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EL DRAMA SILENCIOSO DE LAS MUJERES QUE MANTIENEN RELACIONES AMOROSAS CON UN SACERDOTE

«—Tengo un hijo en camino y quiero secularizarme —le pidió un sacerdote a Ramón Malla Cali, obispo de Lérida.

—No te preocupes —le contestó el obispo Malla—, esto son cosas de la miseria humana, pero no tienes que dejar el sacerdocio por ello…

—¡No! Si yo tengo mucha ilusión por participar en la concepción de una nueva vida y deseo secularizarme —le insistió el sacerdote.

—Buscaremos una solución —atajó monseñor Ramón Malla—, la recluiremos [a Lourdes, la novia del sacerdote que estaba embarazada] en unas monjas de Valencia y que tenga el hijo allí[183]. Y si no quiere hacerlo, pues tanto peor para ella, pero tú no te salgas de cura. Yo no puedo decirte que la hagas abortar, pero ¡ojalá Dios se produzca el aborto de forma natural!»

El sacerdote, anonadado, sin poder dar crédito a lo que le ofrecía su obispo, y profundamente ofendido e irritado, insistió en su secularización y cargó a la conciencia del prelado la posibilidad de que él perdiera la fe en la Iglesia después de haber escuchado su hipócrita propuesta. En ese momento, monseñor Ramón Malla le hizo jurar silencio para siempre sobre la conversación que acababan de mantener y le prometió tramitar rápidamente su secularización.

Casos como éste son bastante frecuentes entre el clero, y las propuestas de solución de los obispos siempre son muy parecidas: abandonar a la mujer (aún embarazada o después del parto), trasladarse a una diócesis lejana o «de misiones a América», etc.; casi cualquier cosa es recomendable con tal de no abandonar el sacerdocio. En los casi treinta casos similares que he conocido, correspondientes a las tres últimas décadas, los obispos se han manifestado siempre, invariablemente, con idéntica hipocresía y desprecio hacia la mujer.

Los sacerdotes implicados, en cambio, han actuado en función de su propia personalidad: unos se han secularizado y casado sin dudarlo; otros huyeron de su novia pero regresaron con ella y se casaron tan pronto como fueron conscientes del disparate que les había hecho cometer su obispo; y otros más, en fin, quizá los más débiles, inmaduros, sinvergüenzas o dependientes de la Iglesia, optaron por poner tierra de por medio entre su sotana y la mujer que habían embarazado.

La mujer, mírese por donde se mire, siempre acaba siendo la víctima en sus relaciones con el clero. Se la explota en el ámbito laboral —a las religiosas en primer lugar— y en el sexual. Se la utiliza como un consolador afectivo-sexual de usar y tirar, que puede abandonarse en el momento que se desee o precise.

De todos modos, siendo traumáticas las experiencias en que una mujer resulta abandonada por el sacerdote que había sido su amante, no son menos duras las circunstancias en las que suelen vivir las mujeres que mantienen aún una relación amorosa estable con algún sacerdote en activo. El testimonio que seguirá, de M.ª Eugenia G., una enfermera de 42 años, describe perfectamente la situación en la que están —han estado y estarán— cientos de mujeres de cualquier país donde actúe el clero católico.

«Cuando Julián me dijo que estaba enamorado de mí yo me escandalicé —me confesaba M.ª Eugenia G.[184]—; él me agradaba e incluso le admiraba por el trabajo que hacía con los jóvenes del barrio… ¡pero era un sacerdote! ¿Cómo iba yo a liarme entonces, a mis 34 años, con el padre Julián? Pero él se puso muy insistente y acabó por responsabilizarme de su ruina como hombre y sacerdote si yo no le ayudaba. Me dijo que estaba dispuesto a colgar los hábitos y a renegar de la Iglesia si yo no le daba mi apoyo afectivo.

»Anduvimos con tiras y aflojas durante cosa de un mes o dos, hasta que, finalmente, como le veía cada día en peor estado y más obsesionado por mí, decidí acercarme a él como mujer y no como feligresa. Poco a poco fui descubriendo a un hombre muy atrayente, pero profundamente amargado, frustrado y confuso. Era como un niño que necesitaba cuidados, pero también un hombre que me hacía sentir bien a su lado y que me contaba cosas que me interesaban.

»Unos meses después ya me había enamorado de él y sólo entonces accedí por primera vez a sus deseos de llevarme a la cama. Fue un desastre en todos los sentidos; él se olvidó de que yo era un ser humano y me trató como un simple objeto sexual. Nunca me había sentido tan humillada por un hombre, pero pensé que, como sacerdote, nunca había tenido la posibilidad de formarse en esta materia. Así que decidí seguir la relación con él como si nada hubiese pasado. Con el tiempo mejoró un poco, pero nunca ha logrado superar su egoísmo ni una especie de actitud violenta que, aunque jamás me ha dañado, me asusta un poco. Pero Julián nunca ha querido ir a ver a un psiquiatra: “¿No te das cuenta de que soy un sacerdote?, me dice cuando se lo pido, ¿cómo le puedo explicar yo a un médico que me estoy acostando con una mujer?”

»A los cuatro años de relación a mí ya se me hizo insoportable el hecho de tener que vernos siempre a escondidas, de actuar como si fuésemos dos delincuentes, y le dije que o nos casábamos o acababa todo. Julián se lo tomó muy mal y me repitió millones de veces que él no podía ser otra cosa que sacerdote, que a sus 45 años no tenía ningún título académico, ni formación o experiencia para ganarse la vida fuera de la Iglesia. Era como un león enjaulado. Me quería y me deseaba a mí, pero había hipotecado su vida, todo lo que era y podía llegar a ser, a la Iglesia. ¡Qué monstruosidad! ¿Por qué no puede casarse un sacerdote? ¿Qué tiene de incompatible el ser cabeza de una parroquia y de una familia al mismo tiempo? ¿Cómo es posible que la Iglesia en la que creo sea capaz de destruir así a la gente, de dañar tanto a sus sacerdotes y a quienes les queremos y respetamos?

»No teníamos opción. Julián me dijo que si yo le dejaba se daría a la bebida o se suicidaría, que sin mí la vida no tenía sentido, pero que no podría salirse jamás de cura ya que la vida fuera de la Iglesia le daba pánico. Así que, siendo yo mucho más fuerte que él, decidí continuar con la vida clandestina a la que el Papa nos condenaba por mantener leyes absurdas como esta del celibato obligatorio.

»Hoy han pasado cuatro años más y yo ya me encuentro al límite de mi resistencia. Estoy en tratamiento con un psicólogo para intentar superar la ansiedad y la depresión que nuestra situación me produce. No soporto más que mi pareja, la persona que yo quiero, sea un fantasma en mi vida; necesito poder contar con él tal como hace cualquier otra mujer con su marido, pero él está casado con la Iglesia, que no le da ni un maldito gramo de amor, y a mí, que soy todo su mundo afectivo, no me dejan ser más que una especie de puta sacrílega. ¡Es terrible! [en este momento de la entrevista M.ª Eugenia estalla en llanto]… ¡Es inhumano!

»El obispo sabe que él se acuesta conmigo, ¿y sabes qué le dijo? Pues: “Julián, si no puedes evitarlo, al menos no des nunca motivos para el escándalo.” Y se llaman a sí mismos hombres de Dios, ¿de qué Dios? Yo sigo queriendo a Julián, pero él me pide que sacrifique mi vida a cambio de nada. Ya he renunciado a tener hijos, ¿qué más quiere de mí la Iglesia? Yo no he hecho nada malo, son ellos los malvados, pero sólo es a mí a quien toca sufrir. A los obispos se les llena la boca hablando del amor y de la familia, pero mienten; ellos, todos ellos, ignoran qué es el amor y, como odian a la mujer, detestan también a la familia. ¿Por qué son tan crueles e injustos?»

La pregunta final de M.ª Eugenia ya ha quedado sobradamente contestada a lo largo de este libro, pero no estará de más anotar o recordar algunas características específicas de la mentalidad prelaticia. Así, a pesar de su posición oficial, a la jerarquía católica, en realidad, no le preocupa excesivamente que los sacerdotes mantengan relaciones sexuales, que se masturben o que «vayan de putas»; lo que sí les obsesiona y les saca de quicio es que se establezcan lazos de relación afectivo-sexuales estables con una misma mujer.

A los prelados les horroriza que un sacerdote llegue a tener una compañera afectiva y sexual estable por dos razones básicas: 1) porque esa relación de pareja con una compañera —o compañero— ayuda a madurar y fortalecer la personalidad del sacerdote y le hace más independiente y seguro de sí mismo, y menos neurótico y sumiso, por lo que resulta más difícilmente manipulable desde la jerarquía. Y, 2) porque la Iglesia Católica, desde San Agustín de Hipona (354-430), ha mantenido una visión maniquea y profundamente negativa de la mujer.

San Agustín, padre de la Iglesia —y de los teólogos— al que la Iglesia Católica ha mitificado —inmerecidamente— como un pensador de sabiduría extraordinaria, no pasó de ser una personalidad muy inteligente —pero de insuficiente formación intelectual y falto de rigor y método—, profundamente ambiciosa, egocéntrica, autoritaria, violenta y con una tremenda habilidad para imponer sus criterios mediante la polémica (y el desprestigio y/o la eliminación de sus oponentes cuando no lograba vencerles de otro modo).

Vivió sometido a una gran culpabilidad religioso-existencial y, en buena parte de su obra, logró hacer pasar por filosofía lo que no era más que teología de escaso o nulo fundamento. Su contemporáneo Juliano, el docto obispo de Aeclanum, llamaba a San Agustín patronus asinorum (patrono de todos los asnos). Y la autoridad actual e indiscutible del filósofo José María Valverde no deja de señalar «el patético dramatismo confesional»[185] que anima su pensamiento y obra.

San Agustín, que, según él mismo confesó, «en la lascivia y en la prostitución había gastado sus fuerzas», siempre tuvo una gran necesidad de mujeres; vivió mucho tiempo en concubinato, tomó luego por novia a una niña de 10 años[186] y, al mismo tiempo, a una amante más adulta… hasta que, agobiado por la culpa de sus excesos carnales, inició una cruzada contra el placer sexual, al que tildó de «monstruoso», «diabólico», «enfermedad», «locura», «podredumbre», «pus nauseabundo»… y condenó fanáticamente lo que definió como «la concupiscencia en el matrimonio».

En esta cruzada emprendida por el obispo de Hipona, la mujer, evidentemente, fue señalada como el ser maldito y despreciable contra el que hay que luchar para poder domeñar y vencer. Y esta impronta patológica quedó grabada a fuego, hasta el día de hoy, en el espíritu teológico y vital de la Iglesia Católica y de sus clérigos.

Desde la satanización de la mujer por San Agustín, y dado que el clero no rebajó nunca su nivel de relaciones sexuales, la Iglesia adoptó la costumbre de condenar más severamente a la mujer concubina de un sacerdote que al clérigo que se acostaba con ella. Éste, a lo sumo, era obligado a pagar algún dinero a su obispo (la ya citada renta de putas), pero ellas eran castigadas dura y públicamente. Así, por ejemplo, el Concilio de Augsburgo (952) decretó que las concubinas de sacerdotes fueran azotadas y que se les cortaran los cabellos.

Y decretos posteriores llevaron a declarar como esclavas a las esposas de los sacerdotes[187], al uso de la ofensa pública contra ellas o a su expulsión del domicilio conyugal mediante la fuerza del poder civil, a la prohibición de casarse con la hija de un clérigo…

En la sociedad actual —mal que les pese a algunos obispos— la mujer ya no puede ser azotada en la plaza pública, pero el desprecio que los prelados —y muchos sacerdotes, sobre todo los de más edad— sienten por ellas no ha cambiado en muchos siglos, aunque, eso sí, las formas para humillarlas y explotarlas laboral y sexualmente se han vuelto mucho más discretas.

Para la mentalidad clerical dominante, la mujer, en su aspecto afectivo sexual, representa siempre un estorbo que debe intentar superarse. Y ello es así aún en la mayoría de los casos de sacerdotes que mantienen habitualmente relaciones sexuales con mujeres.

Tal como ha quedado patente en la práctica totalidad de los testimonios incluidos en este libro, los sacerdotes (y me refiero a los que no se secularizan ni se casan) suelen usar a sus amantes femeninas como simples objetos de desahogo sexual, y no tienen el menor empacho en echarlas de su lado cuando éstas les «complican la vida», o la fogosidad sexual del clérigo ya ha sido mermada por la edad, y/o la aventura amorosa les pone en riesgo de perder los privilegios (básicamente económicos) de su posición eclesial.

«He sido la querida de un sacerdote desde 1987 hasta hace unos pocos meses —me contaba Juana F., una maestra de 47 años, separada de su marido desde tiempo antes de esa fecha[188]—. Cuando nos conocimos, en el colegio donde ambos trabajamos, él tenía 50 años y yo 39, los dos nos sentíamos solos y necesitábamos cariño. En estos últimos siete años nos hemos apoyado el uno al otro, pero en marzo pasado me dijo que lo nuestro había terminado, que él ya no necesitaba el sexo como antes y deseaba volver a respetar su voto de celibato y ser un sacerdote como Dios manda.

»Pero, eso sí, antes de dejarme tirada como una colilla, me agradeció muchísimo el amor que yo le había dado y me dijo que rezaría por mí para que pudiese encontrar a un hombre bueno que me satisficiese. Me quedé petrificada y, cuando reaccioné, me largué de la cafetería donde estábamos sin decirle ni mú. Pude contener el llanto hasta que llegué a mi coche y allí dejé salir toda mi impotencia.

»Nunca creí que Paco pudiese utilizarme así. Conocía el caso de una compañera, maestra también, a quien otro sacerdote dejó plantada, después de dieciséis años de relaciones muy intensas, cuando el superior de su orden le puso ante la disyuntiva de tener que elegir entre ella y la posibilidad de poder seguir o no en la comunidad. “Yo ya no tengo edad para verme tirado en la calle sin nada —le dijo a mi compañera— así que dejemos de jugar a los amantes y volvamos cada uno a lo nuestro.” Dejemos de jugar a los amantes, le dijo el muy cínico… Yo sabía de este caso y había oído hablar de otros parecidos (hay bastantes maestras —monjas y laicas— que están liadas con sacerdotes), pero nunca se me pasó por la cabeza que esa canallada pudiese pasarme a mí también».

Estas «canalladas», tal como las califica Juana, son norma entre los sacerdotes, y la razón de ello, al margen de los problemas de personalidad habituales entre el clero y que ya vimos en el capítulo 5, la evidencia el teólogo Hubertus Mynarek cuando afirma que:

«Dentro del marco de su formación teológica y ascético-espiritual, la mayoría de los sacerdotes deben de haber escuchado más de una vez las palabras en las que se les dice que, en caso de enamorarse de una mujer, el amor y la fidelidad a la Iglesia, como esposa de Cristo, tienen preferencia absoluta. En consecuencia, debe considerarse como el más noble de los sacrificios el liberar a la mujer (dicho de modo realista: dejarla en la estacada) para poder servir de nuevo a Dios y a su Iglesia sin dividir el amor[189]».

El cinismo eclesial y el desprecio por la mujer como ser humano no pudo dejar de expresarse tampoco a través de la fundamental y tantas veces citada encíclica de Paulo VI, Sacerdotalis Coelibatus, en la que el Papa afirma no querer «desaprovechar la ocasión de dar gracias a Dios, con gran alegría, por el hecho de que Nos observamos cómo algunos de los que han sido infieles durante algún tiempo, se han servido tan ávidamente de todos los apropiados medios de ayuda —y sobre todo del mandamiento de la mortificación, del ejercicio de la humillación, de la dura lucha espiritual y del frecuente uso del sacramento de la confesión—, como para que, con la gracia del Santo Padre, regresen a su puesto volviendo a ser ejemplares servidores para alegría de todos (núm. 90)».

Los sacerdotes «infieles», es decir, sacrílegos según el derecho canónico —que Paulo VI señala en esta encíclica como «aquellos desgraciados pero, por encima de todo, queridos hermanos»— adquieren así toda la fuerza del amparo y perdón de una institución visceralmente machista y que trata con malevolencia a la mujer. Entre el clero se tiene por hombres virtuosos, poco menos que héroes, a aquellos sinvergüenzas que, después de haber mantenido una relación afectivo-sexual (más o menos prolongada y/o sincera) con una mujer, e incluso de haber tenido hijos con ella, la abandonan fríamente para ir corriendo a refugiarse de nuevo en los brazos exclusivos de la Santa Madre Iglesia.

Y de la mujer abandonada y humillada nadie se preocupa ni se ocupa, ¡qué la zurzan! Habitualmente, la máxima caridad cristiana que tiene la jerarquía católica para con ella es pedirle que rece por sí misma y por el sacerdote que la ha dejado, que se arrepienta de su largo y profundo pecado de sacrilegio y que tenga la boca bien cerrada, «en beneficio de la Iglesia y del pueblo de Dios», sobre su historia sexual con el clérigo.

Sin embargo, en ocasiones, el silencio cómplice tiene un límite y se desata el escándalo público. Uno de los más notables escándalos de la Iglesia Católica europea actual fue el que, en mayo de 1992, forzó la dimisión de Eamonn Casey, obispo de la diócesis irlandesa de Galway.

El muy conservador obispo Casey —que, entre otras posturas tradicionales católicas, defendía el celibato sacerdotal y era contrario al divorcio y los anticonceptivos— mantuvo un intenso romance, en 1973, durante 18 meses, con Annie Murphy, una norteamericana recién divorciada. De aquellos amoríos nació un niño, Peter, en el hospital Rotunda de Dublín.

A partir de ese momento el obispo ya no admitió a su amante en su casa y la obligó a alojarse en un hogar católico para madres solteras. Annie tuvo que amenazar a Casey con provocar un escándalo para lograr que el obispo aceptara hacerse cargo de la manutención de su hijo. Desde entonces, el prelado pagó 175 dólares mensuales a su ex amante y, en julio de 1990, le entregó un pago adicional de casi doce millones de pesetas, extraídas de la cuenta corriente diocesana por orden suya.

Posteriores desavenencias económicas, y la negativa de Casey a hablar con su hijo por teléfono, espolearon a Annie Murphy a hacer pública la relación entre ambos. La rápida dimisión del obispo satisfizo a su ex amante. «Él me hirió cruelmente hace 17 años —dijo—, y he tenido que soportar esta herida durante mucho tiempo». El hijo de ambos, Peter Eamonn Murphy, que conocía la identidad de su padre desde los 9 años, tampoco mostró demasiada lástima hacia su progenitor, al que había visto por primera vez en el año 1990: «permanecimos juntos sólo cuatro minutos —comentó Peter—. Estaba frío y distante. Me dijo que rezaba por mí dos veces cada día».

Cuando, por fin, el obispo Casey hizo pública una nota en la que, tras empezar diciendo «reconozco que Peter Murphy es mi hijo», admitía también haber «dañado cruelmente» a su hijo y a su ex amante, su familia laica abandonó totalmente su postura agresiva hacia él. «No tengo palabras —manifestó Peter—. Es increíble. No puedo pedir más. Está claro que admite sus errores. Lo que deseo ahora es reunirme con él. Creo que todo ha valido la pena».

En medio del escándalo, un párroco irlandés, Pat Buckley, se atrevió a declarar en un programa religioso de la BBC que «la tragedia del obispo de Galway está lejos de ser la única» y afirmó conocer a «un obispo y docenas de sacerdotes que siguen en sus puestos, aunque mantienen relaciones con mujeres».

«Sé que existe un arreglo —aseguró el padre Buckley—, y si un cura tiene un hijo, pero quiere seguir en el sacerdocio, el obispo y la diócesis financian, hasta cierto punto, la manutención de la madre y el niño; normalmente, las condiciones son que el cura no vea nunca más a la mujer y emigre al extranjero. Hay fondos para todo esto, aunque son secretos y extraoficiales[190]».

Tal declaración no debe suponer sorpresa alguna. De hecho, aunque no existen fondos secretos específicos como tales, todos los prelados del mundo pueden disponer arbitrariamente de notables sumas de dinero procedentes de los fondos diocesanos y, en particular, de las partidas destinadas a beneficencia y ayudas sociales.

Con ese dinero, los obispos cubren los gastos necesarios para ocultar de la mejor forma posible los asuntos sexuales de sus sacerdotes y, cuando no les queda más remedio —es decir, cuando la amante de un cura así lo exige, y tiene suficiente capacidad y pruebas para amenazar con el escándalo, y sólo entonces— les sirve también para pagar pensiones de manutención a los hijos del clero.

Por el contrario, los sacerdotes consecuentes y honestos que asumen su situación afectiva, solicitan la dispensa de los votos y se secularizan para casarse, son vistos por la Iglesia como «desertores» y «traidores».

La propia Sacerdotalis Coelibatus de Paulo VI estigmatiza sin piedad a los sacerdotes secularizados al señalar que sólo son muy pocos «en comparación con el gran número de sacerdotes psíquicamente sanos y dignos», es decir, que el clero que no actúa de forma hipócrita y malvada está mentalmente enfermo y es despreciable. El cinismo vaticano es patético. De todas formas, dicho sea para arrojar más luz, los buenos conocedores de la curia vaticana saben que el desprecio que sentía Paulo VI por las mujeres sólo tenía parangón con su amor hacia los hombres.

Esta concepción de «enfermo mental» se le aplicó —entre los muchos casos que podrían citarse— a Alfonso Fernández Herranz, párroco de Nuestra Señora de la Paz, en el madrileño pueblo de Parla, cuando fue a comunicarle a Francisco José Pérez y Fernández-Golfín, entonces obispo auxiliar de Madrid-Alcalá y actualmente obispo de Getafe, que se había enamorado de una mujer, y por toda respuesta obtuvo una indicación directa para ir a la consulta de un psiquiatra.

«Mi amistad con Susana —relató Alfonso Fernández— había surgido como algo natural, porque yo no vi ningún impedimento en ello para seguir siendo cura. La obligación del celibato nunca se acaba de asumir; se viven muchas tensiones internas porque, aunque puedes expresar el cariño a todas las personas, siempre te queda un enorme vacío y una soledad muy fuerte. Cuando me enamoré de Susana yo me encontraba en una situación mala, de mucha soledad y amargura. Había domingos en que me quedaba en la parroquia solo, con una depre muy grande y me daba por llorar. La amistad con Susana me sirvió de cauce para expresar mi afecto y compartir mis preocupaciones con alguien. Por eso me extrañó que el obispo me dijera que me fuera al psiquiatra.

»Argumentan que has dado una palabra de ser célibe y que plantear este problema significa que no tienes la madurez humana suficiente para mantener esa palabra. Cuando acepté el celibato era consciente de lo que hacía, pero sólo tenía 19 años y desconocía muchas cosas de mí. No lo tenía todo tan claro como para decir que la palabra «celibato» me definía como persona. La vida ha transcurrido por otros cauces y para dejar que crezca esta amistad tengo que poner en juego toda mi persona. Pedí la dispensa y me contestaron con castigos. Me echaron de la parroquia y me quitaron las clases [de religión] cuando me negué a abandonar el pueblo para no ser un mal ejemplo ante la gente. Por el contrario, la gente lo que ha encontrado escandaloso es que se me castigue de esta manera, pues yo lo único que he hecho es enamorarme de Susana».

Desde la otra parte, la de la mujer, la relación afectiva con un sacerdote nunca suele resultar fácil. Deben sortearse muchos temores, culpas e inseguridades antes de poder asumir que el amor que está naciendo entre ambos es perfectamente lícito, saludable y deseable.

«Comprender que me había enamorado de un hombre que es sacerdote —confesaba Susana, la novia de Alfonso Fernández Herranz— fue algo muy difícil. En un principio lo tomé como un pecado y en mis oraciones pedía perdón. Quería negar mis sentimientos, pero era algo que me surgía. Cuando finalmente comprendí que no tenía que culpabilizarme, el conflicto surgió en que no podía decirle nada, ni coaccionar su libertad. Decidí que no me importaba ser también célibe y seguir junto a él como amiga y compañera, haciendo los trabajos [en la parroquia] con la gente. Después llegó un momento en que, simplemente, tuve que optar. Le comuniqué mis sentimientos, y nos dimos cuenta de que ambos estábamos enamorados uno del otro».

En algunos casos, es tanta la tensión y el sufrimiento acumulados por la novia de un sacerdote durante su relación que, cuando se casan, finalmente, la mujer ha llegado a despreciar tanto el paréntesis —así denominan muchos curas secularizados a su época ministerial— que no quieren ni oír hablar de esos días. Por idéntico motivo, hay también sacerdotes que esconden su pasado como clérigos hasta a sus propios hijos.

La mujer que mantiene relaciones amorosas con un cura acaba por recibir presiones e incomprensiones por parte de todo el mundo. Para algunas personas de su comunidad es una desvergonzada o algo peor. Para los obispos es, simplemente, ese algo peor. Para su compañero sacerdote llega a ser una impaciente y una egoísta que no comprende «las complicadas costumbres de la Iglesia». Ella debe ser comprensiva con todos, pero nadie es solidario con su situación de pareja, ni con su aspiración de formarla tal como hace cualquier persona.

La novia de un sacerdote debe callar, esperar y transigir con todo lo que sea preciso. No tiene derechos sino obligaciones; debe permanecer apartada de las actividades y logros públicos de su amado, pero está obligada a soportar sus frustraciones y fracasos en privado; no puede rebelarse contra la situación que la oprime porque dañaría el estatus clerical y social de su compañero; debe humillarse y arruinar su propia vida en medio de una larga espera llena de vacíos que, en cualquier caso, no tiene apenas esperanza de llegar a buen término; debe respeto a los prelados que la desprecian, y tiene que callar y bajar la cabeza ante quienes, desde sus sotanas, murmuran de ella, que no de él; es rehén de la necesidad corporal de un cura, rehén a su vez de una ley canónica, pero todos prefieren llamarle amor —aunque sólo sea en voz muy queda— a lo que no pasa de ser una esclavitud.

Son amores que no dejan viudas, ni recuerdos oficiales en el momento final. Suponen casos como el de Clara P., maestra mallorquina que, tras más de veinte años de mantener relaciones íntimas con el sacerdote teatino Antonio Oliver, fallecido en enero de 1994, está siendo acusada de «loca» por quienes pretenden borrar del registro histórico una de las facetas más humanas del padre Oliver.

El padre Toni Oliver, historiador notable y clérigo de ideas filosóficas muy seductoras para su nutrido grupo de seguidores, ha sido toda una institución en Baleares. Aunque vivía entre Madrid y París, cuando llegaba a la isla siempre era fácil de localizar; sus amigos íntimos, como es el caso de Teodoro Úbeda Gramaje, obispo de Mallorca, tenían en su agenda dos de sus teléfonos más habituales, el de la residencia de los teatinos y el de la casa de Clara.

Hoy quieren eliminar a Clara de la vida del padre Oliver y, si pudieran, harían desaparecer las innumerables fotos que, enmarcadas o en álbumes, siguen manteniendo vivo su recuerdo en la casa de Clara. Ella sabía que no era la única mujer en la vida del padre Oliver, y está segura de que es cierto el rumor que dice que el infarto del sacerdote tuvo lugar en casa de otra mujer, de una francesa con la que hacía tiempo que tenía relaciones, pero nadie puede quitarle el derecho a su duelo por el hombre que amó y que la amó. Quien no vivió como célibe, no debe ser recordado como tal. Pero Clara, y sus más de veinte años de relaciones con el padre Oliver, parecen molestar ya a todo el mundo.

Sin embargo, mujeres como la escritora Luise Rinser, a sus 83 años, se han permitido el lujo de hacer justicia a la historia publicando las cartas de amor que le escribía su amante de lujo: Karl Rahner, sacerdote jesuita considerado uno de los teólogos más importantes de este siglo.

En el libro titulado Cartas de una amistad, se transcriben las 1.800 cartas que Rahner le escribió a Luise hace unos treinta años, cuando él era profesor de Dogmática en Innsbruek. «Pececito, no comas demasiado; si no, engordas y dejas de gustarme», le decía el padre Rahner a su ya cincuentona amiga, y firmaba la carta de amor como «Tu cariñito».

En los círculos clericales se ha vivido la publicación de estas cartas como un gran escándalo, pero ¿no es un escándalo aún más terrible que un hombre y una mujer no puedan vivir su amor por culpa de una ley canónica absurda y sin fundamento?

La Iglesia Católica soporta perfectamente a las amantes de los sacerdotes, pero no tolera que éstas quieran voz, luz y taquígrafos. Ellas deben seguir sufriendo en silencio y callar, en bien de la Iglesia, naturalmente.