buscarme. De nuevo en Málaga, me alquiló un humilde piso, que amuebló con cuatro muebles viejos y les dijo a las vecinas que era mi hermano, pero cuando empecé a engordar todo el mundo se enteró y nos tuvimos que ir a vivir al hueco de una escalera que nos alquilaron por siete pesetas al mes. Una habitación costaba doce pesetas, pero él no quería alquilarla.
»Por esas fechas —finales de 1958— le echaron del pueblo después de denunciarle en el obispado por haberle pegado a un chaval y por coquetear con todas las chicas que podía. Le mandaron a Antequera como capellán y allí quiso que me quedara a vivir con él y con su hermana, pero a mí me daba vergüenza vivir bajo el mismo techo que ella y me volví a Málaga, justo el día que di a luz.
»Nada más nacer mi hija, él comenzó a sentir —así me lo dijo— unos celos increíbles. La niña me ocupaba todo el tiempo y ya no podía dedicárselo a él, a estar en la cama, porque a eso siempre estaba dispuesto. A mí me tenía destrozada. Por otra parte, no quería a la niña y me dijo varias veces que él buscaría a una familia para que la adoptara y que, encima, me darían dinero. Yo le eché de la casa, a pesar de no tener ningún recurso, pero después aceptó a la niña y volvió. A los cuatro meses de nacer mi hija me dejó nuevamente embarazada, pero la dueña de la casa se dio cuenta y me dijo que fuera buscando otro lugar porque sabían que el padre de mis hijos era un cura. Volví a Málaga, y allí Antonio compró un pequeño solar y me hizo dos habitaciones y tres hijos más.
»Estando embarazada de mi quinto hijo, le comuniqué que el obispo Emilio Benavent lo sabía todo porque los vecinos le veían subir por la cuesta vestido de cura, y desde ese día dejó de venir a casa y me dio algo de dinero —treinta mil duros— para que vendiera la casa y comprara otra a fin de que el obispado no supiera la dirección. A partir de este momento fue cuando me abandonó por primera vez. Apareció al cabo del tiempo —estaba vigilado, decía— con un amigo suyo. Conoció al pequeño cuando tenía cuatro meses. Con este amigo intentó hacerme las primeras faenas, porque, según me confesó él, lo mandaba para que se liara conmigo y así poder demostrar que yo era una prostituta o algo así.
»Al haber desaparecido Antonio tuve que recurrir al obispado en busca de ayuda. Me recibió el obispo auxiliar Benavent [Emilio Benavent Escuin], que me dijo que ya lo sabían todo y que aunque yo había rechazado la ayuda inicial [que le había ofrecido el prelado] negándolo todo, me iban a pagar tres mil pesetas al mes para mantener a mis hijos. Esa misma tarde se presentó en mi casa sor Agustina, con las tres mil pesetas, y estuvo viniendo todos los meses durante siete años. Cuando empezó a conocerme me decía: “Tú no eres como dice el padre Muñoz. Él, para salvarse, dice que tú eres una fulana, pero el fulano es él, olvídalo que ya te has ganado el cielo con los sufrimientos que te ha dado.”.
»Me dijeron que Antonio estaba en Antequera y allí me presenté con los cinco niños. Al verme me dijo que aquéllos no eran sus hijos y que me iba a denunciar. La que le denunció fui yo, y de la comisaría volvieron a pasar la denuncia al obispado, donde estaba ya Ángel Suquía de obispo, y que ignoró el tema repetidamente.
»Al cabo de los meses volvió a casa, con las promesas de siempre: que le perdonara, que iba a hacer unas oposiciones a maestro y que esperase un poco, porque de sacerdote era más fácil que le aprobaran. Me decía que si salía de cura el obispado no le ayudaría, que a la Iglesia no le interesaba perder un cura porque estaban escasos, y mil historias más. El caso es que me convenció y yo le dije que no volviera a casa hasta que trajera los papeles para casarnos debajo del brazo. A los pocos días empezó a presentarse cada noche y así estuvo durante cinco años; engañándome con que le habían suspendido las oposiciones y que siguiera esperando.
»En algunas ocasiones estaba en casa cuando venía sor Agustina a traerme el dinero, y tenía que meterse debajo de la cama para que no le viera, porque si en el obispado sabían que había vuelto me quitaban el dinero, que por entonces me lo subieron a cuatro mil pesetas.
»Pero un día se marchó a Venezuela sin decir ni pío. De la cama de nuestra casa se fue al aeropuerto, el tío cínico. A los tres días de no aparecer fui a buscar a un amigo suyo y me dijo que se había marchado a Venezuela de misionero. Nos quedamos otra vez los seis con lo puesto, porque dejaron de darme dinero en el obispado. Intenté hablar con el obispo Ángel Suquía y no me recibió. Cogí a mis cinco hijos e hice una pancarta en la que decía que el padre de los cinco era un cura y que el obispo Suquía lo había enviado a Venezuela.
»Después de esto me recibió y me dijo que el cura Muñoz afirmaba que esos hijos no eran suyos y que había pedido voluntariamente irse a Venezuela. No obstante me ayudó y comenzaron nuevamente a pasarme una pensión de ocho mil pesetas. Al cabo de un año [1973] vino Buxarrais como nuevo obispo y tiempo después pidió entrevistarse conmigo. Me citó el día que murió Franco y me dio absoluta seguridad de que el padre de mis hijos no volvería a España, o al menos no lo haría con hábitos.
»Esta afirmación me la ratificaron cuando expuse a un sacerdote mediador la conveniencia o no de contraer matrimonio. Conocí a José Sánchez Sánchez en octubre de 1976 y me casé con él en diciembre. Yo le dije que tenía cinco hijos de un cura y él me contestó que no le importaba, que incluso les daría sus apellidos. El cura Amalio Horrillo se encargó de acelerar los trámites de la boda y nos prometió a mi marido y a mí que Antonio Muñoz no volvería a España, pero no era cierto.
»Me enteré de que Antonio había vuelto a Málaga. El obispo Buxarrais, que me pidió perdón para el padre de mis hijos, y el cura Amalio le encubrieron. Le he llamado por teléfono al igual que sus hijos. Él los ignora y a mí me ha amenazado de muerte. A mi hijo Juan Manuel, que intentó verle hace pocos meses, le echó el coche encima para atropellarle, pero él lo esquivó. Hemos puesto denuncias [por no reconocer el sacerdote la paternidad de sus hijos], pero todo está archivado. Aquí no se mueve nada ni nadie y él ha seguido dando misas en la parroquia malagueña del Puerto de la Torre».
A consecuencia del revuelo armado en esos días (1987) por las denuncias públicas hechas por Josefa Romero y sus hijos, el obispo Buxarrais aconsejó al sacerdote Antonio Muñoz Rivero que regresase a Venezuela. Su familia numerosa volvía a quedar burlada así por el tupido encubrimiento del clero.
La Iglesia Católica, es evidente, no tiene el menor conflicto moral en seguir manteniendo como sacerdote a un sujeto como Antonio Muñoz, del cual conoce perfectamente toda su vergonzosa y escandalosa vida. Y los episodios inmorales protagonizados por el padre Muñoz, en todo caso, no parecen quedar limitados a los cinco hijos e infinitas canalladas que le ha hecho a Pepita la del cura.
«Mi padre —afirma Pepi, la cuarta hija del sacerdote Antonio Muñoz, de 25 años, en la misma entrevista— me obligaba a mí y a mis hermanas a entrar en el cuarto y se masturbaba delante nuestro. Primero abría las ventanas para que le vieran las vecinas y cuando acababa me preguntaba si me había gustado. ¡No era un enfermo, era un guarro, un degenerado sexual! Era un exhibicionista. Un día si no llega mi tía, pues a mi madre la habían operado de una pierna y estaba en el hospital, yo creo que me habría violado».
«A mí me daba cinco duros —confiesa Mercedes, un año mayor que su hermana Pepi— para que le mirara. A mi hermana mayor, Ani, como ya tenía pecho, nos decía que la lleváramos a la fuerza a la habitación y allí la toqueteaba, el muy cerdo. Ella no se dejaba, pero él lo hacía a la fuerza».
«Yo creo que era un obseso —añade Juan Manuel, el menor de los hijos del cura, que en el momento de hacerle esta entrevista tenía 23 años—. En casa sólo tocaba a las niñas, pero hace tiempo que nos enteramos de que le echaron de un pueblo de Jaén porque le pillaron metiendo mano a dos niños pequeños».
La madre, Josefa Romero, que no había escuchado estas historias de sus hijos hasta que, hace poco tiempo, se atrevieron por fin a contárselas, acabó de perfilar la personalidad del sacerdote Antonio Muñoz con el comentario siguiente:
«Se puso tan guarro que un día me pidió que hiciéramos el amor delante de los niños, que no era malo y que los extranjeros lo hacían. Que con cuatro en la cama se estaba mejor. Me comentaba también que se excitaba cuando iban las beatas a confesarse y que algunas veces se masturbaba en el confesionario pensando en mí. Siempre me decía: “Desprecio los trapos que llevo (sotana). ¡Los cogí porque me daban respeto y era el amo del pueblo, pero ahora los odio!”»
En este caso confluyen buena parte de los comportamientos afectivo-sexuales desvergonzados, depravados y enfermizos que hemos descrito a lo largo de todo este libro. Y si bien es cierto que el comportamiento del sacerdote Antonio Muñoz Rivero es un tanto extremo en relación a la media de los hábitos sexuales de sus compañeros clérigos, no puede dejar de afirmarse, en cambio, que el modo de actuar de los obispos Emilio Benavent Escuin, Ángel Suquía Goicoechea y Ramón Buxarrais Ventura es el habitual de los prelados católicos ante este tipo de hechos.
Del comportamiento que tuvo cada prelado con respecto a esta historia —y que queda perfectamente explícito en el texto— puede inferirse cuál es el tipo de persona y actitud que más premia la Iglesia Católica actual. Benavent se retiró en 1982, con 68 años, como arzobispo castrense. Suquía llegó a cardenal en 1985 —a los 69 años—, ha sido presidente de la Conferencia Episcopal Española, y actualmente es arzobispo de Madrid-Alcalá y principal paladín en la causa de la moral católica más ultraconservadora. El último prelado, Buxarrais, uno de los escasísimos obispos actuales que intenta mantenerse dentro de los dictados del Evangelio, tuvo, finalmente, la decencia y la dignidad de dimitir, en 1991, de su cargo como obispo de Málaga.
Cuando una institución religiosa como la Iglesia Católica defiende, protege y mantiene en el «sagrado ministerio del sacerdocio» a hombres como Antonio Muñoz —y al resto de la muestra que hemos identificado en este trabajo—, hay que suponer que, para su jerarquía, valores como la ética y la justicia son conceptos absolutamente vacíos y ajenos a sus intereses.
Dado que, según la propia legislación canónica católica, el comportamiento sexual de la inmensa mayoría de sus sacerdotes les hace ser reos de sacrilegio (canon 132), ¿qué clase de Iglesia puede ser una institución que fuerza, protege y mantiene el carácter y el estado de sacrílego entre su personal sacro?
Cuando se falta a la verdad de la forma tan flagrante como lo hace la Iglesia Católica respecto a la vida sexual de su clero, y se encubren tantas miserias, abusos, corrupciones y delitos, con total desprecio de las víctimas, quizá convenga preguntarse qué autoridad moral le resta aún a esta Iglesia.