A media mañana del día 6 de julio de 1992, Manuel Spínola Muñoz, de 66 años, oficial del Tribunal Eclesiástico de Sevilla desde 1953, se encontraba en la Secretaría del mismo tomándole declaración a María Asunción Gómez Fernández, una mujer joven que estaba tramitando la anulación canónica de su matrimonio; pero, según se dejó probado en la sentencia judicial[171] que le condenó tiempo después, Manuel Spínola tiene una forma muy peculiar de cumplir con su trabajo:
Entre cada pregunta [Manuel Spínola Muñoz] le formulaba [a María Asunción Gómez] observaciones tales como «¡me gustas muchísimo, quién tuviera veinte años menos!», «que el domingo pasado había estado en Matalascañas [playa] y había visto muchas tetas y que las picudas eran las que más le excitaban», «que se armaba muy pronto y hasta le dolía la cabeza del capullo», «que cuando de noche veía películas eróticas se hacía una paja, pero que le gustaría que se la hiciera una mano que no fuera la suya», «que simplemente con tocarle alguna parte de su cuerpo una mujer, podía llegar a correrse» y «que los pechos pequeños, como los de ella [de María Asunción], también le encantaban».
María Asunción Gómez —prosigue la sentencia ya citada— reiteradamente rogó al acusado que se abstuviera de dirigírsele en tales términos, calificándole de «guarro». Cuando María Asunción acabó su declaración y se dirigía hacia la puerta, abandonando el despacho donde se encontraba el acusado, éste se acercó a ella e intentó tocarle los pechos, lo que María Asunción logró evitar retirándole la mano, increpándole acto seguido sobre lo que pretendía hacer. La respuesta de Spínola fue que «si se hubiera dejado tocar el pecho y le hubiese tocado su pene, que ya tenía erecto, se habría corrido»; a lo que María Asunción replicó llamándole «cerdo», y «que si estaba tan caliente, que se fuera de putas». Spínola manifestó a su vez que no le gustaba ese tipo de mujeres, y dado que el corazón de María Asunción pertenecía a otra persona [ella misma le había dicho que su novio la estaba esperando fuera de la sala], que le buscara una amiga dispuesta a tener ese tipo de relaciones. Seguidamente, cuando María Asunción procedía a salir de la oficina y Spínola intentaba convencerla para que no le denunciara, el acusado le dio una palmada en su trasero.
La chica, naturalmente, presentó una denuncia por las vejaciones sufridas en el Tribunal Eclesiástico. Un día después, el sacerdote Carlos Blanco Yenes, de 63 años, juez del citado Tribunal, llamó a su despacho a María Nieves Fernández, madre de María Asunción, para indicarle que debía «convencer a su hija para que retirara la denuncia [contra Spínola], alegando que no sólo le sería difícil que la creyeran al tratarse de versiones contradictorias y no existir testigos presenciales, sino que su postura le acarrearía problemas ante el Tribunal Eclesiástico y que ningún abogado iba a defenderla. Afirmando que probablemente no le concederían la nulidad»[172].
Al despedirse de la madre, según describe esta segunda sentencia, el sacerdote Carlos Blanco advirtió que María Asunción la estaba esperando, y no perdió ocasión de intimidarla diciéndole que «si no quitaba la denuncia no le darían la nulidad y le costaría mucho dinero, dado que no encontraría abogado de oficio, que tendría que pagarlo y que nadie iba a querer defenderla. Que los papeles no iban a salir, si no quitaba la denuncia, porque no iba a tener dinero para pagarlo».
Y la pobre mujer, en medio del disgusto de su madre, a quien sí había asustado la amenaza, harta ya de los curas, puso otra denuncia contra el padre Blanco.
La vista oral contra Manuel Spínola sacó a relucir parte de la hipocresía, cinismo y mecanismos de poder que se mueven detrás de los Tribunales Eclesiásticos de la Iglesia Católica (sobradamente conocidos por la opinión pública a partir de las múltiples denuncias de sus corruptelas). En esta causa, a pesar de que el contrario era una insignificante mujer, y las penas que se barajaban eran ridículas, la Iglesia jugó las cartas más fuertes que pudo encontrar; estaba arriesgando su credibilidad si había condena… y la hubo.
Manuel Spínola fue defendido por el abogado Francisco Baena Bocanegra —letrado del Duque de Feria durante su famoso proceso por corrupción de menores—, un jurista tan influyente y caro como afín a los intereses de la Iglesia y de la oligarquía católica andaluza.
Baena Bocanegra —que meses después también defendería a Carlos Blanco, el segundo inculpado del Tribunal Eclesiástico— mostró perfectamente la calaña de su bando cuando, en la vista, pretendió usar contra la denunciante una copia del escrito de demanda de nulidad canónica de su ex marido, un documento secreto que no podía salir del Tribunal Eclesiástico, pero allí estaba.
Tampoco faltó en la sala de justicia Francisco Gil Delgado, presidente del Tribunal Eclesiástico, profesor de periodismo, articulista/moralista desde el periódico ABC, y conocido por el escasísimo interés que le merecen las mujeres, entre otras muchas cosas. El honorable sacerdote don Francisco Gil declaró haber estado presente en el momento de despedirse María Asunción y Manuel Spínola y negó que allí hubiese sucedido nada extraño.
Sin embargo, la declaración del padre Francisco Gil Delgado fue tan peculiar, por llamarla de algún modo, que el magistrado, en su sentencia, después de valorar su actuación, concluye afirmando que «consecuentemente el juzgador, considerando que el testimonio prestado por Francisco Gil Delgado no obedece a la verdad, y pudiendo ser el mismo constitutivo de un delito de falso testimonio, previsto y penado en el artículo…», ordena remitir su testimonio al juzgado de Instrucción de Guardia.
Parecido razonamiento, e idéntica conclusión, le mereció al magistrado Francisco Gutiérrez López el papel desempeñado en la vista por María Esperanza Rus Rufino, letrada de oficio que el Tribunal Eclesiástico le había designado a María Asunción para el trámite de su causa de nulidad canónica. Las evidentes contradicciones y silencios de la abogada durante su interrogatorio dieron pábulo a pensar que sus intereses fueran antes los de los acusados —que eran claves para que ella pudiese seguir trabajando para el Tribunal de la Iglesia— que no los de su propia dienta.
En el acto del juicio también se demostró que el proceso de nulidad canónica de María Asunción se había paralizado completamente, y ello no suponía novedad alguna, ciertamente, aunque sí una notable canallada que podía representar una actuación presuntamente delictiva. El propio juez del Tribunal Eclesiástico, Carlos Blanco Yenes, cuando fue a declarar ante el juzgado, acusado de amenazar a María Asunción, lo había dicho bien claro: «quiero hacer constar que ahora nada más llegar al Tribunal Eclesiástico quiero solicitar al Presidente que, de momento, se pare la causa de nulidad ante las gravísimas acusaciones que se me imputan y hasta que éstas se aclaren». Efectivamente, como sacerdote de palabra, don Carlos Blanco cumplió su amenaza.
Finalmente, Manuel Spínola Muñoz fue condenado como autor de una falta de vejación injusta, contra María Asunción, a cinco días de arresto mayor y a pagar una indemnización de den mil pesetas a su víctima. La condena, mínima —aunque jurídicamente muy correcta—, no resultó dolorosa por su cuantía, sino porque dejaba establecido fehacientemente el comportamiento de los miembros del Tribunal Eclesiástico sevillano[173]. El caso de María Asunción, tal como conocen muchos —y muchas— en Sevilla, no es más que la punta de un iceberg.
El sacerdote Carlos Blanco Yenes fue también condenado; el Juzgado de lo Penal número 11 le consideró autor de un delito contra la Administración de Justicia —al haber intentado que la víctima retirase su denuncia contra Spínola— y le impuso una pena de cuatro años, dos meses y un día de prisión menor. Esta sentencia, en el momento de redactar este capítulo, está pendiente de ser revisada en apelación[174].
La Iglesia Católica, paladín de la moral y de la justicia, con la aquiescencia del arzobispo de Sevilla Carlos Amigo Vallejo, sigue manteniendo actualmente en sus puestos del Tribunal Interdiocesano de Sevilla a todos los protagonistas de este escándalo.