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SÁTIROS DE CONFESIONARIO

«—Ave María purísima.

—Sin pecado concebida.

—Padre, ante todo quisiera decir que hace casi un mes que no me confieso. Pertenezco a una familia creyente y practicante. Con normalidad he asistido todos los domingos a la celebración de la misa confesando y comulgando, pero desde hace casi un mes tengo tan mala conciencia que apenas si duermo[175].

—¿Qué edad tienes, hija mía?

—Veintinueve años, padre.

—¿Estás casada?

—Sí, padre.

—¿A qué edad te casaste?

—Llevo tres años casada, padre. Me casé a los veintiséis años.

—¿Y cuál es tu problema?

—Verá, padre. Hace aproximadamente un año que noté que mi marido se iba distanciando de mí. Al principio no quise darle importancia pero más tarde, cuando ya estaba realmente preocupada, le pedí que nos sentáramos a hablar y me confesó que salía con otras mujeres [la chica que se confiesa va a continuar su relato pero el cura la interrumpe, su voz ha cambiado radicalmente, está nervioso y alterado].

—¿Tu marido te penetra?

—Sí, padre.

—¿Te penetra por delante o por detrás?

—Por delante y por detrás, padre.

—Cuando te penetra por detrás, ¿notas si él tiene placer?

—Sí, padre, lo noto.

—¿Cuántas veces lo hace?

—Depende, padre.

—¿Cuatro o cinco veces a la semana?

—Sí, padre, normalmente casi cada día.

—Dime, hija mía, ¿también te hace hacer juegos con la boca?

—Sí, padre.

—Y tú, ¿has sentido su orgasmo en la boca?

—Sí, padre.

—¿Te ha gustado?

—Al principio me sentía mal, pero la verdad es que luego me gustó. Él me enseñaba y me ayudaba.

—¿Qué más te hace hacer?

—Verá, padre, es que en realidad mi problema empezó cuando al hablar con él me confesó que sólo sentía verdadero placer cuando hacía el acto sexual en grupo, ya que él llevaba practicándolo desde hacía tiempo a mis espaldas. Me dijo que si no lo seguía estaba dispuesto a dejarme. Yo, como estoy muy enamorada de él, no me atreví a decirle que no y acepté.

—¿Formáis grupos de cinco, seis o siete personas?

—No, padre; siempre somos dos parejas.

—Y los demás, ¿también te penetran por detrás?

—Sí, padre.

—¿Y tú sientes placer?

—Sí, padre.

—Hija mía, estás en pecado mortal y tienes que arrepentirte para "volver a estar en paz con el Señor. Es imprescindible que hagas una confesión general y recuerdes todos los pecados pasados. Cuéntame, hija mía, cuando eras pequeña, ¿te tocabas con las manos, te masturbabas?

—Algunas veces, padre.

—Y tu mente, ¿qué pensaba mientras hacías estas cosas?

—A veces me imaginaba que algún chico me tocaba.

—¿Dónde imaginabas que te tocaban?

—Por todo el cuerpo, padre.

—¿Cuántos novios tuviste?

—De verdad, el que ahora es mi marido.

—Pero saldrías con otros chicos.

—Sí, padre.

—¿Os tocabais con las manos?

—Sí, padre.

—¿Acariciabas su pene?

—Sí, padre.

—Y tu marido, ¿llegó a penetrarte antes del matrimonio?

—No, padre. Sólo nos masturbábamos.

—¿Acariciabas su pene con la mano o con la boca?

—Sólo con la mano.

—Bien, hija mía. ¿Sabes que este hombre con el que estás casada es un cerdo vicioso, un cochino, el mismo demonio en persona?

—Es que yo le quiero, padre.

—Pero te vas a condenar porque con él siempre estás en pecado mortal.

—¿Qué debo hacer, padre?

—¡Dejarlo inmediatamente! Que se vaya, no te importe quedarte sola. Al menos estarás en paz con el Señor que es a quien, al final, tienes que rendir cuentas. Ahora estás en el acto sagrado de la confesión y si reconoces estar arrepentida debes dejarle inmediatamente. Este hombre sólo merece el infierno. Tú debes salvarte. ¿Estás verdaderamente arrepentida?

—Sí, padre.

—Si estás arrepentida te voy a dar la absolución y como penitencia rezarás tres padrenuestros diarios durante un mes».

En este diálogo confesional, habitual en muchas parroquias, especialmente en las que tienen sacerdotes mayores de sesenta años, se ve un claro ejemplo de cura morboso, libidinoso, obsceno y, a menudo, masturbador[176]. Pero también es un modelo clásico de sacerdote sumamente peligroso por los consejos irresponsables que, en general, da a sus feligreses.

Aunque una parte de los creyentes católicos saben pararles los pies a los sacerdotes sátiros como el mencionado e ignoran sus lamentables consejos, lo cierto es que muchos miles de menores, jóvenes y, sobre todo, mujeres de escasa cultura o personalidad, son victimizados por curas desde sus confesionarios. Y es que el riesgo no lo representan solamente los sacerdotes lascivos, el propio acto de la confesión ya puede ser dañino por sí mismo.

En el acto de la confesión, tal como se realiza en el contexto católico, hay muchos más elementos de poder, abuso y control de las conciencias ajenas que de sacramento propiamente dicho. Una lamentable realidad que dimensiona fielmente el teólogo José Antonio Carmona cuando me comenta lo siguiente[177]:

«Yo tuve enormes problemas psicológicos confesando a los demás, ya que la forma en que se hace implica una intromisión ilegítima y descarada en sus vidas y conciencias, y genera conductas infantiles entre los creyentes. Dios no tiene nada que ver con los problemas psicológicos o escrúpulos personales de la gente, dificultades que, con suma frecuencia, se ven potenciadas y/o agravadas desde el mismo confesionario por los sacerdotes que usan su posición de poder para manejar las conciencias ajenas de forma enfermiza, inmadura o morbosamente interesada.

»La Iglesia Católica deforma el sentido evangélico y sacramental de la penitencia cuando la despoja de su original sentido comunitario y entiende el pecado como culpa en vez de hacerlo como una desviación de tu propia realidad humana. El día que fui consciente de todo esto me levanté del confesionario y ya no pude volver a confesar a nadie más. Me negué a seguir siendo partícipe de este abuso».

Pero el confesionario católico no sólo es un instrumento de control y dominio ilícito de las conciencias ajenas, o una ventana privilegiada para las aficiones lascivas; desde el confesionario católico se disfruta de una plataforma inmejorable para poder seleccionar objetivos a los que hacer futuras propuestas de índole sexual.

El sacerdote, mediante la autoridad, protección e impunidad que le confiere el confesionario, puede explorar las conciencias, gustos, afinidades y necesidades de sus feligreses. Puede distinguir fácilmente los objetivos sexualmente abordables y lanzarse a ellos con más o menos habilidad, o maniobrar durante un tiempo para modificar actitudes de alguno de sus objetivos hasta introducir cambios que le acaben beneficiando sexualmente.

«Al cabo de cerca de un año de estar confesándome con don Juan —me contaba una enfermera católica practicante—, un día, de repente, descubrí que el muy sinvergüenza se me había estado trabajando para llevarme a la cama. Yo le había contado mi proceso de desavenencias conyugales, mi posterior separación y las carencias afectivo-sexuales por las que estaba atravesando, y él, en un gota a gota continuo, siempre me hablaba de lo importante que es tener un apoyo afectivo —“como el que yo te estoy dando, por ejemplo”, me decía— y una sexualidad realizada.

»En ocasiones en que me encontraba especialmente mal, o frustrada o yo qué sé, iba a verle y lloraba de angustia; él me consolaba, me cogía de la mano, me la besaba, me decía que mi necesidad de encontrar una pareja y satisfacer mi sexualidad no era nada malo ni tampoco pecado, que era normal entre personas adultas. Cuando le hablaba de algún hombre que me gustaba un poco siempre le encontraba un montón de pegas. Y así fue la cosa hasta que, un día, cuando me estaba consolando de mi llorera, me pidió que fuera a verle más tarde, cuando hubiese acabado la misa.

»Me levanté muy agradecida y fui a verle, efectivamente, después de la eucaristía. Él se había vestido ya de calle, nos saludamos, cerró la puerta por dentro —“para que no nos moleste nadie”, dijo—, se acercó a mí y casi sin mediar palabra me abrazó. A mí me sorprendió un poco pero le dejé hacer. Luego empezó a acariciarme el cabello y a besarme, y eso sí que me alarmó. Me aparté violentamente de él y le pregunté la razón de todo aquello. “Tú necesitas un hombre, y yo puedo darte todo lo que quieres porque te conozco y te deseo.” Le llamé de todo y me marché de allí como alma que lleva el diablo. Fue tan grande el disgusto y la decepción que sufrí que hace unos cuatro años que no me he vuelto a confesar con nadie».

Muy a menudo el sacerdote no puede controlar sus instintos y agrede sexualmente a la mujer en el mismo momento de la confesión. Adolescentes y chicas jóvenes son habituales víctimas de tocamientos y caricias eróticas más o menos directas por parte de su confesor.

La ya citada escritora, que grabó, entre otras muchas, la confesión que abre este capítulo, se topó también con un cura de ésos de manotazo fácil. La grabación de la confesión que seguirá se realizó a finales de 1988, en la parroquia barcelonesa de la Puríssima Concepció, y el sacerdote que la protagonizó ya ha fallecido. La periodista adujo ser una mujer casada y tener un amante como motivo para su confesión.

«—Cuéntame cómo empezó todo.

—Hace dos años. En una fiesta que organizaron unos amigos conocí a Pedro. Estuvo muy simpático conmigo y hablamos durante largo rato.

—¿Os fuisteis a la cama aquel día?

—No, padre. Al día siguiente él me llamó a casa y me invitó a tomar café. A mí me gustó enseguida y sólo pensaba en él.

—¿Y cuándo os acostasteis por primera vez?

—Fue una de tantas tardes que él me llamaba para salir y tomar algo. Me invitó a su apartamento. Dijo que era muy bonito y quería que yo lo viera. Yo accedí y allí empezamos a tener relación sexual.

—¿Fuiste tú quien le provocó?

—Él me cogió y me besó y yo no opuse resistencia porque me gustaba.

—¿Encontraste más placer con él que con tu marido?

—Sí, padre.

—¿Cuántas veces te hace el amor tu marido?

—Mi marido me quiere mucho y normalmente me hacía el amor a diario, pero desde que empecé a salir con mi amante yo le rechazaba con pretextos.

—El otro hombre, ¿te lace juegos amorosos que no te hacía tu marido?

—Sí, padre.

—¿Juega con la boca sobre tu sexo?

—Sí, padre.

—Y cuando eso ocurre, ¿tú sientes el placer máximo?

—Muchas veces sí, padre.

—¿Te dice palabras obscenas mientras te hace el amor?

—Algunas veces.

—¿Y tu marido no?

—No.

Hace escasos segundos —anota la periodista en funciones de feligresa en confesión— que el sacerdote ha empezado a acariciarme el cabello, después ha continuado por la cara y en estos momentos me acaricia el pecho por encima de mi blusa.

—Eres una mujer fogosa y te gusta que te toquen, ¿verdad?

—Sí, padre.

—No está bien de todas maneras que des rienda suelta a tus impulsos. El matrimonio es un sacramento sagrado y el sexo está bendecido por Dios con el fin de tener hijos…»

Esta estructura de confesión es absolutamente normal y correcta desde la práctica católica, ya que las directrices oficiales de la Iglesia exigen que los confesores adquieran un conocimiento exacto de todas las circunstancias importantes que rodean a un pecado, para poder determinar así su calidad y valorar si se trata de un pecado venial o grave.

Sin embargo —al margen de lo falaz e ilícito que es de por sí este planteo—, los sacerdotes, agobiados por sus propios problemas sexuales, aprovechan estas ocasiones para asociarse al placer ajeno mediante la rememoración de todos y cada uno de los detalles de una historia sexual, y, al mismo tiempo, se aplican en obtener placer para sí mismos. Este modo de proceder es un abuso ilegítimo e indecente que no se da en ninguna religión del mundo, salvo en la Iglesia Católica.

En los casos que comentamos, la estructura de la confesión siempre es muy parecida: ante cualquier indicio sexual apuntado por una feligresa (o feligrés), el sacerdote comienza un interrogatorio en el que las preguntas van subiendo de tono hasta desbordar la curiosidad malsana y llegar a lo estrictamente obsceno. Es el cura quien lleva siempre la iniciativa y acota el campo y tono de las respuestas, dando así rienda suelta a sus propios deseos y fantasías sexuales, que, con frecuencia, le llevan a la masturbación, a manosear la mercancía pecadora —a fin de cuentas, ya el insigne Santo Tomás, tan venerado por todo el clero, dejó establecido que la mujer es «un ser deficiente» y la esposa «un recipiente de los pecados y del placer»—, a proponerle relaciones sexuales a la feligresa, o a todo ello a la vez.

Tan frecuente es este comportamiento y tan privilegiada la posición del confesionario, que la propia Iglesia Católica, en su legislación canónica, tuvo que definir el pecado de solicitación y aparejarle serias penas para disuadir a los clérigos de su comisión. Se cae en solicitación, según el Derecho Canónico, cuando el sacerdote «quiere inducir al hijo espiritual, a propósito de la confesión, a cometer un pecado grave contra la castidad, o cuando mantiene con él conversaciones inmundas y no permitidas y se arregla con él».

Pero, si tuviesen que aplicar la pena de suspensión a todos los sacerdotes que cometen solicitación, los confesionarios sufrirían una notable epidemia de bajas. Cuando uno tiene problemas de orden psico-sexual parece más indicado acudir a un psicólogo o sexólogo que a un cura; pero, en cualquier caso, si se decide acudir al confesionario, no estará de más hacerlo con un magnetofón en el bolsillo, ya que ésta será la única prueba que permitirá demostrar, cuando haga falta, el comportamiento vergonzoso de cualquier sacerdote confesor.

Denunciar a un sacerdote sátiro ante su obispo, sin embargo, no sirve para nada, ya que éstos, como el resto de los curas que mantienen relaciones sexuales, siempre acaban gozando del encubrimiento eclesiástico. A lo sumo, pueden ser trasladados a otra parroquia.