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LOS SACERDOTES (Y LOS OBISPOS) TAMBIÉN SON CLIENTES DE LA PROSTITUCIÓN

La tarde del lunes 24 de agosto de 1987 vino a verme a mi despacho una mujer llamada Carmen, de unos treinta años, que se identificó inmediatamente como una profesional de la prostitución de alto nivel. Se la veía nerviosa y fue directamente al asunto que la preocupaba:

«Estoy muy asustada y necesito que me ayudes; por el trabajo que hago comprenderás que no puedo recurrir a la policía y no sé qué hacer. Entre mis clientes tengo a un sacerdote; hace poco que viene conmigo, pero se ha encaprichado de mí y me ha amenazado con matarme si vuelvo a ir con otros hombres. El viernes pasado ya me pegó e intentó forzarme».

A continuación, la chica me facilitó sobrados datos personales sobre el sacerdote —que comprobé, y corroboraron la veracidad de su historia— y me relató los hechos que la habían conducido hasta aquella situación. El sacerdote se llama Miguel S., tenía 60 años en ese momento, y, actualmente, después de una vida clerical azarosa y de su paso por diferentes parroquias, de las que siempre fue trasladado por su afición a las mujeres, es el párroco de un minúsculo pueblo situado en una comarca catalana del interior, donde, poco antes de escribir este capítulo, fui a verle para comprobar algunos datos sobre su actividad presente.

Por esos días, mosén Miguel presumía de tener varios millones de pesetas invertidos, pero el elevado ritmo de gastos que llevaba salía, en buena medida, de las rentas de un capital de ocho millones de pesetas que poseía Paquita S., su ama de llaves, que entonces estaba internada en un hospital a consecuencia de una embolia, y de cuyo dinero podía disponer a través de una cuenta conjunta. A pesar de que su vivienda parroquial es una casa nueva y muy bien equipada, mosén Miguel vivía —y vive aún— en un apartamento de su propiedad situado en segunda línea de mar de un pueblecito costero.

«Yo le conocí el miércoles 5 de agosto. Trabajo en el Club XXX[181] —allí mi nombre de guerra es Eva— y el cura era ya un cliente asiduo del local; se abre a las once de la mañana y a esa hora él ya está allí, va un rato al solarium y luego está [mantiene relaciones sexuales] con una o dos mujeres. El día anterior había estado con Raquel y se citó con ella para almorzar, así que yo me apunté con ellos. Fuimos a Can Costa, en la Barceloneta, y el hombre se gastó un pastón. Él, por ejemplo, no pide el vino por su marca sino por su precio, siempre pide el más caro que ve en la carta.

»El cura es un fulano duro, violento y agresivo. En la cama le gusta estar con dos mujeres a la vez, es muy vicioso y sádico, le gusta morder y que le muerdan, y no repara en gastos. Viene casi a diario y se deja cada vez entre veinte y cuarenta mil pesetas. Eso sin contar lo que se gasta en comidas y en regalos para las chicas; a mí, en los quince días que he salido con él, aparte del dinero de los servicios, me ha hecho regalos que valen más de 30.000 pesetas.

»El viernes pasado quedamos citados en un bar y luego, en su coche Talbot, fuimos a [ciudad] a sacar 20.000 pesetas de un cajero automático y subimos hasta el pueblo donde está su parroquia. Me la enseñó y entramos en su casa, que está pegada a la iglesia. Dentro, después de mostrarme varias joyas de oro —que eran muy buenas— de Paquita, su ama de llaves, me señaló los platos que había apilados sobre una mesa y dijo “Carmen, friégame los platos”. Yo me negué, pero él me cogió de un brazo y empezó a hacerme mucho daño.

»“Lo que ganaste el lunes me lo tienes que dar a mí, porque yo te di cien mil pesetas para que no fueses a trabajar y tú fuiste”, me dijo entonces. Y eso era cierto, pero le contesté que el dinero sólo era por estar con él durante el día, por las noches me iba a mi casa o a donde se me antojase. El cura se puso muy furioso y comenzó a gritarme que yo era una furcia, que estaba demasiado bien para que me disfrutaran otros hombres, que era una pecadora contra Dios, que esto lo tenía que pagar y que me lo iba a hacer pagar él.

»Me cogió por los brazos y me llevó a rastras hasta una habitación; una vez allí, me agarró del pelo y me tiró contra la cama, con la que me di un buen golpe en el costado, en las costillas. Acto seguido el cura me dio dos guantazos y, sentado encima de mí, sobre los riñones, me atizó dos correazos que me dejaron sin aliento. Entonces quiso forzarme, pero no lo logró.

»Cuando se tranquilizó le dije que iba a denunciarle, pero él me propuso que si no lo hacía me daría 200.000 pesetas y las joyas que me había enseñado. Pero, al no aceptar su oferta, el cura me amenazó: “como te pongas tonta te mato y te tiro a este pozo [uno que hay en la casa parroquial] donde nadie va a encontrarte. O, con los catorce millones que tengo, le pago a uno para que te mate y nadie va a saberlo”.

»Me hizo subir a su coche y me llevó hasta Barcelona, pero me dejó tirada en el primer puente que hay en la entrada por la Diagonal. Después de darme doscientas pesetas “para un bocadillo”, me amenazó de nuevo diciéndome: “cuidadito con ir a la comisaría, que yo te quito de en medio rápido”. Yo estaba temblando, pero aún tuve ánimo para tomar la matrícula de su coche y apuntármela. Me fui a mi casa, pero él, según me contó mi compañera Raquel, se fue al club y se llevó a la cama a una argentina o chilena que trabaja allí».

El Arzobispado de Barcelona conoce desde hace muchos años los hábitos sexuales y el carácter violento del sacerdote Miguel S., pero lo ha encubierto hasta el día de hoy.

Afortunadamente para las chicas del oficio, los sacerdotes que recurren a la prostitución no suelen ser de la calaña de mosén Miguel ni se comportan como él; por el contrario, el clero que acude a la prostitución está constituido por varones que no se atreven —o no saben, o no consiguen— a intentar ligar abiertamente con mujeres (u hombres), o que tienen los suficientes escrúpulos para evitar caer en la fácil tentación de abusar de alguna feligresa incauta o de algún menor.

Los sacerdotes de hoy buscan la discreción más absoluta cuando van de putas, y a menudo lo logran puesto que ningún elemento externo puede ya delatarlos. «Hace años —me comentaba una veterana dama del sexo tarifado— notábamos a un kilómetro a los clientes que eran curas: cuando llamaban a la puerta o se acercaban para acordar el precio, nunca se quitaban la boina ¡así no se les veía la tonsura de la coronilla! Los conocí que hasta hacían el acto [sexual] con la boina puesta».

Sin embargo, hoy, como ayer, las putas con oficio afirman que siguen detectando a la mayoría de sus clientes curas y seminaristas por el sello inconfundible que, al parecer, les identifica en los menesteres sexuales. «Se les nota que son curas hasta en su forma de mear», me comentó, muy gráficamente, la encargada de un puti-club alicantino al que suelen ir sacerdotes de parroquias murcianas.

Más difíciles de detectar deben de ser los obispos y cardenales ya que éstos, aunque curas también, son pocos, disfrutan de más medios y están mucho mejor preparados para, de darse el caso, poder ejercer, sin tropiezos, la pastoral en situaciones delicadas. Pero, a veces —quizá porque sea cierto aquello de que el hombre propone pero Dios dispone—, las misiones de pastoral pueden derrumbarse escandalosamente por un inesperado fallo del corazón. El prestigioso cardenal jesuita francés Jean Danielou es un ejemplo perfecto para nuestra tesis.

Toda la prensa mundial del 23 de mayo de 1974 lloró la pérdida del cardenal Danielou, víctima de un infarto de miocardio, sufrido la noche anterior, cuando contaba 69 años. Jean Danielou era un sólido candidato papable a suceder a Paulo VI, gozaba de gran prestigio académico y, aunque había sido considerado un hombre progresista en la década de los años cuarenta, en sus últimos años se había alineado con el clero más tradicionalista.

Muchos creyeron que la razón de que su muerte, según los comunicados de prensa, sucediera indistintamente «en casa de unos amigos», «en plena calle», «subiendo las escaleras del apartamento de un enfermo» o «en la sacristía de Nótre Dame», podía deberse al don de ubicuidad característico de algunos santos. Pero la verdad era muy ajena a la santidad, aunque no al éxtasis.

El buen cardenal Jean Danielou —a quien se llegó a glosar diciendo que «en el éxtasis del apóstol fue al encuentro del Dios viviente»— había infartado, efectivamente, pero lo había hecho en brazos de la rubia y espectacular Mimí Santoni, de 24 años, famosa bailarina de strip-tease en un cabaret parisino.

Inmediatamente después del deceso, en el apartamento de Mimí se personaron el comisario de policía de París, el padre Costa, superior de los jesuitas de la capital francesa, y el nuncio apostólico Egano Righi-Lambertini. Todos pactaron silencio absoluto sobre lo sucedido y, para no despertar sospechas, mandaron a la bella Mimí a trabajar al cabaret.

Cuando el semanario Le Canard Enchainé comenzó a publicar la verdad sobre la muerte del cardenal, se supo también que todos los directores de la prensa seria francesa habían aceptado ocultar la realidad bajo presiones, y que la policía hacía ya seis años que tenía informes detallados sobre los desahogos del cardenal (y de los que habían sido puntualmente advertidos el padre Arrupe, Prepósito General de la Compañía de Jesús, y el cardenal Villot, secretario de Estado vaticano).

El episcopado francés intentó zanjar el asunto convirtiendo la visita a Mimí en un acto de pastoral del cardenal Danielou, pero resultaba ridículo creer que un prelado pudiese practicar confesiones nocturnas y a domicilio a una reconocida pecadora pública. Y tampoco favorecía esta tesis el fajo de billetes con que el prelado había acudido a su última cita terrenal con la fogosa cabaretera. Los taxis, en París, no son tan caros, ni aun de noche.

De una rectoría a un burdel quizá no haya tanta distancia como el común de la gente cree. Manuela, 63 años, valenciana, retirada ya de su oficio de prostituta, al que llegó desde el convento en el que antes había sido monja, aportó un punto de vista interesante cuando afirmó: «T’ho jure; no recorde com vaig passar de monja a puta. Imagine que vaig perdre la pista de Déu»[182].

Quizá sea a causa de estar buscando esa «pista de Dios», desde un cuerpo y un espíritu demasiado reprimido y dolorido, que muchos clérigos acaban por llegar hasta el tálamo expiatorio de las prostitutas. La propia Iglesia Católica no les ha dejado otra vía que ésta.